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Supervisiones en el hospital

09/02/2006- Por Élida E. Fernández

Las reuniones de discusión clínica, como prefiero denominarlas, tienen según mi criterio la
finalidad de que el vacío de saber se acote y circule. Para lo cual el supervisor es el que tiene la
tarea de causar este acotamiento situando con la mayor precisión posible la pregunta y
relanzándola de forma tal que cada uno se apropie del tema como interrogación que lo posicione
de otra manera frente al paciente.

El supervisor funciona de soporte de una transferencia posible terapeuta-paciente en el hospital,


por momentos insoportable. Y no me refiero solamente a la tan temida erotomanía o la
paranoización, sino a otra más común, que no pase nada.

Los residentes se enfrentan a menudo con sujetos sin palabras, donde no hay qué escuchar.
Donde antes de que aparezca la palabra hay que tallar un cuerpo.

Lejos de las discusiones teóricas de si supervisión o análisis de control, lejos de las anécdotas de
Lacan sugiriéndole a su supervisado que se recueste en el diván, las supervisiones siguen siendo
a mi criterio un espacio necesario y fecundo para la práctica del psicoanálisis.

Como de hecho se da en la práctica institucional lo que sigue llamándose supervisión –a falta de


otro término más adecuado–, es una reunión con cierta periodicidad donde concurre “el que
puede” como diría Pichon, y no tanto “según su deseo” como se popularizó mal el concepto
lacaniano de deseo decidido. En este encuentro entre los que concurren a la supervisión y el
supervisor se puede desplegar las urgencias, las preguntas, los cuestionamientos en relación a
la clínica.

Porque, convengamos que la práctica de la supervisión es una de las patas del trípode que
cualquier analista o terapeuta que se precie debe sostener y en el que debe sostenerse: análisis,
lectura y supervisión. Y no digo para todo psicoanalista sino para todos los que quieran dedicarse
a escuchar el decir de otro, hacer algo con el sufrimiento del otro que de una manera u otra
deposita en el interlocutor algún deseo o anhelo o representación por la cual algo se espera de
ese encuentro del orden del alivio al sufrimiento.

A veces discutiendo si el objeto del psicoanálisis es el inconsciente o el objeto a, olvidamos que


más allá de estas disquisiciones en las cuales cada uno podrá hacer su afirmación, lo que trae al
paciente al encuentro con un terapeuta es la búsqueda de algún alivio a su sufrimiento. La
empresa es delicada porque por otro lado no hay tratamiento que se sostenga sin sufrimiento.
El análisis o el tratamiento posible produce sufrimiento en tanto enfrenta al sujeto con una
verdad que reprimida o forcluida, apartó de su conciencia por no poder tolerarla. Nosotros lo
enfrentamos con lo insoportable, claro que cuando hemos podido encontrar en ese sujeto los
recursos necesarios para hacer algo con su verdad y con su agujero.

Los residentes de Salud Mental que trabajan en los Hospitales reciben los pacientes más difíciles,
y no siempre los más graves. Son pacientes de extracción social baja, pobres o indigentes, con
familias, como se dice ahora, no funcionales, con las cuales no se puede contar y por lo tanto el
paciente no puede contar. Estragados por el abandono y la pobreza llegan a los hospitales como
último refugio. No está mal que justamente allí estén trabajando la gente más joven que
compensará su inexperiencia con las enormes ganas de curar, si, curar a ese paciente. Lo que

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hacen por “su caso” roza siempre lo quijotesco y no lo digo sino para exaltar lo maravilloso del
Quijote. ¿Quién podría poner tantas expectativas en alguien tan falto de recursos sino el que
recién empieza?

Por eso me parece fundamental que el residente tenga un espacio para ser escuchado en su
práctica y donde pueda interrogar por la pertinencia de sus intervenciones o declarar que no
sabe qué hacer con ese tratamiento.

Esta tarea para el residente es necesaria. Para los supervisores es una elección, una apuesta.

