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Caminando

con Jesús

Juan Antonio González Lobato


INTRODUCCIÓN

Comencé a escribir estas páginas con una intención concreta: Ayudar a conocer
la vida de Cristo, a amarlo más y más, a estar más cerca de Él cada día, a
sentirnos actores en su paso por la Tierra [1].

Las he escrito despacio, con grandes intervalos.

Así deseo que sean leídas.

Éste es mi propósito.

Te ofrezco frecuentes espacios vacíos, entre líneas, como insinuaciones, para que
los llenes con tu meditación.

He querido borrar los veinte siglos que nos separan de aquellos días en los que
Jesús pisaba los caminos galileos, meterme entre las filas de los que le
apretaban, escuchar su voz, contemplar sus gestos y ademanes... [2].

A veces, en este intento, Jesús y los que le seguimos atravesamos las ciudades
nuevas, viajamos por modernísimas autopistas, trabajamos en granjas o
industrias, y utilizamos los últimos medios que la técnica pone a nuestra
disposición.

Es Él, el Señor de la Historia y el Señor de siempre: su figura y su palabra


taladran inmutables los siglos.

Por eso, en la columna de sus discípulos, vemos, en el mismo instante,


camelleros, soldados, pescadores y campesinos de la época apostólica, que
marchan entre físicos, biólogos, economistas, cibernéticos y astronautas.
I. UNA NIÑA ENTRA EN LA HISTORIA

1. Fiat


He aquí la esclava del Señor... (Lc 1, 38).

Una mujer, niña aún, elegida desde siempre, está haciendo oración en su casita,
semiexcavada en la roca. Es María, todos los nazarenos la conocen.

¿Que quién es?

Te diré en voz baja, pues aún ella no lo sabe, que es aquella mujer a la que se
refirió Yavé en el Paraíso, prometiéndola a la Humanidad. ¿Recuerdas? La que
aplastaría con su pie la cabeza de la serpiente. Es ella la que prometieron los
profetas. La esperada a través de las generaciones de los hombres. La que
amarán todos. La anhelada por su pueblo. Ella misma soñaba con ser esclava de
la que fuera elegida Madre del Mesías.

Es una mujer elegida entre el pueblo: cose, como las demás; barre la puerta de su
casa, como las demás; va por agua, con su cántaro, airosa, también como las
demás; y, junto a las demás, lava la ropa en el arroyo.

Mas ella ignora los planes de Dios sobre su vida, y se confunde entre las
muchachas de su aldea. Hermosísima niña en la que el Señor volcó su poder y su
amor, para hacer la criatura más preciosa de la creación...

Él tuvo que hacer a su madre.

Si tú y yo hubiéramos tenido poder para hacer a nuestras madres... En ese caso


estuvo Dios; y María es una obra divina, en la que se conjugaron el poder y el
amor en grado infinito.
Dios hizo cosas maravillosas. Ella lo es más que todas las maravillas.

María estaba designada por Dios desde la eternidad. En los Proverbios, libro de
la Biblia, se leen palabras que se pueden aplicar a la Señora: Ya antes de sus
obras me tuvo Yavé como principio de sus actos. Desde la eternidad fui
constituida; desde los orígenes, antes que la tierra fuese hecha. Antes que los
abismos, fui engendrada yo (Prov 8, 23-24).

Planes divinos de la Redención. Y en esos planes tiene María un papel


prominente.

¿No has pensado que tú también, en la aplicación de la Redención, tienes, hoy,


un papel propio? Y, si lo cumples, son enormes las consecuencias (cfr. Camino,
n. 755), pues de que tú correspondas están pendientes, quizá, muchos hombres,
lejos hoy de ti en el tiempo o en el espacio.

II

Y un ángel se presenta a los pies de María.

Ha llegado la plenitud de los tiempos.

Es un mensajero de Dios que viene a pedirle su consentimiento.

Y el ángel habla a María.

Se turba la Niña Virgen.

¡Vocación!

Y es una criatura quien la llama de parte de Dios.

María calla.

Sigue con su cabeza caída, con los ojos bajos, y completamente sonrojada.

Gabriel lo ha dicho todo... y espera.

Pero María calla.


Son unos momentos preciosos: los más líricos de la historia del mundo, y
también los más trascendentales. Millones de hombres estábamos pendientes de
los labios de la Niña. Y la Historia, suspendida.

Tu suerte y la mía serán consecuencia de su respuesta.

Levanta su rostro hermosísimo, aún rojo de pudor.

III

Una pregunta al ángel. Gabriel le explica. Y después, serena, mueve sus labios
virginales para dar su consentimiento:

–He aquí la esclava del Señor; hágase –fiat– en mí según tu palabra.

Y comienza la revolución más gigantesca de los siglos. Tú y yo somos cristianos


por ella. Por ella somos hijos de Dios.

¿Y si Ella hubiera dicho que no?

Pero dijo que sí...

Y ¡qué consecuencias!

Aprendemos que la eficacia en la labor apostólica depende de la correspondencia


a la gracia de Dios. No del ruido. Sí de la santidad personal.

Ella no actuó públicamente. Siguió viviendo escondida en Nazaret y, aunque


oculta, nadie puede dudar de la trascendencia enorme de su vida, de su
fecundidad.

¡Qué lejos estaban de saber los senadores de Roma y los sabios de Grecia que en
aquellos instantes se operaba la revolución más gigantesca de los siglos, no
iniciada por legiones romanas, ni por filósofos griegos, sino por una niña
escondida en un rincón de su aldea!

Se ve claro ahora que la historia de estos veinte siglos ha sido consecuencia de


aquel fiat de Nuestra Señora, que todo lo que desde entonces ha ocurrido, de una
forma o de otra, responde, como un eco, a aquella entrega.

Los siglos, al pasar, dejan en sus monumentos el testimonio de sus creencias y de


su vida: ¡Mirad los templos, que en todas las épocas se han dedicado a la Virgen,
extendidos por todo el mundo!

¡Quién iba a decir que aquella niña fuera capaz de cambiar el cauce de la
Historia!

Y cuando la Historia se acabe, Ella seguirá siendo para siempre la Madre de


Dios.

IV

He ahí la senda oculta que los hombres buscamos con ansias, la senda de la
perpetuidad, mientras la razón nos dice que todo es transitorio, que todo en la
tierra se olvida. Es la senda oculta que todos presentíamos: tenía que haber un
camino para que nuestras ansias de infinito no acabaran en fracaso. Es la senda
de la correspondencia a la gracia.

¡Qué tristeza que se pierda una brillante eternidad por un poco de tierra! ¡Qué
falta de razón y de fe!

Pero siempre es posible, a cualquier edad, ser generoso, como lo fueron en los
primeros siglos los mártires de todas las edades. Y así conquistaron Roma, y así
continuaron la conquista por el mundo. En Roma se leen estas palabras en una
lápida de mármol: «Este suelo, antes villa y circo de Nerón, hoy faro de luz al
mundo, lo conquistaron con la sangre, siendo caudillo el Apóstol Pedro, los
primeros mártires romanos, y subieron desde aquí en multitud ingente para
ofrecer a Cristo las palmas del nuevo triunfo».

María fue eficaz al dar su consentimiento para que el Verbo tomase carne en sus
entrañas.

Una persona es santa en la medida que corresponde a la gracia para que Jesús se
forme en ella. Tú y yo seremos eficaces en esa medida. Es la santidad la causa de
la verdadera eficacia. Y el mundo está necesitado de nuevos cristos; sus crisis
«son crisis de santos». Nuevos cristos que vivan, como Cristo, entre los
hombres.

El ángel se retiró de su presencia, y la Niña Virgen siguió en oración.

Comenzó a ser la Madre de Dios y la Madre de los hombres.

Y cuando salió a la calle, lo hizo como una mujer más de su aldea.


2. Con prisa


Por aquellos días partió María y se fue apresuradamente a las montañas, a
una ciudad de Judá. Y habiendo entrado en casa de Zacarías, saludó a
Isabel (Lc 1, 39-40).

Es Ain-Karim el pueblecito de destino.

La Niña Virgen está llena de gozo. Tiene que comunicarlo. Y lo hace a aquella
que, por la revelación del ángel, sabe que puede entenderla. Los demás que la
rodean no creerían, y sería indiscreto publicar lo que el ángel le ha dicho, de
parte de Dios, como un secreto.

Sólo Isabel es, por ahora, la persona a quien puede acercar a Cristo.

Y Cristo va con la Niña Virgen. Nadie lo sabe.

Los viajeros de los caminos sólo ven una niña.

Incorporada a una caravana, confundida entre los camellos y las gentes, a solas
con su secreto gozoso.

Va con prisa.

Hace un camino de montaña, impulsada por el amor y la alegría.

Una niña es el primer apóstol de Cristo.

Discreta, sin ruido, sin llamar la atención. Pisando los caminos trillados por los
hombres. Como una más.

Lleva en el fondo de su corazón el gran secreto del Cielo.

Hija de David, con sangre de Reyes, y vestida como las demás muchachas de su
pueblo.

¿Será el gozo rebosante lo que la hace andar ligera?

¡El Redentor ya está con nosotros! Sólo ella lo sabe.

El esperado por miles de años acaba de llegar.

¡Hay que comunicarlo!

No importa que por el momento únicamente se pueda decir a una persona, ni que
esté a tres días de camino, allá en las montañas de Judea. Tampoco que la
mensajera sea una niña.

¡Hay que comunicarlo!

Y la niña se pone en camino. Con diligencia.

II

Y el camino se viste de fiesta a su paso. Es la primavera siria, tan rotunda y


explosiva. Ya han cesado las lluvias, ya han brotado las flores, ya se llenó todo
de fecundidad y belleza. Es la época del brote de las vides, que regalan el verdor
de sus sarmientos recientes a la alegría de toda la campiña.

A lo lejos, más allá de las viñas lejanas, las montañas azules. Y un cielo limpio,
muy limpio, que llena aún más de serenidad y alegría.

Por el camino de tierra, con viejísimas huellas de pezuñas de camellos cargados


con todos los afanes, anda de prisa María. Este viaje es un ejemplo para todas las
generaciones que después la vamos a llamar bienaventurada.

Ir, por un camino de montaña, hacia arriba, y de prisa, cuando alguien nos
necesita o se tiene algo importante que comunicar a los hombres.

Así es el vivir cristiano, así es la actitud de María, así nos lo enseña el


Evangelio, aunque sea hoy difícil encontrar ejemplos vivos entre la vida
aburguesada e inútil de muchos que le rezan.
Ponerse en camino, caminar de prisa por una vereda cuesta arriba y larga, dejar
la propia casa sin que nadie nos llame o nos ordene, es algo incompatible con el
egoísmo múltiple de nuestra época. Éste proporciona a cada cristiano, para
justificar su paganismo, mil argucias de la razón, por lo que se ha llegado a
olvidar que las acciones que llegan al cielo son impuestas por el corazón.

Amamos la suerte de los que se encumbran a las alturas de las montañas; pero
cuando intentamos subir, nos parece insoportable la cuesta arriba de la
pendiente.

La actitud de la Niña Virgen, en su correr presuroso, nos habla con clara


elocuencia.

Los negocios de cualquiera de tus jornadas, y las mil preocupaciones o ilusiones


que llenan tus días, no te dejan tiempo para pensar siquiera que esa prisa
material tuya –si no la sobrenaturalizas–, como el huracán, sólo te hará
desembocar en el vacío, salir a la nada.

III

Y crees que tu deber es quedarte en casa –aunque veas a la Niña nazarena dejar
la suya–, como si no tuvieses nada que decir a los hombres que te esperan, o
como si tu paso por la tierra no tuviera más sentido que el que tiene el de un
corderillo, confundido en un rebaño anónimo, que únicamente deja tras sí una
nube efímera de polvo.

Pero aplica un poco el oído y el corazón, y desde el silencio de tu palacio


escucharás estremeciéndote los suspiros de los que sufren por su ignorancia, en
todos los confines de la tierra. Yo sé que no has tenido más remedio que
escuchar de vez en cuando, entre los resquicios que involuntariamente han
dejado tus cosas, la irrupción de ese murmullo ensordecedor de voces
desgraciadas. Ya sé que después ha causado entre amigos solamente los
comentarios sobre el malestar del mundo. Pero ¿de qué sirven a los
desengañados, a los hambrientos, a los despojados, tus comentarios sociales?

Hace falta cerrar los ojos y los oídos para no descubrir que hay alguien que nos
grita y nos llama con desesperadas voces de angustia y agonía. Es a este mundo
de nuestro siglo a quien nosotros hemos de llevar de nuevo a Cristo.
Un mundo enfermo de un mal, cuyos síntomas coinciden en señalar una
catástrofe o una vuelta al salvajismo o a la barbarie. Un mundo que se
desmorona como un edificio viejo, con grietas que a cada hora se hacen más
profundas; un mundo que si en la Visitación puede estar representado por Isabel,
en cuanto ella tenía una necesidad y una esperanza, María debe estarlo, en
nuestras horas, por ti y por mí, que hoy más que nunca debemos ponernos en
camino, con la misma prisa con que se puso entonces la Señora [3].

Un camino que será también cuesta arriba, hacia la montaña, y en el que,


igualmente, habrá que dejar a la espalda un blando y sosegado plan de vida en el
valle.

Y la Niña Virgen sigue su camino, presurosa.

Corre y corre.

Incesante.
3. Las huellas del amor


Me llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48).

La Niña Virgen sigue su camino, con prisa.

Corre y corre.

Incesante.

Muchas caravanas se echan a un lado cuando se cruzan con aquella en la que se


oculta la Señora.

Otras veces es la caravana de María la que se despliega y deforma, saliéndose de


las sendas, para que pase la que viene en dirección contraria.

El camino es muy estrecho.

Y la Niña Virgen va a pie.

Presurosa.

Y aquellos hombres y mujeres, sudorosos y llenos de polvo de todos los


caminos, que van y vienen, no descubren quién es la niña.

Van como hoy: a lo suyo.

Cada uno oculta sus afanes, sus proyectos, sus angustias en ese inútil andar
apremiante.

Se apuran. Se agitan. Se cansan.

Y no saben por qué. No saben adónde van.


Van..., tan sólo.

Se esfuman en seguida sus huellas.

Es la triste humanidad que se olvida de Dios: van, perdiendo la oportunidad de la


vida, por todos los caminos. Han cambiado los nombres, pero persisten las
mismas actitudes: son aviadores, comerciantes, chóferes, directores de Bancos,
repartidores de periódicos, damas elegantes con perritos falderos, parados,
profesores, zapateros, panaderos, políticos...

Estas profesiones pueden ser, sin embargo, caminos de Dios.

Por ese mismo camino la Niña Virgen sube, confundida entre ellos.

También ella va a lo suyo: lo suyo es de Dios.

Y sus huellas no se pierden.

Quedan imborrables.

II

Las masas que vemos correr, o no piensan, o son presa de temores. Y los Estados
organizados por ellas utilizan millones de dólares para hacer frente al mal,
engañándose al pensar –niños son al fin, con cara seria– que así arreglan el
mundo. Y no dan con la solución, porque a los hombres les es más fácil votar
millones de dólares que cambiar la vida.

Si una amenaza ideológica puede vencerse con bombas atómicas y cohetes, el


mal de nuestro siglo no puede superarse con esos instrumentos. El mal
subsistiría después de haber sido aquella vencida: habría los mismos pecados, los
mismos divorcios, los mismos niños sin hogar, los mismos vicios y pasiones,
seguiría este pobre mundo tan pagano, tan resquebrajado y tan cerca de la ruina.

Y este paganismo presente en los hombres que se apresuran en las caravanas de


todos los caminos, que se echan a un lado para dejarse pasar –presente en los
hombres que entregan esos millones de dólares–, sólo puede ser vencido por un
cambio total en la vida de cada individuo.

III

Es preciso descubrir en la confusión, para seguirlo, el ejemplo de la Niña


Nazarena. Andar por los caminos del mundo, sí; pero a impulsos del apostolado
y del amor.

Isabel conoció en aquella niña a la Madre del Señor, y se sintió llena del Espíritu
Santo.

Y Ain-Karim, el pueblecito silencioso de casitas bajas de color de tierra, pegadas


a las montañas, recibe en sus calles, sin advertirlo, la visita de una doncella
judía, que se persona en el dintel de la casa de sus parientes. Son los momentos
en que brota el Magnificat de María, primicias del Evangelio que se transmiten
cantando.

En su cántico se amalgaman dos notas discordantes, la grandeza y la humildad.


Hay en él también una ley y una profecía. La ley, mil veces comprobada en la
historia de cada alma y en la Historia del mundo, consiste en que Dios humilla a
los poderosos y ensalza a los humildes. En su profecía, no duda en anunciarnos
que la llamarán bienaventurada todas las generaciones.

¿Aceptarán los sabios del mundo esta predicción? Antes de la era cristiana, una
campesina niña aún, vestida como las demás, pobre, ignorada en Roma, en
Atenas y en Jerusalén, desconocida en su propia tierra, y natural de un lugar
perdido en los campos de Galilea, proclama que los siglos no podrán borrar sus
huellas.

Nos asegurarán que es una quimera, que muy pronto será olvidada, así como...
era ya desconocida por sus contemporáneos.

Han pasado veinte siglos, y podemos comprobar la exactitud de sus palabras.


Cualquier sabio moderno puede palpar la evidencia, y notar si realmente la
humanidad la alaba más que a los poderosos más recientes, más que a los Sumos
Sacerdotes, y más que a Octavio César Augusto, en aquellos días amo del
mundo...
II. DOS HOMBRES PARA CRISTO

1. Juan es su nombre


(Lc 1, 63)

En ese pueblecito de casitas bajas nace un niño. Se han congregado parientes y


amigos que festejan a los padres, puesto que, verdaderamente, este nacimiento es
un nacimiento prodigioso. Tiempo antes, Zacarías, el padre, ha quedado sin
habla. Isabel es, igual que su esposo, de edad avanzada. Los dos, justos a los ojos
de Dios.

Tres meses hace que han recibido en su casa la visita de una doncella humilde,
pariente de Isabel. María, que, presurosa a través de la montaña, vino a estar con
ella. Se abrió la puerta, y una muchacha judía, vestida también como una mujer
común y corriente de su pueblo, estaba en el umbral. El niño Juan, aún en el
vientre de su madre, da saltos de alegría al saludo de aquella joven recién
llegada.

Y el pueblecito lejano, dormido en la falda de la montaña, con casas bajas de


color de tierra, humilde, silencioso, es el sencillo escenario de la visita de la
Reina de los Ángeles.

Ajenos al nacimiento de este niño están los Césares en Roma, y los hombres
importantes de Atenas y Jerusalén maquinan sus proyectos. Las Galias, la lejana
España, hombres de todo el mundo, conocido e ignorado, no saben, ni
sospechan, del nacimiento de este niño en aquel pueblo de las montañas de
Judea.

Sin embargo, este niño es un mensajero de Dios.


Las cosas más sublimes no las perciben todos. Sólo los más cercanos. No salen
del ámbito familiar.

Es el que preparará los caminos del Señor. El Precursor.

II

Cuando parientes y amigos rodeaban tu cuna, entre ellos señalaba también el


dedo de Dios.

El Señor envía a sus hombres entre los hombres.

Son la sal para este insípido mundo, sal que se gasta dando sabor. Son los que
pisan la tierra con firmeza, con la firmeza decidida de los que la emplean como
camino de paso. Y cuando un niño de éstos nace, los parientes no suelen
advertirlo, pero allí está la mano de Dios.

Cuando Moisés, recién nacido, fue encontrado sobre el Nilo, abandonado a las
aguas para librarle de la muerte, sólo el Señor sabía que aquel niño conduciría un
día a su pueblo, subiría a hablarle a la cima de la montaña, abriría el mar Rojo a
su paso y libraría al pueblo elegido de la esclavitud.

Y los niños que Dios envía, como Juan, al crecer, sorprenden al mundo con sus
mensajes y ejemplos de vida, descubren cómo los hombres se esfuerzan
inútilmente por quedarse sobre esta tierra, que es mero camino, y cuando se
convencen que han de irse, luchan entonces por dejar un recuerdo, una huella de
su paso.

Y escriben, y escriben...

Con la premura de quienes quieren decir mucho en poco tiempo. Y, mientras


redactan sus cosas «importantes», se ríen de sus hijos pequeños, que se empeñan
en trazar signos con sus dedos en el agua.

Escriben, quieren dejar una posteridad en un afán instintivo y sin reflexión:


hacen fortunas, arte, política, literatura, fama... Eso es lo importante. Y
desprecian a los que, con el mismo afán, usan escrituras más groseras.
Olvidan que, después, el tiempo lo borra todo; que la tierra, papel de su escritura,
desaparecerá como una pavesa.... que vivimos sobre un astro moribundo; que
sólo queda el amor con que se vive.

Y escriben, y escriben...

Y mientras, se ríen de sus hijos pequeños, que se empeñan en trazar signos con
sus dedos en el agua...

III

Juan será sincero. No adulterará su misión con consideraciones humanas, con


tristísimos apegamientos a las cosas o circunstancias, que hoy son y mañana ya
no existen. Vivirá entre los hombres, pero, fuera de esa miserable locura
intrascendente, agarrado de la mano de Dios.

El Señor cuenta de él. Le dio una vocación para una empresa divina, y, aunque
los hombres no lo entiendan, a Juan se le ofrece una oportunidad gigantesca.

No gastará su vida escribiendo ni en el agua ni en la tierra.

Escribirá en el cielo.

Juan vino a un mundo lleno de cosas, pero prescindirá de ellas. La verdad sin
compromisos será su norma de vida. No sabrá de fórmulas y posturas
acomodaticias, sino que buscará sin consideraciones la máxima eficacia de su
misión. Desprendido de todo, nada torcerá su camino.

No enterrará su vocación en la tibieza, en las miras egoístas, como el siervo malo


del Evangelio. Por eso dejará su casita en la montaña y bajará al desierto y al
Jordán. Estará en medio de las gentes del mundo. Marchará sin titubeos hacia un
futuro de ingratitud y martirio...

Y su rostro no estará nunca triste porque sabrá siempre de dónde le están


llamando.

Siempre fiel.
Dios llama a cada uno a través de un diálogo íntimo, singular, que ningún otro
escucha. Hay algo propio e intransferible, aunque muchos oigamos o leamos un
mismo mensaje externo. Él busca la fidelidad personal de cada alma. Es el Buen
Pastor que conoce a cada oveja por su nombre.

En el binomio Dios-tú, solamente tú, y nadie más que tú está delante de Dios.

No importan las circunstancias. En cualquier lugar se puede y se debe ser santo.


No valen excusas. Es preciso que todos lo sepamos, que todos laboremos por
crear en nosotros y en los que nos rodean pruebas vivas, hombres santos. Santos
en todas las actividades, en todos los ambientes, en todas las profesiones. Es
fácil pensar que, si estos santos no salvan al mundo, el mundo no tiene
salvación.

Ojalá sientas tú, ahora que lees, «la mano de Cristo sobre la espalda, como una
invitación de ala batiendo» (J. B. TORELLÓ, Poema inédito).

Y al volver nuestros ojos a Juan, quiero deciros, significándoos esta bendita


sencillez de las cosas de Dios, que en cualquier pueblecito, en cualquier
domicilio, puede nacer un apóstol. Así como detrás de aquella figura común y
corriente de una doncella judía se escondía nada menos que la Madre de Dios y
la Reina de los Profetas.
2. José


Siendo como era justo, y no queriendo infamarla, deliberó dejarla
secretamente (Mt 1, 19).

Ha pasado muchas noches de insomnio. Y ésta ha sido de sueño difícil: le ha


costado mucho dormirse.

Con frecuencia se ha despertado presa de una idea que le persigue: soñaba que
los hombres de la plaza se reían de él.

Ahora ha logrado conciliar el sueño sobre su humilde lecho, después de pensar y


pensar.

Ocurre que José está ante una tremenda disyuntiva: sabe que María va a ser
madre, no lo puede dudar; y sabe también que es pura y sin mancha, no lo puede
dudar.

Y José ha suspendido el juicio.

María permanece silenciosa. Heroica, prefiere sufrir la sospecha y la deshonra


antes que descubrir el secreto.

Él sabe con certeza que su esposa va a ser madre, se lo dijeron las amigas al
principio, cuando vinieron a felicitarlo y él quedó con una amarga espina clavada
en el corazón. Se lo dice la gente del pueblo, que lo comenta. Se lo dicen sus
ojos.

Calla también, sufre... y no juzga mal.

Está seguro de la pureza inmaculada de la Niña Virgen, se lo dicen sus ojos


limpios, su bondad, su dulzura, su recia personalidad. Hay algo en ella que se
impone, tan fuerte, tan decisivo, tan sobrenatural, que detiene la conclusión de la
verdad que los ojos enseñan.
Para los dos es una gran prueba.

Pavorosa lucha interior que las gentes no advierten. Angustiosas tormentas que
los hombres vulgares no comprenden. Pelea por mantenerse fiel cuando todas las
razones empujan a lo contrario.

La santidad exige la prueba.

Todos creen que él es el padre. Y él sabe que no.

Sufre ante el misterio, y respeta la situación.

La ley manda apedrear a las mujeres adúlteras. ¡Es tan grande el pecado! Pero
ella no puede estar en ese caso. Sin embargo, José no se lo explica. Y su espíritu
lucha entre esos dos extremos que lo ahogan: la pureza de María que se impone,
y el hecho de que va a ser madre.

Y José suspende el juicio.

II

Lo hace así porque es justo, aunque él sólo tenga razones para sentirse
gravemente ofendido. Y no aplica el recurso legal de darle el acta del divorcio,
que traería consigo la reprobación pública de la repudiada, sino que sigue la
insinuación de la caridad, prefiriendo dejarla secretamente, para no dañar su
fama.

Y nosotros, tan veloces en concluir... condenando.

Preferimos pensar mal para no engañarnos; pero es mejor engañarse muchas


veces pensando bien de hombres malos, que equivocarse alguna vez teniendo
mal concepto de una persona buena, pues en este caso hay injuria, cosa que no
ocurre en el primero.

Es preciso saber detener el juicio, y más aún la lengua, aunque sea su conclusión
lo más lógico, lo más natural. Muchas veces son inocentes aquellos contra los
que se dirigen nuestras pruebas, pues en todo caso ignoraremos motivos
personales de su actuación, que pueden justificarles plenamente.
Pensar bien trae consigo, además, una gran paz del alma y nos ahorra muchas
amarguras.

José detiene el juicio respecto a María, aunque le asaltan clarísimas razones,


aunque esa situación le produce honda herida.

III

Decide hacer lo que cree que es mejor. Es el juicio que formula respecto a su
personal conducta ante aquella situación. Ya tiene su propio criterio, después de
pensar y pensar. Y su juicio es un juicio santo.

Un ángel del Señor se le aparece:

–José, hijo de David, no tengas recelo en recibir a María, tu esposa, porque lo


que se ha engendrado en su vientre es obra del Espíritu Santo...

Le ordena el nombre que le ha de poner, y le comunica su misión. José cae en la


cuenta de que esos hechos cumplen la profecía.

A veces se nos pide, además, el rendimiento del propio juicio, aunque haya sido
formulado con toda rectitud.

José había amasado su decisión con lágrimas, caridad y justicia. Llegó a esa
conclusión por un camino penoso y Santo. Ahora le piden que rinda su criterio,
que lo someta. Su juicio es lo mejor que se puede hacer humanamente, pero no
es lo mejor para los planes de Dios.

Rendir el juicio, hazaña propia de los mejores.

¡Es que mi idea está elaborada con toda rectitud y cuidado!

¡Es que no es ni vulgar ni imprudente!

Te contesto: Tampoco lo era la de José.

¡Es que a él le avisó un ángel!

El ángel también es una criatura, y Dios tiene muchos medios de avisar, para
enseñarnos que nuestras razones no tienen razón.

José rindió su juicio sin dilación, y, al despertarse, hizo lo que le mandó el ángel
del Señor.
III. NACIMIENTO DE JESÚS

1. No había lugar para ellos…


(Lc 2, 7)

Tú y yo estábamos hablando sobre la calzada elevada de la puerta de tu casa en


Belén, y los hombres, que se saludaban y movían, ni siquiera se fijaron en
aquella pareja de humildes aldeanos que irrumpieron por la calle rebosante, llena
de confusión y forasteros.

Alguien nos contó de ellos cosas maravillosas: sin que lo advirtieran, era la
pareja más grata a Dios que pisaba los caminos, y los seguimos a distancia para
ver qué hacían.

Vienen desde lejos, como los demás, para cumplir con el edicto del Emperador.
Traen, como único ajuar, una borriquilla y una alforja con las cosas necesarias.
Son descendientes de David –¡quién lo diría!–, y se confunden entre las gentes
llegadas de todas las comarcas.

Ella, sobre su cabalgadura, es María. José va a pie, delante de la borriquilla,


abriéndose paso como puede, entre la apretada multitud. Así han caminado
desde el Norte, pasaron sin detenerse por Jerusalén, y, sin cambiar su andar de
viajeros, acaban de entrar en el pueblo.

Entre la abigarrada muchedumbre, llena de colorido y de gritos, cabalga la Reina


del Cielo.

Nadie se fija en ella.

El esperado por milenios acaba de entrar en Belén, y nadie lo sabe. Los hombres
y mujeres se agitan en el mercado bullicioso que todos componen, y no se dan
cuenta de la visita que reciben.

Van derechos al mesón.

María no se apea del animal.

José entra. Pasa algún tiempo. Sale, toma el ramal de la asnilla, y, sin decir nada
a la Virgen –sólo cruzan entre sí una mirada–, continúan por aquella calle, hacia
la otra salida del pueblo.

Buscan refugio lejos de los hombres.

No había lugar para ellos...

II

Ocultarse y desaparecer. Misión tuya y mía si queremos ser eficaces. Si no


somos humildes, fabricaremos nubes y gastaremos la vida en verlas pasar: el
camino se revela a los pequeños.

No había lugar para ellos: la pobreza de la familia no disponía del dinero


necesario para alquilar la comodidad de una estancia reservada, y la pureza de
María exigía rodear su parto de soledad y retiro.

No se enojan, ni protestan, ni critican. No reaccionan como nosotros cuando no


nos dan nuestro lugar, ese lugar muchas veces imaginado. Aprendamos a
portarnos de esa manera cuando nos desprecian, o no nos toman en cuenta, o no
valoran nuestras condiciones y obras, o cuando creemos que se aprovechan de
nuestro esfuerzo, que son formas distintas de no darnos el lugar que nos
corresponde. Tampoco se lo dieron a José, ni a María, ni a Jesús.

Los vemos alejarse.

A esos peregrinos no les acompaña ni el disgusto, ni el resentimiento, ni el


malestar. Serenos, conocen su propia condición, no les extraña; pues así lo
quiere Dios.
Lo sienten, sí, por el Niño que va a nacer, no por ellos.

III

Es en relación a Cristo como hay que vivir esas peleas interiores: las batallas y
guerras personales.

