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REVISTA VENEZOLANA DE CIENCIA POLÍTICA, Número 28 / julio-diciembre 2005, pp.

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Documento

El ideario bolivariano y la democracia en la


Venezuela del siglo XXI
JUAN CARLOS REY

Presentación
El Comité Organizador del IX Simposio Nacional de Ciencia Polí-
tica, durante la inauguración del mismo que tuvo lugar en Valencia
(Estado Carabobo), el 23 de noviembre de 2005, lo inició con un
acto de homenaje al Profesor Juan Carlos Rey “en reconocimiento
a su invalorable contribución a la Ciencia Política en el ámbito
nacional e internacional”. En la misma ocasión la Universidad de
Carabobo se unió a dicho homenaje, confiriéndole la “Orden Alejo
Zuloaga” que le fue entregada por su Rectora. Tras unas emotivas
palabras agradeciendo tales reconocimientos, el homenajeado pasó
a disertar sobre el tema que era el objeto central de dicho Simpo-
sio.

Curricúlum
En la actualidad es Profesor Emérito de la Fundación Instituto de
Estudios Avanzados (IDEA). Desde 1985 hasta 2004 ha sido Pro-
fesor Titular y Director de la Unidad de Ciencia Política de dicho
Instituto. Durante 25 años (desde 1960 hasta 1985) fue Profesor del
Instituto de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Jurídicas
y Políticas de la Universidad Central de Venezuela; y durante los
últimos seis años de ese periodo Director del mismo (al jubilarse
su fundador el Dr. Manuel García-Pelayo). Es autor de numerosas
publicaciones en el área de la Ciencia Política. Su principal inte-
rés como investigador es la teoría tanto empírica como normativa
de la democracia, aplicada especialmente a Venezuela pero desde
una perspectiva histórica y comparada. Actualmente culmina una
investigación sobre el tema: Del “Puntofijismo” al “Chavismo”
(El tránsito de un sistema populista de conciliación a un sistema
populista de movilización).

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JUAN CARLOS REY

Introducción

EL CAMBIO POLÍTICO MAS IMPORTANTE QUE HA OCURRIDO en Ve-


nezuela a partir de 1999 y cuyo impacto se va a hacer sentir durante buena
parte del siglo XXI, ha sido la conquista del poder por la vía electoral de
un candidato a la presidencia de la República apoyado por diversos gru-
pos que, pese a sus diversidades ideológicas, comparten un explícito rechazo
de la democracia representativa, a la que acusan de ser un falsa democracia,
meramente formal, y propugnan su sustitución por otra forma de gobierno
que, según ellos, sería una verdadera democracia sustancial y con contenido
material. Desde el punto de vista institucional tal proyecto se ha plasmado
en ciertos cambios introducidos en la Constitución nacional, pues en tanto
que la de 1961 definía expresamente la forma de gobierno del país como
una democracia representativa, y otorgaba a los partidos políticos un papel
destacado como instrumentos a través de los cuales se iba a ejercer la repre-
sentación política, la nueva Constitución de 1999, al referirse a la democracia
venezolana, suprime totalmente el adjetivo representativa para calificarla, en
cambio, como participativa y protagónica, y elimina la anterior mención a los
partidos políticos y a sus funciones.
Centrándonos en el tema central de este Simposio, creo que no es aven-
turado afirmar que una de las características de la política venezolana durante
grande parte del siglo XXI va a ser (como, de hecho, ya lo es) una pugna entre
esas dos concepciones de la democracia, concebidas como incompatibles y
antagónicas, y sin posibilidades de intentar una síntesis entre ambas.
El rechazo de la democracia representativa no es algo nuevo en la his-
toria política venezolana, pues ya desde fines del siglo XIX y principios del
XX era el tema favorito de algunos pensadores positivistas que defendían la
necesidad de establecer una dictadura política como el instrumento necesario
para lograr el progreso y el bienestar económico y social de Venezuela. Pero
en nuestro país, al igual en muchos otros países de América Latina, las prin-
cipales críticas a la democracia representativa se van a desarrollar a medida
que avanzaba el siglo XX, y son de origen socialista o, más específicamente,
marxista. A la democracia representativa, calificada despectivamente de for-
mal (calificación con la que los marxistas van a coincidir con los sociólogos
positivistas), se la acusa de constituir un engaño para el pueblo, contraponién-
dola a una democracia real y material, que en lugar de preocuparse exclusi-
vamente por los procedimientos para elegir a los gobernantes y para poner
límites al poder de éstos (que es a lo que, según sus críticos, se va a reducir

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la democracia representativa), va a tener como tema central de preocupación,


cuando no único, el contenido de las políticas gubernamentales, que deben
estar dirigidas a asegurar beneficios económicos y sociales a los sectores más
desfavorecidos y numerosos de la población. De acuerdo a esta otra manera
de concebir la democracia, la forma de conquistar el poder (sea mediante un
golpe de Estado o mediante elecciones libres) o el modo de ejercerlo una vez
conquistado (de forma absoluta o, por el contrario, con limitaciones institu-
cionales tanto políticas como jurídicas), en otras palabras, las formas y los
procedimientos jurídico-institucionales para acceder al poder y para ejercerlo
eran cuestiones totalmente secundarias, pues lo único que interesaba era el
contenido de las políticas gubernamentales y, más en concreto, cuáles eran los
grupos sociales que iban a ser favorecidos por tales políticas.

El ideario bolivariano en torno a la democracia

El repudio de la democracia representativa, que se incorpora desde el princi-


pio a la amalgama ideológica chavista, es sin duda de origen marxista, aunque
Chávez, que durante mucho tiempo estuvo convencido de la falta de populari-
dad del pensamiento de tal orientación, prefirió atribuir falsamente la autoría
de ese rechazo a Simón Bolívar, tratando, de esta manera, de hacer que tal
idea fuese aceptable para el pueblo.1 Conocido es de todos el uso que Chávez
hace de la figura y del pensamiento del Libertador, en busca de legitimación,
que le llevó a tratar de incorporar la doctrina de Bolívar en la Constitución
de 1999, especialmente en las menciones de su Preámbulo y del artículo pri-
mero. Algunos sedicentes constitucionalistas chavistas han pretendido hacer
de tal doctrina la base de todo nuestro sistema normativo y la fuente princi-
palísima de interpretación constitucional; y basándose en tal idea Chávez ha
tratado de legitimar el rechazo a la democracia representativa para propugnar
una pretendida democracia popular bolivariana a través de la cual se realizaría
el modelo de democracia participativa y protagónica que propugna la nueva
Constitución.
Deformando el contenido y el contexto de varias de las afirmaciones de
Bolívar, especialmente del Discurso de Angostura (1819), Chávez ha preten-
dido, desde sus primeras actuaciones políticas, hacer del Libertador un crítico
socialista avant la lettre de la democracia formal burguesa. Así, ya en el Cua-
derno Azul, en el que trataba de resumir el sistema ideológico que se proponía
implantar con el golpe de Estado de febrero de 1992, decía lo siguiente:

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la llamada «Democracia representativa» no ha sido más que un artificio


a través del cual se ha dominado a nuestro pueblos. Ya los señalaba El
Libertador: «Por el engaño se nos ha dominado más que por la fuer-
za».2

Aquí se cita una frase aislada de Discurso de Angostura (Vid. Simón Bolívar,
“Discurso de Angostura“, Obras Completas. Vol. III. Compilación y Notas de
Vicente Lecuna 2ª edición. La Habana: Editorial Lex, 1950, p. 677), en la que
Bolívar denuncia la ignorancia y falta de educación con la que la monarquía
absoluta española había mantenido la dominación sobre sus colonias, y sin
un mínimo escrúpulo intelectual se trata de convertir dicha afirmación en una
crítica de la democracia formal, como si el Libertador hubiese afirmado que la
dominación española se había conservado gracias al ejercicio la democracia
representativa y no por medio de un gobierno despótico.
En otra ocasión, el mismo Chávez toma otro texto del Discurso de An-
gostura en el que Bolívar alaba la igualdad política o “igualdad formal“, crea-
da por las leyes, frente a las desigualdades reales, física y morales existentes
entre los hombres (Vid. Ob. cit. III, p. 682) y trata de hacernos creer que lo que
el Libertador está propugnando es que a través de la intervención de las leyes
se han de destruir las desigualdades sociales para implantar una total igualdad
real. Pues, según Chávez, para Bolívar

las leyes deben paliar, incluso eliminar [...] las diferencias naturales [...]
La sociedad, las leyes hechas por los hombres deben asegurar que este
hombre viva en condiciones iguales o idénticas de igualdad al que nació
superdotado. Creo –continúa diciendo Chávez— que ahí se está apli-
cando un mecanismo a través de las leyes para que la sociedad logre la
igualdad. 3

