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29 de noviembre de 2013
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8/3/2018 Literatura en las aulas: entre el placer y el trabajo - LA NACION
Para ser claros: entre 2012 y 2013, la venta de novela juvenil, por ejemplo, con el fantasy
a la cabeza, creció un 48 por ciento según las cifras que manejan en Random House
Mondadori, de acuerdo con su editora de Infantiles, Mariana Vera. Ocho millones y
medio de libros. Ésa fue la cantidad de obras de literatura infantil y juvenil que se
vendió en todo 2012, es decir, un 18 por ciento sobre los 47 millones de ejemplares que
alcanzaron las ventas totales todo tipo de libro de la industria editorial. Y lo que es
central, la venta privada (es decir, la demanda de padres y chicos con ganas de leer más
allá de lo que la escuela pide) representó el 70 por ciento del segmento, con 7,4 millones
de libros vendidos. Poco más de la mitad fue literatura infantil y un 21 por ciento,
juvenil. Las cifras las aporta la consultora Promage, especializada en mercado editorial
en toda América Latina, que releva con rigor casi desconocido en la industria editorial
los movimientos del mercado en cada uno de sus sectores.
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El mercado de libros literarios para chicos y adolescentes está feliz, no hay duda. Y
algunos de los especialistas de mayor trayectoria en didáctica de la literatura son
optimistas: "La idea de una literatura estancada en libros que nadie lee era de los años
ochenta. Ahora ingresan todo tipo de textos. Hay una gran diversidad de autores en
todos los géneros", afirma el especialista en didáctica de la literatura Gustavo Bombini.
Pero el panorama también ofrece evidencia menos alentadora. A la hora de demostrar
sus "competencias lectoras", los chicos fracasan: Argentina quedó en el puesto 57 entre
65 estados, con un puntaje de 398 en las pruebas PISA de 2010, que miden el área de
lectura. Lejos del primero en el ranking, Shangai, que alcanzó 556 puntos en
comprensión lectora. También a años luz de Finlandia, que obtuvo 536 puntos. Es más:
en Argentina, más del 80 por ciento de los chicos de 15 años evaluados se ubican en los
niveles 0, 1, 2 y 3 en cuanto a competencia lectora, los cuatro niveles más bajos. Apenas
un 16 por ciento alcanza los niveles 4 y 5, los más altos. Las cifras de mercado ponen
blanco sobre negro: los chicos argentinos niños y adolescentes sí leen pero no
necesariamente lo que se lee en la escuela. Y las pruebas PISA nos enrostran otra
evidencia: la escuela argentina, parece, no está construyendo lectores.
Sin embargo, aun cuando los resultados de las evaluaciones estandarizadas sean
maravillosos, no está garantizado que la literatura deje de afrontar desafíos en la
escuela. Ahí está el caso de Finlandia. La abanderada del mundo. O la escolta derecha. O
la izquierda. Pero nunca menos, según el año de PISA que se tenga en cuenta. Lo cierto
es que Finlandia saca notas increíbles en comprensión lectora. Sin embargo, el sistema
escolar finlandés tiene el mismo problema que el argentino: cuando se lee literatura en
el aula, los textos potentes del canon nacional se achican. Encogen. Se oxidan.
Envejecen. Desalientan. Aburren, bah. "Todos los chicos finlandeses lo odian porque
están obligados a leerlo en la escuela." El comentario lo hacía una mujer de nombre
Laura en World literature tour: Finland, una serie ideada por el diario británico The
Guardian en 2006 para registrar la literatura más recomendable del globo, por país, de
acuerdo con lectores comunes y corrientes. Laura se refería al libro The Seven Brothers,
del autor finlandés Aleksis Kivi, un clásico de la literatura finlandesa del siglo XIX. "No
te va a decepcionar", juraba Laura y aseguraba que de grande podías llegar a valorarlo.
Es el mismo libro que cita y comenta Pasi Sahlberg, uno de los especialistas en
educación más respetados en la actualidad, referente clave en la mejora educativa de
Finlandia, en su libro El cambio educativo en Finlandia. ¿Qué puede aprender el
mundo? Y sin embargo, en la escuela, los pequeños y púberes rubios finlandeses lo
odian.
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El tema que sacude ahora las aguas educativas norteamericanas es qué lugar tiene la
literatura de ficción dentro de la nueva tecnología curricular y de evaluación con la que
Obama, cree, perfeccionará la escuela estadounidense. Se trata de los "Common Core
State Standards", un set de contenidos básicos a partir de los cuales serán evaluados,
una vez más con pruebas estandarizadas, los alumnos de grado 12. Ya lo adoptaron
cuarenta y seis estados y los pondrán en acción en 2014. ¿Dónde está la polémica? Sobre
todo en el lugar, o el no-lugar, que se le otorga en la nueva propuesta a la literatura de
ficción, en competencia con la de no ficción. La cuestión es la cantidad "saludable" o
"letal" de no ficción según las opiniones en pugna. "Memos, manuales técnicos y
menúes". Eso, temen los docentes amantes de Shakespeare, que se terminará
enseñando. En cuarto grado, por ejemplo, los alumnos de escuela pública en Estados
Unidos dedicarán la mitad de sus clases de lengua y literatura a leer no ficción:
documentos históricos, tratados científicos y recetas o guías de trabajo. En grado 12, el
70 por ciento de las lecturas serán de no ficción.
