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Yldefonso Finol Ocando

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YLDEFONSO FINOL OCANDO

Yldefonso Finol Ocando


BICENTENARIO DEL ZULIA

© Copyright 2021
Fondo Editorial Cacique Nigale
Maracaibo
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e-mail: caciquenigale@yahoo.es

Diseño, Diagramación y portada:


Lizandro Ayola Medina

Imagen portada:
Enrique Colina e Yldefonso Finol

Imagen contraportada:
Yldefonso Finol
YLDEFONSO FINOL OCANDO

Yldefonso Finol Ocando


Yldefonso Finol Ocando

Introito

E
l 2 de octubre de 1821 el Congreso de la República
de Colombia (la original) reunido en Cúcuta decide
organizar el territorio en Departamentos dirigidos
por una autoridad denominada Intendente que sería “agente di-
recto y natural” del Presidente. Por primera vez surge el nom-
bre “Zulia” como nomenclatura formal en la nueva división
político-territorial, correspondiendo a un extenso Departamen-
to que integraba las Provincias de Coro, Trujillo, Mérida (más
gobernación de la Grita) y Maracaibo, cuya ciudad homónima
sería la capital, y por tanto, sede del gobierno.
En las Actas del Congreso que hemos revisado no encon-
tramos los argumentos esgrimidos para adoptar tales denomi-
naciones; llama la atención de este cronista, que al territorio
del Virreinato de la Nueva Granada le correspondieron cua-
tro Departamentos que conservaron nombres representativos
como lo fueron Boyacá, Cundinamarca, Cauca y Magdalena.
En cambio a la anterior Capitanía General de Venezuela, le
dejaron ese nombre a Caracas y Barinas, mientras que todo el
Oriente (incluida la isla Margarita) y Sur (Guayana) lo unifi-
caron en el Departamento Orinoco, y el Occidente venezolano
quedó agrupado en el Departamento Zulia, nombre que en ese
tiempo histórico, se usaba para designar al río que transcu-
rre de la Serranía de Santurbán al Catatumbo, o a éste mismo
hasta caer al Lago; y aún a otro río sureño que hoy llamamos
“Escalante”.
Los diputados al Congreso tenían la noción generalizada
por entonces que todo el río desde Pamplona a la “laguna de
Maracaibo” se llamaba Zulia, y por la importancia económica

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de esta arteria fluvial optaron por designar con su nombre al


Departamento que estaba constituido geográficamente por la
Cuenca del Lago de Maracaibo.
La desintegración de aquella Colombia original a partir de
1830 retornó Venezuela al modelo de Provincias, y aspiraron
las de Trujillo, Coro y Mérida ostentar su autonomía; la vieja
Provincia de Maracaibo continuó utilizando el topónimo añú
(Tinaja del Sol) al igual que su ciudad capital.
La Constitución Federal de Venezuela del 22 de abril de
1864 rebautizó las provincias –Maracaibo incluida- como Es-
tados (independientes), estableciendo (Artículo 2º) que “los
límites de cada Estado serán los que señaló a las provincias la
ley de 28 de abril de 1856, que fijó la última división territo-
rial.”
Al influjo del caudillo regional, General Jorge Sutherland,
quien llegó a encarnar un liderazgo occidental con influencias
en el gobierno federalista de su compadre Juan Crisóstomo
Falcón, se reinstituyó el nombre de aquel Departamento cons-
titucional de 1821 (ratificado en la Ley de División Territo-
rial de 1824), ahora bajo la figura de Estado Zulia, generando
gran magnetismo sobre Mérida y Táchira que veían en el Zulia
de Sutherland un confiable socio protector. Desde ese año de
1864 el Zulia mantuvo su nombradía, con la variación circuns-
tancial del estado Falcón-Zulia impuesto por Guzmán Blanco
entre 1881 y 1890.

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I
Salvedades: premisas principistas

E
s un error garrafal acogerse mecánicamente a las
clasificaciones y denominaciones que sobre los
pueblos originarios hicieron los invasores, sus his-
toriadores, cronistas y clérigos. Éstas deben ser revisadas críti-
camente en el proceso histórico y contrastadas con la realidad
de los pueblos que sobrevivieron ocupando al menos reductos
de sus antiguos territorios, o mantuvieron cualquier rasgo que
su presencia en la contemporaneidad nos arroje luces sobre su
verdadera identidad cultural y su gentilicio.
Los toponímicos ancestrales fueron conservados por los in-
vasores europeos a conveniencia, ya que los necesitaban como
referencias para no extraviarse en las exploraciones comarcales
en busca de oro u otros recursos que les dieran beneficios. Así
por ejemplo, los invasores que bautizaron “Ciudad Rodrigo”
en 1569 o “Nueva Zamora” en 1574, cuando marchaban por
la vía a Perijá saqueando pueblos o por el Moján hacia Río de
Hacha a recaudar perlas, para orientarse en el regreso ningún
“nativo” les iba a entender su perorata castiza, y obligatoria-
mente tenían que hacer mención de Maracaibo; lo mismo vale
para “Santa Ana de Coro”, “Santiago de León de Caracas”, y la
larguísima lista del catastro católico impuesto por la conquista,
que algunos nostálgicos de la Colonia se empeñan en restaurar,
lo que nos retrotraería a suplantar República Bolivariana por
“Provincia de Venezuela” o “Capitanía General”.
Por cierto, un dato al margen: en el Congreso de Cúcuta el
Obispo Rafael Lazo de la Vega, realista furibundo que aprove-

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chó la coyuntura del 28 de enero de 1821 en Maracaibo para


“pasarse” al bando republicano, fue premiado por su astuto
oportunismo, designándosele representante de la Provincia
maracaibera en aquel parlamento; en las sesiones finales, el
Prelado pataleó de rabia porque su insistencia en llamar “Santa
Fe” a la capital colombiana no obtuvo apoyo, y quedó pre-
servado el topónimo muisca “Bogotá”. Lo que sí logró de la
adulante elite maracaibera fue que en su honor le colocaron al
Moján el pseudónimo parroquial “San Rafael”.
Volviendo a las salvedades, advertir a mis colegas de la an-
tropología, la etnología y etnohistoria, sobre los riesgos que he
denominado reduccionista y de dispersión. El primero que li-
mita lo “indígena” al hábitat que actualmente ocupa determina-
do pueblo, ese lugar donde se concentran las manifestaciones
de su cultura e idioma; por ejemplo, desde esta perspectiva, lo
añú queda reducido exclusivamente a la Laguna de Sinamaica,
obviándose el proceso histórico de su preexistencia en todo el
estuario, y su gesta de resistencia desde los primeros intentos
de invasión en 1499 hasta la era petrolera (Caso incendio de
Paraute).
El otro riesgo es la dispersión. Se incurre en este enfoque
disgregador al repetir la clasificación enunciada por los inva-
sores, colocando en un pequeño territorio varias naciones ori-
ginarias diferenciadas, cuando se trata realmente de un mismo
pueblo. Se han elaborado mapas colocando hasta cinco deno-
minaciones distintas en la bahía que va del Moján a isla de
Toas. Craso error. Algunos eufemísticamente hablan de “par-
cialidades”. Hemos demostrado en la investigación-acción que
llevamos a cabo desde hace cuatro décadas, expuesta en varias
publicaciones, que esos habitantes originales del estuario ma-

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racaibero a quienes los invasores llamaron “onotos, aliles, toas,


zaparas, eneales, arubaes, parautes, sinamaicos” (y en ocasio-
nes “quiriquires”), son una sola cultura, una misma nación, un
solo pueblo Añú: güíntoin-schoiñi, hijos de la Madre Agua.
Estas confusiones permearon las artes y las letras, como lo
ilustra el grabado atribuido al germano-estadounidense Rudolf
Cronau que muestra una imagen típicamente añú en el mero
hábitat de este pueblo acuático, pero que el autor designa con el
genérico “guajiros”, término de raíz lingüística arahuaca traí-
do de las islas tainas, que sustituyó el nombre Coquivacoa en
la península que comparten Colombia y Venezuela en el nor-
te de Suramérica, que es hábitat ancestral del pueblo wayúu,
y terminó llamándose Guajira, superponiendo el pseudónimo
“guajiros” al pueblo wayúu que en ella tiene sus raíces.

