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con Jesús
INTRODUCCIÓN
Comencé a escribir estas páginas con una intención concreta: Ayudar a conocer
la vida de Cristo, a amarlo más y más, a estar más cerca de Él cada día, a
sentirnos actores en su paso por la Tierra [1].
Éste es mi propósito.
Te ofrezco frecuentes espacios vacíos, entre líneas, como insinuaciones, para que
los llenes con tu meditación.
He querido borrar los veinte siglos que nos separan de aquellos días en los que
Jesús pisaba los caminos galileos, meterme entre las filas de los que le
apretaban, escuchar su voz, contemplar sus gestos y ademanes... [2].
A veces, en este intento, Jesús y los que le seguimos atravesamos las ciudades
nuevas, viajamos por modernísimas autopistas, trabajamos en granjas o
industrias, y utilizamos los últimos medios que la técnica pone a nuestra
disposición.
1. Fiat
He aquí la esclava del Señor... (Lc 1, 38).
Una mujer, niña aún, elegida desde siempre, está haciendo oración en su casita,
semiexcavada en la roca. Es María, todos los nazarenos la conocen.
Te diré en voz baja, pues aún ella no lo sabe, que es aquella mujer a la que se
refirió Yavé en el Paraíso, prometiéndola a la Humanidad. ¿Recuerdas? La que
aplastaría con su pie la cabeza de la serpiente. Es ella la que prometieron los
profetas. La esperada a través de las generaciones de los hombres. La que
amarán todos. La anhelada por su pueblo. Ella misma soñaba con ser esclava de
la que fuera elegida Madre del Mesías.
Es una mujer elegida entre el pueblo: cose, como las demás; barre la puerta de su
casa, como las demás; va por agua, con su cántaro, airosa, también como las
demás; y, junto a las demás, lava la ropa en el arroyo.
Mas ella ignora los planes de Dios sobre su vida, y se confunde entre las
muchachas de su aldea. Hermosísima niña en la que el Señor volcó su poder y su
amor, para hacer la criatura más preciosa de la creación...
María estaba designada por Dios desde la eternidad. En los Proverbios, libro de
la Biblia, se leen palabras que se pueden aplicar a la Señora: Ya antes de sus
obras me tuvo Yavé como principio de sus actos. Desde la eternidad fui
constituida; desde los orígenes, antes que la tierra fuese hecha. Antes que los
abismos, fui engendrada yo (Prov 8, 23-24).
II
¡Vocación!
María calla.
Sigue con su cabeza caída, con los ojos bajos, y completamente sonrojada.
III
Una pregunta al ángel. Gabriel le explica. Y después, serena, mueve sus labios
virginales para dar su consentimiento:
Y ¡qué consecuencias!
¡Qué lejos estaban de saber los senadores de Roma y los sabios de Grecia que en
aquellos instantes se operaba la revolución más gigantesca de los siglos, no
iniciada por legiones romanas, ni por filósofos griegos, sino por una niña
escondida en un rincón de su aldea!
¡Quién iba a decir que aquella niña fuera capaz de cambiar el cauce de la
Historia!
IV
He ahí la senda oculta que los hombres buscamos con ansias, la senda de la
perpetuidad, mientras la razón nos dice que todo es transitorio, que todo en la
tierra se olvida. Es la senda oculta que todos presentíamos: tenía que haber un
camino para que nuestras ansias de infinito no acabaran en fracaso. Es la senda
de la correspondencia a la gracia.
¡Qué tristeza que se pierda una brillante eternidad por un poco de tierra! ¡Qué
falta de razón y de fe!
Pero siempre es posible, a cualquier edad, ser generoso, como lo fueron en los
primeros siglos los mártires de todas las edades. Y así conquistaron Roma, y así
continuaron la conquista por el mundo. En Roma se leen estas palabras en una
lápida de mármol: «Este suelo, antes villa y circo de Nerón, hoy faro de luz al
mundo, lo conquistaron con la sangre, siendo caudillo el Apóstol Pedro, los
primeros mártires romanos, y subieron desde aquí en multitud ingente para
ofrecer a Cristo las palmas del nuevo triunfo».
María fue eficaz al dar su consentimiento para que el Verbo tomase carne en sus
entrañas.
Una persona es santa en la medida que corresponde a la gracia para que Jesús se
forme en ella. Tú y yo seremos eficaces en esa medida. Es la santidad la causa de
la verdadera eficacia. Y el mundo está necesitado de nuevos cristos; sus crisis
«son crisis de santos». Nuevos cristos que vivan, como Cristo, entre los
hombres.
Por aquellos días partió María y se fue apresuradamente a las montañas, a
una ciudad de Judá. Y habiendo entrado en casa de Zacarías, saludó a
Isabel (Lc 1, 39-40).
La Niña Virgen está llena de gozo. Tiene que comunicarlo. Y lo hace a aquella
que, por la revelación del ángel, sabe que puede entenderla. Los demás que la
rodean no creerían, y sería indiscreto publicar lo que el ángel le ha dicho, de
parte de Dios, como un secreto.
Sólo Isabel es, por ahora, la persona a quien puede acercar a Cristo.
Incorporada a una caravana, confundida entre los camellos y las gentes, a solas
con su secreto gozoso.
Va con prisa.
Discreta, sin ruido, sin llamar la atención. Pisando los caminos trillados por los
hombres. Como una más.
Hija de David, con sangre de Reyes, y vestida como las demás muchachas de su
pueblo.
No importa que por el momento únicamente se pueda decir a una persona, ni que
esté a tres días de camino, allá en las montañas de Judea. Tampoco que la
mensajera sea una niña.
II
A lo lejos, más allá de las viñas lejanas, las montañas azules. Y un cielo limpio,
muy limpio, que llena aún más de serenidad y alegría.
Ir, por un camino de montaña, hacia arriba, y de prisa, cuando alguien nos
necesita o se tiene algo importante que comunicar a los hombres.
Amamos la suerte de los que se encumbran a las alturas de las montañas; pero
cuando intentamos subir, nos parece insoportable la cuesta arriba de la
pendiente.
III
Y crees que tu deber es quedarte en casa –aunque veas a la Niña nazarena dejar
la suya–, como si no tuvieses nada que decir a los hombres que te esperan, o
como si tu paso por la tierra no tuviera más sentido que el que tiene el de un
corderillo, confundido en un rebaño anónimo, que únicamente deja tras sí una
nube efímera de polvo.
Hace falta cerrar los ojos y los oídos para no descubrir que hay alguien que nos
grita y nos llama con desesperadas voces de angustia y agonía. Es a este mundo
de nuestro siglo a quien nosotros hemos de llevar de nuevo a Cristo.
Un mundo enfermo de un mal, cuyos síntomas coinciden en señalar una
catástrofe o una vuelta al salvajismo o a la barbarie. Un mundo que se
desmorona como un edificio viejo, con grietas que a cada hora se hacen más
profundas; un mundo que si en la Visitación puede estar representado por Isabel,
en cuanto ella tenía una necesidad y una esperanza, María debe estarlo, en
nuestras horas, por ti y por mí, que hoy más que nunca debemos ponernos en
camino, con la misma prisa con que se puso entonces la Señora [3].
Corre y corre.
Incesante.
3. Las huellas del amor
Me llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48).
Corre y corre.
Incesante.
Presurosa.
Cada uno oculta sus afanes, sus proyectos, sus angustias en ese inútil andar
apremiante.
Por ese mismo camino la Niña Virgen sube, confundida entre ellos.
Quedan imborrables.
II
Las masas que vemos correr, o no piensan, o son presa de temores. Y los Estados
organizados por ellas utilizan millones de dólares para hacer frente al mal,
engañándose al pensar –niños son al fin, con cara seria– que así arreglan el
mundo. Y no dan con la solución, porque a los hombres les es más fácil votar
millones de dólares que cambiar la vida.
III
Isabel conoció en aquella niña a la Madre del Señor, y se sintió llena del Espíritu
Santo.
¿Aceptarán los sabios del mundo esta predicción? Antes de la era cristiana, una
campesina niña aún, vestida como las demás, pobre, ignorada en Roma, en
Atenas y en Jerusalén, desconocida en su propia tierra, y natural de un lugar
perdido en los campos de Galilea, proclama que los siglos no podrán borrar sus
huellas.
Nos asegurarán que es una quimera, que muy pronto será olvidada, así como...
era ya desconocida por sus contemporáneos.
1. Juan es su nombre
(Lc 1, 63)
Tres meses hace que han recibido en su casa la visita de una doncella humilde,
pariente de Isabel. María, que, presurosa a través de la montaña, vino a estar con
ella. Se abrió la puerta, y una muchacha judía, vestida también como una mujer
común y corriente de su pueblo, estaba en el umbral. El niño Juan, aún en el
vientre de su madre, da saltos de alegría al saludo de aquella joven recién
llegada.
Ajenos al nacimiento de este niño están los Césares en Roma, y los hombres
importantes de Atenas y Jerusalén maquinan sus proyectos. Las Galias, la lejana
España, hombres de todo el mundo, conocido e ignorado, no saben, ni
sospechan, del nacimiento de este niño en aquel pueblo de las montañas de
Judea.
II
Son la sal para este insípido mundo, sal que se gasta dando sabor. Son los que
pisan la tierra con firmeza, con la firmeza decidida de los que la emplean como
camino de paso. Y cuando un niño de éstos nace, los parientes no suelen
advertirlo, pero allí está la mano de Dios.
Cuando Moisés, recién nacido, fue encontrado sobre el Nilo, abandonado a las
aguas para librarle de la muerte, sólo el Señor sabía que aquel niño conduciría un
día a su pueblo, subiría a hablarle a la cima de la montaña, abriría el mar Rojo a
su paso y libraría al pueblo elegido de la esclavitud.
Y los niños que Dios envía, como Juan, al crecer, sorprenden al mundo con sus
mensajes y ejemplos de vida, descubren cómo los hombres se esfuerzan
inútilmente por quedarse sobre esta tierra, que es mero camino, y cuando se
convencen que han de irse, luchan entonces por dejar un recuerdo, una huella de
su paso.
Y escriben, y escriben...
Y escriben, y escriben...
Y mientras, se ríen de sus hijos pequeños, que se empeñan en trazar signos con
sus dedos en el agua...
III
El Señor cuenta de él. Le dio una vocación para una empresa divina, y, aunque
los hombres no lo entiendan, a Juan se le ofrece una oportunidad gigantesca.
Escribirá en el cielo.
Juan vino a un mundo lleno de cosas, pero prescindirá de ellas. La verdad sin
compromisos será su norma de vida. No sabrá de fórmulas y posturas
acomodaticias, sino que buscará sin consideraciones la máxima eficacia de su
misión. Desprendido de todo, nada torcerá su camino.
Siempre fiel.
Dios llama a cada uno a través de un diálogo íntimo, singular, que ningún otro
escucha. Hay algo propio e intransferible, aunque muchos oigamos o leamos un
mismo mensaje externo. Él busca la fidelidad personal de cada alma. Es el Buen
Pastor que conoce a cada oveja por su nombre.
En el binomio Dios-tú, solamente tú, y nadie más que tú está delante de Dios.
Ojalá sientas tú, ahora que lees, «la mano de Cristo sobre la espalda, como una
invitación de ala batiendo» (J. B. TORELLÓ, Poema inédito).
Siendo como era justo, y no queriendo infamarla, deliberó dejarla
secretamente (Mt 1, 19).
Con frecuencia se ha despertado presa de una idea que le persigue: soñaba que
los hombres de la plaza se reían de él.
Ocurre que José está ante una tremenda disyuntiva: sabe que María va a ser
madre, no lo puede dudar; y sabe también que es pura y sin mancha, no lo puede
dudar.
Él sabe con certeza que su esposa va a ser madre, se lo dijeron las amigas al
principio, cuando vinieron a felicitarlo y él quedó con una amarga espina clavada
en el corazón. Se lo dice la gente del pueblo, que lo comenta. Se lo dicen sus
ojos.
Pavorosa lucha interior que las gentes no advierten. Angustiosas tormentas que
los hombres vulgares no comprenden. Pelea por mantenerse fiel cuando todas las
razones empujan a lo contrario.
La ley manda apedrear a las mujeres adúlteras. ¡Es tan grande el pecado! Pero
ella no puede estar en ese caso. Sin embargo, José no se lo explica. Y su espíritu
lucha entre esos dos extremos que lo ahogan: la pureza de María que se impone,
y el hecho de que va a ser madre.
II
Lo hace así porque es justo, aunque él sólo tenga razones para sentirse
gravemente ofendido. Y no aplica el recurso legal de darle el acta del divorcio,
que traería consigo la reprobación pública de la repudiada, sino que sigue la
insinuación de la caridad, prefiriendo dejarla secretamente, para no dañar su
fama.
Es preciso saber detener el juicio, y más aún la lengua, aunque sea su conclusión
lo más lógico, lo más natural. Muchas veces son inocentes aquellos contra los
que se dirigen nuestras pruebas, pues en todo caso ignoraremos motivos
personales de su actuación, que pueden justificarles plenamente.
Pensar bien trae consigo, además, una gran paz del alma y nos ahorra muchas
amarguras.
III
Decide hacer lo que cree que es mejor. Es el juicio que formula respecto a su
personal conducta ante aquella situación. Ya tiene su propio criterio, después de
pensar y pensar. Y su juicio es un juicio santo.
A veces se nos pide, además, el rendimiento del propio juicio, aunque haya sido
formulado con toda rectitud.
José había amasado su decisión con lágrimas, caridad y justicia. Llegó a esa
conclusión por un camino penoso y Santo. Ahora le piden que rinda su criterio,
que lo someta. Su juicio es lo mejor que se puede hacer humanamente, pero no
es lo mejor para los planes de Dios.
El ángel también es una criatura, y Dios tiene muchos medios de avisar, para
enseñarnos que nuestras razones no tienen razón.
José rindió su juicio sin dilación, y, al despertarse, hizo lo que le mandó el ángel
del Señor.
III. NACIMIENTO DE JESÚS
(Lc 2, 7)
Alguien nos contó de ellos cosas maravillosas: sin que lo advirtieran, era la
pareja más grata a Dios que pisaba los caminos, y los seguimos a distancia para
ver qué hacían.
Vienen desde lejos, como los demás, para cumplir con el edicto del Emperador.
Traen, como único ajuar, una borriquilla y una alforja con las cosas necesarias.
Son descendientes de David –¡quién lo diría!–, y se confunden entre las gentes
llegadas de todas las comarcas.