Pero cualquiera con un mínimo de formación histórica y que lea con algún
cuidado el Discurso de Angostura sabe que la igualdad defendida por Bolívar
era la igualdad política, meramente formal o igualdad ante la ley, que contras-
taba con las desigualdades reales, físicas y morales de los ciudadanos. “Las
leyes corrigen esas diferencias”, dice Bolívar, no porque las destruyen en la
realidad sino porque dan a todos “una igualdad ficticia”, llamada igualdad po-
lítica, que es la igualdad formal o igualdad ante la ley. Ello resultaba evidente
en el texto del Proyecto de Constitución que en esa ocasión presentó el Liber-
tador, que en su artículo 15 del título I, sección 1ª, definía así la igualdad: “La

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igualdad es el derecho de todo ciudadano para contribuir a la formación de la


ley, como miembro del soberano”, derecho del que, por cierto, no participan
todos los ciudadanos, sino sólo aquellos que por sus ingresos o grado de cul-
tura eran considerados activos. Y en el artículo 16, se establecía claramente
que “La verdadera igualdad no existe sino en la formación y delante de la ley
que liga y comprende a todos indistintamente [...]”.4
Es claro que en el pensamiento de Bolívar la única igualdad legítima es
la igualdad legal o formal, llamada también por él igualdad política, y que
veía que los intentos de ir más allá de ella iban a conducir a “desastres horro-
rosos”, como era la pardocracia o versión criolla de la oclocracia clásica, es
decir, la forma corrompida del gobierno popular o democrático, considerada
por los pensadores de la época como la peor de todas los tiranías. Así, por
ejemplo, en una conocida carta a Santander, fechada en Lima el 7 de abril de
1825, dice:

La igualdad legal no es bastante por el espíritu que tiene el pueblo, que


quiere haya igualdad absoluta, tanto en lo público como en lo domés-
tico; y después querrá la pardocracia, que es la inclinación natural y
única, para exterminio después de la clase privilegiada. Esto requiere,
digo, grandes medidas, que no me cansaré de recomendar (Ob. cit., II,
p. 114).

Pero es evidente que Chávez no se preocupa por las cuestiones históricas o


de índole teórica, tales como cuál era el verdadero pensamiento de Bolívar,
pues como lo ha reconocido en más de una ocasión lo que le interesan son
las “ideas fuerzas”, capaces de mover los hombres a la acción, a la manera de
los mitos de Sorel. Por eso ha admitido que cuando utilizó el pasaje sobre la
igualdad del Discurso de Angostura, en vísperas del intento de golpe de Esta-
do del 4 de febrero de 1992, “al preparar la insurrección buscando la igualdad,
lo usé —ha dicho Chávez— como un arma para decirle a los oficiales que
Bolívar planeaba la igualdad. Creo que todo es válido hoy en día para buscar
la igualdad“.5
Uno de los ejemplos mas notables de distorsión del pensamiento de Bo-
lívar, por parte de Chávez, es la definición de democracia que éste atribuye a
aquél y que, según nuestro Presidente, debería ser universalmente aceptada en
nuestros días e incluso incorporado a la Carta Democrática Interamericana,
para precisar la forma de gobierno que debería ser defendida en dicha Carta.
Tomando, una vez más, un fragmento aislado del Discurso de Angostura, en

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el que Bolívar dice que: “El sistema de gobierno mas perfecto es aquel que
produce mayor suma de feliz posible, mayor suma de seguridad social, y ma-
yor suma de estabilidad política“ (Ob. cit., III, p. 683), Chávez ha afirmado,
en varias ocasiones, que este pasaje contiene la definición bolivariana de la
democracia, lo cual es evidentemente falso. Para cualquiera que conozca el
texto íntegro del Discurso es evidente que el pasaje en cuestión no se refiere a
ninguna forma de gobierno en concreto (Bolívar se va a referir a tales formas
un poco más adelante), ni por tanto trata de ser una definición de democracia,
sino que se refiere a los fines que debe perseguir cualquier gobierno que aspire
a la perfección. Pocos párrafos después Bolívar trata —ahora sí— de las dis-
tintas formas de gobierno y va a poner en claro que, para él, la mejor forma de
gobierno no es la democracia (ni en su forma de democracia representativa,
ni mucho menos en su forma de democracia directa) sino un gobierno mixto
en el cual se mezclan elementos correspondientes a las tres formas puras de
gobierno tradicionales (monarquía, aristocracia y democracia).
En el pasaje que estamos comentando del Discurso de Angostura, en que
define los fines del gobierno perfecto, Bolívar toma —aunque en forma sólo
parcial— una idea fundamental de Bentham, según la cuál el fin de cualquier
gobierno ha de ser “la mayor suma de felicidad para el mayor número”, a lo
cual el Libertador añade que también debe proporcionar la mayor seguridad
social y la mayor estabilidad política. El Libertador coincide con Bentham en
rechazar la democracia directa, tal como existía en la antigua Griega, alegan-
do que si bien podía deparar la mayor libertad, también se caracterizaba por
una extrema debilidad, por lo que conduciría inevitablemente a ser derrocada
por una tiranía (y, por tanto, no proporcionaba ni la seguridad social ni la esta-
bilidad política). En cambio, Bolívar en Angostura aceptaba como necesarias,
al menos parcialmente, algunas instituciones de la democracia representativa.
Así, en el Art. 15 del título I, sección 1ª, de su Proyecto de Constitución pre-
sentado en tal ocasión, después de proclamar el derecho de todo ciudadano a
contribuir a la formación de la ley, añade:

Para conciliar este derechos con el orden, tranquilidad, circunspec-


ción, prudencia y sabiduría que exigen la discusión y sanción de la ley,
y que no pueden hallarse en las reuniones populares, siempre tumul-
tuosas, se ha inventado la Representación Nacional, que elegida por el
pueblo es el órgano que expresa legítimamente su voluntad.

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De modo que es evidente, en este pasaje, que Bolívar prefiere la democracia


representativa a la democracia con participación directa de los ciudadanos.
Pero en tanto que para Bentham la forma de gobierno que proporcio-
naba más probabilidades de obtener la máxima felicidad para el mayor nú-
mero era un “sistema completamente representativo“ (es decir una forma de
gobierno en que todos los puestos gubernamentales fuesen elegidos por los
ciudadanos),6 en cambio el Bolívar de Angostura creía, por el contrario, que
un gobierno de este tipo era “tan sublime” que sólo “podía ser adaptado a una
República de Santos“ (Ob. cit., III, p. 681).
Ya en la Carta de Jamaica (1815) Bolívar había dicho que “las insti-
tuciones completamente representativas no son adecuada a nuestro carácter,
costumbres y luces actuales”, pues, “en tanto que nuestros compatriotas no
adquieran los talentos y virtudes políticas de nuestros hermanos del Norte, los
sistemas enteramente populares lejos de sernos favorables, temo mucho que
vengan a ser nuestra ruina” (Ob. cit., I, p. 168). Y por las mismas razones Bo-
lívar no creía conveniente “el sistema federal entre los populares y represen-
tativos. por ser demasiado perfecto y exigir talentos y virtudes muy superiores
a los nuestros” (Ibíd., p. 170), idea que mantuvo básicamente hasta poco antes
de su muerte.7 Proponía, en cambio. un gobierno que imitara al inglés, pero
con un presidente elegido, posiblemente vitalicio (aunque no hereditario) y un
senado, éste sí, hereditario (Ibíd., p. 171).
En Angostura, Bolívar se declara claramente partidario de un gobierno
mixto, de manera que junto a componentes propios de la democracia repre-
sentativa (como era una Cámara baja elegida por los ciudadanos), se debían
incluir otros aristocráticos (un Senado vitalicio y hereditario). Es más, en la
Constitución que hizo para Bolivia (1825), que Bolívar consideró como el
modelo que debía ser adoptado por los países por él liberados, proponía como
ideal un Presidente vitalicio que como jefe del Ejecutivo cumpliría funciones
análogas al monarca inglés, y con derecho a seleccionar a su sucesor (el Vi-
cepresidente):

El Presidente de la República nombra al Vice-Presidente, para que admi-


nistre el estado, y le suceda en el mando. Por esta providencia se evitan
las elecciones, que producen el grande azote de las repúblicas, la anar-
quía que es el lujo de la tiranía, y el peligro más inmediato y más terrible
de los gobiernos populares. (Ob. cit,. III, pp. 766-767).