Palafitos de los indios guajiros sobre el lago de Maracaibo (Rudolf Cronau)

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Estas concepciones erradas, reproducen la visión eurocén-


trica e invisibilizan la resistencia de lo originario, escamotean
el territorio étnico y estropean la necesaria y urgente compren-
sión que la sociedad criolla debe tener sobre nuestras raíces
ancestrales, en el marco del país pluricultural y multilingüe
que somos de hecho y de derecho.
Cabe también hacer la salvedad que en la evolución histó-
rica de la cartografía y las diversas divisiones político-terri-
toriales de nuestras formaciones nacionales y regionales, en-
contraremos lugares (ríos, serranías, valles, etc…) que fueron
identificados con más de un nombre según la época y la autoría
de los mapas o documentos descriptivos.
Tener presente eso que he denominado “el glosario de la au-
toflagelación colonialista”, que consiste en la lista de catego-
rías impuestas por los intereses de las metrópolis hegemónicas
en tiempos coloniales y continuadas en la era del imperialis-
mo, como parte de la ideología del supremacismo eurocén-
trico-anglosajón, el racismo anti-indígena y anti-africano, la
preeminencia del capital, la sumisión de las clases explotadas
y de los países periféricos, dependientes y recolonizados.
Algunos de estos términos más comunes en la literatura pro
colonial son:
- Descubrimiento: nada existe hasta ser “visto” por los
agentes de los europeos; este concepto niega de plano la
existencia de seres humanos en los territorios invadidos
por los imperios mercantilistas a partir de finales del siglo
XV. Ejemplo: “Alonso de Ojeda descubrió el Lago Mara-
caibo”, una región histórica con presencia humana desde
14300 años antes de Nuestra Era, con el desarrollo de las
culturas arahuacas desde 5000 años antes de la llegada de

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los españoles, y con la presencia de la nación añú, sobe-


rana de la patria lacustre, desde 2000 años al momento de
iniciarse la invasión.
- Civilización: Los invasores parten de la superioridad
de su cultura, sus creencias, y se creen con la potestad de
“civilizar” a los invadidos, de poseer sus bienes y disponer
de sus vidas, amoldándolos ideológicamente al modelo de
dominación eurocéntrico como único modelo de vida vá-
lido.
- Poblamiento: Según este concepto nuestros territo-
rios debían estar absolutamente desiertos y deshabitados,
puesto que los invasores lo utilizan para referirse a los
asentamientos con los que sus ejércitos y colonos fueron
despojando a los pueblos originarios de sus territorios. Así
por ejemplo, en el archipiélago caribeño, exterminaron to-
das las poblaciones indígenas de las islas, causando cen-
tenares de miles de muertes por guerras, trabajos forzosos
y enfermedades europeas recién inoculadas a la pobla-
ción nativa que carecía de defensas, despoblando masiva
y drásticamente territorios que estaban muy bien pobla-
dos; pero los cronistas de Indias dejaron plasmado el mito
alienante de que quienes “poblaron” esos países fueron los
conquistadores españoles.
- Pacificar. Los invasores no reconocen el derecho a la
legítima defensa de los pueblos invadidos. Cualquier re-
clamo a la presencia de los extranjeros o acto de resguardo
de la soberanía, o negarse a aceptar el dios del invasor,
es considerado casus belli. Y si no hay motivos “legales”,
pues se inventan: las leyendas de caníbales (caribes) y
la carencia de “almas” atribuidas a algunos pueblos ori-

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ginarios que no se dejaban doblegar. Entonces vencer a


los pueblos originarios, exterminándolos o doblegándolos
para ser esclavizados, es lo que la literatura opresora llama
“pacificación”.
- Fundación: En esa misma línea negadora de la con-
dición humana de los pueblos originarios, el invasor se
considera “fundador” de las ciudades, como si a su llegada
no existiesen concentraciones poblacionales de distintas
formas organizativas y grados de desarrollo, con su arqui-
tectura específica, su nomenclatura, sus autoridades jerár-
quicas o colectivas, según la nación de que se trate. Esta
categoría falsa y distorsionadora de los verdaderos proce-
sos históricos ocurridos en nuestros territorios, continúa
haciendo estragos en las conciencias de la ciudadanía con-
temporánea. Allí donde el invasor intentó borrar incluso
todo vestigio de culturas avanzadas en la organización
social, las artes, las ciencias, la economía y las obras pú-
blicas, donde ya habían sido fundadas ciudades espectacu-
lares, la colonialista historiografía dominante nos impone
versiones infundadas sobre la supuesta “fundación” hecha
por los invasores genocidas, todo un papeleo y unos ritua-
les (requerimientos, actas, declaraciones) que ni siquiera
se cumplieron formalmente en todos los casos.
- Lenguas: Según esta visión racista del supremacismo
cultural “blanco”, nuestros ancestros no tenían idiomas,
sólo “lenguas” o dialectos. Y ay de aquél que contradiga
las sentencias sagradas, patriarcales, medievales y dog-
máticas de la Real Academia, que hasta cierta “izquierda”
intelectual, acata como si se tratase de una deidad infali-
ble. Lo idiomático –según estos etnocidas- es eterna e in-

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variablemente, monárquico. Hasta allí no han llegado las


repúblicas, menos la independencia.
- Precolombino-prehispánico: Con estas categorías
los autores eurocéntricos meten en un mismo saco cien-
tos de culturas, nacionalidades, idiomas, géneros y estilos
artísticos, arquitecturas, como si el todo de lo preexistente
a la invasión, no mereciera ser nombrado por su especifi-
cidad, sino por el “destino” de haber sido vencidos por las
armas y la estrategia colonialista.
Por último, invitar a la lectura crítica de la literatura colonial
(cédulas reales, relaciones, juicios de residencia, capitulacio-
nes, entre otras), tomando en cuenta, desde nuestra concepción
revolucionaria de la historia y la sociedad: el pensamiento do-
minante, los intereses de los Imperios invasores, la influencia
religiosa, y las contradicciones sistémicas.

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Bicentenario del Zulia

II
Zulia: hidrografía y autoctonía en la
raíz del gentilicio

H
asta hoy el significado de la palabra Zulia sigue
siendo una incógnita por resolver. No tengo duda
de su ubicación en el espacio geo-histórico del
pueblo barí, pero en su idioma actual no he encontrado el tér-
mino exacto, ni similares que por deformación castellana se

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hayan transformado en Zulia; de hecho, el río que lleva ese


nombre, en barí se llama Darraboki: donde hay muchas ranas.
El sonido “zu” o “su” está presente en el idioma barí, como
impronta de sus raíces chibchas pero mi consulta con hablan-
tes y estudiosos de este pueblo no dio con la voz “Zulia”, que-
dando las ganas y el compromiso de descifrar en algún futuro
–ojalá cercano- la etimología del nombre de nuestro estado.
Según Beckerman, los actuales barí pertenecen –cultural-
mente- a la época meso-india definida por Cruxent y Rouse,
desarrollada en Venezuela entre los 5000 a 1000 años antes de
Nuestra Era. (Castillo Caballero, Los Barí. Salamanca, 1981)
En el primer siglo de la invasión europea, desde 1529 has-
ta 1622, no se usó el término “motilón”, que en los periodos
siguientes comenzaron a utilizar -y popularizaron- en alusión
a la decisión de este pueblo de cortarse el cabello, dadas las
secuelas de la epidemia de viruela desatada por los españoles
en la región de Ocaña, que hizo estragos en los originarios.
De acuerdo a la versión de Nectario María, “la primera vez
que se menciona a estos indios Motilones es en el nombra-
miento del primer gobernador de la provincia de La Grita, que
lleva fecha de 3 de noviembre de 1622, y en él consta que el
motivo de creación de esta nueva gobernación fue combatir-
los, ya que los consideraban “gente feroz y cruel, que…impi-
den la navegación del río Zulia, muy importante al comercio
de muchas ciudades”. El gobernador militar encargado de ha-
cerles la guerra fue el trujillano Juan Pacheco Maldonado, el
mismo que en 1607 masacró la resistencia del pueblo añú en
Maracaibo.
Castillo Caballero informa que “al principio se les deno-
minó Indios Zulias, como aparece en varios documentos de

