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la garra

Contar también a la mañana siguiente. Contar en vez de tirar piedritas que orientaran mi retorno o
migas de pan que se hubieran comido los pájaros si en lugar de un avión estuviera atravesando el
bosque encantado. Así me desplacé por el pasillo, enumerando los asientos en busca del baño.
Veinticuatro. Todo bajo control, me dije, haciendo equilibrio en la taza del baño químico. A mi
regreso comenzaron las turbulencias y mi mano se volvió una garra que buscaba torpemente en el
vacío asirse en un respaldo pero aterrizó, en vez, sobre algo tibio, blando, carnoso. Mis dedos de
buitre con sus uñas mal cortadas habían ido a parar sobre un hombro. O un pecho. O sería una
oreja. Un cuerpo dormido que yo estaba sacudiendo del sueño. Disculpe, farfullé, sin saber muy
bien hacia dónde, disculpe, intentando en vano o más bien fingiendo que intentaba retirar la garra
de la boca que se abrió de golpe para emitir una queja. ¿Qué hace esta imbécil?, oía que decía
despertando a los demás. Tratando de no caerme deslicé la mano hacia arriba y alcancé una frente
de pliegues rugosos e impacientes y ahí se quedó agarrotada la mano, en medio de horribles
turbulencias. Comprendiendo el precario equilibrio en el que me encontraba, con el torso
totalmente inclinado hacia adelante, la mujer tomó firmemente mi mano, la desprendió dedo por
dedo de su rostro, la forzó hacia el lugar que me correspondía. Este es su asiento, rezongó
lentamente, como si yo no entendiera nada, como si fuera una retrasada o para ella peor, una
gringa. Dé un paso más atrás, insistió y quizá hablándole a su acompañante murmuró, si se quitara
esos anteojos a lo mejor vería algo. En ese acento que era sin duda chileno se albergaban el
poema glacial de las cumbres cordilleranas y sus nieves eternas en pleno deshielo, el rumor oscuro
del sur salpicado de gigantescas nalcas espontáneas, el lamento de las animitas a la vera de los
caminos, y el olor a cantera, a las ríspidas sales del desierto, la azufrada concha de cobre a cielo
abierto. Todo el país resucitaba en el toesa viajera que de golpe, al levantarme yo los lentes, había
comprendido. ¿Ciega? No hacía falta explicarle que yo no estaba del todo ciega, que distinguía los
contrastes. Sabía que la azafata había abierto una ventanilla que me cercaba con su rectángulo de
luz y que alguien la había vuelto a cerrar, que los haces de una película resplandecían
intermitentes. Yo era una ciega capaz de detectar resplandores y a distancia también la compasión
ajena que seguía al asombro. ¿Ciega? La compasión me hacía crepitar de odio. ¡Ciega! Volvió a
decir. Siéntese, insistió la mujer, pero yo no podía moverme. Me había paralizado esa piedad suya.
Me había clavado ahí mientras mi memoria viajaba velozmente al pasado. La mujer habrá pensado
que no le entendía, y como si yo fuera un perro amaestrado en inglés británico ella alzó la voz y
dijo, sit, señorita, que se va a caer, ¡sit! Shit, pensé, pero en lugar de insultarla mascullé un breve sí
y otro sí, ya le oí, señora, e incluso le entendí. Hablo su mismo castellano. Me di la vuelta y me
senté con diligencia, conectándome al walkman para escuchar cualquier libro, y ciñéndome y
apretándome hasta la asfixia el cinturón. pistas. Se había demorado en reconocerme con esos
anteojos negros. Parecen sacados de la Dina, dijo, para luego corregirse. ¿Vas de incógnita? De
ciega sifilítica, más bien, me dije rogando que se largara; y como adivinando la impaciencia que me
crecía dentro como una hierba mala volvió a corregirse, pero te quedan regio, ¿son neoyorquinos?
De China, murmuré para mí, made in China o Taiwán o en algún lugar de la India. Importados
directamente de la calle. (Tú me los regalaste, Ignacio, ahora llevas unos iguales). Nos quedamos
en silencio. El empleado volvió a poner la silla en marcha pero el interrogador se rehusaba a dar
por terminada la escena de nuestro fallido reencuentro. Siguió, rellenando las pausas, diciendo en
voz alta que Nueva York era una ciudad fan-tás-ti-ca, que las cosas que sucedían ahí eran in-cre-í-
bles, des-ca-be-lla-das, ¿cómo podía convivir en una misma isla gente tan desmesuradamente rica
con andrajosos que ya ni se veían en Chile? Se había subido al metro con una tropa de
desarrapados que seguro se habían colado solo para comprender, más tarde, que dormían en los
vagones o en los andenes o entre ratas tan obesas que parecían guarenes. Yo lo escuchaba
preguntándome si no habría oído hablar del capitalismo brutal, de la quiebra del estado y del
sucesivo cierre de los albergues. No decía nada, yo, porque él ya estaba hablando del motivo de su
viaje. El once de septiembre. El primer aniversario. Un reportaje especial. Si hubiera sabido que tú
estabas ahí, dijo, ¿porque estabas, no?, porque nadie quería hablarle, nadie, hasta que tirando del
hilo encontró. Ni te imaginas, dijo, entrecortándose. Y luego puso entre nosotros la palabra éxito.
Compuse un reportero hinchado, ahogándose de emoción mientras decía. Descubrí gente contada
de menos, inmigrantes ilegales, ¡algunos chilenos! De-sa-pa-re-ci-dos, dijo, y yo pensé esa palabra
gastada deseando por un momento también desaparecer. Bajábamos por una escalera mecánica y
él quedaba detrás de mí, diciendo, nadie lo ha revelado todavía y lo voy a revelar yo, mi equipo y
yo, aunque la firma será mía. El nombre. ¿Quién sería él?, pensé aunque tampoco me importaba,
pero mi hemis

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