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Y en el mensaje de presentación de esta Constitución de Bolivia, el Libertador


llega a decir que “El Presidente de la República viene a ser en nuestra Consti-
tución, como el Sol que, firme en su centro, da vida al Universo. Esta suprema
autoridad debe ser perpetua“ (Ibíd., p. 765). De modo que “un Presidente
vitalicio, con derecho para elegir el sucesor, es la inspiración más sublime en
el orden republicano” (Ibíd. id.). Con lo cual Bolívar iba a contradecir total-
mente lo que había defendido en Angostura, apenas seis años antes.8
En todo caso, es un total desatino hablar de una democracia participativa
bolivariana, pues Bolívar no fue nunca partidario de un gobierno democráti-
co, ni en la forma de una democracia completamente representativa, ni mucho
menos como una democracia directa participativa, pues su preferencia fue por
un gobierno mixto, como en la antigua Roma o en la Inglaterra de su época,
que debería combinar componentes pertenecientes a las tres formas puras de
gobiernos tradicionales, de manera que ninguno de sus elementos tuviera un
poder sin frenos sino que estuviera limitado o controlado por los otros. Un
sistema como éste era lo que los políticos de la época llamaban un sistema de
gobierno constitucional, pero no democrático.
Ciertamente Bolívar reconoció que el origen de todos los poderes, es
decir, la soberanía nacional, residía en el pueblo, pero a ello unía su profunda
desconfianza hacia las virtudes de éste y su temor a que quisiera arrebatar el
poder de gobernar a sus representantes electos. Así en Angostura dice: “Debe-
mos confesarlo: los más de los hombres desconocen sus verdaderos intereses
y constantemente procuran asaltarlos de manos de sus depositarios” (Ob. cit.,
III, p. 686), es decir, de sus legítimos representantes electos. De manera que
Bolívar sólo admitía algunos elementos de la democracia representativa, pero
no la representación total o completa; pero, sobre todo, rechazaba rotunda-
mente que el pueblo ejerciera directamente el gobierno, es decir, rechazaba
la democracia directa: “¡Ángeles, no hombres pueden, únicamente, ser libres,
tranquilos y dichosos, ejerciendo todos la Potestad Soberana!”, dice Bolívar
en Angostura (Ibíd., p. 690). Y también: “La libertad indefinida, la Democra-
cia absoluta, son los escollos a donde se han ido a estrellarse todas las espe-
ranzas Republicanas” (Ibíd. id.).
Más moderado es, en cambio, Bolívar cuando rechaza la democracia
representativa. Repitiendo ideas expuestas en algunos de sus escritos anterio-
res, en el Discurso de Angostura reitera los elogios a la Constitución de los
Estados Unidos, modelo extremo de tal democracia, pero que no es aplicable
a Venezuela, pues cree que no estábamos preparado para tanto bien: “Nuestra
Constitución Moral no tenía todavía la consistencia necesaria para recibir el

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beneficio de un Gobierno completamente representativo, y tan sublime cuanto


que podía ser adoptado a una República de Santos” (Ob. cit., III, p. 681). La
desconfianza de Bolívar hacia la capacidad de nuestros pueblos para practicar
la democracia no se basa en razones genéticas o raciales, y por tanto no tiene
un carácter permanente, sino que en su opinión es la consecuencia de haber
estado sometido durante siglos al despotismo de la monarquía española que
le privó de moral y luces, por lo cual se requeriría un largo proceso para que
fuera educado en las virtudes políticas necesarias para el republicanismo. De
modo que aunque reconozca como principio que la soberanía reside en el
pueblo, considera que éste no está capacitado para ejercer directamente el
gobierno.
Para Bolívar, mientras el pueblo no llegue a desarrollar las virtudes re-
publicanas, se requerirá “moderar la voluntad general” por la que se supone
que se expresa, lo cual explica las limitaciones a los poderes de ese pueblo que
establece en todos sus proyectos constitucionales, empezando por la Consti-
tución de Angostura. Recuérdese que en ésta los ciudadanos son divididos
en activos y pasivos, con las limitaciones de los derechos políticos de estos
últimos en función de la fortuna, o en función de la profesión y de la educa-
ción (estas dos últimas limitaciones repetidas en la Constitución de Bolivia).
O recuérdense también las “restricciones, justas y prudentes” (así las juzgaba
el Libertador), a las facultades de las asambleas primarias y electorales con
las cuales aspiraba a poner “el primer Dique a la licencia popular, evitando
la concurrencia tumultuaria y ciega“ del pueblo (Discurso de Angostura, Ob.
Cit,. III, p. 693).
De todo el razonamiento anterior debería resultar evidente que tratar de
justificar el rechazo de la democracia representativa para sustituirla por una
pretendida democracia popular bolivariana, igualitaria y participativa, sólo
puede hacerse mediante una seria distorsión del pensamiento político del Li-
bertador. Es cierto que Bolívar aunque se deshacía en grandes elogios sobre
el funcionamiento de la democracia completamente representativa, en un país
como Norteamérica, en el que las virtudes políticas republicanas estaban per-
fectamente desarrolladas, no aceptó —al menos para Iberoamérica— la idea
de Bentham de que el gobierno más perfecto era el totalmente representativo.
Y en ningún caso fue el Libertador partidario de una democracia absoluta o
radical, de contenido igualitario, que para él conduciría a otra forma de tiranía
no preferible a la ejercida por un solo individuo. Lejos de rechazar la idea de
igualdad legal o formal, Bolívar creyó que ésta era el único tipo de igualdad
admisible, pues tratar de implantar una igualdad absoluta o real conduciría

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a los horrores de la pardocracia. Como hemos visto, para el Libertador el


sistema de gobierno preferible para Iberoamérica no era una democracia, en
ninguna de sus dos formas, sino un gobierno mixto, con serias restricciones
y limitaciones a la participación popular y a la expresión de la voluntad ge-
neral.
Lo más peligroso de la supuesta definición de la democracia que Chávez
atribuye a Bolívar es que prescinde de todos los requisitos institucionales y
formales que caracterizan a esta forma de gobierno y trata de caracterizarla
solamente a partir de las consecuencias de las políticas gubernamentales: es
democrático el gobierno que produce la mayor felicidad, seguridad y esta-
bilidad para el mayor número. A partir de tal definición cualquier forma de
despotismo, más o menos demofílico,9 podría pretender ser una democracia,
con sólo proclamar que sus políticas se dirigen a aumentar el bienestar de las
masas. Así Chávez y quienes lo acompañaron en el intento de golpe de Estado
del 4 de febrero de 1992, pudieron afirmar que, en caso de triunfar, hubieran
establecido un gobierno verdaderamente democrático —según ellos, el más
democrático de los que había conocido Venezuela— atendiendo al contenido
igualitario de las políticas que se proponían llevar a cabo; aunque, según sus
planes, que conocemos, en realidad se proponían implantar una dictadura re-
volucionaria que nos recuerda, en varios aspectos, a la del Terror durante la
Revolución Francesa.
Al tratar de poner en claro la distorsión que se pretende cometer con el
pensamiento de Bolívar, no pretendemos plantear una cuestión meramente
académica ni mucho menos bizantina, pues tiene importantes consecuencias
prácticas. Hay que recordar que durante las discusiones y negociaciones inter-
nacionales que precedieron a la elaboración y aprobación de la Carta Demo-
crática Interamericana, el actual gobierno venezolano propuso que se adopta-
se la definición de democracia que Chávez atribuye a Bolívar (el gobierno que
produce la mayor felicidad, la mayor seguridad y la mayor estabilidad para la
mayoría), para caracterizar el tipo de gobierno que debía ser protegido por di-
cha Carta, aplicando sanciones internacionales sólo a quienes se apartasen de
dichas características. De haber sido aceptada dicha propuesta —que, como
se sabe, fue rechazada— los gobiernos como el de Cuba, que no cumplen
con los requisitos institucionales formales de la democracia representativa,
hubiera podido alegar que quedaban legitimados y a salvo de las sanciones
establecidos por dicha Carta, pues pretenden practicar una democracia mate-
rial y real mediante el contenido de sus políticas, destinadas al bienestar de la
mayoría de sus ciudadanos.

