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8/3/2018 Literatura en las aulas: entre el placer y el trabajo - LA NACION

8M: Minuto a minuto, así se conmemora el Día Internacional de la Mujer


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LA NACION | ADN CULTURA

Literatura en las aulas: entre el placer y


el trabajo
¿Cómo se enseña en la primaria y en la secundaria? ¿Qué autores se frecuentan? El
mercado del libro juvenil crece al mismo tiempo que a los alumnos les cuesta cada vez
más leer por obligación; dilemas de un desencuentro que parece insoluble
Luciana Vázquez

29 de noviembre de 2013

U n niño de diez años, de quinto grado, de escuela bilingüe con bachillerato


internacional, que en su casa, bajo influencia paterna, lee en inglés Farenheit 451, de
Ray Bradbury, o Percy Jackson and the Olympians, la saga de Rick Riordan (cinco
tomos de unas cuatrocientas páginas cada uno) me dice, cuando le pregunto qué libros
de literatura en castellano leen en la escuela: "Caídos del Mapa [de María Inés Falconi].
Me gustó porque no es escolar. Les habla a los chicos. El secreto del tanque de agua
[también de Falconi] no me gustó. Es muy formal. Muy para la escuela".

Houston, tenemos un problema. Y no es sólo argentino. ¿Qué leen los chicos en la


escuela? ¿Cómo lo leen? ¿Cómo se enseña o cómo se "usa" la literatura? ¿Qué output
produce? Los dilemas que la literatura plantea, una vez traspasado el umbral de los
ministerios, las escuelas y las aulas, siguen irresueltos. Mientras el mercado juvenil
crece sin parar gracias al fenómeno del género fantasy (esa mezcla de novela romántica
con terror, misterio, mitología, esoterismo), la literatura infantil llega a éxitos de ventas
de primer mundo de la mano de Gaturro, y a los expertos hispanohablantes en el área
les alcanza con decir "LIJ" como santo y seña para hablar de algo de cuya existencia
nadie duda eso: la "literatura infantil y juvenil" , el sistema escolar se sigue
preguntando qué hacer con la literatura en la escuela. La cuestión afecta a los sistemas
públicos pero también a la escuela privada. A la primaria pero, sobre todo, a la
secundaria.

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¿Libros vivos, insuflados de oxígeno en cada voltereta de creatividad pergeñada por el


maestro esforzado, mejorado en cada perfeccionamiento docente, o libros muertos,
aplastados, hechos papilla, disecados por las propuestas cansinas, por más onda que les
pongan, de maestros y profesores bajo los techos de la institución escolar? ¿Alumnos
aburridos con los libros del "programa", del "curriculum", o esos casi ángeles, futuros
lectores, de largo plazo, entusiastas y críticos y conscientes, moralmente elevados,
comprometidos con la ciudadanía con los que sueña o delira la política, la academia,
los maestros y profesores, los padres y sí, también "él": el mercado , que saldrán de
quinto año corriendo en tropel, ansiosos, hacia la librería para seguir construyendo sus
bibliotecas personales, reales o virtuales, dispuestos a robarles unas horas al texteo,
sexeo, twitteo o a la Play, que sí es para toda la vida?

Para ser claros: entre 2012 y 2013, la venta de novela juvenil, por ejemplo, con el fantasy
a la cabeza, creció un 48 por ciento según las cifras que manejan en Random House
Mondadori, de acuerdo con su editora de Infantiles, Mariana Vera. Ocho millones y
medio de libros. Ésa fue la cantidad de obras de literatura infantil y juvenil que se
vendió en todo 2012, es decir, un 18 por ciento sobre los 47 millones de ejemplares que
alcanzaron las ventas totales todo tipo de libro de la industria editorial. Y lo que es
central, la venta privada (es decir, la demanda de padres y chicos con ganas de leer más
allá de lo que la escuela pide) representó el 70 por ciento del segmento, con 7,4 millones
de libros vendidos. Poco más de la mitad fue literatura infantil y un 21 por ciento,
juvenil. Las cifras las aporta la consultora Promage, especializada en mercado editorial
en toda América Latina, que releva con rigor casi desconocido en la industria editorial
los movimientos del mercado en cada uno de sus sectores.