El lugar del supervisor: el que intenta escuchar el material del paciente, escuchar el recorte que
el residente hace de ese paciente, escuchar las preguntas que se formula y los pensamientos
que se anima a traer acerca de lo que siente con la tarea.

Es común que al principio se le adjudiquen dotes extrasensoriales por las cuales se supone que
leyéndole tres recortes súper mínimos el supervisor “sabrá”. Si algún supervisor cae en la
tentación el resultado es apabullante: ya ningún residente puede pensar.

También puede ocurrir que el residente tenga un espacio de supervisión “obligatorio” con
alguien a quien no le atribuye ningún saber, ni respeta. Creo que si esto es mayoritario y
compartido el supervisor no dura. Aunque la elección del supervisor parece ajena al grupo no lo
es y cada vez es elegido o no por el conjunto de residentes.

Las reuniones de discusión clínica –como prefiero denominarlas– tienen según mi criterio la
finalidad de que “el vacío de saber se acote y circule”. Para lo cual el supervisor es el que tiene
la tarea de causar este acotamiento situando con la mayor precisión posible la pregunta y
relanzándola de forma tal que cada uno se apropie del tema como interrogación que lo posicione
de otra manera frente al paciente.

Siempre pido que para supervisar se traiga el texto de la sesión. No desconozco lo que Freud
dijo acerca de esto, y no me canso de repetir que si bien en el encuentro con pacientes psicóticos
hay analista, no hay psicoanálisis sino tratamientos posibles. El relato que puede hacer el
residente sobre su paciente, desde su posición neurótica, aunque imprescindible, no podrá
transcribir jamás lo que es la lógica psicótica, su ensayo de rigor, que merece ser respetado.
También creo necesario traer la historia que sabemos que falta, por supuesto, eso hace a la
psicosis, pero de los jirones que podamos encontrar en la historia clínica, el relato deshilvanado
de los familiares, la trascripción de la internación, iremos intentando tejer la trama de una
historia posible, verosímil: alguna verdad histórica.

A la supervisión se lleva en principio la angustia que produce el encuentro-desencuentro con el


decir del paciente, del paciente internado, llevado, desencadenado.

A esa angustia uno va aprendiendo poco a poco a interrogarla y a transformarla en pregunta y


desde esa pregunta va recortando el material, va haciendo su parcialidad, va intentando su
escucha.

Volvamos al lugar del supervisor para situar entonces la segunda premisa necesaria de toda
discusión clínica: el supervisor funciona de “soporte” de una “transferencia” posible terapeuta-
paciente (paciente de hospital) por momentos insoportable. Y no me refiero solamente a la tan
temida erotomanía o la paranoización, sino a otra más común: que no pase nada. En general ese
problema insistente en estos tratamientos dice o del sin rumbo del terapeuta, de su deriva, de
su no saber qué escucha cuando oye o qué hacer con eso que escucha. O también del tipo de

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pacientes que los residentes tratan: sujetos sin palabras, donde no hay qué escuchar. Donde
antes de que aparezca la palabra hay que tallar un cuerpo.

¿Por qué el supervisor ahí?: en los grupos de discusión cada uno que opina juega su porción de
identificación con el que trae el material, expone su práctica, hace su pregunta. “El supervisor
también”. Si no puede percatarse de esto y se sube a la columna del saber absoluto, la caída lo
precipitará pronto en una actitud de desprecio hacia la práctica o hacia los que supervisa. Que
se identifique no es que se confunda ni se funda, sino precisamente que se diferencie, que se
cuente como distinto pero siempre a partir de la identificación posible. Esto que nos hace sentir
como propia la desesperación de no encontrar el rumbo hasta que inventamos uno. Hasta que
nos acordamos, cada vez, que el rumbo no está hecho y es cuestión de encontrarlo sino que es
lo que tenemos que “inventar”.

¿Cuáles son los efectos de la supervisión?

