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¿Por qué cuesta tanto darse cuenta de que la vocación divina –la que sea– es
un don de Dios para quien la concede? ¿Tan aferrados estamos a las realidades
de aquí abajo que somos incapaces de darnos cuenta de que Dios jamás
defrauda? ¿Tan menospreciada tenemos la palabra vocación como para que nos
asalten los más ocultos presentimientos cuando un hijo plantea la posibilidad de
entregarse a Dios? ¿Tanto miedo le tenemos a Dios y a las cosas de Dios? En
definitiva tendríamos que preguntarnos, ¿por qué Dios genera tantas suspicacias?
La vocación es lo que da sentido a la vida de cualquier persona. Tú y yo
hemos nacido porque tenemos vocación –cada cual la suya– y somos
verdaderamente felices cuando recorremos ese camino personal de Dios para
nosotros, en las circunstancias que nos haya llamado y para lo que nos haya
llamado.
Qué diferente resulta acercarse a esta realidad sobrenatural partiendo de ver la
vocación como un privilegio o como una especie de castigo divino. Nadie, en su
sano juicio, querrá tildar a la vocación como algo negativo o perverso para la
vida de nadie, pero es justo reconocer que, en ocasiones, nos acercamos a esta
realidad con todos los prejuicios inimaginados. Tiempo tendremos de abordarlos,
pero de primeras dejemos que la Gracia de Dios nos guíe, dejemos reposar un
poco el asunto, quitemos tanto razonamiento humano y tanto apasionamiento
estéril (que si es muy joven, que si es o no es lo suyo, que lo que yo quiero es
que se case, y qué pasa si luego se equivoca, que mira que yo conozco casos que
acabaron con el hijo rebotado, etc., etc.), y abordemos la primera de las
realidades: saberse llamado por Dios es un privilegio, es un don de Dios, es la
constatación mas clara del éxito de la formación cristiana de un hijo, es la
semilla divina que cae en una buena tierra roturada, regada y abonada por unos
padres verdaderamente cristianos.
Ya veremos luego si tu hijo está en condiciones o no de responder que sí a
Dios, de si lo suyo es una emocionada del momento, de si hay base sobrenatural
para poder intuir la posible llamada de Dios..., pero de primeras reaccionemos
con verdadero agradecimiento, con ese orgullo bueno de padre y de madre que
sabe que ese planteamiento generoso de un hijo es difícil que nazca sin la
educación recibida, sin los valores transmitidos en la propia familia.
Empecemos, por lo tanto, jugando el partido en el equipo de Dios. Sepámonos
unos afortunados de tener un hijo o una hija que ha tenido esa grandeza de
plantear la posibilidad de entregar su vida a Dios, y sintámonos muy señalados
por el de arriba... sintámonos unos auténticos privilegiados porque Dios haya
querido fijarse en uno de los nuestros, en uno de los míos. Y qué importante
resulta que un hijo, de inicio, se encuentre con esa actitud en sus padres. Si en
cualquier decisión importante de su vida, lo que desea un buen hijo es recorrerla
con la aprobación y el estímulo de sus padres, ¿por qué empezar a hablar de ello
desde la indiferencia y la sospecha?
¿ESTAMOS LOCOS?...
MI HIJO TIENE 15 AÑOS
Hasta aquí todos de acuerdo... o casi todos, que de todo tiene que haber.
Ahora bien, ¿qué hago si viene mi hijo con solo quince o dieciséis años y me
plantea que quiere entregar su vida a Dios? Llevarlo al psiquiatra acaba saliendo
carísimo, así que, a primera vista, parece que lo más sensato es no hacerle
mucho caso, no vaya a ser que esté de guasa y yo me lleve un sofocón
innecesario... El problema se agudiza cuando da la impresión que ni está de
guasa ni parece aconsejable, por ahora, llevarlo a ningún médico especialista. El
problema está cuando él o ella te lo dice de forma convencida y tú ves –porque
eso se ve– que no solo es una decisión libre y bien tomada, sino que además lo
quiere de verdad. Y está dispuesto a luchar por ello. Y a ti te dan ganas de decirle
que se calle porque estás en un terreno resbaladizo, en un terreno que no
controlas. Por un lado no quieres ir contra las cosas de Dios pero es que... es tu
hijo... y además tiene ¡quince años!
¿Qué dice la Iglesia con esto de las vocaciones tempranas? Pues la Iglesia,
que es muy Madre y muy prudente, lo que dice es que hasta los 18 años aquí paz
y después gloria. Traducido... que hasta que no tenga la mayoría de edad no
puede adquirir un compromiso formal de abrazar una vocación determinada
dentro de la Iglesia...