"Crecimiento" es la palabra preferida de los editores para describir la tendencia en la


venta de libros infantiles y juveniles año tras año. Pero ese incremento no es tan claro.
Hay mayor oferta y varias editoriales especializadas en infantiles se han consolidado:
eso es lo máximo que desde Promage están dispuestos a afirmar sobre la tendencia
interanual del consumo de literatura infantil y juvenil. En los datos concretos, el alza en
la venta privada, por impulso, es limitada: se estima un crecimiento del 3 por ciento
entre 2011 y 2012, en línea con el mercado de adultos, según la consultora. Por otro lado
están los datos de tirada y cantidad de títulos anuales, que valen más como muestra de
un afianzamiento de las editoriales y de un cuerpo de autores en producción continua.
En ese sentido, el crecimiento de la cantidad de títulos de literatura infantil y juvenil
creció el 287 por ciento en siete años, con 918 títulos de novedades publicados en 2005
y con 3556 títulos en 2012. Nada más ni nada menos. Tales son las cifras que aporta la
Cámara Argentina del Libro para el año 2012 en su Informe estadístico de producción

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del libro argentino, a partir de datos de la Agencia Argentina de ISBN, la encargada de


identificar cada libro con un código.

El mercado de libros literarios para chicos y adolescentes está feliz, no hay duda. Y
algunos de los especialistas de mayor trayectoria en didáctica de la literatura son
optimistas: "La idea de una literatura estancada en libros que nadie lee era de los años
ochenta. Ahora ingresan todo tipo de textos. Hay una gran diversidad de autores en
todos los géneros", afirma el especialista en didáctica de la literatura Gustavo Bombini.
Pero el panorama también ofrece evidencia menos alentadora. A la hora de demostrar
sus "competencias lectoras", los chicos fracasan: Argentina quedó en el puesto 57 entre
65 estados, con un puntaje de 398 en las pruebas PISA de 2010, que miden el área de
lectura. Lejos del primero en el ranking, Shangai, que alcanzó 556 puntos en
comprensión lectora. También a años luz de Finlandia, que obtuvo 536 puntos. Es más:
en Argentina, más del 80 por ciento de los chicos de 15 años evaluados se ubican en los
niveles 0, 1, 2 y 3 en cuanto a competencia lectora, los cuatro niveles más bajos. Apenas
un 16 por ciento alcanza los niveles 4 y 5, los más altos. Las cifras de mercado ponen
blanco sobre negro: los chicos argentinos niños y adolescentes sí leen pero no
necesariamente lo que se lee en la escuela. Y las pruebas PISA nos enrostran otra
evidencia: la escuela argentina, parece, no está construyendo lectores.

Sin embargo, aun cuando los resultados de las evaluaciones estandarizadas sean
maravillosos, no está garantizado que la literatura deje de afrontar desafíos en la
escuela. Ahí está el caso de Finlandia. La abanderada del mundo. O la escolta derecha. O
la izquierda. Pero nunca menos, según el año de PISA que se tenga en cuenta. Lo cierto
es que Finlandia saca notas increíbles en comprensión lectora. Sin embargo, el sistema
escolar finlandés tiene el mismo problema que el argentino: cuando se lee literatura en
el aula, los textos potentes del canon nacional se achican. Encogen. Se oxidan.
Envejecen. Desalientan. Aburren, bah. "Todos los chicos finlandeses lo odian porque
están obligados a leerlo en la escuela." El comentario lo hacía una mujer de nombre
Laura en World literature tour: Finland, una serie ideada por el diario británico The
Guardian en 2006 para registrar la literatura más recomendable del globo, por país, de
acuerdo con lectores comunes y corrientes. Laura se refería al libro The Seven Brothers,
del autor finlandés Aleksis Kivi, un clásico de la literatura finlandesa del siglo XIX. "No
te va a decepcionar", juraba Laura y aseguraba que de grande podías llegar a valorarlo.
Es el mismo libro que cita y comenta Pasi Sahlberg, uno de los especialistas en
educación más respetados en la actualidad, referente clave en la mejora educativa de
Finlandia, en su libro El cambio educativo en Finlandia. ¿Qué puede aprender el
mundo? Y sin embargo, en la escuela, los pequeños y púberes rubios finlandeses lo
odian.