El esperado por milenios acaba de entrar en Belén, y nadie lo sabe. Los hombres
y mujeres se agitan en el mercado bullicioso que todos componen, y no se dan
cuenta de la visita que reciben.
José entra. Pasa algún tiempo. Sale, toma el ramal de la asnilla, y, sin decir nada
a la Virgen –sólo cruzan entre sí una mirada–, continúan por aquella calle, hacia
la otra salida del pueblo.
II
III
Es en relación a Cristo como hay que vivir esas peleas interiores: las batallas y
guerras personales.
¿Es que otros con menos condiciones que tú brillan más? Así lo quiere Dios.
Tienes, por lo menos, el consuelo de que a otros dio brillo y a ti, sin embargo,
condiciones. Además –fue una anciana moribunda quien lo dijo a su hija
consagrada a la caridad–, «no pretendas brillar en este mundo, sino en el otro».
Tendencia a bajar, como la raíz, que no pide ningún reconocimiento por llenar de
frutas jugosas la copa del árbol. Que las miradas de los hombres no se lleven el
mérito de tu labor.
Raíz silenciosa y amante: ante la contrariedad, ante la injusticia, ¡calla!, que así
lo exige el amor.
IV
Y vemos alejarse a la humilde pareja, dejándonos –nosotros sabemos quiénes
son– un ejemplo impresionante.
En nuestra vida entre los hombres es preciso estar vigilantes, pues seguimos con
facilidad las conductas que fomentan nuestra vanidad: y es la de esos peregrinos
la indicada.
Pues cuando se es más grande en el amor, menos importa aparecer pequeño: las
estrellas gigantes no temen presentarse como gusanitos de luz.
El humilde es noble, dócil, útil. Como el bronce, que en el calor se hace fluido y
adopta fácilmente la forma que se le da: si campana, sus llamadas se oyen lejos;
si quieren fundirlo de nuevo, lo admite, y adopta tantas formas como el artista
quiera darle, pues en sus manos se hace blando y silencioso; y al salir de ellas, se
endurece y es sonoro; se amolda a lo que convenga tantas veces como sea
preciso: campana, lanza, comedero, vaso de adorno. Conozco a muchos que así
hacen de todo por el amor.
(Lc 2, 11)
Noche de paz.
Silencio.
El cielo lleno de estrellas que parecen tocarse con la mano, como si se acercaran.
Noche clara.
Y todo, mientras, duerme en el mundo: los rebaños en los apriscos; los hombres
en Jerusalén y en Damasco, en Atenas y en Roma; los países bárbaros entre las
selvas duermen; y el mundo desconocido también ignora el misterio de esta
noche, allá en su lejanía y en su tardío despertar.
Se presiente la llegada de una nueva vida, de una dulce revolución. Es que Dios
va a visitar la tierra: es una noche de amor.
De pronto, vemos luces, luminosos chorros de ángeles que suben y bajan sobre
un punto de la cercana colina, y oímos un programa en canción:
Gloria a Dios en los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad
(Lc 2, 14).
II
Y corremos.
Así llegamos a una gruta que sirve de establo. Con los pastores la encontramos
sin dudar, aunque todos vamos por primera vez. En su sencillez tienen la ventaja
de ir derechos a Jesús, a pesar de que es de noche.
Al otro lado, una hoguera que arde en el rincón. Y José, el que vimos llegar a
Belén, anda activo, trayendo leña.
III
No le importó a Cristo nacer pobre. Tiene una cuna prestada por una mula y, por
colchoncito, las frías y toscas pajas del pienso que ha sobrado.
El Señor puso más empeño en desprenderse de las cosas que los hombres en
atesorarlas.
El Niño vestirá con decoro y cuidará de las cosas, pues jamás convertirá en
instrumento de comodidad lo que es medio de apostolado: Él mismo se quitará
sus vestiduras antes de la flagelación. Y no tendrá donde reclinar la cabeza.
El Niño, que es Rey, nos enseña de manera sensible que nuestro amor, que es
todo para Dios, debe ser conservado por la templanza, esa medida en el uso de
las cosas. En nuestra vida debe haber también, como en Belén, ausencia de lo
superfluo y pobreza en lo necesario, elección constante de lo peor y desnudez
completa del corazón.
Nuestros ojos ven las realidades que rodean la cuna del Rey.
Por palacio, un establo; por trono, un pesebre; por cortesanos, unos pastores.
He aquí que unos Magos vinieron del Oriente a Jerusalén, preguntando:
¿Dónde está el nacido rey de los judíos? Porque nosotros vimos en Oriente
su estrella, y hemos venido con el fin de adorarle (Mt 2, 1-2).
Por las arenas del desierto inmenso vemos pasar una caravana extraña.
Las siluetas de tres reyes a camello se recortan en la dulce luz de esta noche de
ensueño.
Arena y estrella.
Tampoco hay más delante de ti, amigo que caminas no sé adónde. Todo lo que
no es para ti estrella, es arena. Y arena vendrá a ser, al pasar el tiempo: riquezas
y fama, honores y aplausos, fincas y amores.
Nos quedamos buen rato viéndoles pasar, hasta que sus sombras se confunden
con la noche en la lejanía.
La estrella seguirá luciendo: para ti, para mí, cualquiera que sea el siglo en que
vengas al desierto.
II
Nadie les llamó y ellos se han puesto en camino, Dejan atrás mujeres, hijos,
negocios pendientes. Cambian la comodidad de sus palacios orientales por la
molesta joroba de un camello. Todo en sus vidas sirve a su ideal. Han iniciado un
viaje que no saben cuánto va a durar. Y vencieron, con la generosidad de su
proyecto, las críticas y censuras de los hombres importantes de su pueblo que,
moviendo sus cabezas encanecidas, comentaban:
Les parece locura lo que se sale del adormecimiento cómodo y seguro de sus
cosas de siempre. Para ellos lo importante es eso, y no lo dejan por nadie, ni
siquiera por buscar al Señor.
Las prudentes cabezas encanecidas, dentro de pocos años, serán otras tantas
calaveras, blancas, peladas por el tiempo, rodando, ya sin nombre y sin vida, por
un rincón oscuro de un cementerio. Y no lo sospechan.
La figura de los magos seguirá, sin embargo, perenne. Los siglos no pueden
borrarla. Ella estará enseñando, al ritmo del paso de sus camellos, a los hombres
de todas las épocas, cuál es el camino de los mejores.
III
Seguir a una estrella es dejar atrás tantas cosas, Señor, tantas cosas buenas.
Es dejar atrás todo un mundo: una vida, con todos los nobles factores que la
integran, que tan enraizados están en el corazón del hombre..., cuando son
incompatibles con las exigencias de la estrella.
Pero seguir una estrella es también abrir los ojos y el corazón a una gran
aventura, es caminar por la vida con una razón de ser, es penetrar lentamente en
un mundo soñado, es ver cómo esa ilusión va haciéndose realidad en panoramas
maravillosos, que se abren a cada paso.
Y, sobre todo, Señor, en acercarse cada día más a Ti.
IV
Aún se ven las siluetas de los Magos en la lejanía, entre las brumas.
...el rey Herodes se turbó, y con él toda Jerusalén (Mt 2, 3).
Vienen de Oriente.
Más aún cuando les preguntan: ¿Dónde está el que ha nacido rey de los judíos?
Porque hemos visto en Oriente su estrella y hemos venido con el fin de adorarle
(Mt 2, 2).
No se han enterado.
Se han quedado sin la estrella que los guiaba y ahora reciben el impacto
tremendo de la indiferencia de Jerusalén, que no sabe nada de Cristo, ni lo busca.
¡Y ellos que vienen desde tan lejos, dejando tantas cosas a sus espaldas!
Los judíos viven dormidos en sus cosas, sin buscar al Mesías prometido: ¡ellos
que son el pueblo del Rey! ¡Entre ellos ha nacido el Mesías!
Jerusalén supone para los Magos una crisis en su camino hacia Cristo: una
invitación a volver sobre sus pasos, hacia las cosas dejadas atrás.
Oscuridad y escándalo.
Cansancio e intriga.
Sin estrella. Y la ciudad del Rey como si no se hubiese enterado, ocupada sólo
en las cosas intrascendentes de la vida.
Así suele pasar en el camino de las almas: las tentaciones se concentran, casi
nunca vienen solas. Las dificultades se juntan para atacar a la vez.
II
En las crisis, los hombres pueden decidirse por volver atrás. Y se engañan a sí
mismos cuando, para negarse a seguir, se dicen que ya se han determinado. ¿Por
qué no emplean esa lealtad a su decisión, en favor de la que más puede llevarles
a Cristo, que es la misma que tuvieron al iniciar el camino?
III
Estimo que una persona generosa se lanza al camino al primer síntoma. Una
persona egoísta, aun cuando el mismo Dios directamente la llame, siempre
encontrara excusas para quedarse como antes de su llamada.
Las preguntas que se hacen los hombres se hacen con la cabeza, calculando. Y
sólo se contestan con el corazón.
Pero lloraba el desgarrón de la despedida. Una prueba heroica para una madre.
Preguntan, investigan.
Los sacerdotes y escribas les enseñan el camino. Éstos lo saben con certeza, no
titubean, pero no van. Con sus espaldas apoyadas en las últimas tapias de los
corrales de Jerusalén, les indican apuntando a Belén. Antes les habían dicho
dónde había de nacer el Cristo:
IV
1. Huida
Después que ellos partieron, un ángel del Señor apareció en sueños a José,
diciéndole: Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, y estate
allí hasta que yo te avise; pues Herodes ha de buscar al niño para matarle.
Levantándose José, tomó al niño y a su madre, de noche, y se retiró a
Egipto (Mt 2, 13-14).
Es de noche.
Una es la de los Magos que, avisados, regresan a su país por otro camino.
Fue, quizás, aquella misma noche en la que José se quedó dormido mientras
repasaba las maravillas de aquel día: los Magos, su espléndido cortejo real, el
brillo oriental de sus vestidos, los sabios del mundo a los pies del recién nacido.
Es un viaje en el que jamás había pensado: ¿Egipto? ¿No sería mejor unirse a los
Magos y buscar refugio en su país? ¿Egipto? Es una durísima tarea, pues no
conoce el camino, ni el idioma, ni las costumbres de los egipcios. ¿Egipto, en
donde no conocemos a nadie? ¿No serán muchos los riesgos para el niño por ser
un país extraño? Y hay que ganarse la vida, abrirse camino, sin tener amigos.
El silencioso José tampoco en esta ocasión abre su boca, aunque aquella orden
revoluciona su vida y sus consuelos.
II
Todos opinan y dan sus pareceres, los propios, los de cada uno. Y nadie hace
nada: ni lo ajeno, porque no es propio; ni lo propio, porque no ayudan los demás.
La fuerza se va por la boca.
Es preciso convencerse una y otra vez de que no se cae un solo cabello sin el
permiso de Dios.
III
Y por un camino desierto de este mundo, cuando sale el sol, aparece José
cumpliendo el plan de Dios.
Y siempre los asaltos de los temores: de los perseguidores, de los peligros del
desierto, de la inseguridad de la vida que ha de comenzar en Egipto.
José, para no alarmarla, calla, sin duda, la causa de tan inesperada expedición:
ella va y no sabe por qué.
Y vino a morar en una ciudad llamada Nazaret (Mt 2, 23).
En Egipto comenzó.
Con todas las dificultades que existen para empezar, de pronto, una vida digna
en un país extraño.
Fue José quien tuvo que abrirse camino, como hombre, entre los hombres. A él
corresponde gobernar la familia, y él sabe que gobernar es servir.
Trabaja.
Construiría una casita humilde donde pudieran cobijarse el Niño y María. Con la
diligencia de quien sabe a quién está sirviendo. Y, venciendo todos los
obstáculos, pondría en juego todas sus facultades humanas para ganarse las
simpatías de sus nuevos vecinos y obtener de ellos los encargos para su trabajo.
Ellos ven sólo una familia humilde, trabajadora y extranjera. Su jefe llama la
atención porque su trabajo es perfecto, intenso, heroico. Todos le ven ir y venir,
siempre ocupado, siempre celoso del tiempo, siempre alegre y entusiasta. Sin fe
en algo es imposible mantener el entusiasmo. Y, «para santificar la profesión,
hace falta ante todo trabajar bien, con seriedad humana y sobrenatural» (Es
Cristo que pasa, n. 50).
Para vencer entre los hombres hay que luchar como hombre.
Poco a poco José ha logrado establecer su familia de una manera normal entre
los egipcios: tiene su casa, sus amigos y su clientela. Con mil esfuerzos y luchas
ha asegurado el transcurrir común y corriente de la vida de su familia. Todo está
ya en marcha...
II
Pero José no hace su obra: su obra es obra de Dios. Por eso el ángel le avisa de
nuevo: Levántate, toma al Niño y a su Madre, y vete a tierra de Israel... (Mt 2,
20).
A cosas así han de estar dispuestos los hombres de Dios: trabajar por Dios y para
Dios, y estar siempre listos para abandonar todo lo hecho cuando así lo dispone
el Señor. Generosidad para realizar una obra personal, en la que se deje la vida; y
generosidad para sacrificarla (cfr. Camino, n. 625).
No olvidan jamás que lo que hacen es obra de Dios. Él asocia al hombre a sus
obras, y el hombre justo no encuentra obstáculos en las obras de Dios para
obedecer a Dios.
Libre el corazón hasta de las cosas que salen de nuestras manos, sirviendo a
Dios. Si mi trabajo es para Él, mi trabajo es de Él: yo no soy el dueño.
El trabajo diario, con sus absorbentes exigencias, no les hace olvidar que están
haciendo la obra de Dios, porque si toda su vida oculta es trabajo, es también
oración. Junto a Dios trabajan, con Él conversan todo el día: a veces con
palabras, a veces con el silencio fecundo de su contemplación.
Trabajo y oración.
III
Cuando cae rendido después de una jornada –los muebles terminados, las
herramientas recogidas, el banco limpio– José oye en el anochecer el rumor de
su labor eficaz a través de los siglos. De él depende la subsistencia de la familia
a él encomendada. Su trabajo es trabajo de Dios. ¿Qué importa que sean la tierra
y la madera lo primero que reciba la influencia de sus manos? «Las obras del
Amor son siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en apariencia» (Es
Cristo que pasa, n. 44).
