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PIERRE BENOIT

LA VERDAD EN LA BIBLIA
DIOS HABLA EL LENGUAJE DE LOS HOMBRES
Es evidente que la Sagrada Escritura contiene un mensaje que viene de parte de Dios.
Pero ¿cuál es este mensaje?, ¿cómo puede descubrirse?, ¿todo, absolutamente todo, es
verdad en la Biblia?, ¿todo tiene la misma importancia?, ¿puede el hombre --el
cristiano-- desconfiar de la verdad de la Biblia, de que realmente sea palabra de Dios,
si descubre a lo largo de sus libros algunos errores, algunas contradicciones? Es
preciso tener ideas claras respecto a todo esto; saber, sobre todo, cómo debe acudirse
a la Sagrada Escritura, cuál es la verdad que ésta, ciertamente, encierra. En cuatro
apartados estudia el autor todos estos interrogantes, abriendo un camino
profundamente religioso-teológico para la inteligencia de la Palabra de Dios.

LA vérite dans la Bible. Dieu parle le langage des hommes, La Vie Spirituelle, 114
(1966) 387-416

La fe recibe y acepta la Biblia como Palabra de Dios. Sirviéndose de instrumentos


humanos, es Dios mismo quien habla. Más allá de las necesarias expresiones humanas,
manifiesta su pensamiento, su Verdad. Si Dios es la suma Verdad, el libro en que
aparece su Palabra ha de contener necesariamente la Verdad total y absoluta. Y así se ha
creído durante siglos.

Pero el progreso de la ciencia ha cambiado las cosas. Se ha visto que la Biblia,


confrontada con la ciencia o con la historia, no estaba siempre de acuerdo con los
nuevos datos cosmogónicos, históricos, científicos.

Frente a este hecho, se han dado dos posiciones igualmente ridículas: abandonar la fe en
la Biblia, en su "inerrancia", en su inspiración; o bien cerrar los ojos a los problemas
que se plantean, asiéndose férreamente a cuanto dice, considerándola Palabra de Dios,
que necesariamente tiene que ser perfecta y veríd ica en todo.

Es preciso encontrar un término medio: redescubrir, revalorizar el instrumento humano


del que Dios se sirve, pensar seriamente que Dios utiliza el lenguaje de los hombres.
Los escritores sagrados no carecen de iniciativa. Han trabajado bajo la dirección de
Dios, con sus propias ideas, su cultura, su manera peculiar de concebir la verdad. Este
último punto es capital: una cosa es la realidad absoluta, y otra la manera como el
hombre la concibe, condicionada por una época, por una cultura... Hay que saber en
primer lugar, cuál es la verdad que la Biblia pretende decirnos, para no buscar otro tipo
de verdad que no podremos encontrar en ella.

Una verdad de tipo semita

Los occidentales somos herederos de la cultura griega, en especial de sus grandes genios
Platón y Aristóteles. Imbuidos de su mentalidad, consideramos la verdad como algo
abstracto, una idea que hay que deducir de lo sensible. La filosofía de Platón opone
espíritu y materia, hasta tal punto que ésta impide captar la idea pura, preexistente en sí
misma en un punto divino. Aristóteles llega a la idea pura por medio de- sucesivas
abstracciones de lo sensible.
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El conocimiento semítico, especialmente en la Biblia, es absolutamente distinto. La


Verdad es algo muy concreto, algo que llega a alcanzarse por el amor, por la acción, por
todo el ser, y no sólo por la inteligencia. La verdad se "encuentra". Cuando Dios dice
"Yo te conozco... procura conocerme tú a mí", no se trata de adquirir una idea abstracta,
sino una familiaridad, un encuentro personal.

Para los griegos Dios es el concepto supremo. Para Platón, el Bien absoluto. Para
Aristóteles, el primer motor, la causa que explica todos los efectos. Por este camino de
abstracciones, de ascesis intelectual, unos pocos llegan al encuentro con Dios, que
queda oculto para la gran masa.