¿Es que otros con menos condiciones que tú brillan más? Así lo quiere Dios.
Tienes, por lo menos, el consuelo de que a otros dio brillo y a ti, sin embargo,
condiciones. Además –fue una anciana moribunda quien lo dijo a su hija
consagrada a la caridad–, «no pretendas brillar en este mundo, sino en el otro».

Y si no quieres brillar en la tierra, no tendrás curiosidad, ni desazón, pues no son


otros, sino Cristo, la referencia. Estarás atento al modelo: Hombre, Niño, Hostia.
Es la tendencia a bajar, en contra de la soberbia que, con mil pretextos, nos
empuja a subir.

Decidirse a vivir la humildad supone una conversión.

Es una conversión a Cristo; la paz se presenta como premio inmediato.

Tendencia a bajar, como la raíz, que no pide ningún reconocimiento por llenar de
frutas jugosas la copa del árbol. Que las miradas de los hombres no se lleven el
mérito de tu labor.

Raíz silenciosa y amante: ante la contrariedad, ante la injusticia, ¡calla!, que así
lo exige el amor.

Y no quieras ser mayor, baja.

No justifiques tu soberbia con años, con éxitos...

La raíz que se sube seca el árbol.

¿Fiarte de ti? ¿Tan pronto olvidas tus fracasos?

IV
Y vemos alejarse a la humilde pareja, dejándonos –nosotros sabemos quiénes
son– un ejemplo impresionante.

En nuestra vida entre los hombres es preciso estar vigilantes, pues seguimos con
facilidad las conductas que fomentan nuestra vanidad: y es la de esos peregrinos
la indicada.

Cuando no haya lugar para ti, acuérdate de que eres polvo.

La grandeza está en la humildad.

El tomillo exhala su aroma cuando lo pisan.

Y una mala contestación es una oportunidad.

Pues cuando se es más grande en el amor, menos importa aparecer pequeño: las
estrellas gigantes no temen presentarse como gusanitos de luz.

Los viajeros han desaparecido de nuestra vista, y nos quedamos pensando en la


Niña Virgen. El viaje para ella debió ser molesto, pues estaba en el noveno mes
de su embarazo. Cuando se tiene una misión grande no se buscan excusas, y el
yo jamás aparece.

El humilde es noble, dócil, útil. Como el bronce, que en el calor se hace fluido y
adopta fácilmente la forma que se le da: si campana, sus llamadas se oyen lejos;
si quieren fundirlo de nuevo, lo admite, y adopta tantas formas como el artista
quiera darle, pues en sus manos se hace blando y silencioso; y al salir de ellas, se
endurece y es sonoro; se amolda a lo que convenga tantas veces como sea
preciso: campana, lanza, comedero, vaso de adorno. Conozco a muchos que así
hacen de todo por el amor.

Al acabarse las blancas hileras de casas, José siguió su camino.

Una gruta, que sirve de establo, los recibe.


2. Ha nacido


(Lc 2, 11)

Noche de paz.

En los campos de Belén, tú y yo por un camino.

Silencio.

El ladrido lejano de un perro. Y de nuevo el silencio. El dulce y tenue tintineo de


las esquilas de ovejas que se acomodan en su sueño, sobre majadas cercanas. Y
luego el silencio.

El cielo lleno de estrellas que parecen tocarse con la mano, como si se acercaran.

Noche clara.

Las siluetas oscuras de los montes se recortan en el horizonte. Lucen en ellas


puntos luminosos, que son otras tantas hogueras de pastores que hacen guardia
sobre su grey.

No hablamos al caminar, y no sabemos por qué andamos.

Un inmenso silencio reina en todo.

La noche, siguiendo su curso, está llegando a la mitad de su carrera.

Hay en la belleza y dulzura de esta noche un presentimiento de milagros, como


si Dios nos visitara.

Y todo, mientras, duerme en el mundo: los rebaños en los apriscos; los hombres
en Jerusalén y en Damasco, en Atenas y en Roma; los países bárbaros entre las
selvas duermen; y el mundo desconocido también ignora el misterio de esta
noche, allá en su lejanía y en su tardío despertar.

Se presiente la llegada de una nueva vida, de una dulce revolución. Es que Dios
va a visitar la tierra: es una noche de amor.

¿Qué harán los hombres?

¿Se empeñarán en vivir en las tinieblas, y, como consecuencia, seguirán


manchando este mundo de sangre?

Andamos sin rumbo.

De pronto, vemos luces, luminosos chorros de ángeles que suben y bajan sobre
un punto de la cercana colina, y oímos un programa en canción:

Gloria a Dios en los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad
(Lc 2, 14).

Es el cielo que descorre sus velos un instante.

Y el mundo está dormido.

Nos quedamos confusos y no sabemos qué hacer, clavados en el camino:


miramos con los ojos muy abiertos, y no vemos nada; intentamos escuchar, pero
se ha hecho de nuevo el silencio.

II

El murmullo de unas voces de hombres que vienen corriendo nos llega de


pronto: son pastores y zagales que han recibido el aviso de un ángel, y han visto,
como nosotros, el cortejo celestial subir y bajar cantando. Nos sumamos a ellos,
y mientras corremos juntos, nos cuentan el mensaje.

Ha nacido... el Salvador... hallaréis al niño envuelto en pañales y reclinado en


un pesebre (Lc 2, 11-12).

Y corremos.

Y todo el mundo duerme.


Sólo se oyen los pasos de nuestra carrera hacia el Señor.

Así llegamos a una gruta que sirve de establo. Con los pastores la encontramos
sin dudar, aunque todos vamos por primera vez. En su sencillez tienen la ventaja
de ir derechos a Jesús, a pesar de que es de noche.

Un Niño hermoso sobre un pesebre.

La Virgen junto a Él, mirándole atenta.

Al otro lado, una hoguera que arde en el rincón. Y José, el que vimos llegar a
Belén, anda activo, trayendo leña.

Es una gruta pobre.

Todo lo superfluo está ausente.

Nos arrodillamos todos. Nadie se atreve a hablar.

María no quita los ojos de su hijo, que es su Dios.

Yo comienzo, mientras lo miro, a recordar lo que sabía: el pecado original, los


hombres de todos los siglos, el Mesías –Dios hecho hombre, Rey–, el mundo que
ahora está dormido.

La aspiración de la Humanidad –tener a Dios muy cerca, al alcance de la mano–,


se ha hecho realidad. Dios hecho Niño está ahí, a un paso de mí. Es la sublime
respuesta de Dios.

El Niño es un diálogo silencioso entre Dios y los hombres.

Una nueva vida ha comenzado...

Y todo el mundo duerme.

Duerme en las cosas, por las cosas y como cosas.

El Niño nace pobre: es el Rey de reyes y nace en el más completo desasimiento.


Es ésta su primera lección a los hombres. Es también la primera lección para
seguirlo y para continuar la revolución sobrenatural que Él ha iniciado.

III

Es necesario el desprendimiento para ser útil.

No se puede servir a dos señores a la vez.

No le importó a Cristo nacer pobre. Tiene una cuna prestada por una mula y, por
colchoncito, las frías y toscas pajas del pienso que ha sobrado.

El Señor puso más empeño en desprenderse de las cosas que los hombres en
atesorarlas.

La pobreza es condición imprescindible para tener una visión objetiva de la vida.


Y ésta nos es necesaria para no errar el camino. Amar la pobreza es amar sus
consecuencias. Por ello no se es pobre cuando se gasta sin razón, o se deja de
ganar, aquello que, para un jornalero, supondría un esfuerzo considerable.

El Niño vestirá con decoro y cuidará de las cosas, pues jamás convertirá en
instrumento de comodidad lo que es medio de apostolado: Él mismo se quitará
sus vestiduras antes de la flagelación. Y no tendrá donde reclinar la cabeza.

Los cambios humanos y las apreciaciones de los hombres no alteran nuestra


dignidad.

Para convertirse a Cristo es preciso desprenderse de las criaturas, pues el pecado


original puso en el corazón del hombre una tremenda capacidad de idolatría;
ellas, de suyo buenas, se tornarán malas por la concupiscencia. Ya no se las
busca porque llevan a Dios, sino porque dan goce. El hombre se abalanzó sobre
las cosas sin medida, quedó su corazón sin paz y sin alegría, esclavo de ellas.

El Niño, que es Rey, nos enseña de manera sensible que nuestro amor, que es
todo para Dios, debe ser conservado por la templanza, esa medida en el uso de
las cosas. En nuestra vida debe haber también, como en Belén, ausencia de lo
superfluo y pobreza en lo necesario, elección constante de lo peor y desnudez
completa del corazón.

Nuestros ojos ven las realidades que rodean la cuna del Rey.
Por palacio, un establo; por trono, un pesebre; por cortesanos, unos pastores.

Y entre los pastores, tú y yo.


3. Estrella


He aquí que unos Magos vinieron del Oriente a Jerusalén, preguntando:
¿Dónde está el nacido rey de los judíos? Porque nosotros vimos en Oriente
su estrella, y hemos venido con el fin de adorarle (Mt 2, 1-2).

Por las arenas del desierto inmenso vemos pasar una caravana extraña.

Las siluetas de tres reyes a camello se recortan en la dulce luz de esta noche de
ensueño.

Es un cuadro simple: los pies en la arena, una estrella en el cielo.

No hay más frente a los Magos.

Arena y estrella.

Tampoco hay más delante de ti, amigo que caminas no sé adónde. Todo lo que
no es para ti estrella, es arena. Y arena vendrá a ser, al pasar el tiempo: riquezas
y fama, honores y aplausos, fincas y amores.

Nos quedamos buen rato viéndoles pasar, hasta que sus sombras se confunden
con la noche en la lejanía.

La estrella seguirá luciendo: para ti, para mí, cualquiera que sea el siglo en que
vengas al desierto.

Y en nuestro corazón quedará grabada la imagen de esos hombres.

La estrella se verá siempre.

A sus espaldas dejan un mundo de recuerdos, un mundo de amores, un mundo de


ilusiones... Allá muy lejos, en Oriente.
Son sabios que conocían las escrituras y el curso de los astros. Sabían que,
cuando Cristo naciera, una estrella se levantaría, y un día, mirando al cielo, la
vieron salir.

Al momento se decidieron a ir tras ella.

Muchos la contemplaron, sólo tres la siguen.

Sin estrella, ellos nunca hubieran dejado su tierra, ni llegado a Belén, ni


conquistado un puesto en la historia de los hombres. Sus figuras se hubiesen
perdido con las de los demás, con las de aquellos que viven ordenados y
tranquilos, siendo cada día muertos más lejanos.

II

Largo y complicado viaje con un fin exclusivo: adorar a Cristo.

Nadie les llamó y ellos se han puesto en camino, Dejan atrás mujeres, hijos,
negocios pendientes. Cambian la comodidad de sus palacios orientales por la
molesta joroba de un camello. Todo en sus vidas sirve a su ideal. Han iniciado un
viaje que no saben cuánto va a durar. Y vencieron, con la generosidad de su
proyecto, las críticas y censuras de los hombres importantes de su pueblo que,
moviendo sus cabezas encanecidas, comentaban:

–¡Qué locura! ¡Ponerse en camino por la sola fe en una estrella!

Los mediocres se arremolinaban a su alrededor. Observaban, criticaban, y a


ninguno se le ocurrió seguir también la estrella.

Hoy, como ayer.

Les parece locura lo que se sale del adormecimiento cómodo y seguro de sus
cosas de siempre. Para ellos lo importante es eso, y no lo dejan por nadie, ni
siquiera por buscar al Señor.

Eso que no quieren dejar es arena.

Las prudentes cabezas encanecidas, dentro de pocos años, serán otras tantas
calaveras, blancas, peladas por el tiempo, rodando, ya sin nombre y sin vida, por
un rincón oscuro de un cementerio. Y no lo sospechan.

Hoy, como ayer.

La figura de los magos seguirá, sin embargo, perenne. Los siglos no pueden
borrarla. Ella estará enseñando, al ritmo del paso de sus camellos, a los hombres
de todas las épocas, cuál es el camino de los mejores.

Seguir una estrella.

III

Han hecho caminos distintos, confundiéndose con los hombres, y después de


atravesar parajes diversos llegarán a Belén, a los pies del Señor... «La vocación
del cristiano que vive y trabaja en el mundo» [4].

Por el camino de Damasco muchos hombres viajaron junto a ellos, a la vez y en


la misma dirección. Sin embargo, sólo ellos llegarán, porque sólo ellos lo
anduvieron siguiendo la estrella. A los demás, no les sirvió de nada aquel
camino, porque para nada sirve algo si no nos lleva al Señor. Han seguido los
caminos pisoteados por la Humanidad de todos los tiempos: por esos caminos se
pierden los hombres cuando por ellos sólo persiguen sus cosas. En el caso de los
Magos, los caminos se empalman para llevarles a Jesús, pues siguiendo la
estrella se consigue que cualquier camino sea camino del Señor.

Seguir a una estrella es dejar atrás tantas cosas, Señor, tantas cosas buenas.

Hoy, como ayer.

Es dejar atrás todo un mundo: una vida, con todos los nobles factores que la
integran, que tan enraizados están en el corazón del hombre..., cuando son
incompatibles con las exigencias de la estrella.

Pero seguir una estrella es también abrir los ojos y el corazón a una gran
aventura, es caminar por la vida con una razón de ser, es penetrar lentamente en
un mundo soñado, es ver cómo esa ilusión va haciéndose realidad en panoramas
maravillosos, que se abren a cada paso.
Y, sobre todo, Señor, en acercarse cada día más a Ti.

IV

Aún se ven las siluetas de los Magos en la lejanía, entre las brumas.

Llegarán a los pies de Jesús y de María: éxito máximo de cualquier viaje.

Y en lo alto luce la estrella.

¿No la ves? ¿No la ves?

¿O no quieres verla? [5].

Hoy, como ayer.


4. Magos en Jerusalén


...el rey Herodes se turbó, y con él toda Jerusalén (Mt 2, 3).

Por las calles de Jerusalén ha entrado una caravana real.

Vienen de Oriente.

Los judíos se quedan atónitos ante la belleza del cortejo.

Más aún cuando les preguntan: ¿Dónde está el que ha nacido rey de los judíos?
Porque hemos visto en Oriente su estrella y hemos venido con el fin de adorarle
(Mt 2, 2).

Esto lo dicen una y otra vez a cuantos se congregan a su alrededor, mientras se


mecen al dulce ritmo del paso de sus camellos.

Nadie sabe nada.

No se han enterado.

Es el gran escándalo del camino de los Magos.

Se han quedado sin la estrella que los guiaba y ahora reciben el impacto
tremendo de la indiferencia de Jerusalén, que no sabe nada de Cristo, ni lo busca.
¡Y ellos que vienen desde tan lejos, dejando tantas cosas a sus espaldas!

Los judíos viven dormidos en sus cosas, sin buscar al Mesías prometido: ¡ellos
que son el pueblo del Rey! ¡Entre ellos ha nacido el Mesías!

Jerusalén supone para los Magos una crisis en su camino hacia Cristo: una
invitación a volver sobre sus pasos, hacia las cosas dejadas atrás.

Oscuridad y escándalo.
Cansancio e intriga.

Sin estrella. Y la ciudad del Rey como si no se hubiese enterado, ocupada sólo
en las cosas intrascendentes de la vida.

La ciudad del Rey materializada.

Así suele pasar en el camino de las almas: las tentaciones se concentran, casi
nunca vienen solas. Las dificultades se juntan para atacar a la vez.

II

Es la hora de la crisis, de la prueba. La hora de las personas queridas,


abandonadas lejos, que siempre llaman. La hora del recuerdo de la vida muelle y
tranquila, de la satisfacción de los caprichos diarios, de las ilusiones de la tierra
siempre vivas. De la vida dulce, que hace eternidad de las cosas temporales.

Es la crisis de los Magos.

En las crisis, los hombres pueden decidirse por volver atrás. Y se engañan a sí
mismos cuando, para negarse a seguir, se dicen que ya se han determinado. ¿Por
qué no emplean esa lealtad a su decisión, en favor de la que más puede llevarles
a Cristo, que es la misma que tuvieron al iniciar el camino?

Otras veces se justifican diciendo que no ven. Antes, vieron; ya es suficiente.


Ahora a amar, a amar con obras, con sacrificio si es necesario.

En el camino de un hombre de Dios, no es extraño que el demonio haga de las


suyas: ataca la inteligencia (hay que seguir sin ver, agarrado a la mano del
director) o a la voluntad (y hay que hacerse fuerza aunque salten chispas).

III

Los Magos no se contentaron con estudiar la estrella, como muchos de hoy


harían simplemente, sin seguirla; porque seguirla exige plena conversión a Dios
y a sus cosas; mientras que admirarla, bien se puede hacer sin desprenderse de
una posición cómoda, ya conseguida.

Para no seguir la estrella se justificarán diciendo: pero, ¿cómo puede uno


convencerse de que es la estrella de Dios? Si supiera que es de Dios, no dudaría
en ponerme en marcha.

Estimo que una persona generosa se lanza al camino al primer síntoma. Una
persona egoísta, aun cuando el mismo Dios directamente la llame, siempre
encontrara excusas para quedarse como antes de su llamada.

Las preguntas que se hacen los hombres se hacen con la cabeza, calculando. Y
sólo se contestan con el corazón.

Recientemente he tenido la ocasión de consolar a una madre que lloraba


anticipadamente la muerte santa de su hijo de veinte años, moribundo.

–Aún está vivo –le dije–, Dios puede hacer un milagro.

–No, que se lo lleve –me contestó rápidamente–, se lo ofrecí a la Virgen antes de


que naciera; es de Ella, no me pertenece.

Pero lloraba el desgarrón de la despedida. Una prueba heroica para una madre.

Los Magos no vuelven atrás.

Preguntan, investigan.

Quieren llegar a Cristo.

Los sacerdotes y escribas les enseñan el camino. Éstos lo saben con certeza, no
titubean, pero no van. Con sus espaldas apoyadas en las últimas tapias de los
corrales de Jerusalén, les indican apuntando a Belén. Antes les habían dicho
dónde había de nacer el Cristo:

En Belén de Judá; que así está escrito... (Mt 2, 5).

IV

Se ponen a andar de nuevo.


Y he aquí que la estrella que habían visto en Oriente, iba delante de ellos... A la
vista de la estrella se regocijaron en extremo (Mt 2, 10).

Ahora caminan los Magos anegados en un gozo muy grande.

Ahora no sólo dejan lo que antes dejaban.

Desde Jerusalén a Belén dejan algo más tras de sí:

¡Una crisis superada!


IV. TRABAJÓ CON MANOS DE HOMBRE [6]

1. Huida


Después que ellos partieron, un ángel del Señor apareció en sueños a José,
diciéndole: Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, y estate
allí hasta que yo te avise; pues Herodes ha de buscar al niño para matarle.
Levantándose José, tomó al niño y a su madre, de noche, y se retiró a
Egipto (Mt 2, 13-14).

Es de noche.

Dos caravanas se deslizan entre las sombras de las afueras de Belén. En


direcciones distintas. En huida.

Una es la de los Magos que, avisados, regresan a su país por otro camino.

La otra, la de la humilde familia nazarena. Se van también, huyendo.

Dios acaba de llegar al mundo, y el mundo organiza su persecución. ¡Así están


de ciegos los hombres!

José, mientras dormía, ha sido despertado por un ángel.

Fue, quizás, aquella misma noche en la que José se quedó dormido mientras
repasaba las maravillas de aquel día: los Magos, su espléndido cortejo real, el
brillo oriental de sus vestidos, los sabios del mundo a los pies del recién nacido.

José duerme en el gozo del descubrimiento del Niño, y de la adoración que le


han tributado los pueblos de la tierra. Y un ángel toca su hombro:

–Levántate, toma el niño y a su madre, y huye...


José no discute con el ángel: cree y se levanta.

No intenta tampoco enmendar el plan que le dicta el cielo.

Es un viaje en el que jamás había pensado: ¿Egipto? ¿No sería mejor unirse a los
Magos y buscar refugio en su país? ¿Egipto? Es una durísima tarea, pues no
conoce el camino, ni el idioma, ni las costumbres de los egipcios. ¿Egipto, en
donde no conocemos a nadie? ¿No serán muchos los riesgos para el niño por ser
un país extraño? Y hay que ganarse la vida, abrirse camino, sin tener amigos.

El silencioso José tampoco en esta ocasión abre su boca, aunque aquella orden
revoluciona su vida y sus consuelos.

II

Cuando comienza a salir el sol, ya llevan varias horas de marcha. En un camino


desierto se dibuja una estampa conmovedora: un niño inocente abrigado en el
brazo caliente y maternal de una Niña Virgen, ella sobre una borriquilla, y José
por delante llevando el ramal de la cabalgadura.

Solos en el desierto: de prisa.

Es ésa la respuesta a la orden del cielo.

Obediencia al momento. Ejecuta con diligencia lo que se ha recibido de parte del


Señor. Asusta pensar que un retraso «prudente» en la obediencia de José hubiera
dado lugar a que el niño cayera en manos de Herodes.

Amigo, apóstol, valora la importancia gigante de la obediencia pronta. «La fe de


José no vacila, su obediencia es siempre estricta y rápida» (Es Cristo que pasa,
n. 42).

José no tiene planes personales, intereses propios.

Está totalmente al servicio de Dios.

A él sólo le corresponde poner en juego sus facultades humanas para llevar a


cabo con perfección la orden del Señor. Calla y obra en este sentido.
¡Qué contraste con el inútil ruido de los hombres!

Todos opinan y dan sus pareceres, los propios, los de cada uno. Y nadie hace
nada: ni lo ajeno, porque no es propio; ni lo propio, porque no ayudan los demás.
La fuerza se va por la boca.

Es preciso ser ejecutores, ejecutores silenciosos.

Para ello es necesario ser santo, y eso nos santifica.

Es preciso convencerse una y otra vez de que no se cae un solo cabello sin el
permiso de Dios.

El mundo está lleno de teóricos, buscadores ruidosos de pretextos.

III

Y por un camino desierto de este mundo, cuando sale el sol, aparece José
cumpliendo el plan de Dios.

Van pasando las horas y el cansancio abruma a los peregrinos.

Sobre José pesa la responsabilidad: cansancio en el cuerpo, responsabilidad


tremenda que angustia el alma.

José marcha derecho, erguido su cuerpo a pesar del dolor, cumpliendo lo


previsto desde siempre. Ningún consuelo en los sentidos, ningún descanso para
el cuerpo, ningún alivio para la carga del alma.

Y siempre los asaltos de los temores: de los perseguidores, de los peligros del
desierto, de la inseguridad de la vida que ha de comenzar en Egipto.

El Niño y María dependen de él.

José obedece, pero sabe el motivo del viaje.

Es muy posible que María se deje llevar sin saberlo.

José, para no alarmarla, calla, sin duda, la causa de tan inesperada expedición:
ella va y no sabe por qué.

El niño está dormido en los brazos de María.

Cuanto más noble es el personaje, más perfecta es la sencillez de la obediencia.


Más completo el abandono.

¡Si fuéramos tú y yo, amigo, al menos como la borriquilla, dóciles al ramal de


quien nos lleva!
2. Vida oculta


Y vino a morar en una ciudad llamada Nazaret (Mt 2, 23).

En Egipto comenzó.

Con todas las dificultades que existen para empezar, de pronto, una vida digna
en un país extraño.

No vinieron ángeles a hacerles las cosas.

Fue José quien tuvo que abrirse camino, como hombre, entre los hombres. A él
corresponde gobernar la familia, y él sabe que gobernar es servir.

Y al hacerlo así realiza el querer de Dios.

Trabaja.

Construiría una casita humilde donde pudieran cobijarse el Niño y María. Con la
diligencia de quien sabe a quién está sirviendo. Y, venciendo todos los
obstáculos, pondría en juego todas sus facultades humanas para ganarse las
simpatías de sus nuevos vecinos y obtener de ellos los encargos para su trabajo.

Idioma extraño, costumbres extrañas, gentes extrañas.

Así comienza la vida oculta del Hijo de Dios en la tierra.

Los egipcios no sospechan a quién han recibido en su país.

Ellos ven sólo una familia humilde, trabajadora y extranjera. Su jefe llama la
atención porque su trabajo es perfecto, intenso, heroico. Todos le ven ir y venir,
siempre ocupado, siempre celoso del tiempo, siempre alegre y entusiasta. Sin fe
en algo es imposible mantener el entusiasmo. Y, «para santificar la profesión,
hace falta ante todo trabajar bien, con seriedad humana y sobrenatural» (Es
Cristo que pasa, n. 50).

De su trabajo, de su diligencia, de sus esfuerzos depende el sustento del Niño y


de María: es una obra de Dios hecha con esfuerzos humanos.

Para vencer entre los hombres hay que luchar como hombre.

El trabajo, hoy más que ayer, decide el éxito de una vida.

Poco a poco José ha logrado establecer su familia de una manera normal entre
los egipcios: tiene su casa, sus amigos y su clientela. Con mil esfuerzos y luchas
ha asegurado el transcurrir común y corriente de la vida de su familia. Todo está
ya en marcha...

II

Pero José no hace su obra: su obra es obra de Dios. Por eso el ángel le avisa de
nuevo: Levántate, toma al Niño y a su Madre, y vete a tierra de Israel... (Mt 2,
20).

A cosas así han de estar dispuestos los hombres de Dios: trabajar por Dios y para
Dios, y estar siempre listos para abandonar todo lo hecho cuando así lo dispone
el Señor. Generosidad para realizar una obra personal, en la que se deje la vida; y
generosidad para sacrificarla (cfr. Camino, n. 625).

No olvidan jamás que lo que hacen es obra de Dios. Él asocia al hombre a sus
obras, y el hombre justo no encuentra obstáculos en las obras de Dios para
obedecer a Dios.

Libre el corazón hasta de las cosas que salen de nuestras manos, sirviendo a
Dios. Si mi trabajo es para Él, mi trabajo es de Él: yo no soy el dueño.

No se afinca el hombre en la obra personal dentro de la obra de Dios.

José obedece de nuevo dócilmente. Lo que importa es el plan de Dios. Y nada,


por noble que ello sea, debe impedir su cumplimiento. Y vino a morar en una
ciudad llamada Nazaret. Y en Nazaret comenzó de nuevo: trabajando. Como una
familia más, viven ahora entre los nazarenos.
Trabaja José, trabaja María, y el Niño, según va creciendo, también trabaja. Han
vuelto a hacer esfuerzos para conseguir establecerse en una vida normal, como
los demás vecinos del pueblo.

Su programa de vida es: «trabajo, trabajo, trabajo».

Los ángeles han desaparecido, ya no vuelven a presentarse mientras dura la larga


noche de Nazaret. El arroyo, la cocina, la fuente y el portal son los escenarios del
trabajo de María. Eso un día y otro. Ella trabaja no solamente por Dios, sino
directamente para una obra de Dios. Sus obras son perfectas, sabe que en la
Escritura se decía: No ofrezcas nada defectuoso, pues no sería aceptable (Mt 2,
20). El taller del carpintero y las labores del campo consumen los días de José.

Ni Magos, ni pastores, ni ángeles: delante de sí sólo tienen el duro trabajo de


cada día. Pero conservan en su corazón las cosas anunciadas, y en su corazón las
ponderan: oración.

El trabajo diario, con sus absorbentes exigencias, no les hace olvidar que están
haciendo la obra de Dios, porque si toda su vida oculta es trabajo, es también
oración. Junto a Dios trabajan, con Él conversan todo el día: a veces con
palabras, a veces con el silencio fecundo de su contemplación.

Trabajo y oración.

III

Cuando cae rendido después de una jornada –los muebles terminados, las
herramientas recogidas, el banco limpio– José oye en el anochecer el rumor de
su labor eficaz a través de los siglos. De él depende la subsistencia de la familia
a él encomendada. Su trabajo es trabajo de Dios. ¿Qué importa que sean la tierra
y la madera lo primero que reciba la influencia de sus manos? «Las obras del
Amor son siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en apariencia» (Es
Cristo que pasa, n. 44).

No tarda en llegar, por el prestigio ganado en su cumplimiento, más y más


trabajo, siempre exigente, siempre abrumador: José se alegra, pues sabe que
«donde hay más labor, hay allí mayor ganancia» (SAN IGNACIO DE
ANTIOQUÍA, Carta a San Policarpo). En una vida de trabajo duro y silencioso,
eficaz y santo, se van gastando los días de José. Sus manos van envejeciendo.

Como es justo, sus obras se ejecutan perfectamente, en serenidad y paz.

Al mismo tiempo, las manos de Jesús, infantiles cuando jugaban con los trozos
de madera que sobraban en el taller, se van haciendo manos de hombre, que
sustituyen, en la tierra y en la madera, a las manos de José. Son las manos de
Dios que se colocan en el lugar de las manos del hombre santo.

El trabajo de Dios continúa el trabajo del hombre.

Las manos de Jesús se endurecen día tras día trabajando.

La mayor parte de su vida en la tierra la gasta dando este ejemplo a los hombres.
Al hombre que ha sido hecho para que trabajara. De sus manos salen cosas
parecidas a las que hacen otros artesanos. Pero en este caso son hechas por Dios.

Porque Jesús es el modelo, hemos de trabajar como el mejor. Y si es posible,


superar al mejor.

Sin una vida de trabajo, sin una labor intensa no se puede seguir a Cristo.

Las manos del Niño de Belén serán después las manos del Crucificado del
Gólgota. Pero los clavos de la Cruz tuvieron que atravesar unas manos curtidas
en un trabajo que llenó todo ese tiempo, empleadas en trabajar la tierra y en
bendecir a los hombres.
3. De doce años


...se quedó el niño Jesús en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtiesen (Lc
2, 43).

Fiesta de Pascua: todo el país en movimiento.

Principio de la primavera.

Largas caminatas a pie.

Como todos los años, María y José se ponen en camino. Jesús, siendo ya de doce
años cumplidos (Lc 2, 42) va con ellos; Dios, con la hermosura propia de un
niño, marcha entre los hombres.

Los caminos, atestados de peregrinos.

Por la noche brillan las estrellas en el firmamento.

Unas treinta leguas de distancia.

Por fin aparecen las brillantes torres del Templo.

Los ojos del niño lo ven todo. El Señor del Templo, en la figura de un niño
campesino, entra en el Templo del Señor.

Los himnos no cesan nunca.

Oleadas humanas se estrujan más al acercarse al fin de su viaje.

El niño ve correr la sangre de los sacrificios. Es un símbolo augusto. Cuatro


lustros más, y se realizará el sacrificio significado. Él será la Víctima. Fuera de
los tres, nadie lo sospecha. Alaban a Dios los judíos sin descubrir que le tienen
junto a sí.
El dieciséis de Nisán comienza el regreso: se desmontan las grandes tiendas que
cobijan a las masas en las afueras de la ciudad. Como los demás, María y José
vuelven a su casa. Se forman dos grupos, como señala la costumbre, uno de
hombres y otro de mujeres. Los niños pueden, indistintamente, marchar en uno u
otro. Por eso sus padres no advirtieron que Jesús se había quedado en Jerusalén:
cada uno de ellos pensaba que iría con el grupo del otro.

Sin embargo, en el corazón de María hay un presentimiento.

