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Los siete cabritillos

Había una vez una cabrita que vivía con sus sietes cabritillos en una casita del bosque.
Un buen día, la cabritilla tuvo que salir de casa para hacer un mandado y dejó a los siete
cabritillos solos en casa. Antes de marcharse, les avisó de que no debían abrir la puerta a
nadie, porque el lobo rondaba cerca y podía engañarles con alguna artimaña para
conseguir entrar en la casita y darles bocado.
El lobo, al ver que la mamá estaba ausente, se acercó a la casa y llamó a la puerta. El
mayor de los hermanos respondió: "¿Quién llama?" El lobo cambiando la voz dijo:
“Cariño, soy mamá que he vuelto de la compra y necesito ayuda con las bolsas,
ábreme”.
El cabritillo, desconfiado por las indicaciones de su madre antes de irse, le replicó:
“Mamá, enséñame la patita por debajo de la puerta para que pueda verte”.
Al lobo no le quedó más remedio que mostrar la pata y cuando los cabritillos la vieron,
todos juntos gritaron: “Eres el lobo. Vete de aquí. No te abriremos. Tú no eres nuestra
mamá”.
El lobo abandonó el lugar en dirección a casa del molinero, donde se echó harina en la
cara para ser de color blanco como la cabrita y así engañar a los retoños. Tras echarse la
harina, volvió a la casa y llamó a la puerta de nuevo.
Se repitió la situación anterior, los cabritillos preguntaron de quién se trataba y pidieron
ver la patita por debajo de la puerta. Aunque la patita era blanca, la voz ruda del lobo le
delató y los cabritillos no abrieron la puerta.
El lobo acudió a una granja cercana buscando huevos duros que le afinaran la voz para
poder engañar a los cabritillos y tras comérselos, volvió a la casa y llamó a la puerta. En
esta ocasión, los cabritillos, salvo el más pequeño que se escondió tras el reloj, le
creyeron y le abrieron la puerta. El lobo consiguió entrar y se comió uno a uno sin
masticar a los cabritillos que fue encontrando.
Cuando la cabrita volvió a casa, el pequeño cabritillo, que por desconfiado se había
salvado de las garras del lobo, le contó lo ocurrido. Juntos acudieron al río en busca del
lobo, que se encontraba dormido del lote del comer que se había dado. Con unas tijeras
le abrieron la barriga y sacaron sanos y salvos a todos los cabritillos. Le llenaron de
piedras la barriga y se la cosieron para que no se pudiera mover. Cuando el lobo
despertó tenía mucha sed pero no pudo ni levantarse a beber del gran peso. 
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El zorro y el caballo
Había una vez un campesino que vivía con su leal caballo, el cual le había servido
durante muchos años. El caballo ya era viejito y apenas tenía fuerzas para trabajar de
forma productiva. Un buen día, el amo le dijo al caballo: “No puedo contar contigo para
trabajar más. Si me demostrases que puedes traer un león hasta nuestra casa, te cuidaría
hasta el fin de tus días. Pero mientras tanto, abandona mi cuadra.”
El pobre caballo abandonó el establo cabizbajo y apenado y se adentró en el bosque
buscando un refugio donde pasar la noche. Un zorro lo vio pasar y le preguntó:
“Querido amigo equino, ¿por qué vas tan cabizbajo y a dónde te diriges?
El caballo respondió: “Pobre de mi, amigo zorro. Mi amo me ha echado del establo
porque ya no puedo trabajar como antes. No valora lo suficiente la asistencia que le he
prestado durante toda la vida. Me ha dicho que solo si fuese capaz de arrastrar un león
hasta las caballerizas, me cuidaría hasta el fin de mis días, pero él sabe que mis patas
están débiles y eso es imposible”.
El zorro sintió lastima por él y le dijo: “Yo te ayudaré amigo, no desesperes. Tengo un
plan que funcionará. Vamos a hacer una cosa. Tú acuéstate aquí y finge estar muerto”.
El caballo siguió las indicaciones del zorro mientras el zorro ejecutaba su plan.
El zorro fue a buscar al león y cuando lo encontró le dijo: “¿Tienes hambre Sr. León?
He visto un caballo muerto en el bosque. Si vienes conmigo probarás bocado”. El león
accedió y acompañó al zorro. Cuando ambos estuvieron frente al caballo el zorro le dijo
al león: “Si quieres llevártelo a tu guarida yo puedo atar el caballo a tus patas”. El león
estuvo de acuerdo con el plan.
El zorro ató a las cuatro patas del león la cola del caballo con unos nudos tan fuertes que
el león perdió toda posibilidad de movimiento. Cuando finalizó, dio unas palmadas
sobre el lomo de su amigo el caballo y le gritó: “Amigo, vamos, solo tienes que correr
hacía tu establo”.
El caballo corrió hasta llegar a la casa de su amo arrastrando al león, que no paraba de
rugir. Cuando su amo lo vio llegar, se alegró de verlo y le dijo: “Amigo, ahora te
quedarás conmigo por siempre y yo te cuidaré”. Así, lo alimentó hasta que el caballo
murió de viejito.
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El soldado de plomo
Por su cumpleaños, recibió un niño una caja con veinticincos soldaditos de plomo todos
igualitos entre sí, salvo uno al que le faltaba una pierna. El fabricante se había quedado
sin plomo para terminar la figurita, pero aún así había decidido incluirlo en el paquete.
Cuando los soldaditos llegaron a la casa del niño y vieron al resto de los juguetes, se
alegraron por las amplias posibilidades de amigos que encontrarían para jugar.
El soldadito de plomo sin pierna se fijó especialmente en una bailarina hecha de papel,
que se encontraba en un cofre y que levantaba en alto una pierna a la vez que bailaba.
Llegada la hora de irse a dormir, los habitantes de la casa se fueron a la cama y los
juguetes empezaron a relacionarse y a jugar entre ellos. Cuando fueran las 12 de la
noche, apareció un gnomito negro y al ver como el soldadito de plomo observaba
fijamente a la bailarina, le dijo: “Soldadito, deja de mirarla tan fijamente” El soldado de
plomo no le prestó atención y siguió ensimismado.
A la mañana siguiente, el soldadito de plomo se asomó a la ventana y perdió el
equilibrio cayendo al patio. El pobre intentaba gritar pidiendo ayuda, pero nadie le oía.
Los niños advirtieron su ausencia, pero tras buscarlo sin éxito lo dieron por perdido.
Al cabo de un rato, empezó a llover muy fuerte. Dos niños, que se lo encontraron,
hicieron un barco de papel, lo metieron en él y lo dejaron navegar calle abajo. El barco
cayó en una alcantarilla y el pobre soldadito de plomo se vio perseguido por una rata.
Ante tanta desgracia, el soldadito atemorizado pensaba en su amor platónico; aquella
pequeña bailarina de la que se había enamorado en el cuarto de los juguetes y a la que
no volvería a ver.
Tras la alcantarilla, el barco se cayó por una catarata a un canal y el papel terminó
deshaciéndose por la humedad. El pequeño soldado de plomo empezó a hundirse en el
canal hasta que fue devorado por un pez.  
Horas más tarde, ese pez fue pescado y llevado al mercado para ser vendido. Quiso el
destino que la criada del niño lo comprara para cocinarlo y lo abriera. Tras encontrarlo,
la criada lo puso en el cuarto de los niños y allí se encontró el pequeño soldadito con la
bella bailarina. Se miraron sin intercambiar palabra.
Al cabo del rato, uno de los niños cogió al pequeño soldado y pensando que no le servía
por tener una pierna menos, lo arrojó a la chimenea. El soldadito de plomo desde la
distancia miraba a su amada la bailarina. De repente, una puerta de abrió y la corriente
de aire que se generó, llevó a la bailarina hasta la chimenea junto al soldadito de plomo.
Cuando al día siguiente la criada fue a limpiar encontró entre las cenizas un pequeño
corazón de plomo y una lentejuela del vestido de la bailarina calcinada por el fuego.
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Los regalos de los duendes