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Es evidente que mi intención, al poner en claro cuál es el verdadero pen-


samiento del Libertador sobre la mejor forma de gobierno para nuestros paí-
ses, no es que sustituyamos la fraudulenta democracia popular bolivariana por
un gobierno mixto y muy poco democrático, como era indudablemente el que
Bolívar prefería. Por respeto y veneración que queramos profesar al Padre de
la Patria, su pensamiento sobre las formas de gobierno no puede ser válido en
tiempos como los actuales en que la preferencia por la democracia es común
a la inmensa mayoría de los actores políticos de nuestro país, aunque puedan
diferir en la forma de concebirla. La cuestión que me parece fundamental
en la actualidad, es tratar de superar el falso dilema que pretende que existe
una contradicción irresoluble entre una democracia representativa, que sería
puramente formal y una democracia participativa, que sería real, material o
substancial. A tal discusión voy a dedicar los minutos que me quedan.

Diferencias entre la forma de Estado y la forma de gobierno

En este orden de ideas. pienso que la primera cuestión a dilucidar es distinguir


entre la forma de Estado (que se refiere a la cuestión de cuál es la autoridad
última en la que reside la soberanía o el poder supremo) y la forma de gobier-
no (que tiene que ver con la estructura política especializada encargada de
tomar, día a día, las decisiones colectivas), y tener en cuenta la posible falta de
congruencia entre ambas formas, de modo que la forma de Estado y la de go-
bierno pueden ser distintas. No es esta la oportunidad de tratar el origen y de-
sarrollo histórico de esta importante distinción, que probablemente se origina
en el Defensor Pacis de Marsilio de Padua (1324) y sigue en la Edad Moderna
con teóricos como Bodino y, sobre todo, Rousseau.10 Baste con recordar que
diversos autores señalaron la posible falta de congruencia entre la forma de
Estado y la forma de gobierno, de modo que un Estado monárquico, en el que
el Rey era el soberano, dotado del poder supremo, podía coexistir con formas
de gobierno al menos parcialmente aristocráticas o, incluso, democráticas, si
el monarca permitía que los nobles o el pueblo, según fuera el caso, tomaran
parte en ciertas decisiones públicas. O podía darse una forma de Estado de-
mocrática, en el sentido de que el pueblo fuese el titular de la soberanía, pero
con una forma de gobierno monárquica (si el ejecutivo estuviera a cargo de un
rey), o aristocrática (si el poder legislativo correspondiera en todo o en parte
a los nobles o notables). Estas posibles y admisibles faltas de congruencia son
las que explican que para Bolívar aunque el pueblo fuese el soberano (y por

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tanto, se trataba de una forma de Estado democrático), la forma de gobierno


preferible fuese la mixta (es decir, una mezcla de elementos monárquicos,
aristocráticos y democráticos). Pero es Rousseau, entre los autores modernos,
quien precisa más nítidamente la diferencia entre el soberano, constituido por
la generalidad del pueblo, y el gobierno que es una simple mandatario de
aquél, no sólo porque es quien lo nombra, sino porque está sujeto en cual-
quier momento a su revocación o sustitución. Para Rousseau la única forma
de Estado legítima es la democracia, en la que el soberano es la totalidad del
pueblo, y a él corresponde, sin que pueda renunciar a ello, tanto la aprobación
de las leyes como el nombramiento y la revocación ad libitum del gobierno.
Pero, según Rousseau, el soberano puede optar por una cualquiera de las tres
formas de gobierno desarrolladas por el pensamiento clásico (democracia,
aristocracia o monarquía), además de cualquier combinación de ellas que
constituyen las formas mixtas. De modo que si bien, para Rousseau, la única
forma legítima de Estado es la democracia, no es partidario de una forma
de gobierno democrático, salvo que se trate de un pueblo de dioses, pues
“un gobierno tan perfecto no es propio de los hombres” (Du Contrat Social,
1762, Lib. III, Cap. IV). (Es muy probable que Bolívar, en los pasajes en los
que rechaza, con parecidos razonamientos, la democracia se haya inspirado
en este texto de Rousseau).
Ahora bien, aunque la posible falta de congruencia (entre la forma de
Estado y la forma de gobierno) no ocurre sólo en los Estados democráticos
es en éstos cuando resulta más peligrosa y tiene consecuencias más graves.
Pues, como señalaba Rousseau, el mero hecho de existencia de un gobierno
como un cuerpo especializado, distinto del soberano y que, a diferencia de
éste, puede actuar con vigor y celeridad, representa un peligro continuo para
la soberanía, pues la usurpación de ésta por parte de los gobernantes es “el
vicio inherente e inevitable” en todo cuerpo político democrático. La razón
de ello es muy sencilla: en el Estado democrático el soberano, constituido
por la generalidad del pueblo disperso, carece de una voluntad permanente
como cuerpo reunido, que pueda enfrentar o resistir, en cualquier momento,
a la voluntad de los gobernantes (Lib. III, Cap. X). En el Estado democrático
“el soberano sólo actúa cuando el pueblo está reunido”, lo cual sólo ocu-
rre muy raras veces, pues aunque es necesario, según Rousseau, que existan
asambleas populares periódicas frecuentes, que se reúnan con tal fin, es im-
posible hacer de tales reuniones una actividad continua y permanente (Lib.
III, Caps. XII y XIII). Pero, en cambio, cuando el soberano es un monarca
o una aristocracia, éstos no constituyen una multitud dispersa, de modo que

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pueden manifestar una verdadera voluntad actual, siempre presente o fácil de


actualizar, dispuesta en cualquier momento a enfrentarse y resistir al gobierno
con el que difiere.
Es importante subrayar que en la mayoría de las recientes discusiones
sobre la democracia que tienen lugar tanto en Venezuela como en otros países,
se olvida esta distinción fundamental, entre formas de Estado y formas de
gobierno, con todas sus consecuencias, y que tal olvido resulta injustificable.
Como señalaba Rousseau, una notoria debilidad del Estado democrático resi-
de en el hecho de que el pueblo, en cuanto sujeto de la soberanía y titular úl-
timo del poder público, es una entidad puramente abstracto o ideal que, al no
estar permanentemente organizado, no puede hacerse presente ni manifestar
su voluntad frente al gobierno, sino muy ocasionalmente (en las pocas ocasio-
nes en que se le somete a consulta una Constitución) o de manera intermitente
(en las elecciones periódicas). En teoría el pueblo es la fuente última de toda
autoridad, pero esto no pasa de ser frecuentemente sino una ficción jurídica.
El poder del pueblo es en gran parte puramente nominal, pues en la práctica
no va más allá de aprobar la Constitución y de elegir a los gobernantes, en
tanto que el poder real y efectivo está en manos de estos últimos (y aquí hay
que recordar el sarcasmo de Rousseau: “el pueblo inglés cree ser libre, pero se
equivoca; sólo lo es durante la elección de los miembros del parlamento; una
vez elegidos se convierte en esclavo, no es nada”, Lib. III. Cap. XV). Resulta
así que, a menos que el Estado democrático este acompañado de formas de
gobierno también democráticas, que permitan al pueblo controlar efectiva-
mente a los gobernantes y, en el extremo, desplazarlos del poder cuando su
conducta no es satisfactoria, el poder último que se atribuye al pueblo no pasa
de ser una ilusión. Esto explica el que la mera idea de un Estado democrá-
tico sin un gobierno también democrático resulta insatisfactoria y explica,
también, que no pocas veces los enemigos de la democracia están dispuestos
a proclamar la soberanía nominal del pueblo siempre que ellos conserven el
control del gobierno.

