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SERIE PUBLICACIONES TECNICAS DEL FONDO DE AYUDA TOXICOLOGICA

Buenos Aires - República Argentina.


Publicación Técnica de FAT Nº12.

La adolescencia y el sentido

Lic. Fernando María Ojea

El Licenciado en Filosofía Fernando Ojea, amigo y colaborador del Fondo de Ayuda


Toxicológica, nos propone una serie de reflexiones acerca de un tema central
para la comprensión del fenómeno adictivo en el mundo contemporáneo: el sentido.

La presente publicació¢án reúne tres trabajos que resumen un recorrido en torno


de esta temática.

La adolescencia y el sentido

Generalmente se considera a la adolescencia una etapa intermedia entre la niñez


y la vida adulta; se la considera, de ese modo, según las características de una
mera evolución. Y sin embargo, ella rompe justamente con el concepto de
evolución: proponemos concebirla, en efecto, como una encrucijada.
En la evolución se parte de algo, y ese algo se desarrolla hacia un término X;
pero este X ya se encuentra supuesto en la partida, es decir, se cuenta con ello
como algo seguro y conocido. El crecimiento de la naturaleza es una evolución.
Cualquier objeto de la naturaleza, dadas ciertas condiciones, cumple de manera
inevitable un ciclo que va de los inicios hacia la plenitud. Si se da el caso de
que semejante ciclo interrumpe su curso, sabemos que pueden investigarse
perfectamente las causas que han influido en su perjuicio, y modificarlas
favorablemente. Pero el término X a que el desarrollo tiende es algo
absolutamente previsible y, por lo tanto, controlable; una vez más, se lo pone
como seguro y conocido. De ahí que podamos imaginar a la evolución como una
suerte de ciclo temporal prefijado, y a cada uno de sus períodos a la manera de
eslabones de una misma cadena que se subordinan al sentido del término previsto
y, con ello, al sentido de la cadena toda. El carácter general de la evolución y
de cada punto de la cadena evolutiva lo constituye de ese modo una plenitud de
sentido.
Pero ya podemos fijar, por lo pronto, las siguientes afirmaciones. Primero: en
la evolución no hay ruptura decisiva alguna. Segundo: en ella cada uno de los
eslabones o estadios están llenos de sentido, puesto que lo reciben sin
cuestionamiento alguno del sentido global al que todos se subordinan. Y por
último, en los sucesivos eslabones de sentido reina la más absoluta
familiaridad, justamente por su indiferenciación total dentro del todo.
Y bien, frente a estas características de la evolución se oponen, ahora, las de
la encrucijada propia de la adolescencia. Ella es, en efecto, el estadio de la
gran ruptura; del desencuentro con el pasado, es decir, con una infancia
irrecuperable y de la incertidumbre respecto al futuro. En segundo lugar, y por
lo mismo, la adolescencia es el estadio de la ausencia de sentido: al sentido
del pasado hay que revivirlo, ahora, creando tras su pérdida una nueva relación
con él; al sentido del porvenir hay que forjarlo en medio de una angustiosa
incertidumbre. Por último, ha de comprenderse que la tranquila familiaridad de
los estadios evolutivos, subordinados inobjetablemente al sentido de la serie
total, ha cesado, y el estadio adolescente se encuentra así arrojado a la
inhospitalidad donde nada resulta conocido, y donde hay que decidir entonces con
dramática premura sobre esta carencia abismal.

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Imaginemos que la encrucijada representara, por ejemplo, un eslabón de la cadena
evolutiva. Imaginando semejante cosa, hallamos que este eslabón se encuentra, de
pronto, con la sorpresa de tener que cargar sobre sí mismo la responsabilidad de
decidir sobre el sentido de la cadena toda, sobre el término X de su evolución.
Es un estadio que se ve arrancado de golpe de la inercia y conminado a erigirse
en el activo forjador de su propio sentido. Sufre de esa manera una doble y
abrumadora imposición: se le ha sustraído del automatismo con que obedecía
ciegamente a la evolución, y se le ha privado al mismo tiempo de la familiaridad
del sentido que lo redimía. Dicho de otra manera: se le han dado ojos y se le ha
privado al mismo tiempo de la luz. Se le han dado ojos, es decir, ha despertado
a la responsabilidad y a la conciencia de sí mismo. Pero se le ha privado a la
vez de la luz, es decir, ha despertado a la responsabilidad y a la conciencia en
medio de un oscuro vacío a partir del cual deberá rehacerlo todo por su cuenta.
Temporalmente, esta doble y dramática operación implica la ruptura con el pasado
y el desconcierto frente al porvenir. Pero vayamos a lo primero.
Sin duda, uno nunca se desencuentra del todo con su pasado; hay siempre un hilo
de continuidad que se extiende a todo lo largo del crecimiento y que nos
mantiene unidos a lo que fuimos. Pero aquí, en la adolescencia, este hilo (que
sigue a la infancia) cambia súbitamente de color, se torna opaco, enigmático y
hostil, nos muestra un rostro desconocido. El adolescente entonces es un extraño
para sí mismo. No puede retornar ya al tiempo en que la inocencia y la
familiaridad coloreaban su vida, en que el desarrollo era lo más semejante a una
tranquila evolución natural; se halla, de ese modo, súbitamente desplazado de
sus raíces, a las que dolorosamente reconoce como suyas y a la vez extrañas.
Esta ruptura con el pasado, consigo mismo, provoca angustia. Es el despertar de
una nueva y angustiosa libertad: la cadena evolutiva parece haberse
interrumpido; ya no hay el amparo de un sentido total que dé razón y que
justifique a cada uno de los eslabones. Por el contrario, esta ruptura, este
vacío sorprendente que se produce en la cadena, debe arreglárselas por sí mismo
para inventar su sentido y recrear el sentido de una nueva relación con los
eslabones anteriores de los que se desprende. Esta ruptura y este vacío, que es
la adolescencia, debe dar razón de sí mismo y justificar por sí mismo su
enigmática relación con el pasado. Pero no es cuestión, simplemente, de buscar
algo que se ha extraviado y con cuyo encuentro terminaría el asunto. Se trata,
por el contrario, de reinventarlo. El adolescente sabe muy bien que la inocencia
de su infancia no regresará jamás. La inocencia y la familiaridad han muerto.
Habrá que recrearlas, pues, a la luz de un nuevo camino.