El hombre clave detrás de los Common Score Standars es David Coleman, el presidente
del College Board, el órgano responsable de las evaluaciones y el apoyo a la mejora
escolar en Estados Unidos. Su argumento apesta: que la enseñanza de la lengua y la
literatura se basa demasiado en la expresión personal y que ha dejado a un lado el
mundo del trabajo. "Es raro que en un ambiente laboral alguien diga: Johnson,
necesito un análisis de mercado para el viernes pero antes, necesito un relato de tu
infancia realmente atractivo ", argumentó Coleman. La opinión pública saltó a su
yugular. Obvio. La visión pragmática y utilitarista de Coleman para organizar lo que se
debe leer en la escuela chocó con la tradición escolar que confía en la literatura de
ficción como formadora del alma.
¿A qué queda reducida la literatura entre las cuatro paredes del aula, en esa
manipulación diaria frente al pizarrón que, sabemos, funciona como un laboratorio de
química: todo lo que traspasa el umbral hacia la clase se convierte en otra cosa? Ése es el
punto. Y es un asunto inevitable: porque uno de los contenidos centrales o saberes, tal
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La certeza no es sólo de los pedagogos. Aun entre quienes se dedican a dudar, los
filósofos, la seguridad sobre las bondades de la literatura es casi religiosa. Currie cita
Love s Knowledge, un texto influyente de la filósofa estadounidense Martha
Nussbaum, quien sostiene que "la forma narrativa le confiere a la ficción el poder para
generar una visión moral". Pero Currie sí duda. Nada indica, hasta el momento, que la
creencia optimista acerca de la literatura sea cierta. Ni tampoco lo contrario. El desafío
reside en la dificultad para diseñar un test psicológico preciso que pueda medir
efectivamente los cambios positivos producidos en el lector luego de terminar, por
ejemplo, Guerra y Paz de Tolstoi. A pesar de eso, los sistemas escolares del mundo están
ciegos y sordos a los desafíos de estos dilemas. Confían en los efectos de la literatura en
la escuela y luchan por controlarlos, programarlos, diseñarlos. Garantizarlos.
El problema es el "canon"
Silvina Marsimian es profesora de literatura en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Da
clases allí desde que tenía 24 años. Hoy tiene 53. Durante diez años, hasta 2006, fue la
jefa de Departamento de Lengua y Literatura. Hoy es profesora de literatura en el
último año. Sabe de lo que habla. "Hay una tendencia al canon clásico comenta sobre
las eleccioness docentes . Poe, Bioy Casares, clásicos de la literatura hispanoamericana.
Cortázar no funciona porque les es lingüísticamente ajeno a los chicos. Denevi tampoco:
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por las largas parrafadas, los chicos no logran mantener la extensión, mucha
descripción. Necesitan sujeto-verbo. El no pasa nada los aburre. Se cansan."
En el canon escolar sólo entran los libros "prescriptos", como los llaman las editoriales
especializadas en el segmento infantojuvenil. Los libros que especialistas en el
ministerio y maestros y profesores eligen en función de tradiciones ya instaladas y
prestigiosas y seguras o renovaciones pretendidas. O simplemente por gustos
personales. Cada época, tiene su canon escolar. "¿Sabe usted qué lee su hijo?". El titular
ya es leyenda: revista Gente, diciembre del 1976. La carta abierta dirigida a los padres
argentinos y firmada por "Un amigo", publicada en la revista de la Editorial Atlántida,
que se indignaba por el canon escolar inaugurado con el peronismo de izquierda. Cien
años de soledad, de García Márquez, que "rezuma sexo, hedonismo, infidelidades y
descripciones" o autores como Cardenal, Pablo Neruda, Jorge Amado: en todos, el
"amigo" veía textos y autores inquietantes para el canon escolar de la dictadura, que
temía el peligro de "infiltración" ideológica.
