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distracción.

Se monta en su viejo Dodge como tripulante de una nave espacial y pierde conciencia
del exterior, y en ese trance mantiene largas conversaciones consigo mismo, o da lecciones de
medicina interna, o dicta conferencias, y discute, argumenta, gesticula, hasta que se encuentra en
el estacionamiento del hospital donde todavía trabaja. Ha llegado puntual mente sin saber cómo,
qué avenidas tomó, en qué semáforos se detuvo. Podría haber arrollado a un gato y no saberlo.
Pero se baja del auto y entonces comienza su verdadera función, la de médico infalible en asuntos
del corazón. De corazones orgánicamente en vilo. Corazones necesitados de marcapasos.
Carótidas tapadas. Arterias obstruidas. Y porque mi padre se dedica en exclusiva a catástrofes
cardíacas no amorosas, no sabe nada de retinas descompuestas. Sé que me pedirá por rutina los
exámenes, y yo, todavía sentada en mi silla rodante, me preparo a que lo haga solo para decirle
que no los traje. No traje nada, papá, le digo. ¿Ninguno?, contesta él y yo le contesto que no, que
ni las angiografías ni la tomografía óptica ni los fondos de ojo. Dejé allá cientos de imágenes
brutales. Dejé la perimetría porque era deprimente. No pedí copia de ningún informe. No te iba a
servir de nada tenerlos, le digo cerrando la conversación. Mi padre se queda posiblemente
pensativo y luego murmura un así veo, Luci, hija, que es casi un refunfuño. Nunca he querido que
seas mi médico, con que seas mi padre es más que suficiente. El silencio está tan cargado que
parece crujir, mi padre lo despeja diciendo. No era para verlos yo porque yo no entendería,
confirma con tono compungido. Porque los ojos de ahora ya no son los de antes. Se queda otra
vez en silencio y le pega un vistazo, estoy convencida, a la cinta quieta y todavía despoblada de
maletas. Luego me dice, aunque más bien se dice a sí mismo porque su murmullo es casi
inaudible: hace medio siglo eran otros los ojos. Los mirábamos a ojo pelado y era tan poco lo que
veíamos. La medicina que yo estudié quedó añeja, explica, y es cierto. Todo eso quedó a la vera de
un camino pedregoso donde carteles torpiyamas viejos

(Ese es el padre que te iba a presentar cuando llegaras, Ignacio. Un hombre coronado por una
cabellera entrecana y crespa que había sido frondosa pero ya empezaba a ralear; la brisa le
levantaba el pelo y lo despeinaba haciéndolo parecer un físico despistado o triste, alto pero
encorvado por el peso de sucesivas muertes que la vida le había obligado a atender. Mi padre iba
ahora rumiando, iba arrastrando mi maleta y dando sus habituales largos e inalcanzables trancos
sin percatarse de que yo cojeaba asida a su brazo. Yo había envejecido sin previo aviso, me había
llenado de achaques, la neurótica rigidez de la cadera había empeorado durante el vuelo. Cada
movimiento detonaba un chispazo tenso en la ingle. No puedo ir tan rápido, papá, espera un poco,
le dije. Ya casi, contestó un poco ido, sin fijarse en mi dificultad, sumergido, como estaba, en sacar
la cuenta de la distancia: no son más de ciento veinticuatro metros y algunos centímetros hasta la
entrada del aeropuerto, luego quince hasta la máquina del parking, anunciaba con precisión
militarista mientras yo continuaba avanzando las piernas como un pingüino por las frías baldosas
del invierno. Me descolgué de su brazo y le dije que se adelantara. Yo no puedo. Mi padre aminoró
el tranco y aprovechó mi exagerada lentitud para volver sobre el asunto médico. Hija, me dijo
suavemente, renunciando por una vez a su instinto autoritario, ¿no sería mejor que te operaras en
Chile? Me mordí los labios, Ignacio, me los mordí para no decirle que no había venido a pedir más
opiniones médicas, ya había peregrinado por suficientes consultas y ninguna había proporcionado
más que angustias. Venía a decirles que los necesitaba y que nunca más quería necesitarlos. Papá,
murmuré, hemos tenido esta conversación demasiadas veces. Estaba exhausta y sabía que mi
padre estaba aprovechándose de mi agotamiento. Decidí abandonarme por un rato a la pausada,
entrecortada pero precisa disquisición científica de mi padre, su temiblemente convincente
perorata. Mi padre era la única persona capaz de hacerme flaquear pero yo había aprendido a
blindarme. Buscando eludir sus raaprendido a blindarme. Buscando eludir sus razones mi cabeza
migró hacia los aspectos menos razonables de mi padre, sus aspectos más discutibles y
nostálgicos, los más incoherentes, los más inexplicables en un médico de su prosapia. Mi padre
metido en unos piyamas sueltos y gastados, ya traslúcidos, con los que lo verías pasearse como un
nudista por la casa. Mi padre enamorado de esos piyamas traídos de New Jersey hace más de
treinta años que se niega a botar pese a los ruegos de mi madre que le ofrece piyamas mejores,
más suaves y sobre todo más apropiados, más decentes dice mi madre, que ofrece incluso, en vez
de tirarlos, rebanarlos, reciclarlos en el trapero donde las células ya muy muertas de mi padre se
peguen a la mugre y tengan alguna utilidad. Pensé en mi padre a medias desnudo y a medias
vestido, mi padre exhibicionista, mi padre, sí, buscando argumentos para rebatir sus acusaciones
de ser, yo, una hija poco razonable, poco considerada, tozuda como mi madre. Este era el caso de
su propia tozudez y desconsideración hacia la vergüenza y el pudor de los otros. Los vecinos que
espiaban por la reja. Olga que ya había perdido la curiosidad. Tú mismo, cuando vinieras, evitarías
mirarlo. Pero hija, respondió mi padre con la voz trepada en la sorpresa, ¿qué tienen que ver mis
piyamas con todo esto? No es lo mismo aferrarse a un piyama que a un médico, añadió
seguramente sonrojado. Precisamente papá, un médico es mucho más decisivo que un pedacito
de tela. Yo solo confío en ese médico, tú deberías comprenderlo. Y con eso se terminó la
discusión. Seguimos caminando lentamente, callados los dos, rumiando cada uno lo suyo, y de
pronto sentí o supe, Ignacio, que llevábamos mucho tiempo dando vueltas en busca de su viejo
Dodge. Papá, le dije, entregándome un rato a ser su hija, ¿queda mucho? Ya casi estamos,
contestó sin duda mintiéndose. Mi padre no se había tomado la molestia de buscar el auto, se
había olvidado del porqué estábamos ahí. Andábamos perdidos entre miles de autos pero el aire
nos empujó suavemente. Saltaron los seguros. Se puso en marcha el motor. La cordillera,
pregunté, ¿está nevada hoy? Nevada no, nevando, corrigió secamen

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