Un sastre y un platero viajaban juntos por el mundo. Un día a lo lejos oyeron una
música y decidieron acercarse. Al llegar vieron unos hombrecitos y mujercitas que
bailaban en un corro, rodeando a un anciano con traje de colorines con una larga barba
blanca.
El viejo invitó a los dos hombres a que se sentaran a su lado. Entonces el anciano sacó
un gran cuchillo y empezó a afilarlo mirando a los dos hombres que estaban muertos de
miedo. El anciano les cortó algo de pelo y barba y les metió a cada uno carbón en los
bolsillos. Más tarde los hombres se marcharon a algún lugar donde pasar la noche.
Se quedaron a dormir en una posada sin desnudarse y con el carbón en los bolsillos
porque estaban muy cansados. A la mañana siguiente al levantarse se echaron las manos
a los bolsillos y vieron que el carbón se había convertido en pedazos de oro. Además les
había vuelto a salir el pelo y la barba.
El platero, que era muy avaricioso le dijo al sastre que volvieran a ver al anciano. El
sastre no estaba de acuerdo porque con el oro que tenía podría hacerse un buen taller y
casarse con su novia y ser feliz. Pero el platero insistió y cogieron un saco de carbón y
fueron a ver al anciano.
El viejecito le volvió a cortar el pelo y la barba y les indicó que cogieran carbón. El
platero se llenó los bolsillos hasta donde pudo. Luego regresaron a la posada y a la
mañana siguiente los bolsillos y los sacos estaban llenos de carbón. Lo peor fue que el
oro que tenía también se había vuelto carbón. Quería tirarse de los pelos pero estaba
totalmente calvo y sin barba.
El sastre se despertó al oírle llorar y como era tan bondadoso le ofreció repartir el oro
que tenía. El platero se quedó con la mitad del oro pero tuvo que llevar el resto de su
vida una gorra porque el pelo no le volvió a crecer.

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