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Cada año la liturgia nos prepara a Navidad con tres guías: Isaías, Juan Bautista y María: el profeta, el precursor
y la madre. El primero lo anunció desde lejos, el secundo lo señaló presente en el mundo, la madre lo llevó en
su seno. Por esto Adviento 2019 he pensado de confiarnos enteramente a la Madre de Dios. Nadie mejor que
ella puede predisponernos a celebrar con fruto el nacimiento de Jesús. Ella no ha celebrado el Adviento, sino
que lo ha vivido en su carne. Como cada mujer embarazada, ella sabe qué significa estar “en la espera” y puede
ayudarnos a esperar, en sentido fuerte y existencial, la venida del Redentor. Contemplaremos la Madre de Dios
en los tres momentos en los cuales la misma Escritura la presenta en el centro de los acontecimientos: la
Anunciación, la Visitación y Navidad.
1.H. SHÜRMANN, Das Lukasevangelium, Friburgo en Br. 1982, ad loc. (trad. ital. El Evangelio de Lucas,
Paideia, Brescia 1983, p. 154)
2.ORÍGENES, Comentario al evangelio de Lucas, fragmento 18 (GCS, 49, p 227)
3.S. IRENEO, Contra las herejías, III, 22, 4 (SCh 211, p. 442 s).
4.S. AGUSTÍN, Discursos 215, 4 (PL 38, 1074).
5.C. CARRETTO, Beata tú que has creído, Ed. Paulinas 1986, pp. 9 ss.
6.S. KIERKEGAARD, Ejercicio del cristianismo I (ed. ital. por C. FABRO, Obras, Sansoni, Florencia 1972,
pp. 693 ss).
7.LUTERO, Prefacio a la Epístola a los Romanos (ed. Weimar, Deutsche Bibel 7, p. 11) y De las buenas obras
(ed. Weimar 6, p. 206).
En esta meditación subimos con María “a la montaña”, a la casa de Elizabeth. Allí la Madre de Dios nos hablará
directamente y en primera persona con su cantico de alabanza, el Magnificat. Hoy el sucesor de Pedro celebra
los 50 años de su sacerdocio y el cántico de la Virgen es la oración que más espontáneamente brota del corazón
en una ocasión parecida. Sera entonces una pequeña manera de participar espiritualmente a su Jubileo.
Para entender el Magnificat es preciso decir algo sobre el sentido y la función de los canticos evangélicos en el
Evangelio de la infancia de Lucas. Estos himnos–el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis – tienen la
función de explicar pneumáticamente lo que sucede, es decir, poner de relieve, con palabras, el sentido del
acontecimiento, confiriéndole la forma de una confesión de fe y de alabanza. Indican el significado escondido
del acontecimiento que debe ser puesto de manifiesto.
Como tales son parte integrante de la narración histórica; no constituyen un entreacto ni se trata de pasajes
separados, porque todo acontecimiento histórico está constituido por dos elementos: por el hecho y por el
significado del hecho. Los cánticos introducen ya la liturgia en la historia. «La liturgia cristiana —se ha escrito
— tiene sus comienzos en los himnos de la historia de la infancia» . En otras palabras, tenemos en estos
cánticos un embrión de la liturgia navideña. Realizan el elemento esencial de la liturgia que es ser celebración
festiva y creyente del acontecimiento de salvación.
Muchos problemas permaneces abiertos acerca estos cánticos, según los estudiosos: los autores verdaderos, las
fuentes, la estructura interna… Afortunadamente, podemos prescindir de todos estos problemas críticos y dejar
que continúen siendo estudiados con provecho por aquellos que se ocupan de este tipo de problemas. No
debemos esperar a que se resuelvan todos estos puntos oscuros para dejarnos edificar ya por estos cánticos. No
porque dichos problemas no sean importantes, sino porque existe una certeza que relativiza todas esas
incertezas: Lucas ha acogido estos cánticos en su evangelio y la Iglesia ha acogido el evangelio de Lucas en su
canon. Estos cánticos son «palabra de Dios», inspirada por el Espíritu Santo.
El Magníficat es de María porque a ella lo ha «atribuido» el Espíritu Santo ¡y esto hace que sea más «suyo» que
si lo hubiese escrito materialmente de su puño y letra! En efecto, no nos interesa tanto saber si el Magníficat lo
compuso María, cuanto saber si lo compuso por inspiración del Espíritu Santo. Incluso si estuviéramos
segurísimos de que fue compuesto por María, el cántico no nos interesaría por esta razón, sino porque en él
habla el Espíritu Santo.
Con estas premisas y con estos sentimientos, nos acercamos ahora al primero de nuestros cánticos, el
Magníficat, considerándolo ante todo como cántico de María y luego como cántico de la Iglesia y del alma.
El cántico de María contiene una mirada nueva sobre Dios y sobre el mundo: en la primera parte, que
comprende los versículos 46-50, en consonancia con lo que ha tenido lugar en ella, la mirada de María se dirige
a Dios; en la segunda parte, que comprende los restantes versículos, su mirada se dirige al mundo y a la historia.
En esta meditación subimos con María “a la montaña”, a la casa de Elizabeth. Allí la Madre de Dios nos hablará
directamente y en primera persona con su cantico de alabanza, el Magnificat. Hoy el sucesor de Pedro celebra
los 50 años de su sacerdocio y el cántico de la Virgen es la oración que más espontáneamente brota del corazón
en una ocasión parecida. Sera entonces una pequeña manera de participar espiritualmente a su Jubileo.
Para entender el Magnificat es preciso decir algo sobre el sentido y la función de los canticos evangélicos en el
Evangelio de la infancia de Lucas. Estos himnos–el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis – tienen la
función de explicar pneumáticamente lo que sucede, es decir, poner de relieve, con palabras, el sentido del
acontecimiento, confiriéndole la forma de una confesión de fe y de alabanza. Indican el significado escondido
del acontecimiento que debe ser puesto de manifiesto.
Como tales son parte integrante de la narración histórica; no constituyen un entreacto ni se trata de pasajes
separados, porque todo acontecimiento histórico está constituido por dos elementos: por el hecho y por el
significado del hecho. Los cánticos introducen ya la liturgia en la historia. «La liturgia cristiana —se ha escrito
— tiene sus comienzos en los himnos de la historia de la infancia» . En otras palabras, tenemos en estos
cánticos un embrión de la liturgia navideña. Realizan el elemento esencial de la liturgia que es ser celebración
festiva y creyente del acontecimiento de salvación.
Muchos problemas permaneces abiertos acerca estos cánticos, según los estudiosos: los autores verdaderos, las
fuentes, la estructura interna… Afortunadamente, podemos prescindir de todos estos problemas críticos y dejar
que continúen siendo estudiados con provecho por aquellos que se ocupan de este tipo de problemas. No
debemos esperar a que se resuelvan todos estos puntos oscuros para dejarnos edificar ya por estos cánticos. No
porque dichos problemas no sean importantes, sino porque existe una certeza que relativiza todas esas
incertezas: Lucas ha acogido estos cánticos en su evangelio y la Iglesia ha acogido el evangelio de Lucas en su
canon. Estos cánticos son «palabra de Dios», inspirada por el Espíritu Santo.
El Magníficat es de María porque a ella lo ha «atribuido» el Espíritu Santo ¡y esto hace que sea más «suyo» que
si lo hubiese escrito materialmente de su puño y letra! En efecto, no nos interesa tanto saber si el Magníficat lo
compuso María, cuanto saber si lo compuso por inspiración del Espíritu Santo. Incluso si estuviéramos
segurísimos de que fue compuesto por María, el cántico no nos interesaría por esta razón, sino porque en él
habla el Espíritu Santo.
Con estas premisas y con estos sentimientos, nos acercamos ahora al primero de nuestros cánticos, el
Magníficat, considerándolo ante todo como cántico de María y luego como cántico de la Iglesia y del alma.
El cántico de María contiene una mirada nueva sobre Dios y sobre el mundo: en la primera parte, que
comprende los versículos 46-50, en consonancia con lo que ha tenido lugar en ella, la mirada de María se dirige
a Dios; en la segunda parte, que comprende los restantes versículos, su mirada se dirige al mundo y a la historia.
Una nueva mirada sobre Dios
El primer movimiento del Magníficat es hacia Dios; Dios tiene el primado absoluto sobre todo. María no se
demora en responder al saludo de Isabel; no entra en diálogo con los hombres, sino con Dios. Ella recoge su
alma y la abisma en el infinito que es Dios. En el Magníficat se ha «fijado» para siempre una experiencia de
Dios sin precedentes y sin comparaciones en la historia. Es el ejemplo más sublime del lenguaje llamado
numinoso. Se ha señalado que el hecho de que la realidad divina se asome al horizonte de una criatura produce,
normalmente, dos sentimientos contrapuestos: uno de temor y otro de amor. Dios se presenta como «el misterio
tremendo y fascinante», tremendo por su majestad y fascinante por su bondad. Cuando la luz de Dios brilló por
primera vez en el alma de Agustín confiesa que «se estremeció de amor y de terror» y, más adelante, dice
también que el contacto con Dios le hacía «tiritar y arder» a la vez .