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Barack Obama enfrenta dilemas similares a la hora de evaluar la enseñanza de la


literatura en su sistema escolar. La misma que tuvo Bush, el hijo. Los estándares
educativos de Estados Unidos tienen goteras, grietas, cielorrasos a punto de caer ante el
cimbronazo de las pruebas PISA. Los chicos estadounidenses no leen: según PISA 2010,
sus talentos lectores alcanzan para 500 puntos y apenas el puesto 15, con la mayoría de
las economías desarrolladas por encima de ellos. Y la literatura qué leer, cuánto leer y
cómo leerlo sigue generando debate nacional aún en 2013.

El tema que sacude ahora las aguas educativas norteamericanas es qué lugar tiene la
literatura de ficción dentro de la nueva tecnología curricular y de evaluación con la que
Obama, cree, perfeccionará la escuela estadounidense. Se trata de los "Common Core
State Standards", un set de contenidos básicos a partir de los cuales serán evaluados,
una vez más con pruebas estandarizadas, los alumnos de grado 12. Ya lo adoptaron
cuarenta y seis estados y los pondrán en acción en 2014. ¿Dónde está la polémica? Sobre
todo en el lugar, o el no-lugar, que se le otorga en la nueva propuesta a la literatura de
ficción, en competencia con la de no ficción. La cuestión es la cantidad "saludable" o
"letal" de no ficción según las opiniones en pugna. "Memos, manuales técnicos y
menúes". Eso, temen los docentes amantes de Shakespeare, que se terminará
enseñando. En cuarto grado, por ejemplo, los alumnos de escuela pública en Estados
Unidos dedicarán la mitad de sus clases de lengua y literatura a leer no ficción:
documentos históricos, tratados científicos y recetas o guías de trabajo. En grado 12, el
70 por ciento de las lecturas serán de no ficción.

El hombre clave detrás de los Common Score Standars es David Coleman, el presidente
del College Board, el órgano responsable de las evaluaciones y el apoyo a la mejora
escolar en Estados Unidos. Su argumento apesta: que la enseñanza de la lengua y la
literatura se basa demasiado en la expresión personal y que ha dejado a un lado el
mundo del trabajo. "Es raro que en un ambiente laboral alguien diga: Johnson,
necesito un análisis de mercado para el viernes pero antes, necesito un relato de tu
infancia realmente atractivo ", argumentó Coleman. La opinión pública saltó a su
yugular. Obvio. La visión pragmática y utilitarista de Coleman para organizar lo que se
debe leer en la escuela chocó con la tradición escolar que confía en la literatura de
ficción como formadora del alma.

¿A qué queda reducida la literatura entre las cuatro paredes del aula, en esa
manipulación diaria frente al pizarrón que, sabemos, funciona como un laboratorio de
química: todo lo que traspasa el umbral hacia la clase se convierte en otra cosa? Ése es el
punto. Y es un asunto inevitable: porque uno de los contenidos centrales o saberes, tal
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como prefiere la jerga actual en la escuela es, precisamente, la literatura en cualquiera


de sus formas: novela, cuento, teatro, poesía, e incluso no ficción. Sin literatura no hay
escuela, parece.

Las bondades de la literatura


Las ilusiones escolares hiperbólicas no son sólo nuestras. "Does great literature make us
better?" (¿La gran literatura nos hace mejores?). Así titulaba The New York Times una
columna de Gregory Currie, profesor de filosofía de la Universidad de Nottingham, en
junio de este año. Currie propone algo impensado: dudar de "los efectos de la literatura
en el desarrollo social y moral". Según Currie, "necesitamos demostrar que la exposición
a la literatura es la causa de algún tipo de diferencia positiva que define a la persona en
la que nos terminamos convirtiendo". ¿Por qué no probar la efectividad de la exposición
a la literatura del mismo modo en que se prueba la eficacia de ciertas drogas?, se
pregunta. Pero no hay tales pruebas. O son de corto alcance y no permiten definirse por
sí o por no en cuanto a los efectos moralmente positivos de la literatura. La cuestión es
el contraste señala Currie entre la falta de evidencia científica y empírica para esa
creencia y la fe incuestionada con la que la abraza la comunidad escolar en todo el globo.