Entonces, ¿a qué viene mi hijo con esta historia de quererse dar a Dios si
todavía le falta media vida para llegar a los 18? Pues porque una cosa es no
poder pertenecer hasta los 18 y otra muy distinta no prepararse desde ya para
poder decirle a Dios que sí. La llamada de Dios es de Dios, y Él no tiene porqué
esperar a los 18, ni a los 15 ni a los 45 para decirle a un alma lo que espera de
ella. Es más, si se lo ha dicho con 15 es porque quiere que esté preparada para
cuando pueda formalizar, digámoslo así, ese compromiso con Dios.
Un deseo de entregarse a Dios surge solo cuando se ha visto o al menos
intuido lo que Dios quiere de un alma. La Iglesia sabe que es en esas edades
jóvenes cuando el corazón puede escuchar más fácilmente la voz de Dios, y a lo
que invita a esos jóvenes, que aun no han cumplido la mayoría de edad, es a que
se preparen a esa llamada viviendo muy cerca de Dios, que se formen y
conozcan ese camino concreto al que Dios les llama para que ese inicio de
vocación –esa llama débil recién encendida en sus almas– pueda madurar y
florecer.
Por eso, un chico o una chica de 15 años puede muy bien decir que siente la
llamada de Dios en su alma. A otros les tocará juzgar en conciencia y rectitud de
intención si ese deseo se confirma en el tiempo, y si esa posible llamada es
verdadera, pero, ante todo, lo primero es custodiar ese deseo de Dios, velar para
que esa alma tenga el sustento necesario para alimentar esa incipiente vocación.
LA EDAD
NO ES EL PROBLEMA
José Miguel Cejas, en su libro “La vocación de los hijos” trata este tema con
maestría. Dice así: “La edad. ¿Cuál es la edad de un hombre? Los calendarios,
los relojes, las arrugas, las burbujas del champagne de cada Nochevieja tejen
cronologías extrañas que no coinciden con las fechas del alma.
Hay hombres eternamente niños. Otros, perpetuos adolescentes. Muchos no
llegan nunca a la madurez. Hay a quienes les sorprende la vejez embriagados
todavía en el vértigo de la frivolidad: tratan entonces de apurar la vida a grandes
sorbos, a la búsqueda de lo que ya no volverán nunca a ser (...).
Si cada uno es responsable de su rostro a los cuarenta años, los rostros de los
santos dan un formidable testimonio de sí mismos. Sus ojos, sus gestos, revelan
una sorprendente, casi indestructible, juventud interior. Demuestran que la edad
verdadera de un hombre es la edad de su amor y de su generosidad. Y que el
calendario definitivo no es el que marca los días hacia la muerte, sino el que
señala el camino hacia Dios.
Por eso, cuando Dios llama, qué importa la edad. Dios llama siempre en la
hora perfecta del amor. El primer barrunto suele experimentarse en la niñez, pero
no siempre es así: Alfonso de Ligorio se decidió a los veintisiete, después de
años de brillante ejercicio profesional en el foro; Agustín se bautizó a los treinta
y tres, después de una vida azarosa; Juan de Dios cambió de vida a los cuarenta
y dos años, tras una existencia aventurera que le había puesto en una ocasión al
pie de la horca.
No existe una “edad perfecta”. Dios llama cuando quiere y como quiere. El
Espíritu Santo, señala Berglar, no parece demasiado preocupado por la partida de
nacimiento. Por eso, nunca es demasiado tarde para corresponder a su llamada:
vivir es siempre estar a tiempo para la entrega, porque para Él no hay tiempo.
El amor suele llegar en la juventud, y Dios, que es Amor, suele llamar en esa
edad. La Virgen era una adolescente –¿catorce, quince, dieciséis años?– y José
debía de ser joven, por mucho que hayan intentado envejecerlo pintores y
escultores con el devoto pretexto de guardar la pureza de María. Como si la
juventud no supiese vivir limpiamente, y no tuviésemos suficientes ejemplos de
la lubricidad de algunos ancianos.
¿Y Juan? El único apóstol que acompañó al Señor al pie de la cruz era un
adolescente. El resto de los apóstoles rebosaba juventud: rondaban todos la edad
del Señor: treinta años. La iconografía los pinta solemnes y barbados, casi
siempre ancianos. Pero la realidad fue distinta: los acompañantes de Jesús por
los caminos de Palestina estaban en la plenitud de la vida: la mayoría acababa de
estrenar su juventud. La lectura del Evangelio deja el sabor inconfundible de
ardor, prisa y vibración de los jóvenes.
Por eso, no se entiende demasiado esa resistencia a la entrega de los jóvenes
que se aprecia en algunos ambientes, por considerarlos perpetuos inmaduros.