Encontramos algo parecido en el cántico de María, expresado de modo bíblico, a través de los títulos. Dios es
visto como «Adonai» (que dice mucho más que nuestro «Señor» con el que se traduce), como «Dios», como
«Podero¬so» y, sobre todo, como Qãdōsh, «Santo»: ¡Su nombre es Santo! Una palabra que envuelve todo de
silencio estremecedor. Al mismo tiempo, sin embargo, este Dios santo y poderoso, es visto, con infinita
confianza, como «mi Salvador», como realidad benévola, amable, como mi «propio» Dios, como un Dios para
la criatura. Es sobre todo la insistencia de Maria sobre la misericordia de Dios (la única palabra repetida dos
veces en cantico!) que pone de relieve este aspecto de “fascinante” benevolencia del Dios bíblico. “Su
misericordia de generación en generación”: estas palabras sugieren la idea de una rivera majestuosa que recurre
a través de toda la historia humana.
El conocimiento de Dios provoca, por reacción y contraste, una nueva percepción o conocimiento de uno
mismo y del propio ser, que es el verdadero. El yo no se capta más que delante de Dios. En presencia de Dios,
pues, la criatura se conoce finalmente a sí misma en la verdad. Y vemos que así sucede también en el
Magníficat. María se siente «mirada» por Dios, entra ella misma en esa mirada, se ve como la ve Dios. ¿Y cómo
se ve a sí misma bajo esta luz divina? Como «pequeña» («humildad» aquí significa real pequeñez y bajeza, ¡no
a la virtud de la humildad!) y como «sierva». Se percibe como una pequeña nada a la que Dios se ha dignado
mirar. Maria no atribuye la elección divina a su humildad sino únicamente a la gracia de Dios. Pensar
diversamente sería destruir la humildad de la Virgen pues la humildad tiene un estatuto muy particular: la posee
quien no cree poseerla; no la posee quien cree poseerla.
De este reconocimiento de Dios, de sí y de la verdad se li¬bera la alegría y el júbilo: «Mi espíritu se alegra…».
Alegría incontenible de la verdad, alegría por el obrar divino, alegría de la alabanza pura y gratuita. María
glorifica a Dios en sí mismo, aunque lo glorifique por aquello que ha obrado en ella, es decir, a partir de la
propia experiencia, como ha¬cen todos los grandes orantes de la Biblia. El júbilo de María es el júbilo
escatológico por el obrar definitivo de Dios y es el júbilo de la criatura que se siente amada por el Creador, al
servicio del Santo, del amor, de la belleza, de la eternidad. Es la plenitud de la alegría. San Buenaventura, que
tenía experiencia direc¬ta de los efectos transformantes de la visita de Dios al alma, habla de la venida del
Espíritu Santo a María, en el momento de la Anunciación, como de un fuego que la inflama por completo:
«Descendió en ella —escribe— el Espíritu Santo como un fuego divino que inflamó su mente y santificó su
carne, confiriéndole una pureza perfectísima… ¡Ojalá fueras capaz de sentir, en alguna medida, cuál y qué
grande fue el incendio bajado del cielo, cuál el refrigerio causado…! ¡Si pudieras oír el canto jubiloso de la
Virgen…!» . Incluso la exégesis científica más rigurosa y exigente se da cuenta de que aquí nos encontramos
ante palabras que no se pueden comprender con los medios normales del análisis filológico, y confiesa: «Quien
lee estas líneas, está llamado a compartir el júbilo; sólo la comunidad concelebrante de los creyentes en Cristo y
de sus fieles está a la altura de estos textos» .
Es un hablar «en el Espíritu» que no se puede comprender sino en el Espíritu.
Una nueva mirada sobre el mundo
El Magníficat —decía— se compone de dos partes. En el paso de la primera a la segunda parte, lo que cambia
no es ni el medio expresivo ni el tono; desde este punto de vista, el cántico es un continuo fluir que no presenta
cesuras; continúa la serie de verbos en pasado que narran lo que Dios ha obrado, o mejor, «ha comenzado a
hacer». Lo que cambia es sólo el ámbito del obrar de Dios: de las cosas que ha realizado «en ella», se pasa a
observar las cosas que ha realizado en el mundo y en la historia. Se consideran los efectos de la manifestación
definitiva de Dios, sus reflejos sobre la humanidad y sobre la historia. Aquí observamos una segunda
característica de la sabiduría evangélica que consiste en unir a la embriaguez del contacto con Dios la sobriedad
en la forma de mirar el mundo, y en conciliar entre sí el mayor éxtasis y abandono en relación con Dios, con el
mayor realismo crítico en relación con la historia y con los hombres.
Con una serie de potentes verbos en aoristo, María describe, a partir del versículo 51, un vuelco y un cambio
radical de las partes entre los hombres: Derribó-exaltó; colmó-despidió sin nada. Un giro repentino e
irreversible, porque es obra de Dios que no cambia ni vuelve atrás, como hacen, en cambio, los hombres en sus
asuntos. En este cambio emergen dos categorías de personas: por una parte la categoría de los soberbios-
potentes-ricos; por otra, la categoría de los humildes-hambrientos.
Es importante que comprendamos en qué consiste dicho vuelco y dónde se produce, porque, de lo contrario,
existe el riesgo de malin¬terpretar todo el cántico y con él las bienaventuranzas evangélicas que están
anticipadas aquí, casi con las mismas palabras. Observemos la historia: ¿qué ha ocurrido, de hecho, cuando ha
empezado a realizarse el acontecimiento cantado por María? ¿Acaso ha habido una revolución social y visible a
los ojos de todos por la que, de repente, los ricos se han empobrecido y los hambrientos saciados de alimento?
¿Ha habido, acaso, una distribución más justa de los bienes entre las clases? No. ¿Acaso los potentes han sido
derribados materialmente de sus tronos y los humildes ensalzados? No. Herodes continuó siendo llamado «el
Grande» y María y José tuvieron que huir a Egipto por su causa.
Así pues, si lo que se esperaba era un cambio social y visible, la historia se ha encargado de desmentirlo
totalmente. Entonces, ¿dónde ha sucedido ese cambio radical? (¡Porque lo cierto es que éste ha ocurrido!). ¡Ha
tenido lugar en la fe! El reino de Dios se ha manifestado y esto ha provocado una revolución silenciosa, pero
radical. Como si se hubiera descubierto un bien que, de golpe, devaluara la moneda corriente. El rico aparece
como un hombre que ha ahorrado una ingente suma de dinero, pero durante la noche ha habido una devaluación
del cien por cien y al levantarse por la mañana era un pobre miserable. Por el contrario, los pobres y los
hambrientos, tienen ventaja porque están más dispuestos a acoger la nueva realidad, no temen el cambio; tienen
el corazón preparado. El cambio radical cantado por María es del mismo tipo —decía— que el proclamado por
Jesús en las bienaventuranzas y en la parábola del rico epulón.
María habla de riqueza y pobreza a partir de Dios; una vez más, habla coram Deo, toma como medida a Dios,
no al hombre. Establece el criterio «definitivo», escatológico. Decir, pues, que se trata de un cambio que ha
tenido lugar «en la fe», no significa decir que es menos real y radical, menos serio, sino que lo es infinitamente
más. Esto no es un dibujo creado por la ola en la arena del mar y que es borrado por la ola siguiente. Se trata de
una riqueza eterna y de una pobreza igualmente eterna.
En las meditaciones de esta Cuaresma continuamos muestro camino iniciado en Adviento, siguiendo las huellas
de la Madre de Dios. Será una manera de meternos bajo la protección de la Virgen en un momento tan crítico
para toda la humanidad debido a la pandemia Corona virus.
Tenemos que reconocer que no se habla mucho de María en el Nuevo Testamento, al menos no tan a menudo
como esperaríamos, teniendo en cuenta el desarrollo que tuvo en la Iglesia la devoción a la Madre de Dios. Sin
embargo, si ponemos atención, nos damos cuenta de una cosa: que María no está ausente en ninguno de los tres
momentos constitutivos del misterio de la salvación. De hecho, existen tres momentos muy precisos que, juntos,
forman el gran misterio de la Redención. Ellos son: la Encarnación del Verbo, el Misterio pascual y
Pentecostés.
María no está ausente en ninguno de estos tres momentos fundamentales. Ella no está ausente en la Encarnación
que sucedió justamente en ella. María no está ausente en el Misterio pascual, porque está escrito que «junto a la
cruz de Jesús estaba su madre» (cf. Jn 19,25). No está ausente en Pentecostés, porque está escrito que el Espíritu
Santo vino sobre los apóstoles mientras «permanecían unidos en la oración con María, la madre de Jesús» (cf.
Hch 1,14). Estas tres presencias de María en los momentos claves de nuestra salvación no pueden ser una
casualidad. Aseguran un lugar único junto a Jesús, en la obra de la redención. María fue la única entre todas las
creaturas en dar testimonio y participar en todos estos acontecimientos.