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Bicentenario del Zulia

principios del siglo XVI, especialmente en los Oficios del ca-


pitán Juan de Maldonado”, a quien este autor, reincidiendo en
la visión eurocéntrica colonialista llama “fundador de la Villa
de San Cristóbal y pacificador de la región”. El autor dice que
ese nombre estuvo “motivado por su entorno geográfico perte-
neciente al río Zulia”.
El hábitat ancestral barí equivale a un amplio territorio (en
Venezuela y Colombia) que abarca la parte media y sur de la
Sierra de Perijá, el valle del Catatumbo, hasta el piedemonte
andino en el suroeste del Lago Maracaibo, donde vierten sus
aguas los catorce ríos de importancia que bañan esta nación.
Por eso, poblaciones como Tibú, Cúcuta, Chinácota, Pam-
plona (actual Colombia) y Casigua el Cubo, Encontrados, La
Grita, San Antonio del Táchira (Venezuela), están dentro del
territorio ancestral barí; por eso mismo sus guerreros actuaron
en legítima defensa cuando atacaron, en tres ocasiones desde
1600, el puerto bautizado “Gibraltar” por los españoles.
Esta identificación del territorio barí es compartida por Irai-
da Vargas y Mario Sanoja en su libro “Orígenes de Venezue-
la”, donde expresan en perspectiva arqueológica: “Diversas
evidencias relacionan la alfarería de la Tradición Plástica con
la que manufacturaban los actuales Barí, de la Sierra de Perijá.
De ser así…indicaría que los Barí no sólo fueron los habitan-
tes originales del suroeste de la cuenca del lago, sino que su
hábitat original estaba en las zonas planas y selváticas de la
subregión”.
Uno de los ríos de la nación barí es el que conocemos con
el nombre Zulia, que Nectario María menciona varias veces
en su obra Los Orígenes de Maracaibo (LUZ, 1959), una para
referir la anécdota del español Francisco Martín que tomaron

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de rehén y lo formaron en medicina naturista los sabios de la


comunidad indígena, hecho relacionado con la destrucción del
puerto de Gibraltar por los que mal llamaban “quiriquires” o
“motilones” (es decir, el pueblo barí); y otras veces para des-
tacar el interés de los invasores (Alonso Pacheco y Pedro de
Maldonado) por controlar la navegación hacia la Nueva Gra-
nada, especialmente a Pamplona, región de la que aspiraban
granjearse jugosas ganancias con la extracción de oro. Este ne-
gocio fue planteado desde 1543 en el ayuntamiento de Tunja,
donde anhelaban la conquista de la ruta fluvial del Maracaibo.
Siempre la economía, esa cosa tan animal de necesitar y
buscar satisfacción; tan bestialmente humana de ambicionar la
superioridad expoliando la posibilidad de satisfacción del otro,
llegando incluso a la destrucción del otro. Eso representaba la
presencia del Imperio Hispano en nuestro país lacustre.
El lugar bautizado “Pamplona de Indias” lo ocuparon los
invasores hacia 1549, luego se hizo común durante los años
subsiguientes nombrar al río que fluía desde aquellas monta-
ñas hasta la gran laguna maracaibera como “río de Pamplo-
na”; así podemos leerlo en documentos de la Colonia temprana
como la “Descripción de la Laguna de Maracaibo”, hecha por
Rodrigo de Argüelles y Gaspar de Párraga en 1579.
Pero ese circuito económico ya existía bajo otras relaciones
de intercambio. En su obra “Población indígena y economía.
Mérida siglos XVI y XVII” (ULA, 1995), la antropóloga Nelly
Velázquez enfatiza la importancia del río Zulia para el comer-
cio andino por vía lacustre, tanto del lado venezolano como
de la Nueva Granada, reconociendo la preexistencia de rutas
ancestrales utilizadas por los diversos pueblos originarios de
la región.

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Bicentenario del Zulia

La autora señala dos circuitos económicos, el primero por


el río Zulia y el segundo por la península Guajira, aunque ha-
bría que agregarle tres vectores más, que podrían ser de ma-
yor antigüedad e importancia para las naciones ancestrales: el
suroriental que se extiende por territorio cuica hasta el Tocu-
yo-Carora-Barquisimeto; el oriental con la zona coriana ca-
quetía; y el vector marítimo a través del Golfo de Venezuela,
que ya los antiguos arahuacos utilizaron en su navegación por
el archipiélago caribeño.
Coincidimos con Velázquez en el dato de la sal como pro-
ducto de gran valor de uso que los añú llevaban desde el norte
del estuario a intercambiar frutos vegetales con los originarios
del sur lacustre, como también lo hicieron los añú de Paraute y
su comarca con vecinos del piedemonte andino (actual estado
Trujillo y parte de Lara) y caquetíos corianos.
El realista José Domingo Rus, representante de Maracaibo
en las Cortes de Cádiz, en su exposición redactada entre marzo
de 1812 y febrero 1813 bajo el título Agere Pro Patria (LUZ,
1966), informaba al Reino sobre la conveniencia de repartir
las tierras aledañas al río Zulia a españoles (repartición que
comenzó en el último cuarto del siglo anterior), en detrimento
de la posesión que legítimamente ejercían los “indios”, y en
oposición a la tutoría que sobre éstos pretendían conservar las
órdenes religiosas. La visión de Rus se impuso argumentando
el lucro que generaría la explotación de las inmensas riquezas
madereras para la industria naviera, amén de la prolija fertili-
dad de esas tierras para el negocio agrícola.
Los invasores españoles denominaron a los pueblos origi-
narios como les dio la gana. Respecto de la nación barí, al-
gunos usaron la denominación “indios zulias”, “quiriquires”,

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luego “motilones”, precisando además que se trataba de los


“motilones bravos”, para diferenciarlos de otros supuestamen-
te “mansos” que también habitaban en la Sierra de Perijá: los
yukpa y sapreyes.
El pueblo barí del que viene la enigmática palabra Zulia
realmente ha sido guerrero entre los que más. Es oportuno re-
cordar que su “pacificación” apenas se logró hacia 1960, y en
pleno siglo XX resistieron valientemente las embestidas del
capital transnacional petrolero y minero.
Manuel Vicente Magallanes reseña la “Invasión de los Mo-
tilones” (1764-1777): “Una de las tribus que ha mantenido
siempre su espíritu indomable y su voluntad batalladora es la
de los motilones de las costas del lago de Maracaibo. En la épo-
ca de la colonia no sólo impedían que los españoles penetraran
a sus montañas, sino que salían de ellas a hacer la guerra. Inva-
dían los pueblos y las fincas de las regiones circunvecinas y a
veces hasta de algunas lejanas. En 1764 fray Andrés de Arcos,
comisario de los capuchinos de Navarra, orden religiosa que
tenía encomendada la reducción de estos indios, al pedir para
su misión una escolta de soldados, informó al Rey que Estos
bárbaros hacen sus ordinarias correrías contra los blancos o
españoles ya hacia la villa de Ocaña en la provincia de Santa
Marta o Cartagena, ya en las inmediaciones de Barinas, villas
de San Cristóbal y La Grita de la provincia de Maracaibo,
haciendo las hostilidades que son notorias en esta última pro-
vincia en las haciendas de cacao de Gibraltar, valles de Santa
María y otros, con la muerte de muchos esclavos trabajadores,
tanto que por no poder los amos reponerlos para el cultivo de
sus haciendas, se hallan ochenta y tres de éstas abandonadas
en sólo los valles de Gibraltar, Santa María y Río Chama. Es