“Os escribo a vosotros, jóvenes –escribe el apóstol Juan en el atardecer de su
vida–, porque sois fuertes”. Esa resistencia –resistencia de los padres a
entregarse ellos mismos, resistencia ante la entrega de sus hijos, resistencia a
entregar sus hijos a Dios–, como otros rasgos de la sociedad actual, resulta
paradójica (...).
La Iglesia, fiel a los requerimientos divinos, ha bendecido la entrega a Dios en
la juventud: una entrega que le ha dado tantos santos. “Bienaventurados los que
se entregan a Dios para siempre en la juventud”, escribió don Bosco pocos días
antes de su muerte.
Entre los santos de la Iglesia católica hay personas de todos los estados,
profesiones, temperamentos y culturas. Madres de familia, artistas, campesinos,
juristas, religiosos, aventureros, reyes, mendigos, estadistas, obreros,
sacerdotes... La mayoría de ellos se entregaron jóvenes. Basta repasar el santoral
para ver cómo la Iglesia Católica rezuma alegría de juventud. No sólo no teme a
la juventud, sino que la venera en sus altares y aprende de ella y de su heroísmo:
la mayoría de los veintidós mártires de Uganda oscilaban entre los quince y los
veintidós años. Tarsicio, Luis Gonzaga, Domingo Savio, Teresa de Lisieux,
Bernadette, María Goretti... murieron en la adolescencia, o en plena juventud. Y
en nuestro tiempo se sigue beatificando a jóvenes, y muchos de ellos laicos,
como una campesina polaca, Carolina Kózka; un joven francés, Marcel Callo, o
dos campesinas italianas: Pierina Morosini y Antonia Mesina.
Sorprende por eso que se ponga como excusa para no entregarse a Dios... ¡que
se es joven! La juventud es la época del amor. Cualquier tiempo es bueno para la
entrega, pero esa es la edad privilegiada. Se lee en Camino de san Josemaría
Escrivá: «Me has hecho reír con tu oración impaciente. –Le decías: ‘no quiero
hacerme viejo, Jesús... ¡Es mucho esperar para verte! Entonces, quizá no tenga el
corazón en carne viva, como lo tengo ahora. Viejo, me parece tarde. Ahora, mi
unión sería más gallarda, porque te quiero con Amor de doncel’» (n. 111).
¿A QUÉ EDAD
HAY QUE ENTREGARSE
A DIOS?
La preguntita se las trae... pero también es fácil dar con una respuesta
inequívoca: Hay que entregarse a Dios cuando te llame Dios... ni antes ni
después.
En dos mil años de vida de la Iglesia ha habido de todo. Jóvenes, niños,
viejos, viudos, casados, solteros, sanos, enfermos, guapos, guapas, cardos e
incluso listos y menos listos... La edad para entregarse, vista la historia de la
Iglesia, la pone Dios y sólo Dios. Otra cosa es que nuestra buena Madre la
Iglesia marque unos criterios de sentido común, de prudencia humana, y la
recomendación es que hasta que no se tenga la mayoría de edad no se pueden dar
pasos vinculantes... Otra cosa bien distinta es lo que podríamos llamar las etapas
de discernimiento (postulantes, novicias, aspirantes, etc.). Es algo así como una
etapa previa de conocimiento mutuo (del que desea entregarse a Dios y de la
institución en la que se desea entregarse), que sin exigir un compromiso jurídico,
el joven o menos joven va manifestando su deseo libre de darse a Dios conforme
madura su vida de piedad y de conocimiento de la institución.
¿Y no es eso –podríamos pensar–, una manera de tener atada a esa persona de
cara al futuro? ¿No es peligroso si se trata, además, de chicos o chicas de apenas
catorce, quince o dieciséis años? ¿No es un modo de impedirles que conozcan
otros ambientes, otras maneras de pensar que, cuando crezcan y se los
encuentren, pueden minar su vocación porque no sabían que existían otras
muchas cosas?
Preguntas, todas ellas, de verdadero interés y no exentas de una cierta
sabiduría humana. Si a esa edad (a los quince, a los dieciséis), tuvieran que dar
una respuesta definitiva a su vocación, tendrías motivos sobrados para pensar de
ese modo. Es como exigirle a un chaval de quince años que se case con la
primera chica con la que ha salido. A las cosas hay que darles tiempo. Ahora
bien, ¿vamos a impedir que salga con esa chica, que la conozca de verdad, que la
trate limpiamente sabiendo que posiblemente no es con la que se va a casar? La
respuesta dátela tú mismo y entenderás también que, sólo conociendo esa
vocación a la que desea entregarse, podrá decidir en el futuro libremente y de
verdad si desea seguir ese camino.