En esta Quaresma queremos seguir a María en el Misterio pascual, dejándonos guiar por ella en la comprensión
profunda de la Pascua y en la participación en los sufrimientos de Cristo. María nos toma de la mano y nos
anima a seguirla en este camino, diciéndonos como una madre a sus propios hijos reunidos: «Vamos también
nosotros a morir con él» (Jn 11,16). En el Evangelio, es el apóstol Tomás quien pronuncia estas palabras, pero
es María quien las pone en práctica.
El Misterio pascual no comienza, en la vida de Jesús, con el prendimiento en el huerto y no dura solo durante la
Semana Santa. Toda su vida, desde que Juan Bautista lo saludó como el Cordero de Dios, es una preparación
para su Pascua. Según el evangelio de Lucas, la vida pública de Jesús fue toda ella una lenta e inexorable
«subida hacia Jerusalén», donde consumaría su éxodo (cf. Lc 9,31).
Paralelo a este camino del nuevo Adán obediente, se desarrolla el camino de la nueva Eva. También para María
el Misterio pascual comenzó desde hacía tiempo. Ya las palabras de Simón sobre el signo de contradicción y
sobre la espada que le traspasaría el alma contenían un presagio que María conservaba en su corazón, junto con
todas las demás palabras. El «paso» que queremos llevar a cabo en esta meditación es justamente el de seguir a
María durante la vida pública de Jesús y ver de qué es figura y modelo en este tiempo.
¿Qué sucede normalmente en un camino de santidad después de que un alma ha sido colmada de gracia,
después de que ha respondido generosamente con su «sí» de fe y ha comenzado voluntariosamente a cumplir
obras buenas y a cultivar la virtud? Viene el tiempo de la purificación y del despojamiento. Viene la noche de la
fe. Y veremos, de hecho, que María, en este período de su vida, nos sirve como guía y modelo precisamente en
esto: de cómo comportarnos cuando viene en la vida «el tiempo de la poda».
San Juan Pablo II, en su encíclica «Redemptoris Mater», aplica justamente a la vida de la Virgen la gran
categoría de la kénosis, con la que san Pablo explicó los acontecimientos terrenos de Jesús: «Cristo Jesús, a
pesar de su condición divina, no consideró un tesoro celoso, el ser igual a Dios, sino que se vació (ekénosen) de
sí» (Flp 2,6-7). «Mediante la fe —escribe el Papa— María está perfectamente unida a Cristo en su
despojamiento… Al pie de la cruz, María participa, mediante la fe, en el desconcertante misterio de este
despojamiento» . Este despojarse se consumó al pie de la cruz, pero comenzó mucho antes. Incluso en Nazaret,
y sobre todo durante la vida pública de Jesús, ella avanzaba en la peregrinación de la fe. No es difícil notar ya
entonces «un cansancio particular del corazón, unido a una especie de noche de la fe» .
Todo esto hace de los acontecimientos de María algo extraordinariamente significativo para nosotros; restituye
María a la Iglesia y a la humanidad. Debemos tomar nota con alegría de un gran progreso que se ha realizado en
la devoción a la Virgen, en la Iglesia católica, y del cual quien ha vivido a caballo del Concilio Vaticano II
puede darse cuenta fácilmente. En primer lugar, la categoría fundamental con la que se explicaba la grandeza de
la Virgen era la del «privilegio» o exención.
Se pensaba que María había sido eximida no sólo del pecado original y de la corrupción (que son privilegios
definidos por la Iglesia con los dogmas de la Inmaculada y de la Asunción), sino que en esta línea se pensaba
también que María había estado exenta de los dolores del parto, del cansancio, de la duda, de la tentación, de la
ignorancia y, finalmente, lo más grave, también de la muerte. De hecho, para algunos María habría sido elevada
al cielo sin haber tenido que pasar por la muerte.
Estas cosas —se razonaba— son consecuencias del pecado, pero María no tenía pecado. No se daban cuenta de
que, de este modo, en lugar de «asociar» a María a Jesús, se la disociaba completamente de él, que, sin tener
pecado, quiso experimentar a favor nuestro todas estas cosas, es decir: fatiga, dolor, angustia, tentaciones y
muerte. Todo esto se reflejaba en la iconografía de la Virgen, es decir, en el modo en el que se representaba a la
Virgen en estatuas, pinturas e imágenes: una criatura, en general, desencarnada e idealizada, bella con una
belleza a menudo toda humana, y que toda mujer desearía tener, una Virgen, en definitiva, que parecer haber
rozado apenas la tierra con la punta de los pies.
Ahora bien, la categoría fundamental con la que después del Concilio Vaticano II intentamos explicar la
santidad única de María no es tanto la del privilegio, cuanto la de la fe. María caminó, es más, «progresó» en la
fe . Esto no disminuye, sino que acrecienta desproporcionadamente la grandeza de María. La grandeza espiritual
de una criatura delante de Dios, en esta vida, no se mide tanto por lo que Dios le da, cuanto por lo que Dios le
pide. Y veremos que a María Dios le pidió mucho, más que a cualquier otra criatura, más que al mismo
Abraham.
En el Nuevo Testamento encontramos palabras fuertes de Jesús. «No tenemos un sumo sacerdote que no sepa
compadecerse de nuestra debilidad, ya que, como nosotros, ha sido probado en todo excepto en el pecado» (Heb
4,15); «Aunque era hijo, aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,8). Si María siguió al Hijo en la kénosis, estas
palabras, con las debidas proporciones, se aplican también a ella y constituyen la verdadera clave de
comprensión de su vida. María, siendo la madre, aprendió la obediencia por las cosas que padeció.
¿Acaso Jesús no era lo suficientemente obediente en la infancia o no sabía lo que es la obediencia, que tuvo que
aprender a conocerla «por las cosas que padeció» después? No; aprender tiene aquí el sentido concreto de
experimentar, saborear. Jesús ejercitó la obediencia, creció en esa gracia con las cosas que padeció. Se
necesitaba una obediencia cada vez más grande para superar resistencias y pruebas cada vez más grandes, hasta
la suprema prueba de la muerte.
También María aprendió la fe y la obediencia; creció en ellas gracias a las cosas que padeció, para que nosotros
podamos decir de ella, con toda confianza: no tenemos una madre que no sepa compadecerse con nuestras
enfermedades, nuestro cansancio, nuestras tentaciones, habiendo sido ella misma probada en todo a semejanza
de nosotros, a excepción del pecado.
En los evangelios, hay menciones a la Virgen que en el pasado, en el clima dominado por la idea de privilegio,
creaban un cierto malestar entre los creyentes y que ahora, en cambio, nos aparecen como hitos en este camino
de fe de María, que, por eso, no tenemos ningún motivo para dejarlas deprisa de lado o suavizarlas con
explicaciones convenientes. Pasamos a reseñar brevemente estos textos.
Partimos del episodio de Jesús perdido en el templo (cf. Lc 2,41ss). Esto fue el inicio del misterio pascual de
despojamiento para la Madre. ¿Qué escuchó que le decía después de haberlo encontrado? «¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre». ¿Por qué me buscabais? Aquellas palabras
ponían entre Jesús y ella una voluntad diversa, infinitamente más importante, que hacía pasar a según plano
toda otra relación, incluso la relación filial con ella.
Sigamos adelante. Encontramos una mención a María en Caná de Galilea, justo en el momento en que Jesús
está comenzando su ministerio público. Conocemos los hechos. ¿Qué respondió Jesús a María, a su discreta
petición de intervención? «¿Qué quieres de mí, mujer?» (Jn 2,4). Cualquiera que sea el modo en que se quieran
explicar estas palabras, éstas tienen un sonido duro, mortificante; parecen poner nuevamente una distancia entre
Jesús y su Madre.
Los tres Sinópticos nos refieren este otro episodio sucedido durante la vida pública de Jesús. Un día, mientras
Jesús intentaba predicar, llegaron su Madre y algunos parientes para hablarle. Quizás la Madre se preocupaba,
como es muy natural en una madre, de su salud, porque poco antes está escrito que Jesús no podía siquiera
comer a causa del gentío (cf. Mc 3,20). Notemos un detalle. María, la Madre, debe mendigar incluso el derecho
de poder ver al Hijo y hablarle. Ella no se abre camino entre la multitud haciendo valer el hecho de que era la
madre. Por el contrario, se quedó afuera a la espera y otros se dirigieron a Jesús para decirle: «Fuera está tu
madre que quiere hablarte». Pero lo importante, también aquí, es la palabra de Jesús que está ahora y siempre en
la misma línea. «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc 3,33).
Conocemos ya la respuesta que sigue. Intentemos ponernos en el lugar de María e intuiremos la humillación y
el sufrimiento que había para ella en esas palabras. Sabemos hoy que en esas palabras está contenido un elogio
más que un reproche para la madre; pero ella no lo sabía, al menos en ese momento. En ese momento, sólo
existía la amargura de un rechazo. No se dice que Jesús después saliera para hablarle; probablemente María
tuvo que alejarse, sin haber podido ver al hijo ni hablarle.
