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¡Venga tu Reino!

¡Dichosa tu que creíste! María en la anunciación.

Cada año la liturgia nos prepara a Navidad con tres guías: Isaías, Juan Bautista y María: el profeta, el precursor
y la madre. El primero lo anunció desde lejos, el secundo lo señaló presente en el mundo, la madre lo llevó en
su seno. Por esto Adviento 2019 he pensado de confiarnos enteramente a la Madre de Dios. Nadie mejor que
ella puede predisponernos a celebrar con fruto el nacimiento de Jesús. Ella no ha celebrado el Adviento, sino
que lo ha vivido en su carne. Como cada mujer embarazada, ella sabe qué significa estar “en la espera” y puede
ayudarnos a esperar, en sentido fuerte y existencial, la venida del Redentor. Contemplaremos la Madre de Dios
en los tres momentos en los cuales la misma Escritura la presenta en el centro de los acontecimientos: la
Anunciación, la Visitación y Navidad.

1. “Heme aquí, yo soy la esclava del Señor…”


Empiézanos contemplando María en la Anunciación. Cuando María llega a la casa de Isabel, ésta la acoge con
gran alegría y, “llena del Espíritu Santo”, exclamó: ¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el Señor
te anunció. (Lc 1, 45). El evangelista Lucas se sirve del episodio de la Visitación como medio para mostrar lo
que se había cumplido en el secreto de Nazaret y que sólo en el diálogo con una interlocutora podía
manifestarse y asumir un carácter objetivo y público.
Lo grandioso que había ocurrido en Nazaret, después del saludo del ángel, es que María “ha creído” y así se
convirtió en “Madre del Señor”. No hay dudas de que este haber creído se refería a la respuesta de María al
ángel: Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra (Lc 1, 38). Con estas simples y pocas
palabras se consumó el acto de fe más grande y decisivo en la historia del mundo. Esta palabra de María
representa “el vértice de todo comportamiento religioso delante de Dios, porque ella expresa, de la manera más
elevada, la disponibilidad pasiva unida a la prontitud activa, el vacío más profundo que se acompaña con la más
plenitud más grande” . Con esta respuesta –escribe Orígenes- es como si María dijera a Dios: “Heme aquí, soy
una tablilla para escribir: que el Escritor escriba lo que desea, que el Señor haga en mí lo que él quiera” . Él
compara a María con una tablilla encerada que se usaba, en su tiempo, para escribir. Hoy diríamos que María se
ofrece a Dios como una página en blanco, sobre la cual él puede escribir lo que quiera.
“En un instante que no se desvanece nunca más y que permanece válido para toda la eternidad, la palabra de
María fue la palabra de la humanidad y su “sí”, el amén de toda la creación al “sí” de Dios” (K. Rahner). En él
es como si Dios interpelara de nuevo la libertad creada, ofreciéndole una posibilidad de redención. Es este el
sentido profundo del paralelismo: Eva-María, querido a los Padres y a toda la tradición. “Lo que Eva unió con
su incredulidad, María lo deshizo con su fe” .
De las palabras de Isabel: “Dichosa tú que creíste”, se ve cómo ya en el Evangelio, la maternidad divina de
María no es entendida sólo como maternidad física, sino mucho más como maternidad espiritual, fundada en la
fe. En eso se basa san Agustín cuando escribe: “La Virgen María dio a luz creyendo, lo que había concebido
creyendo… Después de que el ángel hubiera hablado, ella, llena de fe (fide plena), concibiendo a Cristo primero
en el corazón que en el seno, respondió: Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra” . A la
plenitud de la gracia por parte de Dios, corresponde la plenitud de la fe de parte de María; al “gracia plena”, la
“fe plena”.

2.Sola con Dios


A primera vista, lo de María fue un acto de fe fácil e incluso descontado. Convertirse en madre de un rey que
reinaría eternamente sobre la casa de Jacob, ¡madre del Mesías! ¿No era lo que toda jovencita hebrea soñaba
ser? Sin embargo, esto es un modo de razonar humano y carnal. La verdadera fe no es un privilegio o un honor,
sino que es siempre un morir un poco, y así fue sobre todo la fe de María en este momento. Primero que nada,
Dios no engaña nunca, no tironea nunca a las creaturas a un consenso solapadamente, escondiéndole las
consecuencias, lo que van a encontrar.
Lo vemos en todas los grandes llamados de Dios. A Jeremías preanuncia: Lucharán contra ti (Jer 1, 19) y sobre
Saulo, le dice a Ananías: Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre. (Hc 9, 16). Sólo con María, para
una misión como la suya, ¿habría actuado de modo diverso? A la luz del Espíritu Santo, que acompaña el
llamado de Dios, ella ciertamente vislumbró que también su camino no sería diferente al de todos los demás
llamados. Pronto Simeón pondrá en palabras este presentimiento, cuando le dirá que una espada atravesará su
alma.
Sin embargo, ya sobre el plano simplemente humano, María se encuentra en una soledad total. ¿A quién puede
explicarle lo que le sucedió? ¿Quién le podrá creer cuando diga que el niño que lleva en su seno es “obra del
Espíritu Santo”? Esto nunca ocurrió antes de ella y no ocurrirá nunca después de ella. María conocía
ciertamente lo que estaba escrito en el libro de la ley: que si la jovencita, al momento de la boda, no fuera
encontrada en estado de virginidad, debería ser sacada a la puerta de su casa paterna y apedreada por la gente de
la ciudad (cfr. Dt 22, 20 s).
En la actualidad, hablamos del riesgo de la fe, entiendo, por lo general, con eso, el riesgo intelectual; pero ¡para
María se trató de un riesgo real! Carlo Carretto, en su libro sobre la Virgen, narra cómo llega a descubrir la fe de
María. Cuando vivía en el desierto, se había enterado de parte de algunos de sus amigos Tuareg que una
muchacha del campamento había estado prometida a un joven, pero que no había ido a vivir con él, siendo
demasiado joven. Había ligado este hecho con lo que Lucas dice de María. Así es cómo después de dos años, al
volver a pasar por el mismo campamento, pide noticias sobre la muchacha. Notó una cierta inquietud entre sus
interlocutores y más tarde uno de ellos, acercándose con gran secreto, hizo una señal: pasó una mano sobre la
garganta con el gesto característico de los árabes cuando quieren decir: “Ha sido degollada”. Se había
descubierto que estaba embarazada antes del matrimonio y el honor de la familia exigía ese fin. Entonces,
volvió a pensar en María, ante la mirada despiadada de la gente de Nazaret, a los guiños, entendió la soledad de
María, y esa misma noche la eligió como compañera de viaje y maestra de su fe .
Ella es la única que creyó en “situación de contemporaneidad”, es decir, mientras las cosas iban sucediendo,
antes de cualquier confirmación y de cualquier convalidación por parte de los eventos y de la historia . Creyó en
total soledad. Jesús dijo a Tomás: ¡Porque me has visto, has creído; felices los que crean sin haber visto! (Jn 20,
29): María es la primera de aquellos que creyeron sin haber todavía visto.
En una situación similar, cuando también se había prometido a Abrahán un hijo aunque estaba en edad tardía, la
Escritura dice, casi con aire de triunfo y de estupor: Abrahán creyó al Señor y el Señor se lo tuvo en cuenta para
su justificación (Gen 15, 6). ¡Cuánto ahora se dice más triunfalmente de María! María tuvo fe en Dios y eso le
fue acreditado como justicia. El acto de justicia más grande jamás realizado en la tierra de parte de un ser
humano, después del de Jesús, que, de todos modos, era también Dios.
San Pablo dice que Dios ama a quien da con alegría (2 Cor 9, 7) y María dijo su “sí” a Dios con alegría. El
verbo con el cual María expresa su consenso, y que se traduce con “fiat” o con “se haga”, en el original, está en
un modo optativo (génoito); esto no expresa una simple aceptación resignada, sino un vivo deseo. Como si
dijera: “Deseo también yo, con todo mi ser, lo que Dios desea; se cumpla rápidamente lo que él quiere”. En
verdad, como decía san Agustín, antes incluso que en su cuerpo, María concibió a Cristo en su corazón.
Sin embargo, María no dijo “fiat” que es una palabra latina; no dijo ni siquiera “génoito” que es una palabra
griega. ¿Qué dijo entonces? ¿Cuál es la palabra que, en la lengua hablada por María, corresponde de modo más
cercano a esta expresión? ¿Qué decía un hebreo cuando quería decir “así sea”? Decía “¡amén!” Si es lícito
remontarse, con una reflexión devota, a la ipsissima vox, a la palabra exacta salida de la boca de María –o al
menos a la palabra que había, en este punto, en la fuente judaica usada por Lucas-, esta debe haber sido
propiamente la palabra “amén”. Amén –palabra hebraica, cuya raíz significa solidez, certeza- era usada en la
liturgia como respuesta de fe a la palabra de Dios. Cada vez que, al final de ciertos Salmos, en la Vulgata se lee
“fiat, fiat” (en la versión de los Setenta: génoito, génoito), el original hebraico, conocido por María, dice:
¡Amén, amén!
Con el “amén” se reconoce lo que ha sido dicho como palabra estable, válida y vinculante. Su traducción
exacta, cuando es una respuesta a la palabra de Dios, es la siguiente: “Así es y que así sea”. Indica fe y
obediencia juntas; reconoce que lo que Dios dice es verdadero y uno se somete. Es decir “sí” a Dios. En este
sentido, lo encontramos en la misma boca de Jesús: “Sí amen, Padre, porque esa ha sido tu elección…” (cfr. Mt
11, 26). De hecho, él es el Amén personificado: Así dice el Amén… (Ap 3, 14) y es por medio de él que cada
“amén” pronunciado sobre la tierra sube entonces a Dios (cfr. 2 Cor 1, 20). Como el “fiat” de María anticipa al
de Jesús en el Getsemaní, así su “amén” anticipa al de su Hijo. También María es una “amén” personificado a
Dios.

3.En la estela de María


Como la estela de un bello barco va ensanchándose hasta desaparecer y perderse en el horizonte, pero que
comienza con una punta, que es la punta misma del barco, así es la inmensa estela de los creyentes que forman
la Iglesia. Esta comienza con una punta y esta punta es la fe de María, su “fiat”. La fe, junto con su hermana la
esperanza, es lo único que no comienza con Cristo, sino con la Iglesia y por lo tanto, con María, que es el
primer miembro, en orden de tiempo y de importancia. Nunca el Nuevo Testamento atribuye a Jesús la fe y la
esperanza. La carta a los Hebreos nos da una lista de aquellos que tuvieron fe: Por fe Abel… Por fe, Abraham…
Por fe, Moisés… (Heb 11, 4 ss). Sin embargo, esta lista no incluye a Jesús. Jesús es llamado “autor y
consumador de la fe” (Heb 12, 2), no uno de los creyentes, aunque pudiera ser el primero.
Por el solo hecho de creer, nos encontramos entonces en la estela de María y queremos ahora profundizar qué
significa seguir realmente su estela. Al leer lo que respecta a la Virgen en la Biblia, la Iglesia ha seguido, hasta
el tiempo de los Padres, una criterio que se puede expresar así: “María, vel Ecclesia, vel anima”, María, o sea la
Iglesia, o sea el alma. El sentido es que lo que en la Escritura se dice especialmente de María, se entiende
universalmente de la Iglesia y lo que se dice universalmente de la Iglesia se entiende singularmente para cada
alma creyente.
Ateniéndonos también nosotros a este principio, vemos ahora lo que la fe de María tiene para decir primero a la
Iglesia en su conjunto y después a cada uno de nosotros, es decir a cada alma individual. Aclaramos primero las
implicancias eclesiales o teológicas de la fe de María y después las personales o ascéticas. De este modo, la vida
de la Virgen no sirve sólo para acrecentar nuestra devoción privada, sino también nuestra comprensión profunda
de la Palabra de Dios y de los problemas de la Iglesia.
María nos habla primero de la importancia de la fe. No existe sonido, ni música allí donde no hay un oído capaz
de escuchar, por cuanto resuenan en el aire melodías y acordes sublimes. No hay gracia, o la menos la gracia no
puede operar, si no encuentra la fe que la acoge. Como la lluvia no puede hacer germinar nada hasta que no
encuentra la tierra que la acoge, así es la gracia sino encuentra la fe. Es por la fe que nosotros somos “sensibles”
a la gracia. La fe es la base de todo; es la primera y la más “buena” de las obras para cumplir. Obra de Dios es
esta, dice Jesús: que crean (cfr. Jn 6, 29). La fe es así importante porque es la única que mantiene a la gracia su
gratuidad. No busca invertir las partes, haciendo de Dios un deudor y del hombre un acreedor. Por esto, la fe es
tan querida a Dios que hace depender de ella prácticamente todo, en sus relaciones con el hombre.
Gracia y fe: son puestos, de este modo, los dos pilares de la salvación; se da al hombre los dos pies para caminar
y las dos alas para volar. Sin embargo, no se trata de dos cosas paralelas, casi como que de Dios viniera la
gracia y de nosotros la fe, y la salvación dependiera así, en partes iguales, de Dios y de nosotros, de la gracia y
de la libertad. Sería una problema que alguno pensara: la gracia depende de Dios, pero la fe depende de mí;
¡juntos, yo y Dios hacemos la salvación! Habremos hecho de Dios, de nuevo, un deudor, alguien que depende
de algún modo de nosotros y que debe compartir con nosotros el mérito y la gloria. San Pablo disipa todas las
dudas cuando dice: Ustedes han sido salvados por la fe (es decir el creer, o más globalmente, el ser salvos por
gracia mediante la fe, que es la misma cosa) no por mérito propio, sino por la gracia de Dios; y no por las obras,
para que nadie se gloríe (Ef 2, 8s). Incluso en María el acto de fe fue suscitado por la gracia del Espíritu Santo.
Lo que ahora nos interesa es resaltar algunos aspectos de la fe de María que pueden ayudar a la Iglesia de hoy a
creer más plenamente. El acto de fe de María es extremadamente personal, único e irrepetible. Es un confiar en
Dios y un confiarse completamente a Dios. Es una relación de persona a persona. Esto se llama fe subjetiva. El
acento está aquí en el hecho de creer, más que en las cosas creidas. Sin embargo, la fe de María es también
extremadamente objetiva, comunitaria. Ella no cree en un Dios subjetivo, personal, aislado de todo, y que se
revela sólo a ella en secreto. Por el contrario, cree en el Dios de los Padres, el Dios de su pueblo. Reconoce en
el Dios que se le revela, al Dios de las promesas, al Dios de Abraham y de su descendencia.
Ella se incluye humildemente en el grupo de los creyentes, se convierte en la primera creyente de la nueva
alianza, como Abraham fue el primer creyente de la antigua alianza. El Magnificat está lleno de esta fe basada
en las Escrituras y de referencias a la historia de su pueblo. El Dios de María es un Dios de características
típicamente bíblicas: Señor, Poderoso, Santo, Salvador. María no le habría creído al ángel, si le hubiera
revelado un Dios diferente, que ella no hubiera podido reconocer como el Dios de su pueblo Israel. Incluso
externamente, María se adecua a esta fe. De hecho, se comporta sujeta a todas las prescripciones de la ley; hace
circuncidar al Niño, lo presenta en el templo, se somete ella misma al rito de la purificación, sube a Jerusalén
para la Pascua.
Ahora, todo esto es para nosotros de gran enseñanza. También la fe, como la gracia, ha estado sujeta, a lo largo
de los siglos, a un fenómeno de análisis y de fragmentación, para lo cual hay especies y subespecies de fe
innumerables. Los hermanos protestantes, por ejemplo, valorizan más el primer aspecto, subjetivo y personal de
la fe. “Fe –escribe Lutero- es una confianza viva y audaz en la gracia de Dios”; es una “firme confianza” . En
algunas corrientes del protestantismo, como en el Pietismo, donde esta tendencia está llevada al extremo, los
dogmas y las llamadas verdades de fe no tienen casi ninguna relevancia. El comportamiento interior, personal,
hacia Dios es lo más importante y casi exclusivo.
Por el contrario, en la tradición católica y ortodoxa, hasta la antigüedad, ha tenido una importancia grandísima
el problema de la recta fe o de la ortodoxia. Prontamente, el problema de las cosas a creer adquiere una posición
de gran ventaja sobre el aspecto subjetivo y personal del creer, es decir sobre el acto de la fe. Los tratados de los
Padres, intitulados “Sobre la fe” (De Fide) no mencionan ni siquiera la fe como acto subjetivo, como confianza
y abandono, sino que se preocupan de establecer cuáles son las verdades a creer en comunión con todas la
Iglesia, en polémica contra los herejes. Después de la Reforma, en reacción al hincapié unilateral de la fe-
confianza, esta tendencia se acentúa en la Iglesia católica. Creer significa principalmente adherir al credo de la
Iglesia. San Pablo decía que “con el corazón creemos para ser justos, con la boca confesamos” (cfr. Rm 10, 10):
la “confesión” de la recta fe ha tomado prontamente una posición de ventaja sobre el “creer con el corazón”.
María nos lleva a redescubrir, también en este campo, “la totalidad” que es tanto más rica y más bella que cada
su particular. No basta con tener una fe sólo subjetiva, una fe que sea un abandonarse a Dios en la intimidad de
la propia conciencia. Por este camino, es tan fácil reducir a Dios a la propia medida. Esto sucede cuando se hace
una idea propia de Dios, basada sobre una propia interpretación personal de la Biblia, o sobre la interpretación
del propio grupo restringido, y después se adhiere a ella con toda la fuerza, incluso también con fanatismo, sin
darse cuenta de que para ese entonces se está creyendo en sí mismo más que en Dios y que toda aquella
confianza incontrolable en Dios, no es más que una confianza en sí mismos.
Sin embargo, no basta siquiera una fe sólo objetiva y dogmática, si esta no realiza el contacto íntimo y personal,
de yo a vos, con Dios. Ésta se convierte fácilmente en una fe muerta, un creer por medio de otra persona o de la
institución, que colapsa a penas entra en crisis, por cualquier razón, la relación con la institución que es la
Iglesia. De este modo, es fácil que un cristiano llegue al final de la vida, sin haber nunca hecho un acto de fe
libre y personal, que es el único que justifica el nombre de “creyente”.
Es necesario, entonces, creer personalmente, pero en la Iglesia; creer en la Iglesia, pero personalmente. La fe
dogmática de la Iglesia no mortifica el acto personal y la espontaneidad del creer, sino que lo preserva y permite
conocer y abrazar a un Dios inmensamente más grande que el de mi pobre experiencia. De hecho, ninguna
creatura es capaz de abrazar, con su acto de fe, todo lo que de Dios se puede conocer. La fe de la Iglesia es
como el gran angular que permite ver y fotografiar, de un panorama, una porción mucho más vasta del simple
objetivo. En el unirme a la fe de la Iglesia, hago mía la fe de todos los que me han precedido: de los apóstoles,
de los mártires, de los doctores. Los Santos, al no poder llevarse consigo la fe la cielo –donde no sirve más-, la
dejaron en herencia a la Iglesia.
Hay una fuerza increíble contenida en aquellas palabras: “Yo creo en Dios Padre Todopoderoso…”. Mi
pequeño “yo”, unido y fusionado con lo enorme de todo el cuerpo místico de Cristo, pasado y presente, forma
un grito más potente que el fragor del mar que hace temblar desde los fundamentos al reino de las tinieblas.