Aumenta su angustia con las horas del día.

Anduvieron la jornada entera buscándolo entre parientes y conocidos (Lc 2, 44).

Al reunirse para acampar, Jesús no estaba.

María siente también cómo la noche se echa encima, despiadadamente, cortando


sin consuelo las más nobles aspiraciones del corazón.

Por la noche siguen buscándolo, en los campamentos, a oscuras, venciendo la


modorra de los indiferentes.

Es el angustiado corazón de una madre, temeroso de mil sospechas.

Brillan las estrellas en el firmamento.

Bajo la serenidad del cielo estrellado, el corazón de María se agita y se


atormenta: ha perdido al Dios de las estrellas.

Son dos cielos frente a frente: los dos de noche. Uno sereno, el otro turbado.

La fría indiferencia de los luceros hace más despiadado el dolor del corazón de
la Inmaculada.

II

Vuelven a Jerusalén, ya de día. La luz que riega el sol por los campos consuela y
alivia el tormento de María. Hay que desandar el camino.

Es un corazón que busca a Jesús.


Sus ojos abiertos, su alma anhelante, querían descubrirle desde lejos en cada
niño que vuelve en los grupos de regreso.

¿Será Jesús?...

¡Señor! Así quiero yo buscarte.

De esta manera transcurre la segunda jornada, para cada figura humana que
aparece, la búsqueda ansiosa y el sobresalto: ¿Será Jesús?

Llegan a Jerusalén, ya de noche.

Brillan de nuevo las estrellas.

Silenciosas.

¡Si ellas hablaran!

El corazón de María más turbado, pero Jesús está más cerca.

La segunda noche de zozobras pasa lentamente, con los sobresaltos y angustias


del corazón de madre. Es el suyo el corazón de la más pura de las madres, de la
más limpia hija de Dios. Las luces de la madrugada vuelven a traer alivio al
corazón inmaculado. Y en las primeras horas de la mañana María y José se
dirigen al Templo, buscando allí a Jesús con preferencia.

Por las calles, por las dependencias del Templo, sigue la búsqueda incesante. De
pronto la madre oye la voz del niño y se vuelve expectante.

Allí está Jesús.

Su corazón late más de prisa.

Sentado en medio de los doctores: les escucha y les pregunta (Lc 2, 46).

Los que le oyen están pasmados. Sus padres contemplan la escena maravillados.
El corazón se acelera. María no aguanta más, y se le escapa un grito.

–¡Hijo!

Todos miran hacia aquella mujer afortunada que es madre de tal hijo.
Cuando el Niño está ya junto a ellos, María le pregunta con el admirable
equilibrio de quien sabe que aquel niño es su hijo, pero también su Dios:

–¿Por qué te has portado así con nosotros? Mira como tu padre y yo, llenos de
aflicción, te hemos andado buscando.

Jesús da una respuesta llena de madurez y autoridad:

–¿Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas
que miran al servicio de mi Padre? (Lc 2, 48-49).

III

María y José escuchan estas palabras como si todo se fulminara en un momento,


y su voz llenara sus corazones, el templo, el mundo, el firmamento entero; como
si no hubiese nada delante de ellos más que la voz de Jesús: es la primera gran
manifestación de Dios en la voz de su hijo. Los padres guardan silencio. Sienten
que el corazón se resquebraja.

La familia de Nazaret se ha terminado.

Surge la misión.

Él no ha venido sólo a ser un buen hijo de su madre.

Tres corazones sufren un desgarro.

La voluntad de Dios ha de cumplirse.

La dulce paz de Nazaret tiene que terminar un día. Es inútil aferrarse a ella.

Y ésa es la misión santa de todas las madres: conducir al hijo al encuentro de su


propio destino, y dejarle después solo frente a su responsabilidad. No querer
retenerle. El hijo pertenece a Dios. Y a la misión señalada por Dios es a donde
las madres han de conducir a sus hijos.

Y despedirlos luego...

Y esto, por encima de todas las trabas del corazón.


Los padres no suelen entender; a veces, los hijos tampoco. Se olvidan fácilmente
de que hemos de emplearnos en las cosas que miran al servicio del Padre. Por
eso se ha de ayudar al hijo a ver esa misión de Dios, por encima de todos los
intereses humanos y terrenos; a aceptarla con valentía; y a emprenderla con fe y
amor, llevándola hasta el fin.

Ésta es la gran misión materna.

«Los padres que aman de verdad..., después de los consejos y de las


consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza» [7].

Y los hijos tenemos que amar mucho a los nuestros: es un gratísimo precepto del
Señor. Pero la familia de sangre no puede ser obstáculo para el cumplimiento fiel
de la misión santa señalada por Dios.

Es dura esta doctrina, tan dura que los hombres la entienden con dificultad. Jesús
lo sabía. Por eso, quiso dejarnos, y precisamente a esa edad en que comienzan
las dificultades, esa lección en su ejemplo.

Jesús no pidió permiso para quedarse: se quedó sin que sus padres lo
advirtiesen.

Ejemplo costosísimo: María sufrió lo indecible.

Pero era necesario que tú, amigo, y yo aprendiéramos la lección.


V. POR LOS CAMINOS DE LA TIERRA

1. Los cinco primeros


(Jn, 35-50)

He visto a aquellos cinco hombres que seguían a Jesús hacia Galilea... Y me he


quedado siguiéndoles con los ojos... y pensando en esa gesta trascendentalmente
gloriosa que, aunque olvidada de los hombres, esos varones de Dios van a
realizar. Y con qué sencillez... Yo estaba a un lado del camino, arreglando una de
las ruedas de mi carro, cuando vi venir hacia mí a Jesús con Juan, con Andrés y
con su hermano Pedro, y, sin querer, escuché la conversación...

Pedro y Andrés dijeron al Señor:

–Mira, Jesús, por ahí viene Felipe, que es, como nosotros, de Betsaida; le
conocemos desde la infancia, juntos hemos jugado en la tierra de las calles de
nuestro pueblo; es muy noble y generoso, y tiene un gran corazón. Creemos que
podría ser uno de los primeros.

Yo miré hacia atrás y vi a un hombre joven que venía de camino, con una
especie de saco medio lleno a la espalda. Frente despejada, ojos claros y vivos,
alegre semblante, que se acerca sonriendo al grupo que, parado, le esperaba
cerca de donde yo estaba distraído con una de las cosas de siempre. Ellos no se
fijaron en mí. Cambiaron alegres saludos de amistad y muchas palabras en
arameo salieron de sus labios, pero una se quedó grabada en mis oídos, cuyos
ecos no se me olvidaron en la vida, y desde entonces todas las cosas me repiten
sin cesar:

–Sígueme.
Fue Jesús de Nazaret quien la pronunció. Vi que Felipe arrojó lejos el saco que
traía y en seguida, pidiendo permiso, se marchó presuroso, corriendo, por
aquella senda que va a Caná.

Yo me quedé pensando, mientras aquellos hombres aguardaban, si Felipe habría


ido a despedirse de su casa...; pero no, la senda que cogió no iba en la dirección
que traía; además Felipe no tiene la familia en Caná, la tiene en Betsaida.

II

Yo seguía arreglando la rueda de mi carro mientras ellos esperaban conversando,


y no sabía contestarme a mi curiosa pregunta:

–¿Adónde había ido Felipe?

Al mediodía vi que Felipe volvía corriendo al grupo que aguardaba; pero no


venía solo. Un hombre, amigo suyo, corría con él, un poco atrás. Llegó Felipe y
dijo al Mesías:

–¡Es mi amigo Bartolomé!

–He aquí un verdadero israelita –dijo Jesús cuando se acercaba Natanael– en el


que no hay doblez ni engaño.

–¿De dónde me conoces? –preguntó el recién llegado.

–Antes que Felipe te llamara, yo te vi cuando estabas debajo de la higuera.

Natanael se arroja al suelo, y con las rodillas clavadas en el polvo del camino,
los ojos abiertos, muy abiertos, dice a Jesús:

–Tú eres el Hijo de Dios.

Entonces fue cuando yo vi claro: comprendí en un momento todo lo que aquel


grupo de hombres, que se reunían junto a un camino de Galilea, podía significar
para el mundo, para ese mundo distraído, ignorante de que, en aquellos
momentos, en uno de los caminos de la tierra, se reunían unos hombres, a campo
descubierto, para algo sencillamente trascendental. Presté más mis oídos, pero
no pude escuchar nada. Comenzaron en seguida a andar, y yo me quedé junto a
mi carro, viendo alejarse a Jesús, el carpintero, con cinco hombres que se le han
reunido... Van hacia Galilea. ¡Cinco hombres se le suman!

Felipe no fue a despedirse, no. Fue, y fue corriendo, a llamar a un amigo, a


traerle a ese camino seguro, como son todos los caminos cuando por ellos se
sigue muy de cerca al Señor. No fue a despedirse, empleó el tiempo de la
despedida en avisar a un nuevo apóstol, en ganar a un hombre para la revolución
sobrenatural, hacia la que se dirigen aquellos hombres por el camino de Galilea
(cfr. Camino, n. 806).
2. Cansado del camino


(Jn 4, 6)

Al comienzo del verano, cuando el sol estaba en medio de su carrera, llegó Jesús
al pozo de Jacob, y, fatigado, se sentó sobre el brocal. Los discípulos se
marcharon al pueblo cercano para comprar qué comer, mientras Él se quedó
solo, en pleno mediodía, cansado del camino.

No hay la más ligera sombra en el campo que se apiade de la fatiga del Señor. Y
así aparece, a pleno sol, con su cuerpo encorvado, los codos sobre las rodillas,
las sandalias llenas de polvo, y su rostro sofocado y sudoroso.

Solo, a campo descubierto, los labios resecos de la sed y del calor, mirando con
sus ojos negros, muy negros, aquellas mieses ya maduras, que se mecen
ligeramente cuando pasa una aislada ráfaga de viento, que viene a romper la
calurosa quietud del mediodía.

Aparece en la escena, como intrusa que roba la soledad, una joven samaritana,
que, airosa en el andar, viene por agua a esta hora desierta.

Bella, pecadora, inconsciente.

Para ella es aquel día uno cualquiera de su vida absurda, vida empujada por sus
caprichos. Y, frívola y superficial, se encuentra con Cristo cuando no lo
esperaba.

Junto al brocal se dan dos actitudes: Dios cansado y una mujer inconsciente. El
Amor y el egoísmo.

El Amor es hoy casi desconocido. Es lo que nos impulsa a lo sublime, a la


entrega, al heroísmo. Por él rompemos sin consuelo todas las satisfacciones que
la vida nos ofrece. Por él, pulverizando las cosas pasajeras, nos esforzamos en el
cumplimiento de una misión divina. Está representado por Cristo cansado, por
esa extraña figura de un peregrino lleno de polvo y sudor.

El egoísmo, sin embargo, está a la orden del día. De sus figuras van nuestros
ojos llenos, en su reiterada y asfixiante monotonía. Es difícil poner los ojos en
alguien sin encontrarnos su huella. Aparecerá en la irresponsabilidad de la vida
de unos; en el consorcio de la alegría externa y loca con un profundo vacío
interior de otros; en esa sensualidad ingenua de muchos; en las conversaciones
impúdicas; en la desvergüenza colectiva. Y todo ello en muchos, víctimas de la
terrible confusión de hoy, mientras se sienten cristianos ejemplares, que acallan
la conciencia, si grita, con débiles lugares comunes, que corren de boca en boca.

El egoísmo se manifiesta por esa vaciedad del ambiente, que hace a los hombres
como productos artificiales, «ojos de vidrio y cabellos de esparto», incapaces de
reaccionar ni ante la muerte de un amigo en terribles circunstancias que son las
circunstancias ordinarias, constantes, de su misma vida.

La figura de Cristo cansado es una serena postura frente a la agitación inútil de


tantos.

II

Se hablaba de un jardín de México que, en una época espléndida, fue el


escenario de una elegantísima fiesta. Suntuosamente decorado, presentaba el
desfile de la más brillante juventud, de la más distinguida belleza y de la más
estable riqueza, que, en una cálida noche, se dieron cita bajo los destellos de
innumerables luces y joyas. Cuando los más rezagados asistentes se marcharon,
los criados recogieron las cosas más apremiantes y comenzaron a apagar las
luces; poco después ya estaba sumido en silencio y sombras. Por diversas
circunstancias no volvió a haber más fiestas en su recinto.

Cincuenta años más tarde entra tú en el jardín de la historia, por este tiempo
abandonado: todo ha crecido o muerto de manera salvaje. Las hojas caídas de los
árboles forman, con los años, un manto espeso: algunos cables eléctricos rotos
cuelgan mecidos por el viento, la yedra cubre desordenadamente el templete, y
una raíz caprichosa amenaza derrumbar una columna. En su ambiente de soledad
y silencio acuérdate del brillo de aquella noche de fiesta: ¿Dónde está ahora
aquella belleza? ¿Y la juventud? ¿Dónde las intrigas y proyectos de aquellas
cabezas en la cúspide de un éxito transitorio?

¡Qué cerca de ellos se abría el abismo del olvido y no se daban cuenta!

Busca en donde podrás hallar aquel brillo espléndido y pronto advertirás que
sólo quedarán de él unas cuantas viejecitas, aplastadas por la ancianidad, restos
últimos de la liquidación definitiva de aquella vida.

III

Mas no quiero que olvides la figura central de este relato: Cristo, cansado.

La samaritana representa lo transitorio, la fortuna, la belleza, los aplausos. La


sombra. Los hombres, de los que mendigamos esas cosas, son sombras también,
y sombras transitorias.

Sólo el Amor perdura.

Sólo Dios permanece, no las cosas a que servimos.

Hombres importantes ha habido en la tierra, que conquistaron imperios. Pasaron.


La tierra, partícula cósmica insignificante, después de ellos siguió igual.

Sólo el Amor trasciende. Si todo pasa, Dios permanece. Amor con obras.

El Apostolado es un campo inmenso y abierto a la práctica de ese Amor.

Cuando los discípulos llegaron a Cristo, le ruegan que coma. Él no quiere. Tiene
otro alimento que consiste en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Sus ojos
están fijos en las mieses que llegan hasta el horizonte, y en ellas ve otras mieses,
de otros siglos, de otros campos. Cuando responde a sus discípulos, les dice:

–Alzad vuestros ojos, tended la vista por los campos y ved ya las mieses blancas
y a punto de segarse (Jn 4, 35).

Y dóciles al mandamiento de Cristo levantamos hoy nuestra mirada, dispuesta al


Amor que permanece y vemos la tierra entera cubierta de mieses blancas ya, de
mieses que se pierden sin que nadie las recoja, mieses que se mueven y se abaten
por vientos contrarios; cabezas de millones de hombres que se agitan por mil
errores. Entre ellas vemos también a operarios, que no son de Dios, hurtándolas,
que las recogen para el fuego, que las encienden y las queman, que las infectan
con mil razones falsas. Y esa labor de destrucción la llevan a cabo con aparatos
modernos, no conocidos antes, de terrible eficacia.

Estoy, Señor, viendo esa estampa imborrable, en la que apareces tú cansado y


abatido, y una mujer inconsciente junto a ti. Ella y yo hemos aprendido,
viéndote, que sólo el Amor dura. Y mientras ella corre hacia Siquem, yo
comienzo a levantar mis ojos y mi corazón, ya tuyos, y a tenderlos por los
campos contemplando las mieses blancas ya, a punto de la siega.
3. Sobre tu palabra


(Lc 5, 5)

Aquella mañana de abril yo estaba, solo, con mi caña de pescar en la mano,


sentado en la orilla del mar de Tiberíades. Mar adentro había unas barcas, que se
acercaban hacia la orilla, después de una noche de trabajo.

En aquella paz silenciosa, rota tan sólo por el lejano rechinar de las tablas de las
barcas y el ruido de fondo de las olas de la orilla, advertí cómo acudían, por la
parte que da a la ciudad, muchos hombres, mujeres y niños. Llegaban, hacia un
sitio donde se arremolinaban, en oleadas cada vez más numerosas. No podía
distinguirlos. Sólo veía las blancas túnicas que se acercaban a dos barcas que
estaban en la orilla. Quise saber cuál era el motivo de aquella concurrencia y
acudí yo también, llamado por el afluir de la gente.

Tardé algún tiempo en llegar. El pueblo, apretado en la playa, escuchaba en


silencio las palabras que salían de los labios de Jesús de Nazaret, que estaba
sentado en una de las barcas, un poco metida en el agua del mar.

Acabada la plática, oí como el Señor dirigiéndose a Pedro le ordenó:

–Duc in altum –guía mar adentro– y echad vuestras redes para pescar.

II

Pedro, que es pescador desde niño, que tiene la experiencia de sus antepasados
junto a la de su larga vida en el oficio, sabe muy bien que no pescarán nada.
Además, toda la noche han trabajado, cansados, echando y sacando la red... y
siempre la han sacado vacía.
Todo aconseja no obedecer al Hijo del Carpintero. Él no tiene por qué saber
cosas del oficio de pescador. Toda la experiencia, la remota y la próxima,
aconseja a Pedro tratar de disuadir a su Maestro de tal aventura. Pero Pedro tiene
fe en Jesús; sabe, porque es humilde, que lo mejor que puede hacer es obedecer.
Y lo hace sin pérdida de tiempo, informando antes al Maestro de su experiencia,
pero sin tomar excusa de esta información; acto seguido, echará la red. Por eso le
dice:

–Maestro, toda la noche hemos estado fatigándonos y nada hemos cogido; no


obstante, sobre tu palabra, echaré la red.

Yo, desde la orilla, he escuchado la conversación. Yo, que me he quedado, solo,


con mi caña de pescar en la mano. Y he visto descender, raudas y verticales, las
redes al mar.

Y habiéndolo hecho, recogieron tal cantidad de peces que la red se rompía. Yo


ayudé a gritar, desde la orilla, a la otra barca, para que viniesen y les ayudasen.
Vinieron luego y llenaron tanto de peces las dos barcas, que faltó poco para que
se hundiesen (Lc 5, 4-7).

¡Qué pesca más abundante! ¡Cómo envidié a los que se embarcaron con Jesús!
Porque, mientras sus barcas se llenaban de peces, yo me quedé, solo, con mi
caña de pescar en la mano.
4. Por el tejado


...y abierto el techo, le descolgaron con la camilla al medio, delante de
Jesús (Lc 5, 19).

Hemos logrado, a pesar del gentío, introducirnos en la casa, junto a Pedro, muy
cerca del Señor.

Muchos, por no caber dentro, se han quedado fuera. Como nosotros tantas veces.
Se oye el murmullo, que crece por momentos, de la gente que llega en oleadas
cada vez más numerosas. Se contentan con la esperanza de ver a Jesús cuando
salgamos. O de tocar su túnica al pasar.

Jesús está enseñando.

No faltan, sentados también muy cerca de Él, varios fariseos y doctores de la


ley, que habían venido de todos los lugares... (Lc 5, 17). ¡Qué lástima nos dan!
Son los que lo saben todo, los que critican siempre. Se empeñan en mantenerse
en esa postura frente a Jesús, y no quieren cambiar. Examinan nuestro grupo, y
escuchan la palabra del Señor buscando sólo qué censurar. ¡Qué distinta
disposición espiritual la de estas gentes sencillas que nos rodean dentro de la
sala, la de ese cartero enfermo, que no pide siquiera su curación; la de esos
pobres padres de una sirvienta, que venden su borriquillo para ayudar con su
importe a los gastos apostólicos; la de esa mujer que presenta su hijo niño aún,
para que se una a nosotros y siga al Señor!

La placita del pueblo está llena de gente.

Una vez más se aprietan unos a otros, porque todos quieren ser los primeros. Por
las calles adjuntas se derraman, sin querer, los que sobran.

Mientras tanto, cuatro hombres audaces, con fe en el Señor, traen a un paralítico


para que lo cure. Y hacen diligencia para meterlo dentro y ponerle delante (Lc 5,
18). Ni siquiera pueden entrar en la plaza. Luchan, forcejean, procuran abrirse
paso; pero nadie cede su puesto. Se encuentran como con un muro impenetrable.

Ese mundo bueno –mundo que quiere ver a Cristo– les impide el camino.

Pero no se dan por vencidos.

Se van por otras calles, llevando consigo al enfermo. Hasta alcanzar por detrás la
casa donde estamos con el Señor. Logran poner pie en la escalera, por la que se
sube al terrado.

Escuchamos sus pasos en el techo.

Jesús sigue hablando. Demasiado sabe Él lo que está ocurriendo. Después,


comienzan a dar golpes.

Todos miramos hacia arriba: están perforando el terrado.

El Señor no se inmuta.

Caen trozos de barro seco, a pesar del cuidado de quienes lo hacen.

Por fin se ve, por la abertura, el cielo.

II

Luz y sombras de los que trabajan encima.

Manos afanosas.

Jesús sigue hablando.

Pero todos miramos al boquete descubierto, que se hace más y más grande.
Trabajan de rodillas, se ven sus rostros.

Con cuerdas descuelgan la camilla, que forma un fardo común con el cuerpo
muerto de aquel hombre vivo.

Y así, lo colocan delante del Señor.


Todos guardamos silencio.

El Señor suspende su enseñanza. Mira al hombre paralítico y le sonríe. Los ojos


del hombre, que está ahí, en el suelo, se avivan.

Los cuatro audaces se han quedado en el techo.

Sus cuatro caras pegadas miran respetuosas y atentas. No dicen nada.

El Señor también les mira a ellos.

Quisieran esconderse, no pueden.

La humildad brota en sus semblantes.

Y también les sonríe.

Con Jesús volvemos nuestra mirada al paralítico. Parece como si toda su vida se
agolpara en sus ojos: miran llenos de esperanza.

La compasión divina se posa en esa esperanza.

Vuelven a avivarse los ojos del hombre.

La Misericordia infinita y la miseria ínfima, frente a frente.

Y en la sala, un silencio impresionante.

–Tus pecados te son perdonados (Lc 5, 20).

Los escribas y los fariseos se remueven en sus asientos: están pensando mal.
Jesús quita sus ojos del enfermo para encararse con ellos, más miserables que el
paralítico, por ignorar su miseria.

–¿Qué es lo que andáis revolviendo en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil


decir: Tus pecados te son perdonados, o decir: Levántate y anda...? (Lc 5, 22-
23).

La figura de Jesús está erguida, serena, dominando el ambiente. Misericordiosa y


protectora para el humilde caído, desafiante y acusadora para la soberbia
engreída.
Los aludidos bajan los ojos y enmudecen.

Sus cabezas se inclinan.

El Señor les sigue hablando, pero ellos no oyen ya, turbados de vergüenza...

Cuando han sentido alivio, porque los ojos de Jesús han vuelto a posarse sobre
los que le miraban con silenciosa esperanza, logran levantar los suyos.

III

–¡Levántate!... Carga con tu camilla y vete a tu casa (Lc 5, 24).

Jesús al momento mira a los cuatro del tejado, y nosotros con Él. Como que es
este milagro un premio a su fe callada y operativa.

Y por mirar arriba no observamos cómo fueron los primeros movimientos del
hombre curado. Nos sorprende, ya de pie, levantando su camilla.

Por el pasmo, todos los ojos se agrandan más y más.

Es que no nos acostumbramos a los milagros: nos sorprenden siempre.

Y el que había sido paralítico obedece, y sale lleno de gozo, dando gloria a
Dios.

Desde dentro escuchamos el clamor de las gentes en la plaza. Se sorprendieron


al ver la obra de Dios, realizada a pesar de ellos.

Salió el hombre de aquella casa por donde no entró. Y volvió a su hogar por un
camino que no había andado, a vista de todo el mundo, de forma que todos
estaban pasmados y dando gloria a Dios, decían: Jamás habíamos visto cosa
semejante (Mc 2, 12).

¿Quiénes serían aquellos que vimos por última vez en la brecha del techo?

Hemos aprendido de ellos, confirmándolo el Señor, que la audacia debe


llevarnos a poner por obra lo que nos enseña la fe.
Que no hay dificultad para los hombres de Dios.

A un hombre así, que vive conmigo, le encomendaron una misión dificilísima,


llevada ya a cabo felizmente, porque entendía algo de aquella cuestión, «y
porque era lo suficientemente lanzado como para no darse cuenta que era
imposible».
5. Mateo


(Mt 9, 9-13; Mc 2, 13-17; Lc 5, 27-32)

Íbamos hacia el mar... Y, como siempre, tú y yo detrás de Jesús. Caía el sol sobre
aquel camino arenoso y tú querías descubrir, entre las pisadas de los que iban
delante, cuáles eran las huellas del Señor. Como niños pequeños nos
entreteníamos en pisar las señales de sus pies, pisando sobre sus pisadas. Llenos
de ilusión. Creíamos que, caminando así, hacíamos lo mejor. Cuando ya se
terminaban las casas, vimos aquella última, pequeñita, con la puerta mirando al
mar. Delante, en fila rigurosa, estaban muchos judíos con bolsas de dinero en sus
manos, oteando con mirada recelosa...

Jesús se ha parado un instante frente a la puerta de esta casita, mientras que los
judíos alineados a la sombra le observan sin cesar.

Hemos llegado tú y yo, y miramos los dos, distraídos, los pies de Jesús,
esperando que comience a andar para ser los primeros en pisar sus pisadas. De
nuestro juego infantil, nos despertó la voz de Jesús, que dijo:

–¡Sígueme!

Alzamos nuestros ojos del suelo y vimos que el Señor hacía a la vez señas con su
índice a un hombre que, sentado en el banco de los tributos, le estaba mirando.
Mateo miraba a Jesús con asombro; una interrogación se dibujaba en su rostro,
como diciendo: ¿A quién es? ¿A mí?

II

Pensando que la llamada era para él, sin mirar más, sin atender a toda aquella
gente que aguardaba para pagar, sin contar los montones de dinero que estaban
encima de la mesa, y sin cerrar siquiera la puerta de su casa, dejándolo todo
como estaba, levantándose le siguió.

Los judíos de la puerta no comprendieron aquella locura: ¿por qué deja


abandonado todo a una palabra de Jesús?

¿Por qué, al paso de Jesús, abandona con desprecio el dinero, que antes
ambicionaba con tanto ahínco y afán? ¿A qué es debido ese cambio de conducta?

Tú y yo entendimos que era uno más que se nos unía. Ya no perderá más tiempo
ganando sólo dinero; dedicará su vida a andar por caminos de amor y de ideal,
de heroísmo y de cielo, siguiendo a Jesús a donde quiera que vaya. Y por Él
dejará también, un día, con su sangre, su vida.

Mateo no estropeó la elegancia de su entrega sin palabras, con remilgos egoístas,


como hubiera sido el poner en orden sus cosas, el recoger el dinero, el mirar para
atrás cuando se acercaba a Jesús, dejando a sus espaldas las ilusiones de siempre.

Y Mateo es publicano...

III

No es de los que se pasan la vida discutiendo si es bueno dar el décimo del


perejil y de la hierbabuena, es más sencillo que todo eso, y por ello nunca ha
sido visto entre los fariseos de su pueblo. No puede con esas hipócritas
discusiones vacías... y cuando le ha llegado el momento..., no ha dado el diezmo,
lo ha dado todo, con un cambio radical de su vida.

A ti, que me escuchas, amigo, te diré: tú que le sigues jugando a pisar sus
pisadas y conservando tu voluntad, sin haberla entregado, mira la actitud de
Mateo. Muchas veces, tú y yo, hemos comentado la conveniencia de darnos del
todo a Jesús, haciéndolo también sin palabras, y siempre me has dicho lo
mismo..., que más adelante..., que también sin seguirle del todo se puede hacer
mucho bien..., que el Señor también quiere que haya recaudadores de tributos...,
que... No es preciso que hablemos más, la conducta de Mateo es bastante
elocuente.

Y Jesús está pasando por tu puerta...


VI. PASÓ HACIENDO EL BIEN

1. No tengo hombre


(Jn 5,7)

Triste espectáculo del mundo.

Vamos entre enfermos, ciegos, cojos, paralíticos, tendidos a uno y otro lado.

Todos viven porque esperan.

Algunos contra toda esperanza.

Otros no saben por qué viven, tampoco qué esperan.

Están, tan sólo, ahí.

Quejándose y oyendo quejidos.

Todos quieren curarse, nadie hace nada por ello.

Sólo esperan.

Pues un ángel del Señor descendía de tiempo en tiempo a la piscina, y se


agitaba el agua. Y el primero que después de movida el agua entraba en la
piscina, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese.

Descubrimos un hombre que treinta y ocho años lleva enfermo (Jn 5, 4-5).

Toda una vida.


Paralítico.

Esperando.

Es de edad avanzada; Jesús se ha fijado en él, y le acompañamos cuando se


dirige al enfermo:

–¿Quieres ser curado?

–Domine, hominem non habeo; Señor, no tengo hombre.

Le hacía falta un hombre que lo metiera en la piscina tan pronto como el agua se
agitara; por eso, mientras él hacía esfuerzos para echarse al agua, otro bajaba
antes. Eso le ha ocurrido una y otra vez, durante su larga enfermedad. Siempre
ha fracasado en su intento. Pero no ha desistido, y ahí ha permanecido, junto al
agua.

Paralítico como está, le es imposible ganar la carrera.

Treinta y ocho años de fracasos no le alejan de su esperanza.

Le falta un hombre.

Ha hecho todo lo posible por reemplazar esa falta; este anciano paralítico posee
virtudes humanas: su reciedumbre, al recibir animoso fracaso tras fracaso; la
grandeza de la sencillez y naturalidad con que lleva su difícil situación; la
constancia: si ayer hubiera dado por terminada su lucha, hoy no lo hubiese
encontrado el Señor; la sinceridad y nobleza que manifiesta al contestar a Jesús,
atacando directamente la raíz del problema prolongado de su vida, y al
permanecer ahí, con su enfermedad al descubierto, sencillamente, después de
tantos años, en los que ha visto desfilar de continuo hombres que se reintegraban
a la salud y a la vida. Pero estas virtudes no son suficientes.

¡Si él hubiese tenido un hombre...!

Tener hombre. Es el camino ordinario de curación. Pero este hombre sin hombre
no se queda sin premio; Jesús le dice:

–Levántate, coge tu camilla y anda (Jn 5, 8).


De repente, se halló sano.

Era día de sábado.

Había sido curado de manera distinta a como había esperado tanto tiempo.

II

Nos retiramos de aquel lugar.

Pero las palabras primeras del enfermo se han quedado grabadas en nosotros.

No tengo hombre.

Esto fue la causa de tan largo problema.

Es preciso ser hombre para llevar al hombre viejo a las aguas de la salud. Sin
virtudes humanas, un hombre no es más que un guiñapo, un paralítico, un ciego,
un enfermo del alma.

Un estómago con patas. Un fardo de grasas.

El verdadero problema del paralítico consistía en no tener hombre, mucho más


que en la misma enfermedad. Por eso estuvo toda la vida atado a una camilla,
por eso se movían para él inútilmente las aguas.

Por no ser hombres cabales, están junto a nuestro camino multitudes incapaces
de levantarse de su postración y abandono, teniendo la salud al alcance de la
mano.

Y es que un santo de hoy no se concibe sin virtudes humanas.

Es preciso tener muy presente la parte humana.

Con todas sus facetas.

Con toda su belleza.

La gracia no destruye, eleva y ennoblece.


Un hombre cabal no nace, se hace. Poco a poco, con actos repetidos.

Un hombre así está en las mejores condiciones para aprovechar las aguas que se
agitan para él: es el audaz, el sincero, el varón de deseos, el de ideales nobles, el
de voluntad recia, el valiente, el diligente, el que conjuga la intransigencia con la
comprensión, el generoso. Es alegre, responsable, laborioso y leal.

III

Del corazón de todos surge la misma oración: Señor, mándanos hombres así.
Porque nuestro mundo necesita hombres nuevos. No hace falta nada más que
mirar y observar: esa inmensa podredumbre, con oídos que no oyen y ojos que
no ven. Ahora que hablamos tanto de los derechos del hombre, pero que
prescindimos de los deberes que son su necesaria contrapartida.

El mundo de hoy está como acabamos de ver al paralítico, y debe crear una
nueva clase de hombres íntegros, cabales, recios, generosos, capaces de corregir,
dentro de sus posibilidades, todo el mal que los hombres mundanos han
provocado, a causa de una libertad mal entendida y mucho peor empleada. Todos
comprendemos que nuestro mundo amenaza hundirse no por falta de planes, sino
por falta de hombres.

No deben surgir planes, sino hombres, hombres superiores, atletas del espíritu.

¡Que atienda la juventud!

Hay insinuaciones, hay órdenes, hay muchas situaciones, que sólo escuchan los
jóvenes, porque sólo a ellos van dirigidas.
2. Mano seca


...dijo al hombre: Extiende tu mano. La extendió... (Lc 6, 10).

Ya han comenzado las intrigas y contrariedades de los fariseos.

El trato con ellos, su continua presencia, nos hacen desagradable la vida.


Molestan constantemente y siempre por cosas sin importancia. Acabamos de
escuchar la cuestión de las espigas cogidas en sábado, y la defensa que ha hecho
Jesús de sus discípulos. De ti y de mí también, que comimos de aquel trigo
reciente, trillado en nuestras manos.

Hoy es sábado de nuevo. Un sábado del comienzo del verano, y Jesús está
enseñando en la sinagoga. Nos alegra escuchar su palabra, estar en su presencia;
pero nos molesta la asistencia de un grupo de fariseos que está ahí, con el único
propósito de acechar, para tener de qué acusarle.

Las palabras de Cristo les resbalan. ¡Qué lástima! Sólo están abiertos a la crítica.

Entre el auditorio hay un hombre que tiene una mano seca.

La derecha precisamente.

Jesús le manda ponerse en medio.

El hombre obedece. Todos vemos la mano muerta, anquilosada, seca. Hace calor,
lleva poca ropa.

El Señor pregunta a los fariseos si es lícito curar a un hombre en sábado: ellos


bajan sus cabezas y callan.

Entonces se dirige al hombre, y ordena:

–¡Extiende tu mano!
Todos sentimos la fuerza de la orden del Señor. ¿Qué sentirán los que
únicamente critican? La orden se refiere a la mano seca; ésa que es el problema
concreto del hombre, la que le hace estar manco.

Vemos el esfuerzo que hace por obedecer: los músculos están sin movimiento
desde hace años. Ha dejado de serle útil quizás desde siempre. La mano es un
viejo problema. Los esfuerzos que el hombre ha hecho por sí solo, desde su
infancia, por superar su defecto, nunca dieron resultado, y terminó dándose por
vencido.

Sólo se recuerda derrotado.

La mano fue desde entonces un estorbo. ¡Jamás respondió a sus órdenes!

Es una mano seca.

Nos da la impresión de que van a saltar astillas de aquella carne endurecida, ante
aquel esfuerzo supremo. En las curaciones ordinarias, cuando un miembro se
anquilosa, cada vez cuesta más ponerlo en movimiento, y poco a poco, después
de mucho tiempo, termina por curarse.

En este caso, después del esfuerzo, al momento ha quedado tan sana como la
otra mano.

II

Es un milagro.

Pero a pesar de serlo exigió el Señor un esfuerzo doble.

La fe, no obstante la experiencia de siempre.

El dolor, para poner en movimiento unos músculos.

En la Naturaleza, unos seres suceden a otros. La vida a la muerte. El dolor es la


antesala de la vida, la cual comienza, en el hombre, siempre llorando. Todo
tiende a la muerte, por otra parte, en el mundo de los vivos y en la vida personal
de cada uno de nosotros. La mortificación, el dolor, es un medio para la vida. Y
es un medio para un auténtico progreso espiritual. Sin ella, el hombre se estanca.
Y lo que se estanca se muere.

Una mano seca... Nos sugiere problemas personales sin resolver, que acaso, por
acostumbrados, no descubrimos.

Aún hay remedio.

Todo es posible con el Señor.

El Cristo de ayer es el de hoy.

Quizá falte sólo nuestro esfuerzo.

Al sentirte hoy tú delante del Señor, en medio de tus circunstancias, como el


hombre del Evangelio, quizá descubras que tu problema es el corazón. Viniste a
la vida con una misión concreta, divina, que no puede hacer ningún otro ser en la
tierra: amar. De pronto apareciste tú en la vida, y venías para eso. Desde
entonces han ido pasando los años, distraídos en mil cosas, ¿cuándo has amado?

A veces descubres que una vida sin amor es una vida sin sentido, por brillante
que ella sea, pero pronto lo olvidas, aturdido por ese montón de cosas pendientes
que siempre te persigue.

Corazón seco.

Un doble esfuerzo, también hoy, tendrás que hacer tú.

Creer, no obstante la experiencia de siempre, que puedes hacer en la vida aquello


para lo que vives.

Sufrir el dolor de poner en movimiento algo que en ti estuvo siempre seco.

III

Todo cambio es doloroso, pero es preciso para la vida.

La función crea el órgano. Por eso la mortificación, que es fruto del amor, puede
también facilitarlo. La mortificación no es sólo romper cadenas que atenazan y
anquilosan, sino demostración operativa del amor de Jesús, y preparación y
ejecución perfecta de cualquier apostolado.

Sin mortificación no hay humildad, y sin humildad ¡qué difícil es amar!

Cómo cuesta entender que la mortificación es vida: a ver si te convencen las


palabras del Señor: En verdad, en verdad os digo, que si el grano de trigo,
después de echado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere
produce mucho fruto. Quien ama la vida la perderá; y quien aborrece su vida en
este mundo, la conserva para la vida eterna (Jn 12, 24-25).

El hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios.

¿Por qué crees que se priva el atleta de cosas que no son malas?

Mortificación: morir para vivir. Ella es sólo medio.

Lo que nos enseña el Apóstol: traemos siempre en nuestro cuerpo por todas
partes la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también
en nuestros cuerpos (2 Cor 4, 10).

Y San Juan de la Cruz nos dejará una recomendación tajante. «Si en algún
tiempo, hermano mío, le persuadiere alguno, sea o no prelado, doctrina de
anchura y más alivio, no lo crea ni abrace, aunque se la confirme con milagros,
sino penitencia y más penitencia, y desasimiento de todas las cosas. Y jamás, si
quiere llegar a poseer a Cristo, le busque sin la cruz».

Corazón seco: ¡atento al dolor! El que nos viene de Dios es el que trae mayor
ganancia.
3. Naím


Tibi dico: surge (Lc 7, 14).

En las afueras de Naím se cruzan dos columnas de hombres: una sigue a la Vida,
la otra a la muerte.

A la cabeza de la primera va Jesús, seguido de sus discípulos y mucho gentío,


que iba llegando.

El personaje central de la segunda es un hombre muerto. Forman un cortejo


fúnebre para llevarlo a enterrar. El difunto era hijo único de su madre, la cual
era viuda: e iba con ella gran acompañamiento de personas de la ciudad:
amigos, parientes, vecinos. Esta columna salía.

Al joven de Naím lo llevaban a enterrar.

Va rodeado de íntimos, conocidos, paisanos. Los de siempre.

Como tú.

Ahora.

¿No?

¿Vas o te llevan?

Ese cortejo que te acompaña en tu existencia y esas cosas con las que llenas tu
vida, ¿adónde te conducen?

Dentro de unos años, muy pocos, todo tu cortejo se habrá esparcido, para
integrar otros cortejos, a los que también ha de abandonar.

Pero tú estarás enterrado, definitivamente segregado del mundo de los vivos.


Quisiera que te miraras a ti mismo a ver si puedes identificarte con el hijo de la
viuda de Naím, llevado de idéntico modo, por eso que llamas «tu vida», a
enterrar... Ese camino en que te sorprendo ahora, con tu propia horizontalidad e
inconsciencia, puede ser similar al camino del difunto. Tus relaciones, tus
amistades, tus parientes, a pesar de la algarabía de tus éxitos, ¿no forman acaso
un cortejo fúnebre?

Te llevan a enterrar.

Tu personal desgracia puede consistir no sólo en ser un miembro más de una


columna de hombres que sigue a un cadáver, sino en ser tú el personaje principal
de tu cortejo.

Horizontal e inconsciente.

II

Muy cerca de ti, de tu cortejo, de tu entierro, marcha la columna del Señor. Él y


los que, en medio del mundo, le siguen.

El Evangelio nos cuenta que Jesús se arrimó y tocó el féretro; y los que le
llevaban, se pararon.

¿Se detienen ante Cristo los que te llevan a ti?

Todo porque vio las lágrimas de la madre.

Muchas madres hoy empujan a sus hijos por el camino de la sepultura. Procuran
que Jesús no se fije en ellos, y si se fija, se los ocultan..., para que sigan su
camino cómodo, el que sigue la mayoría, el que termina en la fosa.

El Señor, dirigiéndose al muchacho:

–Tibi dico, surge! ¡A ti te hablo, levántate!

Jesús habla a un muerto, en el camino de la tumba.

Tibi dico. Son dos palabras que subrayan el mandato del Señor. Como si quisiera
decirle –decirte–: date por aludido, no te hagas sordo, no te excuses en la
generalidad, hablo a tu persona y no a otra, a pesar de tus circunstancias, tus
proyectos y tus locuras.

¡Sé sincero!

Tibi dico.

¡Cómo siento estas palabras! ¡Como si me las dijera a mí!

¿No sientes tú lo mismo?

¡Levántate!

III

Sinceridad. Analicemos nuestra vida con sinceridad, veamos adónde nos


conduce ese ir y venir, ese irse constantemente; miremos con objetividad ese
complejo de éxitos, ilusiones y proyectos, ese entierro. ¿De qué servirán todas
esas cosas que te aturden, cuando te dejen solo los que ahora te llevan, cuando
des el salto al otro lado de la existencia?

Sinceridad para verse rodeado de nuestra gente, que nos lleva, sin advertirnos, a
la sepultura. Más que al fuego que avisa con su llama, teme al rescoldo
encendido que oculta la ceniza.

Sinceridad para aplicarnos las palabras del Señor.

Tibi dico, a ti te hablo.

¡Levántate!

No te contentes con levantarte tan sólo, con ser un cadáver vertical. ¡Vive!

Ponte en guardia contra esa secreta traición del tiempo.

Deja de ser el personaje central del cortejo de la muerte, y hazme caso.

Escucha su palabra y ponla por obra. ¡Aunque estés muerto!


El joven se levantó.

Y Jesús se lo entregó a su madre.

Se lo entregó vivo.

Sería bueno que muchas madres pensaran que pueden contar más con sus hijos
cuando viven por y para Cristo.

Saltó del féretro y comenzó a seguir a Jesús.

Se deshizo el cortejo fúnebre.

Toda su gente se incorporó a la columna de la Vida.


VII. DESPRENDIMIENTO

1. Se va quedando solo


...las gentes, salieron de sus ciudades, siguiéndole a pie (Mt 14, 13).

Las aldeas vacías al paso del Señor.

Por los caminos enorme caravana: es una columna inmensa de gentes que le
siguen. Comenzaron a ir tras de Cristo olvidados de sí: así como estaban. No
perdieron el tiempo en tomar provisiones para el viaje. No calcularon tampoco el
tiempo que duraría el camino.

Le siguen, eso es todo.

Una vez, Jesús, viendo tan gran gentío, se movió a lástima y curó sus enfermos.
Y multiplicó cinco panes y dos peces, únicas reservas de aquella muchedumbre.
Y el número de los que comieron fue de cinco mil hombres, sin contar mujeres y
niños. Sobraron doce canastos llenos de pedazos (Mt 14, 13-21).

En otra ocasión dirá Jesús: Me causan compasión esos pueblos, porque tres días
hace ya que perseveran en mi compañía y no tienen qué comer, y no quiero
despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino (Mt 14, 32).
Multiplicó con exceso los panes que tenían.

Todos hacen esfuerzos por ponerse en primera fila, y escuchar así mejor su
palabra, cuando van detrás de Cristo, o para alcanzar lugar preferente cuando lo
encuentran.

Se ponen en camino sin entretenerse con nada.


II

Todos. Menos un hombre viejo que se ve en la última fila con un saco medio
lleno a sus espaldas; éste se entretuvo en tomar provisiones: unos higos secos,
dos mantas, un queso de cabra...

Llegó tarde, cuando todos estaban ya en marcha. Él quiere seguir a Cristo, quiere
también escuchar su palabra, pero con sus provisiones...; y, por no estar suelto y
desenredado, se va quedando atrás, embarazado con sus cosas.

El Evangelio no lo cuenta. Pero podemos ver a ese hombre, al rezagado, que no


quiere tirar su saco, quedándose atrás. La caravana de los que le siguen es, sin
embargo, cada vez más numerosa.

Se va quedando solo.

Más tarde, renqueando y sofocado inútilmente, aún siguiéndole a lo lejos.


Pisando huellas lejanas de Cristo, con riesgo de perderse en el desierto, si sopla
el viento y borra las huellas del Señor y de los que lo siguen de cerca.

Puede encontrarse, por último, dando vueltas en círculo cerrado, en un camino


sin sentido, pisando sus propias huellas.

Terriblemente solo.

Los que siguen a Cristo sin abrigo y sin comida van cerca de Él.

Escuchan mejor su palabra.

Más cerca, cuanto más sueltos.

Olvidados de sí.

Desprendidos de todo.

Sabemos que el Señor echó del Templo a los mercaderes diciendo: Mi casa es
casa de oración (Lc 19, 64). El corazón del hombre es un templo, que no debe
estar lleno de bueyes. Es preciso dejar de estar dominados por amos extraños, es
necesario liberarnos del vicio o de la comodidad, del éxito o del ruido.

No se puede seguir a Cristo si se es esclavo de las cosas: siendo esclavo no se es


libre, no se es dueño de las cosas ni de sí. Qué ceguera la de los hombres para
ver que el mundo es una comedia continua, en la que uno representa un papel, y
en la que muy pronto se acaba saliendo como se entró; que las riquezas y los
honores valen sólo para salir a escena.

III

Alguien me contó haber leído en un libro oriental –atribuyo el mérito al dueño


de la idea– la historia de un pobre pescador de perlas: en una miserable choza
arrastraban los suyos una vida lamentable. Se sustentaban con el importe de la
perla que el pescador de tiempo en tiempo encontraba. Cada día lo empleaba en
bajar una y otra vez al fondo del Océano, casi siempre inútilmente. En cierta
ocasión encontró dos maravillosas perlas negras de extraordinario valor. Lleno
de gozo subió a la superficie. Buscó a quien comunicar su súbita y gran alegría:
sólo el mar y las costas rocosas eran sus mudos testigos. Siguió buscando y
descubrió a un sabio solitario que meditaba mirando al mar. Se llegó a él
corriendo. Y, enseñándole las perlas, en sus manos nerviosas por el gozo, le
decía: «¡Mira, mira lo que encontré!». El sabio miraba impasible al pescador,
que había hallado una fortuna, que le libraba de la miseria. Una perla rodó de la
mano a la roca y de la roca al mar. Se tornó su alegría en tristeza angustiada.
Pide al sabio que le diga dónde ha caído: «Tú, que lo has visto, dime». El sabio
tomó la otra perla de la trémula mano del pescador y, tirándola, le señaló el
punto del mar donde cayó la primera.

El contraste brutal de estas dos conductas nos hace pensar, sin embargo, que no
son las cosas lo que realmente vale.

Es Dios nuestro fin.

El Único y el Todo.

Desprendimiento también de las personas queridas.

Copio la carta de una madre a su hijo que, por seguir a Cristo, hacía años que
estaba en tierras lejanas: «Querido hijo: Recibimos tu carta y estamos muy
contentos porque te encuentras bien. Como el día nueve hace años que te
marchaste de España y nos diste el último abrazo, quiero que este día recibas
esta carta, para que te llegue el cariño y la memoria que siempre te tenemos. Y
ese día, a todas horas, pensando en ti, por ser el día nueve, día muy señalado
para nosotros. Dios quiera que pronto podamos darte un abrazo, y el tiempo que
te quede de estar fuera de España sea poco...».

La caravana de los que siguen a Jesús aumenta cada día.

Los que la forman viven pensando sólo en el Señor: quieren estar más cerca de
Él cada vez.

Y Él, que no defrauda a nadie –hoy como ayer–, si son precisos, hace nuevos
milagros.
2. ¿Rey?


Conociendo Jesús que habían de venir para llevárselo por fuerza y
levantarlo por rey, huyó él solo otra vez al monte (Jn 6, 15)

Los galileos quieren hacerle rey.

Y Él se esconde.

Están asombrados de su poder.

Han visto los milagros que ha hecho, y ahora vienen siguiendo a Jesús en
grandísimo gentío (Jn 6, 5). Son cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los
niños (Mt 14, 21).

Herodes cree que es Juan Bautista resucitado. El pueblo le sigue. Pero ninguno
tiene visión sobrenatural suficiente. El primero teme, el segundo ama; ninguno
ve.

Ha habido una intensa actividad apostólica, tan agobiante, que no les dejaba
tiempo de comer. Y Jesús ha decidido retirarse con sus discípulos a un lugar
desierto cerca del mar de Galilea. En barca atravesaron el lago. Pero las gentes
de todas las ciudades vecinas le siguieron a pie, y llegaron antes a la otra orilla.
Y Jesús al verlas se ha movido a lástima y ha curado a sus enfermos. Los ve
como ovejas sin pastor.

Ya está cerca la Pascua.

Es plena primavera.

La inmensa multitud no quiere estar sin Él.

Le acosan.

II

Ya se ha hecho muy tarde, y es un lugar desierto.

Los discípulos sienten preocupación por las gentes.

El Señor tiene sus planes.

Felipe es probado por Jesús, y –Felipe, muy humano– se manifiesta pesimista:


Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un bocado (Jn 6,
7).

¿Qué pensaría Andrés cuando anunció que había allí un muchacho con cinco
panes y dos peces? Se porta generoso, pero aún calcula humanamente: ¿qué es
esto para tantas gentes? (Jn 6, 9).

Jesús manda que los discípulos hagan sentar a las multitudes.

¡Permanecen de pie!

Y los discípulos obedecen.

¿Qué discurrían mientras acomodaban a las gentes?

¿Darían trabajo a sus mentes?

No se entretienen en pobres cálculos humanos: obedecen. No piensan que ya es


tarde, que conviene aprovechar el tiempo, según su consejo, para ganar camino
de regreso.

Obedecen rendidamente.

No piensan en más.

¡Ejemplar conducta de los apóstoles!

Actúan, ahora sí, con visión sobrenatural.

Y Jesús multiplica aquellos panes. Lo mismo hace con los peces.


Y comen todos. Y se sacian todos. Y son cinco mil hombres, sin contar mujeres y
niños. Y sobran doce cestos de pedazos (Jn 6, 13).

III

La multitud se llena más de admiración.

Comprueban que es el Mesías.

Y se deciden a hacerle rey. Ya. Quiera o no.

Jesús no les dijo nada. No hubieran entendido. Se esconde. Huye al monte. Él


solo otra vez (Jn 6, 15).

¿Rey? ¿De un montón de calaveras?...

Si un rey de la tierra visitara un colegio de niños, y lo proclamaran rey de una


pandilla, sería menos ridículo. Y seguiría siendo menos desproporcionado que si
las hormigas jerárquicas de un hormiguero tuvieran, para sí, tamaña pretensión
de un rey cualquiera.

Querían hacerle rey..., como queremos los hombres de hoy y de siempre mil
locuras inútiles que nos parecen razonables; como ponemos nuestro orgullo y
nuestra esperanza en cosas efímeras que pasan como las nubes; como perdemos
nuestros días en el bullicio de esta vida, ganando, y olvidando que no ganamos
nada; como sufrimos por llamar la atención de los hombres para conseguir tan
sólo llenarnos de vacío.

Damos el pomposo nombre de realidad a lo que sólo es un piquito de la misma,


perdemos la vida buscando en los charcos lo que sólo está más arriba de las
estrellas, olvidamos la grandeza de Dios exagerando nuestras cosas miserables, y
llamamos éxito a cualquier bien pasajero.

Olvidamos el cielo, y, pretendiendo encaramarnos en la tierra, como ciegos,


hacemos dioses a sus cosas.

Aquellos galileos querían a Cristo, pero les faltaba visión. Le buscan, quieren
darle lo mejor que tienen, le aman con entusiasmo, penetran en su mirada lo
suficiente como para, olvidando el pan de la materia, perseguir el del espíritu,
pero no aciertan a saber quién es.

Su pobre mirada humana no barrunta su grandeza.

¡Cómo hacemos chicas, en nuestras manos, las cosas grandes!

Y quieren hacerle rey de su pueblo.

¿Rey? ¿De un poco de polvo, por un poco de tiempo, sobre un osario?

¡Qué cortos de miras somos los hombres!

Buscamos ansiosos soluciones políticas, económicas, científicas, y no damos con


la única solución: Dios. Podemos volar como águilas y nos arrastramos como
sapos.

¡Qué torpes!

Él, que es infinito en el tiempo y en el espacio.

¡Querer hacer rey de un puñado de tierra al que lo es de las estrellas, de los


ángeles y de los cielos!

IV

Todo queremos meterlo en nuestra estrecha medida, y enjuiciamos las cosas


según nuestros pobres cálculos humanos. Creemos, sí, pero vivimos sólo de los
sentidos. En las cosas no vemos indicios de Dios. Esperamos un cielo para
siempre, y buscamos la felicidad en la tierra, como lombrices. Nos decimos
discípulos de Cristo, y nos rebelamos contra la humillación. Somos peregrinos
que se olvidan del punto de destino. Vamos hacia la gloria, y nos asentamos, con
inútil intención de permanencia, en el camino.

No entendemos, a pesar de llamarnos cristianos, cómo muchos cambian su brillo


humano por una postura oscura entre los hombres, y, si lo entendemos,
difícilmente lo vivimos. Conocemos la voz de Cristo y seguimos imperturbables
nuestro animal sendero instintivo.
Torpes para ver las cosas con ojos de fe, con ojos de cielo. Si alguna vez se
presenta la mano de Dios superando nuestra lógica y haciendo prodigios que nos
asombran, lo olvidamos luego.

En Dios ponemos nuestra esperanza y nunca contamos con Él.

Ni un cabello cae de nuestra cabeza sin su permiso, pero nos irrita su caída. Y, al
enjuiciar los hechos humanos, prescindimos del principal protagonista.

Llegamos a pretender hacer del Señor un satélite de nuestro yo.

Nos olvidamos de Dios, y el dolor tiene que recordarnos su presencia. Y,


encerrados en nuestra estrecha visión, olvidamos maravillas.

Si cayéramos en la cuenta, de verdad, ¡qué cambio radical daría este mundo!

Cristo se escondió entonces porque comprende nuestras locuras. Y vuelve a


hacerlo cuando olvidamos su lenguaje, y achicamos la visión de sus planes por la
miopía y miseria del ángulo de nuestro egoísmo.

Él es el Rey total. De todo. Y por consecuencia, de aquel puñado de tierra que


los galileos querían poner bajo sus pies. Ya lo es, no es preciso que los hombres
le hagan rey.

Y al enloquecernos, al perder altura, al reducir la realidad a nuestra estrecha


visión, no vemos nada.

Y Él se esconde.
3. Ven


(Mt 14, 22-33)

Acabamos de ver a Cristo multiplicar unos panes y unos peces, de los que han
comido hasta saciarse varios miles de hombres.

Para que no nos contagiáramos de la locura común, nos mandó subir en la barca
y pasar a la otra orilla, mientras Él se quedaba despidiendo a la gente.

Estamos embarcados con los apóstoles en medio del mar.

Ha comenzado una tempestad en el Tiberíades.

No se acaba nunca.

Se hacen interminables los minutos.

Crujen las tablas con dolorosos presentimientos.

Tememos naufragar.

En nuestro desamparo miramos los remolinos amenazantes del agua, agitados,


como estamos, de un lado para otro.

La luna en cuarto creciente –se acerca la fiesta de la Pascua– alumbra de vez en


cuando, según la dejan las nubes.

Hacia las tres de la madrugada, creemos distinguir la apariencia de un hombre,


que se mueve sobre las aguas, caminando hacia nosotros. Y llenos de miedo
comenzamos a gritar.

Creemos que es un fantasma.


Todos nuestros ojos se clavan en esa figura, que cada vez se dibuja más clara en
las sombras de la noche.

Siguen los gritos.

Y de pronto, unas palabras que vienen del mar:

–Tened confianza, soy yo; no temáis.

Es el Señor.

Los gritos se han apagado, pero la tormenta continúa. Pedro, que está a tu lado,
dirige a Cristo esta inesperada petición:

–Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas.

Pedro no lo hace por presunción. Es la expresión de la alegría muy humana de


encontrarnos con Jesús cuando tanto lo necesitamos.

No se hace esperar su voz:

–Ven.

II

Pedro está en el agua al momento. Andando sobre ella. Va derecho a Jesús. Ha


llegado a nosotros una sola palabra, y ha cambiado la seguridad de las tablas de
la barca por la seguridad de la fe.

No se ha tirado al agua antes de que lo permitiera el Señor, sabe que solo no


puede. Pide esa orden: su fe es humilde.

Y también es operativa: tan pronto ha llegado a nuestros oídos la voz de Jesús,


cuando él lo pone por obra. No siguió en la barca, como nosotros, agarrados
cobardemente a sus maderos.

Le vemos acercarse a Cristo.

La barca sigue agitándose bruscamente y tenemos que afianzarnos para


mantenernos en pie.

El viento es fuerte, parece que aumenta su furia.

Pedro, ahí sobre el agua, teme...

Y comienza a hundirse.

–¡Señor, sálvame!

Es un grito angustioso. Irreflexivo, como fue la petición. Dudó cuando ya estaba


en el camino. Se da cuenta entonces que no era natural lo que estaba haciendo,
que era superior a sus fuerzas...

Duda.

Teme.

Se hunde.

Jesús le tiende la mano, sonriendo quizá, mientras le dice:

–Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?

El Señor le reprende sólo por haber dudado, no por la audacia del proyecto. Le
corrige por haber supuesto en un instante que le podía abandonar, después de
haberle dejado arriesgarse en aquella aventura.

Con esos mismos altibajos nos manifestamos los hombres: primero, llenos de
entusiasmo; después, temerosos ante las dificultades.

Y, como a Pedro, pueden venirnos las dudas por prestar oídos al viento. Es la voz
de Cristo la que hemos de escuchar: todo lo demás es viento. El agua se hizo
firme bajo los pies de Pedro, cuando éste atendía exclusivamente al Señor.

III

Por fijarse en el viento, comenzó a hundirse.


La cobardía siempre tiene argumentos.

Nadie pierde la fe o la vocación si no es por su culpa. La fe es riesgo y


seguridad, y el Señor priva de testimonios sensibles al que quiere ver
enriquecido en ella.

Cuando los vientos me envuelvan, y sus ruidos intenten imponerse, diré lo


mismo que Pedro: ¡Señor, sálvame!

Cuando las tormentas desdibujen su figura, y las nubes interiores interpongan su


oscuridad, nosotros sabremos que es Él. Y, al afirmarnos en la fe, cortemos
tajantes cualquier otra esperanza.

Ven.

Ésa fue la única palabra del Señor.

Nos sentimos embarcados con misión.

Seguimos asidos al borde de la barca, que no cesa de bambolearse. Ruedan de un


lado para otro, al ritmo de las olas, unos objetos sueltos de la cubierta. Hay
remolinos de aguas oscuras y profundas. Pero tenemos confianza. Jamás
nosotros solos, sin el mandato de Cristo, nos hubiéramos embarcado. Por Él
estamos zarandeados en medio del mar. Esta aventura de nuestra vida lleva la
señal de quien nos la sugirió. Y Dios, por quien estamos ahora aquí, nos ayudará
a terminarla con éxito.

No fue el viento, fue la falta de perseverancia en la fe.

Por eso se hundió Pedro.

Que los obstáculos sirven para vivir la fe.

Que no se debe dudar cuando hay que amar.

Que en vez de temer, es preciso orar.


VIII. MISERICORDIA

1. Fui, me lavé y veo


(Jn 9, 1-38)

En la esquina de una calle tortuosa y transitada de Jerusalén, habíamos visto


muchas veces a un hombre que, en lo mejor de su edad, por ser ciego de
nacimiento, se ganaba la vida pidiendo limosna. Apoyada la espalda en la pared,
metido en el bullicio constante de la calle, tenía su mano extendida...

Parece que hasta ahora él ha sido un indiferente. Se ha mantenido alejado del


divino ministerio de Jesús, metido en sus tinieblas y dejando escapársele los
días.

Como tantos.

Ahora, al pasar, el Señor se ha quedado mirando al ciego con un amor especial,


con una comprensión manifiesta, que ha hecho preguntar a los discípulos:

–Maestro, ¿qué pecados son la causa de que éste haya nacido ciego: los suyos o
los de sus padres?

–No es por culpa de éste, ni de sus padres; sino para que las obras de Dios
resplandezcan en él.

Es la visión que Dios tiene de la situación concreta de un hombre.

Para que las obras de Dios resplandezcan en él.

Qué distintas las interpretaciones humanas.


¡Y el hombre está ciego!

¡Y es un indiferente!

II

Quizá, las palabras de los que acompañan a Cristo, interpretando mal la


desgracia del ciego, han llegado a sus oídos hiriéndole. Pero pronto, cada vez
más cerca, el consuelo sereno de una voz amiga llega también. Hablando a los
apóstoles se ha acercado del todo. El mendigo ha escuchado palabras sobre la
necesidad de trabajar mientras dura el día, antes que la noche haga su
presencia... Que Él es la luz del mundo.

Sólo oye la voz de Cristo.

Han desaparecido para él todos los demás ruidos de la calle, como si nada más
existiera fuera de esa voz que habla tan cerca: ni esquina, ni hombres, ni
limosnas, ni ceguera...

Jesús escupió en tierra, y formó, lodo con la saliva, y lo aplicó sobre los ojos del
ciego. Éste siente el barro en sus ojos y la voz amiga:

–Anda, y lávate en la piscina de Siloé.

Barro en los ojos.

¡Si es un indiferente!