Otro día —narra san Lucas— una mujer, entre la multitud, exclamó con entusiasmo hacia Jesús: «¡Dichoso el
vientre que te llevó y los pechos que te criaron!» Era uno de esos cumplidos que bastan por sí solos para hacer
feliz a una madre; pero María, si estaba presente o si se enteró, no pudo detenerse largo tiempo en estas palabras
y gozarlas, porque Jesús se dio prisa en corregir: «¡Dichosos, más bien, los que escuchan la Palabra de Dios y la
cumplen!» (Lc 11,27-28).
Un último detalle en esta línea. San Lucas habla, en un cierto momento de su evangelio, de las «seguidoras
femeninas de Jesús», es decir, de un cierto número de mujeres piadosas —de las cuales incluso da el nombre—
que había sido beneficiadas por parte de Jesús y que «le atendían con sus bienes» (cf. Lc 8,2-3), es decir,
cuidaban de las necesidades materiales suyas y de los apóstoles, como preparar una comida, lavar o remendar
ropa. ¿Dónde está aquí lo que se refiere a María? Es que entre estas mujeres no figura la madre y todos saben
cuánto desearía una madre ser ella la que cuidara estos servicios pequeños del hijo, especialmente si está
consagrado al Señor. Es el sacrificio total del corazón.
¿Qué significa todo esto? Una serie de hechos y palabras tan precisas y coherentes no pueden ser sólo una
coincidencia. María tuvo que pasar también ella por la kénosis. La kénosis de Jesús consistió en el hecho de
que, en lugar de hacer valer sus derechos y sus prerrogativas divinas, se despojó de ellas, asumiendo el estado
de siervo y pareciendo en el exterior un hombre como los demás. La kénosis de María consistió en el hecho de
que, en lugar de hacer valer sus derechos como madre del Mesías, se dejó despojar de ellos, apareciendo delante
de todos como una mujer igual a las otras.
La cualidad de Hijo de Dios no sirvió para ahorrarle a Cristo alguna humillación y, del mismo modo, la
cualidad de Madre de Dios no le sirvió a María para ahorrarle algunas humillaciones. Jesús decía que la Palabra
es con lo que Dios poda, limpia y pela los sarmientos: «Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he
dicho» (Jn 15,3), y semejantes fueron las palabra que dirigió a la Madre. ¿Habrán sido quizás justamente estas
Palabras la espada que, según Simeón, un día traspasarían su alma?
La maternidad divina de María era también, y ante todo, una maternidad humana; tenía un aspecto también
«carnal», en el sentido positivo de este término. Ese Hijo era su hijo, era su única riqueza, su único apoyo en la
vida. Sin embargo, ella tuvo que renunciar a todo lo que humanamente exaltaba su vocación. Su propio hijo la
puso en condición de no poder sacar de su maternidad ninguna ventaja terrena. Una vez iniciado su ministerio y
después de haber dejado Nazaret, Jesús no tuvo dónde reposar la cabeza y María no tuvo dónde posar el
corazón.
A su pobreza material, que ya era muy grande, María agrega también la pobreza espiritual, en su grado más
alto. Dicha pobreza de espíritu consiste en dejarse despojar de todos los privilegios, de no poder aprovecharse
de nada, ni en el pasado ni el futuro: ni de revelaciones, ni de promesas, como si no le pertenecieran y no
hubieran tenido nunca lugar. San Juan de la Cruz llamó a esto la «noche oscura de la memoria» y, al hablar de
ello, hace mención explícita de la Madre de Dios . Consiste en olvidarse —o mejor dicho, en no poder recordar,
ni siquiera queriéndolo— del pasado, y estar únicamente inclinado a Dios, viviendo en pura esperanza. Es la
verdadera y radical pobreza de espíritu que sólo es rica de Dios y, también esto, solo en esperanza.
Jesús se comportó con la Madre como un director espiritual lúcido y exigente que, habiendo vislumbrado un
alma excepcional, no le hace perder el tiempo, no la deja detenerse en lo bajo, entre sentimientos y
consolaciones naturales, sino que la empuja en una carrera sin tregua hacia el despojamiento total, de cara a la
unión con Dios. Enseñó a María la renuncia de sí misma. Jesús dirige a todos sus seguidores de todos los siglos,
con su Evangelio, pero a la Madre la dirigió a viva voz, en persona.
Él con una mano se dejaba conducir por el Padre, mediante el Espíritu, donde quería: al desierto para ser
tentado, al monte para ser transfigurado, al Getsemaní para sudar sangre… «Yo hago siempre lo que le agrada»
(Jn 8,29). Con la otra mano, Jesús conduce a la Madre en la misma carrera a hacer la voluntad del Padre.
«¿No hizo acaso la voluntad del Padre la Virgen María, la cual por fe creyó, por fe concibió, fue elegida para
que de ella naciera la salvación para nosotros entre los hombres, y fue creada por Cristo antes de que Cristo
fuera creado en su seno? Santa María hizo la voluntad del Padre y la hizo enteramente; por eso, vale más para
María haber sido discípula de Cristo que Madre de Cristo. Vale más, y es una prerrogativa más feliz, haber sido
discípula que Madre de Cristo. María era feliz, ya que, antes de dar a luz al Hijo, llevó en el vientre al
Maestro… Por esto también María fue dichosa, porque escuchó la Palabra de Dios y la puso en práctica» .
«Corporalmente, María es sólo madre de Cristo, pero espiritualmente es su hermana y madre» .
Entonces, ¿debemos pensar que la vida de María fue una vida hecha de una aflicción continua, una vida triste?
Al contrario. Al juzgar, por analogía, por lo que sucede en los santos, debemos decir que, en este camino de
despojamiento, María descubría día a día una alegría nueva respecto de las alegrías maternas de Belén o de
Nazaret, cuando estrechaba a Jesús en su pecho y Jesús se estrechaba a su cara. Alegría de no hacer la propia
voluntad. Alegría de creer. Alegría de dar a Dios lo más precioso para él, desde el momento en que, también
respecto de Dios, hay más alegría en dar que en recibir. Alegría de descubrir un Dios, cuyos caminos son
inaccesibles y cuyos pensamientos no son nuestros pensamientos, pero que en esto precisamente se da a conocer
por lo que es: Dios, el tres veces Santo.
Una gran mística, santa Ángela de Foligno, que había tenido experiencias análogas, habla de una alegría
especial, al límite de la posibilidades humanas de comprensión, que llama la «alegría de la incomprensibilidad»
(gaudium incomprehensibilitatis). Esta alegría consiste en entender que no se puede entender, pero que un Dios
entendido ya no sería Dios. Esta incomprensibilidad, en lugar de tristeza, genera alegría, ¡porque hace ver que
Dios es todavía más rico y más grande de lo tú logres comprender y que es «tu» Dios! Esta es la alegría que los
santos tienen en el cielo y que la santísima Virgen, según santa Ángela, tuvo, en algunos momento, desde esta
vida .
Desde la meditación sobre Maria en la vida pública de Jesús llevamos una certeza muy consoladora: No
tenemos una Madre que no sepa compadecerse de nuestras enfermedades, al haber sido probada, ella misma, en
todo, a semejanza nuestra, excepto en el pecado. Ahora que está glorificada en el cielo junto al Hijo, María
puede extender su mano materna sobre nosotros y conducirnos también a nosotros, detrás de sí, diciendo, son
más razón que el Apóstol: «Sed mis imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1).
En este tiempo de gran tribulación para todo el mundo dirijamos a la Virgen la antigua et bellísima oración del
Sub tuum praesidium:
“Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras
necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!”
1.JUAN PABLO II, Encíclica Redemptoris Mater 18: AAS 79 (1987) 382s.
2.Ibidem, 17
3.Lumen gentium, 58.
4.S. JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo III, 2, 10.
5.S AGUSTÍN, Discurso 72 A (=Denis 25), 7: Miscellanea Agostiniana, I, 162.
6.S AGUSTÍN, La santa virginidad, 5-6: PL 40, 399.
7.Il libro della Beata Angela da Foligno, Istr. III (Quaracchi, Grottafer
Junto a la Cruz de Jesús estaba María su Madre
María en el Calvario
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena.
Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” Después
dice al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio»
(Jn 19,25-27).
De este texto, tan profundo, consideramos en esta meditación, sólo la primera parte, la narrativa, dejando para el
próximo encuentro el resto del pasaje evangélico que contiene las palabras de Jesús.
Si en el Calvario, junto a la cruz de Jesús, estaba María su Madre, quiere decir que ella estaba en Jerusalén en
aquellos días y, si estaba en Jerusalén, entonces vio todo, asistió a todo. Asistió a los gritos: «¡Barrabás, no él!»;
asistió al Ecce homo, vio la carne de su carne flagelada, sangrante, coronada de espinas, semidesnuda delante de
la multitud, temblando, sacudida por escalofríos de muerte, en la cruz. Escuchó el ruido de los golpes de
martillo y los insultos: «Si eres el Hijo de Dios…». Vio a los soldados que se dividían sus vestiduras y la túnica
que probablemente ella misma había tejido.