4.¡Creamos también nosotros!


Pasamos ahora a considerar las implicancias personales y ascéticas que surgen de la fe de María. San Agustín,
después de haber afirmado, en el texto citado anteriormente, que María “llena de fe, dio a luz creyendo a quien
había concebido creyendo”, trae una aplicación práctica diciendo: “María creyó y en ella se cumplió lo que
creyó. Creamos también nosotros, para que lo que se cumplió en ella pueda ser beneficioso también para
nosotros” .
¡Creamos también nosotros! Contemplar la fe de María nos mueve a renovar sobre todo nuestro acto de fe
personal y de abandono en Dios.
¿Qué se debe hacer entonces? Es simple: después de haber orado, para que no sea una cosa superficial, decir a
Dios con las palabras mismas de María: “¡Heme aquí, soy el esclavo, o la esclava, del Señor: hágase en mí
según tu palabra!”. Digo amén, sí, mi Dios, a todo tu proyecto, ¡me cedo a mí mismo!
Debemos recordar que María dijo su “fiat” en un modo optativo, con deseo y alegría. Cuántas veces nosotros
repetimos aquellas palabras con un estado de ánimo de resignación mal escondida, como quien, inclinando la
cabeza, dice con sus dientes apretados: “Si no se puede prescindir, ¡que se haga tu voluntad!” María nos enseña
a decirlo de modo diverso. Sabiendo que la voluntad de Dios es infinitamente más bella y más rica de promesas,
que cada proyecto nuestro; sabiendo que Dios es amor infinito y que tiene para nosotros “designios de
prosperidad y no de desgracia” (cfr. Jer 29, 11), nosotros decimos, llenos de deseo y casi con impaciencia, como
María: “¡Que se cumpla rápido sobre mí, oh Dios, tu voluntad de amor y de paz!”.
Con esto se realiza el sentido de la vida humana y su más grande dignidad. Decir “sí”, “amén”, a Dios no
humilla la dignidad del hombre, como piensa a veces el hombre de hoy, sino que la exalta. Por lo demás, ¿cuál
es la alternativa a este “amén” dicho a Dios? Justamente el pensamiento contemporáneo que ha hecho del
análisis de la existencia su objeto primario, demostró claramente que decir “amén” es necesario y sino se le dice
a Dios que es amor, se lo debe decir a cualquier otra cosa que es una necesidad fría y paralizante: al destino, a la
suerte.

5.“El justo vivirá por la fe”


Todos deben y pueden imitar a María en su fe, pero en modo particular debe hacerlo el sacerdote y cualquiera
que esté llamado, de alguna manera, a transmitir a otros la fe y la Palabra. “El justo –dice Dios- vivirá por la fe”
(cfr. Habacuc 2, 4: Rm 1, 17): esto vale, especialmente, para el sacerdote: Mi sacerdote –dice Dios- vivirá por la
fe. Él es el hombre de la fe. El peso específico de un sacerdote está dado por su fe. Él influirá en las almas en la
medida de su fe. La tarea del sacerdote o del pastor en medio del pueblo, no es sólo la de ser distribuidor de los
sacramentos y de los servicios, sino también la de suscitar y testimoniar la fe. Él será verdaderamente el que
guía, que lleva, en la medida en que crea y haya cedido su libertad a Dios, como María.
El gran signo esencial, el que los fieles captan inmediatamente en un sacerdote y en un pastor es si “cree”: si
cree en lo que dice y en lo que celebra. Quien busca en el sacerdote sobre todo a Dios, lo nota rápidamente;
quien no busca en él a Dios, puede ser engañado fácilmente y llevar a engaño al mismo sacerdote, haciéndolo
sentir importante, brillante, actualizado, mientras que, en realidad, él también es, como se decía en el capítulo
anterior, un hombre “vacío”. Incluso el no creyente que se acerca al sacerdote con un espíritu de búsqueda,
entiende la diferencia rápidamente. Lo que lo provocará y que podrá hacerlo entrar en crisis beneficiosamente,
no son en general las más eruditas discusiones de fe, sino la simple fe. La fe es contagiosa. Así como no se
adquiere un contagio, escuchando hablar de un virus o estudiándolo, sino poniéndose en contacto, así sucede
con la fe.
La fuerza de un servidor de Dios es proporcionada con la fuerza de su fe. A veces se sufre e incluso se lamenta
en la oración con Dios, porque la gente abandona la Iglesia, no deja el pecado, porque hablamos hablamos y no
sucede nada. Un día los apóstoles intentaron expulsar el demonio de un pobre muchacho pero sin lograrlo, se
acercaron a Jesús y a parte le preguntaron: ¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo? Él les contestó: Porque
ustedes tienen poca fe (Mt 17, 19-20). Cada vez que, delante de un fracaso pastoral o de un alma que se alejaba
de mí sin lograr ayudarla, sentí aflorar en mí aquella pregunta de los apóstoles: ¿Por qué nosotros no pudimos
expulsarlo?, escuché responderme también yo en lo más íntimo: “¡Porque tienes poca fe!”. Y callé.
Como habíamos dicho, el mundo está surcado por la estela de un bello barco, que es la estela de fe abierta por
María. Entremos en esta estela. Creamos también nosotros para que lo que se actualizó en ella se actualice
también en nosotros. Invoquemos a la Virgen con el dulce título de Virgo fidelis: ¡Virgen creyente, ruega por
nosotros!

1.H. SHÜRMANN, Das Lukasevangelium, Friburgo en Br. 1982, ad loc. (trad. ital. El Evangelio de Lucas,
Paideia, Brescia 1983, p. 154)
2.ORÍGENES, Comentario al evangelio de Lucas, fragmento 18 (GCS, 49, p 227)
3.S. IRENEO, Contra las herejías, III, 22, 4 (SCh 211, p. 442 s).
4.S. AGUSTÍN, Discursos 215, 4 (PL 38, 1074).
5.C. CARRETTO, Beata tú que has creído, Ed. Paulinas 1986, pp. 9 ss.
6.S. KIERKEGAARD, Ejercicio del cristianismo I (ed. ital. por C. FABRO, Obras, Sansoni, Florencia 1972,
pp. 693 ss).
7.LUTERO, Prefacio a la Epístola a los Romanos (ed. Weimar, Deutsche Bibel 7, p. 11) y De las buenas obras
(ed. Weimar 6, p. 206).

Proclama mi alma la grandeza del Señor. María en la visitación.

En esta meditación subimos con María “a la montaña”, a la casa de Elizabeth. Allí la Madre de Dios nos hablará
directamente y en primera persona con su cantico de alabanza, el Magnificat. Hoy el sucesor de Pedro celebra
los 50 años de su sacerdocio y el cántico de la Virgen es la oración que más espontáneamente brota del corazón
en una ocasión parecida. Sera entonces una pequeña manera de participar espiritualmente a su Jubileo.
Para entender el Magnificat es preciso decir algo sobre el sentido y la función de los canticos evangélicos en el
Evangelio de la infancia de Lucas. Estos himnos–el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis – tienen la
función de explicar pneumáticamente lo que sucede, es decir, poner de relieve, con palabras, el sentido del
acontecimiento, confiriéndole la forma de una confesión de fe y de alabanza. Indican el significado escondido
del acontecimiento que debe ser puesto de manifiesto.
Como tales son parte integrante de la narración histórica; no constituyen un entreacto ni se trata de pasajes
separados, porque todo acontecimiento histórico está constituido por dos elementos: por el hecho y por el
significado del hecho. Los cánticos introducen ya la liturgia en la historia. «La liturgia cristiana —se ha escrito
— tiene sus comienzos en los himnos de la historia de la infancia» . En otras palabras, tenemos en estos
cánticos un embrión de la liturgia navideña. Realizan el elemento esencial de la liturgia que es ser celebración
festiva y creyente del acontecimiento de salvación.
Muchos problemas permaneces abiertos acerca estos cánticos, según los estudiosos: los autores verdaderos, las
fuentes, la estructura interna… Afortunadamente, podemos prescindir de todos estos problemas críticos y dejar
que continúen siendo estudiados con provecho por aquellos que se ocupan de este tipo de problemas. No
debemos esperar a que se resuelvan todos estos puntos oscuros para dejarnos edificar ya por estos cánticos. No
porque dichos problemas no sean importantes, sino porque existe una certeza que relativiza todas esas
incertezas: Lucas ha acogido estos cánticos en su evangelio y la Iglesia ha acogido el evangelio de Lucas en su
canon. Estos cánticos son «palabra de Dios», inspirada por el Espíritu Santo.
El Magníficat es de María porque a ella lo ha «atribuido» el Espíritu Santo ¡y esto hace que sea más «suyo» que
si lo hubiese escrito materialmente de su puño y letra! En efecto, no nos interesa tanto saber si el Magníficat lo
compuso María, cuanto saber si lo compuso por inspiración del Espíritu Santo. Incluso si estuviéramos
segurísimos de que fue compuesto por María, el cántico no nos interesaría por esta razón, sino porque en él
habla el Espíritu Santo.
Con estas premisas y con estos sentimientos, nos acercamos ahora al primero de nuestros cánticos, el
Magníficat, considerándolo ante todo como cántico de María y luego como cántico de la Iglesia y del alma.
El cántico de María contiene una mirada nueva sobre Dios y sobre el mundo: en la primera parte, que
comprende los versículos 46-50, en consonancia con lo que ha tenido lugar en ella, la mirada de María se dirige
a Dios; en la segunda parte, que comprende los restantes versículos, su mirada se dirige al mundo y a la historia.

Una nueva mirada sobre Dios


El primer movimiento del Magníficat es hacia Dios; Dios tiene el primado absoluto sobre todo. María no se
demora en responder al saludo de Isabel; no entra en diálogo con los hombres, sino con Dios. Ella recoge su
alma y la abisma en el infinito que es Dios. En el Magníficat se ha «fijado» para siempre una experiencia de
Dios sin precedentes y sin comparaciones en la historia. Es el ejemplo más sublime del lenguaje llamado
numinoso. Se ha señalado que el hecho de que la realidad divina se asome al horizonte de una criatura produce,
normalmente, dos sentimientos contrapuestos: uno de temor y otro de amor. Dios se presenta como «el misterio
tremendo y fascinante», tremendo por su majestad y fascinante por su bondad. Cuando la luz de Dios brilló por
primera vez en el alma de Agustín confiesa que «se estremeció de amor y de terror» y, más adelante, dice
también que el contacto con Dios le hacía «tiritar y arder» a la vez .
Encontramos algo parecido en el cántico de María, expresado de modo bíblico, a través de los títulos. Dios es
visto como «Adonai» (que dice mucho más que nuestro «Señor» con el que se traduce), como «Dios», como
«Podero¬so» y, sobre todo, como Qãdōsh, «Santo»: ¡Su nombre es Santo! Una palabra que envuelve todo de
silencio estremecedor. Al mismo tiempo, sin embargo, este Dios santo y poderoso, es visto, con infinita
confianza, como «mi Salvador», como realidad benévola, amable, como mi «propio» Dios, como un Dios para
la criatura. Es sobre todo la insistencia de Maria sobre la misericordia de Dios (la única palabra repetida dos
veces en cantico!) que pone de relieve este aspecto de “fascinante” benevolencia del Dios bíblico. “Su
misericordia de generación en generación”: estas palabras sugieren la idea de una rivera majestuosa que recurre
a través de toda la historia humana.
El conocimiento de Dios provoca, por reacción y contraste, una nueva percepción o conocimiento de uno
mismo y del propio ser, que es el verdadero. El yo no se capta más que delante de Dios. En presencia de Dios,
pues, la criatura se conoce finalmente a sí misma en la verdad. Y vemos que así sucede también en el
Magníficat. María se siente «mirada» por Dios, entra ella misma en esa mirada, se ve como la ve Dios. ¿Y cómo
se ve a sí misma bajo esta luz divina? Como «pequeña» («humildad» aquí significa real pequeñez y bajeza, ¡no
a la virtud de la humildad!) y como «sierva». Se percibe como una pequeña nada a la que Dios se ha dignado
mirar. Maria no atribuye la elección divina a su humildad sino únicamente a la gracia de Dios. Pensar
diversamente sería destruir la humildad de la Virgen pues la humildad tiene un estatuto muy particular: la posee
quien no cree poseerla; no la posee quien cree poseerla.
De este reconocimiento de Dios, de sí y de la verdad se li¬bera la alegría y el júbilo: «Mi espíritu se alegra…».
Alegría incontenible de la verdad, alegría por el obrar divino, alegría de la alabanza pura y gratuita. María
glorifica a Dios en sí mismo, aunque lo glorifique por aquello que ha obrado en ella, es decir, a partir de la
propia experiencia, como ha¬cen todos los grandes orantes de la Biblia. El júbilo de María es el júbilo
escatológico por el obrar definitivo de Dios y es el júbilo de la criatura que se siente amada por el Creador, al
servicio del Santo, del amor, de la belleza, de la eternidad. Es la plenitud de la alegría. San Buenaventura, que
tenía experiencia direc¬ta de los efectos transformantes de la visita de Dios al alma, habla de la venida del
Espíritu Santo a María, en el momento de la Anunciación, como de un fuego que la inflama por completo:
«Descendió en ella —escribe— el Espíritu Santo como un fuego divino que inflamó su mente y santificó su
carne, confiriéndole una pureza perfectísima… ¡Ojalá fueras capaz de sentir, en alguna medida, cuál y qué
grande fue el incendio bajado del cielo, cuál el refrigerio causado…! ¡Si pudieras oír el canto jubiloso de la
Virgen…!» . Incluso la exégesis científica más rigurosa y exigente se da cuenta de que aquí nos encontramos
ante palabras que no se pueden comprender con los medios normales del análisis filológico, y confiesa: «Quien
lee estas líneas, está llamado a compartir el júbilo; sólo la comunidad concelebrante de los creyentes en Cristo y
de sus fieles está a la altura de estos textos» .
Es un hablar «en el Espíritu» que no se puede comprender sino en el Espíritu.
Una nueva mirada sobre el mundo
El Magníficat —decía— se compone de dos partes. En el paso de la primera a la segunda parte, lo que cambia
no es ni el medio expresivo ni el tono; desde este punto de vista, el cántico es un continuo fluir que no presenta
cesuras; continúa la serie de verbos en pasado que narran lo que Dios ha obrado, o mejor, «ha comenzado a
hacer». Lo que cambia es sólo el ámbito del obrar de Dios: de las cosas que ha realizado «en ella», se pasa a
observar las cosas que ha realizado en el mundo y en la historia. Se consideran los efectos de la manifestación
definitiva de Dios, sus reflejos sobre la humanidad y sobre la historia. Aquí observamos una segunda
característica de la sabiduría evangélica que consiste en unir a la embriaguez del contacto con Dios la sobriedad
en la forma de mirar el mundo, y en conciliar entre sí el mayor éxtasis y abandono en relación con Dios, con el
mayor realismo crítico en relación con la historia y con los hombres.
Con una serie de potentes verbos en aoristo, María describe, a partir del versículo 51, un vuelco y un cambio
radical de las partes entre los hombres: Derribó-exaltó; colmó-despidió sin nada. Un giro repentino e
irreversible, porque es obra de Dios que no cambia ni vuelve atrás, como hacen, en cambio, los hombres en sus
asuntos. En este cambio emergen dos categorías de personas: por una parte la categoría de los soberbios-
potentes-ricos; por otra, la categoría de los humildes-hambrientos.
Es importante que comprendamos en qué consiste dicho vuelco y dónde se produce, porque, de lo contrario,
existe el riesgo de malin¬terpretar todo el cántico y con él las bienaventuranzas evangélicas que están
anticipadas aquí, casi con las mismas palabras. Observemos la historia: ¿qué ha ocurrido, de hecho, cuando ha
empezado a realizarse el acontecimiento cantado por María? ¿Acaso ha habido una revolución social y visible a
los ojos de todos por la que, de repente, los ricos se han empobrecido y los hambrientos saciados de alimento?
¿Ha habido, acaso, una distribución más justa de los bienes entre las clases? No. ¿Acaso los potentes han sido
derribados materialmente de sus tronos y los humildes ensalzados? No. Herodes continuó siendo llamado «el
Grande» y María y José tuvieron que huir a Egipto por su causa.
Así pues, si lo que se esperaba era un cambio social y visible, la historia se ha encargado de desmentirlo
totalmente. Entonces, ¿dónde ha sucedido ese cambio radical? (¡Porque lo cierto es que éste ha ocurrido!). ¡Ha
tenido lugar en la fe! El reino de Dios se ha manifestado y esto ha provocado una revolución silenciosa, pero
radical. Como si se hubiera descubierto un bien que, de golpe, devaluara la moneda corriente. El rico aparece
como un hombre que ha ahorrado una ingente suma de dinero, pero durante la noche ha habido una devaluación
del cien por cien y al levantarse por la mañana era un pobre miserable. Por el contrario, los pobres y los
hambrientos, tienen ventaja porque están más dispuestos a acoger la nueva realidad, no temen el cambio; tienen
el corazón preparado. El cambio radical cantado por María es del mismo tipo —decía— que el proclamado por
Jesús en las bienaventuranzas y en la parábola del rico epulón.
María habla de riqueza y pobreza a partir de Dios; una vez más, habla coram Deo, toma como medida a Dios,
no al hombre. Establece el criterio «definitivo», escatológico. Decir, pues, que se trata de un cambio que ha
tenido lugar «en la fe», no significa decir que es menos real y radical, menos serio, sino que lo es infinitamente
más. Esto no es un dibujo creado por la ola en la arena del mar y que es borrado por la ola siguiente. Se trata de
una riqueza eterna y de una pobreza igualmente eterna.