La certeza no es sólo de los pedagogos. Aun entre quienes se dedican a dudar, los
filósofos, la seguridad sobre las bondades de la literatura es casi religiosa. Currie cita
Love s Knowledge, un texto influyente de la filósofa estadounidense Martha
Nussbaum, quien sostiene que "la forma narrativa le confiere a la ficción el poder para
generar una visión moral". Pero Currie sí duda. Nada indica, hasta el momento, que la
creencia optimista acerca de la literatura sea cierta. Ni tampoco lo contrario. El desafío
reside en la dificultad para diseñar un test psicológico preciso que pueda medir
efectivamente los cambios positivos producidos en el lector luego de terminar, por
ejemplo, Guerra y Paz de Tolstoi. A pesar de eso, los sistemas escolares del mundo están
ciegos y sordos a los desafíos de estos dilemas. Confían en los efectos de la literatura en
la escuela y luchan por controlarlos, programarlos, diseñarlos. Garantizarlos.

El problema es el "canon"
Silvina Marsimian es profesora de literatura en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Da
clases allí desde que tenía 24 años. Hoy tiene 53. Durante diez años, hasta 2006, fue la
jefa de Departamento de Lengua y Literatura. Hoy es profesora de literatura en el
último año. Sabe de lo que habla. "Hay una tendencia al canon clásico comenta sobre
las eleccioness docentes . Poe, Bioy Casares, clásicos de la literatura hispanoamericana.
Cortázar no funciona porque les es lingüísticamente ajeno a los chicos. Denevi tampoco:

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por las largas parrafadas, los chicos no logran mantener la extensión, mucha
descripción. Necesitan sujeto-verbo. El no pasa nada los aburre. Se cansan."

En el canon escolar sólo entran los libros "prescriptos", como los llaman las editoriales
especializadas en el segmento infantojuvenil. Los libros que especialistas en el
ministerio y maestros y profesores eligen en función de tradiciones ya instaladas y
prestigiosas y seguras o renovaciones pretendidas. O simplemente por gustos
personales. Cada época, tiene su canon escolar. "¿Sabe usted qué lee su hijo?". El titular
ya es leyenda: revista Gente, diciembre del 1976. La carta abierta dirigida a los padres
argentinos y firmada por "Un amigo", publicada en la revista de la Editorial Atlántida,
que se indignaba por el canon escolar inaugurado con el peronismo de izquierda. Cien
años de soledad, de García Márquez, que "rezuma sexo, hedonismo, infidelidades y
descripciones" o autores como Cardenal, Pablo Neruda, Jorge Amado: en todos, el
"amigo" veía textos y autores inquietantes para el canon escolar de la dictadura, que
temía el peligro de "infiltración" ideológica.

Fue entonces, durante la dictadura militar, la última vez que el Estado determinó
taxativamente las lecturas obligatorias en la escuela argentina. Si hay libros obligados,
hay libros prohibidos. Fuera del canon quedó, por ejemplo, Un elefante ocupa mucho
espacio, de Elsa Bornemann, porque "resulta preparatorio para la tarea de captación
ideológica del accionar subversivo", decía el decreto correspondiente. También fue
prohibido La torre de cubos, de Laura Devetach. Para organizar el canon no estaban los
maestros. Al contrario, qué leer y cómo eran decisiones tomadas desde el Ministerio del
Interior: la literatura en la escuela era un asunto de seguridad nacional. Así lo
transmitió el Ministerio de Educación en octubre de 1978 a través de un panfleto
titulado "Subversión en el ámbito educativo. Conozcamos a nuestro enemigo". Los
núcleos de aprendizaje prioritarios del Proceso. Algo así. Si tantos autores están
prohibidos, entonces ¿qué? Cervantes, recomendaba el "amigo" de los padres en la
dictadura. La tradición hispánica no sólo enamoró a la dictadura. Quevedo, Góngora,
Garcilaso de la Vega se instalaron en los secundarios durante décadas. Machado y Juan
Ramón Jiménez entraron y salieron intermitentemente. Un "curriculum humanista"
según la investigadora Inés Dussel. Además, el canon latinoamericano y el nacional, con
Martín Fierro y Recuerdos de provincia, por ejemplo, para la construcción de identidad
nacional.