Pero ¿cuál es este nuevo camino? Bruscamente desplazado de una infancia


irrecuperable, el adolescente tiene frente a él su futuro. Pero, y ahí está la
cosa, este futuro no existe. Por lo tanto, se puede decir que no tiene, una vez
más, absolutamente nada. En una palabra: tiene que construir por sí mismo su
futuro, tiene que recrearlo de la nada, para recrear de la nada la relación
perdida con su pasado. Y bien, esta dramática ruptura con el porvenir también
provoca angustia. La cadena evolutiva salta ahora en pedazos hacia adelante, hay
allí un puro estallido, el sentido de la evolución vuela en mil pedazos y el
adolescente, frente a esta catástrofe sin ruinas, frente a este nuevo desafío,
debe ahora dar razón y justificación del sentido que vendrá.
Angustia hacia atrás, angustia hacia adelante; la adolescencia es el tiempo de
la angustia. Ruptura y nacimiento del vacío frente a lo que fue, ruptura y
nacimiento del vacío frente a lo que será; la adolescencia es el tiempo de la
ruptura y de los abismos. Por otra parte, toda ruptura consigo mismo implica que
algo de uno mismo ha muerto; pero cuando la ruptura es tan decisiva que
compromete nuestro íntegro pasado y porvenir, implica nada menos que el
enfrentamiento con la propia muerte; la adolescencia es también, entonces, el
tiempo de la muerte. Ella es, quizás, el tiempo en que más seriamente le es dado
al hombre pensar en el suicidio. Puesto que se debe construir y recrear la vida

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toda, puesto que es la vida toda la que se debe decidir, ¿dónde mejor que allí
puede plantearse a la vez la decisión sobre la muerte? Necesitando, en fin,
rehacer por completo lo perdido, inventar angustiosamente su porvenir,
reencontrarse con una identidad extrañada, recrear por sí mismo y por uno mismo
y desde uno mismo el sentido de su dolor, la adolescencia, antes que un mero
estadio evolutivo, es el tiempo de la creación.
La adolescencia es la encrucijada creadora del hombre.
Todo esto debe darnos una idea de la delicadeza extrema, de la grandeza y la
miseria, de la complejidad y la riqueza que encierra esta edad. Y si a quienes
nos hallamos más allá de ese momento, es decir, a los adultos, nos es dada la
dicha de encarar una vida verdaderamente creadora, eso sólo es posible en la
medida en que repitamos interminablemente la saludable encrucijada de la
adolescencia. Por eso, si el adolescente se desencuentra con el adulto, se
siente desplazado de su universo, no se halla comprendido por un mundo que le
devuelve una imagen extraña a sus problemas, eso quiere decir que los adultos
hemos olvidado el privilegio de la angustia y de la responsabilidad; eso quiere
decir que los adultos, con toda nuestra ciencia, ya no tenemos nada que decir a
quienes se enfrentan con los riesgos extremos de la muerte, de la dramática
decisión sobre el sentido de la vida, de la misión irrenunciable de recrear lo
perdido a la luz de un nuevo porvenir, de la inevitable tarea de morir y crear.
Pero un universo que ignora esos abismos, que sólo pretende obedecer al sordo
mecanismo de una aparente evolución natural, es un universo que se ha privado de
antemano de la posibilidad de comprender el dramatismo privilegiado de la
insuperable edad creadora del hombre. Privados de semejante cosa, nuestra
cultura de adultos se deniega la posibilidad de asumir las causas que puedan
provocar las desviaciones patológicas de la adolescencia. Privados del dominio
de dichas causas, nos resulta imposible el trabajo preventivo sobre aquellas
desviaciones. Privados de la posibilidad de prevenirlas, cuando el adolescente
ya haya echado mano a la droga, cuando algún adolescente drogadicto nos abrume
con su problema, no sólo habremos llegado tarde, sino, lo que es peor, habremos
perdido todo derecho y toda capacidad de ejercer sobre él una terapia eficaz.
Por eso, y como contrapartida, los problemas planteados por la adolescencia
deben hacernos reflexionar a la vez sobre nuestra propia capacidad y sobre
nuestra propia vida. Porque sus desviaciones, que a menudo conducen a las
drogas, pueden ser sólo el desesperado camino que se toma cuando se es rechazado
por un mundo atolondrado que se obstina en confundir las causas con las
consecuencias, que sólo percibe el mal consumado ignorando sus profundas y
verdaderas raíces, y que se ve, por último, arrastrado con inexcusable torpeza a
sustituir la prevención inteligente con la represión siempre retardada. La
represión, sin duda, es inevitable y necesaria cuando las consecuencias han
superado toda posible capacidad preventiva. Pero ella debe tener conciencia de
sus límites y de la precariedad de sus resultados.