«Estaban —se lee— junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás y María
Magdalena». Había, pues, un grupo de mujeres, cuatro en total (como aparece en el icono). Por lo tanto, María
no estaba sola; era una de las mujeres. Sí, pero María estaba allí como «su madre» y esto cambia todo, poniendo
a María en una situación totalmente distinta a las otras. Recuerdo el funeral de un joven de 18 años. Varias
mujeres seguían al féretro. Todas estaban vestidas de negro, todas lloraban. Todas parecían iguales. Sin
embargo, entre ellas había una distinta, una a la que todos los presentes tenían en cuenta, a la que todos, sin
darse vuelta, miraban a escondidas: la madre. Era viuda y tenía solo ese hijo. Miraba el ataúd, se veía que sus
labios repetían sin pausa el nombre del hijo. Cuando los fieles, en el momento del Sanctus, se pusieron a
proclamar «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios del universo», también ella, sin darse cuenta siquiera, se puso a
murmurar: Santo, Santo, Santo… En ese momento pensé en María al pie de la cruz.
No obstante, a ella se le pidió algo mucho más difícil: perdonar. Cuando escuchó al Hijo que decía: «Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), ella entendió lo que el Padre celeste esperaba de ella: que
dijera con el corazón las mismas palabras: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Y ella las dijo.
Perdonó.
Si María pudo ser tentada, como lo fue también Jesús en el desierto, esto sucedió, sobre todo, al pie de la cruz.
Y fue una tentación profundísima y dolorosísima, porque tenía por motivo al mismo Jesús. Ella creía en las
promesas, creía que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios, sabía que, si Jesús hubiera orado, el Padre le habría
enviado «más de doce legiones de ángeles» (Mt 26,53). Pero ve que Jesús no hace nada. Liberándose a sí
mismo de la cruz, la liberaría también a ella de su tremendo dolor, pero no lo hace. Sin embargo, María no grita:
«¡Baja de la cruz; sálvate a ti y a mí!», o: «Has salvado a muchos otros, ¿por qué no te salvas ahora también a ti,
hijo mío?», aunque es fácil intuir hasta qué punto un pensamiento o deseo similar se asomaría espontáneamente
al corazón de una madre. María calla.
Humanamente hablando, María tuvo todos los motivos para gritar a Dios: «¡Me has engañado!», o, como gritó
un día el profeta Jeremías: «¡Me sedujiste Señor y me dejé seducir!» (Jer 20,7), y escapar del Calvario. En
cambio, ella no escapó, sino que permaneció «de pie», en silencio, y así se convirtió, de un modo especial, en
mártir de la fe, testigo supremo de la confianza en Dios, tras el Hijo.
Esta visión de María que se une al sacrificio del Hijo encontró una expresión sobria y solemne en un texto del
Concilio Vaticano II:
«La Santísima Virgen también avanzó en el camino de la fe y conservó fielmente su unión con el Hijo hasta la
Cruz, donde, no sin un designio divino, se mantuvo de pie, sufrió profundamente con su Unigénito y se asoció
con ánimo materno a su sacrificio, consintiendo amorosamente a la inmolación de la víctima engendrada por
ella misma» .
María no estaba, pues, «junto a la cruz de Jesús», cerca de él, sólo en sentido físico y geográfico, sino también
en sentido espiritual. Estaba unida a la cruz de Jesús; estaba dentro del mismo sufrimiento. Ella fue la primera
de los que «compartieron su pasión» (Rom 8,17). Sufría en su corazón lo que el Hijo sufría en su carne. ¿Y
quién podría sólo pensar diferente, si apenas sabe lo que quiere decir ser madre?
Jesús también era hombre; como hombre, en este momento, él no es, a los ojos de todos, más que un hijo
ejecutado en la presencia de la madre. Jesús ya no dice: «¿Qué quieres de mí, mujer? Aún no ha llegado mi
hora» (Jn 2,4). Ahora que su «hora» ha llegado, hay entre él y su madre una gran cosa en común: el mismo
sufrimiento. En esos momentos extremos, en los que incluso el Padre se ha retirado misteriosamente de la
mirada del hombre, a Jesús le queda solo la mirada de la madre, en la que buscar refugio y consuelo.
¿Despreciaría esta presencia y este consuelo materno, aquel que en el Getsemaní pidió a los tres discípulos
diciendo: «Quedaos aquí, y velad conmigo» (Mt 26,38)?
Ahora bien, siguiendo, como siempre, nuestro principio-guía, según el cual María es figura y espejo de la
Iglesia, su primicia y modelo, debemos plantearnos la pregunta: ¿Qué quiso decir a la Iglesia el Espíritu Santo,
disponiendo que en la Escritura estuviera registrada esta presencia de María y esas palabras de Jesús sobre ella?
También esta vez, es la Palabra misma de Dios la que, implícitamente, delinea el tránsito de María a la Iglesia, y
dice qué debe hacer todo creyente para imitarla: «Junto a la cruz de Jesús —está escrito— estaba María su
Madre y junto a ella el discípulo que él amaba». En la noticia está contenida la parénesis. Lo que sucedió ese
día indica lo que debe suceder cada día: es necesario estar junto a María al pie de la cruz de Jesús, como estuvo
el discípulo al que él amaba.
Hay dos cosas contenidas en esta frase: primero, que es necesario estar «junto a la cruz», y, segundo, que es
necesario estar junto a la cruz «de Jesús». Se trata de dos cosas distintas aunque inseparables.
Estar junto a la cruz «de Jesús». Estas palabras nos dicen que lo primero que hay que hacer, lo más importante
de todo, no es estar junto a la cruz en general, sino estar junto a la cruz «de Jesús». Que no basta estar junto a la
cruz, es decir, en el sufrimiento, estar ahí incluso en silencio. ¡No! Esto parece ya por sí algo heroico y, con
todo, no es lo más importante. De hecho, puede no ser nada. Lo decisivo es estar junto a la cruz «de Jesús». Lo
que cuenta no es la propia cruz, sino la de Cristo. No es el sufrir, sino el creer y apropiarse así del sufrimiento
de Cristo. Lo primero es la fe. Lo más grande de María al pie de la cruz fue su fe, más grande incluso que su
sufrimiento. Pablo dice que el Evangelio es fuerza de Dios «para todos los que creen» (cf. Rom 1,16) Para todos
los que creen, no para todos los que sufren, aunque, como veremos, las dos cosas están normalmente unidas
entre sí.
Aquí está la fuente de toda la fuerza y la fecundidad de la Iglesia. La fuerza de la Iglesia viene de predicar la
cruz de Jesús —es decir, de algo que a los ojos del mundo es el símbolo mismo de la estupidez y de la debilidad
—, renunciando, de ese modo, a toda posibilidad o voluntad de afrontar el mundo incrédulo y despreocupado
con sus mismos medios que son la sabiduría de las palabras, la fuerza de las argumentaciones, la ironía, el
ridículo, el sarcasmo y todas las demás «cosas fuerte del mundo» (cf. 1 Cor 1,27). Es necesario renunciar a una
superioridad humana, para que pueda salir a la luz y actuar la fuerza divina contenida en la cruz de Cristo. Es
necesario insistir sobre este primer punto porque todavía hay necesidad de ello. La mayoría de los creyentes no
ha sido ayudada a entrar en este misterio que es el corazón del Nuevo Testamento, el centro del kerigma y que
cambia la vida.
«Estar al pie de la cruz». Pero, ¿cuál es el signo y la prueba de que se cree realmente en la cruz de Cristo, que
«la palabra de la cruz» no es, precisamente, sólo una palabra, es decir un principio abstracto, una bella teología
o ideología, sino que es verdaderamente cruz? El signo y la prueba es tomar la propia cruz y seguir a Jesús (cf.
Mc 8,34). El signo es participar en sus sufrimientos (Flp 3,10; Rom 8,17), estar crucificados con él (Gal 2,20),
completar, mediante los propios sufrimientos, lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). Toda la vida del
cristiano debe ser un sacrificio viviente, como el de Cristo (cf. Rom 12,1). No se trata sólo de sufrimiento
aceptado pasivamente, sino también de sufrimiento activo, vivida en unión con Cristo: «castigo mi cuerpo y lo
someto» (1 Cor 9,27). «Toda la vida de Cristo fue cruz y martirio ¿y tú buscas para ti descanso y alegría?,
amonesta el autor de la Imitación de Cristo .
Han existido, de hecho, en la Iglesia dos modos diversos de ponerse delante de la cruz y de la pasión de Cristo:
uno, más característico de la teología protestante, basado en la fe y la apropiación, que hace hincapié en la cruz
de Cristo, y otro —cultivado, al menos en el pasado, con preferencia por la teología católica— que insiste en
sufrir con Cristo, en compartir su pasión y, como en el caso de ciertos santos, en revivir la pasión de Cristo
incluidos los estigmas. El ecumenismo nos empuja a reconstruir la síntesis de lo que, poco a poco, en la Iglesia
ha terminado por estar en contraposición.
No se trata, evidentemente, de poner en el mismo plano lo obrado por Cristo y lo obrado por nosotros, sino de
acoger la palabra de la Escritura que dice que una cosa —ya sea la fe o las obras—, sin la otra, está muerta (cf.
Stg 2,14ss). Es la fe misma en la cruz de Cristo la que tiene necesidad de pasar a través del sufrimiento para ser
auténtica. La primera carta de Pedro dice que el sufrimiento es el «crisol» de la fe, que la fe tiene necesidad del
sufrimiento para ser purificada, como el oro en el fuego (cf. 1 Pe 1,6-7).