Muchos de los mismos autores echados del canon castrense ingresaron luego en la
escuela cuando la democracia incipiente abrió las compuertas hacia nuevas lecturas,
sobre todo en primaria. Además de Bornemann y Devetach, desde los años ochenta, los
nombres de Ema Wolf, Ana María Shua, Graciela Montes, María Teresa Andruetto y
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más recientemente, Pablo de Santis y Marcelo Birmajer la lista es larga se vienen


repitiendo en la escuela primaria. Se han vuelto clásicos. "La escuela es conservadora.
Instalar un autor nuevo es muy difícil", comenta la Directora Editorial de Norma,
especializada en literatura para la escuela, Laura Leibiker.

El doctor en Educación Mariano Narodowski viene pensando en el canon escolar desde


hace tiempo. Desde cuando era ministro de Educación de la Ciudad de Buenos Aires.
"3x1. Leer para crecer". Así se llamó el programa de promoción de la lectura que
entonces orquestó. El objetivo: que todos los chicos de escuela pública, durante los trece
años, recibieran tres libros por año. "El concepto que sostenía el programa era que en
muchas casas los chicos no leen porque no hay libros. Así podían armar su biblioteca
personal". Shakespeare. El Eternauta. Borges. Bioy. María Elena Walsh. "No había
limitaciones de ningún tipo a la hora de elegir los libros. Solamente que estuvieran de
acuerdo a la edad." Tenía sentido la propuesta de Narodowski. "Los lectores no se
forman en la escuela. Se forman en los hogares, donde hay libros", coincide en ese punto
el ex director editorial para el Cono Sur de la editorial Random House Mondadori, Pablo
Avelluto, que conoce el mercado editorial argentino y sus costumbres lectoras.

¿Quién dice qué se lee?


Pero en 2013 el panorama es otro: el sector público adquirió doce millones de libros de
literatura para la escuela. Es decir: el Estado invirtió $550millones para la promoción
de la lectura literaria en la escuela. Trece veces más que en 2012. Casi un 70 por ciento
público y el resto, privado, exactamente al revés que en 2012, según estimaciones de
Promage. Impactante. "El Estado hace la diferencia en las editoriales dedicadas al sector
infantil", dice la editora Gabriela Comte, de Alfaguara. "Es un modo de direccionar la
decisión del maestro", comenta Narodowski.Pero la arbitrariedad tiene mucho margen
en las decisiones. "Muchas veces el experto en literatura del ministerio elige los libros de
acuerdo con su biblioteca", explica Comte, con años de experiencia en el mundo de la
literatura infantil y juvenil. Por ejemplo, libros inhallables de Ediciones Minotauro de
1975, que el especialista tenía a mano pero que no se consiguen.

Que el Estado lo compre no quiere decir que el maestro o el profesor lo use en el aula. Ni
que el alumno lo lea. El caso de Peter Capusotto, de Editorial Sudamericana, dejó en
claro que la recomendación oficial chocaba con las expectativas docentes al menos en
Mendoza: el libro fue tachado de pornográfico y no logró entrar en la escuela. El
fenómeno tiene su historia: desde la irrupción democrática en 1983, los docentes
lograron libertad para elegir el modo concreto en que desarrollan sus clases. Es decir,

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son ellos los que deciden qué leer, siempre que se adapte a contenidos básicos
establecidos desde el Ministerio de Educación.

No siempre maestros y profesores fueron tan libres. Desde bien avanzada la segunda
mitad del siglo XIX, una comisión integrada por docentes dentro del Consejo Federal de
Educación tenía como tarea decidir el plan de títulos para el secundario. Así fueron las
cosas hasta 1941. "Desde ese momento, los maestros quedaron excluidos y se incorporó
personal político. Con el avance del nazismo y el comunismo se empezó a pensar que la
literatura escolar no era un asunto meramente pedagógico sino también ideológico. Esa
lógica, con cambios de nombres en las comisiones, se sostuvo hasta la última dictadura",
reconstruye Narodowski. Las palabras clave son "sugerir", "aconsejar", "orientar": eso es
lo único que hace hoy el Estado en relación con las lecturas literarias pero también en
relación con los manuales de texto. Le pregunto a Narodowski qué pasaría si la libertad
actual de cátedra que tienen los maestros y profesores para decidir qué leen nuestros
hijos en la escuela se llevara a sus máximas posibilidades. ¿Podría suceder que un
alumno terminara el secundario sin haber leído nunca, por ejemplo, el Martín Fierro o
Borges? "Podría me dice pero aunque hay libertad, también hay consensos. Es difícil
que eso pase." Pero podría pasar, insisto. "Sí", me dice.