El Magníficat, escuela de evangelización


San Ireneo, comentando la Anunciación, dice que «María, llena de júbilo, gritó proféticamente en nombre de la
Iglesia: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”…» . María es como la voz solista que entona en primer lugar
un aria que después debe ser repetida por el coro. Esto quiere decir la expresión «María es figura de la Iglesia»
(typus ecclesiae), usada por los padres y acogida por el Concilio Vaticano II . Decir que María es «figura de la
Iglesia» significa decir que es su personificación, la representación en forma sensible de una realidad espiritual;
significa decir que es modelo de la Iglesia. Ella es figura de la Iglesia también en el sentido de que en su
persona se realiza, desde el principio y de manera perfecta, la idea de Iglesia; que ella constituye, bajo la cabeza
que es Cristo, su miembro principal y su primicia.
Pero ¿qué quiere decir aquí «Iglesia» y en lugar de qué Iglesia dice Ireneo que María entona el Magníficat? No
en lugar de la Iglesia de nombre, sino de la Iglesia real; es decir, no de la Iglesia en abs¬tracto, sino de la Iglesia
concreta, de las personas y de las almas que componen la Iglesia. El Magníficat no es sólo para recitarlo, sino
para vivirlo, para que cada uno de nosotros lo haga propio; es «nuestro» cántico. Cuando decimos: «Proclama
mi alma la grandeza del Señor», ese «mi» hay que tomarlo en sentido directo, no como una cita. «Que en todos
esté —escribe san Ambrosio— el alma de María para glorificar al Señor; que en todos esté el espíritu de María
para alegrarse en Dios… Porque si según la carne no hay más que una madre de Cristo, según la fe, todas las
almas generan a Cristo; en efecto, cada una acoge en sí al Verbo de Dios» .
A la luz de estos principios, tratemos ahora de aplicar el cántico de María a nosotros mismos —a la Iglesia y a
cada alma—, viendo qué debemos hacer para «asemejamos» a María no sólo en las palabras, sino también en
los hechos
En la segunda parte, allí donde María proclama ese cambio radical de los potentes y de los soberbios, el
Magníficat recuerda a la Iglesia cuál es el anuncio esencial que debe proclamar al mundo. Le enseña a ser
también ella «profética». La Iglesia vive y realiza el cántico de la Virgen cuando repite con María: ¡Derribó a
los potentados, despidió a los ricos sin nada!; y lo repite con fe, distinguiendo este anuncio del resto de
pronunciamientos que también tiene derecho a hacer en materia de justicia, de paz y de orden social, en cuanto
intérprete cualificada de la ley natural y depositaria del mandamiento de Cristo del amor fraterno.
Si las dos perspectivas son distintas, no están, sin embargo, separadas ni carecen de influjo recíproco. Por el
contrario, el anuncio de fe de lo que Dios ha hecho en la historia de la salvación (que es la perspectiva en la que
se sitúa el Magníficat) se convierte en la mejor indicación de lo que el hombre debe hacer, a su vez, en la propia
historia humana; y, más aún, de lo que la Iglesia misma tiene la tarea de realizar, en virtud de la caridad que
debe tener también hacia el rico, de cara a su salvación. Más que una «incitación a derribar a los poderosos de
sus tronos para ensalzar a los humildes», el Magníficat es una saludable admonición dirigida a los ricos y a los
poderosos acerca del tremendo peligro que corren, igual que en las intenciones de Jesús lo será la parábola del
rico epulón.
El modo en que el Magníficat afronta el problema no es el único, hoy tan sentido, de riqueza y pobreza, hambre
y saciedad; hay también otros modos legítimos que parten de la historia y no de la fe, y a los cuales, justamente,
los cristianos ofrecen su apoyo y la Iglesia su discernimiento. Pero este modo evangélico es el que la Iglesia
debe pro¬clamar siempre y a todos como su mandato específico y con el que debe sostener el esfuerzo común
de todos los hombres de buena vo¬luntad. Es universalmente válido y siempre actual. Si como hipótesis
(¡remota, por desgracia!) se dieran un tiempo y un lugar en el que ya no hubieran injusticias y desigualdades
sociales entre los hombres, sino que todos fueran ricos y estuvieran saciados, no por esto la Iglesia debería cesar
de proclamar, con Mana, que Dios despide a los ricos con las manos vacías. Más aún, allí debería proclamarlo
con mayor fuerza todavía. El Magníficat es actual en los países ricos, no menos que en los países del tercer
mundo.
Existen planos y aspectos de la realidad que no se captan a primera vista, sino sólo con el auxilio de una luz
especial: con rayos infrarrojos o con rayos ultravioletas. La imagen obtenida con esta luz especial es muy
distinta y sorprendente para quien está acostumbrado a ver ese mismo panorama con luz natural. La Iglesia
posee, gracias a la palabra de Dios, una imagen distinta de la realidad del mundo, la única definitiva, porque se
obtiene con la luz de Dios y porque es la misma que Dios tiene. La Iglesia no puede ocultar dicha imagen. Es
más, debe difundirla sin cansarse nunca, darla a conocer a los hombres, porque va en ella su propio destino
eterno. Es la imagen que quedará al final, cuando haya pasado «la imagen de este mundo». Darla a conocer, a
veces, con palabras sencillas, directas y proféticas, como las de María, como se dicen las cosas de las que se
está íntima y firmemente persuadido. Y esto, a costa de parecer ingenua y fuera del mundo, frente a la opinión
dominante y al espíritu del tiempo.
El Apocalipsis nos da un ejemplo de este lenguaje profético, directo y valiente, en el que la verdad divina se
contrapone a la opinión humana: «Tú dices» (y este «tú» puede ser una persona concreta o una sociedad entera):
«Soy rico, me he enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que tú eres un desgraciado, digno de
compasión, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,17). En una célebre fábula de Andersen, se habla de un rey al que
unos timadores hacen creer que existía una tela maravillosa que tenía la propiedad de hacerse invisible a los
ojos de los estúpidos y necios, y visible sólo a los sabios. Él el primero, naturalmente, no la ve, pero tiene miedo
de decirlo, por temor a pasar por uno de esos necios y así hacen también todos sus ministros y el resto del
pueblo. El rey desfila por las calles sin nada encima, pero todos, para no delatarse, fingen admirar su bellísimo
vestido, hasta que se oye la vocecilla de un niño que grita entre la multitud: ¡«Pero si el rey está des¬nudo!»,
rompiendo el encanto, y todos, finalmente, tienen el valor de admitir que aquel famoso vestido no existe.
La Iglesia debe ser como la vocecilla de aquel niño, que se dirige a ese mundo que está orgu-lloso de sus
propias riquezas y que induce a considerar necio y estúpido a quien demuestra que no creer en ellas, repitiendo
con las palabras del Apocalipsis: «¡No te das cuenta de que estás desnudo!» Vemos aquí cómo María, en el
Magníficat, «habla proféticamente para la Iglesia»: ella, en primer lugar, partiendo de Dios, ha pues al
descubierto la gran pobreza de la riqueza de este mundo. El Magnificat justifica en pleno el título de “Estrella
de la evangelización” que san Pablo VI atribuye a la Virgen en su carta “Evangelii nuntiandi”.

l Magnificat, escuela de conversión


No obstante, sería malinterpretar completamente esta parte del Magníficat que habla de los soberbios y de los
humildes, de los ricos y de los hambrientos, si la re¬legáramos sólo al ámbito de las cosas que la Iglesia y el
creyente deben predicar en el mundo. Aquí no se trata de algo que se debe sólo predicar, sino de algo que se
debe, ante todo, practicar. María puede proclamar la bienaventuranza de los humildes y de los pobres, porque
ella misma está entre los humildes y los pobres. El cambio radical manifestado por ella debe suceder ante todo
en la intimidad de quien repite el Magníficat y ora con él. Dios —dice María— dispersó a los soberbios «en su
propio corazón». De golpe, el discurso es trasladado de afuera hacia dentro; de las discusiones teológicas en las
que todos tienen razón, a los pensamientos del corazón, en donde todos nos equivocamos. El hombre que vive
«para sí mismo», cuyo Dios no es el Señor, sino el propio «yo», es un hombre que se ha construido un trono y
se sienta en él dictando leyes a los demás. Ahora bien Dios —dice María— derriba a éstos de sus tronos; pone
en evidencia su noverdad e injusticia. Existe un mundo interior, hecho de pensamientos, voluntad, deseos y
pasiones, del cual —dice Santiago— provienen las guerras y las contiendas, las injusticias y los abusos que hay
entre nosotros (cf. Sant 4,1) y hasta que nadie empiece a sanear esta raíz, nada cambiará verdaderamente en el
mundo, y si algo cambia es para reproducir, en breve, la misma situación anterior.
¡Cómo nos toca de cerca el cántico de María, cómo nos escruta a fondo y cómo pone de verdad «el hacha en la
raíz». Qué estupidez e incoherencia sería la mía, si cada día, en las Vísperas, repitiera, con María, que Dios «ha
derribado a los poderosos de sus tronos» y mientras continuara anhelando el poder, un puesto más alto, una
promoción humana, un progreso profesional y perdiera la paz si tardara en llegar; si cada día proclamara con
María que Dios «ha rechazado a los ricos con las manos vacías» y entre tanto anhelase sin descanso
enriquecerme y poseer cada vez más cosas y cosas más refinadas; si prefiriera estar con las manos vacías
delante Dios, antes que tener las manos vacías ante el mundo, vacías de los bienes de Dios, en lugar de vacías
de los bienes de este mundo. Qué estupidez sería la mía si continuara repitiendo con María que Dios «mira a los
humildes», que se acerca a ellos, mientras mantiene a distancia a los soberbios y a los ricos de todo, y después
yo fuera de los que hacen exactamente lo contrario.
«Todos los días —escribe Lutero comentando el Magníficat— debemos constatar que cada uno se esfuerza por
elevarse por en¬cima de sí mismo, a una posición de honor, de poder, de riqueza, de dominio, a una vida
acomodada y a todo aquello que es grande y soberbio. Y cualquiera quiere estar con dichas personas, corre tras
ellas, les sirve con gusto, cualquiera desea participar de su grandeza… Nadie quiere mirar hacia abajo, donde
hay pobreza, oprobio, necesidad, aflicción y angustia; más aún, todos apartan la vista ante una condición
semejante. Normalmente se evita a este tipo de personas, se las esquiva, se las deja solas, nadie piensa en
ayudarlas, ni en asistirlas o en hacer que también ellas puedan llegar a ser algo: deben permanecer debajo y ser
despreciadas».
Dios —dice María— hace lo contrario de esto: mantiene a distancia a los soberbios y eleva hasta sí a los
humildes y pequeños; está más a gusto con los hambrientos y necesitados que le importunan con sus súplicas y
peticiones que con los ricos y saciados que no tienen necesidad de él ni le piden nada. Al obrar de este modo,
María nos exhorta, con dulzura materna, a imitar a Dios, a hacer nuestra su opción. Nos enseña los caminos de
Dios. El Magníficat es verdaderamente una escuela maravillosa de sabiduría evangélica. Una escuela de
conversión continua.
Por la comunión de los santos en el cuerpo místico, todo este inmenso patrimonio se une ahora al Magníficat.
Es bueno rezarlo así, en coro, con todos los orantes de la Iglesia. Dios lo escucha así. Para entrar en este coro
que trasciende los siglos, basta con que nosotros tratemos de presentar de nuevo ante Dios los sentimientos y
elevación de María que fue la primera en entonarlo «en nombre de la Iglesia», de los doctores que lo
comentaron, de los artistas que lo musicalizaron con fe, de los piadosos y de los humildes de corazón que lo
vivieron. Gracias a este maravilloso cántico, María continúa glorificando al Señor durante todas las
generaciones; su voz, como la de un corifeo, sostiene y arrastra a la de la Iglesia.
Un orante del salterio invita a todos a unirse a él, diciendo: «Alabad al Señor conmigo» (Sal 34,4). María repite
a sus hijos las mismas palabras. Si puedo atreverme a interpretar sus sentimientos, pienso que también el Santo
Padre, en el día de su Jubileo sacerdotal, nos dirige la misma invitación: “!Alabad al Señor conmigo! Y nosotros
prometemos de hacerlo.

Traducción de Pablo Cervera Barranco

1.H. SCHÜRMANN, Das Lukasevangelium, I (Friburgo i. B. 1982).


2.Cf. S. AGUSTÍN, Confesiones, VII, 16; XI, 9.
3.S. BUENAVENTURA, Lignum vitae, I, 3: trad. esp. Obras Completas (BAC, Madrid 1949).
4.H. SCHÜRMANN, O.c.
5.SAN IRENEO, Adv. Haer., III, 10, 2: SCh 211,118.
6.Lumen gentium, 63.
7.S. AMBROSIO, In Luc., II, 26: CCL, 14,42.
Dio a luz a su hijo primogénito. María en Navidad.