Nuestra cruz no es en sí misma salvación, no es ni fuerza ni sabiduría; por sí misma es pura obra humana, o
incluso castigo. Se convierte en fuerza y sabiduría de Dios en cuanto que —acompañada por la fe y por
disposición de Dios mismo— nos une a la cruz de Cristo. «Sufrir —escribía san Juan Pablo II desde su lecho
del hospital tras el atentado—, significa hacerse particularmente susceptibles, particularmente abiertos a la obra
de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo» . Sufrir une a la cruz de Cristo de manera
no sólo intelectual, sino existencial y concreta; es una especie de canal, de vía de acceso, a la cruz de Cristo, no
paralela a la fe, sino formando un todo con ella.
Pero ahora debemos ampliar nuestro horizonte. Para el evangelista Juan, la cruz de Cristo no es solamente el
momento de la muerte de Cristo, sino también el de su «glorificación» y triunfo. La resurrección ya está
operante en el signo del Espíritu que se derrama (cf. Jn 7,37ss.). Por tanto, María en el Calvario compartió con
su Hijo no solo la muerte, sino también las primicias de la resurrección. Una imagen de María al pie de la cruz,
en la que María está solo «triste, afligida, llorosa», (como canta el Stabat Mater), en definitiva, solo la Dolorosa,
no sería completa. En el Calvario, ella no es únicamente la «Madre de los dolores», sino también la Madre de la
esperanza, «Mater spei» como la invoca la Iglesia en su himno.
San Pablo afirma de Abraham que «creyó contra toda esperanza» (Rom 4,18). Lo mismo se debe decir, con más
razón, de María al pie de la cruz: ella creyó, esperando contra toda esperanza, es decir, en una situación en la
que, humanamente hablando, ya no hay motivo alguno para esperar. De un modo que no podemos explicar (y
quizás tampoco ella era capaz de explicarse a sí misma), María, como Abraham, creyó que Dios era capaz de
resucitar a su Hijo «incluso de entre los muertos» (cf. Heb 11,19).
Un texto del Concilio Vaticano II menciona esta esperanza de María al pie de la cruz como un elemento
determinante de su vocación materna. Dice que al pie de la cruz, «ella cooperó especialmente en la obra del
Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad» .
Pasemos a la Iglesia, es decir, a nosotros. De las tres cosas que la Iglesia conmemora en el triduo pascual —
crucifixión, sepultura y resurrección del Señor—, «nosotros —escribió san Agustín— en la vida presente
realizamos lo que significa la crucifixión, mientras que mantenemos por fe y esperanza lo que significan la
sepultura y la resurrección» . También la Iglesia, como María, vive la resurrección «en esperanza». También
para ella, la cruz es objeto de experiencia, mientras que la resurrección es objeto de esperanza.
Como María estuvo junto al Hijo crucificado, así la Iglesia está llamada a estar junto a los crucificados de hoy:
los pobres, los que sufren, los humillados y los agraviados. Estar con ellos con esperanza. No basta
compadecerse de sus penas o incluso tratar de aliviarlas. Es demasiado poco. Esto lo pueden hacer todos,
incluso los que no conocen la resurrección. La Iglesia debe dar esperanza, proclamando que el sufrimiento no es
absurdo, sino que tiene un sentido, porque habrá una resurrección de la muerte. La Iglesia debe estar «siempre
dispuesta a dar razón de su esperanza» (cf. 1 Pe 3,15).
Los hombres tienen necesidad de esperanza para vivir, como del oxígeno para respirar. También la Iglesia
necesita esperanza para proseguir su camino en la historia y no sentirse aplastada por las dificultades. La
esperanza ha estado durante mucho tiempo, y todavía lo es, entre las virtudes teologales, la hermana menor, la
pariente pobre.
El poeta Charles Péguy tiene una bella imagen al respecto. Él dice que las tres virtudes teologales: fe, esperanza
y caridad, son como tres hermanas: dos adultas y una todavía una niña. Caminan juntas por la calle tomadas de
la mano, las dos grandes a los lados y la niña pequeña en el centro. La niña es, por supuesto, la esperanza.
Todos los que las ven dicen: “¡Ciertamente son las dos adultas las que arrastran a la niña al centro!”. Están
equivocados: es la niña Esperanza quien arrastra a las dos hermanas, porque si se detiene la esperanza se detiene
todo .
Debemos —como dice el mismo poeta— convertirnos en «cómplices de la pequeña niña esperanza». ¿Has
esperado algo ardientemente, una intervención de Dios, y no ha sucedido nada? ¿Has vuelto a esperar de nuevo
otra vez más y todavía nada? ¿Ha continuado todo como antes, a pesar de muchas súplicas, muchas lágrimas, y
quizás también muchos signos de que esta vez serías escuchado? Tú continúa esperando, espera todavía una vez
más, espera siempre, hasta el fin. Hazte cómplice de la esperanza.
Hacerse cómplices de la esperanza significa permitir que Dios te desilusione, que te engañes aquí abajo tantas
veces como él quiera. Es más: significa estar contentos en el fondo, en alguna parte remota del propio corazón,
de que Dios no te haya escuchado la primera y la segunda vez y que siga sin escucharte, porque así te permite
que le des una prueba más, de hacer un acto de esperanza más y cada vez más difícil. Te ha dado una gracia
mucho más grande de la que pedías: la gracia de esperar en él. Dios tiene la eternidad para hacerse perdonar el
retardo por sus criaturas!
Es necesario sin embargo prestar atención a una cosa. La esperanza no es sólo una bella y poética disposición
interior, lo difícil que se quiera, pero que deja, por lo demás, inactivo y sin tareas concretas y, por lo tanto,
estéril. Por el contrario, esperar significa justamente descubrir que todavía hay algo que se puede hacer, una
tarea que cumplir y que no se nos deja a merced del vacío ni de una paralizante inactividad.
Incluso cuando no hubiera nada más que hacer por parte nuestra, para cambiar una cierta situación difícil,
quedaría siempre una gran tarea por cumplir, la de mantenernos bastante comprometidos y mantener lejana la
desesperación: la de soportar con paciencia hasta el final. Ésta fue la gran «tarea» que María llevó a
cumplimiento, esperando, al pie de la cruz, y en esto ella está dispuesta ahora para ayudarnos también a
nosotros. En la Biblia asistimos a auténticos sobresaltos de esperanza. Uno de ellos se encuentra en la tercera
Lamentación que es el canto del alma en la prueba más desoladora y que puede ser aplicado casi enteramente a
María al pie de la cruz:
«Yo soy un hombre que ha probado el dolor bajo el látigo de su cólera, porque me ha llevado y conducido a las
tinieblas y no a la luz; me ha tapiado sin salida cargándome de cadenas. Por más que grito: “Socorro”, se hace
sordo a mi súplica. Digo: Se me acabaron las fuerzas y mi esperanza en el Señor».
Pero he aquí el salto de esperanza que cambia todo: «Que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su
compasión; «El Señor es mi herencia», y espero en él. «El Señor es bueno para los que esperan en Él y lo
buscan; le irá bien al hombre si es dócil desde joven. Quizá todavía hay esperanza» (cf. Lam 3, 1-29). Desde el
momento en que el profeta decide de esperar de nuevo, el tono cambia: la lamentación se cambia en la espera
humilde de la intervención de Dios
Dirijamos la mirada, una vez más, a aquella que supo estar al pie de la cruz esperando contra toda esperanza.
Invocamos a María como madre de esperanza con las palabras de un antiguo himno de la Iglesia:
Salve Mater misericordiae,
Mater Dei, et mater veniae,
Mater Spei, et mater gratiae,
Mater plena sanctae laetitiae,
O MARIA!
«Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” Después
dice al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio»
(Jn 19,26-27).
«María, corporalmente, es solo madre de Cristo, mientras que espiritualmente, en cuanto que hace la voluntad
de Dios, es su hermana y madre. Ella no fue madre en el espíritu de la Cabeza que es el mismo Salvador, del
cual más bien nació espiritualmente, pero ciertamente lo es de los miembros que somos nosotros, porque
cooperó, con su caridad, al nacimiento de los fieles en la Iglesia, que son miembros de esa Cabeza» .
En esta meditación, nuestro objetivo quisiera ser el de ver toda la riqueza que hay detrás de este título y el don
de Cristo que contiene, de modo que nos sirva, no solo para honrar a María con un título más, sino para
edificarnos en la fe y crecer en la imitación de Cristo.
También la maternidad espiritual de María respecto de nosotros, análogamente a la física respecto de Jesús, se
realiza a través de dos momentos y dos actos: concebir y dar a luz. María pasó a través de estos dos momentos:
nos concibió y dio a luz espiritualmente. Concibió, es decir, acogió en sí misma, cuando —quizá en el momento
mismo de su llamada, en la Anunciación, y ciertamente después, a medida que Jesús avanzaba en su misión—
empezó a descubrir que ese hijo suyo no era un hijo como los demás, una persona privada, sino que era el
Mesías esperado, en torno al cual se estaba formando una comunidad.