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Bicentenario del Zulia

esta nación tan fiera e implacable contra los españoles que lo


mismo es verlos que disparar contra ellos una infinidad de fle-
chas, como varias veces se ha visto en diferentes comerciantes
que de la villa de Cúcuta, del gobierno de Santa Fe de Bogotá
bajaban sus cacaos por el río Zulia a la laguna de Maracaibo.
El término “quiriquires” es más enredado aún, porque lo
aplicaron por igual a los añú del norte maracaibero como a los
originarios de Caracas, el litoral guaireño y la costa oriental de
la región coriana. El sonido lo tomaron de las arengas grita-
das por los guerreros durante las batallas; al no comprender la
exactitud de las palabras pronunciadas en los idiomas autócto-
nos, los españoles generalizaban como voces onomatopéyicas
que identificaban al grupo.
Eduardo Arcila Farías (El régimen de la encomienda en Ve-
nezuela, UCV, 1966) reseña lo siguiente: “En el fallo dictado
en Maracaibo por el teniente de gobernador Martín de Horia
en 1638, en la causa seguida contra los indios Quiriquires por
rebelión y por la muerte de varios españoles, indios domésti-
cos y esclavos negros, aquéllos fueron condenados a diversas
penas…”.
Este autor presenta en su obra documentos de época que
confirman esta confusión de términos, pues en el caso de “la
encomienda de Gómez de Porres, en Maracaibo, formada por
indios quiriquires”, informa que se extinguió a causa de que
los “indios se hallaban alzados y retirado mucho tiempo en
los Aliles”. Sabemos por diversos textos, crónicas y relaciones
sobre la población originaria de Maracaibo, que durante la in-
vasión de conquista, la palabra “Aliles” –al igual que onotos,
toas, zaparas, eneales y parautes- se usó para designar al pue-

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blo que en el siglo XX mal llamaban “paraujanos”, vale decir,


la nación añú originaria del Lago Maracaibo.
Incluso la literatura romántica de finales del siglo XIX re-
publicano y hasta la modernista de entrado el siglo XX, fue-
ron víctimas de esos gazapos etnológicos heredados, en cuyos
poemas épicos y leyendas indianas seguían rumiando en con-
fusas mezclas los términos “zaparas, goajiros y aliles”; ni qué
decir las crónicas religiosas y el periodismo local que seguían
hablando de “cocinas, fieros, cerriles, indios-chinos”, para re-
ferirse a la nación nativa del Lago, los añú, y en algunas oca-
siones a los originarios de la península Guajira, los wayúu.
Para precisar aún más nuestra explicación, podemos aportar
que en un mapa-plano (autor desconocido) del “saco, barra,
laguna y fortificaciones a la entrada del puerto de Maracaibo”
del año 1774, aparece identificada la bahía que el delta del río
Limón (Macomite) forma frente al Moján (por primera vez es-
crito con j y no con h) como “Laguna de Aliles”. En otro ante-
rior (1682) y de mucha importancia porque trataba del diseño
del sistema de defensa de los españoles en la entrada al Lago,
proyectado por el famoso ingeniero militar Francisco Ficardo,
señala el mismo lugar como “Río de los aliles”, con la escritu-
ra colocada en la desembocadura del Limón.
En un “Croquis de la Laguna de Maracaibo” de 1642, de
autor desconocido, pero que se sabe fue “enviado a España
por el gobernador de Santa Fe” para “destacar la posición de
Gibraltar” (Nectario María, Madrid, 1973), se puede leer que
al lado oeste de ese puerto, dibujan un río al que anotan con la
palabra “Osorondoy” (¿Torondoy?), y un poco más al occiden-
te aparece la que pudiera ser primera mención escrita del “río
Zulia que viene de Pamplona y entra en la laguna”. Este dato

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Bicentenario del Zulia

es clave para adentrarnos en el topónimo que nos ocupa en esta


conmemoración.
Hemos revisado detalladamente (con lupa) el Mapa de
1767 hecho por “un padre misionero” denominado “Laguna
de Maracaibo y pueblos de misiones a orillas de los ríos en
él” (tomado textualmente) donde aparecen por primera vez
los ríos “Zulia” y “Catatumbo” como ríos separados, transcu-
rriendo paralelos, sin ningún punto de intersección, con cau-
ces y desembocaduras distintas, dando la impresión que ese al
que señala como “R Zulia” correspondiese al que actualmente
llamamos “Escalante”, que desemboca al este del Catatum-
bo. En este mapa, que según su recopilador Nectario María
acompaña a una descripción anterior, aparece cuatro veces la
palabra “motilones” para señalar una extensión que va desde
el río Apón hasta todo el sur y suroeste del Lago Maracaibo,
incluidos los territorios bañados por los ríos que vienen de Co-
lombia.
En similar error incurrió el precitado mapa-plano de 1682
elaborado por Francisco Ficardo, que también menciona con
letras confusas al río Catatumbo (escrito como “Catatunno”
o “Catatumo”), y dibuja otro más al oriente identificándolo
como “Río de Pamplona”. Dicho yerro pudo deberse al hecho
que las labores de Ficardo estaban concentradas en la barra del
Lago, y muy probablemente tomó fuentes erradas o copió mal
la información que le dieron sobre la hidrografía surlaguense,
que no visitó, ya que procedía de Cartagena de Indias, y obvia-
mente vino en barco por el Golfo de Venezuela.
Por un tiempo se mantuvo esa dicotomía de llamar “Zulia” a
dos ríos distintos (el “de Pamplona” y el “de Mérida”, también
confundido con el Chama), luego se renombró al que baja del

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Páramo de la Negra con el nombre “Escalante”, aunque en la


tradición se acuñó el derivado “zuliero” (diferente de zuliano)
para todo aquello que venía del Sur del Lago, especialmente de
las poblaciones siamesas de San Carlos y Santa Bárbara cru-
zadas por ese río, y de las plantaciones plataneras y haciendas
ganaderas de aquella zona.
“Señores, señores llegó, José el platanero, que vende, que
vende el mejor, plátano zuliero…”, pregonamos con cantos de
Rafael Rincón González las zulianas y los zulianos.

25
Bicentenario del Zulia

III
Bolívar del Zulia

Dibujo original de Enrique Colina “Bolívar llega a Maracaibo en canoa añú”,


versionado para esta publicación por Yldefonso Finol

E
n algunos documentos de la Guerra de Indepen-
dencia la palabra Zulia se usó indistintamente para
nombrar tres ríos: el Catatumbo y su tributario que
aún conserva ese nombre, más el que pasa por San Carlos (del
Zulia). Bolívar no fue indiferente a ese paisaje y a sus origi-
narios habitantes. Su primer Decreto en materia indígena, el
denominado “de Cundinamarca”, del 20 de mayo de 1820, lo
dicta entrando a la ciudad de Cúcuta (luego vinieron los de
Trujillo en Perú del 8 de abril de 1824, el del Cusco un 4 de
julio de 1825, y de Chuquisaca el 14 de diciembre de 1825).