En esta meditación subimos con María “a la montaña”, a la casa de Elizabeth. Allí la Madre de Dios nos hablará
directamente y en primera persona con su cantico de alabanza, el Magnificat. Hoy el sucesor de Pedro celebra
los 50 años de su sacerdocio y el cántico de la Virgen es la oración que más espontáneamente brota del corazón
en una ocasión parecida. Sera entonces una pequeña manera de participar espiritualmente a su Jubileo.
Para entender el Magnificat es preciso decir algo sobre el sentido y la función de los canticos evangélicos en el
Evangelio de la infancia de Lucas. Estos himnos–el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis – tienen la
función de explicar pneumáticamente lo que sucede, es decir, poner de relieve, con palabras, el sentido del
acontecimiento, confiriéndole la forma de una confesión de fe y de alabanza. Indican el significado escondido
del acontecimiento que debe ser puesto de manifiesto.
Como tales son parte integrante de la narración histórica; no constituyen un entreacto ni se trata de pasajes
separados, porque todo acontecimiento histórico está constituido por dos elementos: por el hecho y por el
significado del hecho. Los cánticos introducen ya la liturgia en la historia. «La liturgia cristiana —se ha escrito
— tiene sus comienzos en los himnos de la historia de la infancia» . En otras palabras, tenemos en estos
cánticos un embrión de la liturgia navideña. Realizan el elemento esencial de la liturgia que es ser celebración
festiva y creyente del acontecimiento de salvación.
Muchos problemas permaneces abiertos acerca estos cánticos, según los estudiosos: los autores verdaderos, las
fuentes, la estructura interna… Afortunadamente, podemos prescindir de todos estos problemas críticos y dejar
que continúen siendo estudiados con provecho por aquellos que se ocupan de este tipo de problemas. No
debemos esperar a que se resuelvan todos estos puntos oscuros para dejarnos edificar ya por estos cánticos. No
porque dichos problemas no sean importantes, sino porque existe una certeza que relativiza todas esas
incertezas: Lucas ha acogido estos cánticos en su evangelio y la Iglesia ha acogido el evangelio de Lucas en su
canon. Estos cánticos son «palabra de Dios», inspirada por el Espíritu Santo.
El Magníficat es de María porque a ella lo ha «atribuido» el Espíritu Santo ¡y esto hace que sea más «suyo» que
si lo hubiese escrito materialmente de su puño y letra! En efecto, no nos interesa tanto saber si el Magníficat lo
compuso María, cuanto saber si lo compuso por inspiración del Espíritu Santo. Incluso si estuviéramos
segurísimos de que fue compuesto por María, el cántico no nos interesaría por esta razón, sino porque en él
habla el Espíritu Santo.
Con estas premisas y con estos sentimientos, nos acercamos ahora al primero de nuestros cánticos, el
Magníficat, considerándolo ante todo como cántico de María y luego como cántico de la Iglesia y del alma.
El cántico de María contiene una mirada nueva sobre Dios y sobre el mundo: en la primera parte, que
comprende los versículos 46-50, en consonancia con lo que ha tenido lugar en ella, la mirada de María se dirige
a Dios; en la segunda parte, que comprende los restantes versículos, su mirada se dirige al mundo y a la historia.
Una nueva mirada sobre Dios
El primer movimiento del Magníficat es hacia Dios; Dios tiene el primado absoluto sobre todo. María no se
demora en responder al saludo de Isabel; no entra en diálogo con los hombres, sino con Dios. Ella recoge su
alma y la abisma en el infinito que es Dios. En el Magníficat se ha «fijado» para siempre una experiencia de
Dios sin precedentes y sin comparaciones en la historia. Es el ejemplo más sublime del lenguaje llamado
numinoso. Se ha señalado que el hecho de que la realidad divina se asome al horizonte de una criatura produce,
normalmente, dos sentimientos contrapuestos: uno de temor y otro de amor. Dios se presenta como «el misterio
tremendo y fascinante», tremendo por su majestad y fascinante por su bondad. Cuando la luz de Dios brilló por
primera vez en el alma de Agustín confiesa que «se estremeció de amor y de terror» y, más adelante, dice
también que el contacto con Dios le hacía «tiritar y arder» a la vez .
Encontramos algo parecido en el cántico de María, expresado de modo bíblico, a través de los títulos. Dios es
visto como «Adonai» (que dice mucho más que nuestro «Señor» con el que se traduce), como «Dios», como
«Podero¬so» y, sobre todo, como Qãdōsh, «Santo»: ¡Su nombre es Santo! Una palabra que envuelve todo de
silencio estremecedor. Al mismo tiempo, sin embargo, este Dios santo y poderoso, es visto, con infinita
confianza, como «mi Salvador», como realidad benévola, amable, como mi «propio» Dios, como un Dios para
la criatura. Es sobre todo la insistencia de Maria sobre la misericordia de Dios (la única palabra repetida dos
veces en cantico!) que pone de relieve este aspecto de “fascinante” benevolencia del Dios bíblico. “Su
misericordia de generación en generación”: estas palabras sugieren la idea de una rivera majestuosa que recurre
a través de toda la historia humana.
El conocimiento de Dios provoca, por reacción y contraste, una nueva percepción o conocimiento de uno
mismo y del propio ser, que es el verdadero. El yo no se capta más que delante de Dios. En presencia de Dios,
pues, la criatura se conoce finalmente a sí misma en la verdad. Y vemos que así sucede también en el
Magníficat. María se siente «mirada» por Dios, entra ella misma en esa mirada, se ve como la ve Dios. ¿Y cómo
se ve a sí misma bajo esta luz divina? Como «pequeña» («humildad» aquí significa real pequeñez y bajeza, ¡no
a la virtud de la humildad!) y como «sierva». Se percibe como una pequeña nada a la que Dios se ha dignado
mirar. Maria no atribuye la elección divina a su humildad sino únicamente a la gracia de Dios. Pensar
diversamente sería destruir la humildad de la Virgen pues la humildad tiene un estatuto muy particular: la posee
quien no cree poseerla; no la posee quien cree poseerla.
De este reconocimiento de Dios, de sí y de la verdad se li¬bera la alegría y el júbilo: «Mi espíritu se alegra…».
Alegría incontenible de la verdad, alegría por el obrar divino, alegría de la alabanza pura y gratuita. María
glorifica a Dios en sí mismo, aunque lo glorifique por aquello que ha obrado en ella, es decir, a partir de la
propia experiencia, como ha¬cen todos los grandes orantes de la Biblia. El júbilo de María es el júbilo
escatológico por el obrar definitivo de Dios y es el júbilo de la criatura que se siente amada por el Creador, al
servicio del Santo, del amor, de la belleza, de la eternidad. Es la plenitud de la alegría. San Buenaventura, que
tenía experiencia direc¬ta de los efectos transformantes de la visita de Dios al alma, habla de la venida del
Espíritu Santo a María, en el momento de la Anunciación, como de un fuego que la inflama por completo:
«Descendió en ella —escribe— el Espíritu Santo como un fuego divino que inflamó su mente y santificó su
carne, confiriéndole una pureza perfectísima… ¡Ojalá fueras capaz de sentir, en alguna medida, cuál y qué
grande fue el incendio bajado del cielo, cuál el refrigerio causado…! ¡Si pudieras oír el canto jubiloso de la
Virgen…!» . Incluso la exégesis científica más rigurosa y exigente se da cuenta de que aquí nos encontramos
ante palabras que no se pueden comprender con los medios normales del análisis filológico, y confiesa: «Quien
lee estas líneas, está llamado a compartir el júbilo; sólo la comunidad concelebrante de los creyentes en Cristo y
de sus fieles está a la altura de estos textos» .
Es un hablar «en el Espíritu» que no se puede comprender sino en el Espíritu.
Una nueva mirada sobre el mundo
El Magníficat —decía— se compone de dos partes. En el paso de la primera a la segunda parte, lo que cambia
no es ni el medio expresivo ni el tono; desde este punto de vista, el cántico es un continuo fluir que no presenta
cesuras; continúa la serie de verbos en pasado que narran lo que Dios ha obrado, o mejor, «ha comenzado a
hacer». Lo que cambia es sólo el ámbito del obrar de Dios: de las cosas que ha realizado «en ella», se pasa a
observar las cosas que ha realizado en el mundo y en la historia. Se consideran los efectos de la manifestación
definitiva de Dios, sus reflejos sobre la humanidad y sobre la historia. Aquí observamos una segunda
característica de la sabiduría evangélica que consiste en unir a la embriaguez del contacto con Dios la sobriedad
en la forma de mirar el mundo, y en conciliar entre sí el mayor éxtasis y abandono en relación con Dios, con el
mayor realismo crítico en relación con la historia y con los hombres.
Con una serie de potentes verbos en aoristo, María describe, a partir del versículo 51, un vuelco y un cambio
radical de las partes entre los hombres: Derribó-exaltó; colmó-despidió sin nada. Un giro repentino e
irreversible, porque es obra de Dios que no cambia ni vuelve atrás, como hacen, en cambio, los hombres en sus
asuntos. En este cambio emergen dos categorías de personas: por una parte la categoría de los soberbios-
potentes-ricos; por otra, la categoría de los humildes-hambrientos.
Es importante que comprendamos en qué consiste dicho vuelco y dónde se produce, porque, de lo contrario,
existe el riesgo de malin¬terpretar todo el cántico y con él las bienaventuranzas evangélicas que están
anticipadas aquí, casi con las mismas palabras. Observemos la historia: ¿qué ha ocurrido, de hecho, cuando ha
empezado a realizarse el acontecimiento cantado por María? ¿Acaso ha habido una revolución social y visible a
los ojos de todos por la que, de repente, los ricos se han empobrecido y los hambrientos saciados de alimento?
¿Ha habido, acaso, una distribución más justa de los bienes entre las clases? No. ¿Acaso los potentes han sido
derribados materialmente de sus tronos y los humildes ensalzados? No. Herodes continuó siendo llamado «el
Grande» y María y José tuvieron que huir a Egipto por su causa.
Así pues, si lo que se esperaba era un cambio social y visible, la historia se ha encargado de desmentirlo
totalmente. Entonces, ¿dónde ha sucedido ese cambio radical? (¡Porque lo cierto es que éste ha ocurrido!). ¡Ha
tenido lugar en la fe! El reino de Dios se ha manifestado y esto ha provocado una revolución silenciosa, pero
radical. Como si se hubiera descubierto un bien que, de golpe, devaluara la moneda corriente. El rico aparece
como un hombre que ha ahorrado una ingente suma de dinero, pero durante la noche ha habido una devaluación
del cien por cien y al levantarse por la mañana era un pobre miserable. Por el contrario, los pobres y los
hambrientos, tienen ventaja porque están más dispuestos a acoger la nueva realidad, no temen el cambio; tienen
el corazón preparado. El cambio radical cantado por María es del mismo tipo —decía— que el proclamado por
Jesús en las bienaventuranzas y en la parábola del rico epulón.
María habla de riqueza y pobreza a partir de Dios; una vez más, habla coram Deo, toma como medida a Dios,
no al hombre. Establece el criterio «definitivo», escatológico. Decir, pues, que se trata de un cambio que ha
tenido lugar «en la fe», no significa decir que es menos real y radical, menos serio, sino que lo es infinitamente
más. Esto no es un dibujo creado por la ola en la arena del mar y que es borrado por la ola siguiente. Se trata de
una riqueza eterna y de una pobreza igualmente eterna.

El Magníficat, escuela de evangelización


San Ireneo, comentando la Anunciación, dice que «María, llena de júbilo, gritó proféticamente en nombre de la
Iglesia: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”…» . María es como la voz solista que entona en primer lugar
un aria que después debe ser repetida por el coro. Esto quiere decir la expresión «María es figura de la Iglesia»
(typus ecclesiae), usada por los padres y acogida por el Concilio Vaticano II . Decir que María es «figura de la
Iglesia» significa decir que es su personificación, la representación en forma sensible de una realidad espiritual;
significa decir que es modelo de la Iglesia. Ella es figura de la Iglesia también en el sentido de que en su
persona se realiza, desde el principio y de manera perfecta, la idea de Iglesia; que ella constituye, bajo la cabeza
que es Cristo, su miembro principal y su primicia.
Pero ¿qué quiere decir aquí «Iglesia» y en lugar de qué Iglesia dice Ireneo que María entona el Magníficat? No
en lugar de la Iglesia de nombre, sino de la Iglesia real; es decir, no de la Iglesia en abs¬tracto, sino de la Iglesia
concreta, de las personas y de las almas que componen la Iglesia. El Magníficat no es sólo para recitarlo, sino
para vivirlo, para que cada uno de nosotros lo haga propio; es «nuestro» cántico. Cuando decimos: «Proclama
mi alma la grandeza del Señor», ese «mi» hay que tomarlo en sentido directo, no como una cita. «Que en todos
esté —escribe san Ambrosio— el alma de María para glorificar al Señor; que en todos esté el espíritu de María
para alegrarse en Dios… Porque si según la carne no hay más que una madre de Cristo, según la fe, todas las
almas generan a Cristo; en efecto, cada una acoge en sí al Verbo de Dios» .
A la luz de estos principios, tratemos ahora de aplicar el cántico de María a nosotros mismos —a la Iglesia y a
cada alma—, viendo qué debemos hacer para «asemejamos» a María no sólo en las palabras, sino también en
los hechos
En la segunda parte, allí donde María proclama ese cambio radical de los potentes y de los soberbios, el
Magníficat recuerda a la Iglesia cuál es el anuncio esencial que debe proclamar al mundo. Le enseña a ser
también ella «profética». La Iglesia vive y realiza el cántico de la Virgen cuando repite con María: ¡Derribó a
los potentados, despidió a los ricos sin nada!; y lo repite con fe, distinguiendo este anuncio del resto de
pronunciamientos que también tiene derecho a hacer en materia de justicia, de paz y de orden social, en cuanto
intérprete cualificada de la ley natural y depositaria del mandamiento de Cristo del amor fraterno.
Si las dos perspectivas son distintas, no están, sin embargo, separadas ni carecen de influjo recíproco. Por el
contrario, el anuncio de fe de lo que Dios ha hecho en la historia de la salvación (que es la perspectiva en la que
se sitúa el Magníficat) se convierte en la mejor indicación de lo que el hombre debe hacer, a su vez, en la propia
historia humana; y, más aún, de lo que la Iglesia misma tiene la tarea de realizar, en virtud de la caridad que
debe tener también hacia el rico, de cara a su salvación. Más que una «incitación a derribar a los poderosos de
sus tronos para ensalzar a los humildes», el Magníficat es una saludable admonición dirigida a los ricos y a los
poderosos acerca del tremendo peligro que corren, igual que en las intenciones de Jesús lo será la parábola del
rico epulón.
El modo en que el Magníficat afronta el problema no es el único, hoy tan sentido, de riqueza y pobreza, hambre
y saciedad; hay también otros modos legítimos que parten de la historia y no de la fe, y a los cuales, justamente,
los cristianos ofrecen su apoyo y la Iglesia su discernimiento. Pero este modo evangélico es el que la Iglesia
debe pro¬clamar siempre y a todos como su mandato específico y con el que debe sostener el esfuerzo común
de todos los hombres de buena vo¬luntad. Es universalmente válido y siempre actual. Si como hipótesis
(¡remota, por desgracia!) se dieran un tiempo y un lugar en el que ya no hubieran injusticias y desigualdades
sociales entre los hombres, sino que todos fueran ricos y estuvieran saciados, no por esto la Iglesia debería cesar
de proclamar, con Mana, que Dios despide a los ricos con las manos vacías. Más aún, allí debería proclamarlo
con mayor fuerza todavía. El Magníficat es actual en los países ricos, no menos que en los países del tercer
mundo.
Existen planos y aspectos de la realidad que no se captan a primera vista, sino sólo con el auxilio de una luz
especial: con rayos infrarrojos o con rayos ultravioletas. La imagen obtenida con esta luz especial es muy
distinta y sorprendente para quien está acostumbrado a ver ese mismo panorama con luz natural. La Iglesia
posee, gracias a la palabra de Dios, una imagen distinta de la realidad del mundo, la única definitiva, porque se
obtiene con la luz de Dios y porque es la misma que Dios tiene. La Iglesia no puede ocultar dicha imagen. Es
más, debe difundirla sin cansarse nunca, darla a conocer a los hombres, porque va en ella su propio destino
eterno. Es la imagen que quedará al final, cuando haya pasado «la imagen de este mundo». Darla a conocer, a
veces, con palabras sencillas, directas y proféticas, como las de María, como se dicen las cosas de las que se
está íntima y firmemente persuadido. Y esto, a costa de parecer ingenua y fuera del mundo, frente a la opinión
dominante y al espíritu del tiempo.
El Apocalipsis nos da un ejemplo de este lenguaje profético, directo y valiente, en el que la verdad divina se
contrapone a la opinión humana: «Tú dices» (y este «tú» puede ser una persona concreta o una sociedad entera):
«Soy rico, me he enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que tú eres un desgraciado, digno de
compasión, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,17). En una célebre fábula de Andersen, se habla de un rey al que
unos timadores hacen creer que existía una tela maravillosa que tenía la propiedad de hacerse invisible a los
ojos de los estúpidos y necios, y visible sólo a los sabios. Él el primero, naturalmente, no la ve, pero tiene miedo
de decirlo, por temor a pasar por uno de esos necios y así hacen también todos sus ministros y el resto del
pueblo. El rey desfila por las calles sin nada encima, pero todos, para no delatarse, fingen admirar su bellísimo
vestido, hasta que se oye la vocecilla de un niño que grita entre la multitud: ¡«Pero si el rey está des¬nudo!»,
rompiendo el encanto, y todos, finalmente, tienen el valor de admitir que aquel famoso vestido no existe.
La Iglesia debe ser como la vocecilla de aquel niño, que se dirige a ese mundo que está orgu-lloso de sus
propias riquezas y que induce a considerar necio y estúpido a quien demuestra que no creer en ellas, repitiendo
con las palabras del Apocalipsis: «¡No te das cuenta de que estás desnudo!» Vemos aquí cómo María, en el
Magníficat, «habla proféticamente para la Iglesia»: ella, en primer lugar, partiendo de Dios, ha pues al
descubierto la gran pobreza de la riqueza de este mundo. El Magnificat justifica en pleno el título de “Estrella
de la evangelización” que san Pablo VI atribuye a la Virgen en su carta “Evangelii nuntiandi”.