Este fue, pues, el tiempo de la concepción, del «sí» del corazón. Ahora, al pie de la cruz, es el momento del
sufrimiento del parto. Jesús, en este momento, se dirige a la madre, llamándola «Mujer». Aun sin poderlo
afirmar con certeza, conociendo la costumbre del evangelista Juan de hablar, además de directamente, también
por alusiones, símbolos y referencias, esta palabra hace pensar en lo que Jesús había dicho: «La mujer, cuando
va a dar a luz, está triste, porque le llega su hora» (Jn 16,21) y a lo que se lee en el Apocalipsis de la «Mujer
encinta que gritaba de dolor en el trance del parto» (cf. Ap 12,1s.).
Aunque esta Mujer es, en primer lugar, la Iglesia, la comunidad de la nueva alianza que da a luz al hombre
nuevo y al mundo nuevo, María está involucrada igualmente en primera persona, como el inicio y la
representante de aquella comunidad creyente. Ese acercamiento entre María y la figura de la Mujer ha sido
acogido pronto por la Iglesia. San Ireneo (discípulo de san Policarpo, ¡a su vez discípulo de Juan!), ve en María
a la nueva Eva, la nueva «madre de todos los vivientes» .
Pero dirijámonos ahora al texto de Juan, para ver si contiene ya algo de lo que estamos diciendo. Las palabras
de Jesús a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y a Juan: «Ahí tienes a tu madre» tienen ciertamente un
significado inmediato y concreto. Jesús confía María a Juan y Juan a María.
Sin embargo, esto no agota el significado de la escena. La exégesis moderna, habiendo hecho progresos
enormes en el conocimiento del lenguaje y de los modos expresivos del Cuarto Evangelio, está cada vez más
convencida de ello que en el tiempo de los Padres. Si se lee el pasaje de Juan únicamente en una clave
minúscula, casi de últimas disposiciones testamentarias, resulta —se ha dicho— «un pez fuera del agua» y por
lo tanto, una disonancia en el contexto en el cual se encuentra. Para Juan, el momento de la muerte es el
momento de la glorificación de Jesús, del cumplimiento definitivo de las Escrituras y de todas las cosas. Cada
versículo y cada palabra en ese contexto tienen también un significado simbólico y aluden al complimiento de
las Escrituras.
Dado este contexto, es más un forzamiento hecho al texto el no ver allí más que un significado privado y
personal, que el ver, con la exégesis tradicional, también un significado más universal y eclesial, vinculado, de
alguna manera, a la figura de la «mujer» del Génesis 3,15 y del Apocalipsis 12. Este significado eclesial es que
el discípulo no representa aquí solo a Juan, sino al discípulo de Jesús en cuanto tal, es decir a todos los
discípulos. Ellos son dados a María como hijos suyos por parte de Jesús moribundo, del mismo modo que María
es dada a ellos como madre suya.
Las palabras de Jesús, a veces, describen algo que ya está presente, es decir, revelan lo que existe; en cambio, a
veces, crean y hacen existir lo que expresan. A este segundo orden pertenecen las palabras de Jesús moribundo
a María y a Juan. Como al decir: «Esto es mi cuerpo»…, Jesús hacía del pan su cuerpo, así, teniendo en cuenta
las debidas proporciones al decir: «Ahí tienes a tu madre», y «Ahí tienes a tu hijo», Jesús constituye a María
como madre de Juan, y a Juan hijo de María. Jesús no se limitó a proclamar la nueva maternidad de María, sino
que la instituyó. Por lo tanto, dicha maternidad no viene de María, sino de la Palabra de Dios; no se basa en el
mérito, sino en la gracia.
Al pie de la cruz, María se nos muestra como la hija de Sión que, después del luto y de la pérdida de sus hijos,
recibe de Dios una nueva descendencia, más numerosa que antes, no según la carne, sino según el Espíritu. Un
salmo, que la liturgia aplica a María, dice: «Contaré a Egipto y a Babilonia entre los que me reconocen; también
filisteos, tirios y etíopes han nacido allí. Y de Sión se dirá: “Esta ha nacido allí» (Sal 87,2s). Es verdad: ¡todos
hemos nacido allí! Se dirá también de María, la nueva Sión: tanto uno como otro han nacido en ella. De mí, de
ti, de cada uno, incluso de quienes no lo saben todavía, en el libro de Dios, está escrito: «Este ha nacido allí».
Pero, ¿no hemos «vuelto a nacer por la Palabra de Dios viva y eterna» (cf. 1 Pe 1,23)?; ¿no fuimos
«engendrados por Dios» (Jn 1,13)? ¿Renacidos «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5)? Es verdad, pero eso no quita
que, en un sentido diferente, subordinado e instrumental, hemos nacido también de la fe y del sufrimiento de
María. Si Pablo, que es un siervo y un apóstol de Cristo, puede decir a sus fieles: «Yo os engendré para Cristo
cuando os anuncié la Buena Noticia» (1 Cor 4,15), ¡cuánto más puede decirlo María, que es la madre! ¿Quién,
más que ella, puede hacer suyas las palabras del Apóstol: «Hijitos míos, por quienes estoy sufriendo
nuevamente los dolores del parto» (Gál 4,19)? Ella nos da a luz «de nuevo» al pie de la cruz, porque ya lo ha
hecho una primera vez, no en el dolor, sino en la alegría, cuando dio al mundo justamente aquella «Palabra viva
y eterna», que es Cristo, en la cual fuimos regenerados.
Por tanto, como habíamos aplicado a María al pie de la cruz el canto de lamentación de la Sión destruida, que
bebió el cáliz de la ira divina, así ahora, llenos de confianza en las potencialidades y riquezas inagotables de la
Palabra de Dios, que van más allá de los esquemas exegéticos, nosotros aplicamos a ella también el canto de la
Sión reedificada después del exilio que, llena de estupor, mirando a sus nuevos hijos, exclama: «¿Quién me
engendró a éstos? Yo que carecía de hijos y estéril, ¿quién los ha criado?» (Is 49,21).
La doctrina tradicional católica de María, Madre de los cristianos, recibió una nueva formulación en la
constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia, donde se inserta en el cuadro más amplio, respecto del
lugar de María en la historia de la salvación y en el misterio de Cristo.
«La Santísima Virgen —se lee— predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la
encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino
Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas y humilde esclava del Señor.
Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su
Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la
fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra
madre en el orden de la gracia» .
«La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación
única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen
sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia
de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo
su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta» .
Junto al título de Madre de Dios y de los creyentes, la otra categoría fundamental que el Concilio usa para
ilustrar el papel de María, es la de modelo o figura: «La Virgen Santísima —se lee—, por el don y la
prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está
también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó san Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia
en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo» .
La novedad más grande de este tratado sobre la Virgen consiste, como se sabe, exactamente en el lugar en el
cual ella se inserta, es decir, en el tratado sobre la Iglesia. Con esto, el Concilio —no sin sufrimientos y
laceraciones, como es inevitable en estos casos— llevaba adelante una profunda renovación de la mariología,
respecto a la de los últimos siglos. El discurso sobre María ya no está separado, como si ella ocupase una
posición intermedia entre Cristo y la Iglesia, sino reconducido al ámbito de la Iglesia como estaba en la época
de los Padres.
María es vista, como decía san Agustín, como el miembro más excelente de la Iglesia, pero un miembro de ella,
no externo o superior a ella:
«Santa es María, dichosa es María, pero más importante es la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque
María es una parte de la Iglesia, un miembro santo, excelente, superior a todos los demás, pero, sin embargo, un
miembro de todo el cuerpo. Si es un miembro de todo el cuerpo, sin duda, más importante que un miembro, es
el cuerpo» .
En seguida después del Concilio, Pablo VI desarrolló ulteriormente la idea de la maternidad de María hacia los
creyentes, atribuyéndola, explícita y solemnemente, el título de Madre de la Iglesia:
Para gloria de la Virgen y para nuestro consuelo, proclamamos a María Santísima «Madre de la Iglesia», es
decir, de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los Pastores, que la llaman Madre amorosísima; y
queremos que con dicho dulcísimo título, de ahora en adelante, la Virgen sea todavía más honrada e invocada
por todo el pueblo cristiano .
Sin embargo, ha llegado el momento de pasar de la contemplación de un título o momento de la vida de María a
su imitación práctica; es decir, de considerar a María en su aspecto de figura y espejo de la Iglesia. La
aplicación es simple: debemos imitar a Juan, tomando a María con nosotros en nuestra vida espiritual. Todo está
aquí.
«Y el discípulo la acogió como algo propio» (eis tá ídia). Se piensa bastante poco en lo que contiene esta breve
frase. Detrás de la misma hay una noticia de importancia enorme e históricamente segura, porque la da la misma
persona interesada. María pasó, por lo tanto, los últimos años de la vida con Juan. Lo que se lee en el Cuarto
Evangelio, a propósito de María en Caná de Galilea y al pie de la cruz, fue escrito por uno que vivía bajo el
mismo techo con María, porque es imposible no admitir una relación cercana, si no la identidad, entre «el
discípulo que Jesús amaba» y el autor del Cuarto Evangelio. La frase: «Y el Verbo se hizo carne», fue escrita
por uno que vivía bajo el mismo techo con aquella en cuyo seno se había realizado este milagro, o al menos por
uno que la había conocido y frecuentado.