Fue entonces, durante la dictadura militar, la última vez que el Estado determinó
taxativamente las lecturas obligatorias en la escuela argentina. Si hay libros obligados,
hay libros prohibidos. Fuera del canon quedó, por ejemplo, Un elefante ocupa mucho
espacio, de Elsa Bornemann, porque "resulta preparatorio para la tarea de captación
ideológica del accionar subversivo", decía el decreto correspondiente. También fue
prohibido La torre de cubos, de Laura Devetach. Para organizar el canon no estaban los
maestros. Al contrario, qué leer y cómo eran decisiones tomadas desde el Ministerio del
Interior: la literatura en la escuela era un asunto de seguridad nacional. Así lo
transmitió el Ministerio de Educación en octubre de 1978 a través de un panfleto
titulado "Subversión en el ámbito educativo. Conozcamos a nuestro enemigo". Los
núcleos de aprendizaje prioritarios del Proceso. Algo así. Si tantos autores están
prohibidos, entonces ¿qué? Cervantes, recomendaba el "amigo" de los padres en la
dictadura. La tradición hispánica no sólo enamoró a la dictadura. Quevedo, Góngora,
Garcilaso de la Vega se instalaron en los secundarios durante décadas. Machado y Juan
Ramón Jiménez entraron y salieron intermitentemente. Un "curriculum humanista"
según la investigadora Inés Dussel. Además, el canon latinoamericano y el nacional, con
Martín Fierro y Recuerdos de provincia, por ejemplo, para la construcción de identidad
nacional.
Muchos de los mismos autores echados del canon castrense ingresaron luego en la
escuela cuando la democracia incipiente abrió las compuertas hacia nuevas lecturas,
sobre todo en primaria. Además de Bornemann y Devetach, desde los años ochenta, los
nombres de Ema Wolf, Ana María Shua, Graciela Montes, María Teresa Andruetto y
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Que el Estado lo compre no quiere decir que el maestro o el profesor lo use en el aula. Ni
que el alumno lo lea. El caso de Peter Capusotto, de Editorial Sudamericana, dejó en
claro que la recomendación oficial chocaba con las expectativas docentes al menos en
Mendoza: el libro fue tachado de pornográfico y no logró entrar en la escuela. El
fenómeno tiene su historia: desde la irrupción democrática en 1983, los docentes
lograron libertad para elegir el modo concreto en que desarrollan sus clases. Es decir,
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son ellos los que deciden qué leer, siempre que se adapte a contenidos básicos
establecidos desde el Ministerio de Educación.
No siempre maestros y profesores fueron tan libres. Desde bien avanzada la segunda
mitad del siglo XIX, una comisión integrada por docentes dentro del Consejo Federal de
Educación tenía como tarea decidir el plan de títulos para el secundario. Así fueron las
cosas hasta 1941. "Desde ese momento, los maestros quedaron excluidos y se incorporó
personal político. Con el avance del nazismo y el comunismo se empezó a pensar que la
literatura escolar no era un asunto meramente pedagógico sino también ideológico. Esa
lógica, con cambios de nombres en las comisiones, se sostuvo hasta la última dictadura",
reconstruye Narodowski. Las palabras clave son "sugerir", "aconsejar", "orientar": eso es
lo único que hace hoy el Estado en relación con las lecturas literarias pero también en
relación con los manuales de texto. Le pregunto a Narodowski qué pasaría si la libertad
actual de cátedra que tienen los maestros y profesores para decidir qué leen nuestros
hijos en la escuela se llevara a sus máximas posibilidades. ¿Podría suceder que un
alumno terminara el secundario sin haber leído nunca, por ejemplo, el Martín Fierro o
Borges? "Podría me dice pero aunque hay libertad, también hay consensos. Es difícil
que eso pase." Pero podría pasar, insisto. "Sí", me dice.
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Del otro lado, la literatura al servicio de las bellas almas. Entre esos dos extremos, se
escurre irremediablemente el placer por la lectura. Las ganas de leer. Los chicos lo
saben: detrás de un libro, llegan las actividades. El garrón. El Día del Maestro confirma
la percepción. Lo sabemos las madres: el consenso materno-docente le huye al libro. El
acuerdo está en otro lado: en cualquier cartera de cuero dudoso o falda de corte
cuestionable pero de marca shopping y juvenil. Los gustos de consumo de la comunidad
escolar tiene su correlato en el hogar: cada vez se ven menos libros. Y no es porque los e-
readers hayan reemplazado las bibliotecas.
La biografía literaria de escritores buenos y muy leídos confirma el poder del hogar y la
baja intensidad del efecto escolar a la hora de convertir chicos en lectores. Shua se
encontró con la lectura por medio de la colección Robin Hood, que no leía en la escuela.
Ricardo Mariño, por medio de novelas policiales y del oeste que compraba en los
kioscos. Por supuesto, hay excepciones: un chico de 10 años, gran lector de ciencia
ficción, que considera a su maestro "un amigo" y lo sube a Facebook como tal. "Nacho
el maestro es mi amigo. Cómo no va a ser mi amigo si me enseñó todo lo que sé de
ciencia ficción." La anécdota es de la doctora en Educación y directora del área en la
Universidad Di Tella, Claudia Romero, y el chico es su hijo.
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