l Magnificat, escuela de conversión


No obstante, sería malinterpretar completamente esta parte del Magníficat que habla de los soberbios y de los
humildes, de los ricos y de los hambrientos, si la re¬legáramos sólo al ámbito de las cosas que la Iglesia y el
creyente deben predicar en el mundo. Aquí no se trata de algo que se debe sólo predicar, sino de algo que se
debe, ante todo, practicar. María puede proclamar la bienaventuranza de los humildes y de los pobres, porque
ella misma está entre los humildes y los pobres. El cambio radical manifestado por ella debe suceder ante todo
en la intimidad de quien repite el Magníficat y ora con él. Dios —dice María— dispersó a los soberbios «en su
propio corazón». De golpe, el discurso es trasladado de afuera hacia dentro; de las discusiones teológicas en las
que todos tienen razón, a los pensamientos del corazón, en donde todos nos equivocamos. El hombre que vive
«para sí mismo», cuyo Dios no es el Señor, sino el propio «yo», es un hombre que se ha construido un trono y
se sienta en él dictando leyes a los demás. Ahora bien Dios —dice María— derriba a éstos de sus tronos; pone
en evidencia su noverdad e injusticia. Existe un mundo interior, hecho de pensamientos, voluntad, deseos y
pasiones, del cual —dice Santiago— provienen las guerras y las contiendas, las injusticias y los abusos que hay
entre nosotros (cf. Sant 4,1) y hasta que nadie empiece a sanear esta raíz, nada cambiará verdaderamente en el
mundo, y si algo cambia es para reproducir, en breve, la misma situación anterior.
¡Cómo nos toca de cerca el cántico de María, cómo nos escruta a fondo y cómo pone de verdad «el hacha en la
raíz». Qué estupidez e incoherencia sería la mía, si cada día, en las Vísperas, repitiera, con María, que Dios «ha
derribado a los poderosos de sus tronos» y mientras continuara anhelando el poder, un puesto más alto, una
promoción humana, un progreso profesional y perdiera la paz si tardara en llegar; si cada día proclamara con
María que Dios «ha rechazado a los ricos con las manos vacías» y entre tanto anhelase sin descanso
enriquecerme y poseer cada vez más cosas y cosas más refinadas; si prefiriera estar con las manos vacías
delante Dios, antes que tener las manos vacías ante el mundo, vacías de los bienes de Dios, en lugar de vacías
de los bienes de este mundo. Qué estupidez sería la mía si continuara repitiendo con María que Dios «mira a los
humildes», que se acerca a ellos, mientras mantiene a distancia a los soberbios y a los ricos de todo, y después
yo fuera de los que hacen exactamente lo contrario.
«Todos los días —escribe Lutero comentando el Magníficat— debemos constatar que cada uno se esfuerza por
elevarse por en¬cima de sí mismo, a una posición de honor, de poder, de riqueza, de dominio, a una vida
acomodada y a todo aquello que es grande y soberbio. Y cualquiera quiere estar con dichas personas, corre tras
ellas, les sirve con gusto, cualquiera desea participar de su grandeza… Nadie quiere mirar hacia abajo, donde
hay pobreza, oprobio, necesidad, aflicción y angustia; más aún, todos apartan la vista ante una condición
semejante. Normalmente se evita a este tipo de personas, se las esquiva, se las deja solas, nadie piensa en
ayudarlas, ni en asistirlas o en hacer que también ellas puedan llegar a ser algo: deben permanecer debajo y ser
despreciadas».
Dios —dice María— hace lo contrario de esto: mantiene a distancia a los soberbios y eleva hasta sí a los
humildes y pequeños; está más a gusto con los hambrientos y necesitados que le importunan con sus súplicas y
peticiones que con los ricos y saciados que no tienen necesidad de él ni le piden nada. Al obrar de este modo,
María nos exhorta, con dulzura materna, a imitar a Dios, a hacer nuestra su opción. Nos enseña los caminos de
Dios. El Magníficat es verdaderamente una escuela maravillosa de sabiduría evangélica. Una escuela de
conversión continua.
Por la comunión de los santos en el cuerpo místico, todo este inmenso patrimonio se une ahora al Magníficat.
Es bueno rezarlo así, en coro, con todos los orantes de la Iglesia. Dios lo escucha así. Para entrar en este coro
que trasciende los siglos, basta con que nosotros tratemos de presentar de nuevo ante Dios los sentimientos y
elevación de María que fue la primera en entonarlo «en nombre de la Iglesia», de los doctores que lo
comentaron, de los artistas que lo musicalizaron con fe, de los piadosos y de los humildes de corazón que lo
vivieron. Gracias a este maravilloso cántico, María continúa glorificando al Señor durante todas las
generaciones; su voz, como la de un corifeo, sostiene y arrastra a la de la Iglesia.
Un orante del salterio invita a todos a unirse a él, diciendo: «Alabad al Señor conmigo» (Sal 34,4). María repite
a sus hijos las mismas palabras. Si puedo atreverme a interpretar sus sentimientos, pienso que también el Santo
Padre, en el día de su Jubileo sacerdotal, nos dirige la misma invitación: “!Alabad al Señor conmigo! Y nosotros
prometemos de hacerlo.

Traducción de Pablo Cervera Barranco

1.H. SCHÜRMANN, Das Lukasevangelium, I (Friburgo i. B. 1982).


2.Cf. S. AGUSTÍN, Confesiones, VII, 16; XI, 9.
3.S. BUENAVENTURA, Lignum vitae, I, 3: trad. esp. Obras Completas (BAC, Madrid 1949).
4.H. SCHÜRMANN, O.c.
5.SAN IRENEO, Adv. Haer., III, 10, 2: SCh 211,118.
6.Lumen gentium, 63.
7.S. AMBROSIO, In Luc., II, 26: CCL, 14,42.
¿Qué quieres de mí mujer? La kénosis de la madre de Dios.

En las meditaciones de esta Cuaresma continuamos muestro camino iniciado en Adviento, siguiendo las huellas
de la Madre de Dios. Será una manera de meternos bajo la protección de la Virgen en un momento tan crítico
para toda la humanidad debido a la pandemia Corona virus.
Tenemos que reconocer que no se habla mucho de María en el Nuevo Testamento, al menos no tan a menudo
como esperaríamos, teniendo en cuenta el desarrollo que tuvo en la Iglesia la devoción a la Madre de Dios. Sin
embargo, si ponemos atención, nos damos cuenta de una cosa: que María no está ausente en ninguno de los tres
momentos constitutivos del misterio de la salvación. De hecho, existen tres momentos muy precisos que, juntos,
forman el gran misterio de la Redención. Ellos son: la Encarnación del Verbo, el Misterio pascual y
Pentecostés.
María no está ausente en ninguno de estos tres momentos fundamentales. Ella no está ausente en la Encarnación
que sucedió justamente en ella. María no está ausente en el Misterio pascual, porque está escrito que «junto a la
cruz de Jesús estaba su madre» (cf. Jn 19,25). No está ausente en Pentecostés, porque está escrito que el Espíritu
Santo vino sobre los apóstoles mientras «permanecían unidos en la oración con María, la madre de Jesús» (cf.
Hch 1,14). Estas tres presencias de María en los momentos claves de nuestra salvación no pueden ser una
casualidad. Aseguran un lugar único junto a Jesús, en la obra de la redención. María fue la única entre todas las
creaturas en dar testimonio y participar en todos estos acontecimientos.
En esta Quaresma queremos seguir a María en el Misterio pascual, dejándonos guiar por ella en la comprensión
profunda de la Pascua y en la participación en los sufrimientos de Cristo. María nos toma de la mano y nos
anima a seguirla en este camino, diciéndonos como una madre a sus propios hijos reunidos: «Vamos también
nosotros a morir con él» (Jn 11,16). En el Evangelio, es el apóstol Tomás quien pronuncia estas palabras, pero
es María quien las pone en práctica.

Aprendió la obediencia por las cosas que padeció

El Misterio pascual no comienza, en la vida de Jesús, con el prendimiento en el huerto y no dura solo durante la
Semana Santa. Toda su vida, desde que Juan Bautista lo saludó como el Cordero de Dios, es una preparación
para su Pascua. Según el evangelio de Lucas, la vida pública de Jesús fue toda ella una lenta e inexorable
«subida hacia Jerusalén», donde consumaría su éxodo (cf. Lc 9,31).
Paralelo a este camino del nuevo Adán obediente, se desarrolla el camino de la nueva Eva. También para María
el Misterio pascual comenzó desde hacía tiempo. Ya las palabras de Simón sobre el signo de contradicción y
sobre la espada que le traspasaría el alma contenían un presagio que María conservaba en su corazón, junto con
todas las demás palabras. El «paso» que queremos llevar a cabo en esta meditación es justamente el de seguir a
María durante la vida pública de Jesús y ver de qué es figura y modelo en este tiempo.
¿Qué sucede normalmente en un camino de santidad después de que un alma ha sido colmada de gracia,
después de que ha respondido generosamente con su «sí» de fe y ha comenzado voluntariosamente a cumplir
obras buenas y a cultivar la virtud? Viene el tiempo de la purificación y del despojamiento. Viene la noche de la
fe. Y veremos, de hecho, que María, en este período de su vida, nos sirve como guía y modelo precisamente en
esto: de cómo comportarnos cuando viene en la vida «el tiempo de la poda».
San Juan Pablo II, en su encíclica «Redemptoris Mater», aplica justamente a la vida de la Virgen la gran
categoría de la kénosis, con la que san Pablo explicó los acontecimientos terrenos de Jesús: «Cristo Jesús, a
pesar de su condición divina, no consideró un tesoro celoso, el ser igual a Dios, sino que se vació (ekénosen) de
sí» (Flp 2,6-7). «Mediante la fe —escribe el Papa— María está perfectamente unida a Cristo en su
despojamiento… Al pie de la cruz, María participa, mediante la fe, en el desconcertante misterio de este
despojamiento» . Este despojarse se consumó al pie de la cruz, pero comenzó mucho antes. Incluso en Nazaret,
y sobre todo durante la vida pública de Jesús, ella avanzaba en la peregrinación de la fe. No es difícil notar ya
entonces «un cansancio particular del corazón, unido a una especie de noche de la fe» .
Todo esto hace de los acontecimientos de María algo extraordinariamente significativo para nosotros; restituye
María a la Iglesia y a la humanidad. Debemos tomar nota con alegría de un gran progreso que se ha realizado en
la devoción a la Virgen, en la Iglesia católica, y del cual quien ha vivido a caballo del Concilio Vaticano II
puede darse cuenta fácilmente. En primer lugar, la categoría fundamental con la que se explicaba la grandeza de
la Virgen era la del «privilegio» o exención.
Se pensaba que María había sido eximida no sólo del pecado original y de la corrupción (que son privilegios
definidos por la Iglesia con los dogmas de la Inmaculada y de la Asunción), sino que en esta línea se pensaba
también que María había estado exenta de los dolores del parto, del cansancio, de la duda, de la tentación, de la
ignorancia y, finalmente, lo más grave, también de la muerte. De hecho, para algunos María habría sido elevada
al cielo sin haber tenido que pasar por la muerte.
Estas cosas —se razonaba— son consecuencias del pecado, pero María no tenía pecado. No se daban cuenta de
que, de este modo, en lugar de «asociar» a María a Jesús, se la disociaba completamente de él, que, sin tener
pecado, quiso experimentar a favor nuestro todas estas cosas, es decir: fatiga, dolor, angustia, tentaciones y
muerte. Todo esto se reflejaba en la iconografía de la Virgen, es decir, en el modo en el que se representaba a la
Virgen en estatuas, pinturas e imágenes: una criatura, en general, desencarnada e idealizada, bella con una
belleza a menudo toda humana, y que toda mujer desearía tener, una Virgen, en definitiva, que parecer haber
rozado apenas la tierra con la punta de los pies.
Ahora bien, la categoría fundamental con la que después del Concilio Vaticano II intentamos explicar la
santidad única de María no es tanto la del privilegio, cuanto la de la fe. María caminó, es más, «progresó» en la
fe . Esto no disminuye, sino que acrecienta desproporcionadamente la grandeza de María. La grandeza espiritual
de una criatura delante de Dios, en esta vida, no se mide tanto por lo que Dios le da, cuanto por lo que Dios le
pide. Y veremos que a María Dios le pidió mucho, más que a cualquier otra criatura, más que al mismo
Abraham.
En el Nuevo Testamento encontramos palabras fuertes de Jesús. «No tenemos un sumo sacerdote que no sepa
compadecerse de nuestra debilidad, ya que, como nosotros, ha sido probado en todo excepto en el pecado» (Heb
4,15); «Aunque era hijo, aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,8). Si María siguió al Hijo en la kénosis, estas
palabras, con las debidas proporciones, se aplican también a ella y constituyen la verdadera clave de
comprensión de su vida. María, siendo la madre, aprendió la obediencia por las cosas que padeció.
¿Acaso Jesús no era lo suficientemente obediente en la infancia o no sabía lo que es la obediencia, que tuvo que
aprender a conocerla «por las cosas que padeció» después? No; aprender tiene aquí el sentido concreto de
experimentar, saborear. Jesús ejercitó la obediencia, creció en esa gracia con las cosas que padeció. Se
necesitaba una obediencia cada vez más grande para superar resistencias y pruebas cada vez más grandes, hasta
la suprema prueba de la muerte.
También María aprendió la fe y la obediencia; creció en ellas gracias a las cosas que padeció, para que nosotros
podamos decir de ella, con toda confianza: no tenemos una madre que no sepa compadecerse con nuestras
enfermedades, nuestro cansancio, nuestras tentaciones, habiendo sido ella misma probada en todo a semejanza
de nosotros, a excepción del pecado.