A la pregunta, entonces: ¿De qué manera reprimir un mal como la drogadicción?,


debe precederle esta otra: ¿De qué manera y por qué surge semejante mal que
exige en todo caso y a posteriori la inevitable y dolorosa represión?
El tema es, sin duda, muy amplio. Lo dicho no pasa de comprender sino algunas
pobres indicaciones. Que quede clara, al menos, una cosa, sobre la cual no
resulta ocioso insistir: si no nos introducimos en la problemática profunda de
la adolescencia, que es el terreno de la angustia de donde puede surgir la
desesperada y malsana recurrencia al placebo de las drogas, si no comprendemos
el particular sufrimiento de esta edad, de nuestros hermanos y de nuestros
hijos, del dramatismo de su encrucijada, y si nos engañamos tomándola como un
período un tanto díscolo de la evolución, mal podríamos encarar cualquier tarea
preventiva. La prevención del consumo de drogas es, en fin, antes que la
consideración superficial y posterior de una enfermedad, la comprensión humana
del insospechado terreno desde donde esta enfermedad puede aflorar en todo caso.

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El adicto: ¿evasivo o contestatario?

Desde mi punto de vista, en el tema de la droga hay dos niveles que han de
distinguirse claramente. Uno es la “droga”, que actúa como estimulante o incluso
alucinógeno, independientemente del problema de la adicción, que puede
controlarse o al menos limitarse con cierto método y “sobriedad”; esto sería
algo así como el problema general, y aquí la valoración tiene básicamente
componentes positivos; ha estado asociada a un privilegiado obsequio de la
naturaleza para comulgar con ella en circunstancias e intensidades
excepcionales, etc.; también ha sido considerada dentro de los límites
controlables que antes indiqué, como una fuente de inspiración en actividades
humanas singularmente creadoras. Lo que pasa es que el “consumo de drogas” tiene
siempre la imagen de la “transgresión”, y se explica, ya que en ese caso se
trataría de una auténtica transgresión por lo excepcional de sus circunstancias
y de sus efectos.
Ahora, otro nivel muy distinto es enmarcar el consumo de drogas en el mundo en
que vivimos y dentro de determinados segmentos de la población con
características definidas el adolescente que termina adicto a la heroína, o el
ejecutivo que muere cirrótico por la ingesta abusiva de alcohol, etc. Es
evidente que el vino del que habla Platón en el “El Banquete”, el que consumía
salvajemente Edgar Allan Poe, o el que inspiraba a Rilke, poco tendría que ver
con los consumos de aquel adolescente y de aquel ejecutivo a los que antes me
refería.
Otro aspecto es el planteo de si el drogadicto esconde una actitud ante la
carencia de sentido o una actitud contestataria.
No creo en absoluto en ninguna actitud básicamente revolucionaria del
drogadicto. Más bien es una actitud ante todo evasiva y de automarginación; lo
contrario a lo revolucionario, que supone una actitud de implicancia y de
compromiso: de implicancia en el mundo “tal cual es” y de compromiso en el mundo
tal cual se proyecta que “debe ser”.
Sólo mediante y desde el exterior puede apreciarse aquí una actitud
contestataria; al evadirse del juego, tanto de la aceptación como de la
transformación, niega al menos la aceptación, dice que “no” a las cosas tal cual
están dadas; pero claro, al mismo tiempo se evade de la posible transformación
(que supondría implicarse), marginándose.
Ideologizando un poco su postura, diríase que tiene muy claro aquello que no
desea, desinteresándose (deliberadamente o por impotencia) de la lucha por
aquello que en cambio sería deseable.
Yo he reflexionado hace tiempo sobre el valor (si se quiere “revolucionario”)
que podría tener esta actitud, es decir, negar algo o todo aunque no se tenga
claro qué es lo que se quiere a cambio. Hoy día estoy convencido de que es
estéril. La crítica que se circunscribe a sí misma sólo termina mirándose su
propio ombligo. Hay que crear; para crear hay que criticar; pero aquí la crítica
sale de su ensimismamiento y significa entonces una herramienta fecunda para la
transformación que se proyecta.

La carencia de sentido, que puede ser en determinados casos lo que atestigua el


drogadicto aunque en los casos empíricos individuales creo que esto está muy
enredado con determinadas frustraciones personales, sin llegar a la pureza del
auténtico valor de desesperarse, esa carencia, digo, puede estar manifestando
algo verdaderamente importante: si yo “me marcho del mundo” y no soy un loco
místico como San Francisco que confunde el lugar de la ficción al que se marcha
con el “mundo verdadero”, estoy revelando contestatariamente, aunque de forma
estéril, que el mundo que abandono es una mierda, que no vale la pena; pero, al
mismo tiempo, estoy revelando su carencia de sentido; me da igual cambiar una

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nada por otra, aunque me pudra, porque las dos, sobre todo la que abandono, son
nada.
Lo importante aquí es una profunda sensibilización ante la carencia de sentido
del mundo en que vivimos; pero una cosa es el sinsentido y otra muy diferente el
contrasentido: a mi juicio, no es que nuestro mundo no tenga sentido, parto del
existencialismo a nivel ideológico y de todas las evasiones a nivel
comportamental; tiene sentido, lo que ocurre es que tiene, y eso contingente e
históricamente, un sentido absurdo. La carencia de sentido nos arroja a una
pasiva desolación; la aceptación del absurdo (contrasentido), en cambio, a la
concreta búsqueda inevitable de una salida. La verdadera experiencia actual que
podemos hacer de lo que acaso llamamos “nada” no es el sinsentido, sino el
contrasentido o absurdo.
Volviendo al drogadicto, lo que predominaría en su actitud sería una
seudoexperiencia de la “nada”, quiero decir de la carencia de sentido, y no la
auténtica experiencia de “nada”, que es explosiva, auténticamente revolucionaria
quizás en un nuevo sentido del término, y surgida de la contradicción extrema
que es el absurdo. Lo que llamo absurdo no es, ante todo, una experiencia
individual y que afecte primariamente a las relaciones del individuo consigo
mismo, sino un fenómeno histórico perfectamente objetivable, “del que cabe
hacer”, también, una experiencia individual que a ese fenómeno se subordina y
que de él depende.
Al drogadicto hay que procurar hacerle mirar más allá de su ombligo, para que
entienda verdaderamente por qué hiede su ombligo.
Para ello es necesario, ante todo, estimar en él la dimensión positiva de la
actitud que lo ha llevado a la droga. Esta dimensión positiva, dicho brevemente,
consiste en una singular sensibilidad respecto a la realidad “tal cual es”, lo
que lo hace receptible a sus aspectos más negativos; eso es bueno, porque en un
sentido es cierto. “Las cosas están muy mal” y él, inevitablemente, lo percibe y
asimila. Estamos pues de acuerdo con él en que “las cosas están muy mal” y
podemos considerar positiva su capacidad de ser agudamente afectado por este
hecho.
Pero la intervención quirúrgica vendría ahora sobre las consecuencias,
traducidas en el comportamiento del consumo de drogas, que él, por su cuenta y
riesgo, desprende de ese hecho. Pues dichas consecuencias caen en un “círculo
vicioso” un tanto grotesco. Este círculo se podría resumir así: “las cosas”,
entiéndase por tales el sistema de producción de bienes, las relaciones
generadas por éste, las instituciones, el dinamismo social, la comunicación
interpersonal, el mundo, todo el mundo, lo que se quiera, están mal. Más aún,
están “fatalmente mal”, es decir, se presume que el tema es irreversible y se
cancela el espacio para cualesquiera soluciones virtuales.
En consecuencia, “las posibilidades” carecen de toda eficacia generadora de
sentido; luego, sólo me resta retrotraerme a “mis propias posibilidades” con
deliberada y absoluta prescindencia de aquellas que se corresponderían con las
“del mundo”; me retiro, circunscribo un espacio lo más invulnerable posible del
exterior.