El barro que suele poner el Señor en los ojos, la prueba, ¡cuántas formas reviste!

Es una oportunidad para creer, para excitar la fe.

¿Qué hará el ciego?

III

Dejó la esquina.
Se puso en marcha.

A tientas.

Así se abría camino.

Dócil al mandato del Señor.

Obedeciendo al punto, y a ciegas.

A través de un mundo en el que los hombres caminan en mil direcciones


distintas. Y sin ver, se mantiene en la línea marcada por el Señor.

Con barro en los ojos.

Le rozaban, le empujaban los ajenos al milagro: los que iban a lo suyo.

Él no torció su marcha.

Iba derecho a lavarse a donde el Señor le dijo.

Le vemos ir.

Se lavó allí.

¡Y volvió con vista!

¿Qué tenía que ver el barro, amigo, para dar la vista a un ciego?

Eso mismo que los hombres emplean para cegar, Cristo lo usa para dar la luz a
unos ojos muertos.

¡Cuántos ciegos se hubiesen quedado sumidos en sus tinieblas por querer


someter todo a la Física, que no explica, sin embargo, los misterios
fundamentales de la vida!

Éste puso por obra su fe primera: obras con fe.

Y cuántas veces comprobamos que, junto a Cristo, lo que parecía una desgracia
resulta una maravilla.
Las consecuencias de este milagro fueron tremendas, pues, hecho en sábado,
produjo tanta admiración y discusiones, que nos proporcionaron una cantidad de
testigos, una comprobación judicial y algo así como un expediente procesal del
hecho.

Todo ello lo hace indiscutible.

Algunos hombres desearían que los milagros de Jesús constasen en actas


judiciales, que hubiesen sido comprobados oficialmente. En este caso todo eso
se ha cumplido de manera absoluta. Ahí lo tienen: funcionarios judiciales,
oficialmente enemigos de Jesús, hacen inquisiciones detalladas, persistentes,
enconadas, empeñados en negar el milagro sin conseguirlo. Por encima de sus
prejuicios y de sus intereses, brilla incuestionable la verdad: un ciego de
nacimiento ha comenzado a ver.

IV

Pronto escuchamos la algarabía de los vecinos y de los que le han visto pedir
limosna, que discuten si es o no el ciego, el que mendigaba en la esquina. Pero él
decía:

–Sí que soy yo.

–¿Cómo se te han abierto los ojos?

–Aquel hombre que se llama Jesús hizo lodo, y lo aplicó a mis ojos, y me dijo: Ve
a la piscina de Siloé y lávate allí.

–Yo fui y me lavé y veo.

Admirable sencillez, sin complicaciones.

–¿Dónde está ése?

–No lo sé.

Con sanas intenciones presentan aquellas buenas gentes el ciego a los fariseos,
que son los amos de la ciencia oficial y de la ley, y éstos le someten a nuevo
interrogatorio. La contestación del ciego es clara y terminante:

–Puso lodo sobre mis ojos, me lavé y veo. Me lavé y veo.

¡Cuántas cuestiones de fe son problemas de confesonario!

Entre los jueces comienza la discusión, quieren saber la opinión del que había
sido ciego.

–Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?

–¡Que es un profeta!

Esperaban una contestación más conforme a sus conveniencias.

No quieren darse por vencidos, empeñados como están en negar la evidencia.


Así, tantos. Llaman a los padres del mendigo, les preguntan, y ellos contestan
temerosos de la soberbia de los enemigos de Cristo:

–Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego.

Llaman otra vez al ciego –así ha luchado siempre la mentira insidiosa contra la
verdad–, y vuelven a preguntar juramentándole y empujándole a declarar según
los intereses de ellos:

–Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador.

–Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo antes era ciego y ahora veo.

La contestación es contundente. Los jueces abandonan la investigación del


hecho, y comienzan a preguntar sobre el modo:

–¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos...?

–Ya os lo he dicho y lo habéis oído...

Este hombre acaba por impacientarse, no sólo por las molestas inquisiciones,
cargantes en extremo, sino por la mala voluntad que descubre en quienes debían
ser jueces imparciales, egoístas cerrados que tropiezan en detalles. Como
hombre honrado hace una valiente apología de Jesús, y con una dialéctica
diáfana propina golpes implacables, para terminar diciendo:

–Si este hombre no fuese de Dios, no podría hacer nada de lo que ha hecho.

Los inquisidores oficiales, como tantas veces, reaccionan con insultos. Y lo


arrojan fuera.

Es la postura de la mente, cuando, después de resistir a la fe, se opone a las


razones.

Más tarde, Jesús, haciéndose encontradizo con él, le dijo:

–¿Crees tú en el Hijo de Dios?

–¿Quién es, Señor, para que yo crea en él?

Conmovedora disposición para creer.

–Le viste ya, y es el mismo que está hablando contigo.

–Creo, Señor.
2. No os paréis a saludar a nadie por el camino


(Lc 10, 1-4)

Se nos queda grabada esta frase:

Ni os paréis a saludar a nadie por el camino.

La oímos de labios de Jesús cuando daba instrucciones a sus discípulos sobre la


manera con que debían realizar su misión. Los enviaba a las ciudades y lugares
a donde había de venir Él mismo.

Sus primeras palabras fueron: La mies es mucha, más los trabajadores pocos.
Rogad...

Se sucedieron las indicaciones, pero ésta nos llamó especialmente la atención a ti


y a mí:

Ni os paréis a saludar a nadie por el camino.

Entendimos lo que quería decirnos: supone un ritmo de marcha tenso frente a la


mies que nos espera. Quiere que seamos celosos del tiempo, que no nos
entretenga nada, por noble que sea, fuera de esa mies a la que hemos sido
enviados.

Ser avaros de tiempo, por ser avaros de mieses.

II

Se me viene a la memoria el ritmo esforzado de los segadores de Castilla, en el


verano. Trabajan de sol a sol, sin pausa. Cuando el sol sale sorprende a un grupo
de hombres inclinados hacia la tierra, moviendo con aire sus hoces, al ritmo
tenso y sostenido que marca el mayoral. El mayoral de siega da todo lo que
puede. Es un hombre de condiciones físicas excepcionales. Sus fuerzas marcan
el paso sostenido más intenso que pueden lograr. Los hombres de su cuadrilla
deben seguirle. Cada uno tiene el mismo número de surcos que cubre con su hoz.
Sería un deshonor quedarse atrás. Avanzan en línea recta.

En silencio van pasando las horas del día. No se oye más que el ambicioso e
incesante corte de las hoces. No hay tiempo que perder: es la época de la siega.
Bajo el sol implacable del verano, las espaldas inclinadas de esos hombres que
se meten más y más en las mieses, dejando detrás de sí otras tantas hileras de
haces, no tienen más resguardo que sus camisas empapadas de sudor.

Comen en el corte de la siega.

El mismo ritmo tenso se mantiene durante el día.

Y pasan las largas horas de la tarde. Han abierto una tremenda brecha en la mies.

Cuando el sol se pone, escondiéndose tras el horizonte, deja a los segadores en la


misma actitud y con el mismo ritmo mantenido con que les sorprendió por la
mañana.

El relente de la noche humedece las pajas haciéndolas correosas, las hoces no


pueden cortar; entonces duermen los segadores. Pero no bajan a las casas de
labranza, ni vuelven al pueblo. Tiran una manta en el rastrojo reciente, y allí
mismo duermen, sobre el surco.

Dormir sobre el surco.

Creo que eso es lo nuestro.

Allí mismo donde quedó el corte de la siega.

No se entretienen en otros quehaceres por nobles que parezcan.

Y por la mañana, la salida del sol les vuelve a encontrar en la misma tarea
ansiosa, doblados sobre las mieses.

Al ritmo sostenido y tenso del mayoral.


Sólo ha cambiado una cosa: la línea de conquista de los segadores.

Hoy, devoradora, metida en el campo de trigo.

III

El Señor quiere imprimir en nosotros parecida actitud: la mies es mucha; los


operarios, pocos; el tiempo, corto.

Hay cereales que se descabezan: o se recogen a tiempo, o se pierden.

Con las almas pasa lo mismo.

Y es la siega nuestra tarea.

Ésta debe imponernos un estilo de vida, un afán de tiempo y de almas.

Para eso estamos en la tierra.

La mies es mucha.

Faltan operarios. Es preciso procurarlos al ritmo de la siega y para la siega.

Con tal urgencia que no nos permita saludar a nadie en el camino.

Delante de nosotros, multitudes inmensas sin Dios.

Mies, mucha mies.

Mies que los enemigos de Dios estropean y desbaratan. Mies que se pierde sola
porque no hay quien la recoja.

Vivir no es necesario, segar sí.

Segador, ¿que lo vas a pensar? No, la experiencia enseña que luego no se piensa
nada: se deja pasar sólo el tiempo. El demonio se vale de las cosas de la vida
para quitarte el pensamiento de la cabeza.

¿Pensar?
Se siega segando.

Afán, celo, ganas de mies.

¿Que lo vas a pensar? ¿Te pararías a pensar si salvarías a tu padre del fuego
cuando le vieras dentro de su casa ardiendo?

América Latina tendrá, según estadísticas, seiscientos millones de habitantes


dentro de pocos años; ahora, con la tercera parte, tiene ya gravísimos problemas
planteados. En ella, los que están animados por el odio se convierten en
misioneros del mismo: educación, gobierno, opinión pública, son instrumentos
de su ataque. Y Asia, y África, y Oceanía, y Europa: con problemas parecidos y
urgentes.

Afán de mies que nos haga no reparar en los duros terrones del lecho, ni en la
falta de placenteros descansos que otros tienen.

Mientras lo piensas se pierden. ¿Pensar?

¿Cuando no hay tiempo para saludar a nadie por el camino?


3. Mujer encorvada


(Lc 13, 10-17)

Es sábado y, como de costumbre, estamos entre las gentes escuchando al Señor.

Aparece una mujer que hacía dieciocho años estaba encorvada.

Sin poder mirar al cielo. Contrahecha, no puede curarse.

Ha gastado su fortuna en médicos y remedios que no le sirvieron.

Y así, anquilosada, va por la vida.

Inclinada sobre la tierra.

Sin poder mirar ni poco ni mucho hacia arriba.

Ve sólo lo que pisa.

Y lo pisa en seguida.

A causa de un maligno espíritu.

Y mirando sólo tierra, gasta sus días.

Sus ojos no pueden ver más.

Le es imposible levantar la cabeza.

II
Pienso, al verla, en tantos que se olvidan de Cristo:

Ellos y ellas, con sus almas así encorvadas, contrahechas, inclinadas hacia la
tierra, incapacitados para mirar al cielo.

También a causa de un mismo espíritu malo, que hace estragos.

El espíritu mundano.

Son inmensas multitudes: entre ellas hay hombres de todas las razas, de todos los
países, de todos los idiomas, amarrados a la tierra con invisibles cadenas.

Son esas nuevas juventudes, por millares, que viven sin Dios, y que al son de un
ritmo son capaces de poner a toda una ciudad en estado de terror, convertidas en
una bestia salvaje que amenaza.

A la vez, campesinos, conductores, madres de familia, universitarios, banqueros,


ministros de estado, luchan por ser santos.

Pero hay multitudes de jorobados, absolutamente incapaces de mirar al cielo. En


el mejor de los casos, su criterio es solamente racional. Su trascendencia,
puramente temporal. Sus cuerpos, fardos de grasa.

No quieren saber nada de otra cosa distinta de las que les entran por los ojos.

Y buscan sólo eso: tierra.

Algunos son cristianos: presos de ese espíritu, inclinados.

Almas encadenadas.

En su rígida contracción son inflexibles, acartonados, maniquíes de carne,


estómagos...

III

Unos se contagian a otros de la misma enfermedad.

Sin poder mirar al cielo.


Sienten rencor hacia los que andan derechos, a las almas libres y ponen todo su
afán en que anden también doblados sobre sí: Siembran ideas, costumbres y
ejemplos.

¡Es tan natural inclinarse!

Como las plantas sin agua, así nos inclinamos hacia la tierra sin Cristo.
Llevamos con nosotros la concupiscencia de los ojos, la concupiscencia de la
carne y la soberbia de la vida. Tres deformaciones que tienden a desarrollarse,
tres cadenas que intentan afirmarse. Los consejos de Jesucristo son los remedios
para estas desviaciones: sólo estando cerca de Cristo podemos levantar la
cabeza.

Las cosas de la tierra nos distraen. Es verdad que las pisamos luego. Pero unas se
suceden a otras en colocarse delante de los ojos y, distraídos así, se nos puede ir
la vida sin darnos cuenta.

Sin poder mirar al cielo.

Los esclavos de otros tiempos eran cuerpos encadenados y almas libres. Los de
hoy son cuerpos libres y almas encadenadas. Y de esclavos así, inmensas
multitudes pueblan el mundo.

Presos de la ignorancia, del error, de la confusión, de la propaganda, de la


sensualidad.

Esclavos de ese espíritu malo.

No es la libertad para ir y venir, la libertad era para amar.

IV

Y esas multitudes vacías de contenido, como si fueran productos artificiales, que


gritan y gesticulan, que se mueven, que pueblan las ciudades, que parecen tener
sus cabellos de esparto y sus ojos de cristal, no son libres para el amor. Están
llenos de cadenas interiores.

Conocemos los argumentos de ese espíritu, con los que consigue inclinar a los
hombres sobre la tierra o justificar su inclinación, olvidando el cielo. Pero es tan
insinuante, tan persistente...

A mayor deformación por esa curvatura, mayor dificultad para mirar el cielo.

¡Hay tantas curvaturas inconscientes!

Sin poder mirar al cielo.

Esta mujer se pone delante de Cristo. Ella sabe su desgracia. Tiene un resorte
sano: es sincera. Se acerca lo más que puede, así como está, como es.

Busca a Cristo, que es quien puede enderezarla, librarla de ese espíritu malo que
la tiene esclavizada.

Él la llama y la consuela.

Y pone sus manos sobre ella.

Saltaron hechas añicos las cadenas del demonio.

Se enderezó.

Y comenzó a glorificar a Dios.

Libre ya, puede mirar al cielo.

Y dirigir a él sus pasos.

Pisando la tierra.
4. Lázaro


Lázaro, sal afuera (Jn 11, 1-44).

Era amigo de Jesús. Y se ha muerto.

Lleva cuatro días enterrado. Su cuerpo ha comenzado a corromperse: ya hiede.

Pero era amigo de Jesús.

Marta y María, sus hermanas, llamaron al Señor cuando lo vieron grave: mira,
aquel a quien amas está enfermo. Sabían de esa amistad divina, y de lo que el
corazón del Amigo era capaz.

Estamos delante de la gruta sepulcral cerrada, como es costumbre, con una gran
piedra.

Dentro se pudre el cadáver.

A este lado está la Vida, Jesús, que ha llorado por Lázaro, al ver llorar a sus
hermanas. Si hubieses estado aquí, no hubiera muerto mi hermano –le han dicho
al saludarlo, pero no en son de queja, sino de fe y confianza en el poder del
Amigo–. La amistad con Jesús está por encima de cualquier cosa, por encima
incluso de la muerte del hermano.

Aceptan rendidamente la voluntad del Señor, que es el Amigo.

Él tiene todo previsto, y, aunque nos duela, sabe mejor lo que conviene.

Ni a Marta ni a María les pasa por la imaginación el plan de Cristo. Lloran la


muerte del hermano y aman la presencia del Amigo: las dos salieron corriendo a
buscarle tan pronto como se enteraron que llegaba. San Juan nos dice que Jesús
tenía particular afecto a Marta y a su hermana María y a Lázaro.
Después de los saludos, después de las palabras de amistad, las dos hermanas no
han pedido nada: aceptan los hechos como son y hacen actos de fe, de esperanza
y de amor. Se les advierte incondicionalmente abiertas a esa amistad tan querida.

Es un sereno amor sin nubes al Amigo, aunque a sus ojos la tardanza de Jesús ha
sido el motivo de la muerte del hermano.

Los judíos que les hacían compañía en el duelo lo advierten también.

II

–¿Dónde lo pusisteis? –ha preguntado Jesús.

Ha llegado al sepulcro prorrumpiendo en nuevos sollozos, aunque sabía que


después de unos instantes el amigo habría resucitado. Es que no ha podido
permanecer indiferente ante su cadáver. Es el Verbo, pero también es hombre,
semejante a todos nosotros, menos en el pecado. Quizá pensó también en su
muerte, que se apresuraría con motivo de lo que Él haría por su amigo.

Bendita amistad. Envidiable. Amigo divino, con corazón también humano. El


consuelo de llorar por el amigo querido, el visitar su tumba, el estar junto a sus
restos humanos, resortes tan propios de nuestra condición.

Ahora es Dios el amigo.

La amistad da sin pedir. Y busca hacerlo fuera de todo cálculo, más allá de toda
normalidad.

La hermana lo presiente: Jesús no se contenta con llorar ni con venir desde lejos,
ni con visitar el sepulcro. Es Amigo y quiere de veras, su amor supera todos los
cumplimientos. El amigo hace lo que puede, y Jesús lo hará.

Él es Omnipotente.

Los judíos observan atentos.

La Palabra Eterna hace una invitación concreta, para aquellos que quieran
recibirla:
–¡Quitad la piedra!

–Señor: ya hiede –se oye la voz de Marta. Algunos nos apresuramos sobre la
piedra, y con esfuerzos logramos apartarla. Otros prefirieron, remolones, no
darse por aludidos. Se quedaron de meros espectadores.

Un olor de muerto llegó a todos.

La obra humana ya estaba hecha. El sepulcro enseña su negra boca. Jesús no


miró siquiera a los rezagados que no hicieron nada.

Otra vez la Palabra Eterna, ahora, con voz muy sonora, habla a un muerto:

–¡Lázaro, sal afuera!

Todos le vemos salir. Un bulto blanco comenzó a agitarse en la oscuridad, y


pronto aparece en la puerta el que había estado muerto, embarazado con los
vendajes.

Hay otra nueva invitación del Señor:

–Desatadle y dejadle ir.

Ahora fuimos más los que nos apresuramos a hacer la voluntad del Señor.

Sin embargo, todavía es considerable el número de los que no se dan por


enterados.

III

Lázaro ha resucitado.

El Amigo puede y quiso.

Cuando los hombres hicimos lo nuestro, quitar la piedra, Él hizo lo suyo, traer a
Lázaro a la vida. Después quiso seguir utilizando nuestros ineficaces servicios...
Él, que puede hacerlo todo sin nosotros. ¡Qué triste locura la de los que no
quisieron acudir al honor de trabajar en la obra de Dios!
Lázaro era amigo de Jesús: ésa era su mayor fortuna. No sabemos qué haría
Lázaro para ser amigo del Señor, aunque nos consta que Él está siempre
dispuesto a serlo de cualquier hombre. Seguramente le trató siempre que pudo, y
siempre que tuvo ocasión se volcó más con Él.

Jesús, el Amigo, está junto a nosotros cada día. Sería bueno descubrirle en cada
uno de los hombres que se nos acercan: ellos son imágenes de Él, por lo menos,
aunque a veces sean imágenes estropeadas. En ellas –esa persona que vive con
nosotros, la que trabaja a tu lado, aquella que te encuentra en la calle, la que pide
tu atención cuando estás ocupado– debemos ver, amar y servir a Cristo. Ellas son
el Amigo.

Precisamos una serenidad de vida para verlo así. Es la amistad divina practicada
con los demás.

Ser amigo de todos, sin excluir a nadie, y procurar que sean mejores para ser
más amigos.

Jesús es el modelo para nuestro trato con los hombres.

La amistad es amor.

Y sólo el amor trasciende.


IX. Ingratos

1. Excusas


Un hombre dispuso una gran cena y convidó a mucha gente. ...Y
comenzaron todos, como de concierto, a excusarse. El primero dijo: «He
comprado una granja y necesito salir a verla. Ruégote me des por
excusado...» (Lc 14, 16-18).

Y comenzaron, como de concierto, a excusarse, para no acudir. El primero


porque había comprado una granja, el segundo por cinco yuntas de bueyes que
acababa de recibir, y el tercero, que se creía más justificado que los otros y no
dio explicaciones, porque estaba reciente su matrimonio.

Una invitación.

Exige delicadeza en la correspondencia, aunque sea sutil, si viene de Dios. Más


sensibilidad. Menos egoísmo.

La hipocresía nos dirá que los llamados que no acuden son los infieles.

La sinceridad señalará que los que se excusan son cristianos, pues los paganos
no han tenido el llamamiento de la fe; son cristianos que no viven las exigencias
de su nombre.

Ésos que viven satisfechos de sí mismos en un egoísmo inconsciente.

Fíjate en los buenos de tu ambiente. Advierte la conducta de los mejores de entre


ellos.

¿Qué hacen?
Algunos, muy pocos, enseñan catecismo los sábados por la tarde.

Es algo muy bueno y muy santo que no quedará sin premio.

Pero eso sólo ¿es suficiente?

¿Qué son esos reducidos grupos catequísticos frente a esas inmensas


muchedumbres que jamás oyen la palabra de Dios?

¡Hay que buscar la eficacia!

No podemos contentarnos con cumplir.

«Que tener caridad no es dar ropa vieja» (Camino, n. 468).

II

Sigue el camino de uno de esos niños que, en un barrio bajo de la ciudad, han
asistido al catecismo. En su vuelta al hogar verás y escucharás la invitación
urgente.

Vuelve con una oración aprendida y unos dulces en sus manecitas sucias.

Y entra en lo que es la casa de sus padres: una choza manchada de humo, con
techo de latas. Eso es todo. En un rincón arde un fuego intermitente con
materiales improvisados. Sólo hay un colchón roto en el suelo, única cama
común de toda la familia.

Allí mismo cocinan. Allí el niño vuelve a ver la misma miseria, la misma
promiscuidad, los mismos disgustos. Allí vuelve a encontrarse con el conocido
rostro del hambre que se dibuja pronto en el renegrido techo de latas ahumadas.

Y así viven miles de hombres en los arrabales de las grandes ciudades, muy
cerca de donde se exhibe un lujo insultante.

Hombres en un estado de postración tal que no son útiles para nada. Su oficio es
el de «parados». Niños que a los cinco años aún no saben hablar. Rasgos de
degeneración...
Y en ese ambiente nacen, vegetan, enferman y mueren.

¿Es suficiente lo que hacen los mejores de los buenos?

¿Es el terreno adecuado para el desarrollo de las cosas aprendidas en el


catecismo de la tarde?

¡Sinceridad! ¡Sinceridad! ¡Sinceridad en todos!

Y existen grandes centros industriales con miles y miles de obreros,


prácticamente ateos en países «netamente» católicos.

¿Esos que llenan los templos acuden a la cena?

¿Cómo es que van si hay tantos tan cerca de ellos que ignoran su fe?

Toda esta situación de nuestro siglo es, por sí sola, una invitación apremiante: es
preciso una renovación cristiana.

Pero los hombres de hoy, como los de la cena, no van. Se justifican con los
mismos motivos: mujeres, granjas y bueyes.

III

Esta llamada es una llamada de Dios a través de un mundo que agoniza. Se habla
mucho, se escribe, se comenta; pero el mejor aval de la sinceridad de los que
hablan lo tienen los que dan la vida por su causa.

La ignorancia, la miseria moral, la locura colectiva, lo invaden todo, al paso que


los hombres se olvidan de Dios, lo mismo en los arrabales que en las calles más
lujosas. Regiones del campo en un abandono absoluto, con hombres que no
conocen lo indispensable.

Al mismo tiempo, en el mundo entero hay una guerra contra Dios: países en los
que se lleva a cabo una satánica descristianización; otros, en donde se persigue a
la Iglesia; las naciones de Occidente corroídas por las garrapatas del demonio,
fuerzas ocultas de Satanás. Y el error, el capricho y la mentira turbando y
confundiendo a las gentes.
¿Crees que podemos contentarnos, frente a ese panorama mundial, con el
catecismo de los sábados por la tarde?

En estas circunstancias, no acude ciertamente a la invitación de la cena el pagano


frívolo que no piensa. Esos que pululan por doquier, de buenas familias, de
buenos colegios, que llenan las mejores universidades o los clubs de moda, que
no tienen más objetivo, en su estúpida irresponsabilidad, que llenar de
satisfacciones sus caprichos y de grasas su tubo digestivo. Pero tampoco acude
el que se contenta con la catequesis del sábado y se halla satisfecho por eso.

Y no quiero pensar en el triste papel que hacen los que se limitan sólo a
protestar, contestar o discutir, y pretenden, ingenuamente, arreglar el mundo con
eso.

Basta de palabras, vamos a darnos.

IV

Pero ¿para cuándo dejamos los cristianos de hoy esas máximas sublimes del
Evangelio, sin justificaciones ni excusas? ¿Para cuándo, ante esta ocasión, aquel
si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y
sígame (Mt 16, 24)?

Y ¿para cuándo aquel dar la vida para ganarla, el grano que se pudre, el empleo
de los talentos?

¡Sinceridad, Señor, danos sinceridad!

¡Qué fácilmente olvidamos que dijiste: quien no carga con su cruz y me sigue,
no es digno de mí! (Mt 10, 38).

Dar la vida. ¿Cuándo mejor que en esta ocasión crítica de la Historia?

«Hoy es el tiempo del heroísmo, la hora de la entrega total», nos dijo Pío XII.

¡Es la hora de la entrega total!

Por eso Stalin, moviéndose en esta misma hora, sintió lo mismo: «Necesitamos
una juventud que dedique a la Revolución no sus tardes libres, sino la vida
entera».

¿Lo oyes? ¡Fíjate cómo piensa uno sin fe!

¿No te parece ridículo sentirse satisfecho por dedicar a Cristo las horas vacías de
la tarde del sábado?

O somos o no somos, y si somos...

¿Solución? ¡Que acudamos a la cena!

¡Que los que nos llamamos cristianos lo seamos de verdad!

Que nos convirtamos a Cristo. Que nos decidamos a sufrir en nosotros esa
«metanoia», esa transformación, ese cambio total. Que no tengamos tiempo y
lugar para esas ridículas cosas con las que llenamos la vida, para esas pequeñas
satisfacciones del egoísmo personal. ¡Que arrojemos de nosotros la triste capa
del aburguesamiento y de la comodidad!

Que nos demos.

¡Hay que hacer lo imposible, lo posible lo hace cualquiera!

Hacer. Y poner los medios humanos como si no existieran los sobrenaturales; y


los sobrenaturales, como si no existieran los humanos.

Sinceridad. Generosidad.

¡Fuera el egoísmo!

¿Acaso Cristo, al pasar por entre los hombres, ordenó alguna vez a un joven:
¡No, no te levantes! ¡No me sigas!

Maldita facultad de olvidar.


2. ¿Y los nueve, dónde están?


(Lc 17, 11-17)

Diez hombres leprosos vagaban por los riscos, alejados de la vida de los demás,
buscando su cobijo en las grutas de piedra formadas casualmente en las
montañas, como si fueran animales dañinos. Y si alguna vez una persona normal
se acercaba a su morada, ellos tenían la obligación de gritar: «¡Apártate, es un
lugar impuro!».

Los animales domésticos de los pueblos antiguos suelen llevar un cencerro o


campanilla colgados al cuello, con el objeto de que su tintineo atraiga pronto al
hombre que los busca. Esos hombres leprosos, en peores condiciones que las
bestias, tenían también la obligación legal de tocar una campana al viajar
errantes para que los hombres se apartaran con horror y con espanto.

La enfermedad les condenaba a vivir para siempre alejados de los hombres


sanos.

Alguno de ellos, por ser el último en juntarse, llevó a la triste comunidad la


noticia de la presencia de Cristo en la Tierra. Y con ella la de los milagros que
hacía a su paso por todos los caminos de Galilea y Judea.

En la oscura y maloliente caverna habitada por aquellos hombres brillaron ojos


de esperanza. Y ellos que se sentían ya con la vida liquidada, condenados a vivir
errantes, arrastrando los restos de su miserable existencia, comenzaron a
acariciar la idea de una vida mejor.

Esperaban a Cristo. Desde las rocas más altas de su guarida vigilaban los
caminos de la Tierra, siempre con la esperanza de ver el paso del Señor.


II

Y eso ocurrió un día. De la boca maltrecha de un desgraciado salió un grito roto


que avisaba, y todos se precipitaron monte abajo, con la prisa que les permitía
hacerlo el dolor de sus deformados miembros y de sus consumidas fuerzas.

Se fueron juntando allá abajo, formando un apretado haz de miseria y esperanza.

Era Jesús el que venía. Lo ven acercarse. Sus corazones laten cada vez más
fuerte. Sienten salírseles del pecho, hasta que comienzan a gritar:

–Jesu praeceptor, miserere nostri –Jesús maestro, ten lástima de nosotros.

El grupo está parado a lo lejos, la ley no les permite acercarse; desde lejos le
gritan impacientes, fuera de sí.

Jesús les dice:

–Id y mostraos a los sacerdotes.

Y cuando iban quedaron curados.

Fue una prueba de fe. Cristo no les hace el milagro del modo que esperaban.
Pero su fe triunfa en la prueba.

Y uno de ellos apenas echó de ver que estaba limpio, volvió atrás glorificando a
Dios a grandes voces, y se postró a los pies de Jesús, pecho por tierra, dándole
gracias: y éste era samaritano. Jesús dijo entonces:

–¿Pues qué, no eran diez los curados? ¿Y los nueve dónde están?

Los nueve, mientras, corrían ya hacia sus casas. Con las espaldas vueltas a Dios.
Sin tiempo para volver a Cristo, a darle gracias por haberles puesto de nuevo en
la vida. Celosos de sus tristes y pasajeros tesoros, discutiendo al Señor su
derecho a la libertad.

III

Han pasado los siglos y siguen corriendo igual: otros, hombres y mujeres, les
han relevado en la fuga; aquellos nueve ingratos se han convertido en cientos de
millones. No saben dónde van, pero huyen de Dios, para que no les arrebate su
tiempo y sus riquezas. Ignoran en su loca carrera la ausencia del valor en las
cosas, y el poco tiempo que duran, aunque lo tuvieran.

Los niños suelen divertirse en las carreteras separando con palitos a los
escarabajos de sus pelotas de basura. Por el verano, se ven grupos de estos
pequeños animales allá donde hay estiércol de caballo, con lo que fabrica cada
uno su bola redonda, para proteger en ella sus huevecillos. Su faena consiste en
rodar por el suelo un puñado de excremento, hasta conseguir, después de algún
tiempo, una esfera perfecta, forrada de la tierra que se le pega.

El escarabajo no conoce entonces más que su pelota. Cuando se le separa de ella,


lucha para conseguirla de nuevo, desafiando todos los peligros. Toda su ilusión y
su tiempo lo dedica a su tesoro. No quiere saber de nada más... y es una pelota
de basura.

«He perdido todas las cosas, y las tengo por estiércol, para ganar a Cristo», nos
dice San Pablo (Phil 3, 8). Pero los hombres de hoy afanándose tras sus cosas,
como los escarabajos, no quieren saber de nada más. En sus ambiciones ponen
su tiempo y gastan sus vidas. Y van detrás de esas bolas, rodándolas por todos
los caminos de la tierra, sin advertir que son también pelotas de basura.

¿Y los nueve dónde están?

Oigo, Señor, aún el tono de tus palabras, y percibo clara la queja, la desilusión
por los hombres, y la amargura por nuestras torpezas. Los nueve están hoy,
representados por millones que huyen de ti, corriendo por todos los caminos
detrás de sus cosas.
3. Una cosa te falta aún...


Y Jesús... le dijo: Una cosa te falta aún: anda, vende cuanto tienes y dala a
los pobres, que así tendrás un tesoro en el cielo, y ven después y sígueme.
A esta propuesta, entristecido el joven... (Mc 10, 21-22).

Te envío estas líneas, porque me he enterado que aquel entusiasmo con que
acudiste al Señor ha comenzado a aflojar, que el brillo de tus ojos ha sido
sustituido por un velo de tristeza, que la alegría del primer encuentro ha dejado
paso en tu alma al abatimiento y al egoísmo.

Quiero comenzar diciéndote que te comprendo –es misión nuestra: comprender


siempre–, pero no te justifico, porque, como tú sabes, eso no tiene justificación.
No tiene justificación que mirando a un Crucifijo, con todo un Dios clavado en
la Cruz, nosotros hagamos un ligero movimiento de hombros, encogiéndolos, y
tratemos de justificar nuestra indiferencia con razonadas sinrazones, que son
sólo lógicos razonamientos que el mundo, el demonio y la carne fácilmente
pueden introducir en nuestro corazón.

Te digo que te comprendo porque eres humano, y es propio de nuestra naturaleza


la flaqueza; además, era previsible. Me alegro haber tenido la sinceridad de
decírtelo cuando, en el calor de la primera caridad, te di la bendición del viaje.
¿Recuerdas? Ibas a introducirte mar adentro. Temía que el choque con un
ambiente totalmente nuevo para ti fuera aprovechado por los enemigos para
turbarte, como ha ocurrido. Y quise prevenirte, y lo hice, pues no estabas
preparado quizá para saltar por encima de las dificultades que surgieran en tu
egoísmo, luchando solo.

–¿Qué debo yo hacer para conseguir la vida eterna? (Mc 10, 17) –preguntaste.

Por lo visto, a pesar de mi advertencia, con la que yo esperaba debilitar al


enemigo y robustecer tu resistencia, el ambiente ha logrado turbarte, aunque,
como es natural, no pasará la cosa de ahí. Te recuerdo, pues, que ese estado
actual fue totalmente previsto por mí. ¿No te hace ver esto la mentira de la
tentación razonada en que has caído?

–Todas esas cosas las he observado desde mi mocedad (Mc 10, 20) –nos dijiste.

II

No puedes continuar por más tiempo flojo. Rompe las amarras que te atan a la
tierra por nobles que sean, y no defraudes a tantos, comenzando por el Señor,
que están esperando tu lealtad. Recuerda las cosas que aprendiste...: Perpetua,
aquella muchacha cartaginesa, hoy Santa Perpetua; por muchos motivos que
tengas tú para titubear, más nobles, más grandes y más santos los tenía ella. En
su caso, se oponían a su lealtad a Cristo los vínculos de los amores más fuertes
que un corazón humano puede tener: su padre y su hijo, que sin ella no podría
vivir por ser de edad muy tierna; la desgracia de los suyos; la infamia; la
muerte..., y Perpetua fue fiel. Por no torcer la línea recta de su lealtad al Señor
con los razonamientos humanos que su padre, muerto de dolor, el mismo juez, el
mundo, el demonio y la carne le hacían, prefirió la muerte con alegría, y mártir
murió.

Ella tuvo tantos razonamientos para salir de la cárcel, donde solamente el amor a
Jesús la tenía encerrada, como tú puedes tener hoy en la lucha: el cuarto
mandamiento... su padre pagano a quien ella podría convertir si salvaba la vida,
su hijito... aún no bautizado, si... también se puede ser cristiano fuera. Ella
superó la tentación de esos «santos» pensamientos.

Ahora dime. ¿Qué son tus problemas por grandes que sean, qué el que tú te
encuentres un poco incómodo en ese ambiente nuevo, comparándolos con los
vínculos de Perpetua, tan hondamente metidos en su corazón?

Es muy humano olvidar, es propio de nuestra flaqueza, por eso es preciso


«recordar a diario lo que a diario de puro sabido se olvida». Y si es muy humano
que olvides –y te comprendo–, es también muy humano y muy sobrenatural que
desde aquí te recuerde algo, porque tú no puedes fallar.

III
Generoso preguntaste: ¿Qué más me falta? (Mt 19, 20).

Muchas veces hemos hablado de tu preocupación apostólica. Recuerda la «flor


del cerezo», la flor nacional del Japón. De la flor a la que tanto ama esa raza, te
hablé también algún día. La flor del cerezo, tan japonesa y tan nuestra: por ser tú
de Dios y por tu amor a sus cosas, tienes más motivos que nadie para hacer de tu
vida esa realidad, y hacerla al servicio del ideal más alto que un alma puede
tener en la Tierra, el único que, bien vistas las cosas, merece la pena.

Aman los japoneses la flor del cerezo porque prefiere caer antes que mancillarse,
y porque siendo así representa el espíritu japonés. Ésa es también tu única
postura: has de preferir la muerte antes que mancillarte; entiendo por mancilla
cualquier cosa que te haga desviar de tu camino recto de lealtad a tu Señor.

Resiste por amor de Dios, y resiste con alegría a esas nubes que el demonio bien
sabrá poner a tu alrededor, pues cualquier cosa que sea, lo que te cueste no será
ni con mucho la muerte.

Recuerda esos miles de millones de hombres, tú, amante de dar a conocer a


Cristo. Tú puedes ser para ellos una puerta. No te cierres. Por eso te pido que
seas fuerte, que cierres los ojos a cualquier cosa que te llame la atención y sea
incompatible con tu misión: para ser fuerte, sé sincero y dócil. No puedes
defraudar ni a Jesús, ni a tantos millones de hermanos nuestros que, en tu país, y
en todos los extremos de la Tierra, nos están esperando.

No sé cuales serán los motivos de tu flojera, pero sé por experiencia que, cuando
el corazón comienza a titubear en su fidelidad, para justificarse, se agarra a lo
que encuentra más a mano. No porque crea al principio que eso le justifica, sino
para ocultar su cobardía, y después de tantas veces como ha repetido el pretexto,
termina creyéndoselo, como algo que justifica plenamente. Y qué feo es hablar a
un alma como tú de justificaciones, cuando... ¡sólo entiendes de lealtad!

IV

Me sorprendió tu valentía cuando dijiste decidido: ¿Qué más me falta?

Por todo ello, quizás hayas mirado hacia el matrimonio, que te habrá presentado
el demonio pintado de color de rosa y con más alicientes «santos» que nunca.
Son refugios, son refugios. Es verdad que es grande ser padre o madre, pero es
mucho más grande ser virgen por amor de Dios. María, si te sirve para algo su
ejemplo, prefirió ser virgen a la posibilidad de ser madre del Mesías.

Pero tu problema no debes resolverlo tú solo, como si fueses el único interesado.


¿Recuerdas? Si la Virgen hubiera dicho que no, en la Anunciación, al
entregamiento que Dios le pedía, ni tú ni yo seríamos cristianos. Si tú dijeras que
no... Tienes que tener constantemente ante tus ojos ese mundo a conquistar que
se te abre, pues es un elemento poderoso para las determinaciones de tu lealtad...
Son millones de almas, y la única manera de acercarte a ellas es saltar por
encima de todo lo que se deba, es desprenderse de todo, dejando a la espalda las
costas, perdiéndolas de vista en ese ir mar adentro, «duc in altum».

Y Jesús, mirándote, mostró quedar prendado (Mc 10, 21) de ti.

Ante esos millones de almas se hace lo que sea, no se puede reparar en medios
costosos. La Virgen, por ser virgen, fue después madre de inmensas multitudes.
Nadie ignora la predilección de Dios por la virginidad, ni la prodigiosa
fecundidad que trae consigo. Que es ventajoso al hombre el no casarse, dice San
Pablo (1 Cor 7, 26). Tú dejarás una estela de hijos de tu espíritu, que ni el
tiempo, ni nadie, podrá borrar.

¡Cuántos ejemplos podría darte de ellos y de ellas, que supieron y saben resistir
heroicamente en la defensa de su virginidad, cuando parientes y amigos la atacan
con rabia!

Por fin, recuerda tu bautismo... ¡aquellas promesas!

Cuando enderezaste tus pasos hacia Cristo, sentiste que Él quería. Quería
entonces, quiere ahora y querrá siempre... y si Él quiere, sólo hace falta que
siempre quieras tú.

Y quiere aunque te cueste, pues ya sabes que no hay redención sin dolor.
X. GENEROSIDAD

1. ¡Possumus!


¿Podéis beber el cáliz que yo tengo de beber?... ¡Podemos! (Mt 20,22).

En el campo, a mediodía.

Un alto en el camino.

Jesús acaba de comunicar a sus apóstoles lo que le espera en Jerusalén, hacia


donde nos dirigimos. Subíamos a la ciudad, y el Señor se nos adelantaba,
sorprendiéndonos y dejándonos desconcertados.

Es de nuevo la primavera.

En un momento en el que Cristo está atendiendo al pueblo, a esas inmensas


muchedumbres que le asaltan siempre, se le acerca la madre de los hijos de
Zebedeo, con sus dos hijos, en actitud de querer pedirle alguna cosa.

Jesús lo advierte y se vuelve a ellos.

Esta mujer ambiciosa tiene delante a Cristo; al fondo, las gentes; más allá, las
montañas: un mundo que se insinúa tras el horizonte y el cielo azul.

–¿Qué quieres?

–Dispón que estos dos hijos míos tengan asiento en tu reino, uno a la derecha y
otro a la izquierda.

Los dos apóstoles han venido a Jesús arrastrados por su madre.


También deseaban lo que su madre pide, pero sin ella hubiera sido un deseo
ocultamente mantenido, jamás manifestado.

Los tres desean lo mismo.

Pero ellos vienen temerosos y avergonzados.

Es que las madres, si se trata de sus hijos, no encuentran barreras.

Ahora están delante del Señor, con la cabeza gacha, con rubor en sus mejillas, al
lado de su madre. Un rubio mechón de la cabellera de Juan, el apóstol joven,
pende en el aire, movido suavemente por ligeras ráfagas de viento.

II

Jesús mira a ambos. En sus labios se dibuja una sonrisa. Sus ojos divinos se
posan una y otra vez en las sonrojadas frentes de cada uno. Y ambos, a su
tiempo, sienten el ardor de la mirada de Cristo, como si les quemara.

Pero ahí están.

No se atreven a levantar la mirada.

Jesús se dirige a ellos:

–No sabéis lo que os pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo tengo de beber?

Las cabezas avergonzadas de los apóstoles se levantan vigorosamente, a la vez,


gallardas, como movidas por un mismo resorte. Vemos azotar en el aire la mecha
de Juan, cuando responden al unísono:

–¡Possumus!

–¡Possumus, Domine!

¡Podemos, Señor!

Estamos dispuestos a lo que quieras.


Cada uno es un varón de deseos (Dan 9, 23).

Ella es una mujer de deseos.

Hasta este momento es la madre quien ha hablado. Ahora son ellos los que
responden, apuestos.

Quizá la mujer, al mencionar el reino, pensaba en el reino temporal, como los


judíos de su época. Si es así, ella es corta en visión, aunque exagerada en
ambición: desea lo mejor que ve.

Si está pensando en la eternidad, no ha podido pedir nada mejor.

Madre e hijos son almas de deseos.

Y ser alma de deseos es ser algo distinto y superior a la mediocridad ambiental


de cualquier época. Los hombres de deseos triunfan siempre, en la tierra y en el
cielo:

El deseo del justo se logra (Prov 11, 23).

El justo verá colmados sus deseos (Prov 10, 24).

Tú y yo, que contemplamos la escena, no podemos quedarnos de meros


espectadores. ¡Seamos también almas de deseos!

Un puesto junto a Cristo es para siempre.

Cuando pase la apariencia de este mundo, esto se verá más claro.

A veces no sabemos qué debemos desear.

Y Él sabe mejor lo que nos conviene. Deseemos lo que el Señor desea: Sed,
pues, perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Es cosa
que nos dijo hace tiempo. ¡Qué fácilmente se olvida!

Deseos de perfección:

Tengámoslos con el mismo garbo que los hijos de Zebedeo.

Dispuestos a todo.
Mi Dios os dará lo que os falta (Phil 4, 19), nos dirá San Pablo.

III

Muchos saben así desear cosas que duran poco.

Cuentan de un barco que había quedado a la deriva, maltratado por una


tormenta. Los navegantes, sin aparatos que les dijeran dónde estaban, y perdidos
en el Océano, fueron consumiendo el agua potable que les quedaba. La muerte
acechaba. Con la sed se incrementaba el deseo: el agua dulce era para ellos su
obsesión. Apareció un barco y por señas le pidieron agua. La embarcación no se
detuvo. Para obtener lo que ansiaban, sólo tenían que alargar la mano: estaban
navegando, desde hacía días, en la desembocadura de un río inmenso. Llenos de
alegría confirmaron que era verdad.

Y así les dio lo que ansiaban (Ps 77, 29).

Naveguemos ambiciosos de cosas que duran siempre. Hace muchos años, y


durante muchos meses, veía todos los días un enorme repostero colocado en un
lugar por donde había de pasar varias veces. Estaba compuesto por un inmenso
campo amarillo sembrado de cruces y de corazones. Aquéllas de color verde,
éstos en rojo. Ambos colores en dos tonos diferentes: unos más vivos, otros más
apagados. Y, alrededor, enmarcando el campo, una misma palabra repetida:
POSSUMUS, POSSUMUS, POSSUMUS... Como si fueran gritos. Nos
enseñaba a saber decir ¡POSSUMUS!, tanto cuando el corazón y la esperanza
están encendidos, como cuando se oscurecen y se apagan.

Deseos que se concentran en el plan de cada día.

En el deber de cada instante.

En la prueba de cada momento.


2. Bartimeo


(Mc 10, 46-52)

Hace muchos meses que ha oído hablar del Mesías.

Desde entonces aguarda su paso.

Se gana la vida pidiendo limosna, sentado ahí, junto al camino.

Todos los arrieros le conocen.

Y con frecuencia conversan con él pasajeros ociosos, que le hacen compañía.

Él es ciego de nacimiento.

Así se le pasa la vida, como a tantos:

Sentados, ciegos, aguardando limosnas de polvo.

II

Muchos, buenos, creen estar en el camino del Señor, y lo están, pero sentados. Y
ciegos, pues creen que ven, y no ven. Con iguales disposiciones, lo que quieren,
lo que ansían, lo que buscan, no es más que polvo. Como el ciego del camino,
permanecen con su mano extendida, día tras día, siempre...

Tú y yo, rodeados por el gentío con el que seguimos al Señor, hemos advertido a
Bartimeo sentado en el lugar de costumbre. Y, como con frecuencia, algunos le
acompañan.

El ciego ha escuchado el paso de Cristo, el ruido de los que le seguimos, y ha


preguntado quiénes éramos.

Habiendo oído, pues, que era Jesús Nazareno el que venía comenzó a dar voces,
diciendo:

–¡Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí!

Ésta es su oración.

Sus voces, desde la cuneta del camino, se oyen por toda la campiña. Todos
volvemos nuestros ojos hacia Bartimeo, mientras andamos, porque Jesús no se
detiene.

Él se sabe ciego, cree que hay una luz que nunca ha visto, y pide misericordia.
La humildad de su oración es manifiesta: no le importa el concurso de la gente,
ni humillarse en presencia de todos. Nos enseña la primera condición de la
oración.

Una y otra vez insiste en la llamada.

Entre sus voces, escucha los pasos incesantes de la comitiva, que no se detiene.

Por eso, cada vez, grita con más deseo, humillándose, si cabe, más.

No quiere se le pase esta oportunidad.

Grita porque confía.

Y confía a pesar –por eso sigue gritando– de que Jesús no se detiene.

Al oír al ciego, ¡cómo me dan ganas de gritarle yo también, por tantas y tantas
cosas! Con la misma humildad, con la misma confianza.

Observamos que riñen a Bartimeo. Muchos, algunos que siguen a Cristo, le


reñían para que se callara. Son los «prudentes» de siempre. Le dan argumentos:
«¡Cállate! ¡Confórmate con tu suerte! ¡Qué afán de hacer lo que nadie hace!».

Sin embargo, él alzaba mucho más el grito.

Superaba la muralla de las dificultades que se le oponían.


–Hijo de David, ten compasión de mí.

III

Por encima de las críticas de los mediocres, se levanta el grito del que confía.

Bartimeo persevera en su oración.

Persevera porque confía.

A pesar de que los hombres se lo impiden, a pesar de que no se interrumpen los


pasos del Señor.

Grita con la pasión de quien sabe que Cristo pasa junto a sí.

Nadie puede imponerle silencio.

Es una oportunidad que quizá no vuelva a repetirse.

Grita y grita.

Hasta que Jesús se detiene.

Y le mandó llamar.

IV

Su oración ha sido humilde, confiada, perseverante.

Aún sigue clamando, cuando escucha los pasos apresurados de unos mensajeros
voluntarios mezclados con sus voces que le dicen:

–Levántate, que te llama; surge, vocat te.

Se pone de pie de un brinco.

Tira la capa.
Y viene corriendo... ¡a ciegas!

Levantando polvo en su carrera, tropezando... llega a Cristo.

Jadeante.

Pienso en tantos ciegos que se quedan sentados en la vera del camino: no porque
no escucharon los pasos de Jesús y de los que le siguen, que de algún modo
oyeron. No por no haberle clamado, que lo hicieron. No porque les faltó alguien
que les llamara, que también tuvieron quienes les hiciera ese servicio. Sino
porque les faltó el garbo de tirar la capa...

Tirar la capa.

La capa es eso que estorba, aunque sea muy bueno. Bartimeo ha añadido a su
oración esa condición del orante: desprendimiento.

Tiró la capa.

Jesús le tiene frente a sí.

Bartimeo le siente cerca, muy cerca.

Entre su respirar jadeante, escucha el respirar del Señor.

Todos guardamos silencio.

Ese silencio impresionante, que es el preámbulo de los grandes milagros de


Cristo.

Es Jesús quien habla mientras le mira y le sonríe.

–¿Qué quieres que te haga?

Pienso en mi querer. Esa pregunta es incisiva, es una invitación a un querer puro,


a un querer de verdad...

El ciego ha oído la imponente palabra de Dios.

Palabra por palabra.


Su corazón late de prisa.

–Señor, ¡que vea!

Mi pensamiento es rápido, pero más lo ha sido Bartimeo en contestar.

El Señor ha puesto su mano sobre el hombro del ciego y le ha dicho:

–Anda, que tu fe te ha curado.

Y vio al momento.

Lo primero que se dibuja en sus ojos es la figura de Cristo, que enamora. No es


extraño que se nos uniera, y venga siguiéndole por el camino. Quizá muchos no
lo hacen por tener una imagen de Cristo equivocada o borrosa.

VI

Los arrieros de la mañana siguiente buscaron en vano a Bartimeo: vieron su


lugar, con la huella en la hierba..., pero no estaba, ni estará jamás ya.

No volverá a pedir limosnas de polvo.

Antes era un ciego, sentado.

Ahora es un seguidor de Cristo.


3. Zaqueo


Llegado que hubo Jesús a aquel lugar, alzando los ojos lo vio, y le dijo:
Zaqueo, baja luego; porque conviene que yo me hospede hoy en tu casa (Lc
19, 5-8).

Quiere ver a Cristo y se encarama en una higuera. Jesús quiere hablar con él, y
se detiene debajo.

¡La actitud de Zaqueo es tan humana!

La de Jesús es tan suya, tan salvadora...

Hemos llegado a Jericó, floreciente centro comercial. Toda la ciudad está en


movimiento; las calles por donde hemos de pasar, llenas de espectadores.

El principal de los publicanos es un rico judío, llamado Zaqueo.

Es de pequeña estatura; la calle está llena de gentes que le impiden ver al Señor.
Pero es un hombre acostumbrado a no detenerse ante los obstáculos.

No tiene complejos. Lo que puedan decir los demás siempre le ha importado


poco. Es tenido por un sinvergüenza conocido, carente de respetos humanos. Por
eso se sube a la higuera, a pesar de ser una persona distinguida. Quizá es
autoritario, molesto y odiado. Un mal ejemplo viviente.

Tiene un vacío interior que quiere llenar.

Tiene un alma que desea limpiar, pero se cree indigno de ello.

Jesús se ha detenido debajo y le ha llamado.

Zaqueo baja lleno de gozo.


Se contentaba con ver a Cristo, que ahora le llama por su nombre, y le distingue
convidándose a hospedarse en su casa.

Zaqueo se convierte al punto:

–Señor, doy yo la mitad de mis bienes a los pobres y, si he defraudado en algo a


alguien, le voy a restituir cuatro veces más.

Jesús está también manifiestamente contento.

Y, como siempre, hay gente que murmura.

Aprendemos cómo se ha de hacer, cuando el Señor nos deje solos.

II

Muchos hombres, como Zaqueo, también quieren ver al Señor, y ser de Él, pero,
aunque no tienen respeto a hombre alguno, no se atreven a acercarse. Quizá por
la conciencia sincera de su propia indignidad.

Quieren.

Se ponen a tiro.

Esperan...

¡Que jamás vayamos tan embebidos en nuestras cosas, que no descubramos a los
Zaqueos que nos aguardan!

Además, nuestras cosas son ellos.

En nuestro mundo por convertir.

Ovejas descarriadas que desean al Buen Pastor. También con hombres poderosos
en una terrible soledad interior.

Donde se mueven activamente operarios que no son del Señor.

El apostolado es amor.
Jesús aprecia más un alma que le ganemos con su ayuda, que todos los servicios
que le podamos hacer.

Por eso no deben excusarse, para no hacer apostolado, ni viejos, ni enfermos, ni


nadie.

Y, porque es amor con obras, es fácil que uno que no hace apostolado personal
sea un cadáver mantenido, con un lugar en la vida.

Un gesto humano, un detalle de delicadeza una nota de simpatía, quizá haga más
bien que mil silogismos.

Para ser apóstol hay que procurar tener don de gentes.

Hemos oído hablar de la necesidad de mostrar la verdad con caridad. Porque la


caridad abre de par en par los corazones.
4. Entrega


...quebrando el vaso (Mc 14, 3).

En Betania.

Simón el leproso ha invitado al Señor.

Entre los convidados, Lázaro.

Está reciente su resurrección, y el pueblo ofrece al Señor recién llegado una


acogida triunfal. En la noche del sábado, día siguiente a su llegada, y en la rica
casa de Simón, se celebra el convite. Si Jesús deja vacías las aldeas cuando pasa
por los campos de Israel, porque todos le siguen, ahora con más razón las gentes
se reúnen en tumulto delante de la puerta de la casa donde saben que está: todos
quieren ver a Cristo.

Vemos llegar a María, la hermana de Lázaro, resuelta.

Trae en sus manos uno de aquellos vasos de alabastro de cuello fino y alargado,
en los que es costumbre conservar perfumes de alto precio. Quiere hacer un
tributo de honor a Jesús; ella, que, como contemplativa, había elegido la mejor
parte, de la que jamás será privada (Lc 10, 42).

María es un alma pura.

II

Su actitud nos recuerda la audacia de aquella otra mujer que, en una ciudad de
Galilea, lloró a los pies de Cristo. Un rico fariseo había rogado al Señor que
fuera a comer con el en unión de otros personajes, más para examinarlo de cerca
que para honrarle. Todos escuchábamos desde dentro la algarabía que el pueblo
reunido en la plaza levantaba: a oleadas fueron llegando más y más gentes, y
todos se esforzaban por ser de los primeros. Dentro de la sala se movían los
criados sirviendo los manjares.

De pronto se hizo un gran silencio fuera; todos los convidados miramos a la


puerta, deseando encontrar en ella la explicación de aquel silencio inesperado.
Es que en la plaza se ha presentado una mujer conocida por su frivolidad y por
su clara belleza: venía decidida, traía en sus manos también un vaso de alabastro
lleno de perfume, sus pies descalzos, su cabellera suelta, sus ojos llorando.

Era tal su decisión, que sus conciudadanos, respetuosos, la dejaron pasar, le


abrieron camino, aunque luchaban entre sí para ser los primeros. Así, sin
cambiar el ritmo de sus pasos, llegó a la puerta de la sala, y, enmarcada en la
entrada, dio respuesta a los ojos interrogantes que miraban.

Es ella, la pecadora.

La actitud de las miradas cambió al momento, y cayó sobre ella una nube de ojos
feroces y severos. Otros de risa. Ella los notó sobre sí, pero no cambió el paso de
su marcha.

Ni se detuvo, ni titubeó.

Con el mismo ritmo en su andar se dirigió derecha a Cristo, se arrodilló a sus


pies, los besó una y otra vez... y rompió en llanto. Lágrimas y bálsamo se
mezclaron en los pies de Jesús; con su limpia cabellera los enjugaba.

Todo sin una palabra.

Así comenzaba una vida nueva.

«Se acercó al Señor impura para volver purificada» (San Agustín, Sermo XCV).

No nos han querido decir su nombre.

Nos quedamos sin saber quién era.


III

María ahora entra de manera parecida.

Su actitud es también decidida.

Impone silencio.

Todos lo advierten, y la siguen con la mirada. El vaso que trae es un precioso


alabastro, de cuello delgado y largo, lleno de perfume hecho de espiga de nardo,
de mucho precio (Mc 14, 3). Y cuando llega a los pies de Jesús, rompe el
silencio, a la vez que el gollete del frasco, de un golpe. La esencia perfumada se
derrama sobre la cabeza del Señor y después sobre sus pies: a borbotones.

De nardo puro (Jn 12, 3): sin apariencias ni falsificaciones.

No se entretuvo en quitar el sello que tapaba la boca del vaso.

Todos oímos el chasquido.

¡De un golpe!

Decidido, fatal, irreparable.

Es un gesto heroico, generoso. Digno de tal Señor...

¡De una vez!

Propio de un corazón ardiente.

Ese chasquido del frasco de María tendrá ecos que se oirán sin cesar por los
siglos. Se repetirá en las almas que saben hacerlo consigo mismas, como María
lo hizo con su vaso y con su vida.

Si hubiera derramado sobre el Señor parte del perfume, con eso sólo hubiera
hecho más que el resto de los comensales.

¿Por qué quiere dar todo?

María no calcula.
Y dando todo, no se reserva ni el vaso, que puede ser ocasión de muy queridos
recuerdos suyos. Además es un objeto valioso, con un contenido todavía más
precioso. Judas lo calcula en seguida: vale trescientos denarios. Sobraba para dar
de comer a cinco mil hombres.

IV

¿Por qué ese gasto sin razón? ¿A qué viene ese sacrificio sin sentido?

Los hombres son torpes para entender por qué se ha de dar más de lo que es
preciso, por qué de un golpe, por qué de una manera plena, completa, total. Les
parece un desatino la entrega preciosa de vidas elegidas, en luminosa juventud...

Y arguyen..., todos hemos oído sus argumentos, con frecuencia aparentemente


piadosos, como los de Judas, que hablaba de los pobres, ocultando un egoísmo
inconfesable.

¡Es la miopía de la falta de amor!

Ante los hechos, censuran.

A veces se enfurecen, como con María: braman contra ella (Mc 14, 5).

Se llena la casa de la fragancia del perfume (Jn 12, 3).

Y con el perfume se eleva el sordo ruido de las murmuraciones.

La palabra de Dios marca el criterio: buena es su obra (Mc 14, 6).

Los egoísmos, las críticas, las faltas de fe, esos miedos a las entregas totales, se
disipan con la palabra eterna.

Queda sólo el aroma del perfume.

Es inútil querer perfumar sin derramarse.

En vano trabajan los que no quieren gastarse.

Ojalá llenemos tú y yo, con nuestra vida vertida a los pies del Señor, el mundo –
nuestra casa– de un olor delicioso, de una fragancia.

Darse, darse... de todas formas hay que darse, o al Señor o a la tierra.

Y de darse al Señor..., recuerda el chasquido elegante de un golpe decisivo.


5. Higuera estéril


Nunca jamás nazca de ti fruto (Mt 21, 19).

Jesús tiene hambre.

Vamos de Betania a Jerusalén.

Lo sentimos muy de nosotros porque tiene hambre. ¡Qué bien podrá


compadecerse de nuestras flaquezas y miserias!

Y como viera a lo lejos una higuera con hojas, se encaminó allá por ver si
encontraba en ella alguna cosa: y, llegando, nada encontró sino follaje, porque
no era tiempo de higos (Mc 11, 13).

Seguimos al Señor a campo traviesa, y observamos cómo busca entre las ramas y
las hojas. Dio una vuelta al árbol examinando su copa.

No encontró nada.

Y hablando a la higuera, le dijo: Nunca jamás nazca de ti fruto (Mc 11, 14 y Mt


21, 19).

La condenó por no tener frutos cuando el Señor vino a buscarlos (Camino, n.


354).

II

Mientras Jesús ha estado junto a la higuera, yo me he acordado de aquella otra


higuera que fue objeto de una de sus parábolas. Nos hablaba de un hombre que
tenía plantada una higuera en su viña, y vino a ella en busca de fruto y no lo
halló. Por lo que dijo al viñador: «Ya ves que hace tres años seguidos que vengo
a buscar el fruto en esta higuera y no hallo; córtala, pues ¿para qué ha de
ocupar terreno en balde» (Lc 13, 6-7).

Ahora, ya de camino a Jerusalén, voy pensando en la higuera de la parábola; en


la ilusión con que el labrador la plantaría, abonándola y regándola; con ese
mismo cariño que ponen los labriegos en sus tiernos árboles frutales. Le pondría
plantas espinosas alrededor para evitar que los animales la dañaran. Con ojos de
esperanza, la vería crecer hasta que llegó el tiempo de dar higos. Me imagino al
viejo labrador con una cesta en la mano yendo hacia ella, y volver cabizbajo, los
hombros caídos, meditabundo, desilusionado. Poco a poco renacería en él la
esperanza, volvería de nuevo a abonarla, a regarla, a mimarla. Esperaría que
pasaran lentos los meses del año. Comenzarían los calores y volvería de nuevo el
labriego a mirar cómo brotaba.

El segundo año produjo otro desengaño, y otro el tercero.

Y pensando en la higuera reparo en mí –y en ti, si quieres–; higueras, que somos


en la Viña del Señor. Él preparó delicadamente el terreno antes de que tú
nacieras: tus padres, tus abuelos, las circunstancias favorables en que naciste... y
te plantó en las condiciones más adecuadas para dar los mejores frutos. Tus
ventajas personales.

Pasaron los años...

Tú sabes mejor que yo cuál ha sido tu fruto. Y cuánto, si es que ha habido


alguno.

Has estado plantado en terrenos inmejorables. Creciste. Ya hace muchos años


que llegó para ti el tiempo de los frutos.

Y el labrador espera...

III

Es posible que, mientras lees, trates de justificar tu esterilidad, poniendo tus ojos
en lo que llamas fruto. Por favor, mira a ver si son hojas y hojas. Puras hojas.
Follaje...
Ruido, vanidad, bulto...

Te advierto que lo que necesitan las fuerzas del mal para triunfar es conseguir
bastantes hombres y mujeres buenos que no hagan nada.

No te salgas por las ramas de la Filosofía: Voltaire, en un arranque de sinceridad,


decía: «Yo no conozco un filósofo que haya reformado las costumbres, no digo
de una ciudad, ni siquiera las de la calle en que vive».

Dar sombra; sí, eso es dar algo.

Pero los labriegos no plantan sus higueras por la sombra.

Ni el Señor fue a buscar sombra a la higuera del camino de Betania.

Lo que Dios quiere de ti son frutos.

Esos frutos que duran para siempre...

¿Dónde está el fuego que propagas?

IV

Al día siguiente reparamos, al pasar, que la higuera se había secado de raíz.


Con lo cual Pedro, acordándose, le dijo:

–Maestro, mira que la higuera que maldijiste se ha secado (Mc 11, 21).

El Señor tomó ocasión de estas palabras de Pedro para, mientras caminamos,


darnos una lección de fe. Pero después de escucharlo, vuelvo a pensar con más
atención en sus palabras de la parábola y en ti, impresionado porque acabo de
ver a la higuera seca de raíz. La de la parábola tuvo más suerte que esta higuera
del camino de Betania, pues dada la orden de arrancarla por inútil, el viñador
suplicó:

–Señor, déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella, y le echaré estiércol,
a ver si así da fruto; cuando no –continúa resignado–, entonces la harás cortar
(Lc 13, 8-9).
Le dieron nueva oportunidad.

Como a ti.

Una oportunidad en la que el viñador interesado iba a hacer un esfuerzo


supremo.
XI. HUMILDAD Y VALENTÍA

1. Sobre un borriquillo


(Jn 12, 15)

Domingo de Ramos en Jerusalén.

Cristo, la figura central de la escena, va montado en un borriquillo. Las gentes,


delirantes de entusiasmo, se han puesto a cantar un himno de victoria al Señor.

Rompen árboles, palmas y olivos, para alfombrar el camino de Jesús. Y también


extienden a su paso vestidos y túnicas de seda, que va pisando el borriquillo.

Oleadas, cada vez más numerosas, acuden a cantar al Señor.

Las gentes acampadas alrededor de Jerusalén, pues es la fiesta, van llegando, y


se contagian de un entusiasmo sin freno.

Los cánticos y la alegría aumentan.

Es una marcha triunfal de una grandeza sin parecido.

Las masas están fuera de sí.

Después de tantos siglos de espera, ha llegado el Rey de Israel.

Por fin, el nuevo reino de los judíos va a ser establecido.

Y resuena en todos los rincones de la ciudad el grito de guerra: ¡Hosanna al Hijo


de David (cfr. Lc 19, 39), hosanna al Rey de Israel!
Los sacerdotes y levitas, apresados por las gentes, cada vez más apretadas, hacen
furiosos esfuerzos por llegar a Jesús, y le piden con bocas espumantes:

–Diles que se callen.

Jesús les aparta. Hoy es su día. Es su victoria, su marcha triunfal...

Sigue su camino entre los aplausos.

II

El asnillo lleva a Jesús encima. Pasa entre el delirio de las gentes sin inmutarse,
sin cambiar el paso, sin mirar ni a un lado ni a otro, como si tuviera consciencia
de la importancia que tiene ser borrico de Jesús. Va pisando flores y túnicas de
seda. Silencioso. No mira a nadie. Camina humilde y sereno, con gozo y con
paz, y sus pasos hacen un contraste evidente con los gritos delirantes de las
masas fuera de sí, por un entusiasmo repentino.

El Señor mandó traer al animalillo cuando estaba atado, y dos discípulos le


desataron, mandados por el Señor.

Tú sabes cuáles eran tus cadenas.

Y estaba sin montar.

Los borriquillos así son indómitos, rebeldes, falsos.

Se dejó montar por Cristo.

Cumple dócilmente su cometido.

Hacia él convergen los gritos y los aplausos, y hacia él miran las gentes cuando
hablan del nuevo reino. Va pisando un camino alfombrado por ramas frescas y
sedas. Pero él, que se sabe borrico, no cambia el paso...

Manso, dócil, abnegado.

Alegre por su misión, y humilde por no creerse más de lo que es, va en su


camino, elegido por el Señor.
Jesús, en el punto más elevado de su entrada triunfal, está pálido, serio, como
espectador de sus partidarios, indiferente... Su actitud es distinta a la de todos los
que le rodean, que sueñan con poderío, reinos y conquistas. El borriquillo
parecía comprender más que los hombres el pensamiento de su Amo: vanidad de
vanidades.

III

Marchaba el borriquillo como si supiera que todo aquello, aunque a él se dirija,


no es para él: es para el Señor que lleva encima.

Vamos a ser borricos así.

De carga o de noria.

Las gentes aplaudirán o rabiarán, nos da lo mismo. Marcharemos siempre


delante, con la carga a cuestas, llevando la luz al llevar al Señor.

Silenciosos, trabajadores, sinceros y alegres.

Indiferentes a las llamadas de los lados del camino.

Constantes.

A pesar de ser borrico, su hecho quedó escrito en el Evangelio. Los que


vociferaron, siendo hombres, se perdieron en la confusión de las masas.

Jesús no eligió un caballo brioso para su entrada triunfal.

Un caballo así está más de acuerdo con la entrada de un rey, con la conquista de
la tierra, con las revoluciones humanas.

Es que el natural manso, humilde y abnegado del borriquillo va mejor con la


entrada de Dios, con la conquista del cielo, con las revoluciones divinas. Éstas
no se hacen con caballos soberbios, sino con un ejército de borriquillos, que lo
quieran ser, para llevar al Señor.
2. Le iba siguiendo de lejos


(Lc 22, 54-62)

Jesús había dicho a los apóstoles que sufrirían escándalo esta noche; después del
prendimiento, huyeron desconcertados en su fe y en su esperanza.

Desde la sombra del camino lo hemos visto todo.

Cristo iba rodeado de enemigos.

Solo ya.

Ha pedido que dejen marchar a los suyos.

Huyeron todos.

Gente a sueldo de los contrarios y el traidor componen su cortejo.

En Jerusalén todo el mundo duerme.

Pedro, a pesar de todo, le fue siguiendo de lejos.

A su Mesías en derrota.

El cariño a Cristo se impuso en la angustiosa noche interior y en el escándalo.

Pero desde lejos.

No se atrevió a ponerse junto a Él.

Y tú y yo menos, que estábamos de espectadores.

Hasta nuestros oídos llegaban las voces del grupo, que se apagaban según se
retiraba. Sus sombras, aunque la luna luce muy clara, se disipaban también en el
camino. La luz de las antorchas, desde lejos, era como una hoguera que se
alejaba tiñendo los olivos de un resplandor rojizo.

Después pasó una sombra, solitaria y silenciosa: Pedro.

Hemos sentido lo que ocurría en el corazón del apóstol. El amor le ha mantenido


siguiendo al Maestro; el temor no le dejaba acercarse, le impide correr y ponerse
a su lado. Le faltaba una postura más resuelta.

Y, después de Pedro, salimos del escondrijo.

Nos olvidamos en parte de nuestras cosas, y nos pusimos a andar, para ver en
qué paraba todo aquello.

II

Ya en el palacio del sumo sacerdote, encendieron fuego en medio del atrio, y, al


sentarse todos a la redonda, estaba también Pedro entre ellos. Pero no advierte el
peligro en que se encuentra: el amor y el temor siguen jugando sus papeles en él,
su lucha interior le absorbe.

Está sentado con los enemigos.

Entre ellos.

De vez en cuando mira a Jesús, cautelosamente, para no levantar sospechas.


Está, allí, atado, en medio de la ignorancia, los ultrajes y la violencia.

Pedro siente en lo vivo las ofensas a Jesús, pero no se atreve a más. Sólo
consigue estar ahí, escondido entre la chusma.

Es entonces cuando una criada, fijando en él los ojos, dijo:

–También éste andaba con aquel hombre.

Y Pedro, procurando disimular su turbación, contestó:

–Mujer, no le conozco.
Pedro no se marcha, el amor no le deja abandonar a Cristo.

Sin embargo, el temor ha hecho que comience a negarlo.

Y no se da cuenta.

Aún no se ha repuesto del susto, cuando otro le interpeló:

–Sí, tú también eres de aquéllos.

Y Pedro:

–¡Oh hombre, no lo soy!

Es la segunda vez.

Sigue sin darse cuenta.

Así pasa como una hora.

En la tenebrosa situación de aquellas circunstancias.

Sólo el amor le sostiene.

Y sufre Pedro por lo que hacen a Jesús.

Hasta que otro distinto aseguraba:

–No hay duda, éste estaba también con Él; porque es igualmente galileo.

Y Pedro vuelve a excusarse.

–Hombre, yo no entiendo lo que dices.

III

Mientras hablaba Pedro, oímos el canto del gallo que escindía la noche.

Y volviéndose el Señor, envió una mirada a Pedro, que se acordó al momento de


las palabras de Jesús que le había dicho: «Antes de que cante el gallo, tres veces
me negarás». Perdida la cabeza, estrujado por las circunstancias y las preguntas,
ha negado a Jesús, que sabe, sin embargo, que Pedro le ama más que los otros.

Con esto se despertó de su inconsciencia, y se levantó inmediatamente.

No le importan ya las sospechas de los judíos.

Lo que le duele es su propia cobardía.

Y salió fuera.

Y lloró amargamente.

Salimos detrás.

Le vemos llorar.

Aprendemos que no se puede hacer nada a medias para Dios.

Que la alegría y la paz son para los animosos, para los que no temen seguir de
cerca a Jesús, aunque los demás le dejen.

No se puede seguir al Señor de lejos.


XII. RESPONSABILIDAD

1. Flagelación


...y mandó azotarle (Jn 19, 1).

Nos hemos metido entre las filas de los espectadores.

Muy cerca descubrimos a María, la madre de Jesús. Pilato no quiere condenar al


Señor. Sabe que toda la cuestión es causada por la envidia de los judíos, y adopta
esta sacrílega solución: manda flagelar a Jesús, pensando que así, presentándole
ensangrentado al pueblo, calmará su furia.

Jesús mismo se quita sus vestidos.

Después, los verdugos se apresuran a atar sus manos a una columna.

¡Qué precauciones ponen quienes lo hacen!

Saben que hace milagros, que sus fuerzas van más allá que la de los demás
hombres...

Ahogo en mí un grito cuando les veo emplear todas sus cautelas en asegurar los
brazos del Señor:

–¡Locos, no atéis las manos del Omnipotente!

Como si fueran cadenas de tierra las que someten a Jesús a este suplicio.

Unos cuantos legionarios de Roma se mueven como fieras, veteranos de muchas


batallas, musculosos soldados con afán de divertirse. Llevan en sus manos
látigos de tortura: una vara, de la que cuelgan tiras de cuero, en cuyos extremos
libres van atadas balas de plomo, huesecillos, o hierros ovalados con esquinas
puntiagudas. Horribles.

Las espaldas virginales del Señor ya están expuestas.

II

Cae el primer trallazo.

En esa carne blanca y sin mancilla se dibujan manchas de sangre, tantas como
los extremos duros del látigo.

El cuerpo de Jesús se estremece.

No acabamos de darnos cuenta, cuando cae otro golpe y otro...

El ritmo de los chasquidos se acelera.

El soldado pega cada vez más de prisa, con todas sus fuerzas.

Mientras, entra un segundo verdugo en acción. Éste también apresura sus golpes,
y después entra otro; y así van incorporándose todos.

Como los hombres en los pecados de sus vidas.

Cada golpe deja marcada su piel con tantas heridas rojas como las balas de
plomo que se hunden en su carne.

No es la ejecución impasible de una sentencia.

Es la furia del infierno.

Es la maldad de los hombres desencadenada.

La lluvia de los azotes es cada vez más intensa.

Hemos perdido la noción del tiempo.


No sabemos lo que dura esta insensatez nuestra.

Son más de cinco mil azotes.

Aplicados de firme, sin compasión.

Los impactos de los huesecillos, hierros y balas trituran la piel, abriendo heridas
que se cruzan siempre.

Las espaldas de Jesús se hacen rápidamente una sola llaga.

Son una superficie roja.

III

Escurre la sangre hasta el suelo.

Y a cada golpe de látigo, llega la sangre en lluvia menuda hasta los rostros y
túnicas de los espectadores.

El cuerpo del Señor, a cada golpe, reacciona con dolorosos movimientos; pero
pronto, la frecuencia de los azotes y la intensidad de los dolores, que se suceden,
ahogan cualquier reacción natural.

Jesús sometido a la locura de los hombres, despiadadamente.

Su frente se inunda de sudor frío.

Le corren escalofríos a lo largo de la espina dorsal.

Se le va la cabeza.

Vértigos.

Sus piernas se doblan, no pueden sostenerle.

Y si no estuviese atado tan alto por las muñecas, se derrumbaría en el charco de


su propia sangre.
Se suceden los golpes.

Se relevan los hombres que le hieren.

Jesús es siempre el mismo.

Alguien dijo: «Basta ya, nadie ha recibido la orden de matarle a latigazos».

La ley judía prohibía dar más de cuarenta.

En esta ocasión nadie ha contado.

Carne virginal, carne sin mancha... que sufre por las manchas de la carne, por los
pecados de los hombres.

Sin medida...

Siempre le habíamos oído hacer especial mención de los azotes.

Los rostros de estos verdugos comunes son caras conocidas, los hemos visto
muchas veces: exhibicionistas, impuros, deshonestos, cobardes.

¿No te cansas de pegar?

A ver si eres capaz, viendo a Cristo así, por ti, de hacer lo que aquel hombre que
suspendió la flagelación.

¡Basta ya!
2. Se oyen los golpes del martillo

Tú y yo, aquel día gris y triste del primer viernes santo de la historia, estábamos
también en la cumbre del Calvario.

Con nosotros aquella multitud de curiosos, meros espectadores, que subieron a


ver la crucifixión. Alrededor de la cruz nos arremolinábamos todos, como un
enjambre de abejas de distintos colores, compuesto por las túnicas de los
hombres y mujeres que nos empeñábamos por estar en la primera fila. Y, aunque
indiferentes, todo lo hacíamos en silencio. Estábamos, sin embargo,
contemplando los instantes más dramáticos de los siglos. Y al recordarlo...

Se oyen los golpes del martillo.

La cruz, con sus brazos abiertos y extendidos cara al cielo, nos sobrecogió. A un
lado, el cuerpo agotado y desnudo de Jesús aún con vida, manchado de sangre y
de tierra, tirado en el polvo sucio de la cumbre, encogido, aguardaba peores
tratos. Su rostro en el suelo, cerca de sus rodillas, sobre el que caían sus brazos
abandonados.

Comenzamos a oír más profundo el silencio.

Todos callábamos.

Hasta los pájaros enmudecieron sus trinos y el viento se paró para apagar los
ruidos de su carrera. Los mismos veteranos de Roma, al ir y venir, también,
como impresionados por la grandeza de aquella escena, lo hacían con cuidado,
para no turbar la impresionante solemnidad de aquel silencio.

Pronto comenzaron a oírse los golpes secos del martillo.

Y en aquella ausencia de ruidos, como si todo el Gólgota se hubiese alfombrado,


una vez que a Cristo lo pusieron sobre la cruz, un martillo comenzó a cantar. Un
golpe, y después otro y otro...
¿No oyes en tu corazón aún los golpes del martillo que clavaba las manos de
Dios? El silencio aquel... roto sólo por el ruido metálico contra el clavo, que
desgarraba a la vez la carne del Señor... ¿No oyes estos martillazos hoy, como
aldabonazos en tu alma, llamando, en medio del silencio de muerte que te rodea?
¿Es posible que sigas refugiándote en lo tuyo, cuando...?

Se oyen los golpes del martillo...


XIII. REPARACIÓN

1. Buen ladrón


Señor, acuérdate de mí... (Lc 23, 42).

En lo alto del Calvario, tres hombres en el patíbulo.

Están perdiendo la vida.

Jesús es el más próximo a la muerte.

Dos vidas inútiles acabando en la cruz. Junto a Cristo.

Sienten la angustia de unas vidas vacías y manchadas, fundamentalmente


equivocadas, desembocando en la eternidad.

La inocencia de Jesús agiganta su mentira.

El Juez, compañero de suplicio.

Las ansias de perpetuidad de estos hombres cortadas brutalmente por su cruz.

Uno de ellos es el buen ladrón: ya corriendo hacia la muerte, levantado en el


aire, siente su vida liquidada.

En él hay una rara resignación: comprende que su vida fue un fracaso, una
agitación inútil. Se equivocó jugándose la vida a una carta falsa.

¡Sólo una vez se vive!


Son los últimos instantes de la vida de estos hombres.

En el corazón del buen ladrón quedaban aún fibras sanas, a pesar de su vida
corrompida. Los versos de Job, quizá oídos en su infancia, posiblemente le
llegaban como un eco lejano:

«El hombre nacido de mujer,


corto de días y harto de inquietud
brota y se marchita como una flor
y huye como sombra sin pararse»
(Iob 14, 1).

El mal ladrón se desespera, no se conforma con su suerte. Se rebela contra la


cruz, contra el orden y contra Dios.

¡Él quiere seguir viviendo...!

¿Para qué?

¿...Para seguir robando?

Y en el momento en el que decae el ruido, se oye su blasfemia:

–Si tú eres Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.

¡Sálvate, sálvanos!

Tierra, quiere tierra.

¡Qué fácil es olvidar las culpas y quejarse!

II

A la aturdida agonía del buen ladrón, que se debate con la angustia y con el
dolor, llega la blasfemia como un trallazo: oye que atacan a Cristo.

Y hace que se detenga su carrera hacia la muerte, para volver a la vida: ahora
sólo para defender a Cristo.
Parte su vida en dos.

Cuando todo estaba en contra: la turba sin piedad, los sacerdotes, los soldados,
los muchos transeúntes que movían la cabeza en señal de suficiencia y
desprecio.

Vuelve a la vida. Se olvida de sí.

Supera su dolor, él, que no tiene fuerzas para detener su muerte; cuando toda su
atención estaba ocupada en su agonía.

Sus ojos moribundos se abren y se clavan en el otro ladrón.

Y mueve sus labios resecos por la amargura: habla en defensa de Cristo.

Defensor inesperado, sólo él levanta la voz elogiando a Cristo, en medio de


aquella locura colectiva.

Hay un diálogo de cruz a cruz.

Hace del Señor una conmovedora apología. Es la misión de esta nueva vida. Las
circunstancias lo llamaron de la muerte: vuelve a la vida para sacar la cara por
Cristo. Él, que había dado su vida por liquidada.

Parte su vida en dos: una, larga e inútil; la otra, breve y eficaz. Cómo nos enseña
que no está la cuestión en poner años a la vida, sino vida a los años.

Mientras habla, la muerte le tira para abajo. Va a despedirse, ahora sí,


definitivamente de la vida. Pero antes pone los ojos en la Cruz de Jesús... Quizá
quiere pedir algo, pero no se atreve... y suplica sólo un recuerdo.

–Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino.

III

Le llama Dios y Rey, aunque es compañero de condena.

¿Secreta fe de este hombre en el dualismo de su vida? ¿O al buen ladrón le llegó


la fe mientras observaba la paciencia y la noble serenidad de Jesús?
No se atrevió a pedir más: ¡sus pecados!

Cierra los ojos de nuevo, y comienza a consumir su dolor muy cerca de su Rey.
Abandonándose totalmente a la misericordia del Señor.

Jesús no se deja ganar en generosidad. Había estado noblemente callado


mientras las blasfemias le llegaban de todas partes.

Si Jesús tenía los ojos cerrados por el dolor, los abre sólo para este hombre que
acaba de defenderle. Por los oídos del buen ladrón entran una a una las palabras
de Dios:

–En verdad te digo, que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso.

Es la Palabra Eterna la que ha hablado.

IV

Pidió un recuerdo, y consigue el cielo.

El mal ladrón quería seguir viviendo...

Tú también quieres seguir viviendo.

¿Para qué?

¿Crees que con eso, con que llenas tu existencia, justificas tu vida?

Demos un cerrojazo a nuestras vidas. ¡Ahora!

Y comencemos a vivir sólo para Cristo.

Las circunstancias hoy, quizá, nos hablen más claro que nunca.
2. La Cruz


...bajó a Jesús de la Cruz (Mc 15, 46).

Yo estaba, Señor, distraído en mis cosas, y apenas advertía que mis manos se
volvían callosas, cuando, en la ciudad, a través de la ventana de mi taller, oí de
nuevo que las gentes mencionaban tu nombre.

Hablaban de muerte, y tomé conciencia poco a poco. Pregunté: ¿De quién


habláis? ¿Qué decís?

–Que a Jesús de Nazaret le han crucificado –me contestaron los que hablaban.
No me había enterado, Señor, distraído en mis cosas.

Ya era tarde. Caía triste y oscura aquella tarde del primer viernes santo. Y me
desperté del todo. Y de todo me olvidé para acordarme sólo de ti. ¡En el
Calvario, a la hora de tercia!, había oído decir. Y con el afán de verte, comencé a
correr, Señor, yo que había estado distraído en mis cosas.

Corría cuesta arriba. La secreta esperanza de verte por última vez, aún con vida,
me animaba en mi carrera presurosa. Quería presentarte un testimonio de amor
antes de que te marcharas. Y corría y corría para recuperar el tiempo que perdí
distraído en mis cosas.

No saludé a nadie en mi camino, tampoco me paré nunca a descansar. Corría


olvidado de mí, y las gentes que cruzaban a mi lado se preguntaban: ¿adónde irá
éste? Muchas veces observé a grupos que bajaban y se quedaban mirándome.

Ya sólo brillaban sobre la tierra las últimas luces del crepúsculo de la tarde
cuando aún yo continuaba corriendo... cuesta arriba. Y en aquellas pocas luces
veía las sombras de las gentes, cada vez más escasas, que bajaban de donde yo
subía, que se alejaban del sitio que yo buscaba, que iban al lugar de donde yo
venía...
Por fin, Señor, no bajaba nadie... y aún seguía corriendo porque quería verte.
Sólo hacia arriba, en medio de un mundo que bajaba. Sin darme cuenta del
cansancio llegué a la cumbre. Y te busqué con ojos llenos de esperanza... mas no
te encontré.

II

Llegué tarde, Señor, por no haberme enterado cuando estaba distraído en mis
cosas. José de Arimatea y Nicodemo te habían bajado ya de la cruz; pero yo no
sabía esto. Seguí buscando, y allá, a un lado, vi una sombra, a la que me dirigí
con ansias de abrazarte...

¡Ay! Ya no estabas. Te habías ido. Pero en tu lugar me habías dejado tu cruz.


Comprendí el mensaje. Sólo, caí de rodillas, y silencioso contemplé la cruz
solitaria, que recortaba su silueta majestuosa en las últimas briznas de luz de la
tarde.

Una cruz que me habla sin palabras de Ti. Una cruz fría, vacía, oscura. Que abre
sus brazos de par en par, como en un signo supremo de amor, como con ansias
de abrazar el mundo. Una cruz señalando, con sus brazos, derroteros infinitos de
amor en todas las direcciones.

Te busqué y no te encontré. Pero encontré tu cruz. Buen cuidado tuviste de


dejarme al marcharte un testamento, un camino seguro, una herencia preciosa,
un recuerdo, un mensaje de amor cifrado en un enigma en forma de cruz.

III

Me gustaría, amigo, verte correr.

Hacia arriba.

Que quizá, también, tanto tiempo perdiste en tus cosas.

Sin enterarte de lo que pasó aquel día. Como si hoy despertaras de tu sueño.
Al oír, ahora, que yo pronuncio su nombre.

Con ansias de recuperar el tiempo perdido.

Porque el nombre de Jesús rompió el letargo de tu existencia.

¡Que tanto tiempo perdiste, distraído, en tus cosas!


3. Tres cruces

Cuando terminó todo, en la cumbre del Calvario, tres cruces vacías y solitarias.

Sus siluetas recortadas en el cielo.

Son tres cruces iguales.

De la misma madera.

Del mismo peso.

De la misma forma.

Juntas subieron al Gólgota.

El mismo día.

Por el mismo camino.

Una detrás de otra.

Impuestas a tres condenados por la misma autoridad.

Los tres han muerto ya en la cruz. Y sus cuerpos se han retirado.

Ahora que todo ha terminado, quedan levantadas y vacías.

Cada una es un símbolo distinto, a pesar de ser tan iguales.

La cruz del mal ladrón significa la muerte de un hombre rebelde: es la cruz de la


desesperación, la cruz de un hombre que no se conforma con su suerte. Las
circunstancias le obligaban a llevarla, pero él se rebelaba contra ella.

La cruz del buen ladrón significa la salvación del alma que la llevó. Le dolía y
pesaba como al otro, pero se conformaba con ella: sabía que era consecuencia de
su vida, justo castigo de su conducta desordenada, resultado de sus pecados. Es
la cruz de la resignación, de la justicia.

La cruz de Cristo es símbolo de la salvación de todos los hombres, de todos los


pueblos, de todos los siglos. En ella murió el Hombre-Dios. Pero Jesús llevó su
cruz con amor y porque quiso.

Cruces iguales y tan distintas en su significación, tan distintas en valor.

Tan distinta es la forma de llevarlas.

II

Hombre, amigo, que tienes que llevar tu cruz, a pesar tuyo. Tu cruz será la
misma. Vendrá sobre ti aunque no quieras. Pero tu cruz, tu vida, tendrá un
sentido y un valor distinto, según el espíritu con que la lleves (cfr. Camino, n.
178).

Estás condenado a la muerte y no hay quién te libre de esta condena. Lo mismo


acontece con los golpes que caen sobre ti a pesar tuyo.

Por mucho que hagas, no puedes ni cambiar la sentencia, ni retrasar tu ejecución.


Tu deseo de vivir tiene el poder de hacerte creer que es largo el tiempo corto, y
que es incierta tu muerte segura.

Vivir no es tan necesario como amar.

Te tienes por prudente y no niego que lo seas, ¿pero como es posible que seas tan
ciego y vivas tan de espaldas a la realidad de tu muerte? ¡Qué empeño de
apegarte a la tierra y engañarte, engañando a otros, de que ésta es la vida! Y sólo
consigues ser un hombre más, de los que han pasado inútilmente por la tierra,
gastando su tiempo en el deseo imposible de quedarse.

¡Abrázate a la cruz!

Que solamente una vez se vive.

Decídete por la cruz. Y llévala como Cristo la llevó.


III

Con amor... y, en lo que de ti depende, porque quieres.

Pero ve ese aspecto positivo de la cruz: ella es ya un símbolo así. Pide más.

La cruz: «gimnasio de la alegría».

La mortificación es lo que da alegría y consistencia a la vida interior.

Cristo nos amó en la cruz, en el sacrificio.

Haz que tu posición entre los hombres, con la Cruz, te haga ser por fuera igual,
por dentro distinto.

Una cruz grande hecha con cruces chicas mutuamente encajadas (cfr. Camino, n.
885).

Una cruz que servirá para redimir.

En tus relaciones directas con Dios, diligencia.

En tu trabajo, orden, intensidad, detalles, alegría.

Si puedes ser el mejor, sélo: que vean.

En tu vida de familia, sirve; los que te rodean no son tuyos, son de Dios. Tú estás
para servirles, aunque sea con una sonrisa y una alegría que sacas de un cuerpo
cansado.

Sirve a los que te sirven; un servir con dignidad.

No eres un virrey, sino un servidor por Cristo.

Haz agradable la vida de los que tienen la suerte de estar a tu lado.

¡No te quejes nunca, que estás sirviendo!

Son necesarios hombres alegres y santos: capacidad de sacrificio.


En sociedad: educación, simpatía, alegría.

Saber escuchar, saber comprender.

¿Que te falta tiempo? El tiempo es para servir.

IV

Una cruz así, llevada con amor y con alegría.

Pues «todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a
seguirle, por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca
faltan a la Iglesia» (CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium, 42).

Después de ti quedará la fecundidad de una cruz redentora.

Salve, o Crux, spes unica!

¡Salve, oh Cruz, única esperanza!


XIV. FIDELIDAD

1. Las tres mujeres


¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro? (Mc 16, 3).

Muy de madrugada.

El camino del Calvario.

El día primero de la semana, después de la muerte de Jesús.

Tres mujeres solas.

Fueron las últimas en bajar el viernes. Hoy son las primeras en subir.

Sus siluetas entre las últimas sombras de la noche.

Habían estado impacientes el sábado, e impacientes suben.

Compraron aromas: llevan sus brazos cargados.

Presurosas.

Cuesta arriba, hacia Cristo.

Las mujeres, las que mejor se portaron en la Pasión, son las mejores en la
Resurrección.

El mundo a sus espaldas. En la ciudad todo el mundo duerme. Y en todos los


campos, y en todas las tierras, duermen también. Los de Cristo, aturdidos por lo
que vieron el viernes; sus enemigos, satisfechos.

Como hoy.

Todos duermen. En la triste negrura de esa noche en Jerusalén hay una llama
luminosa, que los hombres no ven: es María, la Madre de Jesús, que espera la
Resurrección. Por eso no va con estas mujeres, que habían olvidado por el
tremendo impacto de la Cruz, o no habían comprendido, las palabras del Señor,
cuando dijo que resucitaría.

No fueron los recuerdos de las palabras de Jesús los que movieron a los
discípulos a esperar la Resurrección. Al contrario, la comprobación de que había
resucitado fue lo que les llevó al recuerdo de lo que las palabras del Señor les
enseñaban respecto a este Misterio.

II

Mientras suben se acuerdan de la piedra de la puerta del sepulcro, que realmente


era muy grande. Tan grande que ellas no la podrán apartar: supera con mucho
sus fuerzas unidas.

Pero no hacen alto, ni detienen su marcha, ni disminuyen el ritmo de su andar


apresurado y tenso.

Reparan, pero no se detienen.

Y se dicen una a otra: ¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?

Ignoran la guardia que las autoridades judías habían puesto junto al cuerpo del
Señor.

Piensan y hablan de una manera muy femenina; en plena madrugada, en un


camino solitario, en una colina desierta se preguntan: ¿Quién nos quitará la
piedra?

Y más femeninas aún se manifiestan cuando, a pesar de todo, no se detienen en


su propósito.
Saben que la piedra es un obstáculo humanamente insuperable para ellas. Lo
saben, y el único efecto que les produce es el hacerse esa pregunta: ¿Quien nos
quitará la piedra?

Y siguen presurosas, impacientes.

Es la actitud del amor, que no entiende de treguas.

Están en el camino por amor a Jesús.

Es un amor fiel más allá de la muerte.

Buscan a Cristo muerto.

¡Fieles!

Sin que ningún obstáculo las detenga, ni las frene, en la misión que se han
impuesto.

Así llegan al sepulcro: La piedra está apartada.

III

Las piedras, los obstáculos del camino no son lo importante. Lo que importa es
nuestra actitud ante ellos. Dios para eso los permite. Él mismo se encarga de que
se aparten, si, a pesar de ello, seguimos igual, si nos ve decididos y confiados en
Él.

El amor supera los obstáculos, los de hoy y los que se prevén para mañana.

Por eso las mujeres permanecen fieles, en una marcha tensa, a pesar de la piedra.

Y obtienen un premio sublime: buscan a Cristo muerto, y encuentran a Cristo


resucitado (cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Santo Rosario, Resurrección del
Señor).

Por el camino de madrugada –cuando es de noche y todo el mundo duerme–, tres


mujeres solas. Después ascendemos tras ellas millones y millones de hombres.
Pero nadie les quitará la gloria de haber sido las primeras.

Llegan al sepulcro, salido ya el sol. Así pueden ver todo con claridad mañanera.
Cuando salía el sol, quiero pensar que les daba en la cara...

Un nuevo día, una nueva época en sus vidas y en la de la humanidad.

El mundo de hoy duerme también. Sueña con quimeras.

Entonces fueron tres... y la piedra se apartó.

No importa que advirtamos en nuestro camino para llegar a Cristo obstáculos


insuperables. No importa que sintamos este mundo dormido y delante nuevas y
gigantescas piedras que apartar –humanamente invencibles– para despertar a
este mundo y llevarlo a Cristo tras nosotros.

Tenemos fe y también la experiencia de estas mujeres.

Adelante, que es obra de Dios.

¿Obstáculos?

No hay obstáculos.

Sólo puede haberlos en nosotros: se disuelven con la oración.

¿Obstáculos?

Sigue como si no los hubiera. Se apartarán.

¡Ya lo verás!
2. Sudario doblado


Y el sudario... separado y doblado en otro lugar (Jn 20,7).

Entiendo que constituye un mensaje, Jesús.

Corro con Pedro y Juan, entro en tu sepulcro con ellos, y, jadeante por la carrera,
fijo mis ojos en el sudario doblado.

Señor: ¿Qué quieres decirme?

Pues una indicación encierran los pliegues de tu sudario. Un recado para mí.

¿Quién se detuvo en doblarlo?

¿Los ángeles?

¿Lo dobló el Señor mismo en medio de los esplendores primeros de su


Resurrección?

Tus dedos, Señor, se ocuparon, tan pronto como resucitaron, en doblar el


sudario, en dejarme una sugerencia entre los pliegues de la tela.

Debe ser importante porque lo hiciste Tú, y porque lo hiciste en medio de la


gloria de la Resurrección. El Dios de los universos que abruman a los hombres
con sus gigantescas dimensiones, el Dios de la infinita inmensidad, el Dios
creador de maravillas y maravillas, se detiene, porque también es el Dios de
amor infinito, en doblar un lienzo, para dejarme en sus pliegues una amable
insinuación.

Es un detalle.

Y es un detalle tuyo en el momento más glorioso de tu existencia visible en la


tierra.

II

Al tratar de entender, intento abarcar con una mirada el ejemplo de tu vida, y se


me agolpan en desorden otros muchos detalles tuyos, que me ayudan a
comprender lo que me dices con tu sudario doblado.

Cuando al subir con la Cruz hacia el Gólgota, una mujer se apiadó de tu dolor, y
enjugó tu rostro con un lienzo, le regalaste el milagro de tu efigie grabada en su
paño. Así pagaste espléndidamente este servicio, tú, que en aquellos momentos
estabas abrumado en tus dolores. Supiste vivir en los demás cuando tu cuerpo no
era capaz de sostenerse.

Y lo mismo hiciste con aquel grupo de mujeres que lloraban por ti; camino del
suplicio, te volviste a consolarlas (Lc 23, 27-31).

Consolaste a las que consolándote lloraban sin consuelo.

Curaste la oreja del criado del príncipe que estaba entre los que te apresaban (Lc
22, 51).

A Pedro le miraste, envuelto en la confusión de sus circunstancias difíciles,


acosado por las preguntas de tus enemigos y metido entre ellos por amor de ti.
Había comenzado a negarte sin darse cuenta de que estaba cumpliendo tu
profecía, la que siguió a la animosa disposición de su fidelidad. Tú le miraste,
cuando te negaba (Lc 22, 61). Fue otro detalle: la mirada del Amor infinito, llena
de comprensión y cariño... que hizo a Pedro alejarse de aquel ambiente para
llorar con amargura.

Ya muriendo en la cruz, tus oídos escucharon la defensa desinteresada de un


compañero de patíbulo, y tú, que no te dejas ganar en generosidad, levantaste
con dolor tus párpados moribundos, para fijar tus ojos en aquella otra cruz, y
abriste con dificultad tu boca reseca por la sed y por la muerte, para dar el mayor
alivio a un hombre que estaba en el mayor de los tormentos (Lc 23, 43).

En la misma ocasión, anegado en un inmenso dolor, tuviste otro detalle con tu


bendita madre, preocupándote amoroso de que quedara custodiada por el más
valiente de tus discípulos (Jn 19, 26-27).

III

Así eres, Señor.

Tus extremados problemas no crean obstáculos para estar en los demás.

A Juan, el más joven de tus seguidores, le permitiste recostar su cabeza sobre tu


pecho (Jn 13, 23).

Y, después de la Resurrección, tuviste otro detalle con siete de tus discípulos,


luego de una noche inútil de pesca, al hacerles lograr una pesca imposible. Y al
saltar a tierra, otro detalle de delicadeza tuya: vieron preparadas brasas
encendidas y un pez puesto encima y pan... Vamos, almorzad (Jn 21, 9-12), les
decías. Y hasta les distribuiste el pan, sirviéndoles, y se lo partiste, como una
madre a sus pequeños.

Y con Tomás, rebelde, al aparecerte por segunda vez al colegio apostólico, te


dirigiste a él, con tal amor, que le arrancaste un acto de fe que resuena por los
siglos... (Jn 20, 27-28).

Y con el leproso, a quien tocaste su cuerpo sin necesidad, del que huía la gente
horrorizada, sólo para dar consuelo a su alma (Mt 8, 3).

Y conmigo...

¡Cuántos detalles, Señor!

¡Qué torpe yo en entenderlo!

Si miro tu vivir entre los hombres, no veo más que Amor manifestado en detalles
de delicadeza con ellos: con los enfermos, con los que lloran, con los niños, con
los pecadores...

Tus grandes milagros.

Y tus detalles pequeños hechos con un amor infinito.


IV

Pero ese Amor no lo pusiste sólo en tu relación con los hombres, también en tu
contacto con las cosas...

Algo parecido a los pliegues de tu sudario se manifiesta al mandar a tus


discípulos recoger los trozos de pan que habían sobrado después de haber dado
de comer a multitudes de manera milagrosa. Los evangelistas nos hablan de doce
y siete canastos de trozos recogidos respectivamente en la primera y segunda
multiplicación, pero es San Juan quien nos transmite textualmente tu mandato:

–Recoged los pedazos que han sobrado, para que no se pierdan (Jn 6, 12).

¿Por qué te preocupas, Señor, de los pedazos sobrantes, cuando acabas de hacer
el milagro de multiplicar el pan tantas veces como quieres?

¿Por qué siendo el Omnipotente?

Y, resucitado, cuando pides de comer a tus discípulos: ellos te dieron un pedazo


de pez asado y un panal de miel. Cuando terminaste de comer, tomadas las
sobras, se las diste (Lc 24, 43).

Tomadas las sobras.

Fuiste tú, Señor, quien recogió lo sobrante.

Las sobras.

Tú mi DIOS y mi Todo.

En las sobras del pez asado y del panal, en tu cuidado porque se recogieran los
trozos sobrantes de aquel festín en el campo, y en los pliegues del sudario, veo el
mismo mensaje.

Y un Amor infinito...

Ya sé que, para los hombres, la eternidad se teje con un puñado de cosas chicas
en un puñado de minutos (cfr. Camino, n. 823 ss.).

Nada hay de poca importancia en la vida.


Ahora enséñame a hacerlo como Tú.
3. Emmaús


...juntándose con ellos, caminaba en su compañía (Lc 24, 15).

¡Así es tu misión!

En el mismo día de la Resurrección, dos de los discípulos iban a una aldea


llamada Emmaús, distante de Jerusalén el espacio de sesenta estadios.

Y conversaban entre sí...

Hoy los hombres como entonces: dispersos. Caminan a sus cosas... a pesar de
que sean los nuestros, como entonces, días tan trascendentales, días de
resurrección...

Aquellos discípulos, Cleofás y su amigo, son del grupo de los de Cristo, y, no


obstante, se contentan con entristecerse y hablar entre ellos, mientras caminan a
sus cosas. Ellos no se olvidan de sí para acordarse sólo de Jesús, como hizo
Pedro, que se fue corriendo al sepulcro, a pesar de que las mujeres han venido
anunciando la Resurrección. Ellos no tuercen su camino, no retrasan el viaje
hacia sus cosas...

¡Oh, necios y tardos de corazón para creer...!

Los hombres de hoy, aunque se llaman cristianos, obran igual, anteponen sus
cosas a los intereses de Dios: y se contentan con ir tristes y comentar. Oyen,
como ellos, rumores de nueva resurrección... pero no hacen caso, no dan crédito.

Pero si los hombres de hoy, los cristianos, por esta ola de egoísmo de la que es
víctima el mundo, se parecen a aquellos dos discípulos de la escena de Emmaús,
tú y yo tenemos que representar hoy –viviendo el Evangelio– el papel de Jesús,
de Jesús amigo.
El mismo Jesús, juntándose con ellos, caminaba en su compañía.

Salirles al camino.

Juntarse a ellos.

Nuestra vida es un continuo camino de Emmaús.

–¿Qué conversación es esa que, caminando, lleváis entre los dos, y por qué
estáis tan tristes?... –les dice.

II

Y hablan de sus temas, que en el fondo es ese tema de Dios, que, aunque vayan
tristes y a sus cosas, no pueden olvidar. Con distintas palabras te dicen lo mismo
que aquellos dijeron a Jesús: descubrirán en seguida el hondo problema que les
tiene tristes, la ausencia de Dios.

Y entonces es tu ocasión: les hablarás de Él con claridad y con cariño. Les


interpretarás las Escrituras, que ellos pueden haber leído más veces que tú, pero
que no sabrán entender porque nadie les enseñó a vivirlas. Les darás visión
sobrenatural sobre las cosas de su misma conversación. Visión que ellos han
perdido, con la fe, porque el egoísmo, sus cosas, les ha llenado los ojos (cfr.
Camino, n. 973).

Les harás ver a Dios en esas cosas que conocen... te tomarán cariño... se
establecerá la amistad entre vosotros, porque en esa conversación casual tú les
has hablado con naturalidad, en un tono que ellos no conocían. Verán en ti algo
que no sabrán definir.

Te los ganarás.

Tu tono es más optimista, más alegre, y más sencillo y natural que el que suelen
usar los hombres. Y esto te saldrá sólo con tal que vivas bien tu contemplación
en medio del mundo. Te pedirán, igual que a Cristo, cuando hizo ademán de
pasar de largo:

Quédate con nosotros, porque ya es tarde, y va ya el día de caída.


No te dejarán solo.

Buscarán tu compañía:

Se sienten a gusto a tu lado.

Y tú, como Jesús, aprovecharás la oportunidad que ellos te ofrecen.

III

–¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos hablaba
en el camino, y nos explicaba las Escrituras?, dirán entre sí, como los de
Emmaús.

¡Fuego!

¡Si no vivimos con fuego, si no hablamos con fuego, estropeamos nuestras


vidas!

Hablar saltando, y para que salten, por encima de las minucias de la vida. Saltar
por encima del prosaico lenguaje común.

Más ideal, más pasión, más locura.

¡Que sea una realidad vivida esa locura!

¡Que sea palpable esa vida sobrenatural!

¡Que seamos consecuentes con nuestra fe y nuestra vocación!

Que no podemos hacer traición a Dios hablando con la insustancialidad con que
hablan los hombres.

¡Un solo ideal! ¡Una sola fe! ¡Un amor!

¡Una sola cosa necesaria!

Y permaneciendo con ellos te conocerán. Desaparece, pero después, cuando ya


estén encendidos, cuando estén dispuestos a dejar su descanso y, a pesar de ser
de noche, salir corriendo a comunicárselo a los que creen fríos, como ellos lo
estaban hasta un momento antes.

Naturalidad: te conocerán cuando ya sean de los nuestros.

El mundo se defiende con la indiscreción.

Tú, al contrario, siendo uno más, como Cristo te enseña.

Una antorcha enciende a otra que surge en seguida con ansias de incendio.

Y con el fuego viene la audacia, la intrepidez, la acometividad: era tarde para el


amigo, y ahora, después, ya no es tarde para ellos. ¿Lo ves, lo ves? ¿Por qué han
cambiado frente a la noche?

¡Es que son hombres nuevos!

IV

Llegaron a Jerusalén, y se encontraron a los cristianos reunidos, revolucionados.


La alegría de la Resurrección actúa a la vez en distintos sitios.

Así pasa hoy, y cuando quieran darse cuenta, verán que el incendio se ha
propagado a otros lugares.

¡Fuego en la tierra!

Cuando los que tú conquistes puedan conquistar, verán asombrados que la


levadura, sin ellos saberlo, ya había fermentado allí.

Eso es lo nuestro.

Adelante. Como Jesús amigo.

Su lección se concreta en estos puntos:

Juntarse en el camino con audacia y naturalidad.

Hacerse amigo hablando de sus cosas, y en ellas darles visión sobrenatural.


Ademán de pasar de largo: que no crean que se les busca...

Ellos pedirán tu compañía: «Mane nobiscum». Te buscarán entonces. Es que así


somos los hombres.

Siéntate con ellos, dispuesto a desaparecer después.


4. ...Y se echó al mar


Se apareció Jesús en la ribera... Entonces el discípulo aquel que Jesús
amaba, dijo a Pedro: «Es el Señor». Simón Pedro apenas oyó: «Es el
Señor», se vistió la túnica (pues estaba desnudo) y se echó al mar (Jn 21, 4-
7).

Pedro, ¿por qué te tiras al agua? ¿No ves que vas a recibir la condenación de los
fariseos? Pasarán los siglos, y a través de ellos, si se fijan en tu actitud, te irán
condenando. Y llegará el siglo XX, donde muchos de los que te rezan no
comprenderán tu postura. Si no supieran que eres Pedro, te condenarían también,
por loco y por imprudente –dirían.

Razones, esas razones que tantas veces estorban para ir a Dios, son las que
pondrían para anatematizarte: que te expusiste a perder la vida... que eres
excesivamente fogoso... que si tantas ganas tenías de llegar al Señor, ya llegarías
con todos... que la barca sólo tardaría unos minutos más... Los hombres de hoy,
Pedro, también te condenan. No a ti, a tanto no se atreven por ahora, pero sí a los
pocos que siguen tu ejemplo... Oponen las mismas razones.

Pedro, ¿por qué a los hombres del siglo XX se les ha secado el corazón? ¿Por
qué para sus relaciones con Dios usan sólo de razones? Esas razones que tú
despreciaste tan pronto como oíste de Juan: «Es el Señor». Yo he visto, Pedro,
cómo te vestiste la túnica, para presentarte vestido ante Jesús, y te echaste al
agua. Vi que no calculaste a lo que te exponías..., que no te importó embarazarte
con la túnica para nadar..., que todavía faltaban «unos doscientos codos» para la
orilla..., que aún era profundo el mar... Tú te tiraste al agua porque tu impaciente
corazón te lo imponía. No pudiste sufrir el tiempo que la barca, más lenta, iba a
tardar... y saltando de la barca te echaste al mar.

No consultaste a nadie... –los que amaron de verdad nunca consultaron buscando


excusas–. Si lo hubieses hecho a muchos de nuestro tiempo, esta página gloriosa
del Evangelio se hubiera perdido para siempre... si es que no hubieses saltado
por encima de ellos, como saltaste por la borda de tu barca.

II

Y si muchos sabios y prudentes –más prudentes que sabios– te hubieran


sorprendido en el momento de lanzarte, te hubiesen prendido de esa túnica que te
pusiste para tapar tus carnes, y con celo –celo sólo para parar a las gentes– te
hubieran dicho: –¡Espera! ¿Dónde vas? ¿No ves que estáis a punto de llegar
todos? ¡Ya llegarás más tarde! ¡Deja que pase el tiempo! ¡Espera! ¿No
comprendes que no merece la pena darte ese remojón por adelantar sólo unos
momentos la llegada?

Otros, creyéndose más experimentados, te dirían: –¡Piénsalo! ¡No hagas las


cosas sin pensar! ¡Loco! ¿No ves que por despreciar la seguridad de la barca
quizá te ahogues en el camino? ¿No comprendes que es muy difícil nadar con la
túnica? ¡Qué afán de hacer lo que nadie hace!

Pero tu amor, Pedro, no aguantó la mansa y tranquila navegación de la barca por


las ondas azules del Tiberíades, y, vistiéndote la túnica, te echaste al agua.
XV. ALEGRÍA Y ESPERANZA

1. ¿Qué hacéis mirando al cielo?


Varones de Galilea, ¿por qué estáis ahí parados mirando el cielo? (Act 1,
11).

Tú y yo, que llevamos varios años siguiendo al Señor por los caminos de la
tierra, le seguimos hasta el fin.

Ahora nos va a dejar.

Hemos venido al monte caminando tras los once.

En estos momentos de la Ascensión, se nos amontonan en la memoria palabras


que a través de los años le hemos escuchado. Ahora, cuando oímos y recogemos
sus últimas recomendaciones en un corazón ablandado por la separación.

–Yo os he dado ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho (Jn
13, 15).

Él es el modelo en el ser y en el obrar.

–Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29).

Todas sus acciones son modelo de las nuestras: la infinita perfección del Padre,
inaccesible a nosotros, se hace aparente en Jesús. Por eso hemos de penetrar en
las disposiciones internas de su alma, para hacerlas nuestras, de acuerdo con el
consejo de San Pablo: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús.

¡Qué claramente recordamos, ahora que se va, que Él es el camino! Yo soy –nos
ha dicho– el camino... nadie viene al Padre sino por mí (Jn 14, 6). Pues el Padre
quiere que nos hagamos en todo conformes con la imagen de su Hijo (Rom 8,
29).

Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación (1 Thess 4, 3).

No deja lugar a dudas la precisa y lacónica sentencia paulina, que tenemos


presente también en estos momentos de despedida, como un resumen para
nuestra conducta.

Jesús comenzó a hacer y a enseñar (Act 1, 1).

A hacer antes.

Después a enseñar.

Las últimas palabras suelen ser expresión de lo que más se quiere decir a los que
más se ama.

Y su enseñanza divina acaba con palabras que se suceden, insistentes, movidas


por una sola idea: nos manda ir a todas las naciones: me serviréis de testigos en
Jerusalén y en toda la Judea, y Samaria, y hasta el cabo del mundo (Act 1, 8).

¡Testigos!

Dar testimonio de Cristo con toda nuestra vida.

Luz que alumbra, fuente que mana.

A todas las naciones... Vosotros sois testigos de estas cosas (Lc 24, 47-48).

–Id, pues, e instruid a todas las naciones, bautizándolas... enseñándolas a


observar a todas las cosas que yo os he mandado (Mt 28, 19-20).

Id por todo el mundo; predicad... (Mc 16, 15).

Hasta los últimos extremos de la tierra.

Así, con esta secuencia, con este ritmo de premura, han quedado recogidos en la
Escritura los últimos mandatos del Señor, que vibran tan acordes con la
recomendación que, tiempo atrás, hizo a los setenta y dos discípulos, cuando los
envió delante de Él, de dos en dos, por todas las ciudades y lugares a donde
había de ir Él mismo:

–Y no os paréis a saludar a nadie por el camino (Lc 10, 4).

II

Como los discípulos le oímos.

Como los discípulos le vemos.

Se fue elevando a vista de todos por los aires hasta que una nube le cubrió a
nuestros ojos.

Una nube nos lo oculta.

Mirar nubes. ¡Qué fácil es mirar nubes! Las nubes del Señor no son el Señor, ni
lo que el Señor quiere que hagamos.

Nos quedamos mirando al cielo...

Mientras, dos personajes con vestiduras blancas aparecen allí mismo, y nos
dicen:

–Varones de Galilea, ¿por qué estáis ahí parados, mirando al cielo? (Act 1, 11).

Los apóstoles entendieron la insinuación de los ángeles: ahora les corresponde a


ellos continuar la misión comenzada por Jesús. No pueden quedarse parados,
cuando están las naciones del mundo esperándoles.

Es la dinámica de la Ascensión: ya no se puede estar parado, ya no podemos


parar. Como los apóstoles, los suyos de todos los tiempos, han gastado sus vidas
en hacer eso que el Señor dejó encargado. Han sentido sobre sus hombros la
responsabilidad de su misión, y han cruzado todos los países llevando el mensaje
de Jesús, haciendo milagros: hablando nuevas lenguas, lanzando demonios,
inmunes a los venenos, por ser hombres de Él, a Él entregados.

Ni tú, ni yo, podemos quedarnos mirando nubes.


Si los apóstoles hubieran procedido como tú hasta hoy, ¿crees que ahora
seríamos cristianos?

Es preciso pensar en las generaciones de hombres que nos van a seguir: ellos
serán una consecuencia de nuestra actitud de ahora cara a Dios.

III

Hoy rememoramos la escena, y en nuestro recuerdo vuelven las palabras de los


ángeles:

–Varones de Galilea, ¿por qué estáis ahí parados mirando al cielo?

Y sentimos el aguijón de la responsabilidad: es la hora de comenzar, es nuestra


hora. Lo que aprendimos de Él hay que ponerlo en marcha sin dilación.

Hay que imitar a Cristo por dentro y fuera.

¡Ya!

En el ser y en el obrar.

Sólo así podemos serle testigos.

Sé que para ponerte en marcha has de vencer tus prejuicios, los más o menos
nobles prejuicios de tu inercia. Y sé que un entendimiento lleno de prejuicios se
resiste a recibir la verdad, de cualquier parte que venga. Ellos, los apóstoles,
también los tenían: mil veces oyeron que el reino de Jesús era espiritual, y, sin
embargo unos instantes antes de la Ascensión, cuando estaban a punto de quedar
constituidos en los máximos responsables visibles de la Redención, se les ocurre
hacer una pregunta capaz de descorazonar a cualquiera.

–Señor, ¿será éste el tiempo en que has de restituir el reino de Israel? (Act 1, 6).

¡Qué fácilmente olvidamos que lo temporal se acaba con el tiempo!

Jesús no por eso deja de marcharse: Ni siquiera retrasa el momento. A pesar de


sus deficiencias, les encomienda su obra, y se va.
Y ellos se crecen ante la misión, superando sus defectos: es la madurez de la
responsabilidad.

Inmediatamente después, animados de un mismo espíritu, perseveran juntos en


la oración (Act 1, 14).

¡Es lo primero que hacen!

La responsabilidad es hoy tuya y mía.

Con el consuelo de que, a pesar de todo, no estamos solos. Tenemos la promesa


del Señor:

–Y estad ciertos que yo estaré con vosotros continuamente hasta la consumación


de los siglos (Mt 28, 20).
2. Pecadores


...los pecadores son, y no los justos, a quienes he venido yo a llamar (Mt
9,13).

El horizonte de la vida del hombre de hoy aparece brumoso y sin esperanza.

Delante de sí, angustias y temores.

Se siente solo e indefenso. Desgarros en su interior.

Ha perdido la fe.

Sin embargo, la vida pública de Cristo, con sólo mencionarla, trae a la memoria
las estampas de sus correrías por los caminos. Y en ellas aparece su Santa
Humanidad, visible a los ojos, serena y fuerte.

Es verdad que nuestra imagen de Cristo nos viene teñida, a pesar nuestro, de las
ideas de los artistas que nos han precedido en la Historia; pero también es verdad
que nuestra imagen se irá identificando con Él más y más, según vayamos
tratándole en la oración.

De todas formas ahí está Cristo, siendo la figura central de todas las escenas de
su vida, como lo es de la vida de cada uno de nosotros, como lo es de toda la
Historia.

Él, que es el más hermoso de los hijos de los hombres, es mi seguridad y mi


garantía, mi amigo y mi hermano.

En el horizonte de tu vida, lleno de más riesgos angustiosos si eres más sensible,


se levanta la imponente figura de un hombre fuerte, vestido con traje nazareno.
Y puedes sentir sobre tu brazo su mano recia, su fuerza omnipotente, puesto que
es también la mano de Dios.
La vida es un riesgo, dicen y sienten los hombres. Cuando no tienen fe, se
desesperan.

Tú sientes también el riesgo de la tuya. Pero tú tienes a Cristo: seguridad para tu


riesgo, garantía para tu esperanza.

Y los pecadores nos dan más derecho a llamarle «mi Cristo». Pues los pecadores
son, y no los justos, a quienes he venido yo a llamar, nos dice.

No es una libertad para el pecado. Es una seguridad para mi alegría.

En Él tengo mi consuelo y mi esperanza.

II

Conocerlo así, garantía de los pecadores, con su fuerza que me respalda, y


tratarle así más cada día, me hará ser un hombre alegremente confiado, en medio
de este mar de confusiones y de angustia.

Le vemos actuar con los pecadores: siempre les trata con misericordia y bondad.

Y nos llenamos de entusiasmo en el Señor.

Es ésa la actitud que ofrece a aquella mujer encenagada, la samaritana, para


convertirla en un apóstol eficaz (Jn 4, 7-29). Ella no sabe qué la mueve más, si el
don profético de Jesús, o la bondad y la delicadeza que pone en la revelación de
su mala vida.

Al paralítico, que unos hombres audaces colocan delante del Señor, metiéndolo
por el tejado, ya que el gentío les impedía el camino normal, le dice Jesús: Hijo,
tus pecados te son perdonados (Mc 2, 5-11), tan pronto como lo tiene delante. Y
los ojos de ese hombre, únicos órganos que aparecen vivos en un cuerpo muerto
por los pecados, reciben una nueva alegría cuando, además, le da la orden de
levantarse, tomar su camilla e ir a casa.

A Mateo, el publicano, le llama desde la puerta de su oficina de recaudaciones


para que con el tiempo sea, además de apóstol, su primer evangelista. Y era el
recaudador de los odiosos impuestos romanos (Mc 2, 14-27; Lc 5, 27-32).
De la mujer pecadora, famosa en la tierra por su rara hermosura, tanto como por
sus pecados, hace una decidida defensa: porque ha amado mucho (Lc 7, 37-50).
Tiene para ella una acogida comprensiva, en medio del furor de los fariseos, y
hace de esta pecadora un volcán de santidad y de amor que no calcula.

Predicando estaba el Señor, cuando llega hasta Él un ruido sordo de hombres


amotinados, que le traen una mujer sorprendida en adulterio; esos hombres son
enemigos de Cristo, le preguntan para tantearle. Siempre le han oído hablar de
amor. En esta mujer tienen un pretexto excepcional para comprometer a Jesús: si
la perdona, quebrantará la ley que manda apedrear a las adúlteras; si la condena,
contrariaría su propia doctrina.

La mujer avergonzada está delante de Cristo; detrás de ella, el grupo de


acusadores. Su cabeza agachada, cuelga su cabellera. ¡Qué fácilmente puede un
alma sincera sentirse así en la vida! Cristo se incorpora, ha estado escribiendo en
el suelo mientras duró la turbulenta acusación, y dice:

–El que de vosotros se halle sin pecado, tire contra ella el primero la piedra (Jn
8, 3-11). Y vuelve a inclinarse para continuar escribiendo.

Los acusadores comenzaron a irse, uno a uno. El más viejo es el primero en


retirarse. Dejan sola a la mujer delante de Jesús. Así pasa hoy si tratamos de
estar cerca de Cristo: los que nos acusan y nos angustian se van.

–Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?

–Ninguno, Señor.

–Pues tampoco yo te condenaré. Anda y no peques más en adelante.

III

Ése es Jesús. Mi Cristo. Mi hermano mayor, cariñoso y comprensivo cuya mano


fuerte siento en mi brazo. ¿A quién temeré?

Zaqueo era un sinvergüenza conocido que quería ver a Cristo. Para ello se sube a
una higuera silvestre a pesar de ser un hombre rico, lo que prueba aún más lo
poco que le importa el mundo y sus formas sociales. Jesús le llama. Y Zaqueo se
convierte al momento, lleno de alborozo (Lc 19, 1-10).

Y a Pedro, cuando le negaba, le lanzó una mirada tan llena de comprensión, que
le hizo salir fuera para llorar su cobardía (Lc 22, 61).

Y pide al Padre perdón para aquellos que le torturan (Lc 23, 34).

El Buen Ladrón, pecador de toda la vida, recibe el cielo por pedir sólo un
recuerdo (Lc 23, 42-43).

Nos habla diciéndonos que ha venido a salvar las ovejas perdidas, que son los
pecadores el objetivo de su misión, afirma que hay más alegría en el cielo por un
pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos...

Y los pecadores responden, se acercan para oírle, hasta el punto que hacen
escandalizarse a los fariseos. Nos deja, con su palabra eterna, parábolas como la
de la oveja perdida, la dracma que pierde una mujer y barre toda la casa hasta
encontrarla, y la del hijo pródigo, capaz de llenar de esperanza y de alegría el
corazón del hombre más amargado y aturdido.

En el horizonte de la vida de cualquiera aparece la figura luminosa y


consoladora de otro Hombre fuerte, amigo y hermano, comprensivo y amoroso.

Es Dios.
NOTAS
[1] Cfr. Es Cristo, que pasa, n. 107: «Porque no se trata sólo de pensar en Jesús,
de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos de lleno en ellas, ser
actores. Seguir a Cristo tan cerca como Santa María, su Madre; como los
primeros doce, como las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se
agolpaban a su alrededor». A éstas y a otras palabras de San Josemaría Escrivá
de Balaguer debe este libro su existencia. Sus frases y sus ideas integran con
frecuencia el texto, de tal manera que, entrañadas en el modo de pensar del autor,
hacen prácticamente imposible la cita debida.

[2] Cfr. Idem: «No basta con tener una idea general del espíritu que Jesús vivió,
sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que
contemplar su vida para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz.

»...Por eso hemos de meditar la vida de Jesús, desde su nacimiento en un


pesebre, hasta su muerte y su resurrección... Porque hace falta que la
conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de
modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los
ojos, podamos contemplarla como en una película».
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[3] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium, 33; Decr.
Apostolicam actuositatem, 14, 16.

[4] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Entrevista realizada por Tad Szule,


corresponsal del New York Times, el 7-10-1966, en Conversaciones con Mons.
Escrivá de Balaguer, Madrid 1968, pág. 83.

[5] La vida adquiere sentido en el seguimiento de Cristo: Cfr. CONCILIO


VATICANO II, Const. Gaudium et spes, 22.

[6] CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et spes, 22.

[7] Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, cit., pág. 156.

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