María durante la vida pública de Jesús

En los evangelios, hay menciones a la Virgen que en el pasado, en el clima dominado por la idea de privilegio,
creaban un cierto malestar entre los creyentes y que ahora, en cambio, nos aparecen como hitos en este camino
de fe de María, que, por eso, no tenemos ningún motivo para dejarlas deprisa de lado o suavizarlas con
explicaciones convenientes. Pasamos a reseñar brevemente estos textos.
Partimos del episodio de Jesús perdido en el templo (cf. Lc 2,41ss). Esto fue el inicio del misterio pascual de
despojamiento para la Madre. ¿Qué escuchó que le decía después de haberlo encontrado? «¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre». ¿Por qué me buscabais? Aquellas palabras
ponían entre Jesús y ella una voluntad diversa, infinitamente más importante, que hacía pasar a según plano
toda otra relación, incluso la relación filial con ella.
Sigamos adelante. Encontramos una mención a María en Caná de Galilea, justo en el momento en que Jesús
está comenzando su ministerio público. Conocemos los hechos. ¿Qué respondió Jesús a María, a su discreta
petición de intervención? «¿Qué quieres de mí, mujer?» (Jn 2,4). Cualquiera que sea el modo en que se quieran
explicar estas palabras, éstas tienen un sonido duro, mortificante; parecen poner nuevamente una distancia entre
Jesús y su Madre.
Los tres Sinópticos nos refieren este otro episodio sucedido durante la vida pública de Jesús. Un día, mientras
Jesús intentaba predicar, llegaron su Madre y algunos parientes para hablarle. Quizás la Madre se preocupaba,
como es muy natural en una madre, de su salud, porque poco antes está escrito que Jesús no podía siquiera
comer a causa del gentío (cf. Mc 3,20). Notemos un detalle. María, la Madre, debe mendigar incluso el derecho
de poder ver al Hijo y hablarle. Ella no se abre camino entre la multitud haciendo valer el hecho de que era la
madre. Por el contrario, se quedó afuera a la espera y otros se dirigieron a Jesús para decirle: «Fuera está tu
madre que quiere hablarte». Pero lo importante, también aquí, es la palabra de Jesús que está ahora y siempre en
la misma línea. «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc 3,33).
Conocemos ya la respuesta que sigue. Intentemos ponernos en el lugar de María e intuiremos la humillación y
el sufrimiento que había para ella en esas palabras. Sabemos hoy que en esas palabras está contenido un elogio
más que un reproche para la madre; pero ella no lo sabía, al menos en ese momento. En ese momento, sólo
existía la amargura de un rechazo. No se dice que Jesús después saliera para hablarle; probablemente María
tuvo que alejarse, sin haber podido ver al hijo ni hablarle.
Otro día —narra san Lucas— una mujer, entre la multitud, exclamó con entusiasmo hacia Jesús: «¡Dichoso el
vientre que te llevó y los pechos que te criaron!» Era uno de esos cumplidos que bastan por sí solos para hacer
feliz a una madre; pero María, si estaba presente o si se enteró, no pudo detenerse largo tiempo en estas palabras
y gozarlas, porque Jesús se dio prisa en corregir: «¡Dichosos, más bien, los que escuchan la Palabra de Dios y la
cumplen!» (Lc 11,27-28).
Un último detalle en esta línea. San Lucas habla, en un cierto momento de su evangelio, de las «seguidoras
femeninas de Jesús», es decir, de un cierto número de mujeres piadosas —de las cuales incluso da el nombre—
que había sido beneficiadas por parte de Jesús y que «le atendían con sus bienes» (cf. Lc 8,2-3), es decir,
cuidaban de las necesidades materiales suyas y de los apóstoles, como preparar una comida, lavar o remendar
ropa. ¿Dónde está aquí lo que se refiere a María? Es que entre estas mujeres no figura la madre y todos saben
cuánto desearía una madre ser ella la que cuidara estos servicios pequeños del hijo, especialmente si está
consagrado al Señor. Es el sacrificio total del corazón.
¿Qué significa todo esto? Una serie de hechos y palabras tan precisas y coherentes no pueden ser sólo una
coincidencia. María tuvo que pasar también ella por la kénosis. La kénosis de Jesús consistió en el hecho de
que, en lugar de hacer valer sus derechos y sus prerrogativas divinas, se despojó de ellas, asumiendo el estado
de siervo y pareciendo en el exterior un hombre como los demás. La kénosis de María consistió en el hecho de
que, en lugar de hacer valer sus derechos como madre del Mesías, se dejó despojar de ellos, apareciendo delante
de todos como una mujer igual a las otras.
La cualidad de Hijo de Dios no sirvió para ahorrarle a Cristo alguna humillación y, del mismo modo, la
cualidad de Madre de Dios no le sirvió a María para ahorrarle algunas humillaciones. Jesús decía que la Palabra
es con lo que Dios poda, limpia y pela los sarmientos: «Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he
dicho» (Jn 15,3), y semejantes fueron las palabra que dirigió a la Madre. ¿Habrán sido quizás justamente estas
Palabras la espada que, según Simeón, un día traspasarían su alma?
La maternidad divina de María era también, y ante todo, una maternidad humana; tenía un aspecto también
«carnal», en el sentido positivo de este término. Ese Hijo era su hijo, era su única riqueza, su único apoyo en la
vida. Sin embargo, ella tuvo que renunciar a todo lo que humanamente exaltaba su vocación. Su propio hijo la
puso en condición de no poder sacar de su maternidad ninguna ventaja terrena. Una vez iniciado su ministerio y
después de haber dejado Nazaret, Jesús no tuvo dónde reposar la cabeza y María no tuvo dónde posar el
corazón.
A su pobreza material, que ya era muy grande, María agrega también la pobreza espiritual, en su grado más
alto. Dicha pobreza de espíritu consiste en dejarse despojar de todos los privilegios, de no poder aprovecharse
de nada, ni en el pasado ni el futuro: ni de revelaciones, ni de promesas, como si no le pertenecieran y no
hubieran tenido nunca lugar. San Juan de la Cruz llamó a esto la «noche oscura de la memoria» y, al hablar de
ello, hace mención explícita de la Madre de Dios . Consiste en olvidarse —o mejor dicho, en no poder recordar,
ni siquiera queriéndolo— del pasado, y estar únicamente inclinado a Dios, viviendo en pura esperanza. Es la
verdadera y radical pobreza de espíritu que sólo es rica de Dios y, también esto, solo en esperanza.
Jesús se comportó con la Madre como un director espiritual lúcido y exigente que, habiendo vislumbrado un
alma excepcional, no le hace perder el tiempo, no la deja detenerse en lo bajo, entre sentimientos y
consolaciones naturales, sino que la empuja en una carrera sin tregua hacia el despojamiento total, de cara a la
unión con Dios. Enseñó a María la renuncia de sí misma. Jesús dirige a todos sus seguidores de todos los siglos,
con su Evangelio, pero a la Madre la dirigió a viva voz, en persona.
Él con una mano se dejaba conducir por el Padre, mediante el Espíritu, donde quería: al desierto para ser
tentado, al monte para ser transfigurado, al Getsemaní para sudar sangre… «Yo hago siempre lo que le agrada»
(Jn 8,29). Con la otra mano, Jesús conduce a la Madre en la misma carrera a hacer la voluntad del Padre.

María discípula de Cristo


¿Cómo reaccionó María a esta conducta del Hijo y de Dios mismo en relación a ella? Probemos a releer los
textos recordados. Constataremos una cosa: nunca la más mínima mención de conflicto de voluntad, de réplica
o de auto justificación por parte de María; ¡nunca una intención de hacer cambiar de decisión a Jesús! Docilidad
absoluta.
Aquí aparece la santidad personal única de la Madre de Dios, la maravilla más alta de la gracia. Para darse
cuenta, basta hacer alguna comparación. Por ejemplo, con san Pedro. Cuando Jesús le hizo entender a Pedro que
en Jerusalén le esperaba rechazo, pasión y muerte, él «protestó» y dijo: No, Señor, esto no puede suceder, ¡no
debe suceder! (cf. Mt 16,22). Se preocupaba por Jesús, pero también por él mismo. María no.
María callaba. Su respuesta a todo era el silencio. No un silencio de repliegue o de tristeza, mas bien un silencio
bueno y santo. Se ve en Caná de Galilea, donde, en lugar de mostrarse ofendida, entiende, en la fe, y quizás
desde la mirada de Jesús, que puede hacerlo y dice, pues, a los servidores: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).
Incluso cuando —después de aquellas duras palabras de Jesús reencontrado en el templo— se dice que María
no entendía, está escrito que ella callaba y «guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51).
El hecho de que calle no significa que para María todo es fácil, que no debe superar luchas, fatigas y tinieblas.
Ella estuvo exenta del pecado, no de la lucha y de lo que san Juan Pablo II llamaba «el cansancio de creer». Si
Jesús tuvo que luchar y sudar sangre, para llevar su voluntad humana hasta el punto de adherirse plenamente a
la voluntad del Padre, ¿es acaso sorprendente que haya tenido que «agonizar» también la Madre? Sin embargo,
algo es cierto; que María no habría querido, por nada del mundo, volverse atrás. Cuando se pregunta a ciertas
almas, conducidas por Dios por caminos parecidos, si quieren que se rece para que todo termine y vuelva a ser
como un tiempo atrás, por muy contrariados que estén y a veces en el borde de la aparente desesperación, se
apresuran a responder en seguida; ¡no!
Después de haber contemplado a la madre de Cristo, contemplamos, pues, ahora a la discípula de Cristo. A
propósito de la palabra de Jesús: «¿Quién es mi madre?… El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi
hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,33-35), san Agustín comenta:

«¿No hizo acaso la voluntad del Padre la Virgen María, la cual por fe creyó, por fe concibió, fue elegida para
que de ella naciera la salvación para nosotros entre los hombres, y fue creada por Cristo antes de que Cristo
fuera creado en su seno? Santa María hizo la voluntad del Padre y la hizo enteramente; por eso, vale más para
María haber sido discípula de Cristo que Madre de Cristo. Vale más, y es una prerrogativa más feliz, haber sido
discípula que Madre de Cristo. María era feliz, ya que, antes de dar a luz al Hijo, llevó en el vientre al
Maestro… Por esto también María fue dichosa, porque escuchó la Palabra de Dios y la puso en práctica» .
«Corporalmente, María es sólo madre de Cristo, pero espiritualmente es su hermana y madre» .

Entonces, ¿debemos pensar que la vida de María fue una vida hecha de una aflicción continua, una vida triste?
Al contrario. Al juzgar, por analogía, por lo que sucede en los santos, debemos decir que, en este camino de
despojamiento, María descubría día a día una alegría nueva respecto de las alegrías maternas de Belén o de
Nazaret, cuando estrechaba a Jesús en su pecho y Jesús se estrechaba a su cara. Alegría de no hacer la propia
voluntad. Alegría de creer. Alegría de dar a Dios lo más precioso para él, desde el momento en que, también
respecto de Dios, hay más alegría en dar que en recibir. Alegría de descubrir un Dios, cuyos caminos son
inaccesibles y cuyos pensamientos no son nuestros pensamientos, pero que en esto precisamente se da a conocer
por lo que es: Dios, el tres veces Santo.
Una gran mística, santa Ángela de Foligno, que había tenido experiencias análogas, habla de una alegría
especial, al límite de la posibilidades humanas de comprensión, que llama la «alegría de la incomprensibilidad»
(gaudium incomprehensibilitatis). Esta alegría consiste en entender que no se puede entender, pero que un Dios
entendido ya no sería Dios. Esta incomprensibilidad, en lugar de tristeza, genera alegría, ¡porque hace ver que
Dios es todavía más rico y más grande de lo tú logres comprender y que es «tu» Dios! Esta es la alegría que los
santos tienen en el cielo y que la santísima Virgen, según santa Ángela, tuvo, en algunos momento, desde esta
vida .

Desde la meditación sobre Maria en la vida pública de Jesús llevamos una certeza muy consoladora: No
tenemos una Madre que no sepa compadecerse de nuestras enfermedades, al haber sido probada, ella misma, en
todo, a semejanza nuestra, excepto en el pecado. Ahora que está glorificada en el cielo junto al Hijo, María
puede extender su mano materna sobre nosotros y conducirnos también a nosotros, detrás de sí, diciendo, son
más razón que el Apóstol: «Sed mis imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1).
En este tiempo de gran tribulación para todo el mundo dirijamos a la Virgen la antigua et bellísima oración del
Sub tuum praesidium:
“Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras
necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!”

Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.JUAN PABLO II, Encíclica Redemptoris Mater 18: AAS 79 (1987) 382s.
2.Ibidem, 17
3.Lumen gentium, 58.
4.S. JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo III, 2, 10.
5.S AGUSTÍN, Discurso 72 A (=Denis 25), 7: Miscellanea Agostiniana, I, 162.
6.S AGUSTÍN, La santa virginidad, 5-6: PL 40, 399.
7.Il libro della Beata Angela da Foligno, Istr. III (Quaracchi, Grottafer
Junto a la Cruz de Jesús estaba María su Madre

María en el Calvario

La palabra de Dios que nos acompaña en nuestra meditación es la de Juan:

«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena.
Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” Después
dice al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio»
(Jn 19,25-27).

De este texto, tan profundo, consideramos en esta meditación, sólo la primera parte, la narrativa, dejando para el
próximo encuentro el resto del pasaje evangélico que contiene las palabras de Jesús.
Si en el Calvario, junto a la cruz de Jesús, estaba María su Madre, quiere decir que ella estaba en Jerusalén en
aquellos días y, si estaba en Jerusalén, entonces vio todo, asistió a todo. Asistió a los gritos: «¡Barrabás, no él!»;
asistió al Ecce homo, vio la carne de su carne flagelada, sangrante, coronada de espinas, semidesnuda delante de
la multitud, temblando, sacudida por escalofríos de muerte, en la cruz. Escuchó el ruido de los golpes de
martillo y los insultos: «Si eres el Hijo de Dios…». Vio a los soldados que se dividían sus vestiduras y la túnica
que probablemente ella misma había tejido.
«Estaban —se lee— junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás y María
Magdalena». Había, pues, un grupo de mujeres, cuatro en total (como aparece en el icono). Por lo tanto, María
no estaba sola; era una de las mujeres. Sí, pero María estaba allí como «su madre» y esto cambia todo, poniendo
a María en una situación totalmente distinta a las otras. Recuerdo el funeral de un joven de 18 años. Varias
mujeres seguían al féretro. Todas estaban vestidas de negro, todas lloraban. Todas parecían iguales. Sin
embargo, entre ellas había una distinta, una a la que todos los presentes tenían en cuenta, a la que todos, sin
darse vuelta, miraban a escondidas: la madre. Era viuda y tenía solo ese hijo. Miraba el ataúd, se veía que sus
labios repetían sin pausa el nombre del hijo. Cuando los fieles, en el momento del Sanctus, se pusieron a
proclamar «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios del universo», también ella, sin darse cuenta siquiera, se puso a
murmurar: Santo, Santo, Santo… En ese momento pensé en María al pie de la cruz.
No obstante, a ella se le pidió algo mucho más difícil: perdonar. Cuando escuchó al Hijo que decía: «Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), ella entendió lo que el Padre celeste esperaba de ella: que
dijera con el corazón las mismas palabras: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Y ella las dijo.
Perdonó.
Si María pudo ser tentada, como lo fue también Jesús en el desierto, esto sucedió, sobre todo, al pie de la cruz.
Y fue una tentación profundísima y dolorosísima, porque tenía por motivo al mismo Jesús. Ella creía en las
promesas, creía que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios, sabía que, si Jesús hubiera orado, el Padre le habría
enviado «más de doce legiones de ángeles» (Mt 26,53). Pero ve que Jesús no hace nada. Liberándose a sí
mismo de la cruz, la liberaría también a ella de su tremendo dolor, pero no lo hace. Sin embargo, María no grita:
«¡Baja de la cruz; sálvate a ti y a mí!», o: «Has salvado a muchos otros, ¿por qué no te salvas ahora también a ti,
hijo mío?», aunque es fácil intuir hasta qué punto un pensamiento o deseo similar se asomaría espontáneamente
al corazón de una madre. María calla.
Humanamente hablando, María tuvo todos los motivos para gritar a Dios: «¡Me has engañado!», o, como gritó
un día el profeta Jeremías: «¡Me sedujiste Señor y me dejé seducir!» (Jer 20,7), y escapar del Calvario. En
cambio, ella no escapó, sino que permaneció «de pie», en silencio, y así se convirtió, de un modo especial, en
mártir de la fe, testigo supremo de la confianza en Dios, tras el Hijo.
Esta visión de María que se une al sacrificio del Hijo encontró una expresión sobria y solemne en un texto del
Concilio Vaticano II:

«La Santísima Virgen también avanzó en el camino de la fe y conservó fielmente su unión con el Hijo hasta la
Cruz, donde, no sin un designio divino, se mantuvo de pie, sufrió profundamente con su Unigénito y se asoció
con ánimo materno a su sacrificio, consintiendo amorosamente a la inmolación de la víctima engendrada por
ella misma» .

María no estaba, pues, «junto a la cruz de Jesús», cerca de él, sólo en sentido físico y geográfico, sino también
en sentido espiritual. Estaba unida a la cruz de Jesús; estaba dentro del mismo sufrimiento. Ella fue la primera
de los que «compartieron su pasión» (Rom 8,17). Sufría en su corazón lo que el Hijo sufría en su carne. ¿Y
quién podría sólo pensar diferente, si apenas sabe lo que quiere decir ser madre?
Jesús también era hombre; como hombre, en este momento, él no es, a los ojos de todos, más que un hijo
ejecutado en la presencia de la madre. Jesús ya no dice: «¿Qué quieres de mí, mujer? Aún no ha llegado mi
hora» (Jn 2,4). Ahora que su «hora» ha llegado, hay entre él y su madre una gran cosa en común: el mismo
sufrimiento. En esos momentos extremos, en los que incluso el Padre se ha retirado misteriosamente de la
mirada del hombre, a Jesús le queda solo la mirada de la madre, en la que buscar refugio y consuelo.
¿Despreciaría esta presencia y este consuelo materno, aquel que en el Getsemaní pidió a los tres discípulos
diciendo: «Quedaos aquí, y velad conmigo» (Mt 26,38)?

Estar junto a la cruz de Jesús

Ahora bien, siguiendo, como siempre, nuestro principio-guía, según el cual María es figura y espejo de la
Iglesia, su primicia y modelo, debemos plantearnos la pregunta: ¿Qué quiso decir a la Iglesia el Espíritu Santo,
disponiendo que en la Escritura estuviera registrada esta presencia de María y esas palabras de Jesús sobre ella?
También esta vez, es la Palabra misma de Dios la que, implícitamente, delinea el tránsito de María a la Iglesia, y
dice qué debe hacer todo creyente para imitarla: «Junto a la cruz de Jesús —está escrito— estaba María su
Madre y junto a ella el discípulo que él amaba». En la noticia está contenida la parénesis. Lo que sucedió ese
día indica lo que debe suceder cada día: es necesario estar junto a María al pie de la cruz de Jesús, como estuvo
el discípulo al que él amaba.
Hay dos cosas contenidas en esta frase: primero, que es necesario estar «junto a la cruz», y, segundo, que es
necesario estar junto a la cruz «de Jesús». Se trata de dos cosas distintas aunque inseparables.

Estar junto a la cruz «de Jesús». Estas palabras nos dicen que lo primero que hay que hacer, lo más importante
de todo, no es estar junto a la cruz en general, sino estar junto a la cruz «de Jesús». Que no basta estar junto a la
cruz, es decir, en el sufrimiento, estar ahí incluso en silencio. ¡No! Esto parece ya por sí algo heroico y, con
todo, no es lo más importante. De hecho, puede no ser nada. Lo decisivo es estar junto a la cruz «de Jesús». Lo
que cuenta no es la propia cruz, sino la de Cristo. No es el sufrir, sino el creer y apropiarse así del sufrimiento
de Cristo. Lo primero es la fe. Lo más grande de María al pie de la cruz fue su fe, más grande incluso que su
sufrimiento. Pablo dice que el Evangelio es fuerza de Dios «para todos los que creen» (cf. Rom 1,16) Para todos
los que creen, no para todos los que sufren, aunque, como veremos, las dos cosas están normalmente unidas
entre sí.
Aquí está la fuente de toda la fuerza y la fecundidad de la Iglesia. La fuerza de la Iglesia viene de predicar la
cruz de Jesús —es decir, de algo que a los ojos del mundo es el símbolo mismo de la estupidez y de la debilidad
—, renunciando, de ese modo, a toda posibilidad o voluntad de afrontar el mundo incrédulo y despreocupado
con sus mismos medios que son la sabiduría de las palabras, la fuerza de las argumentaciones, la ironía, el
ridículo, el sarcasmo y todas las demás «cosas fuerte del mundo» (cf. 1 Cor 1,27). Es necesario renunciar a una
superioridad humana, para que pueda salir a la luz y actuar la fuerza divina contenida en la cruz de Cristo. Es
necesario insistir sobre este primer punto porque todavía hay necesidad de ello. La mayoría de los creyentes no
ha sido ayudada a entrar en este misterio que es el corazón del Nuevo Testamento, el centro del kerigma y que
cambia la vida.