26
Yldefonso Finol Ocando

Legislación pionera a nivel mundial. Por ese antecedente se


apresuraron los diputados del Congreso de 1821 a incorporar
en la Constitución las premisas que El Libertador había pauta-
do con anterioridad para la emancipación de los pueblos origi-
narios, no sólo en el marco de las ideas liberales en boga, sino
por el espíritu genuinamente revolucionario que representaba
el ideario bolivariano.
Así que cuando Bolívar empezó su travesía por el Maracai-
bo la noche del 18 de septiembre de 1821 y arribó días después
a Cúcuta “por el Zulia”, para jurar su investidura como primer
Presidente de Colombia el 3 de octubre de aquél año, el De-
partamento Zulia había sido creado constitucionalmente, y ese
nombre -hoy legendario- se posicionó en Venezuela como el
río barí “de muchas ranas” que se agrega al Catatumbo para
acceder al gran Lago Añú.
¿Pero había anteriormente en Venezuela –además de ríos-
un lugar con el nombre Zulia?
Revisemos esta comunicación del Ministro de Guerra Pe-
dro Briceño Méndez, fechada a 22 de septiembre de 1821 y
dirigida al Gobernador Comandante General de Maracaibo:
“Dispone Su Excelencia el Libertador Presidente que del te-
soro público de esa ciudad se pague a los patrones Francisco
Loaiza y Vicente Navas el flete que les corresponda por haber
conducido a bordo de sus buques las bestias de silla de Su Ex-
celencia y su Estado Mayor hasta esta Villa.”
Y, ¿cómo se llamaba esa “Villa”? Pues se llama San Carlos
del Zulia.
La dicotomía se hizo más palpable en otra comunicación.
Ese mismo día desde San Carlos del Zulia (septiembre 22 de
1821), el Ministro Briceño Méndez escribe al General en Jefe

27
Bicentenario del Zulia

Rafael Urdaneta: “En la navegación de ayer supo Su Exce-


lencia que había Usted pasado ya para Maracaibo por el otro
Zulia. S.E. ha sentido esto porque deseaba hablar con V.E. para
comunicarle verbalmente los planes de que se ocupa…”
Queda constatado que, en esos primeros tiempos de la Re-
pública independiente, se usó el nombre Zulia para designar
–al menos- dos ríos distintos. Por esa razón, Briceño Méndez,
estando a orillas de un río que llaman “Zulia”, se refiere al que
pasa por Cúcuta como “el otro Zulia”.
Es de destacar también que en esa carta a Urdaneta, pode-
mos hallar el antecedente inmediato del Departamento Zulia
que recién crearía el Congreso diez días después. La misiva
dice: “En Maracaibo habrá encontrado Vuestra Excelencia la
orden que dejé recomendada al Gobernador de la Provincia
para que se encargue Vuestra Excelencia del mando en Jefe del
Departamento militar nuevamente creado.”
Efectivamente, durante su estancia en Maracaibo, El Li-
bertador ideó esa jurisdicción militar. Briceño lo informa a
Urdaneta el 16 de septiembre: “ha tenido a bien crear un De-
partamento militar compuesto de las provincias de Coro, Ma-
racaibo, Trujillo y Mérida; y se ha servido conferir a Vuestra
Excelencia el mando en Jefe de él.” Bolívar no le colocó el
nombre al departamento, pero sí indicó quién sería su jefe.

Foto del actor Vidal Figueroa en el papel


de Bolívar, modificada digitalmente por
Yldefonso Finol

28
Yldefonso Finol Ocando

Pero, aún desde antes, con su amigo el Comandante Gene-


ral de la Guardia Presidencial, General en Jefe Rafael Urdane-
ta, El Libertador se había paseado por las aguas del sur mara-
caibero rebautizadas con el topónimo Zulia. En carta dirigida
a Santander desde San Cristóbal el 22 de abril de 1820, le co-
municaba: “Estoy construyendo una flotilla en el Zulia capaz
de llevar una expedición contra Maracaibo, para que en caso
de que Lara o Montilla no hagan nada, se tome aquella ciudad
con tropas de la Guardia. Porque si no tomamos a Maracaibo
hemos perdido muchos sacrificios”. (Citado por Artemio Ce-
peda en su artículo inédito “Bolívar: principal impulsor de la
libertad del Zulia”. 2019)
La población San Carlos del Zulia fue el resultado tardío de
la ocupación del territorio del Sur del Lago por los invasores
españoles y criollos establecidos en Maracaibo desde comien-
zos del siglo XVII tras haber derrotado militarmente a la resis-
tencia añú en junio de 1607; pero el pueblo barí, que disponía
de ríos y montañas para su defensa ante el invasor, pudo sos-
tener su guerra patriótica -incluso durante la República- hasta
mediados del Siglo XX. De allí que fuese apenas en 1778 que
los españoles invadieron con cierto éxito esta parte del territo-
rio ancestral de los mal llamados “motilones bravos”. ¡Bravo
hermanos motilones!
Vuelvo a referirme al mapa de 1767 (arriba comentado) so-
bre pueblos de misiones católicas en las orillas del lago y al-
gunos de sus ríos principales, donde se dibuja un río distante y
al este de Cúcuta, al que se otorga el nombre Zulia, y es el que
actualmente llamamos Escalante; en dicho plano aparece un
cuadrito en blanco cerca de la desembocadura de ese río “Zu-
lia”, que es identificado como el pueblo de misión San Carlos,

29
Bicentenario del Zulia

y en la margen opuesta con un punto negro, usado para marcar


pueblos de “motilones”, el nombre “Santa Bárbara”. Todo un
hallazgo para aclaraciones pendientes sobre el verdadero ori-
gen del gentilicio zuliano.

Mapa recopilado por Nectario María (1973) Museo Naval de Madrid. Marcado
en rojo detalle de interés.

30
Yldefonso Finol Ocando

IV
Lo legendario indiano: ¿nació en
Maracaibo la “princesa” Zulia?

A
quí la concibieron como ficción, para llenar un va-
cío que la historia verosímil de los significados no
había sido capaz de ofrecer. “Princesas” no tenían
–ni tienen- nuestras naciones originarias. Monarquías tenían
los invasores, y esas sus nombradías las impusieron como si-
nónimos de lo “noble”, “candoroso”, “bello”, “civilizado”. Es
decir, todo lo contrario de lo que realmente representaban.
No fue que a la “princesa” la parieron en la “Tierra del Sol
Amada”, no; fue que en Maracaibo nació el gusto por las le-
yendas con temas indígenas, y en dicha ciudad conoció Carlos
Jácome las fuentes literarias y los componentes étnicos que le
inspiraron su leyenda de la Princesa Zulia.
El autor original (tantas veces plagiado como a cuanto pira-
ta copia y pega se le haya ocurrido), el ilustre cucuteño Carlos
Luís Jácome Garbiras, había sido nombrado Cónsul en Mara-
caibo en 1919, mismo año que Udón Pérez fue electo presi-
dente de Centro Literario del Zulia, y Jesús Enrique Lossada
editaba la revista “Prosa y Verso”. El polifacético Cónsul se
contactó de inmediato con la influyente camada de poetas que
se reunían en aquél gremio de luces. Fue tan así, que en el mes
de septiembre de aquel año, Jácome tuvo la iniciativa de editar
una nueva publicación con el nombre de “Colombia”.
La afición por la temática “indiana” tenía fuertes raíces en
la ciudad de Udón, donde él mismo se había lucido a comien-
zos de siglo con La Venganza de Yaurepara, premiada a nivel
nacional en el certamen de versos de la revista El Cojo Ilus-

31
Bicentenario del Zulia

trado. En esta obra poética, Udón Pérez retoma la herencia del


iniciador de este género, el maestro del romanticismo criollo
José Ramón Yépez, quien, sobre el mismo palabrero (putchi-
ipú) wayú, dejó un poema inconcluso titulado Los Hijos de
Yaurepara:

Así Nelida y Zipazingo juntos


nacieron a la vida, en las alfombras
que baña el lago de plateados surcos
y el alba riega de menudo aljófar.
Su madre, la dulcísima Arasili
Siempre risueña y blanda y soñadora,
Mientras los daba a luz, vio el arco-iris
En las perlas brillar de sus ajorca

Según el Rector Emérito, Jesús Enrique Lossada, en el Estu-


dio Crítico sobre José Ramón Yépez que sirve de prólogo a la
antología “Selección de poemas y leyendas” (La Universidad
del Zulia, 1948), Yépez “fue de los primeros que explotaron la
literatura indígena venezolana”, y donde “explotó con mayor
éxito ese venero fue en sus obras en prosa, Anaida e Iguara-
ya…ambas dos perlas de nuestra literatura autóctona, por su
trama sencilla y exquisita forma. En ellas la mayor seducción
consiste en la animada y poética pintura de las costumbres de
la preconquista. ¡Cuánta belleza encierran los cánticos con que
la tribu de los Zaparas celebra al alba las nupcias de Anaida y
Turupén!”
Udón Pérez dejó por su parte el poema La venganza de Yau-
repara, como corolario al mito iniciado por Yépez. Veamos un
fragmento donde reproduce el término “Onotos” que usaron

32
Yldefonso Finol Ocando

por primera vez para el pueblo añú, los que llegaron con el
invasor alemán Ambrosio Alfinger en 1529:

“cual negros cocodrilos, los cayucos,


cual cetáceos enormes, las canoas.
I cuando corta las dormidas aguas,
enturbiando el espejo transparente,
buque sombrío de rugientes fraguas,
de ronco silbo i de penacho ardiente,
se divisan, en grupos, en los ranchos,
de puerta i reja por los huecos anchos,
rostros curiosos de cobriza gente.
Son indios de una tribu, los Onotos,
de extrañas leyes, de costumbres raras,
que en tiempos ya olvidados por remotos
llevó hasta allí sus múltiples curiaras.
Amante de la caza i pescadora,
apenas levantó sus rancherías,
escudriñó el Sucui i fue Señora
de los pesqueros i la selva umbría.”

Pero habría que advertir los matices de ese “acercamiento”


al mundo autóctono, que estuvo signado por la fuerte herencia
colonialista que nunca se cuestionó en la época republicana, al
contrario, porque se trataba -y aún se trata- lo indígena como
“exótico”, “curioso”, “pintoresco”, “salvaje”; y se miraba lo
originario con óptica eurocéntrica, desde la estructura mitoló-
gica greco-latina.
Es de Udón la pieza poético-teatral La Leyenda del Lago,
donde se invoca lo telúrico sentipensante, pero amoldado al

33
Bicentenario del Zulia

formato de impronta greco-latina. El poeta construye una mi-


tología con nombradías ancestrales (Zapara, Maruma, Tama-
re), pero el pensamiento dominante que viene desde la Colonia
se encarga de colocar en el plano protagónico la mirada del
“descubridor”, sólo para resaltar que se admiró de la belleza
del paisaje (como esas gaitas que versan “lago de seda” para
forzar la rima con “Ojeda”); la historiografía positivista per-
mea la literatura con sus mitos alienantes, obviando siempre el
carácter genocida y expoliador de la invasión europea.
Reseñamos estos apuntes, para arribar al ambiente que
encontró Carlos Luís Jácome en la Maracaibo de 1919, con
el mundo de las letras en plena ebullición, y la influencia de
aquellos grandes escritores en todos los rincones y almas de la
región.
La leyenda de la “princesa” Zulia está hilada transversal-
mente por estos lienzos que encontraron en lo nativista, un
universo por redescubrir con inspirados trances románticos,
desdibujados de la realidad indígena por lo fabuloso y lo lí-
rico que son leitmotiv de la construcción literaria. Los textos
nacidos de aquellas exploraciones del pasado, no escatimaron
lirismo, hurgaron las vetas del idioma tratando de llenar con
imaginación intuitiva esos vacíos sobre quiénes somos y de
dónde venimos.
Pero la tarea -ardua hasta sangrar- de resolver colectiva-
mente estas cuestiones esenciales, continúa esperando que la
historia emprenda su refundación desde una revolución episté-
mica que no termina de surgir.

34
Yldefonso Finol Ocando

V
Epílogo

H
abiendo aclarado que los textos comentados no
son documentos de valor científico, ni en cuanto a
lo historiográfico ni mucho menos a lo etnológico,
sino que se trata de una creación literaria de temática “india-
na”, que combina algunos datos dispersos de la crónica históri-
ca con nociones muy vagas sobre los pueblos originarios y una
alta dosis de imaginación rayana en la inverosimilitud, quiero
terminar este breve ensayo conmemorativo del Bicentenario
del Zulia, reconociéndole a aquellos bardos de antaño que se
interesaron en ofrecer a los de su tiempo al menos una lectura
mitológica de la preexistencia de naciones y culturas raigales
en nuestros países. Nadie cuestiona la belleza, el esfuerzo in-
telectual, la sensibilidad y erudición de aquellos maestros de
las letras, cuyos legados merecen todo nuestro respeto y amor.
En honor a todos ellos, en especial al ilustre diplomático
Carlos Luís Jacome, hijo del repertorio del siglo XIX colom-
biano con José Asunción Silva a la vanguardia, y que durante
sus travesías acuáticas y su estancia en Maracaibo, compartió
musas en las tinajas asoleadas del longevo Ildefonso Vázquez,
del maduro Udón Perez, del contemporáneo Jesús Enrique
Lossada y su joven pariente Eduardo Mathyas Lossada, dejo
con ustedes, por su exquisita redacción y solemne intenciona-
lidad, la versión original de La Princesa Zulia, para que haga-
mos respetar su autoría ante tantos plagiarios que sin el menor
escrúpulo publican textos de otros como si los hubiesen sacado
del sombrero de un engañoso prestidigitador, o peor aún, fir-
mándolos como propios.

35
Bicentenario del Zulia

Desde hace mucho tiempo combato el plagio como forma


aberrante de corrupción, porque se roba el alma misma del
creador; y concluyo coincidiendo con Su Excelencia el Cónsul
Jácome Garbiras, que “si la historia ha esquivado escribir en
sus columnas los nombres de nuestros héroes, la tradición, más
justiciera, se ha encargado de legarlos a la posteridad, poetiza-
dos por el transcurso de los siglos.”
Que se abra el telón. Y que ¡viva el Bicentenario del Zulia!

Yldefonso Finol

36
Yldefonso Finol Ocando

LA PRINCESA ZULIA (original de


Carlos Luís Jácome Garbiras)

Foto del Colectivo Añú de Maracaibo trabajada digitalmente por Yldefonso Finol

L
a majestuosa cordillera de los Andes que atraviesa
a Colombia por la parte oriental, al llegar cerca de
Pamplona se divide en dos ramales de igual mag-
nificencia, si es posible, que la mole de donde se desprende:
el del noreste se interna en Venezuela, forma la sierra nevada
de Mérida y concluye en la costa del mar Caribe; y el del
noroeste se dirige resueltamente a Ocaña hasta terminar en
el Magdalena, separando las aguas que caen en el río de este
nombre de las que van al lago de Maracaibo. En el vértice de
la bifurcación y en las faldas de los estribos de aquellos pode-
rosos ramales está situada la provincia de Cúcuta.

37
Bicentenario del Zulia

La historia de la conquista y colonización de esta parte


del territorio de Colombia se habría perdido en absoluto, si
la tradición no se hubiera encargado de recoger siquiera los
nombres de los extranjeros que descubrieron estos valles y los
de los indios que los habitaban pacíficamente; pues los archi-
vos de nuestra población más antigua, como San Faustino,
Salazar y Santiago, o han desaparecido o el historiador no
encontró en ellos sucesos de significación para trasmitir a la
posteridad. Sin embargo, por tradición se sabe que en aquella
transformación sangrienta hubo episodios terribles, acciones
heróicas y valientes resistencias que, aunque olvidadas de la
historia, no deben desecharse, atendiendo para darles crédito
a la poderosa energía que desplegaron en otros puntos de la
república algunas tribus indígenas de legendario valor.
La tradición más acreditada entre nosotros se refiere al
indio Cínera jefe de unas tribus belicosas de las riberas del
Sulasquilla en el hoy distrito de Arboledas. Respetado de sus
vecinos por su riqueza, su valor personal y la extensión de sus
dominios, se habría grangeado la estimación y cariño de las
tribus por su carácter benévolo, no obstante la severidad que
desplegó en alguna ocasión en defensa de sus intereses.
En su juventud peleó al lado de su padre en la guerra que
éste tuvo necesidad de declarar a la tribu de los Guanes, la
cual terminó pronto, satisfactoriamente por el matrimonio que
el joven Cínera contrajo con una de las hijas del jefe de aque-
lla famosa parcialidad.
Largos años después nació de este matrimonio la célebre
Zulia, la figura más extraordinaria de que haya noticia en la
historia de los indios en la época de la conquista. Fue tan
corta su existencia, tan rápido su paso por la tierra, que sus