Componentes formales y de contenido de la democracia

Teniendo en cuenta la distinción entre forma de Estado y forma de gobierno


que acabamos de desarrollar, pienso que para concebir una verdadera demo-
cracia en la actualidad es necesario dar una respuesta adecuada a tres pregun-
tas: ¿quién ejerce el poder público?, ¿cómo se ejerce dicho poder? y ¿para

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JUAN CARLOS REY

quién o en beneficio de quién se va a ejercer?.


En la medida que estamos hablando de un Estado democrático, y por
tanto que el titular de la soberanía es el pueblo, la primera pregunta, relativa
a ¿quién?, se refiera a la manera en que son seleccionados los gobernantes.
La condición mínima para la existencia de la democracia es que ellos sean
escogidos por el conjunto del pueblo mediante elecciones, libres, sinceras y
realmente competitivas. La segunda pregunta, relativa al ¿cómo?, se refiere
al modo como se ejerce el poder público. Desde este punto de vista, la mo-
derna democracia exige que el poder no sea absoluto, sino que su ejercicio
esté limitado a través de instituciones tales como la división de poderes, el
reconocimiento de un conjunto de derechos fundamentales que el gobierno
en ningún caso puede violar, el imperio de la ley, el Estado de Derecho, etc.
Los dos tipos de criterios que hasta ahora hemos considerado —y que son los
que tradicionalmente han servido para caracterizar a la llamada democracia
representativa— suponen que la democracia es definida a través de una serie
de mecanismos, procedimientos e instituciones de naturaleza jurídica y polí-
tica que corresponden a lo que algunos llaman despectivamente “democracia
formal”. Pero los mecanismos e instituciones a los que me he referido, y que
sirven para definir la forma de gobierno, si bien son condiciones necesaria
para legitimar en la actualidad a un régimen político, no son suficientes para
ello, pues se requiere adicionalmente contestar satisfactoriamente a la tercera
pregunta: ¿para quién se gobierna?, que se refiere a quiénes son los benefi-
ciarios de las políticas y decisiones públicas. Se supone que a través de las
formas y de los procedimientos antes definidos para elegir a los gobernantes
y para controlar sus poderes, no sólo se impide que se conviertan en tiranos,
sino también aumenta considerablemente la probabilidad de que las políticas
públicas y las decisiones colectivas que estos tomen respondan, en cuanto a su
contenido, a los deseos o aspiraciones de la mayoría de los ciudadanos.
Con lo dicho me estoy separando de la opinión de quienes creen que
existe una contradicción irresoluble entre la democracia formal y la democra-
cia sustantiva o material y que están dispuestos a afirmar unilateralmente una
de estas dos dimensiones, no tomando en cuenta la otra. Parto en cambio de la
idea de que, para que exista una verdadera democracia, en nuestros tiempos,
deben cumplirse tanto con los procedimientos llamados formales (forma de
elegir los gobernantes, límites de las decisiones gubernamentales, etc.) como
con sus aspectos sustantivos o materiales relativos con el contenido de tales
decisiones. Ninguno de ambos aspectos debe ser separado del otro, y ambos
deben complementarse porque de faltar alguno de ellos el resultado será algu-

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EL IDEARIO BOLIVARIANO Y LA DEMOCRACIA EN LA VENEZUELA DEL SIGLO XXI, pp. 167-191

na forma de negación de la democracia.


El grave peligro que se suele presentar cuando se pierde el contenido
material que debe tener la democracia y se convierte en algo puramente for-
mal, es que aparece o reaparece, una y otra vez, la falsa y peligrosa ilusión de
que para realizar los valores de justicia y bienestar a los que aspira el pueblo,
se puede —y aun se debe— prescindir de las instituciones políticas y jurídicas
propias de la democracia formal, que en cuanto actúan como límites de los
poderes del gobierno son imprescindibles para preservar la libertad. El peli-
gro aumentará cuanto mayores sean las exigencias y/o esperanzas del pueblo
frente el gobierno; y cuando se llega a creer que la misión de éste es instaurar
el Reino de Dios en la Tierra los poderes a los que va a aspirar el gobernante
y los sacrificios que es capaz de exigir a la población no tienen límites y el
camino al totalitarismo está despejado.
Pero un gobernante dotado de poderes absolutos sólo podría ser deseable
en el caso, en realidad imposible, de que junto a tales poderes estuviese tam-
bién dotado de una absoluta perfección en virtudes y en sabiduría. La omni-
potencia sólo es encomiable en un ser que, además de infinitamente poderoso,
es también infinitamente sabio y bondadoso, como Dios, pero los gobernantes
humanos han de tener poderes limitados. Por eso es frecuente en la historia
de la teoría política occidental, que nos encontremos con que se rechaza la
excesiva concentración de poder en el gobierno (con independencia de que su
titular sea un monarca, los nobles o el pueblo), pues ello le permitiría ejercerlo
sin frenos y significaría la instauración de alguna forma de tiranía, y que, en
cambio, se alaba la forma mixta de gobierno como la más deseable (como
hemos tenido oportunidad de ver en Bolívar) pues en ella el poder se divide
entre varios titulares que se frenan y se limitan recíprocamente, preservándo-
se la libertad y previniéndose de la tiranía.

La responsabilidad política en la democracia representativa

Pero la democracia representativa no sólo es un medio para preservar la liber-


tad sino que puede ser también, siempre que se den ciertas condiciones a las
que más adelante nos referiremos, el instrumento que a la larga resulta más
confiable y eficaz para mejorar el bienestar del pueblo, pues gracias a los me-
canismos, instituciones y procedimientos jurídicos y políticos que son propios
de esta forma de gobierno —y no mediante una dictadura o un despotismo
por más demofílico que pretenda ser— aumentan las probabilidades de que

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JUAN CARLOS REY

los ciudadanos realicen sus aspiraciones no sólo de libertad y justicia, sino


también de progreso y bienestar.
La ventaja decisiva de la democracia representativa, frente a otras for-
mas de gobierno, es que gracias a los mecanismos que sirven para definirla
(principalmente, gracias a la elección y reelección periódica de los gobernan-
tes y al sistema de controles sobre los que gobiernan) aumentan las probabili-
dades de que se haga efectiva la responsabilidad política de quienes han sido
elegidos.
Toda responsabilidad gubernamental implica un conjunto de obligacio-
nes a cargo de los gobernantes, y que, en el caso de que las violen se les
impondrá alguna sanción. Como vamos a ver, la democracia representativa
es la forma de gobierno bajo la cual se da un mayor grado de probabilidad de
que los gobernantes cumplan con sus responsabilidades frente a los goberna-
dos y, sobre todo, cumplan con sus responsabilidades políticas. La diferencia
fundamental de la democracia representativa, que constituye su principal ven-
taja sobre las otras formas de gobierno, es que a ella se debe la idea de que
existe una responsabilidad política de quienes ejercen el gobierno, concebida
como una responsabilidad autónoma, distinta de la responsabilidad moral y
de la jurídica, y que ha desarrollado los mecanismos para poderla hacer
efectiva.11 La responsabilidad política de los gobernantes debe distinguirse de
sus responsabilidades moral y penal con las cuales a menudo se superpone e
incluso frecuentemente se confunde. La diferencia esencial que existe entre
esas distintas formas de responsabilidad consiste, por una parte, en el tipo
de normas de las que derivan sus respectivas obligaciones y, por otra parte,
en la naturaleza de la sanción que se impone si son violadas. En el caso de
la responsabilidad moral ella surge por la trasgresión de normas religiosas o
morales que, además del eventual remordimiento del infractor, puede acarrear
una reprobación pública por parte de los otros creyentes, pero cuya verdadera
sanción corresponde a Dios en la otra vida. En el caso de la responsabilidad
jurídica, se trata de la violación de normas estrictamente jurídicos (penales,
civiles, administrativas, etc.), que acarrea sanciones impuestas por un tribu-
nal, que consisten en la privación de bienes tan preciados como son la propie-
dad, la libertad o incluso la vida. Pero en el caso de la responsabilidad política
las cosas son más complicadas. Durante siglos en el mundo occidental no
se concibió una responsabilidad política distinta y separada de las respon-
sabilidades moral y jurídica (en este último caso, en forma principalmente
de responsabilidad penal). Sin embargo, como resultado de una largo proce-
so histórico que coincide con el desarrollo de la democracia representativa,