«Estar al pie de la cruz». Pero, ¿cuál es el signo y la prueba de que se cree realmente en la cruz de Cristo, que
«la palabra de la cruz» no es, precisamente, sólo una palabra, es decir un principio abstracto, una bella teología
o ideología, sino que es verdaderamente cruz? El signo y la prueba es tomar la propia cruz y seguir a Jesús (cf.
Mc 8,34). El signo es participar en sus sufrimientos (Flp 3,10; Rom 8,17), estar crucificados con él (Gal 2,20),
completar, mediante los propios sufrimientos, lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). Toda la vida del
cristiano debe ser un sacrificio viviente, como el de Cristo (cf. Rom 12,1). No se trata sólo de sufrimiento
aceptado pasivamente, sino también de sufrimiento activo, vivida en unión con Cristo: «castigo mi cuerpo y lo
someto» (1 Cor 9,27). «Toda la vida de Cristo fue cruz y martirio ¿y tú buscas para ti descanso y alegría?,
amonesta el autor de la Imitación de Cristo .
Han existido, de hecho, en la Iglesia dos modos diversos de ponerse delante de la cruz y de la pasión de Cristo:
uno, más característico de la teología protestante, basado en la fe y la apropiación, que hace hincapié en la cruz
de Cristo, y otro —cultivado, al menos en el pasado, con preferencia por la teología católica— que insiste en
sufrir con Cristo, en compartir su pasión y, como en el caso de ciertos santos, en revivir la pasión de Cristo
incluidos los estigmas. El ecumenismo nos empuja a reconstruir la síntesis de lo que, poco a poco, en la Iglesia
ha terminado por estar en contraposición.
No se trata, evidentemente, de poner en el mismo plano lo obrado por Cristo y lo obrado por nosotros, sino de
acoger la palabra de la Escritura que dice que una cosa —ya sea la fe o las obras—, sin la otra, está muerta (cf.
Stg 2,14ss). Es la fe misma en la cruz de Cristo la que tiene necesidad de pasar a través del sufrimiento para ser
auténtica. La primera carta de Pedro dice que el sufrimiento es el «crisol» de la fe, que la fe tiene necesidad del
sufrimiento para ser purificada, como el oro en el fuego (cf. 1 Pe 1,6-7).
Nuestra cruz no es en sí misma salvación, no es ni fuerza ni sabiduría; por sí misma es pura obra humana, o
incluso castigo. Se convierte en fuerza y sabiduría de Dios en cuanto que —acompañada por la fe y por
disposición de Dios mismo— nos une a la cruz de Cristo. «Sufrir —escribía san Juan Pablo II desde su lecho
del hospital tras el atentado—, significa hacerse particularmente susceptibles, particularmente abiertos a la obra
de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo» . Sufrir une a la cruz de Cristo de manera
no sólo intelectual, sino existencial y concreta; es una especie de canal, de vía de acceso, a la cruz de Cristo, no
paralela a la fe, sino formando un todo con ella.

«Esperó contra toda esperanza»

Pero ahora debemos ampliar nuestro horizonte. Para el evangelista Juan, la cruz de Cristo no es solamente el
momento de la muerte de Cristo, sino también el de su «glorificación» y triunfo. La resurrección ya está
operante en el signo del Espíritu que se derrama (cf. Jn 7,37ss.). Por tanto, María en el Calvario compartió con
su Hijo no solo la muerte, sino también las primicias de la resurrección. Una imagen de María al pie de la cruz,
en la que María está solo «triste, afligida, llorosa», (como canta el Stabat Mater), en definitiva, solo la Dolorosa,
no sería completa. En el Calvario, ella no es únicamente la «Madre de los dolores», sino también la Madre de la
esperanza, «Mater spei» como la invoca la Iglesia en su himno.
San Pablo afirma de Abraham que «creyó contra toda esperanza» (Rom 4,18). Lo mismo se debe decir, con más
razón, de María al pie de la cruz: ella creyó, esperando contra toda esperanza, es decir, en una situación en la
que, humanamente hablando, ya no hay motivo alguno para esperar. De un modo que no podemos explicar (y
quizás tampoco ella era capaz de explicarse a sí misma), María, como Abraham, creyó que Dios era capaz de
resucitar a su Hijo «incluso de entre los muertos» (cf. Heb 11,19).
Un texto del Concilio Vaticano II menciona esta esperanza de María al pie de la cruz como un elemento
determinante de su vocación materna. Dice que al pie de la cruz, «ella cooperó especialmente en la obra del
Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad» .
Pasemos a la Iglesia, es decir, a nosotros. De las tres cosas que la Iglesia conmemora en el triduo pascual —
crucifixión, sepultura y resurrección del Señor—, «nosotros —escribió san Agustín— en la vida presente
realizamos lo que significa la crucifixión, mientras que mantenemos por fe y esperanza lo que significan la
sepultura y la resurrección» . También la Iglesia, como María, vive la resurrección «en esperanza». También
para ella, la cruz es objeto de experiencia, mientras que la resurrección es objeto de esperanza.
Como María estuvo junto al Hijo crucificado, así la Iglesia está llamada a estar junto a los crucificados de hoy:
los pobres, los que sufren, los humillados y los agraviados. Estar con ellos con esperanza. No basta
compadecerse de sus penas o incluso tratar de aliviarlas. Es demasiado poco. Esto lo pueden hacer todos,
incluso los que no conocen la resurrección. La Iglesia debe dar esperanza, proclamando que el sufrimiento no es
absurdo, sino que tiene un sentido, porque habrá una resurrección de la muerte. La Iglesia debe estar «siempre
dispuesta a dar razón de su esperanza» (cf. 1 Pe 3,15).
Los hombres tienen necesidad de esperanza para vivir, como del oxígeno para respirar. También la Iglesia
necesita esperanza para proseguir su camino en la historia y no sentirse aplastada por las dificultades. La
esperanza ha estado durante mucho tiempo, y todavía lo es, entre las virtudes teologales, la hermana menor, la
pariente pobre.
El poeta Charles Péguy tiene una bella imagen al respecto. Él dice que las tres virtudes teologales: fe, esperanza
y caridad, son como tres hermanas: dos adultas y una todavía una niña. Caminan juntas por la calle tomadas de
la mano, las dos grandes a los lados y la niña pequeña en el centro. La niña es, por supuesto, la esperanza.
Todos los que las ven dicen: “¡Ciertamente son las dos adultas las que arrastran a la niña al centro!”. Están
equivocados: es la niña Esperanza quien arrastra a las dos hermanas, porque si se detiene la esperanza se detiene
todo .
Debemos —como dice el mismo poeta— convertirnos en «cómplices de la pequeña niña esperanza». ¿Has
esperado algo ardientemente, una intervención de Dios, y no ha sucedido nada? ¿Has vuelto a esperar de nuevo
otra vez más y todavía nada? ¿Ha continuado todo como antes, a pesar de muchas súplicas, muchas lágrimas, y
quizás también muchos signos de que esta vez serías escuchado? Tú continúa esperando, espera todavía una vez
más, espera siempre, hasta el fin. Hazte cómplice de la esperanza.
Hacerse cómplices de la esperanza significa permitir que Dios te desilusione, que te engañes aquí abajo tantas
veces como él quiera. Es más: significa estar contentos en el fondo, en alguna parte remota del propio corazón,
de que Dios no te haya escuchado la primera y la segunda vez y que siga sin escucharte, porque así te permite
que le des una prueba más, de hacer un acto de esperanza más y cada vez más difícil. Te ha dado una gracia
mucho más grande de la que pedías: la gracia de esperar en él. Dios tiene la eternidad para hacerse perdonar el
retardo por sus criaturas!
Es necesario sin embargo prestar atención a una cosa. La esperanza no es sólo una bella y poética disposición
interior, lo difícil que se quiera, pero que deja, por lo demás, inactivo y sin tareas concretas y, por lo tanto,
estéril. Por el contrario, esperar significa justamente descubrir que todavía hay algo que se puede hacer, una
tarea que cumplir y que no se nos deja a merced del vacío ni de una paralizante inactividad.
Incluso cuando no hubiera nada más que hacer por parte nuestra, para cambiar una cierta situación difícil,
quedaría siempre una gran tarea por cumplir, la de mantenernos bastante comprometidos y mantener lejana la
desesperación: la de soportar con paciencia hasta el final. Ésta fue la gran «tarea» que María llevó a
cumplimiento, esperando, al pie de la cruz, y en esto ella está dispuesta ahora para ayudarnos también a
nosotros. En la Biblia asistimos a auténticos sobresaltos de esperanza. Uno de ellos se encuentra en la tercera
Lamentación que es el canto del alma en la prueba más desoladora y que puede ser aplicado casi enteramente a
María al pie de la cruz:
«Yo soy un hombre que ha probado el dolor bajo el látigo de su cólera, porque me ha llevado y conducido a las
tinieblas y no a la luz; me ha tapiado sin salida cargándome de cadenas. Por más que grito: “Socorro”, se hace
sordo a mi súplica. Digo: Se me acabaron las fuerzas y mi esperanza en el Señor».

Pero he aquí el salto de esperanza que cambia todo: «Que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su
compasión; «El Señor es mi herencia», y espero en él. «El Señor es bueno para los que esperan en Él y lo
buscan; le irá bien al hombre si es dócil desde joven. Quizá todavía hay esperanza» (cf. Lam 3, 1-29). Desde el
momento en que el profeta decide de esperar de nuevo, el tono cambia: la lamentación se cambia en la espera
humilde de la intervención de Dios
Dirijamos la mirada, una vez más, a aquella que supo estar al pie de la cruz esperando contra toda esperanza.
Invocamos a María como madre de esperanza con las palabras de un antiguo himno de la Iglesia:
Salve Mater misericordiae,
Mater Dei, et mater veniae,
Mater Spei, et mater gratiae,
Mater plena sanctae laetitiae,
O MARIA!

Dios te salve, Madre de misericordia,


Madre de Dios y Madre del perdón.
Madre de la esperanza y Madre de la gracia,
Madre llena de santa alegría,
¡Oh María!
__________________________________________________________
Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.Lumen gentium 58.


2.Imitación de Cristo, II, 12,3.
3.JUAN PABLO II, Carta apostólica Salvifici doloris 23: AAS 76 (1984) 231.
4.Lumen Gentium, 61.
5.SAN AGUSTÍN, Cartas 55, 2, 3; 14, 24: CSEL 34,2, 171.195.
6.CH. PEGUY, Le porche, en Oeuvres poétiques, 655.
¡Mujer ahí tienes a tu hijo! María madre de los creyentes.

1. «Todos hemos nacido allí»

Continuamos y concluimos nuestra contemplación de María en el misterio pascual. El objeto de nuestra


reflexión de hoy es la palabra que Jesús dirige desde la cruz a María y al discípulo a quien él amaba:

«Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” Después
dice al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio»
(Jn 19,26-27).

En Adviento, al terminar nuestras consideraciones sobre María en el misterio de la Encarnación, hemos


contemplado a María como Madre de Dios, ahora al finalizar nuestras reflexiones sobre María en el Misterio
pascual, la contemplamos como Madre de los cristianos, como Madre nuestra.
Debemos precisar en seguida que no se trata de dos títulos ni de dos verdades que haya que poner en el mismo
nivel. «Madre de Dios» es un título definido solemnemente; se basa en una maternidad real, no sólo espiritual;
tiene una relación estrechísima, más aún, necesaria con la verdad central de nuestra fe, que Jesús es Dios y
hombre en la misma persona; y es, finalmente, un título universalmente acogido en la Iglesia. «Madre de los
creyentes», o «Madre nuestra» indica una maternidad espiritual: tiene una relación menos estrecha con la
verdad central del credo; no se puede decir que el cristianismo lo haya mantenido «en todas partes, siempre y
por todos», sino que refleja la doctrina y la piedad de algunas Iglesias, en particular de la Iglesia católica,
aunque, como veremos, no sólo en ella.
San Agustín nos ayuda a captar rápidamente la semejanza y la diferencia entre las dos maternidades de María.
Escribe:

«María, corporalmente, es solo madre de Cristo, mientras que espiritualmente, en cuanto que hace la voluntad
de Dios, es su hermana y madre. Ella no fue madre en el espíritu de la Cabeza que es el mismo Salvador, del
cual más bien nació espiritualmente, pero ciertamente lo es de los miembros que somos nosotros, porque
cooperó, con su caridad, al nacimiento de los fieles en la Iglesia, que son miembros de esa Cabeza» .
En esta meditación, nuestro objetivo quisiera ser el de ver toda la riqueza que hay detrás de este título y el don
de Cristo que contiene, de modo que nos sirva, no solo para honrar a María con un título más, sino para
edificarnos en la fe y crecer en la imitación de Cristo.
También la maternidad espiritual de María respecto de nosotros, análogamente a la física respecto de Jesús, se
realiza a través de dos momentos y dos actos: concebir y dar a luz. María pasó a través de estos dos momentos:
nos concibió y dio a luz espiritualmente. Concibió, es decir, acogió en sí misma, cuando —quizá en el momento
mismo de su llamada, en la Anunciación, y ciertamente después, a medida que Jesús avanzaba en su misión—
empezó a descubrir que ese hijo suyo no era un hijo como los demás, una persona privada, sino que era el
Mesías esperado, en torno al cual se estaba formando una comunidad.
Este fue, pues, el tiempo de la concepción, del «sí» del corazón. Ahora, al pie de la cruz, es el momento del
sufrimiento del parto. Jesús, en este momento, se dirige a la madre, llamándola «Mujer». Aun sin poderlo
afirmar con certeza, conociendo la costumbre del evangelista Juan de hablar, además de directamente, también
por alusiones, símbolos y referencias, esta palabra hace pensar en lo que Jesús había dicho: «La mujer, cuando
va a dar a luz, está triste, porque le llega su hora» (Jn 16,21) y a lo que se lee en el Apocalipsis de la «Mujer
encinta que gritaba de dolor en el trance del parto» (cf. Ap 12,1s.).
Aunque esta Mujer es, en primer lugar, la Iglesia, la comunidad de la nueva alianza que da a luz al hombre
nuevo y al mundo nuevo, María está involucrada igualmente en primera persona, como el inicio y la
representante de aquella comunidad creyente. Ese acercamiento entre María y la figura de la Mujer ha sido
acogido pronto por la Iglesia. San Ireneo (discípulo de san Policarpo, ¡a su vez discípulo de Juan!), ve en María
a la nueva Eva, la nueva «madre de todos los vivientes» .
Pero dirijámonos ahora al texto de Juan, para ver si contiene ya algo de lo que estamos diciendo. Las palabras
de Jesús a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y a Juan: «Ahí tienes a tu madre» tienen ciertamente un
significado inmediato y concreto. Jesús confía María a Juan y Juan a María.
Sin embargo, esto no agota el significado de la escena. La exégesis moderna, habiendo hecho progresos
enormes en el conocimiento del lenguaje y de los modos expresivos del Cuarto Evangelio, está cada vez más
convencida de ello que en el tiempo de los Padres. Si se lee el pasaje de Juan únicamente en una clave
minúscula, casi de últimas disposiciones testamentarias, resulta —se ha dicho— «un pez fuera del agua» y por
lo tanto, una disonancia en el contexto en el cual se encuentra. Para Juan, el momento de la muerte es el
momento de la glorificación de Jesús, del cumplimiento definitivo de las Escrituras y de todas las cosas. Cada
versículo y cada palabra en ese contexto tienen también un significado simbólico y aluden al complimiento de
las Escrituras.
Dado este contexto, es más un forzamiento hecho al texto el no ver allí más que un significado privado y
personal, que el ver, con la exégesis tradicional, también un significado más universal y eclesial, vinculado, de
alguna manera, a la figura de la «mujer» del Génesis 3,15 y del Apocalipsis 12. Este significado eclesial es que
el discípulo no representa aquí solo a Juan, sino al discípulo de Jesús en cuanto tal, es decir a todos los
discípulos. Ellos son dados a María como hijos suyos por parte de Jesús moribundo, del mismo modo que María
es dada a ellos como madre suya.
Las palabras de Jesús, a veces, describen algo que ya está presente, es decir, revelan lo que existe; en cambio, a
veces, crean y hacen existir lo que expresan. A este segundo orden pertenecen las palabras de Jesús moribundo
a María y a Juan. Como al decir: «Esto es mi cuerpo»…, Jesús hacía del pan su cuerpo, así, teniendo en cuenta
las debidas proporciones al decir: «Ahí tienes a tu madre», y «Ahí tienes a tu hijo», Jesús constituye a María
como madre de Juan, y a Juan hijo de María. Jesús no se limitó a proclamar la nueva maternidad de María, sino
que la instituyó. Por lo tanto, dicha maternidad no viene de María, sino de la Palabra de Dios; no se basa en el
mérito, sino en la gracia.
Al pie de la cruz, María se nos muestra como la hija de Sión que, después del luto y de la pérdida de sus hijos,
recibe de Dios una nueva descendencia, más numerosa que antes, no según la carne, sino según el Espíritu. Un
salmo, que la liturgia aplica a María, dice: «Contaré a Egipto y a Babilonia entre los que me reconocen; también
filisteos, tirios y etíopes han nacido allí. Y de Sión se dirá: “Esta ha nacido allí» (Sal 87,2s). Es verdad: ¡todos
hemos nacido allí! Se dirá también de María, la nueva Sión: tanto uno como otro han nacido en ella. De mí, de
ti, de cada uno, incluso de quienes no lo saben todavía, en el libro de Dios, está escrito: «Este ha nacido allí».
Pero, ¿no hemos «vuelto a nacer por la Palabra de Dios viva y eterna» (cf. 1 Pe 1,23)?; ¿no fuimos
«engendrados por Dios» (Jn 1,13)? ¿Renacidos «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5)? Es verdad, pero eso no quita
que, en un sentido diferente, subordinado e instrumental, hemos nacido también de la fe y del sufrimiento de
María. Si Pablo, que es un siervo y un apóstol de Cristo, puede decir a sus fieles: «Yo os engendré para Cristo
cuando os anuncié la Buena Noticia» (1 Cor 4,15), ¡cuánto más puede decirlo María, que es la madre! ¿Quién,
más que ella, puede hacer suyas las palabras del Apóstol: «Hijitos míos, por quienes estoy sufriendo
nuevamente los dolores del parto» (Gál 4,19)? Ella nos da a luz «de nuevo» al pie de la cruz, porque ya lo ha
hecho una primera vez, no en el dolor, sino en la alegría, cuando dio al mundo justamente aquella «Palabra viva
y eterna», que es Cristo, en la cual fuimos regenerados.
Por tanto, como habíamos aplicado a María al pie de la cruz el canto de lamentación de la Sión destruida, que
bebió el cáliz de la ira divina, así ahora, llenos de confianza en las potencialidades y riquezas inagotables de la
Palabra de Dios, que van más allá de los esquemas exegéticos, nosotros aplicamos a ella también el canto de la
Sión reedificada después del exilio que, llena de estupor, mirando a sus nuevos hijos, exclama: «¿Quién me
engendró a éstos? Yo que carecía de hijos y estéril, ¿quién los ha criado?» (Is 49,21).