En la Biblia no es así. Dios no es una idea, es una Persona. Es un ser que se encuentra,
que ama, que habla, que crea todas las cosas, que dirige la historia (cfr. Ex 34,6-7).
Dios, en la Biblia, se manifiesta como un ser personal, que ama y es justo. Bondad y
Justicia. No una idea abstracta, sino el encuentro de Alguien a quien se amará, a quien
se seguirá, con quien se caminará.

Por eso la Palabra de Dios es una palabra viva que llama al corazón. Dios quiere que el
hombre le conozca, marchando junto a Él, por su camino, obedeciéndole. La religión
bíblica y cristiana es una religión del obrar más que del conocer. No pretendemos con
ello desestimar la parte doctrinal y cognoscitiva. Pero ciertamente la Palabra de Dios no
es un sistema de filosofía, una visión del mundo. Es el conocimiento de la voluntad
divina, del corazón de Dios que se manifiesta.

Incluso en el rabinismo, a pesar de sus muchas exageraciones, lo esencial es ante todo


amar, servir, marchar con Él. Se conoce a Dios por el corazón. Por esto en la Biblia hay
que buscar una verdad de vida, no de especulación. Dios hubiese podido revelar su
misterio en la Grecia de Platón. Sin embargo, ha escogido al Israel de los Profetas. El
conocimiento bíblico, la cultura semítica, es más verdadera, es una concepción más
exacta que la concepción griega. En ésta se da un verdadero dualismo ontológico que
supone dos principios totalmente opuestos desde el origen del mundo: espíritu y
materia. Y todo el trabajo del hombre cons iste en desasirse de esta materia para
reencontrar el estado de las ideas puras.

Es ésta una doctrina que nosotros no admitimos. Dios nos enseña en la Biblia que hay
un único principio, el Dios bueno, de quien proviene todo, espíritu y materia. Dos cosas
que se distinguen, ciertamente, pero no se oponen: todo es inicialmente bueno. El
pecado ha introducido un desorden y la salvación consiste en volver a restaurar la
armonía, el equilibrio. En la salvación bíblica y cristiana se asume a todo el hombre,
alma y cuerpo; toda la creación, espíritu y materia. Por esta razón se va a Dios con todo
el ser, cuerpo, alma, corazón, inteligencia. Es una concepción más verdadera del mundo,
que no admite dos principios opuestos. Y lo conduce todo hacia Dios.

Una verdad re ligiosa

Puede darse también un segundo engaño: buscar en la Biblia todo tipo de verdad,
incluso profana. No hay que pensar que la Biblia diga la última palabra sobre cualquier
cosa, incluida la ciencia, la historia y todos los conocimientos naturales. Toda ella está,
ciertamente, inspirada. Pero no todo es objeto formal de la Revelación. La Biblia enseña
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un determinado género de verdad: "La Verdad que Dios ha querido ver consignada en
las Sagradas Escrituras, en orden a nuestra salvación", como dice la Cons titución Dei
Verbum del Concilio Vaticano Il. E incluso en esto hay que realizar un nuevo trabajo:
reencontrar el sentido religioso de los que escribieron la Biblia, teniendo en cuenta que
entre ellos y nosotros existe un abismo, que media entre ambos la crisis racionalista de
los siglos XVIII y XIX.

Hasta la Edad Media se conservó aquel espíritu religioso: Dios era la explicación del
mundo, y todo en el mundo tenía como significación y valor esta referencia a Dios. Sea
cual sea el tema que se trate en la Biblia, se habla de él en la medida en que se hable de
Dios. Se ve en él un símbolo, una expresión, un mensaje de Dios. El autor sagrado se
detiene sobre todo en este aspecto religioso y descuida un poco, legítimamente sin duda,
lo accidental.