Les cuento una anécdota de mis años de residente. Primer y segundo año trabajábamos en la
sala del Dr. Morgan. Personaje temido que sabía mucho sobre qué hacer con los psicóticos. A
los residentes solía tratarnos mal de entrada. Yo había pedido hacerme cargo del tratamiento
de un paciente que iban a mandar a una colonia y se había intentado escapar, dato que a mí me
parecía más que suficiente para pensarlo rescatable.

Antes de autorizarme Morgan me hizo pasar por varios ritos de iniciación en Freud, Klein y los
norteamericanos. Luego accedió y yo comencé llena de entusiasmo lo que para mí era la “cura”
del paciente. Pero sucedió que de buenas a primeras un día, sin que yo tuviera la más mínima
idea de por qué, el paciente desató un odio enorme hacia mí al punto de no querer entrar más
al consultorio y dirigirme los peores insultos desde la puerta.

Abrumada por el fracaso total de la empresa decido decirle a mi jefe que no iba a atender más
al paciente por el cual tanto había pedido, dado que su odio le impedía entrar al consultorio y
yo no quería aguantar más la ristra de insultos que me dirigía día a día.

Lo encuentro a Morgan en el pasillo y le digo esto, y él, yéndose, me dice “así de pasillo”: “la
está queriendo, dígaselo”

Quedé estupefacta, no podía creer lo que escuchaba: Morgan estaba tanto o más loco que el
paciente. Pero, perdido por perdido, me jugaba la última carta, y al día siguiente cuando el
paciente me vociferaba desde la puerta lo peor, le digo, –sintiéndome totalmente loca– “me
está queriendo”.

El paciente entra, se sienta y me dice “¿Quién se lo dijo?”

Confieso que aún hoy, luego de tantos años sigo pensando por qué Morgan me dijo semejante
barbaridad, y por qué el paciente se sintió tan reconocido en eso. No lo sé. Pero lo que sí sé es
que en esa relación fueron necesarios “al menos tres” para que algo se destrabara.

El “¿y quién se lo dijo?” introducía un tercero en esa relación que así de a dos estaba condenada
al fracaso total.

Mi conclusión es que en las supervisiones se instala el “al menos tres” que relanza la
transferencia y permite en los neuróticos que se re-instale el motor del deseo de saber acerca
del inconsciente, y en los psicóticos que se pueda soportar el lazo que implica el tratamiento sin
entrar en un encierro infernal.

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Les cuento otra anécdota más actual pero igualmente impactante: una analista de Tucumán
viene a supervisar conmigo el caso de un chico joven, en su tercer brote, internado, delirando,
lleno de neologismos, intentos de suicidio, y todos los etc. que ustedes conocen.

El chico que llamaré Mario, fue mejorando, salió de la internación, retomó la escuela, empezó a
escribir.

Una vez que esperaba que su analista lo atendiera se puso a mirar los libros de la biblioteca,
encontró Diagnosticar las Psicosis y le pidió a su analista que se lo prestara. Ella accedió. A la vez
siguiente el muchacho le pregunta si me conoce, ella le responde que sí. Entonces él pregunta
si cada vez que viene a Buenos Aires me ve. Ella asiente. Y el muchacho le dice si a través de ella
no me puede mandar mensajes. Ella vuelve a asentir, y es así que esta analista que viaja una vez
al mes a supervisar me trae preguntas de Mario.

_ ¿Vas a ver a la Élida?

_ Sí

_ ¿Le podés preguntar algo de mi parte?

_ Dale

Y así se van sucediendo las preguntas de Mario, que nos interrogan, nos convocan, en esta
“relación filial” con el psicótico que, como dice Aristóteles, es una relación de dos –o tres, al
menos tres– que caminan juntos con algo en común.

Por último me es necesario decirles que aunque no termine nunca de saber del todo por qué,
hay mucho de mi inconsciente en juego, para mí la tarea de supervisión con los residentes es
una de las más importantes que realizo.

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