2. La síntesis mariana del Concilio Vaticano II

La doctrina tradicional católica de María, Madre de los cristianos, recibió una nueva formulación en la
constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia, donde se inserta en el cuadro más amplio, respecto del
lugar de María en la historia de la salvación y en el misterio de Cristo.

«La Santísima Virgen —se lee— predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la
encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino
Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas y humilde esclava del Señor.
Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su
Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la
fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra
madre en el orden de la gracia» .

El Concilio mismo se preocupa de precisar el sentido de esta maternidad de María, diciendo:

«La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación
única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen
sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia
de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo
su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta» .

Junto al título de Madre de Dios y de los creyentes, la otra categoría fundamental que el Concilio usa para
ilustrar el papel de María, es la de modelo o figura: «La Virgen Santísima —se lee—, por el don y la
prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está
también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó san Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia
en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo» .
La novedad más grande de este tratado sobre la Virgen consiste, como se sabe, exactamente en el lugar en el
cual ella se inserta, es decir, en el tratado sobre la Iglesia. Con esto, el Concilio —no sin sufrimientos y
laceraciones, como es inevitable en estos casos— llevaba adelante una profunda renovación de la mariología,
respecto a la de los últimos siglos. El discurso sobre María ya no está separado, como si ella ocupase una
posición intermedia entre Cristo y la Iglesia, sino reconducido al ámbito de la Iglesia como estaba en la época
de los Padres.
María es vista, como decía san Agustín, como el miembro más excelente de la Iglesia, pero un miembro de ella,
no externo o superior a ella:

«Santa es María, dichosa es María, pero más importante es la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque
María es una parte de la Iglesia, un miembro santo, excelente, superior a todos los demás, pero, sin embargo, un
miembro de todo el cuerpo. Si es un miembro de todo el cuerpo, sin duda, más importante que un miembro, es
el cuerpo» .

En seguida después del Concilio, Pablo VI desarrolló ulteriormente la idea de la maternidad de María hacia los
creyentes, atribuyéndola, explícita y solemnemente, el título de Madre de la Iglesia:

Para gloria de la Virgen y para nuestro consuelo, proclamamos a María Santísima «Madre de la Iglesia», es
decir, de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los Pastores, que la llaman Madre amorosísima; y
queremos que con dicho dulcísimo título, de ahora en adelante, la Virgen sea todavía más honrada e invocada
por todo el pueblo cristiano .

3. «Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio»

Sin embargo, ha llegado el momento de pasar de la contemplación de un título o momento de la vida de María a
su imitación práctica; es decir, de considerar a María en su aspecto de figura y espejo de la Iglesia. La
aplicación es simple: debemos imitar a Juan, tomando a María con nosotros en nuestra vida espiritual. Todo está
aquí.
«Y el discípulo la acogió como algo propio» (eis tá ídia). Se piensa bastante poco en lo que contiene esta breve
frase. Detrás de la misma hay una noticia de importancia enorme e históricamente segura, porque la da la misma
persona interesada. María pasó, por lo tanto, los últimos años de la vida con Juan. Lo que se lee en el Cuarto
Evangelio, a propósito de María en Caná de Galilea y al pie de la cruz, fue escrito por uno que vivía bajo el
mismo techo con María, porque es imposible no admitir una relación cercana, si no la identidad, entre «el
discípulo que Jesús amaba» y el autor del Cuarto Evangelio. La frase: «Y el Verbo se hizo carne», fue escrita
por uno que vivía bajo el mismo techo con aquella en cuyo seno se había realizado este milagro, o al menos por
uno que la había conocido y frecuentado.
¿Quién puede decir qué significó, para el discípulo que Jesús amaba, tener consigo, en su casa, día y noche, a
María? ¿Orar con ella, compartir con ella las comidas, tenerla delante como oyente cuando hablaba a sus fieles,
celebrar con ella el misterio del Señor? ¿Se puede pensar que María vivió en el círculo del discípulo que Jesús
amaba, sin que haya tenido ninguna influencia en la lenta actividad de reflexión y de profundización que llevó a
la redacción del Cuarto Evangelio? En la antigüedad, parece que Orígenes intuyó al menos el secreto que está
bajo este hecho y al cual los estudiosos y críticos del Cuarto Evangelioy los investigadores de sus fuentes no
prestan, por lo general, atención alguna. Él escribe:

«Primicia de los Evangelios es el de Juan, cuyo sentido profundo no puede captar quien no haya apoyado la
cabeza sobre el pecho de Jesús ni haya recibido de él a María, como su propia madre» .

Ahora nos preguntamos: ¿qué puede significar concretamente para nosotros acoger a María en nuestra casa?
Creo que esto se inserta en el núcleo sobrio y sano de la espiritualidad montfortiana de la entrega a María. Esto
consiste en «hacer todas las acciones propias por medio de María, con María, en María y por María, para poder
cumplirlas de modo más perfecto por medio de Jesús, con Jesús, en Jesús y por Jesús».

«Debemos abandonarnos al espíritu de María para ser movidos y guiados según su querer. Debemos ponernos y
quedarnos en sus manos virginales como un instrumento entre las manos de un operario, como un laúd en las
manos de un hábil organista. Debemos perdernos y abandonarnos en ella como una piedra que se tira al mar. Es
posible hacer todo esto simplemente y en un instante, con una sola mirada interior o un delicado movimiento de
la voluntad, o incluso con alguna palabra breve» .

Pero, ¿no se usurpa de este modo el lugar del Espíritu Santo en la vida cristiana, desde el momento en que es
por el Espíritu Santo por quien nos debemos «dejar conducir» (cf. Gál 5,18), al que debemos dejar obrar y orar
en nosotros (cf. Rom 8,26), para parecernos a Cristo? ¿No está escrito que el cristiano debe hacer todo «en el
Espíritu Santo»? Este inconveniente —de atribuir al menos de hecho, tácitamente, a María las funciones propias
del Espíritu Santo en la vida cristiana— ha sido reconocido como presente en ciertas formas de devoción
mariana anteriores al Concilio .
Esto se debía a la falta de una conciencia clara y activa del lugar del Espíritu Santo en la Iglesia. El desarrollo
de un fuerte sentido de la pneumatología no lleva, desde ningún punto de vista, a la necesidad de rechazar esta
espiritualidad de la entrega en María, sino que sólo clarifica su naturaleza. María es precisamente uno de los
medios privilegiados a través del cual el Espíritu Santo puede guiar a las almas y conducirlas a la semejanza con
Cristo, justamente porque María forma parte de la Palabra de Dios y es ella misma una palabra de Dios en
acción. En este punto Grignion de Montfort anticipa los tiempos cuando escribe:

El Espíritu Santo, que es estéril en Dios, es decir, no da origen a otra persona divina–, se hizo fecundo por
María, su Esposa. Con Ella, en Ella y de Ella produjo su obra maestra, que es un Dios hecho hombre, y produce
todos los días, hasta el fin del mundo, a los predestinados y miembros de esta Cabeza adorable. Por ello, cuanto
más encuentra el Espíritu Santo en un alma a María, su querida e indisoluble Esposa, tanto más poderoso y
dinámico se muestra el Espíritu Santo para producir a Jesucristo en esa alma y a ésta en Jesucristo .

La frase «ad Jesum per Mariam», a Jesús por María, sólo es aceptable si se entiende en el sentido de que el
Espíritu Santo nos guía a Jesús sirviéndose de María. La mediación creada de María, entre nosotros y Jesús,
encuentra toda su validez, si se entiende como una manera de mediación increada que es el Espíritu Santo.
Para entender, recurramos a una analogía desde abajo. Pablo exhorta a sus fieles a mirar lo que hace él y a que
ellos hagan también lo que ven que él hace: «Lo que aprendisteis y recibisteis, escuchasteis y visteis en mí
ponedlo en práctica» (Flp 4,9). Ahora bien, es cierto que Pablo no intenta ponerse en el lugar del Espíritu Santo;
simplemente piensa que imitarlo significa secundar al Espíritu, desde el momento en que piensa que también él
tiene al Espíritu de Dios (cf. 1 Cor 7,40). Esto vale a fortiori para María y explica el sentido del programa de
Grignion de Montfort de «hacer todo con María y como María». Ella puede decir de verdad como Pablo y más
que Pablo: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1). De hecho, ella es nuestro modelo y
maestra precisamente porque es perfecta discípula e imitadora de Cristo.
En un sentido espiritual, esto significa tomar a María consigo: tomarla como compañera y consejera, sabiendo
que ella conoce, mejor que nosotros, cuáles son los deseos de Dios respecto de nosotros. Si se aprende a
consultar y a escuchar en cada cosa a María, ella se convierte verdaderamente, para nosotros, en la maestra
incomparable en los caminos de Dios, que enseña interiormente, sin un clamor de palabras. No se trata de una
posibilidad abstracta, sino de una realidad de hecho, experimentada, tanto hoy como en el pasado, por
innumerables almas.

4. «La valentía que has manifestado…»

Antes de concluir nuestra contemplación de María en el misterio pascual, junto a la cruz, querría que le
dedicáramos también un pensamiento como modelo de esperanza. Llega un momento en la vida, en el cual nos
es necesaria una fe y una esperanza como la de María. Esto pasa cuando parece que Dios ya no escucha nuestras
oraciones, cuando se diría que se contradice a sí mismo y a sus promesas, cuando nos hace pasar de derrota en
derrota y las fuerzas de las tinieblas parecen triunfar sobre todos los frentes alrededor de nosotros y se produce
oscuridad dentro de nosotros, como se produjo oscuridad aquel día sobre el Calvario (cf. Mt 27,45). Cuando,
como dice un salmo, él parece «haber olvidado su bondad y cerrado con ira sus entrañas» (cf. Sal 77,10).
Cuando te llega esta hora, recuerda la fe de María y grita también tú, como lo hicieron otros: «¡Padre mío, ya no
te entiendo, pero confío en ti!»
Quizás Dios nos está pidiendo justamente ahora que le sacrifiquemos, como Abraham, a nuestro «Isaac», es
decir la persona, cosa, proyecto, fundación, o tarea, que nos es querida, que Dios mismo un día nos confió, y
por el cual hemos trabajado toda la vida. Esta es la ocasión que Dios nos ofrece para mostrarle que él nos es
más querido que todo lo demás, incluso que sus dones, incluso que el trabajo que hacemos por él.
Dios dijo a Abraham: «Te he constituido padre de multitud de pueblos» (Gén 17,5), y después del sacrificio de
Isaac: «Por haber obrado así, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré tu
descendencia… Por tu descendencia se bendecirán todas la naciones de la tierra por haber obedecido mi voz»
(Gén 22,16-18). Lo mismo, y mucho más, dice ahora a María: ¡Te haré Madre de muchos pueblos, madre de mi
Iglesia! En tu nombre serán benditas todas las estirpes de la tierra. ¡Todas las generaciones te llamarán
bienaventurada!
Uno de los padres de la Reforma, Calvino, al comentar Génesis 12,3, dice que «Abraham no solo será ejemplo e
intercesor, sino una causa de bendición» . Esto podría hacer comprensible y aceptable a todos los cristianos la
afirmación de san Ireneo: «Igual que Eva, al desobedecer, se convirtió en causa de la muerte para ella y para
todo el género humano, así María, al obedecer, se convirtió en causa de salvación (causa salutis) para sí misma
y para todo el género humano» . Como Abraham, María no es solo un ejemplo, sino también causa de
salvación, aunque, se entiende, de naturaleza instrumental, fruto de la gracia, no del mérito.
Está escrito que cuando Judit volvió entre los suyos, después de haber puesto en riesgo la propia vida por su
pueblo, los habitantes de la ciudad corrieron a su encuentro y el sumo sacerdote la bendijo diciendo: «Que el
Altísimo te bendiga, hija, más que a todas las mujeres de la tierra… Jamás se olvidará en el corazón de los
hombres la valentía que has manifestado» (Jdt 13,18s). Dirigimos las mismas palabras a María: ¡Bendita tú
entre las mujeres! ¡La valentía que has manifestado jamás será olvidada en el corazón de los hombres y en el
recuerdo de la Iglesia!
Resumimos ahora toda la participación de María en el Misterio Pascual, aplicando a ella, con las debidas
diferencias, las palabras con las cuales san Pablo resumió el Misterio pascual de Cristo:

María, aun siendo la Madre de Dios


no consideró como un tesoro celoso su relación única con Dios,
sino que se despojó a sí misma de toda pretensión,
asumiendo el nombre de sierva
y apareciendo en su exterior como cualquier otra mujer.
Vivió en la humildad y en el escondimiento
obedeciendo a Dios, hasta la muerte de su Hijo,
y una muerte de cruz.
Por esto Dios la exaltó y le dio el nombre
que, después del de Jesús,
está por encima todo otro nombre,
para que al nombre de María toda cabeza se incline:
en el cielo, en la tierra y en los abismos,
y toda lengua proclame
que María es la Madre del Señor,
para gloria de Dios Padre. ¡Amén!

Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.SAN AGUSTÍN, La santa virginidad, 5-6: PL 40,399.


2.SAN IRENEO, Adversus Haereses, III, 22,4.
3.Lumen gentium, 61.
4.Lumen gentium, 60.
5.Lumen gentium, 63.
6.SAN AGUSTÍN, Discurso 72 A (=Denis 25), 7: Miscelanea Agostiniana I, 163.
7.SAN PABLO VI, Discurso de clausura del tercer período del Concilio: AAS 56 (1964) 1016.
8.ORÍGENES, Comentario al Evangelio de Juan I, 6, 23: SCh 120, 70-72.
9.SAN LUIS Mª GRIGNION DE MONTFORT, Tratado de la verdadera devoción a María, nn. 257.259.
10.Cf. H. MÜHLEN, Una persona mystica (Paderborn 1967) [trad. ital. (Ciudad Nueva, Roma 1968) 575ss.;
trad. esp. El Espíritu Santo en la Iglesia (Secretariado Trinitario, Salamanca 1998)].
11.Tratado, n. 20.
12.CALVINO, Le livre de la Génèse, I (Ginebra 1961) 195; cf. G. VON RAD, Genesi (Paideia, Brescia 1978)
204 [trad. esp. El libro del Génesis (Sígueme, Salamanca 42008)].
13.SAN IRENEO, Adversus Haereses, III, 22,4: SCh 211, 441.

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