Por el hecho mismo de que la Revelación es un hecho esencialmente histórico,


desempeña aquí la historia un papel importante. No por el detalle concreto, sino más
bien por la significación profunda de salvación que pueda tener. Las cifras, los nombres
propios de lugares y reyes, no le interesan al escritor sagrado por sí mismos. Su
atención, aun incluso en los libros más directamente históricos como el Éxodo, las
narraciones de las guerras de Israel, etc., se dirige al sentido religioso del
acontecimiento que relata. La inspiración del Espíritu Santo le impulsa a hacerlo así, en
vistas a un mensaje que debe comunicarse, una revelación ordenada a la salvación del
hombre. La inspiración no pretende realizar el milagro de dar a Moisés o a David un
conocimiento físico -anacrónico por completo- de la ciencia atómica de hoy, ni siquiera
las exigencias rigurosas de la historia moderna. El Espíritu Santo iluminó su espíritu, a
fin de que a través de sus escasos conocimientos, manifestaran lo que es esencial: que la
luna y el sol son obras de Dios, que el dedo de Dios está allí... Poco importa el modo
como den vueltas, poco importa que la tierra sea redonda o esté apoyada sobre cuatro
pilares.

Pero nosotros no pensamos así. Nos hemos formado -y deformado- en un racionalismo


que ha elevado la razón a la categoría de soberana de la vida, aun por encima del mismo
Dios. La religión ahora no es necesaria, el hombre puede explicarlo todo. Esta razón, así
deificada, progresa y triunfa en el conocimiento de la ciencia y olvida lo esencial,
suprime la dimensión de lo alto. Dios no existe para ella. Todo cuanto examina y
descubre - la electricidad, los átomos, los detalles de la historia- queda desfigurado al
despojarlo de su dimensión religiosa. No son ya mensajes de un Dios creador y- bueno;
son objetos fríos y sin alma.

Tenemos un sentido deforme de la verdad. Pensamos que lo importante es la exactitud


del detalle: cómo sucedió tal cosa, si era verdaderamente Nabucodongsor o Nabónidas...
Y si la Biblia no es exacta, nos sentimos desamparados. El autor sagrado no se ha
detenido en observar las cosas en su significado concreto, ha mirado hacia el infinito, ha
escrito en una perspectiva de fondo, que se hubiera perdido en la apreciación de los
primeros planos de los hechos históricos o científicos.

Es preciso realizar una conversión, buscar la intención del autor y de Dios, que está tras
él. Muchos pasajes de los cuatro evangelios nos muestran una accidental inexactitud -
local, histórica, temporal- en los detalles, y al mismo tiempo un trasfondo profundo,
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religioso, común a los cuatro evangelistas, que es lo que hay que recibir. Lo demás no
es sino el. "acompañamiento".

Dios no ha querido, en su misericordia, elevar su enseñanza a un nivel de enseñanzas


abstractas e inasimilables. La ha arropado con narraciones maravillosas, llenas de sabor
humano. El libro de Jonás es un ejemplo claro de la pedagogía de Dios. Se habla en él
de una ciudad, Nínive; de un profeta, Jonás, que no quiere predicar a aquellos paganos;
de un ricino que se seca; de la cólera que esto produce a Jonás. Acaba Dios diciéndole:
"¿Te lamentas por el ricino que se ha secado, y yo no voy a lamentarme por un pueblo
que está muriendo?". Gran lección la de este libro, que todo hebreo asimilaba y que
asimilamos nosotros todavía.

La inspiración de Dios ha consistido, pues, en dirigir el espíritu del autor hacia lo


esencial de este mensaje, que es el elemento religioso, y al mismo tiempo le ha
estimulado a componerlo en un marco literario que haga asimilable este mismo
mensaje. Todo es inspirado, todo es de la mano de Dios, pero no todo tiene la misma
importancia.

Sería, sin embargo, prácticamente imposible separar con el bisturí lo que es religioso. y
lo que no lo es. Todo el conjunto del libro contribuye a la enseñanza fundamental. Cada
elemento -Jonás, Tobías, los detalles de las crónicas...- juega su papel en el gran
conjunto. Por él pasa una chispa de verdad, de belleza. Colabora con el todo, como el
último de los frailes en un convento, como el último soldado en un ejército.

Los Santos Padres, aun teniendo una concepción intelectualista diferente de los semitas,
acuden a la Biblia porque eran profundamente religiosos, buscando en ella un mensaje
de salvación. Han exagerado tal vez en su alegorismo, pero nunca se interesaron por el
detalle material que a nosotros tanto nos preocupa. Van directamente a lo esencial. Y
tienen razón.

No es una tontería lo que acerca . de la historia de Jacob dice Agustín: "Non


mendacium, sed mysterium". Nos reímos. Y nos equivocamos al reír. Evidentemente
esta historieta a los ojos del hombre moderno es una pequeña superchería judía y hay en
ella una mentira. Pero a Agustín esto no le interesa: es la superficie del texto. En el
fondo, es Dios quien está hablando. Hay aquí un misterio, un sentido que Agustín busca
incansablemente. Sin llevarla a la exageración, esta orientación simbólica hacia el
misterio que tenían los Santos Padres es muy saludable para nosotros, que somos tan
propensos a la explicación positivista, científica, a ras de tierra.

Una verdad que debe descubrirse

No pensemos que la verdad bíblica se nos da "hecha", como por medio de un dictado, al
estilo de los oráculos griegos de Delfos, por ejemplo. Estos oráculos eran pasivos. La
divinidad -así se creía- tomaba posesión de la pitonisa hasta tal punto que dominaba su
personalidad.

Esta concepción ha sobrevivido en el judaísmo y también en el cristianismo: Incluso en


la actualidad tenemos una concepción análoga si creemos que la Biblia contiene una
verdad abstracta solamente asequible a unos pocos. De esta manera, los autores
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"privilegiados" no tienen otra cosa que hacer sino transcribir fielmente lo que les
manifiesta su abstracta inspiración. En suma, una especie de ideal fotográfico...

Visión pueril, contra la que es preciso reaccionar. La Revelación, la inspiración que la


dirige y la verdad que trae consigo, suponen una mayor actividad en el hombre.

El autor sagrado, guiado por la inspiración, piensa, reflexiona. El profeta no está


desposeído de sí mismo. La Verdad no es algo pre-fabricado que se le dicta, sino un
descubrimiento que hace bajo la luz de Dios.

Pensemos, por ejemplo, en el pecado original y todas sus consecuencias. ¿Vamos a


creer que el autor inspirado lo ha visto todo claramente, como proyectado sobre una
pantalla cinematográfica: la escena, el árbol, la serpiente, Adán ...? En absoluto. Hay
que pensar ante todo en un teólogo, en varios teólogos, tal vez generaciones de teólogos,
que reflexionaron sobre el problema del mal, su origen, sus consecuencias... ¿Cómo es
posible que habiendo salido de las manos de Dios, sumamente bueno, tengamos que
sufrir y morir? ¿Cómo es posible que la obra de la maternidad, tan bella en sí misma,
sea tan dolorosa, que el trabajo, sea una actividad tan penosa siendo a la vez tan noble?

Iluminados por Dios -ahí está precisamente la inspiración-, fecundados por el Espíritu
Santo, ayudándose de su reflexión y la de aquellos que les habían precedido, descubren
estos teólogos que algo ocurrió, algún drama tuvo lugar al comienzo de todo. El hombre
era bueno, trabajaba con gozo, el dar a luz un hijo no era un sufrimiento terrible. Pero se
rebeló, quiso ser su propio maestro despreciando la soberanía de Dios. El autor o
autores descubrieron esto, iluminados siempre por el Espíritu Santo, lo expresaron en
una preciosa narración, con un jardín maravilloso, un árbol de frutos exquisitos, una
serpiente... conteniendo todo ello un mensaje nuevo, espléndido, que nos enseña, de
parte de Dios, cómo vino el mal al mundo por nuestra culpa. Así es la revelación, muy
diferente al sistema de dictado en que el hombre no es sino un secretario pasivo. Es un
descubrimiento del espíritu humano por el Espíritu divino.

En el Nuevo Testamento encontramos verdades esenciales que van descubriéndose poco


a poco. La preexistencia de Jesucristo, por ejemplo. Los discípulos no comprendieron
ya en los comienzos que Jesús era el Hijo de Dios, que existía desde siempre. Fue un
descubrimiento progresivo de su bondad, santidad, misericordia, anchura de corazón; un
darse cuenta lentamente de sus íntimas relaciones con el Padre, del cumplimiento de las
profecías mesiánicas del Antiguo Testamento; un choque terrible con la muerte de cruz,
con la Resurrección. Todo esto les hace reflexionar. Si ahora, después de la exaltación a
un rango divino por la Resurrección y la Ascensión, es para ellos el "kyrios", el Señor,
¿no lo era también -se preguntan- antes de su muerte? Meditan el Antiguo Testamento.
Aquella, Sabiduría que tenía que venir, aquella Palabra que Dios tenía que comunicar al
mundo, ¿no era Él? Y poco a poco van descubriendo, van enseñando: estaba en Dios
antes de venir, estuvo entre nosotros y regresó de nuevo al Padre, existía desde siempre.

Toda esta conquista de la cristología, de la que vivimos nosotros actualmente, no fue


revelada por Jesús de una sola vez. Ha conducido los espíritus por un progreso de la
Revelación y de la fe. El Espíritu, después de la Resurrección, ha hecho descubrir esta
revelación fundamental del Hijo de Dios eterno y de la Trinidad: "Cuando venga a
vosotros el Espíritu de Verdad, os conducirá a la verdad integral" (Jn 16,13).
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Es como la marcha de un pueblo escogido por Dios hacia una total revelación. Es una
concepción viva, cálida, como de un descubrimiento, mucho mejor que si el hombre
hubiese sido tratado como simple amanuense, sin poder decir nada por sí mismo.
Supone una gran actividad interior de su espíritu. Dios da su verdad interiormente. La
verdad no se halla en el objeto solo. El espíritu del hombre aporta también algo. Y el
conocimiento resulta una auténtica interacción del objeto y la propia personalidad del
escritor, que lo capta y lo re-crea en su interioridad. Así ha procedido la inspiración
divina, según estas leyes legítimas del pensamiento humano.

Y esto es absolutamente necesario para expresar lo sobrenatural que se hace histórico.


La Resurrección, por ejemplo, entre otras muchas realidades sobrenaturales es, por
definición, inexpresable. Se pueden constatar las consecuencias -una tumba vacía, unas
apariciones... - pero el hecho mismo de un cuerpo humano penetrado por el Espíritu
Santo, que entra en la vida escatológica, en el mundo divino, como cuerpo espiritual,
escapa necesariamente a nuestra experiencia humana. El gran drama de la historia de la
salvación, en toda su profundidad, no puede ser experimentado. Para presentarlo al
espíritu humano es preciso revestirlo con un ropaje asequible a nuestro conocimiento, a
fin de que de la experiencia profunda, inexpresable e incomunicable, se llegue a este
mensaje que recibimos, simplificado, transformado.

Este es el trabajo que ha dirigido él Espíritu Santo, para que se realizara una
transformación auténtica y asimilable e, nunca una deformación. No conocemos con
certeza el detalle material de las palabras, los gestos, el tiempo o los lugares, pero
estamos seguros de que a través de los escritos de un Mateo, un Marcos, un Lucas o un
Juan, a través de su testimonio teológico e inspirado, podemos alcanzar el sentida
profundo de las cosas que sucedieron, el sentido de la fe, lo que Dios ha querido
enseñarnos por medio de estas mismas cosas.

La Biblia, sin duda, tiene un lenguaje propio, no hecho solamente de palabras, sino de
imágenes, de temas. Para expresar lo sobrenatural inexpresable, Dios ha procurado a sus
intérpretes un lenguaje que se comprenda. Cuando se anuncia el gran "día de Yahvé",
por ejemplo, no hay que tomar al pie de la letra todas aquellas catástrofes y
acontecimientos cósmicos. Son como los colores de que dispone la paleta del pintor y
de los que se sirven los autores sagrados. Es el ropaje con que revisten la gran
transformación del mundo; transformación que, sin embargo, sigue encerrando un
misterio indescifrable.

Una verdad que progresa

Este descubrimiento, que hemos dicho hacía el escritor sagrado, supone naturalmente un
progreso, que va adaptándose al espíritu humano. Es un progreso incluso en
concepciones morales y dogmáticas, desde las primeras generaciones hasta el fin del
Nuevo Testamento. Encontramos al comienzo concepciones morales verdaderamente
lamentables. En dogma también hay visiones imperfectas que van poco a poco
desarrollándose y perfeccionándose.

Es la pedagogía progresiva de Dios. Mil años de diferencia separan a los primeros


escritores sagrados de los últimos. Cada cual escribe un capítulo de este gran Libro.
Solamente Dios podía seguir desde el comienzo una línea de desarrollo que fuera más
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allá de lo que pensaban los autores. Los pensamientos de Dios y del escritor no se
identifican. El de Dios se remonta infinitamente más alto. Hay incluso en el texto
sagrado mucho más contenido de lo que el autor humano cree. Hay un "algo más", que
se manifiesta en dos planos diferentes.

Uno de ellos es el de las segundas intenciones que Dios pone en los acontecimientos o
las palabras que más tarde recibirán un sentido más profundo, más completo, en otro
capítulo del Libro. Nosotros, que poseemos ya el Libro acabado, tenemos el derecho y
el deber de captar y leer los hechos nuevos a la luz de los antiguos, y éstos a la luz de
aquellos.

Otro plano es el de las correcciones que Dios mismo hace: aquellas doctrinas morales y
dogmáticas imperfectas eran necesarias al comienzo. Y no podían ser cambiadas por
Dios de la noche a la mañana. Poco a poco se irán realizando, con pedagogía divina,
ajustes, correcciones, progreso.

Quizá se objete: se comprende que los autores antiguos hablasen como podían, con
errores; pero lo incomprensible es que Dios les haya inspirado para hacerlo. Porque es
Dios quien ha dicho: matad a los enemigos; y a Jacob: haz esto, engaña a tu padre. Sí,
Dios ha querido estas cosas, pero lo que Dios quiere verdaderamente es el elemento
bueno de todo aquello, el elemento de verdad, la elección libre de Dios que pasa por
encima de las leyes de la herencia y puede escoger al más joven y al que a simple vista
parece el menos digno. En otros pasajes de la Biblia es Dios mismo quien explica las
correcciones, y castiga al intermediario humano de su Voluntad porque ha ido
demasiado lejos.

En una palabra, es preciso tener en cuenta el conjunto general del Libro para
comprender su mensaje auténtico. "Para conocer el sentido de los textos sagrados -dice
la Constitución Dei Verbum del Vaticano II (DV 12)- es necesario considerar
diligentemente el contenido y la unidad de toda la Escritura".

Dios procede así por una especie de dialéctica. La búsqueda procede del Espíritu y
progresa por el diálogo entre dos maneras de ver que se confrontan y estimulan
mutuamente. Todas las opiniones que parecen contradictorias son pretendidas. El
misterio de la persona de Cristo, el misterio de su Revelación, el misterio de la ley y de
la gracia, el misterio de la venida del fin de los tiempos, todos estos misterios no pueden
enseñarse con palabras humanas que sean transparentes para la razón. Dios quiere que
se hagan entrever, que se sugieran, por medio de acercamientos -no contradictorios, sino
distintos- cuya síntesis, más allá de la razón, en la fe, proporcione la verdad plena,
integral. Hay, pues, en la Biblia una dialéctica. Las verdades de un libro no son las de
otro: todos ellos se complementan, se enriquecen, se corrigen... y permanecen
misteriosos acercamientos, balbuceos de misterios inexpresables. Por esto la Verdad de
Dios está en toda la Biblia. Dios no habla en un pasaje determinado. Habla en todos
ellos, en la suma de todos ellos.

Tradujo y condensó: JUAN FCO. CALDENTEY

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