38
Yldefonso Finol Ocando

hazañas las verificó en un espacio no mayor de dos años; sin


embargo, los resplandores que dejó perduran aún y vivirán
mientras haya espíritus nobles que rindan culto a la belleza,
al valor y la desgracia.
El tránsito de Alfinger y Martín García por estas comarcas
en 1532, dejó huellas indelebles que la Historia recuerda con
horror; robos, matanzas sin piedad, violencias de toda espe-
cie, aterroziaron de tal manera a los Chitareros y Bocalemas,
a los Cúcutas y Ciñeras que quince años después, al haber
noticias vagas de que existían fuerzas españolas por los lados
de Ocaña, trataron de confederarse para resistir al feroz ene-
migo.
Fijaron sus ojos en el anciano Cínera en quien pusieron
todas sus esperanzas por su poderosa influencia y los recursos
de que disponía, y al efecto le enviaron sendas diputaciones
que arreglaron con él los términos de la defensa; pero cono-
ciendo el astuto indio la dificultad de vencer a los invasores
a causa del pavoroso armamento que traían, pensó igualar
las ventajas, por lo menos oponiéndoles un número crecido de
soldados fuertes y aguerridos. Aceptó las proposiciones de sus
vecinos y resolvió enviar una embajada a sus aliados y parien-
tes, los invictos Guanes, para que estuvieran listos al combate
cuando fuera preciso. Nadie mejor que su bella hija Zulia, de
aquella valiente raza, para el desempeño de tan importante
comisión: así lo dispuso y ella fue la embajadora.
La tradición se ha complacido en adornar la interesante
figura de Zulia con todos los atractivos de una belleza extraor-
dinaria. Se dice que su sola presencia cautivaba los corazo-
nes; que la dulzura de su fisonomía y la suavidad de sus mo-
dales contrarrestaban notablemente con el espíritu esforzado

39
Bicentenario del Zulia

y varonil que la animaba, y que la decisiva influencia de su


padre en toda esta región se debía a la clara inteligencia de
la hermosa india y sus raras cualidades de justicia y benevo-
lencia, extrañas sin duda en la época a que nos referimos. Y
la tradición no ha mentido, porque las insignes proezas que
acometió después así lo confirman.
Partió la india para el territorio de los Guanes acompaña-
da de una pequeña corte de parientes y amigos que le formó
su padre; y a su regreso, desempeñada que fue hábilmente su
misión, se encontró con los indios Cáchiras, tribus de su pa-
dre, quienes en completa derrota y abogiados por el terror, le
refirieron los horribles sucesos que en su casa y en su territo-
rio habían ocurrido pocos días antes.
En efecto, en 1547 Diego de Montes con una expedición
española de 150 hombres había caído de improviso sobre el
indefenso Cínera destrozándolo completamente.
Enviado por el Maestro de Campo, Pedro Alonso de Rangel
a fundar a Salazar, con el objeto de proteger la explotación de
las minas de oro de San Pedro, supo la existencia de Cínera y
su tribu, rica y numerosa, pero descuidada e inerme. Arrollar
como el ciclón esos desgraciados fue la obra de un solo mo-
mento. Sobrecogidos los indios a la vista de hombres blancos
con barbas, montados a caballo y manejando a discreción el
rayo, el trueno y la muerte, no contestaba sino con alaridos de
terror a la voz del bravo Cínera que despreciando las armas
de los enemigos, opuso alguna resistencia; pero todo fue in-
útil; los indios que pudieron escapar de aquella matanza ho-
rrorosa se rindieron sin condiciones, y el infeliz Cacique pagó
en el mismo acto con su vida el valor que había mostrado en
el combate.

40
Yldefonso Finol Ocando

Las grandes riquezas de Cínera consistentes en oro, plata


y piedras finas, y las mujeres de su casa y de la trifu, fueron
repartidas por Montes entre sus ávidos soldados.
Zulia no podía dar crédito a la relación que los Cáchiras le
hicieron de aquel terrible cataclismo. Despojose de sus reales
atavíos para disfrazarse con el traje de uno de sus vasallos, y
aprovechándose de las sombras de la noche pudo llegar a los
límites de su residencia. Al ver a la luz de la luna el cadáver
de su anciano padre, pendiente de las altas ramas de un ca-
racoli, balanceado por el viento, un grito de agudo dolor se
escapó de su pecho, lágrimas de indignación brotaron de sus
ojos y un voto de odio y un juramento de venganza estremecie-
ron su brioso corazón. Volvió, silenciosa pero resuelta a donde
la esperaban los suyos; y en desarrollo del valiente plan que
en breves momentos había concedido, envió un comisionado
a cada una de las parcialidades de los Cúcutas, Chitareros,
Bocalemas, Labatecas y Guanes, y ella se situó en el valle en
que hoy está construida la ciudad de Pamplona, a esperar el
resultado de sus proyectos.
Poco tiempo después, tenía a su derredor más de dos mil
hombres, no sólo dispuestos a combatir, sirio electrizados con
la presencia de Zulia, pues, como hemos dicho, la fama de su
deslumbrante belleza, de su bondad y de su valor indomable
se había extendido por toda esta región.
En cuanto al secreto de sus operaciones era inútil preverlo;
la inminencia del peligro, el odio a los conquistadores por el
número de sus iniquidades y las altas y sombrías montañas
que dividían los campamentos de ambos bandos, evitaban con
toda probidad el riesgo de una delación. Zulia dictó sus últi-
mas disposiciones y se abrió la campaña.

41
Bicentenario del Zulia

Uno de los principales jefes que concurrieron a la expedi-


ción fue el gallardo Guaimaral, hijo adoptivo del indio Cúcu-
ta. Se presentó con lucida hueste a la defensa de Zulia, y por
su indiscutible valor, su arrogante postura y el entusiasmo que
infundía en los suyos, fue proclamado jefe del ejército.
El anciano Cúcuta, cacique altamente respetado y queri-
do de las tribus que habitaban y cultivaban los tres hermosos
valles que hoy se llaman Táchira, Pamplonita y Zulia, puso a
disposición de su muy querido hijo los mejores soldados de sus
parciales y abundantes recursos.
Estas tribus eran pacíficas, pero cuando Martín García
pasó para Venezuela, después de la muerte de Alfinger temió
atacarlas, no sólo por el número sino por la respetabilidad de
su jefe, lo cual dio cierta fama entre sus vecinos. Así fue que
cuando Guaimaral llegó al campamento con su numerosa y
bien equipada división, aclamáronlo con entusiasmo y recibió
de la valiente Zulia señaladas muestras de estimación y sim-
patía.
En el plan que concertaron para atacar a los españoles en
Arboledas, se convino en dividir la expedición en dos cuer-
pos: uno al mando personal de Zulia, compuesto de los Gua-
nes, Labatecas y Cáchiras, que daría el asalto por el sur, esto
es, por el camino de Cucutilla; y el otro, bajo la dirección de
Guaimaral, obraría por el camino de Salazar, hacia el ntfrte.
Este cuerpo estaba formado de los Bocalemas, Chitareros y
Cúcutas y contaba de mil hombres.
Fijados como estaban el día y la hora del asalto, se efectuó
con éxito asombroso. Las tropas indias pelearon con valor y
disciplina, debido a la altísima confianza en los jefes, quienes
en la movilización de los cuerpos y ejecución de su misión.

42
Yldefonso Finol Ocando

Guaimaral, profundamente enamorado de Zulia desde que la


vió por primera vez, demostró en el combate, con actos de in-
creíble arrojo que tenía derecho a pretender la posesión de su
divina hermosura; y Zulia, que correspondía dignamente tan
noble pasión, se esmeró con su indomable valor y feroz ener-
gía en conservar el renombre que le había discernido la fama.
Diego de Montes estaba completamente descuidado. Las
grandes riquezas que encontró en el campamento de Cínera y
las bizarras indias que capturó, ocuparon tan preferentemente
su atención, que no sospechó siquiera la venganza que le pre-
paraban sus enemigos y no se cuidó de vigilarlos porque creyó
aniquilados. Montes pago con su vida la sangre que meses
antes había hecho derramar en Suslasquilla; y sus soldados,
en vez de dueños, quedaron esclavos de los indios.
El caserío que el español había comenzado a fundar fue
arrasado poi sus cimientos, los vencedores recuperaron sus
mujeres y sus riquezas, y Zulia, triunfante y orgullosa, celebró
ostentosamente su enlace con el brioso Guaimaral.
Formaron su campamento en un hermoso valle que riega
el torrentoso Sulasquilla, en un punto equidistante de Salazar
y Arboledas, que hoy lleva aún el nombre de la inmortal he-
roina.
Guaimaral era de origen guajiro. Hijo primogénito del fa-
moso MARA, que tenía bajo su dominio todas las tribus que
habitaban las poéticas orillas del lago de Coquivacos, hoy
Maracaibo repugnaba a su carácter emprendedor y activo la
apacible tranquilidad de los suyos y la vida muelle y perezosa
que llevaba en sus posesiones, sin empresa alguna de impor-
tancia en que pudiera dar a conocer el alto temple de su alma.
Pidió y obtuvo permiso de su padre para explitar las in-

43
Bicentenario del Zulia

mensas montañas del sur del lago y los caudalosos ríos que
en él desembocan; y provisto de una piragua que hizo cons-
truir según sus órdenes, se lanzó al centro de las azules aguas,
ávido de libertad y aspirando con delicia el puro ambiente de
aquella hermosísima región.
Navegando sin brújula y a merced del viento, dio con el
delta del sereno Catatumbo, que remontó sin cuidado; y des-
pués de algunos días entró al brazo de aquel río, que hoy se
llama Zulia, luego que hubo devuelto la piragua y tomado una
canoa que le fue facilitada por la tribu salvaje que habitaba la
montaña. Esta tribu le dio informes acerca del indio Cúcuta,
de sus riquezas y de las bellezas de sus dominios; y sin tener
en cuenta las grandes penalidades del viaje, Guaimaral con-
tinuó el suyo hacia el sur acompañado de dos de los cuatro
esclavos que había traído consigo.
De este modo llegó a la presencia del cacique, quien lo re-
cibió con agasajo. Encantando con las bellas condiciones del
goagiro y satisfecho de su noble estirpe, le dio en matrimonio
a su hija única, que murió pocos meses después.
Guaimaral quiso regresar a los suyos; pero retenido viva-
mente por Cúcuta y querido y respetado de las tribus, recibió
de aquél el mando y dirección absoluta de sus dominios en
calidad de hijo adoptivo. Dos años más tarde ocurrió la gue-
rra y asalto a las fuerzas de Diego de Montes, que ya hemos
relatado.
Entretejidos Guaimaral y Zulia en gozar de las delicias de
su feliz unión y de la ferviente adhesión de las tribus, des-
cuidaron la vigilancia de los enemigos. Apenas terminada la
campaña, se retiraron gran parte de los Guanes y de los de-
más parciales que los habían acompañado, creyendo que el

44
Yldefonso Finol Ocando

español no volvería jamás; de modo que al presentarse Die-


go Parada, dos años después, en los cerros de occidente, con
trescientos soldados y sesenta caballos, Guaimaral no pudo
organizar la defensa, y de acuerdo con Zulia determinaron re-
tirarse hacia Pamplona y citar allí a todas las tribus aliadas,
a las que oportunamente enviaron mensajeros.
Pero Diego Parada, que estaba enterado de la calidad de
los jefes y tropa con quienes iba a combatir, no les dio tiempo
sino que avanzó resueltamente en la persecución, sin embargo
de las emboscadas que sufrió en las sombrías montañas de
Cucutilla. Los indios se parapetaron en el valle de Pamplona,
en el rincón del sur dejando libre la retirada hacia el páramo;
en pocos momentos se le agregaron las parcialidades más ve-
cinas y las disposiciones de Guaimaral y Zulia dieron para el
combate, infundieron en el ejército la persecución del próxi-
mo triunfo. Diego Parada, confiado en su armamento y en el
valor de sus vigorosos soldados, se presentó orgulloso ante el
campamento indio, creyendo que se le rendiría incondicional-
mente como de costumbre, pero a las primeras cargas que dio,
infructuosas aunque enérgicas, comprendió que la resistencia
era formidable.
Ya estaba pensando en abandonar la empresa, cuando di-
visó en las alturas del sur gente española, era Pedro de Urzua
y Otún de Velasco, que con numeroso ejercito venía de Bogotá
a conquistar estas regiones y fundar a Pamplona. Puestos de
acuerdo rápidamente los tres jefes españoles atacaron a los
indios po distintos puntos, invadiendo el campamento a san-
gre y fuego por las cimas de los tres cerros que los circuían.
El destrozo fue horrible. Zulia, en el paroxismo de la deses-
peración, hizo prodigios increíbles de valor. Montada en unos

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Bicentenario del Zulia

df los caballos que le había capturado a Diego de Montes,


parecía una fiera encorralada, dispuesta a morir antes que
rendirse. Más esforzado que nunca, Guaimaral secundó ad-
mirablemente el arrojo extraordinario de Zulia; pero viéndola
exámine, acribillada a lanzasos, escapó sólo, a caballo tam-
bién, y se refugió en los valles de Cúcuta. Agobiado por la
tristeza y viendo la imposibilidad de resistir a los españoles,
aconsejó a sus suegros se sometieran voluntariamente al ene-
migo para obtener algunas concesiones, y partió para Mara-
caibo, dando un lastimero adiós a la poética comarca donde
había sido tan feliz. Pero al llegar a Encontrados, avergon-
zado de la derrota de Pamplona, temió la vista de su padre,
y torciendo hacia el oriente, por tierra, llegó a las riveras del
caudaloso Escalante.
Allí reunió las tribus indígenas que habitaban esas monta-
ñas y fundó un caserío que llamo Zulia, en recuerdo de su ido-
latrada esposa. Muerto su padre, el famoso Mara, ocurrió a
tomar posesión del Cacicazgo como legítimo heredero; y para
desahogar el dolor que llenaba su alma, puso el nombre de
Zulia a todas las tierras de su dependencia.
Los historiadores españoles procuraron destruir hasta el
recuerdo de la valerosa india pero no pudieron conseguirlo,
pues transcurridos cuatrocientos años, Zulia se llama aún el
caserío que fundó al casarse con Guaimaral; Zulia, el torrente
que lo refrescaba con sus auras; Zulia, el sitio en Pamplona
donde exhaló su último aliento; Zulia, uno de los tres hermo-
sos y feraces valles cucuteños; Zulia, el río que feliz mancebo
navegó, presa de horrible sufrimiento; San Carlos de Zulia, el
puerto sobre el Escalante; y Zulia, en fin, el Estado Federal
del gran lago de Venezuela, en memoria de la sublime heroina.

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Yldefonso Finol Ocando

Guaimaral también le dejó su nombre a la vega más frondo-


sa y perfumada de Pamplonita; y si la historia ha esquiva-
do escribir en sus columnas los nombres de nuestros héroes,
la tradición, más justiciera, se ha encargado de legarlos a la
posteridad, poetizados por el transcurso de los siglos.

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Este libro se publicó de manera digital
en el mes de septiembre de 2021

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