Si no es el Estado o el maestro, el mercado también tiene su influencia. "En literatura


juvenil la influencia oficial es menor explica Comte . Los chicos eligen libros como
música: por modas." De ahí que el fantasy haya entrado en la secundaria como modo de
atrapar la atención lectora de los alumnos.

El aprendizaje y las bellas almas


"No hace falta disecar la literatura. Si hay que dar Sor Juana, no arrancar explicando el
Barroco. El siglo XVII no le dice nada al chico. Para ellos, Colón, Sarmiento y Kirchner
es el mismo pasado." Los malabares didácticos varían según de qué colegio se trate. En
el Buenos Aires Marsimian habla de recorridos transversales. Cruces. El sistema autor-
obra no funciona, sabe la profesora. Eso de estudiar la vida del autor y su época y recién
después ir al texto. Al contrario, hay que romper cronologías. "Yo apuesto al desorden
sin tiempo y al cruce de relaciones", explica. Pero la profesora sabe que esa complejidad
de cruces sólo es posible en una escuela donde los chicos llegan con mucho. Y con
docentes muy formados. Si no, difícil. En las otras secundarias públicas en las que
trabajó las estrategias son otras. "Lo mejor es partir de la expresión. Del hacer. Pedirles
a los chicos que editen ellos mismos un libro. Que armen una serie fotográfica. A partir
de armar un libro, lo empiezan a valorar. Porque ni lo quieren comprar. Les parece un
gasto inútil."

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De un lado, el uso interesado de la literatura. La literatura es laguna donde pescar


ejemplos de oraciones unimembres y bimembres, de sustantivos individuales y
colectivos, de artículos posesivos, de nexos subordinantes, de oraciones perfectas,
literarias y cultas, o del agua coloquial urbana, rural, de ahora, de antes. Ejemplo de
géneros o momentos históricos. Es la literatura al servicio del aprendizaje de la lengua
normalizada. La literatura como "ejemplo". O como stock de "modelos
comunicacionales". "Hay un uso paraliterario de la literatura que es poco interesante",
sostiene Bombini.

Del otro lado, la literatura al servicio de las bellas almas. Entre esos dos extremos, se
escurre irremediablemente el placer por la lectura. Las ganas de leer. Los chicos lo
saben: detrás de un libro, llegan las actividades. El garrón. El Día del Maestro confirma
la percepción. Lo sabemos las madres: el consenso materno-docente le huye al libro. El
acuerdo está en otro lado: en cualquier cartera de cuero dudoso o falda de corte
cuestionable pero de marca shopping y juvenil. Los gustos de consumo de la comunidad
escolar tiene su correlato en el hogar: cada vez se ven menos libros. Y no es porque los e-
readers hayan reemplazado las bibliotecas.

La biografía literaria de escritores buenos y muy leídos confirma el poder del hogar y la
baja intensidad del efecto escolar a la hora de convertir chicos en lectores. Shua se
encontró con la lectura por medio de la colección Robin Hood, que no leía en la escuela.
Ricardo Mariño, por medio de novelas policiales y del oeste que compraba en los
kioscos. Por supuesto, hay excepciones: un chico de 10 años, gran lector de ciencia
ficción, que considera a su maestro "un amigo" y lo sube a Facebook como tal. "Nacho
el maestro es mi amigo. Cómo no va a ser mi amigo si me enseñó todo lo que sé de
ciencia ficción." La anécdota es de la doctora en Educación y directora del área en la
Universidad Di Tella, Claudia Romero, y el chico es su hijo.

Pero no es lo usual. La literatura, su enseñanza en la escuela, produce otros efectos. Es


precisamente Lidia Blanco, formadora de docentes y editores especializados en
literatura infantil y juvenil, quien ofrece una mirada realmente crítica, casi pesimista, de
las posibilidades de que la institución escolar aporte algo de vitalidad a la experiencia
literaria, con texto de literatura entre las manos. "A leer se aprende en otro lado", decía
Blanco hace un tiempo en una revista. La escuela fagocita la literatura y la convierte en
alguna otra cosa. Bombini va más allá todavía: "Lo que le pasa a la literatura también le
pasa a la matemática", me aclara. El problema, parece, no es la literatura sino la escuela.

Por: Luciana Vázquez


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