¿Quién puede decir qué significó, para el discípulo que Jesús amaba, tener consigo, en su casa, día y noche, a
María? ¿Orar con ella, compartir con ella las comidas, tenerla delante como oyente cuando hablaba a sus fieles,
celebrar con ella el misterio del Señor? ¿Se puede pensar que María vivió en el círculo del discípulo que Jesús
amaba, sin que haya tenido ninguna influencia en la lenta actividad de reflexión y de profundización que llevó a
la redacción del Cuarto Evangelio? En la antigüedad, parece que Orígenes intuyó al menos el secreto que está
bajo este hecho y al cual los estudiosos y críticos del Cuarto Evangelioy los investigadores de sus fuentes no
prestan, por lo general, atención alguna. Él escribe:
«Primicia de los Evangelios es el de Juan, cuyo sentido profundo no puede captar quien no haya apoyado la
cabeza sobre el pecho de Jesús ni haya recibido de él a María, como su propia madre» .
Ahora nos preguntamos: ¿qué puede significar concretamente para nosotros acoger a María en nuestra casa?
Creo que esto se inserta en el núcleo sobrio y sano de la espiritualidad montfortiana de la entrega a María. Esto
consiste en «hacer todas las acciones propias por medio de María, con María, en María y por María, para poder
cumplirlas de modo más perfecto por medio de Jesús, con Jesús, en Jesús y por Jesús».
«Debemos abandonarnos al espíritu de María para ser movidos y guiados según su querer. Debemos ponernos y
quedarnos en sus manos virginales como un instrumento entre las manos de un operario, como un laúd en las
manos de un hábil organista. Debemos perdernos y abandonarnos en ella como una piedra que se tira al mar. Es
posible hacer todo esto simplemente y en un instante, con una sola mirada interior o un delicado movimiento de
la voluntad, o incluso con alguna palabra breve» .
Pero, ¿no se usurpa de este modo el lugar del Espíritu Santo en la vida cristiana, desde el momento en que es
por el Espíritu Santo por quien nos debemos «dejar conducir» (cf. Gál 5,18), al que debemos dejar obrar y orar
en nosotros (cf. Rom 8,26), para parecernos a Cristo? ¿No está escrito que el cristiano debe hacer todo «en el
Espíritu Santo»? Este inconveniente —de atribuir al menos de hecho, tácitamente, a María las funciones propias
del Espíritu Santo en la vida cristiana— ha sido reconocido como presente en ciertas formas de devoción
mariana anteriores al Concilio .
Esto se debía a la falta de una conciencia clara y activa del lugar del Espíritu Santo en la Iglesia. El desarrollo
de un fuerte sentido de la pneumatología no lleva, desde ningún punto de vista, a la necesidad de rechazar esta
espiritualidad de la entrega en María, sino que sólo clarifica su naturaleza. María es precisamente uno de los
medios privilegiados a través del cual el Espíritu Santo puede guiar a las almas y conducirlas a la semejanza con
Cristo, justamente porque María forma parte de la Palabra de Dios y es ella misma una palabra de Dios en
acción. En este punto Grignion de Montfort anticipa los tiempos cuando escribe:
El Espíritu Santo, que es estéril en Dios, es decir, no da origen a otra persona divina–, se hizo fecundo por
María, su Esposa. Con Ella, en Ella y de Ella produjo su obra maestra, que es un Dios hecho hombre, y produce
todos los días, hasta el fin del mundo, a los predestinados y miembros de esta Cabeza adorable. Por ello, cuanto
más encuentra el Espíritu Santo en un alma a María, su querida e indisoluble Esposa, tanto más poderoso y
dinámico se muestra el Espíritu Santo para producir a Jesucristo en esa alma y a ésta en Jesucristo .
La frase «ad Jesum per Mariam», a Jesús por María, sólo es aceptable si se entiende en el sentido de que el
Espíritu Santo nos guía a Jesús sirviéndose de María. La mediación creada de María, entre nosotros y Jesús,
encuentra toda su validez, si se entiende como una manera de mediación increada que es el Espíritu Santo.
Para entender, recurramos a una analogía desde abajo. Pablo exhorta a sus fieles a mirar lo que hace él y a que
ellos hagan también lo que ven que él hace: «Lo que aprendisteis y recibisteis, escuchasteis y visteis en mí
ponedlo en práctica» (Flp 4,9). Ahora bien, es cierto que Pablo no intenta ponerse en el lugar del Espíritu Santo;
simplemente piensa que imitarlo significa secundar al Espíritu, desde el momento en que piensa que también él
tiene al Espíritu de Dios (cf. 1 Cor 7,40). Esto vale a fortiori para María y explica el sentido del programa de
Grignion de Montfort de «hacer todo con María y como María». Ella puede decir de verdad como Pablo y más
que Pablo: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1). De hecho, ella es nuestro modelo y
maestra precisamente porque es perfecta discípula e imitadora de Cristo.
En un sentido espiritual, esto significa tomar a María consigo: tomarla como compañera y consejera, sabiendo
que ella conoce, mejor que nosotros, cuáles son los deseos de Dios respecto de nosotros. Si se aprende a
consultar y a escuchar en cada cosa a María, ella se convierte verdaderamente, para nosotros, en la maestra
incomparable en los caminos de Dios, que enseña interiormente, sin un clamor de palabras. No se trata de una
posibilidad abstracta, sino de una realidad de hecho, experimentada, tanto hoy como en el pasado, por
innumerables almas.
Antes de concluir nuestra contemplación de María en el misterio pascual, junto a la cruz, querría que le
dedicáramos también un pensamiento como modelo de esperanza. Llega un momento en la vida, en el cual nos
es necesaria una fe y una esperanza como la de María. Esto pasa cuando parece que Dios ya no escucha nuestras
oraciones, cuando se diría que se contradice a sí mismo y a sus promesas, cuando nos hace pasar de derrota en
derrota y las fuerzas de las tinieblas parecen triunfar sobre todos los frentes alrededor de nosotros y se produce
oscuridad dentro de nosotros, como se produjo oscuridad aquel día sobre el Calvario (cf. Mt 27,45). Cuando,
como dice un salmo, él parece «haber olvidado su bondad y cerrado con ira sus entrañas» (cf. Sal 77,10).
Cuando te llega esta hora, recuerda la fe de María y grita también tú, como lo hicieron otros: «¡Padre mío, ya no
te entiendo, pero confío en ti!»
Quizás Dios nos está pidiendo justamente ahora que le sacrifiquemos, como Abraham, a nuestro «Isaac», es
decir la persona, cosa, proyecto, fundación, o tarea, que nos es querida, que Dios mismo un día nos confió, y
por el cual hemos trabajado toda la vida. Esta es la ocasión que Dios nos ofrece para mostrarle que él nos es
más querido que todo lo demás, incluso que sus dones, incluso que el trabajo que hacemos por él.
Dios dijo a Abraham: «Te he constituido padre de multitud de pueblos» (Gén 17,5), y después del sacrificio de
Isaac: «Por haber obrado así, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré tu
descendencia… Por tu descendencia se bendecirán todas la naciones de la tierra por haber obedecido mi voz»
(Gén 22,16-18). Lo mismo, y mucho más, dice ahora a María: ¡Te haré Madre de muchos pueblos, madre de mi
Iglesia! En tu nombre serán benditas todas las estirpes de la tierra. ¡Todas las generaciones te llamarán
bienaventurada!
Uno de los padres de la Reforma, Calvino, al comentar Génesis 12,3, dice que «Abraham no solo será ejemplo e
intercesor, sino una causa de bendición» . Esto podría hacer comprensible y aceptable a todos los cristianos la
afirmación de san Ireneo: «Igual que Eva, al desobedecer, se convirtió en causa de la muerte para ella y para
todo el género humano, así María, al obedecer, se convirtió en causa de salvación (causa salutis) para sí misma
y para todo el género humano» . Como Abraham, María no es solo un ejemplo, sino también causa de
salvación, aunque, se entiende, de naturaleza instrumental, fruto de la gracia, no del mérito.
Está escrito que cuando Judit volvió entre los suyos, después de haber puesto en riesgo la propia vida por su
pueblo, los habitantes de la ciudad corrieron a su encuentro y el sumo sacerdote la bendijo diciendo: «Que el
Altísimo te bendiga, hija, más que a todas las mujeres de la tierra… Jamás se olvidará en el corazón de los
hombres la valentía que has manifestado» (Jdt 13,18s). Dirigimos las mismas palabras a María: ¡Bendita tú
entre las mujeres! ¡La valentía que has manifestado jamás será olvidada en el corazón de los hombres y en el
recuerdo de la Iglesia!
Resumimos ahora toda la participación de María en el Misterio Pascual, aplicando a ella, con las debidas
diferencias, las palabras con las cuales san Pablo resumió el Misterio pascual de Cristo: