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mano de hierro

Se me lanzó al cuello, mi madre. Era una medusa, un aguaviva, un flagelo de mar, un organismo de
cuerpo gelatinoso y tentáculos que causan urticaria. No había cómo despegarla. Su cuerpo se
contraía como si sollozara y despedía un concentrado cien por ciento letal. Intoxicada por el
veneno materno tendría que haber sufrido un vahído, caer desmayada, yo. Pero nada de
desmayos ni desvanecimientos. Nada de éter ni de bofetones histéricos. Apenas algo de tinta para
darle contraste a una escena opaca, la de mi madre esperándome empinada sobre sus zapatos en
la entrada, dando golpecitos de tacón sobre las piedras. Se había levantado al alba, había
trabajado erráticamente las primerísimas horas de la mañana para poder abandonar, más tarde, a
los últimos pacientes graves con una tropa de internos aspirantes a pediatra. Y cargando olor de
hospital, olor de niños vomitándole encima el pus de los pulmones, mi madre había regresado a
casa. Cruzando semáforos en rojo. Saltándose pasos de cebra y lomos de toro sin bajar la
velocidad. Y ahora estaba afuera, aferrada a la reja, dejándose empapar por la lluvia. Qué perfecta
habría sido la escena de nuestro reencuentro con agua cayéndonos encima. Cayendo a cántaros. A
chuzo. Clavándonos al suelo. Pero yo recordaría la percusión del agua sobre el techo del Dodge,
recordaría un aguacero tanto como el frío penetrante de ese invierno. No llovía, no lloviznaba, no
cayó ni un miserable granizo asesino. Solo nieve desaguándose sobre los picos de unas montañas
lejanas. Solo un viento pelando los árboles, despeinando las hojas y volviéndolas remolino.
Combatiendo esa corriente de aire impertinente mi madre se habría arreglado la cabeza recién
salida de las manos del peluquero, estaría empujándose la melena desde abajo para inflarla
mientras su marido, al que se empecinaba en llamar viejo desde que eran jóvenes, estacionaba
sobre la gravilla. Y quizá mi madre todavía se estirara una mecha tiesa de laca asintiendo
levemente a sus propios pensamientos. Quizá se arreglara los anteojos sobre la nariz, quizuna uña
esmaltada en la boca al verme bajar del auto como una novia de negro. Una novia de luto tomada
del brazo de mi padre. Ese es otro recuerdo inventado por donde emergen unos dedos que
enérgicamente me separan del viejo, el de mi madre que es ahora también casi una anciana. Es el
brazo, y la mano, y los músculos invencibles de mi madre que quiere conducirme sin cojeras ni
resbalones hacia la puerta, quiere salvarme de escalones traidores, hacerme traspasar umbrales
que no llevan a ninguna parte, protegerme del machucón de los muebles. De las zancadillas
puestas en las esquinas. De la antena de la televisión que podría clavarse en mis ojos. El fuego de
la cocina, el hervor de las ollas, el fragor de la tetera. Mi madre me tironea porque la casa entera
está armada contra mí. Me aprieta con puño de hierro, metiendo sus uñas por los huecos de la
chomba hasta enterrarlas en mi carne. Rasguños. Cortes profundos. Heridas que ya no cicatrizan:
estoy sangrando a chorros. Pido ayuda pero a quién. Mi hermano mayor está reunido con unos
clientes mexicanos o tal vez colombianos y no puede ponerse al teléfono; manda recado con una
secretaria que debe ser una muchacha sublime de tacos altos y blusa escotada pero que
igualmente podría ser una vieja estirada que modula como joven, y esa, o la otra, me dicen que el
señor Joaquín llamará en cuanto se desocupe. Dígale que estoy en Santiago siendo devorada por
una delicada flor carnívora. Pero la mujer me cuelga antes de que yo termine. Solo oigo en el
auricular el irritante sonido continuo de una máquina que registra, monótona, mi paro cardíaco
mientras ocurre. Mejor así, pienso, mi hermano mayor tiene sus propios líos, su propio humor,
crujiente, demasiado negro como para atender seriamente mi llamada de auxilio. Acudo entonces
a mi hermano menor, otra lumbrera desapegada que en dos palabras tajantes me advierte que
viene en camino, que ya viene llegando, que ya llegó. Toca la bocina antes de entrar y sentarse a
almorzar. Me cae un beso gomoso en la mejilla. Hey sis, dice, como si nada, cortando la palabra
importamos de New Jersey. ¿Qué tal el vuelo, sis, pudiste dormir? Se sienta en la mesa, se mete
un pedazo de marraqueta en la boca y todavía masticando masculla un mamá, podrías aflojar un
poco, ¿no? La Luci no puede comer atrapada por un grillete.

Puedo pensar los enormes ojos negros de mi hermano, su voz profunda y sus ojos de carbón. Mi
madre, que hace meses se olvidó de sonreír, suelta una carcajada lunática y me deja libre. Mi
padre, sin enterarse de lo que está sucediendo o haciéndose también el loco, deja caer su gran
mano sobre la mía y me esposa con sus dedos. Y mi hermano, mascando algo que a juzgar por el
chasquido debe ser un trozo de zanahoria o de apio, dice, pausadamente, pero no estás
totalmente ciega, ¿o sí? Oigo suspiros alrededor del mantel y la música estridente de un tenedor
cayendo sobre la loza, y la entrada discreta de Olga con una fuente, y su inmediato mutis por el
foro sin atreverse a interrumpir para saludarme. Y sin darse cuenta de que está por armarse una
trifulca, mi hermano Félix agrega, con toda calma, sus nervios amputados son herencia de mi
padre, otra pregunta impreguntable. Dónde voy a operarme, finalmente.

¿Cómo que dónde?, le digo, subiendo el tono pero conteniéndome. Nunca ha habido ninguna
duda de dónde. Ya hablaremos de eso, en otro momento, intercede mi madre, dándome, por
debajo de la mesa, un puntapié que estaba destinado a alguno de los otros comensales. No hay
nada que discutir, empiezo a decirles, alejando de mí el plato de aceitosos tallarines que de todas
formas no lograba llevarme a la boca, tumbando, de paso, una copa de vino tinto. No voy a ir a ver
a ese oculista, les digo, sintiendo un revoloteo de servilletas cayendo sobre la mesa. ¿No se
acuerdan de cómo fue esa visita? Hay manos que secan el vino, Olga reaparece levantando mi
plato y limpiando por debajo. Y yo logro sujetarla y le pido que se siente, porque ella es parte de
nuestra vida aunque mis padres se resistan a aceptarlo, porque la necesito de aliada, porque
aunque esté en contra le corresponde estar en esta conversación y no poniendo su oído sordo
detrás de dos, traduciéndola al inglés. Una vieja costumbre que importamos de New Jersey. ¿Qué
tal el v

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