Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Nuestras calles, nuestros rostros, recuperarán su aspecto normal. Con estas palabras, el
presidente de España, Pedro Sánchez, anunciaba a mediados de Junio el fin a la restricción que
hacía obligatorio el uso de mascarillas en exteriores. La mayor parte de los diarios Españoles e
internacionales que reprodujeron la noticia, omitieron parte de la frase y la resumieron con el
parafraseo, nuestros rostros empezarán a recuperar su aspecto normal. De todas maneras, la relación
que trazan estas declaraciones, entre calles, rostros y normalidad no deja de ser reveladora. La
obligatoriedad del uso de mascarillas y la espera del cese de esta restricción parecen encarnar en sí
mismas el signo del estado actual de la pandemia, cuyo efecto más visible es el ocultamiento de los
rostros. Si la lucha que se lleva a cabo en la trinchera médica es una imagen inaccesible, y los medios
no tienen interés en mostrar los efectos sociales de la combinación entre pandemia y
neoliberalismo, el hacinamiento, la precariedad y el hambre, entonces aquello que es puesto en
primer término, como imagen de la pandemia, es el rostro cubierto por la mascarilla, en discursos
públicos, programas de televisión, eventos deportivos, en la calle y el transporte público. Pero tras la
mascarilla, está siempre el rostro.
Un rostro que mantiene los contornos de nuestra individualidad, y que es recorrido por
afectos que tienen la potencia de volverlo irreconocible. Esta doble articulación fue propuesta por
Gilles Deleuze en sus estudios sobre cine, a propósito del primer plano cinematográfico y de la
posibilidad del cine de llevar las funciones del rostro al límite de sus capacidades expresivas. La
teoría cinematográfica de Deleuze toma como base las ideas de Bergson sobre la relación entre el
cuerpo y el espíritu, proponiendo a partir de ellas una taxonomía de las imágenes del cine. Esto
considerando que, en el pensamiento de Bergson, la relación entre cuerpo y mundo se produce
justamente a través de imágenes. Por esto, los paralelos entre vida y cine, como los mecanismos de la
percepción, la memoria y el montaje, con sus construcciones espacio-temporales, son parte
fundamental de los planteamientos de Deleuze sobre un conjunto de películas que clasifica dentro
de lo que llama el régimen de la imagen-movimiento, es decir, un sistema de imágenes construído
en torno a una conexión sensoriomotora, un proceso que va de la sensación al movimiento del
cuerpo como finalidad última. Según esta parte de la concepción teórica Deleuziana, nuestro
funcionamiento cotidiano, en tanto cuerpos y conciencia en el mundo, es profundamente similar,
sino paralelo al del cine.
Para desarrollar su teoría del primer plano, Deleuze realiza primero una definición del
rostro, cuya característica principal radicaría en la presencia de dos polos. Primero, un polo
contorno-cualitativo: justamente estas invariantes biométricas que conforman, como en un
contorno, una relación de rasgos que, organizados, otorgan individualidad al rostro. Segundo, un
polo intensivo: al interior del contorno, una cantidad enorme de pequeños movimientos,
microsignos de los múltiples músculos faciales, reaccionan, de manera consciente o inconsciente
ante las afecciones, produciendo la aparición de rasgos que, a menudo, entran en series intensivas
hasta producir un estallido, como en el caso del llanto o un grito de terror.
Pero luego también el rostro siente, y en el rostro que siente comienza a florecer el desorden.
Los músculos que se contraen y se expanden, ya sea por sorpresa, horror o alegría, sacuden los
cimientos organizadores del rostro individuado. Comienzan a aparecer nuevos rostros en potencia,
expresiones que pueden llegar a parecer ajenas a una identidad que se desvanece rápidamente bajo
este movimiento intensivo. Es aquí donde los afectos se apoderan del rostro, y su portador, el
individuo, pasa a un plano secundario. La mayor capacidad afectiva del rostro aparece cuando este
ya no es visto como porción de un individuo o un rol social, sino como un afecto que se apodera del
rostro para obtener su expresión. Deleuze utiliza el término fantasma, para referirse a este afecto,
que no existe si no es expresado, y que aparece para poseer al rostro. La existencia del afecto es
virtual. No podemos mostrar el horror, la angustia o la pena, a menos de que apuntemos a un
rostro en el cual estos afectos, en esencia virtuales, se actualizan y se expresan. La desaparición de los
rostros no sería la desaparición de los afectos, sino su condena a una condición virtual y latente.
Podría pensarse que en una época de rostros cubiertos, los afectos están condenados a no
ser expresados. Por otra parte, tanto la identificación como la legibilidad del rol social se ven
obstruidas, al menos en lugares públicos. Una drástica división entre la calle y el hogar es delimitada
por los rostros, que se descubren al entrar y se cubren al salir. Antes de las mascarillas la calle era el
lugar del rol social y el espacio de los individuos, de las identidades. Las cámaras de seguridad y
otros mecanismos de vigilancia del exterior registran los rostros en busca de identidades. Estas
máquinas son, al mismo tiempo, incapaces de registrar afectos. Pero basta con que alguien mire al
rostro enmascarillado de otro transeúnte para que un afecto aparezca. Así como un afecto común,
colectivo, recorría los rostros encapuchados durante las revueltas del 2019, otro afecto colectivo se
expresa en las mascarillas.
Al cubrirse parte de ellos, los rostros se vuelven potenciales. Aquello que el rostro oculta
puede ser aún más expresivo que lo que muestra. Sobre la parte virtual del rostro aparece otro
afecto, el de la mascarilla. Todos los afectos singulares de las mascarillas, blancas, de colores, con
diseños, gastadas o nuevas, etc. Al mismo tiempo, parte de ese afecto singular de la mascarilla
siempre tendrá que ver con la potencia de la enfermedad, con la invisibilidad del virus, con el
cumplimiento de la ley y el reglamento sanitario; es el aspecto colectivo de ese afecto. Ante la
obligatoriedad de la mascarilla en el lugar público, rápidamente aparecieron los diseños
personalizados, los diferentes estilos y materiales, como un intento de conservar la individuación.
Así, el afecto puro y colectivo que atraviesa todas las mascarillas, convive con tentativas de
individuación.
Cabe recordar las ideas de Spinoza sobre los afectos. Los habrían de dos tipos: los afectos
tristes, que disminuyen nuestra potencia y capacidad de actuar, y los afectos alegres, que por el
contrario, aumentan nuestra potencia. Es cierto que el afecto revolucionario de las capuchas de la
revuelta es pura potencia, un llamado a la acción, expresado en rostros virtuales, enmascarados por
la colectividad del afecto. Por otro lado, lo que los rostros con mascarilla expresan es un afecto triste,
aunque no menos colectivo. De cierto modo, la doble condición de medida de cuidado personal y
de colaboración colectiva, produce que la mascarilla sea un lugar de intersección de todos los afectos
posibles de la pandemia, desde el miedo hasta la indiferencia, desde la obediencia hasta la
desconfianza. Sobre un rostro que expresa, con la mirada, despreocupación y relajo, sigue estando la
mascarilla que, entrando en el dominio afectivo del rostro, proyecta sobre él el signo de un estado de
emergencia y alerta.
Lo que las mascarillas ocultaron no fue el polo afectivo del rostro, sino al individuo. En su
lugar, aparece un afecto colectivo y triste, como el sustrato de todo lo que el orden establecido lucha
por ocultar: un estado de catástrofe que no es un tropiezo azaroso, sino el fracaso de un proyecto de
civilización global. La premura por recuperar los rostros en su aspecto normal, no hará desaparecer
estos afectos tristes. Solo retornará su aspecto identitario y su rol social, algo que parece importar
tremendamente a los mandatarios europeos que, en el primer mundo, intentan nuevamente
simular un regreso a la normalidad. Los nuevos rostros descubiertos serán los verdaderos afectos
enmascarados. Algo estará oculto bajo esos rostros desnudos. Tras un proceso de normalización se
esconde siempre un ansia de organización, y cada anomalía de la historia humana nos demuestra
que lo normal es un orden únicamente posible al nivel de las apariencias. Podemos fingir seriedad
momentáneamente frente al fotógrafo del registro civil, pero debajo del rostro inmóvil siempre hay
algo que busca emerger. Una vez dejamos de posar como identidades y roles sociales, volvemos a
abrirnos al afecto, con su capacidad de transformarnos, de producir algo nuevo, conectado con
aquello contingente y que nos recorre colectivamente.