182 Revista Venezolana de CIENCIA POLÍTICA


EL IDEARIO BOLIVARIANO Y LA DEMOCRACIA EN LA VENEZUELA DEL SIGLO XXI, pp. 167-191

principalmente en Inglaterra, se va gestando, aunque con dificultades en su


precisión, la idea de una responsabilidad política diferenciada de las otras dos.
Como resultado final de esta diferenciación resulta que en la actualidad los
tres tipos de responsabilidad ni se implican ni se excluyen necesariamente. No
se implican porque puede darse cualquiera de ellas sin que estén presentes las
otras (por ejemplo, cierto hecho puede acarrear responsabilidad política de los
gobernantes, aunque no implique que hayan cometido un delito ni se trate de
un acto inmoral). No se excluyen, porque un mismo acto de los gobernantes
puede comprometer simultáneamente sus responsabilidades moral, jurídica y
política y acarrear, consecuentemente, los tres tipos de sanciones.
Un primer problema de la responsabilidad política es que no resulta fácil
precisar cuáles son las obligaciones propiamente políticas de los gobernantes,
pues ellas son producto de la cultura política de un país, nunca homogénea
y siempre cambiante, por lo que son difíciles, cuando no imposibles de for-
malizar, a la manera que lo son los delitos en el Código Penal o los pecados
en la tabla de mandamientos. Ahora bien, entre las obligaciones que implica
la responsabilidad política una importantísima —quizá la más importantes
para el correcto funcionamiento de la democracia representativa, aunque no
es la única— es la obligación de los gobernantes (no sólo de los gobernantes
individuales sino, sobre todo, de los partidos de gobierno) de cumplir con las
promesas y ofertas que hicieron durante las campañas electorales. Y esta es
una de las debilidades de la democracia moderna, especialmente en América
Latina y en Venezuela, donde es frecuente reducir la idea de representación
política a una autorización que los votantes dan al elegido para gobernar, por
la cual el electorado delega todo el poder en el Presidente electo, como si le
otorgara un cheque en blanco, de modo que éste podrá gobernar y desarrollar
políticas sin necesidad de considerarse vinculado por sus promesas electora-
les y sin tener en cuenta las preferencias manifestadas por los que votaron por
él. Democracia delegativa (y no representativa) ha llamado O’Donell a esta
forma de concebir el gobierno.
El segundo problema, es el tipo de sanción aplicable a los gobernantes
que no cumplen con sus obligaciones políticas. La idea desarrollada con la
democracia representativa es que la sanción típica para tales casos ha de ser
la remoción de los gobernantes y el instrumento obvio para hacerla efectiva
debe ser la celebración de nuevas elecciones.12 La democracia representativa
no garantiza que a través de ella se vayan a seleccionar gobernantes sabios
y virtuosos, y su ventaja decisiva frente a otras formas de gobierno es que
los mecanismos que le son propios (me refiero principalmente a la elección

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JUAN CARLOS REY

y reelección periódica y frecuente de los representantes, pero también a los


controles a los que están sometidos) inducen a los representantes, no por sus
virtudes sino por su propio interés en conquistar los cargos públicos y en
conservarlos, a cumplir con sus obligaciones y, ante todo, a satisfacer sus
promesas y ofertas electorales. Resulta así, que uno de los aspectos más im-
portantes de la democracia representativa es que su buen funcionamiento no
requiere virtudes especiales o extraordinarias en los partidos y candidatos,
pues le basta que conozcan cuál es su propio interés y actúen conforme a él.
No se exige a los candidatos o a los políticos profesionales que sean personas
virtuosas y altruistas, movidos por el deseo de hacer el bien al prójimo (aun-
que, desde luego, no hay ningún inconveniente en que lo sean), pues basta con
que tengan un interés personal en ser elegidos y reelegidos, sea por vanidad,
por amor a la gloria, por las ventajas personales que el poder trae consigo, o
por cualquier otra razón, sin excluir las razones altruistas. De modo que para
resultar ganador el candidato tiene que ser capaz de lograr que la mayoría
apoye su oferta electoral, y para mantenerse en el poder necesita llevar a cabo
políticas que satisfagan las aspiraciones de esa mayoría. De manera que es el
interés del candidato o político profesional o el de su partido, y no necesaria-
mente sus virtudes personales lo que le impulsa a satisfacer los intereses de
la mayoría.
Se puede decir que existe una responsabilidad política difusa, insepa-
rable del concepto de democracia representativa, por la cual las elecciones
periódicas son las herramientas básicas para hacerla efectiva, pues un posible
juicio negativo de la opinión pública hacia quien ocupa un cargo electivo
puede traducirse en un comportamiento electoral que lleva a la no reelección
del representante cuestionado. Pero, al lado de esta responsabilidad difusa, es
posible otra responsabilidad más específica e institucional, que se da cuando
existe un órgano con poderes para reprobar la conducta que juzga inadecuada
del representante, con la consecuencia inmediata de su remoción. Es lo que
ocurre en los sistemas de gobierno llamados parlamentarios a través del voto
de censura al gobierno y la consiguiente disolución del parlamento que lle-
va a elecciones inmediatas, con lo cual el pueblo se convierte en el juez de
la conducta del representante. En los sistemas presidencialistas la situación
es más complicada, pues las elecciones sólo se celebran al cumplirse plazos
fijos precisos. Pero existen otras vías para hacer efectiva la responsabilidad
política sin tener que esperar a las próximas elecciones, como son el impea-
chment norteamericano y el referéndum revocatorio o recall. En todo caso la

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EL IDEARIO BOLIVARIANO Y LA DEMOCRACIA EN LA VENEZUELA DEL SIGLO XXI, pp. 167-191

disciplina interna de los partidos responsables, con la posibilidad de imponer


sanciones a los militantes que no cumplan con sus obligaciones, puede ser el
mecanismo que a falta de otros de carácter jurídico-constitucional sirva para
hacer efectiva la responsabilidad política de los representantes.

La responsabilidad personal del representante individual frente


a la responsabilidad institucional y colectiva de los partidos
políticos

En efecto, la responsabilidad política en la democracia representativa con-


temporánea no debe ser reducida a una responsabilidad personal e individual
de los representantes electos, sino que comprende también una responsabi-
lidad institucional y colectiva de los partidos políticos a los que pertenecen.
Esta afirmación introduce una diferencia radical tanto con la concepción de
la democracia de Rousseau (que no admitía la legitimidad de los partidos
ni el concepto de un gobierno representativo), como con los pensadores de
raigambre intelectual liberal y antidemocrática (que suelen rechazar la idea
de una responsabilidad colectiva de los partidos y sólo creen en una respon-
sabilidad personal de los representantes individuales). El desarrollo de los
modernos partidos de masas, sin descartar las responsabilidades individuales
de quienes resultan elegidos, hizo que adquiriera una importancia de primer
orden y antes desconocida la responsabilidad política de los partidos como
instituciones colectivas.
La responsabilidad colectiva, del partido, es mucho más segura y efec-
tiva que la responsabilidad personal del representante individual. En el caso
del individuo que ha sido elegido representante, para que su remoción y su
eventual no reelección pueda considerarse como una verdadera sanción tiene
que estar interesado en participar con éxito en las próximas elecciones, pero
no se afectará negativamente si no está interesado en continuar en la vida
política. Es decir, mientras se trate de una responsabilidad puramente indivi-
dual el que la sanción sea efectiva dependerá en gran parte de la voluntad y
las preferencias del propio representante, de que esté interesado en continuar
participando en la política, ganando elecciones. Por otra parte, ese tipo de
sanción no podrá funcionar en los caso en que los sistemas constitucionales
prohíban la reelección. Sin embargo, en el caso de los partidos políticos, su
continuidad como institución relativamente permanente, más allá de la vida y

Número 28 / julio-diciembre 2005 185


JUAN CARLOS REY

de las preferencias personales de sus miembros y de sus eventuales candida-


tos, así como el hecho de que, por definición, han sido creados con el fin de
conquistar y de mantenerse en el poder, proporciona unas condiciones muy
favorables para hacer posible una responsabilidad política institucional y co-
lectiva permanente, o al menos mientras tal institución exista. El partido polí-
tico, como institución de carácter permanente, creada para conquistar el poder
con el fin de realizar sus programas políticos, por encima de las preferencia
individuales de sus militantes, es el interesado en el éxito de las elecciones y
las reelecciones sucesivas, y es él, en definitiva, el que resulta sancionado en
el caso que el electorado decida castigarlo, privando a sus candidatos de los
votos, por las ofertas electorales anteriores que militantes electos del mismo
partido dejaron de cumplir. Desde esta perspectiva adquiere una gran impor-
tancia la disciplina interna del partido, incluyendo la eventual imposición de
sanciones, como medio para obligar a sus representantes electos a cumplir
con sus obligaciones y, especialmente, con sus ofertas electorales.
De acuerdo a la teoría de los partidos y gobierno responsables (desa-
rrollada, entre otros, por teóricos como Schattschneider, Ranney, etc.), que
es una de las contribuciones más importantes de la moderna Ciencia Polí-
tica a la teoría de las democracias representativas, para que estas funcionen
adecuadamente, de forma tal que aumenten las probabilidades de que sean
satisfechos los intereses y aspiraciones de la mayoría del pueblo, no basta con
contar con un adecuado diseño jurídico-institucional constitucional. Sin duda
es necesario que exista un sistema electoral que garantice el libre acceso de
nuevos partidos a la competencia electoral eliminando las más toscas barreras
de entrada en dicho sistema, así como los monopolios y duopolios partidis-
tas, pero también es importantísima la existencia de un sistema de partidos
responsables.
El que los partidos sean responsables quiere decir no sólo que el partido
que ha ganado las elecciones está autorizado a gobernar y a implantar las po-
líticas que anunció en su campaña electoral, sino también que el público tiene
el derecho de esperar que el nuevo gobierno cumpla con los término de su
mandato, honrando en la medida de lo posible su promesas y compromisos.
El gobierno tiene el derecho de gobernar y legislar de acuerdo a las políticas
que anunció previamente, pero el ciudadano tiene el derecho a esperar que
el gobierno actúe de acuerdo a las intenciones y promesas que proclamó. El
derecho a gobernar debe estar controlado por el derecho de los electores a
esperar alguna coherencia entre lo que han ofrecido antes de las elecciones y
sus actuaciones después de éstas. Si no existiera ninguna presunción a favor

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EL IDEARIO BOLIVARIANO Y LA DEMOCRACIA EN LA VENEZUELA DEL SIGLO XXI, pp. 167-191

de esta coherencia no quedaría ninguna racionalidad en el acto de votar, ni en


la misma democracia.
Pero para que exista un sistema de partidos y gobiernos responsables se
requieren principalmente dos condiciones, cada una de las cuales supone, a
su vez, varios requisitos.13 En primer lugar, los partidos han de ser capaces
de ejercer una dirección y un liderazgo sobre la opinión pública del país, para
influir sobre ella e intentar cambiarla cuando sea preciso; y que no se limiten
a seguir servilmente dicha opinión, se acuerdo a las informaciones que les
proporcionan las encuestas. Esto requiere varías condiciones: a) los partidos
deben ser capaces de analizar rigurosamente la situación del país e inspirán-
dose en sus principios doctrinarios elaborar un programa que explique qué es
lo que se proponen realizar, en caso de triunfar en las elecciones; b) han de
tratar de convencer a la ciudadanía de las bondades de tal programa y de que
el partido cuenta con la capacidad y voluntad de llevarlo a cabo; c) una vez
que resulte ganador en la contienda electoral el partido debe realizar todos
sus esfuerzos para cumplir lo más fielmente posible sus ofertas o promesas
electorales; d) al propio tiempo el partido debe contar con una organización
y disciplina interna lo suficientemente sólidas que les permita cumplir tales
promesas.
Una sólida organización y disciplina interna no debe ser confundida con
falta de democracia. Por el contrario, la segunda condición para que se de un
sistema de partidos responsables es la existencia de una clara democracia in-
terna, que comprende, al menos, lo siguiente: a) la participación de sus miem-
bros en la elaboración y aprobación de la doctrina y programa del partido; b)
el nombramiento mediante votaciones democráticas de todas sus autoridades;
y c) la designación por la base de todos los candidatos a los puestos electi-
vos.
Cuando, además de existir un sistema electoral adecuado, se dan este
conjunto de condiciones se puede afirmar que la existencia de una democra-
cia representativa es el sistema de gobierno que no sólo provee un sistema de
frenos contra la tiranía sino que proporciona, también, la mayor probabilidad
de satisfacer las aspiraciones de la mayoría de los ciudadanos, pues, dados los
supuestos que hemos examinado, las elecciones sucesivas y la alternabilidad
que de ellas pueden resultar, se convierten en el mecanismo semiautomático
que premia el cumplimiento y castiga el incumplimiento de las ofertas elec-
torales y hace efectiva, de esta manera, la responsabilidad del elegido frente
al elector. Si los partidos existentes defraudan sucesivamente al electorado y
la democracia interna de los mismo no es capaz de producir un cambio de los

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JUAN CARLOS REY

dirigentes, de los programas o de ambos, surgirán partidos nuevos que con-


quistarán el favor del ciudadanos y desplazarán a los antiguos, de tal manera
que se asegurará un equilibrio, al menos a largo plazo, en el que se satisfarán
las preferencias de la mayoría de los votantes. Y no es aventurado afirmar que
el fracaso de la democracia representativa que se produjo en Venezuela al fi-
nal del proceso que transcurrió entre 1958 y 1999, se debió fundamentalmente
a la falta de varias de las condiciones que hemos analizado.14

Conclusiones

He sostenido la idea de que los elementos llamados formales que son propios
de la democracia representativa son absolutamente necesarios si se quiere
preservar la democracia sin adjetivos, pues a falta de ellos se abre la vía de
alguna forma de despotismo. Pero, al mismo tiempo, creo que la democracia
debe también tratar de satisfacer los deseos y aspiraciones de los ciudadanos,
y que la democracia representativa es el sistema de gobierno que tiene más
probabilidades de cumplir con tal objetivo, por lo cual es injusto acusarla
de ser en todo caso meramente formal. Con esto me declaro en contra de la
orientación que se acostumbra a llamar neoliberal (y que yo prefiero llamar
neoconservadora) que considera técnicamente imposible y políticamente in-
deseable hacer de las elecciones un mecanismo para que las políticas de los
gobiernos respondan a los deseos de la mayoría. Para tal concepción neolibe-
ral o neoconservador, las elecciones y eventuales reelecciones apenas propor-
ciona un control limitado y negativo sobre el contenido de las políticas guber-
namentales, pero no sirve para decidir positivamente cuál sea el contenido de
tales políticas. Es decir, según esa idea, las elecciones sólo sirven para hacer
posible (aunque no lo garantiza) que un gobernante que durante su actuación
haya ofendido o irritado a un número suficientemente grande de electores, sea
castigado por éstos y sufra una derrota en las próximas elecciones. Según los
neoliberales (en realidad neoconservadores) este control mínimo y puramente
negativo debería bastar para justificar la democracia.
Pero, si la democracia representativa queda reducida a esto, debemos ser
muy pesimistas acerca de su futuro, no sólo en Venezuela sino en toda Amé-
rica Latina, pues así difícilmente podrá contar con el apoyo popular que es
condición básica para su mantenimiento. Desde 1958, el pueblo venezolano
no sólo ha estimado por muchos años los valores básicos de la democracia
representativa, como son la libertad y el respeto a la dignidad humana, sino