Al mismo tiempo, las manos de Jesús, infantiles cuando jugaban con los trozos
de madera que sobraban en el taller, se van haciendo manos de hombre, que
sustituyen, en la tierra y en la madera, a las manos de José. Son las manos de
Dios que se colocan en el lugar de las manos del hombre santo.
La mayor parte de su vida en la tierra la gasta dando este ejemplo a los hombres.
Al hombre que ha sido hecho para que trabajara. De sus manos salen cosas
parecidas a las que hacen otros artesanos. Pero en este caso son hechas por Dios.
Sin una vida de trabajo, sin una labor intensa no se puede seguir a Cristo.
Las manos del Niño de Belén serán después las manos del Crucificado del
Gólgota. Pero los clavos de la Cruz tuvieron que atravesar unas manos curtidas
en un trabajo que llenó todo ese tiempo, empleadas en trabajar la tierra y en
bendecir a los hombres.
3. De doce años
...se quedó el niño Jesús en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtiesen (Lc
2, 43).
Principio de la primavera.
Como todos los años, María y José se ponen en camino. Jesús, siendo ya de doce
años cumplidos (Lc 2, 42) va con ellos; Dios, con la hermosura propia de un
niño, marcha entre los hombres.
Los ojos del niño lo ven todo. El Señor del Templo, en la figura de un niño
campesino, entra en el Templo del Señor.
Son dos cielos frente a frente: los dos de noche. Uno sereno, el otro turbado.
La fría indiferencia de los luceros hace más despiadado el dolor del corazón de
la Inmaculada.
II
Vuelven a Jerusalén, ya de día. La luz que riega el sol por los campos consuela y
alivia el tormento de María. Hay que desandar el camino.
¿Será Jesús?...
De esta manera transcurre la segunda jornada, para cada figura humana que
aparece, la búsqueda ansiosa y el sobresalto: ¿Será Jesús?
Silenciosas.
Por las calles, por las dependencias del Templo, sigue la búsqueda incesante. De
pronto la madre oye la voz del niño y se vuelve expectante.
Sentado en medio de los doctores: les escucha y les pregunta (Lc 2, 46).
Los que le oyen están pasmados. Sus padres contemplan la escena maravillados.
El corazón se acelera. María no aguanta más, y se le escapa un grito.
–¡Hijo!
Todos miran hacia aquella mujer afortunada que es madre de tal hijo.
Cuando el Niño está ya junto a ellos, María le pregunta con el admirable
equilibrio de quien sabe que aquel niño es su hijo, pero también su Dios:
–¿Por qué te has portado así con nosotros? Mira como tu padre y yo, llenos de
aflicción, te hemos andado buscando.
–¿Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas
que miran al servicio de mi Padre? (Lc 2, 48-49).
III
Surge la misión.
La dulce paz de Nazaret tiene que terminar un día. Es inútil aferrarse a ella.
Y despedirlos luego...
Y los hijos tenemos que amar mucho a los nuestros: es un gratísimo precepto del
Señor. Pero la familia de sangre no puede ser obstáculo para el cumplimiento fiel
de la misión santa señalada por Dios.
Es dura esta doctrina, tan dura que los hombres la entienden con dificultad. Jesús
lo sabía. Por eso, quiso dejarnos, y precisamente a esa edad en que comienzan
las dificultades, esa lección en su ejemplo.
Jesús no pidió permiso para quedarse: se quedó sin que sus padres lo
advirtiesen.
(Jn, 35-50)
–Mira, Jesús, por ahí viene Felipe, que es, como nosotros, de Betsaida; le
conocemos desde la infancia, juntos hemos jugado en la tierra de las calles de
nuestro pueblo; es muy noble y generoso, y tiene un gran corazón. Creemos que
podría ser uno de los primeros.
Yo miré hacia atrás y vi a un hombre joven que venía de camino, con una
especie de saco medio lleno a la espalda. Frente despejada, ojos claros y vivos,
alegre semblante, que se acerca sonriendo al grupo que, parado, le esperaba
cerca de donde yo estaba distraído con una de las cosas de siempre. Ellos no se
fijaron en mí. Cambiaron alegres saludos de amistad y muchas palabras en
arameo salieron de sus labios, pero una se quedó grabada en mis oídos, cuyos
ecos no se me olvidaron en la vida, y desde entonces todas las cosas me repiten
sin cesar:
–Sígueme.
Fue Jesús de Nazaret quien la pronunció. Vi que Felipe arrojó lejos el saco que
traía y en seguida, pidiendo permiso, se marchó presuroso, corriendo, por
aquella senda que va a Caná.
II
Natanael se arroja al suelo, y con las rodillas clavadas en el polvo del camino,
los ojos abiertos, muy abiertos, dice a Jesús:
(Jn 4, 6)
Al comienzo del verano, cuando el sol estaba en medio de su carrera, llegó Jesús
al pozo de Jacob, y, fatigado, se sentó sobre el brocal. Los discípulos se
marcharon al pueblo cercano para comprar qué comer, mientras Él se quedó
solo, en pleno mediodía, cansado del camino.
No hay la más ligera sombra en el campo que se apiade de la fatiga del Señor. Y
así aparece, a pleno sol, con su cuerpo encorvado, los codos sobre las rodillas,
las sandalias llenas de polvo, y su rostro sofocado y sudoroso.
Solo, a campo descubierto, los labios resecos de la sed y del calor, mirando con
sus ojos negros, muy negros, aquellas mieses ya maduras, que se mecen
ligeramente cuando pasa una aislada ráfaga de viento, que viene a romper la
calurosa quietud del mediodía.
Aparece en la escena, como intrusa que roba la soledad, una joven samaritana,
que, airosa en el andar, viene por agua a esta hora desierta.
Para ella es aquel día uno cualquiera de su vida absurda, vida empujada por sus
caprichos. Y, frívola y superficial, se encuentra con Cristo cuando no lo
esperaba.
Junto al brocal se dan dos actitudes: Dios cansado y una mujer inconsciente. El
Amor y el egoísmo.
El egoísmo, sin embargo, está a la orden del día. De sus figuras van nuestros
ojos llenos, en su reiterada y asfixiante monotonía. Es difícil poner los ojos en
alguien sin encontrarnos su huella. Aparecerá en la irresponsabilidad de la vida
de unos; en el consorcio de la alegría externa y loca con un profundo vacío
interior de otros; en esa sensualidad ingenua de muchos; en las conversaciones
impúdicas; en la desvergüenza colectiva. Y todo ello en muchos, víctimas de la
terrible confusión de hoy, mientras se sienten cristianos ejemplares, que acallan
la conciencia, si grita, con débiles lugares comunes, que corren de boca en boca.
El egoísmo se manifiesta por esa vaciedad del ambiente, que hace a los hombres
como productos artificiales, «ojos de vidrio y cabellos de esparto», incapaces de
reaccionar ni ante la muerte de un amigo en terribles circunstancias que son las
circunstancias ordinarias, constantes, de su misma vida.
II
Cincuenta años más tarde entra tú en el jardín de la historia, por este tiempo
abandonado: todo ha crecido o muerto de manera salvaje. Las hojas caídas de los
árboles forman, con los años, un manto espeso: algunos cables eléctricos rotos
cuelgan mecidos por el viento, la yedra cubre desordenadamente el templete, y
una raíz caprichosa amenaza derrumbar una columna. En su ambiente de soledad
y silencio acuérdate del brillo de aquella noche de fiesta: ¿Dónde está ahora
aquella belleza? ¿Y la juventud? ¿Dónde las intrigas y proyectos de aquellas
cabezas en la cúspide de un éxito transitorio?
Busca en donde podrás hallar aquel brillo espléndido y pronto advertirás que
sólo quedarán de él unas cuantas viejecitas, aplastadas por la ancianidad, restos
últimos de la liquidación definitiva de aquella vida.
III
Mas no quiero que olvides la figura central de este relato: Cristo, cansado.
Sólo el Amor trasciende. Si todo pasa, Dios permanece. Amor con obras.
Cuando los discípulos llegaron a Cristo, le ruegan que coma. Él no quiere. Tiene
otro alimento que consiste en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Sus ojos
están fijos en las mieses que llegan hasta el horizonte, y en ellas ve otras mieses,
de otros siglos, de otros campos. Cuando responde a sus discípulos, les dice:
–Alzad vuestros ojos, tended la vista por los campos y ved ya las mieses blancas
y a punto de segarse (Jn 4, 35).
(Lc 5, 5)
En aquella paz silenciosa, rota tan sólo por el lejano rechinar de las tablas de las
barcas y el ruido de fondo de las olas de la orilla, advertí cómo acudían, por la
parte que da a la ciudad, muchos hombres, mujeres y niños. Llegaban, hacia un
sitio donde se arremolinaban, en oleadas cada vez más numerosas. No podía
distinguirlos. Sólo veía las blancas túnicas que se acercaban a dos barcas que
estaban en la orilla. Quise saber cuál era el motivo de aquella concurrencia y
acudí yo también, llamado por el afluir de la gente.
–Duc in altum –guía mar adentro– y echad vuestras redes para pescar.
II
Pedro, que es pescador desde niño, que tiene la experiencia de sus antepasados
junto a la de su larga vida en el oficio, sabe muy bien que no pescarán nada.
Además, toda la noche han trabajado, cansados, echando y sacando la red... y
siempre la han sacado vacía.
Todo aconseja no obedecer al Hijo del Carpintero. Él no tiene por qué saber
cosas del oficio de pescador. Toda la experiencia, la remota y la próxima,
aconseja a Pedro tratar de disuadir a su Maestro de tal aventura. Pero Pedro tiene
fe en Jesús; sabe, porque es humilde, que lo mejor que puede hacer es obedecer.
Y lo hace sin pérdida de tiempo, informando antes al Maestro de su experiencia,
pero sin tomar excusa de esta información; acto seguido, echará la red. Por eso le
dice:
¡Qué pesca más abundante! ¡Cómo envidié a los que se embarcaron con Jesús!
Porque, mientras sus barcas se llenaban de peces, yo me quedé, solo, con mi
caña de pescar en la mano.
4. Por el tejado
...y abierto el techo, le descolgaron con la camilla al medio, delante de
Jesús (Lc 5, 19).
Hemos logrado, a pesar del gentío, introducirnos en la casa, junto a Pedro, muy
cerca del Señor.
Muchos, por no caber dentro, se han quedado fuera. Como nosotros tantas veces.
Se oye el murmullo, que crece por momentos, de la gente que llega en oleadas
cada vez más numerosas. Se contentan con la esperanza de ver a Jesús cuando
salgamos. O de tocar su túnica al pasar.
Una vez más se aprietan unos a otros, porque todos quieren ser los primeros. Por
las calles adjuntas se derraman, sin querer, los que sobran.
Ese mundo bueno –mundo que quiere ver a Cristo– les impide el camino.
Se van por otras calles, llevando consigo al enfermo. Hasta alcanzar por detrás la
casa donde estamos con el Señor. Logran poner pie en la escalera, por la que se
sube al terrado.
El Señor no se inmuta.
II
Manos afanosas.
Pero todos miramos al boquete descubierto, que se hace más y más grande.
Trabajan de rodillas, se ven sus rostros.
Con cuerdas descuelgan la camilla, que forma un fardo común con el cuerpo
muerto de aquel hombre vivo.
Con Jesús volvemos nuestra mirada al paralítico. Parece como si toda su vida se
agolpara en sus ojos: miran llenos de esperanza.
Los escribas y los fariseos se remueven en sus asientos: están pensando mal.
Jesús quita sus ojos del enfermo para encararse con ellos, más miserables que el
paralítico, por ignorar su miseria.
El Señor les sigue hablando, pero ellos no oyen ya, turbados de vergüenza...
Cuando han sentido alivio, porque los ojos de Jesús han vuelto a posarse sobre
los que le miraban con silenciosa esperanza, logran levantar los suyos.
III
Jesús al momento mira a los cuatro del tejado, y nosotros con Él. Como que es
este milagro un premio a su fe callada y operativa.
Y por mirar arriba no observamos cómo fueron los primeros movimientos del
hombre curado. Nos sorprende, ya de pie, levantando su camilla.
Y el que había sido paralítico obedece, y sale lleno de gozo, dando gloria a
Dios.
Salió el hombre de aquella casa por donde no entró. Y volvió a su hogar por un
camino que no había andado, a vista de todo el mundo, de forma que todos
estaban pasmados y dando gloria a Dios, decían: Jamás habíamos visto cosa
semejante (Mc 2, 12).
¿Quiénes serían aquellos que vimos por última vez en la brecha del techo?
(Mt 9, 9-13; Mc 2, 13-17; Lc 5, 27-32)
Íbamos hacia el mar... Y, como siempre, tú y yo detrás de Jesús. Caía el sol sobre
aquel camino arenoso y tú querías descubrir, entre las pisadas de los que iban
delante, cuáles eran las huellas del Señor. Como niños pequeños nos
entreteníamos en pisar las señales de sus pies, pisando sobre sus pisadas. Llenos
de ilusión. Creíamos que, caminando así, hacíamos lo mejor. Cuando ya se
terminaban las casas, vimos aquella última, pequeñita, con la puerta mirando al
mar. Delante, en fila rigurosa, estaban muchos judíos con bolsas de dinero en sus
manos, oteando con mirada recelosa...
Jesús se ha parado un instante frente a la puerta de esta casita, mientras que los
judíos alineados a la sombra le observan sin cesar.
Hemos llegado tú y yo, y miramos los dos, distraídos, los pies de Jesús,
esperando que comience a andar para ser los primeros en pisar sus pisadas. De
nuestro juego infantil, nos despertó la voz de Jesús, que dijo:
–¡Sígueme!
Alzamos nuestros ojos del suelo y vimos que el Señor hacía a la vez señas con su
índice a un hombre que, sentado en el banco de los tributos, le estaba mirando.
Mateo miraba a Jesús con asombro; una interrogación se dibujaba en su rostro,
como diciendo: ¿A quién es? ¿A mí?
II
Pensando que la llamada era para él, sin mirar más, sin atender a toda aquella
gente que aguardaba para pagar, sin contar los montones de dinero que estaban
encima de la mesa, y sin cerrar siquiera la puerta de su casa, dejándolo todo
como estaba, levantándose le siguió.
¿Por qué, al paso de Jesús, abandona con desprecio el dinero, que antes
ambicionaba con tanto ahínco y afán? ¿A qué es debido ese cambio de conducta?
Tú y yo entendimos que era uno más que se nos unía. Ya no perderá más tiempo
ganando sólo dinero; dedicará su vida a andar por caminos de amor y de ideal,
de heroísmo y de cielo, siguiendo a Jesús a donde quiera que vaya. Y por Él
dejará también, un día, con su sangre, su vida.
Y Mateo es publicano...
III
A ti, que me escuchas, amigo, te diré: tú que le sigues jugando a pisar sus
pisadas y conservando tu voluntad, sin haberla entregado, mira la actitud de
Mateo. Muchas veces, tú y yo, hemos comentado la conveniencia de darnos del
todo a Jesús, haciéndolo también sin palabras, y siempre me has dicho lo
mismo..., que más adelante..., que también sin seguirle del todo se puede hacer
mucho bien..., que el Señor también quiere que haya recaudadores de tributos...,
que... No es preciso que hablemos más, la conducta de Mateo es bastante
elocuente.
1. No tengo hombre
(Jn 5,7)
Vamos entre enfermos, ciegos, cojos, paralíticos, tendidos a uno y otro lado.
Sólo esperan.
Descubrimos un hombre que treinta y ocho años lleva enfermo (Jn 5, 4-5).
Esperando.
Le hacía falta un hombre que lo metiera en la piscina tan pronto como el agua se
agitara; por eso, mientras él hacía esfuerzos para echarse al agua, otro bajaba
antes. Eso le ha ocurrido una y otra vez, durante su larga enfermedad. Siempre
ha fracasado en su intento. Pero no ha desistido, y ahí ha permanecido, junto al
agua.
Le falta un hombre.
Ha hecho todo lo posible por reemplazar esa falta; este anciano paralítico posee
virtudes humanas: su reciedumbre, al recibir animoso fracaso tras fracaso; la
grandeza de la sencillez y naturalidad con que lleva su difícil situación; la
constancia: si ayer hubiera dado por terminada su lucha, hoy no lo hubiese
encontrado el Señor; la sinceridad y nobleza que manifiesta al contestar a Jesús,
atacando directamente la raíz del problema prolongado de su vida, y al
permanecer ahí, con su enfermedad al descubierto, sencillamente, después de
tantos años, en los que ha visto desfilar de continuo hombres que se reintegraban
a la salud y a la vida. Pero estas virtudes no son suficientes.
Tener hombre. Es el camino ordinario de curación. Pero este hombre sin hombre
no se queda sin premio; Jesús le dice:
Había sido curado de manera distinta a como había esperado tanto tiempo.
II
Pero las palabras primeras del enfermo se han quedado grabadas en nosotros.
No tengo hombre.
Es preciso ser hombre para llevar al hombre viejo a las aguas de la salud. Sin
virtudes humanas, un hombre no es más que un guiñapo, un paralítico, un ciego,
un enfermo del alma.
Por no ser hombres cabales, están junto a nuestro camino multitudes incapaces
de levantarse de su postración y abandono, teniendo la salud al alcance de la
mano.
Un hombre así está en las mejores condiciones para aprovechar las aguas que se
agitan para él: es el audaz, el sincero, el varón de deseos, el de ideales nobles, el
de voluntad recia, el valiente, el diligente, el que conjuga la intransigencia con la
comprensión, el generoso. Es alegre, responsable, laborioso y leal.
III
Del corazón de todos surge la misma oración: Señor, mándanos hombres así.
Porque nuestro mundo necesita hombres nuevos. No hace falta nada más que
mirar y observar: esa inmensa podredumbre, con oídos que no oyen y ojos que
no ven. Ahora que hablamos tanto de los derechos del hombre, pero que
prescindimos de los deberes que son su necesaria contrapartida.
El mundo de hoy está como acabamos de ver al paralítico, y debe crear una
nueva clase de hombres íntegros, cabales, recios, generosos, capaces de corregir,
dentro de sus posibilidades, todo el mal que los hombres mundanos han
provocado, a causa de una libertad mal entendida y mucho peor empleada. Todos
comprendemos que nuestro mundo amenaza hundirse no por falta de planes, sino
por falta de hombres.
No deben surgir planes, sino hombres, hombres superiores, atletas del espíritu.
Hay insinuaciones, hay órdenes, hay muchas situaciones, que sólo escuchan los
jóvenes, porque sólo a ellos van dirigidas.
2. Mano seca
...dijo al hombre: Extiende tu mano. La extendió... (Lc 6, 10).
Hoy es sábado de nuevo. Un sábado del comienzo del verano, y Jesús está
enseñando en la sinagoga. Nos alegra escuchar su palabra, estar en su presencia;
pero nos molesta la asistencia de un grupo de fariseos que está ahí, con el único
propósito de acechar, para tener de qué acusarle.
Las palabras de Cristo les resbalan. ¡Qué lástima! Sólo están abiertos a la crítica.
La derecha precisamente.
El hombre obedece. Todos vemos la mano muerta, anquilosada, seca. Hace calor,
lleva poca ropa.
–¡Extiende tu mano!
Todos sentimos la fuerza de la orden del Señor. ¿Qué sentirán los que
únicamente critican? La orden se refiere a la mano seca; ésa que es el problema
concreto del hombre, la que le hace estar manco.
Vemos el esfuerzo que hace por obedecer: los músculos están sin movimiento
desde hace años. Ha dejado de serle útil quizás desde siempre. La mano es un
viejo problema. Los esfuerzos que el hombre ha hecho por sí solo, desde su
infancia, por superar su defecto, nunca dieron resultado, y terminó dándose por
vencido.
Nos da la impresión de que van a saltar astillas de aquella carne endurecida, ante
aquel esfuerzo supremo. En las curaciones ordinarias, cuando un miembro se
anquilosa, cada vez cuesta más ponerlo en movimiento, y poco a poco, después
de mucho tiempo, termina por curarse.
En este caso, después del esfuerzo, al momento ha quedado tan sana como la
otra mano.
II
Es un milagro.
Una mano seca... Nos sugiere problemas personales sin resolver, que acaso, por
acostumbrados, no descubrimos.
A veces descubres que una vida sin amor es una vida sin sentido, por brillante
que ella sea, pero pronto lo olvidas, aturdido por ese montón de cosas pendientes
que siempre te persigue.
Corazón seco.
III
La función crea el órgano. Por eso la mortificación, que es fruto del amor, puede
también facilitarlo. La mortificación no es sólo romper cadenas que atenazan y
anquilosan, sino demostración operativa del amor de Jesús, y preparación y
ejecución perfecta de cualquier apostolado.
¿Por qué crees que se priva el atleta de cosas que no son malas?
Lo que nos enseña el Apóstol: traemos siempre en nuestro cuerpo por todas
partes la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también
en nuestros cuerpos (2 Cor 4, 10).
Y San Juan de la Cruz nos dejará una recomendación tajante. «Si en algún
tiempo, hermano mío, le persuadiere alguno, sea o no prelado, doctrina de
anchura y más alivio, no lo crea ni abrace, aunque se la confirme con milagros,
sino penitencia y más penitencia, y desasimiento de todas las cosas. Y jamás, si
quiere llegar a poseer a Cristo, le busque sin la cruz».
Corazón seco: ¡atento al dolor! El que nos viene de Dios es el que trae mayor
ganancia.
3. Naím
Tibi dico: surge (Lc 7, 14).
En las afueras de Naím se cruzan dos columnas de hombres: una sigue a la Vida,
la otra a la muerte.
Como tú.
Ahora.
¿No?
¿Vas o te llevan?
Ese cortejo que te acompaña en tu existencia y esas cosas con las que llenas tu
vida, ¿adónde te conducen?
Dentro de unos años, muy pocos, todo tu cortejo se habrá esparcido, para
integrar otros cortejos, a los que también ha de abandonar.
Te llevan a enterrar.
Horizontal e inconsciente.
II
El Evangelio nos cuenta que Jesús se arrimó y tocó el féretro; y los que le
llevaban, se pararon.
Muchas madres hoy empujan a sus hijos por el camino de la sepultura. Procuran
que Jesús no se fije en ellos, y si se fija, se los ocultan..., para que sigan su
camino cómodo, el que sigue la mayoría, el que termina en la fosa.
Tibi dico. Son dos palabras que subrayan el mandato del Señor. Como si quisiera
decirle –decirte–: date por aludido, no te hagas sordo, no te excuses en la
generalidad, hablo a tu persona y no a otra, a pesar de tus circunstancias, tus
proyectos y tus locuras.
¡Sé sincero!
Tibi dico.
¡Levántate!
III
Sinceridad para verse rodeado de nuestra gente, que nos lleva, sin advertirnos, a
la sepultura. Más que al fuego que avisa con su llama, teme al rescoldo
encendido que oculta la ceniza.
¡Levántate!
No te contentes con levantarte tan sólo, con ser un cadáver vertical. ¡Vive!
Se lo entregó vivo.
Sería bueno que muchas madres pensaran que pueden contar más con sus hijos
cuando viven por y para Cristo.
1. Se va quedando solo
...las gentes, salieron de sus ciudades, siguiéndole a pie (Mt 14, 13).
Por los caminos enorme caravana: es una columna inmensa de gentes que le
siguen. Comenzaron a ir tras de Cristo olvidados de sí: así como estaban. No
perdieron el tiempo en tomar provisiones para el viaje. No calcularon tampoco el
tiempo que duraría el camino.
Una vez, Jesús, viendo tan gran gentío, se movió a lástima y curó sus enfermos.
Y multiplicó cinco panes y dos peces, únicas reservas de aquella muchedumbre.
Y el número de los que comieron fue de cinco mil hombres, sin contar mujeres y
niños. Sobraron doce canastos llenos de pedazos (Mt 14, 13-21).
En otra ocasión dirá Jesús: Me causan compasión esos pueblos, porque tres días
hace ya que perseveran en mi compañía y no tienen qué comer, y no quiero
despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino (Mt 14, 32).
Multiplicó con exceso los panes que tenían.
Todos hacen esfuerzos por ponerse en primera fila, y escuchar así mejor su
palabra, cuando van detrás de Cristo, o para alcanzar lugar preferente cuando lo
encuentran.
II
Todos. Menos un hombre viejo que se ve en la última fila con un saco medio
lleno a sus espaldas; éste se entretuvo en tomar provisiones: unos higos secos,
dos mantas, un queso de cabra...
Llegó tarde, cuando todos estaban ya en marcha. Él quiere seguir a Cristo, quiere
también escuchar su palabra, pero con sus provisiones...; y, por no estar suelto y
desenredado, se va quedando atrás, embarazado con sus cosas.
Se va quedando solo.
Terriblemente solo.
Los que siguen a Cristo sin abrigo y sin comida van cerca de Él.
Olvidados de sí.
Desprendidos de todo.
Sabemos que el Señor echó del Templo a los mercaderes diciendo: Mi casa es
casa de oración (Lc 19, 64). El corazón del hombre es un templo, que no debe
estar lleno de bueyes. Es preciso dejar de estar dominados por amos extraños, es
necesario liberarnos del vicio o de la comodidad, del éxito o del ruido.
III
El contraste brutal de estas dos conductas nos hace pensar, sin embargo, que no
son las cosas lo que realmente vale.
El Único y el Todo.
Copio la carta de una madre a su hijo que, por seguir a Cristo, hacía años que
estaba en tierras lejanas: «Querido hijo: Recibimos tu carta y estamos muy
contentos porque te encuentras bien. Como el día nueve hace años que te
marchaste de España y nos diste el último abrazo, quiero que este día recibas
esta carta, para que te llegue el cariño y la memoria que siempre te tenemos. Y
ese día, a todas horas, pensando en ti, por ser el día nueve, día muy señalado
para nosotros. Dios quiera que pronto podamos darte un abrazo, y el tiempo que
te quede de estar fuera de España sea poco...».
Los que la forman viven pensando sólo en el Señor: quieren estar más cerca de
Él cada vez.
Y Él, que no defrauda a nadie –hoy como ayer–, si son precisos, hace nuevos
milagros.
2. ¿Rey?
Conociendo Jesús que habían de venir para llevárselo por fuerza y
levantarlo por rey, huyó él solo otra vez al monte (Jn 6, 15)
Y Él se esconde.
Han visto los milagros que ha hecho, y ahora vienen siguiendo a Jesús en
grandísimo gentío (Jn 6, 5). Son cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los
niños (Mt 14, 21).
Herodes cree que es Juan Bautista resucitado. El pueblo le sigue. Pero ninguno
tiene visión sobrenatural suficiente. El primero teme, el segundo ama; ninguno
ve.
Ha habido una intensa actividad apostólica, tan agobiante, que no les dejaba
tiempo de comer. Y Jesús ha decidido retirarse con sus discípulos a un lugar
desierto cerca del mar de Galilea. En barca atravesaron el lago. Pero las gentes
de todas las ciudades vecinas le siguieron a pie, y llegaron antes a la otra orilla.
Y Jesús al verlas se ha movido a lástima y ha curado a sus enfermos. Los ve
como ovejas sin pastor.
Es plena primavera.
Le acosan.
II
¿Qué pensaría Andrés cuando anunció que había allí un muchacho con cinco
panes y dos peces? Se porta generoso, pero aún calcula humanamente: ¿qué es
esto para tantas gentes? (Jn 6, 9).
¡Permanecen de pie!
Obedecen rendidamente.
No piensan en más.
III
Querían hacerle rey..., como queremos los hombres de hoy y de siempre mil
locuras inútiles que nos parecen razonables; como ponemos nuestro orgullo y
nuestra esperanza en cosas efímeras que pasan como las nubes; como perdemos
nuestros días en el bullicio de esta vida, ganando, y olvidando que no ganamos
nada; como sufrimos por llamar la atención de los hombres para conseguir tan
sólo llenarnos de vacío.
Aquellos galileos querían a Cristo, pero les faltaba visión. Le buscan, quieren
darle lo mejor que tienen, le aman con entusiasmo, penetran en su mirada lo
suficiente como para, olvidando el pan de la materia, perseguir el del espíritu,
pero no aciertan a saber quién es.
¡Qué torpes!
IV
Ni un cabello cae de nuestra cabeza sin su permiso, pero nos irrita su caída. Y, al
enjuiciar los hechos humanos, prescindimos del principal protagonista.
Y Él se esconde.
3. Ven
(Mt 14, 22-33)
Acabamos de ver a Cristo multiplicar unos panes y unos peces, de los que han
comido hasta saciarse varios miles de hombres.
Para que no nos contagiáramos de la locura común, nos mandó subir en la barca
y pasar a la otra orilla, mientras Él se quedaba despidiendo a la gente.
No se acaba nunca.
Tememos naufragar.
Es el Señor.
Los gritos se han apagado, pero la tormenta continúa. Pedro, que está a tu lado,
dirige a Cristo esta inesperada petición:
–Ven.
II
Y comienza a hundirse.
–¡Señor, sálvame!
Duda.
Teme.
Se hunde.
El Señor le reprende sólo por haber dudado, no por la audacia del proyecto. Le
corrige por haber supuesto en un instante que le podía abandonar, después de
haberle dejado arriesgarse en aquella aventura.
Con esos mismos altibajos nos manifestamos los hombres: primero, llenos de
entusiasmo; después, temerosos ante las dificultades.
Y, como a Pedro, pueden venirnos las dudas por prestar oídos al viento. Es la voz
de Cristo la que hemos de escuchar: todo lo demás es viento. El agua se hizo
firme bajo los pies de Pedro, cuando éste atendía exclusivamente al Señor.
III
Ven.
(Jn 9, 1-38)
Como tantos.
–Maestro, ¿qué pecados son la causa de que éste haya nacido ciego: los suyos o
los de sus padres?
–No es por culpa de éste, ni de sus padres; sino para que las obras de Dios
resplandezcan en él.
¡Y es un indiferente!
II
Han desaparecido para él todos los demás ruidos de la calle, como si nada más
existiera fuera de esa voz que habla tan cerca: ni esquina, ni hombres, ni
limosnas, ni ceguera...
Jesús escupió en tierra, y formó, lodo con la saliva, y lo aplicó sobre los ojos del
ciego. Éste siente el barro en sus ojos y la voz amiga:
¡Si es un indiferente!
El barro que suele poner el Señor en los ojos, la prueba, ¡cuántas formas reviste!
III
Dejó la esquina.
Se puso en marcha.
A tientas.
Él no torció su marcha.
Le vemos ir.
Se lavó allí.
¿Qué tenía que ver el barro, amigo, para dar la vista a un ciego?
Eso mismo que los hombres emplean para cegar, Cristo lo usa para dar la luz a
unos ojos muertos.
Y cuántas veces comprobamos que, junto a Cristo, lo que parecía una desgracia
resulta una maravilla.
Las consecuencias de este milagro fueron tremendas, pues, hecho en sábado,
produjo tanta admiración y discusiones, que nos proporcionaron una cantidad de
testigos, una comprobación judicial y algo así como un expediente procesal del
hecho.
IV
Pronto escuchamos la algarabía de los vecinos y de los que le han visto pedir
limosna, que discuten si es o no el ciego, el que mendigaba en la esquina. Pero él
decía:
–Aquel hombre que se llama Jesús hizo lodo, y lo aplicó a mis ojos, y me dijo: Ve
a la piscina de Siloé y lávate allí.
–No lo sé.
Con sanas intenciones presentan aquellas buenas gentes el ciego a los fariseos,
que son los amos de la ciencia oficial y de la ley, y éstos le someten a nuevo
interrogatorio. La contestación del ciego es clara y terminante:
Entre los jueces comienza la discusión, quieren saber la opinión del que había
sido ciego.
–¡Que es un profeta!
Llaman otra vez al ciego –así ha luchado siempre la mentira insidiosa contra la
verdad–, y vuelven a preguntar juramentándole y empujándole a declarar según
los intereses de ellos:
–Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo antes era ciego y ahora veo.
Este hombre acaba por impacientarse, no sólo por las molestas inquisiciones,
cargantes en extremo, sino por la mala voluntad que descubre en quienes debían
ser jueces imparciales, egoístas cerrados que tropiezan en detalles. Como
hombre honrado hace una valiente apología de Jesús, y con una dialéctica
diáfana propina golpes implacables, para terminar diciendo:
–Si este hombre no fuese de Dios, no podría hacer nada de lo que ha hecho.
–Creo, Señor.
2. No os paréis a saludar a nadie por el camino
(Lc 10, 1-4)
Sus primeras palabras fueron: La mies es mucha, más los trabajadores pocos.
Rogad...
II
En silencio van pasando las horas del día. No se oye más que el ambicioso e
incesante corte de las hoces. No hay tiempo que perder: es la época de la siega.
Bajo el sol implacable del verano, las espaldas inclinadas de esos hombres que
se meten más y más en las mieses, dejando detrás de sí otras tantas hileras de
haces, no tienen más resguardo que sus camisas empapadas de sudor.
Y pasan las largas horas de la tarde. Han abierto una tremenda brecha en la mies.
Y por la mañana, la salida del sol les vuelve a encontrar en la misma tarea
ansiosa, doblados sobre las mieses.
III
La mies es mucha.
Mies que los enemigos de Dios estropean y desbaratan. Mies que se pierde sola
porque no hay quien la recoja.
Segador, ¿que lo vas a pensar? No, la experiencia enseña que luego no se piensa
nada: se deja pasar sólo el tiempo. El demonio se vale de las cosas de la vida
para quitarte el pensamiento de la cabeza.
¿Pensar?
Se siega segando.
¿Que lo vas a pensar? ¿Te pararías a pensar si salvarías a tu padre del fuego
cuando le vieras dentro de su casa ardiendo?
Afán de mies que nos haga no reparar en los duros terrones del lecho, ni en la
falta de placenteros descansos que otros tienen.
(Lc 13, 10-17)
Y lo pisa en seguida.
II
Pienso, al verla, en tantos que se olvidan de Cristo:
Ellos y ellas, con sus almas así encorvadas, contrahechas, inclinadas hacia la
tierra, incapacitados para mirar al cielo.
El espíritu mundano.
Son inmensas multitudes: entre ellas hay hombres de todas las razas, de todos los
países, de todos los idiomas, amarrados a la tierra con invisibles cadenas.
Son esas nuevas juventudes, por millares, que viven sin Dios, y que al son de un
ritmo son capaces de poner a toda una ciudad en estado de terror, convertidas en
una bestia salvaje que amenaza.
No quieren saber nada de otra cosa distinta de las que les entran por los ojos.
Almas encadenadas.
III
Como las plantas sin agua, así nos inclinamos hacia la tierra sin Cristo.
Llevamos con nosotros la concupiscencia de los ojos, la concupiscencia de la
carne y la soberbia de la vida. Tres deformaciones que tienden a desarrollarse,
tres cadenas que intentan afirmarse. Los consejos de Jesucristo son los remedios
para estas desviaciones: sólo estando cerca de Cristo podemos levantar la
cabeza.
Las cosas de la tierra nos distraen. Es verdad que las pisamos luego. Pero unas se
suceden a otras en colocarse delante de los ojos y, distraídos así, se nos puede ir
la vida sin darnos cuenta.
Los esclavos de otros tiempos eran cuerpos encadenados y almas libres. Los de
hoy son cuerpos libres y almas encadenadas. Y de esclavos así, inmensas
multitudes pueblan el mundo.
IV
Conocemos los argumentos de ese espíritu, con los que consigue inclinar a los
hombres sobre la tierra o justificar su inclinación, olvidando el cielo. Pero es tan
insinuante, tan persistente...
A mayor deformación por esa curvatura, mayor dificultad para mirar el cielo.
Esta mujer se pone delante de Cristo. Ella sabe su desgracia. Tiene un resorte
sano: es sincera. Se acerca lo más que puede, así como está, como es.
Busca a Cristo, que es quien puede enderezarla, librarla de ese espíritu malo que
la tiene esclavizada.
Él la llama y la consuela.
Se enderezó.
Pisando la tierra.
4. Lázaro
Lázaro, sal afuera (Jn 11, 1-44).
Marta y María, sus hermanas, llamaron al Señor cuando lo vieron grave: mira,
aquel a quien amas está enfermo. Sabían de esa amistad divina, y de lo que el
corazón del Amigo era capaz.
Estamos delante de la gruta sepulcral cerrada, como es costumbre, con una gran
piedra.
A este lado está la Vida, Jesús, que ha llorado por Lázaro, al ver llorar a sus
hermanas. Si hubieses estado aquí, no hubiera muerto mi hermano –le han dicho
al saludarlo, pero no en son de queja, sino de fe y confianza en el poder del
Amigo–. La amistad con Jesús está por encima de cualquier cosa, por encima
incluso de la muerte del hermano.
Él tiene todo previsto, y, aunque nos duela, sabe mejor lo que conviene.
Es un sereno amor sin nubes al Amigo, aunque a sus ojos la tardanza de Jesús ha
sido el motivo de la muerte del hermano.
II
La amistad da sin pedir. Y busca hacerlo fuera de todo cálculo, más allá de toda
normalidad.
La hermana lo presiente: Jesús no se contenta con llorar ni con venir desde lejos,
ni con visitar el sepulcro. Es Amigo y quiere de veras, su amor supera todos los
cumplimientos. El amigo hace lo que puede, y Jesús lo hará.
Él es Omnipotente.
La Palabra Eterna hace una invitación concreta, para aquellos que quieran
recibirla:
–¡Quitad la piedra!
–Señor: ya hiede –se oye la voz de Marta. Algunos nos apresuramos sobre la
piedra, y con esfuerzos logramos apartarla. Otros prefirieron, remolones, no
darse por aludidos. Se quedaron de meros espectadores.
Otra vez la Palabra Eterna, ahora, con voz muy sonora, habla a un muerto:
Ahora fuimos más los que nos apresuramos a hacer la voluntad del Señor.
III
Lázaro ha resucitado.
Cuando los hombres hicimos lo nuestro, quitar la piedra, Él hizo lo suyo, traer a
Lázaro a la vida. Después quiso seguir utilizando nuestros ineficaces servicios...
Él, que puede hacerlo todo sin nosotros. ¡Qué triste locura la de los que no
quisieron acudir al honor de trabajar en la obra de Dios!
Lázaro era amigo de Jesús: ésa era su mayor fortuna. No sabemos qué haría
Lázaro para ser amigo del Señor, aunque nos consta que Él está siempre
dispuesto a serlo de cualquier hombre. Seguramente le trató siempre que pudo, y
siempre que tuvo ocasión se volcó más con Él.
Jesús, el Amigo, está junto a nosotros cada día. Sería bueno descubrirle en cada
uno de los hombres que se nos acercan: ellos son imágenes de Él, por lo menos,
aunque a veces sean imágenes estropeadas. En ellas –esa persona que vive con
nosotros, la que trabaja a tu lado, aquella que te encuentra en la calle, la que pide
tu atención cuando estás ocupado– debemos ver, amar y servir a Cristo. Ellas son
el Amigo.
Precisamos una serenidad de vida para verlo así. Es la amistad divina practicada
con los demás.
Ser amigo de todos, sin excluir a nadie, y procurar que sean mejores para ser
más amigos.
La amistad es amor.
1. Excusas
Un hombre dispuso una gran cena y convidó a mucha gente. ...Y
comenzaron todos, como de concierto, a excusarse. El primero dijo: «He
comprado una granja y necesito salir a verla. Ruégote me des por
excusado...» (Lc 14, 16-18).
Una invitación.
La hipocresía nos dirá que los llamados que no acuden son los infieles.
La sinceridad señalará que los que se excusan son cristianos, pues los paganos
no han tenido el llamamiento de la fe; son cristianos que no viven las exigencias
de su nombre.
¿Qué hacen?
Algunos, muy pocos, enseñan catecismo los sábados por la tarde.
II
Sigue el camino de uno de esos niños que, en un barrio bajo de la ciudad, han
asistido al catecismo. En su vuelta al hogar verás y escucharás la invitación
urgente.
Vuelve con una oración aprendida y unos dulces en sus manecitas sucias.
Y entra en lo que es la casa de sus padres: una choza manchada de humo, con
techo de latas. Eso es todo. En un rincón arde un fuego intermitente con
materiales improvisados. Sólo hay un colchón roto en el suelo, única cama
común de toda la familia.
Allí mismo cocinan. Allí el niño vuelve a ver la misma miseria, la misma
promiscuidad, los mismos disgustos. Allí vuelve a encontrarse con el conocido
rostro del hambre que se dibuja pronto en el renegrido techo de latas ahumadas.
Y así viven miles de hombres en los arrabales de las grandes ciudades, muy
cerca de donde se exhibe un lujo insultante.
Hombres en un estado de postración tal que no son útiles para nada. Su oficio es
el de «parados». Niños que a los cinco años aún no saben hablar. Rasgos de
degeneración...
Y en ese ambiente nacen, vegetan, enferman y mueren.
¿Cómo es que van si hay tantos tan cerca de ellos que ignoran su fe?
Toda esta situación de nuestro siglo es, por sí sola, una invitación apremiante: es
preciso una renovación cristiana.
Pero los hombres de hoy, como los de la cena, no van. Se justifican con los
mismos motivos: mujeres, granjas y bueyes.
III
Esta llamada es una llamada de Dios a través de un mundo que agoniza. Se habla
mucho, se escribe, se comenta; pero el mejor aval de la sinceridad de los que
hablan lo tienen los que dan la vida por su causa.
Al mismo tiempo, en el mundo entero hay una guerra contra Dios: países en los
que se lleva a cabo una satánica descristianización; otros, en donde se persigue a
la Iglesia; las naciones de Occidente corroídas por las garrapatas del demonio,
fuerzas ocultas de Satanás. Y el error, el capricho y la mentira turbando y
confundiendo a las gentes.
¿Crees que podemos contentarnos, frente a ese panorama mundial, con el
catecismo de los sábados por la tarde?
Y no quiero pensar en el triste papel que hacen los que se limitan sólo a
protestar, contestar o discutir, y pretenden, ingenuamente, arreglar el mundo con
eso.
IV
Pero ¿para cuándo dejamos los cristianos de hoy esas máximas sublimes del
Evangelio, sin justificaciones ni excusas? ¿Para cuándo, ante esta ocasión, aquel
si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y
sígame (Mt 16, 24)?
Y ¿para cuándo aquel dar la vida para ganarla, el grano que se pudre, el empleo
de los talentos?
¡Qué fácilmente olvidamos que dijiste: quien no carga con su cruz y me sigue,
no es digno de mí! (Mt 10, 38).
«Hoy es el tiempo del heroísmo, la hora de la entrega total», nos dijo Pío XII.
Por eso Stalin, moviéndose en esta misma hora, sintió lo mismo: «Necesitamos
una juventud que dedique a la Revolución no sus tardes libres, sino la vida
entera».
¿No te parece ridículo sentirse satisfecho por dedicar a Cristo las horas vacías de
la tarde del sábado?
Que nos convirtamos a Cristo. Que nos decidamos a sufrir en nosotros esa
«metanoia», esa transformación, ese cambio total. Que no tengamos tiempo y
lugar para esas ridículas cosas con las que llenamos la vida, para esas pequeñas
satisfacciones del egoísmo personal. ¡Que arrojemos de nosotros la triste capa
del aburguesamiento y de la comodidad!
Sinceridad. Generosidad.
¡Fuera el egoísmo!
¿Acaso Cristo, al pasar por entre los hombres, ordenó alguna vez a un joven:
¡No, no te levantes! ¡No me sigas!
(Lc 17, 11-17)
Diez hombres leprosos vagaban por los riscos, alejados de la vida de los demás,
buscando su cobijo en las grutas de piedra formadas casualmente en las
montañas, como si fueran animales dañinos. Y si alguna vez una persona normal
se acercaba a su morada, ellos tenían la obligación de gritar: «¡Apártate, es un
lugar impuro!».
Esperaban a Cristo. Desde las rocas más altas de su guarida vigilaban los
caminos de la Tierra, siempre con la esperanza de ver el paso del Señor.
II
Era Jesús el que venía. Lo ven acercarse. Sus corazones laten cada vez más
fuerte. Sienten salírseles del pecho, hasta que comienzan a gritar:
El grupo está parado a lo lejos, la ley no les permite acercarse; desde lejos le
gritan impacientes, fuera de sí.
Fue una prueba de fe. Cristo no les hace el milagro del modo que esperaban.
Pero su fe triunfa en la prueba.
Y uno de ellos apenas echó de ver que estaba limpio, volvió atrás glorificando a
Dios a grandes voces, y se postró a los pies de Jesús, pecho por tierra, dándole
gracias: y éste era samaritano. Jesús dijo entonces:
–¿Pues qué, no eran diez los curados? ¿Y los nueve dónde están?
Los nueve, mientras, corrían ya hacia sus casas. Con las espaldas vueltas a Dios.
Sin tiempo para volver a Cristo, a darle gracias por haberles puesto de nuevo en
la vida. Celosos de sus tristes y pasajeros tesoros, discutiendo al Señor su
derecho a la libertad.
III
Han pasado los siglos y siguen corriendo igual: otros, hombres y mujeres, les
han relevado en la fuga; aquellos nueve ingratos se han convertido en cientos de
millones. No saben dónde van, pero huyen de Dios, para que no les arrebate su
tiempo y sus riquezas. Ignoran en su loca carrera la ausencia del valor en las
cosas, y el poco tiempo que duran, aunque lo tuvieran.
Los niños suelen divertirse en las carreteras separando con palitos a los
escarabajos de sus pelotas de basura. Por el verano, se ven grupos de estos
pequeños animales allá donde hay estiércol de caballo, con lo que fabrica cada
uno su bola redonda, para proteger en ella sus huevecillos. Su faena consiste en
rodar por el suelo un puñado de excremento, hasta conseguir, después de algún
tiempo, una esfera perfecta, forrada de la tierra que se le pega.
«He perdido todas las cosas, y las tengo por estiércol, para ganar a Cristo», nos
dice San Pablo (Phil 3, 8). Pero los hombres de hoy afanándose tras sus cosas,
como los escarabajos, no quieren saber de nada más. En sus ambiciones ponen
su tiempo y gastan sus vidas. Y van detrás de esas bolas, rodándolas por todos
los caminos de la tierra, sin advertir que son también pelotas de basura.
Oigo, Señor, aún el tono de tus palabras, y percibo clara la queja, la desilusión
por los hombres, y la amargura por nuestras torpezas. Los nueve están hoy,
representados por millones que huyen de ti, corriendo por todos los caminos
detrás de sus cosas.
3. Una cosa te falta aún...
Y Jesús... le dijo: Una cosa te falta aún: anda, vende cuanto tienes y dala a
los pobres, que así tendrás un tesoro en el cielo, y ven después y sígueme.
A esta propuesta, entristecido el joven... (Mc 10, 21-22).
Te envío estas líneas, porque me he enterado que aquel entusiasmo con que
acudiste al Señor ha comenzado a aflojar, que el brillo de tus ojos ha sido
sustituido por un velo de tristeza, que la alegría del primer encuentro ha dejado
paso en tu alma al abatimiento y al egoísmo.
–¿Qué debo yo hacer para conseguir la vida eterna? (Mc 10, 17) –preguntaste.
–Todas esas cosas las he observado desde mi mocedad (Mc 10, 20) –nos dijiste.
II
No puedes continuar por más tiempo flojo. Rompe las amarras que te atan a la
tierra por nobles que sean, y no defraudes a tantos, comenzando por el Señor,
que están esperando tu lealtad. Recuerda las cosas que aprendiste...: Perpetua,
aquella muchacha cartaginesa, hoy Santa Perpetua; por muchos motivos que
tengas tú para titubear, más nobles, más grandes y más santos los tenía ella. En
su caso, se oponían a su lealtad a Cristo los vínculos de los amores más fuertes
que un corazón humano puede tener: su padre y su hijo, que sin ella no podría
vivir por ser de edad muy tierna; la desgracia de los suyos; la infamia; la
muerte..., y Perpetua fue fiel. Por no torcer la línea recta de su lealtad al Señor
con los razonamientos humanos que su padre, muerto de dolor, el mismo juez, el
mundo, el demonio y la carne le hacían, prefirió la muerte con alegría, y mártir
murió.
Ella tuvo tantos razonamientos para salir de la cárcel, donde solamente el amor a
Jesús la tenía encerrada, como tú puedes tener hoy en la lucha: el cuarto
mandamiento... su padre pagano a quien ella podría convertir si salvaba la vida,
su hijito... aún no bautizado, si... también se puede ser cristiano fuera. Ella
superó la tentación de esos «santos» pensamientos.
Ahora dime. ¿Qué son tus problemas por grandes que sean, qué el que tú te
encuentres un poco incómodo en ese ambiente nuevo, comparándolos con los
vínculos de Perpetua, tan hondamente metidos en su corazón?
III
Generoso preguntaste: ¿Qué más me falta? (Mt 19, 20).
Aman los japoneses la flor del cerezo porque prefiere caer antes que mancillarse,
y porque siendo así representa el espíritu japonés. Ésa es también tu única
postura: has de preferir la muerte antes que mancillarte; entiendo por mancilla
cualquier cosa que te haga desviar de tu camino recto de lealtad a tu Señor.
Resiste por amor de Dios, y resiste con alegría a esas nubes que el demonio bien
sabrá poner a tu alrededor, pues cualquier cosa que sea, lo que te cueste no será
ni con mucho la muerte.
No sé cuales serán los motivos de tu flojera, pero sé por experiencia que, cuando
el corazón comienza a titubear en su fidelidad, para justificarse, se agarra a lo
que encuentra más a mano. No porque crea al principio que eso le justifica, sino
para ocultar su cobardía, y después de tantas veces como ha repetido el pretexto,
termina creyéndoselo, como algo que justifica plenamente. Y qué feo es hablar a
un alma como tú de justificaciones, cuando... ¡sólo entiendes de lealtad!
IV
Por todo ello, quizás hayas mirado hacia el matrimonio, que te habrá presentado
el demonio pintado de color de rosa y con más alicientes «santos» que nunca.
Son refugios, son refugios. Es verdad que es grande ser padre o madre, pero es
mucho más grande ser virgen por amor de Dios. María, si te sirve para algo su
ejemplo, prefirió ser virgen a la posibilidad de ser madre del Mesías.
Ante esos millones de almas se hace lo que sea, no se puede reparar en medios
costosos. La Virgen, por ser virgen, fue después madre de inmensas multitudes.
Nadie ignora la predilección de Dios por la virginidad, ni la prodigiosa
fecundidad que trae consigo. Que es ventajoso al hombre el no casarse, dice San
Pablo (1 Cor 7, 26). Tú dejarás una estela de hijos de tu espíritu, que ni el
tiempo, ni nadie, podrá borrar.
¡Cuántos ejemplos podría darte de ellos y de ellas, que supieron y saben resistir
heroicamente en la defensa de su virginidad, cuando parientes y amigos la atacan
con rabia!
Cuando enderezaste tus pasos hacia Cristo, sentiste que Él quería. Quería
entonces, quiere ahora y querrá siempre... y si Él quiere, sólo hace falta que
siempre quieras tú.
Y quiere aunque te cueste, pues ya sabes que no hay redención sin dolor.
X. GENEROSIDAD
1. ¡Possumus!
¿Podéis beber el cáliz que yo tengo de beber?... ¡Podemos! (Mt 20,22).
En el campo, a mediodía.
Un alto en el camino.
Es de nuevo la primavera.
Esta mujer ambiciosa tiene delante a Cristo; al fondo, las gentes; más allá, las
montañas: un mundo que se insinúa tras el horizonte y el cielo azul.
–¿Qué quieres?
–Dispón que estos dos hijos míos tengan asiento en tu reino, uno a la derecha y
otro a la izquierda.
Ahora están delante del Señor, con la cabeza gacha, con rubor en sus mejillas, al
lado de su madre. Un rubio mechón de la cabellera de Juan, el apóstol joven,
pende en el aire, movido suavemente por ligeras ráfagas de viento.
II
Jesús mira a ambos. En sus labios se dibuja una sonrisa. Sus ojos divinos se
posan una y otra vez en las sonrojadas frentes de cada uno. Y ambos, a su
tiempo, sienten el ardor de la mirada de Cristo, como si les quemara.
–No sabéis lo que os pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo tengo de beber?
–¡Possumus!
–¡Possumus, Domine!
¡Podemos, Señor!
Hasta este momento es la madre quien ha hablado. Ahora son ellos los que
responden, apuestos.
Y Él sabe mejor lo que nos conviene. Deseemos lo que el Señor desea: Sed,
pues, perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Es cosa
que nos dijo hace tiempo. ¡Qué fácilmente se olvida!
Deseos de perfección:
Dispuestos a todo.
Mi Dios os dará lo que os falta (Phil 4, 19), nos dirá San Pablo.
III
(Mc 10, 46-52)
Él es ciego de nacimiento.
II
Muchos, buenos, creen estar en el camino del Señor, y lo están, pero sentados. Y
ciegos, pues creen que ven, y no ven. Con iguales disposiciones, lo que quieren,
lo que ansían, lo que buscan, no es más que polvo. Como el ciego del camino,
permanecen con su mano extendida, día tras día, siempre...
Tú y yo, rodeados por el gentío con el que seguimos al Señor, hemos advertido a
Bartimeo sentado en el lugar de costumbre. Y, como con frecuencia, algunos le
acompañan.
Habiendo oído, pues, que era Jesús Nazareno el que venía comenzó a dar voces,
diciendo:
Ésta es su oración.
Sus voces, desde la cuneta del camino, se oyen por toda la campiña. Todos
volvemos nuestros ojos hacia Bartimeo, mientras andamos, porque Jesús no se
detiene.
Él se sabe ciego, cree que hay una luz que nunca ha visto, y pide misericordia.
La humildad de su oración es manifiesta: no le importa el concurso de la gente,
ni humillarse en presencia de todos. Nos enseña la primera condición de la
oración.
Entre sus voces, escucha los pasos incesantes de la comitiva, que no se detiene.
Por eso, cada vez, grita con más deseo, humillándose, si cabe, más.
Al oír al ciego, ¡cómo me dan ganas de gritarle yo también, por tantas y tantas
cosas! Con la misma humildad, con la misma confianza.
III
Por encima de las críticas de los mediocres, se levanta el grito del que confía.
Grita con la pasión de quien sabe que Cristo pasa junto a sí.
Grita y grita.
Y le mandó llamar.
IV
Aún sigue clamando, cuando escucha los pasos apresurados de unos mensajeros
voluntarios mezclados con sus voces que le dicen:
Tira la capa.
Y viene corriendo... ¡a ciegas!
Jadeante.
Pienso en tantos ciegos que se quedan sentados en la vera del camino: no porque
no escucharon los pasos de Jesús y de los que le siguen, que de algún modo
oyeron. No por no haberle clamado, que lo hicieron. No porque les faltó alguien
que les llamara, que también tuvieron quienes les hiciera ese servicio. Sino
porque les faltó el garbo de tirar la capa...
Tirar la capa.
La capa es eso que estorba, aunque sea muy bueno. Bartimeo ha añadido a su
oración esa condición del orante: desprendimiento.
Tiró la capa.
Y vio al momento.
VI
Llegado que hubo Jesús a aquel lugar, alzando los ojos lo vio, y le dijo:
Zaqueo, baja luego; porque conviene que yo me hospede hoy en tu casa (Lc
19, 5-8).
Quiere ver a Cristo y se encarama en una higuera. Jesús quiere hablar con él, y
se detiene debajo.
Es de pequeña estatura; la calle está llena de gentes que le impiden ver al Señor.
Pero es un hombre acostumbrado a no detenerse ante los obstáculos.
II
Muchos hombres, como Zaqueo, también quieren ver al Señor, y ser de Él, pero,
aunque no tienen respeto a hombre alguno, no se atreven a acercarse. Quizá por
la conciencia sincera de su propia indignidad.
Quieren.
Se ponen a tiro.
Esperan...
¡Que jamás vayamos tan embebidos en nuestras cosas, que no descubramos a los
Zaqueos que nos aguardan!
Ovejas descarriadas que desean al Buen Pastor. También con hombres poderosos
en una terrible soledad interior.
El apostolado es amor.
Jesús aprecia más un alma que le ganemos con su ayuda, que todos los servicios
que le podamos hacer.
Y, porque es amor con obras, es fácil que uno que no hace apostolado personal
sea un cadáver mantenido, con un lugar en la vida.
Un gesto humano, un detalle de delicadeza una nota de simpatía, quizá haga más
bien que mil silogismos.
...quebrando el vaso (Mc 14, 3).
En Betania.
Trae en sus manos uno de aquellos vasos de alabastro de cuello fino y alargado,
en los que es costumbre conservar perfumes de alto precio. Quiere hacer un
tributo de honor a Jesús; ella, que, como contemplativa, había elegido la mejor
parte, de la que jamás será privada (Lc 10, 42).
II
Su actitud nos recuerda la audacia de aquella otra mujer que, en una ciudad de
Galilea, lloró a los pies de Cristo. Un rico fariseo había rogado al Señor que
fuera a comer con el en unión de otros personajes, más para examinarlo de cerca
que para honrarle. Todos escuchábamos desde dentro la algarabía que el pueblo
reunido en la plaza levantaba: a oleadas fueron llegando más y más gentes, y
todos se esforzaban por ser de los primeros. Dentro de la sala se movían los
criados sirviendo los manjares.
Es ella, la pecadora.
La actitud de las miradas cambió al momento, y cayó sobre ella una nube de ojos
feroces y severos. Otros de risa. Ella los notó sobre sí, pero no cambió el paso de
su marcha.
Ni se detuvo, ni titubeó.
«Se acercó al Señor impura para volver purificada» (San Agustín, Sermo XCV).
III
Impone silencio.
¡De un golpe!
Ese chasquido del frasco de María tendrá ecos que se oirán sin cesar por los
siglos. Se repetirá en las almas que saben hacerlo consigo mismas, como María
lo hizo con su vaso y con su vida.
Si hubiera derramado sobre el Señor parte del perfume, con eso sólo hubiera
hecho más que el resto de los comensales.
María no calcula.
Y dando todo, no se reserva ni el vaso, que puede ser ocasión de muy queridos
recuerdos suyos. Además es un objeto valioso, con un contenido todavía más
precioso. Judas lo calcula en seguida: vale trescientos denarios. Sobraba para dar
de comer a cinco mil hombres.
IV
¿Por qué ese gasto sin razón? ¿A qué viene ese sacrificio sin sentido?
Los hombres son torpes para entender por qué se ha de dar más de lo que es
preciso, por qué de un golpe, por qué de una manera plena, completa, total. Les
parece un desatino la entrega preciosa de vidas elegidas, en luminosa juventud...
A veces se enfurecen, como con María: braman contra ella (Mc 14, 5).
Los egoísmos, las críticas, las faltas de fe, esos miedos a las entregas totales, se
disipan con la palabra eterna.
Ojalá llenemos tú y yo, con nuestra vida vertida a los pies del Señor, el mundo –
nuestra casa– de un olor delicioso, de una fragancia.
Nunca jamás nazca de ti fruto (Mt 21, 19).
Y como viera a lo lejos una higuera con hojas, se encaminó allá por ver si
encontraba en ella alguna cosa: y, llegando, nada encontró sino follaje, porque
no era tiempo de higos (Mc 11, 13).
Seguimos al Señor a campo traviesa, y observamos cómo busca entre las ramas y
las hojas. Dio una vuelta al árbol examinando su copa.
No encontró nada.
II
Y el labrador espera...
III
Es posible que, mientras lees, trates de justificar tu esterilidad, poniendo tus ojos
en lo que llamas fruto. Por favor, mira a ver si son hojas y hojas. Puras hojas.
Follaje...
Ruido, vanidad, bulto...
Te advierto que lo que necesitan las fuerzas del mal para triunfar es conseguir
bastantes hombres y mujeres buenos que no hagan nada.
IV
–Maestro, mira que la higuera que maldijiste se ha secado (Mc 11, 21).
–Señor, déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella, y le echaré estiércol,
a ver si así da fruto; cuando no –continúa resignado–, entonces la harás cortar
(Lc 13, 8-9).
Le dieron nueva oportunidad.
Como a ti.
1. Sobre un borriquillo
(Jn 12, 15)
II
El asnillo lleva a Jesús encima. Pasa entre el delirio de las gentes sin inmutarse,
sin cambiar el paso, sin mirar ni a un lado ni a otro, como si tuviera consciencia
de la importancia que tiene ser borrico de Jesús. Va pisando flores y túnicas de
seda. Silencioso. No mira a nadie. Camina humilde y sereno, con gozo y con
paz, y sus pasos hacen un contraste evidente con los gritos delirantes de las
masas fuera de sí, por un entusiasmo repentino.
Hacia él convergen los gritos y los aplausos, y hacia él miran las gentes cuando
hablan del nuevo reino. Va pisando un camino alfombrado por ramas frescas y
sedas. Pero él, que se sabe borrico, no cambia el paso...
III
De carga o de noria.
Constantes.
Un caballo así está más de acuerdo con la entrada de un rey, con la conquista de
la tierra, con las revoluciones humanas.
(Lc 22, 54-62)
Jesús había dicho a los apóstoles que sufrirían escándalo esta noche; después del
prendimiento, huyeron desconcertados en su fe y en su esperanza.
Solo ya.
Huyeron todos.
A su Mesías en derrota.
Hasta nuestros oídos llegaban las voces del grupo, que se apagaban según se
retiraba. Sus sombras, aunque la luna luce muy clara, se disipaban también en el
camino. La luz de las antorchas, desde lejos, era como una hoguera que se
alejaba tiñendo los olivos de un resplandor rojizo.
Nos olvidamos en parte de nuestras cosas, y nos pusimos a andar, para ver en
qué paraba todo aquello.
II
Entre ellos.
Pedro siente en lo vivo las ofensas a Jesús, pero no se atreve a más. Sólo
consigue estar ahí, escondido entre la chusma.
–Mujer, no le conozco.
Pedro no se marcha, el amor no le deja abandonar a Cristo.
Y no se da cuenta.
Y Pedro:
Es la segunda vez.
–No hay duda, éste estaba también con Él; porque es igualmente galileo.
III
Mientras hablaba Pedro, oímos el canto del gallo que escindía la noche.
Y salió fuera.
Y lloró amargamente.
Salimos detrás.
Le vemos llorar.
Que la alegría y la paz son para los animosos, para los que no temen seguir de
cerca a Jesús, aunque los demás le dejen.
1. Flagelación
...y mandó azotarle (Jn 19, 1).
Saben que hace milagros, que sus fuerzas van más allá que la de los demás
hombres...
Ahogo en mí un grito cuando les veo emplear todas sus cautelas en asegurar los
brazos del Señor:
Como si fueran cadenas de tierra las que someten a Jesús a este suplicio.
II
En esa carne blanca y sin mancilla se dibujan manchas de sangre, tantas como
los extremos duros del látigo.
El soldado pega cada vez más de prisa, con todas sus fuerzas.
Mientras, entra un segundo verdugo en acción. Éste también apresura sus golpes,
y después entra otro; y así van incorporándose todos.
Cada golpe deja marcada su piel con tantas heridas rojas como las balas de
plomo que se hunden en su carne.
Los impactos de los huesecillos, hierros y balas trituran la piel, abriendo heridas
que se cruzan siempre.
III
Y a cada golpe de látigo, llega la sangre en lluvia menuda hasta los rostros y
túnicas de los espectadores.
El cuerpo del Señor, a cada golpe, reacciona con dolorosos movimientos; pero
pronto, la frecuencia de los azotes y la intensidad de los dolores, que se suceden,
ahogan cualquier reacción natural.
Se le va la cabeza.
Vértigos.
Carne virginal, carne sin mancha... que sufre por las manchas de la carne, por los
pecados de los hombres.
Sin medida...
Los rostros de estos verdugos comunes son caras conocidas, los hemos visto
muchas veces: exhibicionistas, impuros, deshonestos, cobardes.
A ver si eres capaz, viendo a Cristo así, por ti, de hacer lo que aquel hombre que
suspendió la flagelación.
¡Basta ya!
2. Se oyen los golpes del martillo
Tú y yo, aquel día gris y triste del primer viernes santo de la historia, estábamos
también en la cumbre del Calvario.
La cruz, con sus brazos abiertos y extendidos cara al cielo, nos sobrecogió. A un
lado, el cuerpo agotado y desnudo de Jesús aún con vida, manchado de sangre y
de tierra, tirado en el polvo sucio de la cumbre, encogido, aguardaba peores
tratos. Su rostro en el suelo, cerca de sus rodillas, sobre el que caían sus brazos
abandonados.
Todos callábamos.
Hasta los pájaros enmudecieron sus trinos y el viento se paró para apagar los
ruidos de su carrera. Los mismos veteranos de Roma, al ir y venir, también,
como impresionados por la grandeza de aquella escena, lo hacían con cuidado,
para no turbar la impresionante solemnidad de aquel silencio.
1. Buen ladrón
Señor, acuérdate de mí... (Lc 23, 42).
En él hay una rara resignación: comprende que su vida fue un fracaso, una
agitación inútil. Se equivocó jugándose la vida a una carta falsa.
En el corazón del buen ladrón quedaban aún fibras sanas, a pesar de su vida
corrompida. Los versos de Job, quizá oídos en su infancia, posiblemente le
llegaban como un eco lejano:
¿Para qué?
¡Sálvate, sálvanos!
II
A la aturdida agonía del buen ladrón, que se debate con la angustia y con el
dolor, llega la blasfemia como un trallazo: oye que atacan a Cristo.
Y hace que se detenga su carrera hacia la muerte, para volver a la vida: ahora
sólo para defender a Cristo.
Parte su vida en dos.
Cuando todo estaba en contra: la turba sin piedad, los sacerdotes, los soldados,
los muchos transeúntes que movían la cabeza en señal de suficiencia y
desprecio.
Supera su dolor, él, que no tiene fuerzas para detener su muerte; cuando toda su
atención estaba ocupada en su agonía.
Hace del Señor una conmovedora apología. Es la misión de esta nueva vida. Las
circunstancias lo llamaron de la muerte: vuelve a la vida para sacar la cara por
Cristo. Él, que había dado su vida por liquidada.
Parte su vida en dos: una, larga e inútil; la otra, breve y eficaz. Cómo nos enseña
que no está la cuestión en poner años a la vida, sino vida a los años.
III
Cierra los ojos de nuevo, y comienza a consumir su dolor muy cerca de su Rey.
Abandonándose totalmente a la misericordia del Señor.
Si Jesús tenía los ojos cerrados por el dolor, los abre sólo para este hombre que
acaba de defenderle. Por los oídos del buen ladrón entran una a una las palabras
de Dios:
IV
¿Para qué?
¿Crees que con eso, con que llenas tu existencia, justificas tu vida?
Las circunstancias hoy, quizá, nos hablen más claro que nunca.
2. La Cruz
...bajó a Jesús de la Cruz (Mc 15, 46).
Yo estaba, Señor, distraído en mis cosas, y apenas advertía que mis manos se
volvían callosas, cuando, en la ciudad, a través de la ventana de mi taller, oí de
nuevo que las gentes mencionaban tu nombre.
–Que a Jesús de Nazaret le han crucificado –me contestaron los que hablaban.
No me había enterado, Señor, distraído en mis cosas.
Ya era tarde. Caía triste y oscura aquella tarde del primer viernes santo. Y me
desperté del todo. Y de todo me olvidé para acordarme sólo de ti. ¡En el
Calvario, a la hora de tercia!, había oído decir. Y con el afán de verte, comencé a
correr, Señor, yo que había estado distraído en mis cosas.
Corría cuesta arriba. La secreta esperanza de verte por última vez, aún con vida,
me animaba en mi carrera presurosa. Quería presentarte un testimonio de amor
antes de que te marcharas. Y corría y corría para recuperar el tiempo que perdí
distraído en mis cosas.
Ya sólo brillaban sobre la tierra las últimas luces del crepúsculo de la tarde
cuando aún yo continuaba corriendo... cuesta arriba. Y en aquellas pocas luces
veía las sombras de las gentes, cada vez más escasas, que bajaban de donde yo
subía, que se alejaban del sitio que yo buscaba, que iban al lugar de donde yo
venía...
Por fin, Señor, no bajaba nadie... y aún seguía corriendo porque quería verte.
Sólo hacia arriba, en medio de un mundo que bajaba. Sin darme cuenta del
cansancio llegué a la cumbre. Y te busqué con ojos llenos de esperanza... mas no
te encontré.
II
Llegué tarde, Señor, por no haberme enterado cuando estaba distraído en mis
cosas. José de Arimatea y Nicodemo te habían bajado ya de la cruz; pero yo no
sabía esto. Seguí buscando, y allá, a un lado, vi una sombra, a la que me dirigí
con ansias de abrazarte...
Una cruz que me habla sin palabras de Ti. Una cruz fría, vacía, oscura. Que abre
sus brazos de par en par, como en un signo supremo de amor, como con ansias
de abrazar el mundo. Una cruz señalando, con sus brazos, derroteros infinitos de
amor en todas las direcciones.
III
Hacia arriba.
Sin enterarte de lo que pasó aquel día. Como si hoy despertaras de tu sueño.
Al oír, ahora, que yo pronuncio su nombre.
Cuando terminó todo, en la cumbre del Calvario, tres cruces vacías y solitarias.
De la misma madera.
De la misma forma.
El mismo día.
La cruz del buen ladrón significa la salvación del alma que la llevó. Le dolía y
pesaba como al otro, pero se conformaba con ella: sabía que era consecuencia de
su vida, justo castigo de su conducta desordenada, resultado de sus pecados. Es
la cruz de la resignación, de la justicia.
II
Hombre, amigo, que tienes que llevar tu cruz, a pesar tuyo. Tu cruz será la
misma. Vendrá sobre ti aunque no quieras. Pero tu cruz, tu vida, tendrá un
sentido y un valor distinto, según el espíritu con que la lleves (cfr. Camino, n.
178).
Te tienes por prudente y no niego que lo seas, ¿pero como es posible que seas tan
ciego y vivas tan de espaldas a la realidad de tu muerte? ¡Qué empeño de
apegarte a la tierra y engañarte, engañando a otros, de que ésta es la vida! Y sólo
consigues ser un hombre más, de los que han pasado inútilmente por la tierra,
gastando su tiempo en el deseo imposible de quedarse.
¡Abrázate a la cruz!
III
Pero ve ese aspecto positivo de la cruz: ella es ya un símbolo así. Pide más.
Haz que tu posición entre los hombres, con la Cruz, te haga ser por fuera igual,
por dentro distinto.
Una cruz grande hecha con cruces chicas mutuamente encajadas (cfr. Camino, n.
885).
En tu vida de familia, sirve; los que te rodean no son tuyos, son de Dios. Tú estás
para servirles, aunque sea con una sonrisa y una alegría que sacas de un cuerpo
cansado.
IV
Pues «todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a
seguirle, por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca
faltan a la Iglesia» (CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium, 42).
¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro? (Mc 16, 3).
Muy de madrugada.
Fueron las últimas en bajar el viernes. Hoy son las primeras en subir.
Presurosas.
Las mujeres, las que mejor se portaron en la Pasión, son las mejores en la
Resurrección.
Como hoy.
Todos duermen. En la triste negrura de esa noche en Jerusalén hay una llama
luminosa, que los hombres no ven: es María, la Madre de Jesús, que espera la
Resurrección. Por eso no va con estas mujeres, que habían olvidado por el
tremendo impacto de la Cruz, o no habían comprendido, las palabras del Señor,
cuando dijo que resucitaría.
No fueron los recuerdos de las palabras de Jesús los que movieron a los
discípulos a esperar la Resurrección. Al contrario, la comprobación de que había
resucitado fue lo que les llevó al recuerdo de lo que las palabras del Señor les
enseñaban respecto a este Misterio.
II
Y se dicen una a otra: ¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?
Ignoran la guardia que las autoridades judías habían puesto junto al cuerpo del
Señor.
¡Fieles!
Sin que ningún obstáculo las detenga, ni las frene, en la misión que se han
impuesto.
III
Las piedras, los obstáculos del camino no son lo importante. Lo que importa es
nuestra actitud ante ellos. Dios para eso los permite. Él mismo se encarga de que
se aparten, si, a pesar de ello, seguimos igual, si nos ve decididos y confiados en
Él.
El amor supera los obstáculos, los de hoy y los que se prevén para mañana.
Por eso las mujeres permanecen fieles, en una marcha tensa, a pesar de la piedra.
Llegan al sepulcro, salido ya el sol. Así pueden ver todo con claridad mañanera.
Cuando salía el sol, quiero pensar que les daba en la cara...
¿Obstáculos?
No hay obstáculos.
¿Obstáculos?
¡Ya lo verás!
2. Sudario doblado
Y el sudario... separado y doblado en otro lugar (Jn 20,7).
Corro con Pedro y Juan, entro en tu sepulcro con ellos, y, jadeante por la carrera,
fijo mis ojos en el sudario doblado.
Pues una indicación encierran los pliegues de tu sudario. Un recado para mí.
¿Los ángeles?
Es un detalle.
II
Cuando al subir con la Cruz hacia el Gólgota, una mujer se apiadó de tu dolor, y
enjugó tu rostro con un lienzo, le regalaste el milagro de tu efigie grabada en su
paño. Así pagaste espléndidamente este servicio, tú, que en aquellos momentos
estabas abrumado en tus dolores. Supiste vivir en los demás cuando tu cuerpo no
era capaz de sostenerse.
Y lo mismo hiciste con aquel grupo de mujeres que lloraban por ti; camino del
suplicio, te volviste a consolarlas (Lc 23, 27-31).
Curaste la oreja del criado del príncipe que estaba entre los que te apresaban (Lc
22, 51).
III
Y con el leproso, a quien tocaste su cuerpo sin necesidad, del que huía la gente
horrorizada, sólo para dar consuelo a su alma (Mt 8, 3).
Y conmigo...
Si miro tu vivir entre los hombres, no veo más que Amor manifestado en detalles
de delicadeza con ellos: con los enfermos, con los que lloran, con los niños, con
los pecadores...
IV
Pero ese Amor no lo pusiste sólo en tu relación con los hombres, también en tu
contacto con las cosas...
–Recoged los pedazos que han sobrado, para que no se pierdan (Jn 6, 12).
¿Por qué te preocupas, Señor, de los pedazos sobrantes, cuando acabas de hacer
el milagro de multiplicar el pan tantas veces como quieres?
Las sobras.
Tú mi DIOS y mi Todo.
En las sobras del pez asado y del panal, en tu cuidado porque se recogieran los
trozos sobrantes de aquel festín en el campo, y en los pliegues del sudario, veo el
mismo mensaje.
Y un Amor infinito...
Ya sé que, para los hombres, la eternidad se teje con un puñado de cosas chicas
en un puñado de minutos (cfr. Camino, n. 823 ss.).
...juntándose con ellos, caminaba en su compañía (Lc 24, 15).
¡Así es tu misión!
Hoy los hombres como entonces: dispersos. Caminan a sus cosas... a pesar de
que sean los nuestros, como entonces, días tan trascendentales, días de
resurrección...
Los hombres de hoy, aunque se llaman cristianos, obran igual, anteponen sus
cosas a los intereses de Dios: y se contentan con ir tristes y comentar. Oyen,
como ellos, rumores de nueva resurrección... pero no hacen caso, no dan crédito.
Pero si los hombres de hoy, los cristianos, por esta ola de egoísmo de la que es
víctima el mundo, se parecen a aquellos dos discípulos de la escena de Emmaús,
tú y yo tenemos que representar hoy –viviendo el Evangelio– el papel de Jesús,
de Jesús amigo.
El mismo Jesús, juntándose con ellos, caminaba en su compañía.
Salirles al camino.
Juntarse a ellos.
–¿Qué conversación es esa que, caminando, lleváis entre los dos, y por qué
estáis tan tristes?... –les dice.
II
Y hablan de sus temas, que en el fondo es ese tema de Dios, que, aunque vayan
tristes y a sus cosas, no pueden olvidar. Con distintas palabras te dicen lo mismo
que aquellos dijeron a Jesús: descubrirán en seguida el hondo problema que les
tiene tristes, la ausencia de Dios.
Les harás ver a Dios en esas cosas que conocen... te tomarán cariño... se
establecerá la amistad entre vosotros, porque en esa conversación casual tú les
has hablado con naturalidad, en un tono que ellos no conocían. Verán en ti algo
que no sabrán definir.
Te los ganarás.
Tu tono es más optimista, más alegre, y más sencillo y natural que el que suelen
usar los hombres. Y esto te saldrá sólo con tal que vivas bien tu contemplación
en medio del mundo. Te pedirán, igual que a Cristo, cuando hizo ademán de
pasar de largo:
Buscarán tu compañía:
III
–¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos hablaba
en el camino, y nos explicaba las Escrituras?, dirán entre sí, como los de
Emmaús.
¡Fuego!
Hablar saltando, y para que salten, por encima de las minucias de la vida. Saltar
por encima del prosaico lenguaje común.
Que no podemos hacer traición a Dios hablando con la insustancialidad con que
hablan los hombres.
Una antorcha enciende a otra que surge en seguida con ansias de incendio.
IV
Así pasa hoy, y cuando quieran darse cuenta, verán que el incendio se ha
propagado a otros lugares.
¡Fuego en la tierra!
Eso es lo nuestro.
Se apareció Jesús en la ribera... Entonces el discípulo aquel que Jesús
amaba, dijo a Pedro: «Es el Señor». Simón Pedro apenas oyó: «Es el
Señor», se vistió la túnica (pues estaba desnudo) y se echó al mar (Jn 21, 4-
7).
Pedro, ¿por qué te tiras al agua? ¿No ves que vas a recibir la condenación de los
fariseos? Pasarán los siglos, y a través de ellos, si se fijan en tu actitud, te irán
condenando. Y llegará el siglo XX, donde muchos de los que te rezan no
comprenderán tu postura. Si no supieran que eres Pedro, te condenarían también,
por loco y por imprudente –dirían.
Razones, esas razones que tantas veces estorban para ir a Dios, son las que
pondrían para anatematizarte: que te expusiste a perder la vida... que eres
excesivamente fogoso... que si tantas ganas tenías de llegar al Señor, ya llegarías
con todos... que la barca sólo tardaría unos minutos más... Los hombres de hoy,
Pedro, también te condenan. No a ti, a tanto no se atreven por ahora, pero sí a los
pocos que siguen tu ejemplo... Oponen las mismas razones.
Pedro, ¿por qué a los hombres del siglo XX se les ha secado el corazón? ¿Por
qué para sus relaciones con Dios usan sólo de razones? Esas razones que tú
despreciaste tan pronto como oíste de Juan: «Es el Señor». Yo he visto, Pedro,
cómo te vestiste la túnica, para presentarte vestido ante Jesús, y te echaste al
agua. Vi que no calculaste a lo que te exponías..., que no te importó embarazarte
con la túnica para nadar..., que todavía faltaban «unos doscientos codos» para la
orilla..., que aún era profundo el mar... Tú te tiraste al agua porque tu impaciente
corazón te lo imponía. No pudiste sufrir el tiempo que la barca, más lenta, iba a
tardar... y saltando de la barca te echaste al mar.
II
Varones de Galilea, ¿por qué estáis ahí parados mirando el cielo? (Act 1,
11).
Tú y yo, que llevamos varios años siguiendo al Señor por los caminos de la
tierra, le seguimos hasta el fin.
–Yo os he dado ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho (Jn
13, 15).
–Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29).
Todas sus acciones son modelo de las nuestras: la infinita perfección del Padre,
inaccesible a nosotros, se hace aparente en Jesús. Por eso hemos de penetrar en
las disposiciones internas de su alma, para hacerlas nuestras, de acuerdo con el
consejo de San Pablo: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús.
¡Qué claramente recordamos, ahora que se va, que Él es el camino! Yo soy –nos
ha dicho– el camino... nadie viene al Padre sino por mí (Jn 14, 6). Pues el Padre
quiere que nos hagamos en todo conformes con la imagen de su Hijo (Rom 8,
29).
A hacer antes.
Después a enseñar.
Las últimas palabras suelen ser expresión de lo que más se quiere decir a los que
más se ama.
¡Testigos!
A todas las naciones... Vosotros sois testigos de estas cosas (Lc 24, 47-48).
Así, con esta secuencia, con este ritmo de premura, han quedado recogidos en la
Escritura los últimos mandatos del Señor, que vibran tan acordes con la
recomendación que, tiempo atrás, hizo a los setenta y dos discípulos, cuando los
envió delante de Él, de dos en dos, por todas las ciudades y lugares a donde
había de ir Él mismo:
II
Se fue elevando a vista de todos por los aires hasta que una nube le cubrió a
nuestros ojos.
Mirar nubes. ¡Qué fácil es mirar nubes! Las nubes del Señor no son el Señor, ni
lo que el Señor quiere que hagamos.
Mientras, dos personajes con vestiduras blancas aparecen allí mismo, y nos
dicen:
–Varones de Galilea, ¿por qué estáis ahí parados, mirando al cielo? (Act 1, 11).
Es preciso pensar en las generaciones de hombres que nos van a seguir: ellos
serán una consecuencia de nuestra actitud de ahora cara a Dios.
III
¡Ya!
En el ser y en el obrar.
Sé que para ponerte en marcha has de vencer tus prejuicios, los más o menos
nobles prejuicios de tu inercia. Y sé que un entendimiento lleno de prejuicios se
resiste a recibir la verdad, de cualquier parte que venga. Ellos, los apóstoles,
también los tenían: mil veces oyeron que el reino de Jesús era espiritual, y, sin
embargo unos instantes antes de la Ascensión, cuando estaban a punto de quedar
constituidos en los máximos responsables visibles de la Redención, se les ocurre
hacer una pregunta capaz de descorazonar a cualquiera.
–Señor, ¿será éste el tiempo en que has de restituir el reino de Israel? (Act 1, 6).
...los pecadores son, y no los justos, a quienes he venido yo a llamar (Mt
9,13).
Ha perdido la fe.
Sin embargo, la vida pública de Cristo, con sólo mencionarla, trae a la memoria
las estampas de sus correrías por los caminos. Y en ellas aparece su Santa
Humanidad, visible a los ojos, serena y fuerte.
Es verdad que nuestra imagen de Cristo nos viene teñida, a pesar nuestro, de las
ideas de los artistas que nos han precedido en la Historia; pero también es verdad
que nuestra imagen se irá identificando con Él más y más, según vayamos
tratándole en la oración.
De todas formas ahí está Cristo, siendo la figura central de todas las escenas de
su vida, como lo es de la vida de cada uno de nosotros, como lo es de toda la
Historia.
Y los pecadores nos dan más derecho a llamarle «mi Cristo». Pues los pecadores
son, y no los justos, a quienes he venido yo a llamar, nos dice.
II
Le vemos actuar con los pecadores: siempre les trata con misericordia y bondad.
Al paralítico, que unos hombres audaces colocan delante del Señor, metiéndolo
por el tejado, ya que el gentío les impedía el camino normal, le dice Jesús: Hijo,
tus pecados te son perdonados (Mc 2, 5-11), tan pronto como lo tiene delante. Y
los ojos de ese hombre, únicos órganos que aparecen vivos en un cuerpo muerto
por los pecados, reciben una nueva alegría cuando, además, le da la orden de
levantarse, tomar su camilla e ir a casa.
–El que de vosotros se halle sin pecado, tire contra ella el primero la piedra (Jn
8, 3-11). Y vuelve a inclinarse para continuar escribiendo.
–Ninguno, Señor.
III
Zaqueo era un sinvergüenza conocido que quería ver a Cristo. Para ello se sube a
una higuera silvestre a pesar de ser un hombre rico, lo que prueba aún más lo
poco que le importa el mundo y sus formas sociales. Jesús le llama. Y Zaqueo se
convierte al momento, lleno de alborozo (Lc 19, 1-10).
Y a Pedro, cuando le negaba, le lanzó una mirada tan llena de comprensión, que
le hizo salir fuera para llorar su cobardía (Lc 22, 61).
Y pide al Padre perdón para aquellos que le torturan (Lc 23, 34).
El Buen Ladrón, pecador de toda la vida, recibe el cielo por pedir sólo un
recuerdo (Lc 23, 42-43).
Nos habla diciéndonos que ha venido a salvar las ovejas perdidas, que son los
pecadores el objetivo de su misión, afirma que hay más alegría en el cielo por un
pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos...
Y los pecadores responden, se acercan para oírle, hasta el punto que hacen
escandalizarse a los fariseos. Nos deja, con su palabra eterna, parábolas como la
de la oveja perdida, la dracma que pierde una mujer y barre toda la casa hasta
encontrarla, y la del hijo pródigo, capaz de llenar de esperanza y de alegría el
corazón del hombre más amargado y aturdido.
Es Dios.
NOTAS
[1] Cfr. Es Cristo, que pasa, n. 107: «Porque no se trata sólo de pensar en Jesús,
de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos de lleno en ellas, ser
actores. Seguir a Cristo tan cerca como Santa María, su Madre; como los
primeros doce, como las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se
agolpaban a su alrededor». A éstas y a otras palabras de San Josemaría Escrivá
de Balaguer debe este libro su existencia. Sus frases y sus ideas integran con
frecuencia el texto, de tal manera que, entrañadas en el modo de pensar del autor,
hacen prácticamente imposible la cita debida.
[2] Cfr. Idem: «No basta con tener una idea general del espíritu que Jesús vivió,
sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que
contemplar su vida para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz.
[3] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium, 33; Decr.
Apostolicam actuositatem, 14, 16.