Con la droga intentaré disfrutar(me) en los límites de ese espacio en que me he


refugiado, descubrirme en todo aquello “peculiarmente mío”, que no está
contaminado por el exterior.
El círculo vicioso se revela pues en esto; en el haber disociado equivocadamente
“mis posibilidades” de “las posibilidades del mundo”, ya que sólo puedo
desarrollar operativa y fecundamente cualquier posibilidad “mía” si lo hago como
desarrollo necesariamente simultáneo de una posibilidad “del mundo”, y a la
inversa.
La supuesta rehabilitación, ante un ser tan sensible y que ha tomado una
decisión tan dramáticamente radical, estaría, pues, tanto en el reconocimiento
de la dimensión positiva de su actitud como en la visión del inevitable regreso

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a la implicancia con el “mundo” como único camino de hacer operativamente
fecunda aquella dimensión.
Además de esta doble y simultánea premisa metodológica, es necesario desencantar
el aspecto “heroico” en que haya podido desarrollar la dimensión positiva de su
actitud acudiendo a la droga, contrarrestar la culpa que pudiese experimentar
ante la auténtica impotencia del camino que ha elegido, haciéndole ver que él
“no se ha hecho” un drogadicto, sino que “ha sido hecho” un drogadicto por las
contradicciones objetivas del mundo en que vivimos, en virtud de su valiosísima
y a la vez burlada sensibilidad para la afectación ante esas contradicciones.
Revelarle la verdadera trampa de la impotencia en que ha caído, al mismo tiempo
que su poderosa capacidad revolucionaria sin la cual, por otra parte, acaso no
hubiese caído en dicha trampa y hubiese sido, tan sólo, un alienado “normal”.
Si has interpretado lo que digo como yo lo pienso, habrás comprendido quizá que
el drogadicto puede ser caracterizado como un rebelde, pero no como un auténtico
revolucionario. Por revolucionario entiendo aquel que proyecta modificar “el
estado de cosas” radicalmente, según la situación en extremo deficiente o
contradictoria de ese estado de cosas lo exige, hacia y en la construcción
fecunda (y acaso indefinida) de un nuevo (superior) estado de cosas
“consistente”. Por rebelde entiendo aquel que, cualesquiera sean sus
derivaciones comportamentales, la droga es una de ellas, asume la premisa
negativa de la crítica, esencial al virtual estadio revolucionario, quedando en
suspenso las consecuencias de esta asunción, que pueden derivar en la impotencia
del drogadicto.

La rebeldía es el preámbulo de la actitud revolucionaria, su premisa inevitable:


por eso es que el drogadicto es, también, un auténtico revolucionario en
potencia, que ha sido burlado hacia la impotencia precisamente por su capacidad
(rebelde) de convertirse en un revolucionario auténtico.
Tenemos pues el fenómeno de un individuo que no sólo interesa “rescatar”
mediante la disolución de los falaces mecanismos que lo han llevado a lo que es,
sino que además interesa rescatar en un segundo y singular sentido como
potencial revolucionario.

La adolescencia y el sentido: una década después.

Sólo debe autorizarse a hablar de la adolescencia a quien se ríe de la absurda


idea de haberla superado. Aquí fracasa toda tranquilizadora dialéctica de
crecimiento, de progresivas síntesis superiores que absorban y trasciendan las
frágiles contradicciones. Aquí sobrevive un dominio de desgarramiento
insuperable.
De ese desgarramiento quisiera hablar.
Con ello, asumo unilateralmente que estoy autorizado para hablar de la
adolescencia por conservarla insuperada e intacta, y esto puede parecer pedante.
Y es pedante. Es la soberbia pedantería de las certezas de la adolescencia,
infinitamente más indubitables que las del cogito cartesiano.
Porque la adolescencia “sabe” y es autosuficiente en su saber, porque ya ha
tirado por la borda todo el seudosaber recibido, se ha quedado sin nada, y en
ese vertiginoso abismo de soledad ha comenzado a establecer sus certezas,
indiferente a todo cuestionamiento blando.
Es muy fácil tomar frente a ello, desde una perspectiva “adulta”, una actitud
paternalista apelando a los aprendizajes de la experiencia. Lo que es más
difícil, si no imposible desde ese “saber adulto”, es saltar al vacío y situarse
en el angustiante terreno desde donde la adolescencia conquista su auténtico
saber. Allí no se trata de acumular respuestas, sino de instalarse en una
posición irreductible desde donde pueda plantearse ”originariamente” una

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pregunta. Allí se sufre, se sufre la desorientación radical, pero rechazando con
desdén todo consuelo.
Cuando el “saber adulto” se dirige con buenas intenciones a la adolescencia,
debe aprender ante todo que lo importante no es la riqueza de respuestas que
positivamente pueda aportar, sino el comprender la desnuda e indigente
plataforma desde la cual el adolescente plantea la posible satisfacción a sus
respuestas.
Es imposible y al mismo tiempo imbécil pretender precipitadamente hacer digerir
respuestas a quien, habiéndolo perdido todo, se siente estafado por todas las
respuestas. El adolescente experimenta, en efecto, no sólo la pérdida e
inutilidad del saber heredado, sino la abominable trampa por la cual se le
quería hacer cómplice de ese saber.
El adolescente le dice al adulto: tú te sabes y me sabes, es decir, proyectas tu
saberte en mí; pero he aquí que yo te digo de pronto que no sé nada; entiende
que la única posibilidad que tengo de saber por mí mismo es marginarme en
principio de todo el saber, ya que tú has totalizado el saber; de manera que si
quieres “dialogar” conmigo, tendrás que acudir a mi propio terreno, tendrás que
despojarte, como yo me he despojado tras haber descubierto que pretendías
hacerme vivir tu saber como si fuese el mío. Si quieres dialogar conmigo, no
intentes pues estafarme nuevamente queriendo introducir en mí tus respuestas:
sólo debes compartir adecuadamente mis preguntas. Compartirlas, sintiendo el
mismo angustiante y dulce mareo de ignorancia en que me encuentro. Porque yo
sólo admito certezas que broten de ese naufragio.

Este es el mensaje encerrado en el discurso adolescente al adulto.


La respuesta generalizada del adulto, en el caso de que haya superado la
tentación de asesinar a su interlocutor, se puede dispersar en las siguientes
variables:
a) huida hacia adelante, desentendimiento total, decisión sumaria y por
decreto de la inexistencia de todo planteamiento consistente a que se
hubiese podido estar sometido;
b) b) adultos menos tímidos y más agresivos que los anteriores emprenderán
pacientemente el trabajo de “chantaje”: se tratará de “negociar”, con
comportamiento seductor o restrictivo-represivo, la final abdicación de la
absurda actitud marginal adoptada por quien sólo debió adaptarse a las
proyecciones del “campo de saber del adulto”, o sea, al campo de saber, o
sea, al Saber.

Personalmente creo que los adolescentes más afortunados son los destinatarios
del primer tipo de respuesta, en mi caso he sufrido siempre la combinación de
ambas, y tal vez la sufra así hasta que me muera; la indiferencia y el rechazo,
por cobardía, de los adultos nos deja más librados aún a la actitud por nosotros
emprendida; pero aquí el adolescente siente de forma muy viva el dolor de la
orfandad que sin embargo él mismo ha provocado; tener que ser su “propio padre”
a los diecisiete años no es ninguna broma; su soledad se agrava porque, dada la
actitud desentendida de los adultos, dada la estratégica retirada de sus
“estafadores”, no tiene contra quien arrojar los proyectiles de su odio. Pero de
esa forma, también, se ve más constreñido a realizar su proyecto de conquista
irreductible de “saber” a través del naufragio total.
A partir de ahí, no hay sino dos posibilidades: persistir dolorosamente en la
soledad de su camino, o traicionarse a sí mismo y “volver a la casa del padre”
como si no hubiese pasado nada. En el segundo caso, el adulto se alegrará y no
lo castigará; satisfecho, reforzará su actitud de indiferencia para descargar
sobre él el castigo más sutil: el confirmarle que, en efecto, no “había pasado
nada”, el refrendar la inanidad de su anterior desafío de marginación. El
adolescente no sentirá angustia si opta por la primera alternativa; sólo
permanecerá en ella con su intransferible dolor. Pero la angustia brotará

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precisamente al experimentar la posibilidad de la segunda alternativa; es la
angustia ante la posibilidad de entregarse a las máscaras de sentido contra las
que todo su ser anteriormente se había rebelado.
Y yo veo ahí una de las extremas posibilidades de acudir al “aplazamiento” que
procura la droga. Se produce la búsqueda de un estímulo externo que “suspenda”,
por decirlo así, todo posible cambio de actitud, que congele temporalmente la
posibilidad de traicionarse, aun a costa de la propia destrucción. Es incierto
que el adolescente apele a la droga para descubrir no sé qué iluminación que se
le hurta en la cotidianeidad del mundo heredado por los adultos; sabe
perfectamente, por el contrario, que la única iluminación legítima se encuentra
en la solitaria oscuridad de su dolor; lo que busca es detener el tiempo y
proteger, profundizando en ella, esa solitaria oscuridad; lo que busca es
ahuyentar la tentación de renunciar a sí mismo. No busca la peculiar enajenación
que le provee la droga, sino defenderse ante la posibilidad de la enajenación
más terrible: integrarse en el mundo de los adultos “como si no hubiera pasado
nada”. Antes preferiría la muerte, y son innumerables los casos en que
efectivamente la consigue.
Ignoran los adultos el infierno vivido por estos condenados a muerte, que se han
echado a sí mismos la soga al cuello para escapar a la angustia de ser como
ellos. He dicho que este tipo de adolescente que por parte del adulto recibe la
respuesta de la indiferencia, y ante el cual se le plantea la doble posibilidad
de persistir en su dolor o abdicar, es el más afortunado. Y en efecto, si opta
por la primera posibilidad, por la que optan los mejores, habrá sido de manera
directa fiel a sí mismo; si en su fragilidad le invade la angustia de la
traición y acude a la droga, habrá preferido, en los casos extremos, la
autosupresión antes que vivir indefinidamente en una complacida mutilación; y si
renuncia a su ser y se integra, sencillamente habrá abdicado de su posibilidad
más singular y se habrá puesto del otro lado de la angustia, en la misma medida
en que la bestia se encuentra del otro lado del hombre.
Vayamos al otro caso, al del adolescente frente a quien el adulto da la batalla;
se trata, antes que de la huida hacia la indiferencia, de la estrategia activa
del chantaje. Sus recursos alternativos, la seducción o la represión. El mensaje
del adulto seductor es más o menos éste: ya sé, hijo de puta, que me falta razón
y que mi campo de saber, contra el cual te rebelas, está absolutamente
agujereado; pero ven a que te haga sentir las caricias compensadoras de tanta
renuncia, y ya te identificarás poco a poco con mi universo tal cual yo estoy
identificado. El adulto represor tiene más prisa y echa las cartas de una vez;
el mensaje al adolescente es: o renuncias o te hago sucumbir. Ante esta doble
presión (seductora o represora) surge nuevamente la angustia ante la posibilidad
de la renuncia, y surge nuevamente la inclinación a aplazar la amenaza de esa
posibilidad, a suspenderla como sea, acudiendo a estímulos externos que procuren
congelar el tiempo; es decir, otra vez la droga. Entre negociación y
negociación, entre la agotadora deliberación de pactos progresivos, el
adolescente vive con angustia la cercana o acaso inminente conclusión definitiva
de sus jalonadas concreciones; y en esta angustia cualquier posibilidad de
aplazamiento, de distanciar el momento de su renuncia definitiva, es útil;
nuevamente es la droga, pues, la que procura el recurso de los aplazamientos
provisorios en esta lucha sin cuartel.
De todas las alternativas indicadas, queda claro que el adolescente se droga
para protegerse de los adultos. La adicción no es más que una consecuencia de
ello, con sus correspondientes compromisos psicopatolo´gicos y orgánicos. Pero
el adolescente se droga para protegerse, impulsado por la angustia, de la
posibilidad de abdicar de su originalidad en favor del mundo podrido y ya sin
vida de los adultos. Del mundo “ya fabricado” para él, sin el concurso de él,
del que se le quiere hacer cómplice. Para mí no se trataría, pues, de acercarse
al adolescente drogadicto para paliar, con todo el saber positivo de los
adultos, las “consecuencias de su mal”; sino de retrotraernos, de esa visión

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mezquina de las consecuencias, a las causas profundas; de reconocer el
privilegio de la experiencia adolescente de irrenunciable cuestionamiento a todo
lo adquirido, de intentar compartir, cueste lo que cueste, ese cuestionamiento
que es nuestra única razón de ser, lo que nada tiene que ver con la utópica
destrucción del saber positivo históricamente acumulado.
El adolescente cada vez más se droga para protegerse de nosotros. ¿Cómo
tendremos que ser nosotros, pienso, para que multitud de ellos prefieran la
autodestrucción antes que parecérsenos? Esto nos debería dar que pensar. Cuando
avancemos en el desarrollo de este pensamiento, cuando reactualicemos en
nosotros el asombro, la pavorosa incertidumbre respecto a nuestra condición,
incertidumbre que es privilegio insuperable de los adolescentes, tal vez podamos
encontrar un camino, entonces, para curarnos con ellos. Todo lo demás son
historias.

A nosotros nos engañaron con el señuelo de las ideologías. Jóvenes creyentes,


tras haberse descomprimido la fe religiosa, en muchas casos, caímos en la trampa
de los redentorismos históricos. Otro absoluto. Nos engañaron con absolutos, que
son la forma de eludir la angustia de nuestra búsqueda insaciable. La mayoría de
los sobrevivientes se volvieron circunspectos y de a poco se fueron integrando;
sólo les bastó hacer una crítica concienzuda a su anterior idealismo y
desarrollarse dentro de su eficacia silenciosa, sin trascendencia. De vez en
cuando se preguntan, sin alzar mucho la voz y con los ojos roídos por el cáncer
del asombro: “¿Qué queríamos cuando teníamos 20 años?”. Otros, los menos,
conservan parte de su fervor revolucionario y se sienten traicionados por las
condiciones objetivas de la historia; achacan al adolescente actual su
despreocupación por los mitos, su indiferencia ante el redentorismo; pero
ocultan que son ellos mismos los que han traicionado su adolescencia, los que
han adormecido desde muy temprano su angustia con la droga de la salvación
histórica.
Pragmáticos perturbados, en estas dos clases de adultos no encontrar el
adolescente de hoy satisfacción alguna a sus inquietudes. Sólo encontrar las
figuras adultas de la indiferencia o de la combatividad seductora/represora.
Luchan solos y con pocas esperanzas contra la asfixia. Ya no hay tampoco
ideologías para escapar de sí mismos y eliminar su angustia. Pero esto es bueno.
Se hace más radical el hecho de que permanezcan en su camino o abdiquen.
Parecería que la mayoría opta por lo segundo. Para ellos es mentira. Ante el
desierto de objetivos que les hemos fabricado, sus síntomas de frivolidad y
pragmatismo, los pequeños acuerdos con los adultos que preparan el acuerdo
definitivo de la abdicación, son interrumpidos por bruscas convulsiones de
angustia que no sabemos o no podemos comprender.
Se drogan. Se protegen contra la angustia de ser como nosotros. Nos odian; odian
tanto a los integrados como a los profetas sobrevivientes; a los primeros, por
la imbecilidad de haber dado un largo rodeo para abdicar finalmente de todo; a
los segundos, por reprocharles no comprar el “absoluto” con que ellos en su
momento fueron engañados. Desconfían de antemano de toda respuesta que
pretendamos darles. Y ello también es bueno.
Porque no se trata de ninguna respuesta, sino de recrear la pregunta, la única
pregunta que cuenta: ¿cómo es posible que el desarrollo visible de la vida esté
planteado en los términos en que está efectivamente planteado? Sólo un
adolescente comprende esta pregunta. Sólo tendremos la oportunidad de
comunicarnos con el adolescente si actualizamos esta pregunta en nuestras vidas,
si nos transformamos a nosotros mismos, en los ámbitos de nuestros trabajos,
actividades y relaciones, en los portadores desvergonzados de esa pregunta, que
podría ser ya la única fuente de legitimación en medio de tanta renuncia
indecente.
El adolescente percibir entonces que compartimos su angustia, su angustia de la
posibilidad de ser como nosotros y nuestra angustia de ser tentados a coincidir

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una vez más con lo que somos. Y en el dolor compartido con transparencia, en
esta andadura solitaria, quizá nuestro mundo comience a adquirir por fin un
rostro humano. Por el momento sólo hay monstruos. Que conste esta denuncia.
El adolescente aparece en un mundo que ya está organizado y funcionando, cuando
acaba de descubrir que no le queda otro remedio que cuestionarse a sí mismo todo
funcionamiento y toda organización. La contradicción parece inevitable. Se dirá
que ello constituye una dialéctica permanente en la historia: el progreso
positivo, por un lado, y por el otro esa renovada reflexión en sí mismo del
devenir que encontraría su lugar natural en la actitud adolescente. Así todos
nos quedamos tan contentos y nos marchamos a casa.
Pero ¿de qué progreso positivo se trata hoy día? Abramos nuestros ojos
adolescentes y veamos: el mito revolucionario se ha acabado, pero la pobreza, la
miseria, en América latina y en general en el Tercer Mundo parece que se ha
duplicado; una de dos: o hace veinte años habíamos establecido por decreto el
escándalo de la miseria y ahora por decreto establecemos su inexistencia, o la
historia se ha vuelto loca. Sigamos viendo: nuestra lucha por una mayor apertura
en las relaciones, la comunicaciá¢án, el intercambio sexual, etc. Parece ser una
reivindicación que ya no se sostiene; los actuales padres de los adolescentes se
han vuelto “modernos”, y en vez de reprimir grotescamente a la hija la inician
en el control de la natalidad; pero ¿dónde está la transparencia con la que
soñábamos en las relaciones?, ¿qué es lo que “compartimos” cuando hundimos
aséptica, planificada, modernamente, nuestro deseo en el cuerpo del otro, más
allá de la recíproca frustración de habernos quedado solos nuevamente? Después
están el trabajo y la producción. Muy bonito. Queríamos actividades “creadoras”,
le habíamos robado a Dios mismo, prometeicamente, el fuego de la “creación”. He
aquí el resultado, al menos en Europa: armas y tubos de dentífrico. Muy
profesionales, muy creativos. Buenos chicos somos.
Oigamos al adolescente: de nada me sirve vuestra división asesina del mundo, de
nada vuestro monstruoso afecto, de nada vuestra producción; yo sólo quiero “una
verdad” y la quiero para vivir; no la quiero para consolarme, no la quiero para
envanecerme, no la quiero para enriquecerme. Sólo la quiero para vivir, ante
todo para vivir. Luego veré cómo vivir. Pero por ahora quiero una respuesta para
vivir, y la quiero de forma apremiante, porque me ahogo.
Si estos jóvenes ya no incendian coches ni rompen farolas, como hacíamos
muchos de nosotros hace veinte años, es porque saben que las farolas y los
coches se producen en un santiamén. ¿Qué es lo que no puede producir ya nuestro
mundo, tan adelantado como está en todo? Si es que todo está inventado. Menos la
vida, claro. Ella nos está esperando aún, a todos nosotros: subhombres
inconscientes de nuestra subhumanidad. Y ésta es la permanente denuncia de la
adolescencia. Por eso es que ella tiene razón. Siempre ha tenido y siempre
tendrá razón.
Como también la hemos tenido nosotros, en un día lejano, aunque muchos ya no nos
acordemos cuándo. Y porque la vida es tan generosa, podemos todavía recrear en
nosotros esa aletargada pasión, ese grito que se esconde detrás de nuestras
heridas mal cerradas; podemos volver a tener razón. O quizá sea demasiado tarde.
Que cada uno juzgue de sí mismo.

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