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EL IDEARIO BOLIVARIANO Y LA DEMOCRACIA EN LA VENEZUELA DEL SIGLO XXI, pp. 167-191

que al mismo tiempo vio en ella un instrumento importante para la realización


de mayor justicia, progreso y bienestar. Y su apoyo a ella se mantuvo mientras
conservó su confianza en que el funcionamiento de los mecanismos e institu-
ciones de la democracia representativa era el medio adecuado para satisfacer
esas aspiraciones.
Las posibilidades de revitalización o incluso de subsistencia de la de-
mocracia representativa en Venezuela van a depender de que logremos recon-
quistar su contenido material o, en otras palabras, de que no sea una democra-
cia puramente formal.

Notas

1 Desde joven Hugo Chávez estuvo en contacto con personas con ideología y
militancia marxista-leninista, algunas de cuyas ideas pudieron influir en su
formación. Sin embargo, cuando ya como oficial del ejército decidió partici-
par activamente en la política, tratando de conquistar el poder por la vía de la
insurrección armada, aunque mantuvo contactos con grupos de guerrilleros
y exguerrilleros de extrema izquierda como posibles aliados de su empresa,
rechazaba expresamente la ideología marxista, no sólo por su incapacidad
teórica para prever el futuro, sino por el fuerte rechazo de la misma por la
mayoría del pueblo y por sus compañeros militares. Al decidir participar en
las elecciones nacionales y después de su triunfo en las mismas, declaró re-
petidamente que no era marxistas ni comunista, sino bolivariano, pero que
tampoco era antimarxista o anticomunista, pues reconocía el aporte que podía
hacer la gente de tal ideología a la empresa revolucionaria. Sólo es en enero
de 2005 cuando Chávez cambió su proyecto político explícito al anunciar que
lo que se propondría en adelante era construir el socialismo del siglo XXI,
inspirándose expresamente en las ideas socialistas de Jesucristo (¡sic!) y de
Marx y Engels.
2 Se trata del documento conocido como Cuaderno Azul (también llamado Li-
bro Azul), cuya autoría principal se atribuye a Chávez, aunque con algunos
aportes colectivos. Véase el texto completo en: Alberto Garrido, Documentos
de la Revolución Bolivariana. Mérida: Ediciones de Autor, 2002, pp. 101-122.
El párrafo citado aparece en la página 116.
3 Palabras de Hugo Chávez a Agustín Blanco Muñoz, Venezuela del 04F-92
al 06D-98. Habla el Comandante Hugo Chávez Frías. Caracas: Universidad
Central de Venezuela, 1998, pp. 96-97.

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JUAN CARLOS REY

4 En la versión definitiva de la Constitución los artículos 15 y 16 del Proyecto


de Bolívar quedaron resumidos en la sobria fórmula siguiente: “La igualdad
consiste en que la ley sea una misma para todos los ciudadanos, sea que casti-
gue, o que premie”.
5 Palabras de Hugo Chávez a Agustín Blanco Muñoz. Ob. cit., p. 97 (Subraya-
dos míos, J.C.R.)
6 Para Bentham, la cuestión del buen gobierno no podía reducirse a definir los
principios a los que debería responder el mismo. El problema práctico más
importante era determinar qué forma de gobierno era la más adecuada para
la realización de esos principios; o, más concretamente, cuáles eran los dis-
positivos institucionales con los que aumentaba la probabilidad de que los
gobernantes fueran impulsados a promover la felicidad general. La respuesta
de Bentham fue que tal forma de gobierno era la democracia representativa
pura, es decir, un gobierno totalmente representativo (y no mixto como el de
Inglaterra), en el que el pueblo tuviera el poder de elegir y revocar a todos
los que ocupara puestos públicos. Bentham va a poner extrema atención en
los mecanismos institucionales necesarios para ello, lo cual desarrolla, sobre
todo, en su Constitutional Code. The Works of Jeremy Bentham. Volume IX,
Published under the Superintendence of his Executor, John Bowring. Edin-
burgh: William Tait 1843, passim, pero especialmente, Part I, pp. 5-8, 95-101.
(He usado la reimpresión de Elibron Clasics Replica Edition, Adamant Media
Corporation, 2003)
7 En una carta al general Daniel O’Leary, del 13 de septiembre de 1829, dice
el Libertador: Todavía tengo menos inclinación a tratar del gobierno federal,
semejante forma social es una anarquía regularizada, o más bien, es la ley que
prescribe implícitamente la obligación de disociarse y arruinar el estado con
todos sus individuos. Yo pienso que mejor sería para la América adoptar el
Corán que el gobierno de los Estados Unidos, aunque es el mejor del mundo
(Ob. cit., III, p. 315)
8 En Angostura Bolívar había dicho: La continuación de la autoridad en un mis-
mo individuo frecuentemente ha sido el término de los Gobiernos Democráti-
cos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque
nada hay tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo Ciu-
dadano en el Poder. El Pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra
a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía. Un justo celo es la
garantía de la Libertad Republicana, y nuestros Ciudadanos deben temer con
sobrada justicia que el mismo Magistrado, que los ha mandado mucho tiempo,
los mande perpetuamente (Ob. cit., III, p. 676)

190 Revista Venezolana de CIENCIA POLÍTICA


EL IDEARIO BOLIVARIANO Y LA DEMOCRACIA EN LA VENEZUELA DEL SIGLO XXI, pp. 167-191

9 Llamo demofilia al amor al pueblo, muchas veces meramente proclamado,


que no va acompañado por los procedimientos e instituciones de la democra-
cia.
10 He tratado más en extenso esta cuestión en: J. C. Rey, “Poder, libertad y
responsabilidad política en las democracias representativas”. Revista ITER.
UCAB. Nº. 30-31, Enero-Agosto 2003, especialmente pp. 48-51
11 Para un desarrollo más extenso de la idea de responsabilidad política y sus
diferencias con la responsabilidad moral y jurídica, véase mi artículo, “Po-
der, libertad y libertad política en las democracias representativa”, loc. cit.
pp. 63-76.
12 Estamos suponiendo que se trata de una sanción para un caso de responsabili-
dad política pura; es decir, para el representante que ha violado exclusivamen-
te sus obligaciones políticas. Pero si con un mismo acto el representante hu-
biera violado además otro tipo de obligaciones (por ejemplo las de naturaleza
jurídica penal), en evidente que la sanción puramente política de su remoción
no bastaría, sino que sería necesario una sanción penal, sin excluir la de índole
moral.
13 He desarrollado las ideas que siguen en El futuro de la democracia en Vene-
zuela (2ª ed. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1998), pp. 332-347,
y en “Poder, libertad y responsabilidad política en la democracia representati-
va”. Loc. cit., pp. 84-89.
14 Véanse mis ensayos “El papel de los partidos en la creación y consolidación
de a democracia en Venezuela”. En: G. Murilllo Castaño y M. M. Villaveces
de Ordóñez (eds.), Conferencia Interamericana de Sistemas Electorales. Ca-
racas -15/19 de mayo 1990. San José de Costa Rica: Fundación Internacional
de Sistemas Electorales (IFES), pp. 103-111; y “La democracia venezolana y
la crisis del sistema populista de conciliación”. Revista de Estudios Políticos
(Madrid), Nº 74, (Nueva Época) 1991, especialmente pp. 556-562

Número 28 / julio-diciembre 2005 191

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