Es cierto que no se puede, por ejemplo, querer ser sacerdote y ligar al mismo
tiempo, pero no tener novia no es lo que me inclina a ser sacerdote. Si no me
gustaran las chicas, no podría ser cura. Podría ser otra cosa, pero no cura. Quien
se entrega a Dios en el celibato, sabe lo que deja. Aquí nadie es tonto. Otra cosa
bien distinta es que queramos que salga con esa chica para que se olvide de la
idea de hacerse sacerdote, pero eso no es jugar limpio el partido, eso es hacer
trampas... y trampas de las que antes o después nos avergonzaremos de haber
intentado practicarlas.
Por eso, ante las cosas de Dios –si son de Dios– lo mejor es jugar a favor...
Dejarle que Él marque los tiempos, los modos y las maneras. Él es mucho más
listo que nosotros, mucho más sabio y ama a nuestro hijo con locura. Si es lo
suyo, no juegues en contra y si no lo es, habrá sido una experiencia en su vida
inolvidable y de mucho fruto, y nosotros tendremos siempre la conciencia
tranquila. El día que Dios nos llame no tendremos nada de qué avergonzarnos...
Y eso sí que es importante.
PRIMERO ÉCHATE UNA NOVIA...
Y LUEGO HABLAMOS
Cuantas veces nos hemos repetido a nosotros mismos que lo único que
queremos de nuestro hijo es que sea feliz... Lo demás, poco importa. Y ahora que
estamos en este perplejo problema de ver que un hijo nuestro se ha planteado
una entrega a Dios, nos surge la duda de si Dios será capaz de hacerle feliz
teniendo que renunciar a todo lo que se tiene que renunciar.
Y es que a un buen padre y a una buena madre le da cierto vértigo ver como
un hijo se plantea realidades tan sobrenaturales, por muy buenos cristianos que
sean. Dios es Dios. Eso lo saben bien. Pero su hijo es su hijo, y conocen sus
miserias, sus sentimientos, su corazón a veces rebelde, sus altibajos, sus
cualidades, sus virtudes, su inteligencia... y entonces entra la duda de saber si ese
hijo sabrá lo que está diciendo, de si será consciente de las amarguras que trae la
vida consigo, de si será feliz del todo en ese camino.
Es el momento, entonces, de recordar que Dios ama a vuestro hijo
infinitamente más que lo que cualquier madre puede amar al suyo. Infinitamente
más de lo que todas las madres del mundo juntas pueden haber amado y amar a
todos los hijos nacidos en la historia de la humanidad. Todo ese amor es nada y
menos que nada comparado con el amor de Dios por tu hijo. Es ésta una verdad
consoladora que todos sabemos pero a la que, en ocasiones, parece difícil dar
crédito.
Convéncete muy de veras que si Dios quiere algo de tu hijo... es esto: que sea
feliz. Y por eso le ha dado una vocación. No le pongamos puertas al campo, no
seamos tan tontos de pensar que Dios no conoce suficientemente a tu hijo, de
pensar que Dios tiene las manos atadas y no puede dar todas las gracias
necesarias para que este chico pueda corresponder a su vocación. Si Dios quiere
algo de él, no dudes que le dará todas las ayudas que precise para llevarlo a cabo.
Pero, en todo caso, la realidad es muy tozuda... Dios ama a tu hijo más que tú.
Eso siempre es un gran consuelo para quien quiere lo mejor para el otro. Por eso,
no dejes que el cariño exclusivamente humano que sientes por los tuyos te
ciegue y te impida ver como algo grande que Dios quiera contar con tu hijo para
estar más cerca de Él. Eso no es nunca una desgracia... Es dejárselo al único que
de verdad lo podrá hacer siempre muy feliz. ¿O has visto alguna vez una persona
entregada a Dios de verdad que no sea feliz?
RESISTIRSE A QUE
UN HIJO SE ENTREGUE,
NO ES PECADO... ¡ES HUMANO!
Esta es el arma mejor guardada por un padre o una madre que no desea,
aunque no esté dispuesto a reconocerlo, que un hijo suyo se entregue a Dios...
poner el no de los padres por delante.
¡Cuánto mas joven es un hijo, mayor es la capacidad de influencia de sus
padres! Por eso, aunque la historia está llena de santos que dijeron no a sus
padres y sí a Dios, lo cierto es que en pleno siglo XXI, tal y como está
constituida la sociedad actual, es poco aconsejable iniciar ese camino de entrega
a Dios sin el apoyo de los padres... y con eso cuenta cualquier padre o cualquier
madre.
Es verdad. Tienes mucho de la sartén por el mango... pero por eso es mayor tu
responsabilidad ante tu propia conciencia y ante Dios. ¿Por qué no recorrer este
camino al lado de tu hijo y no poniéndose enfrente? ¿Por qué no partir del sí, si
ves que es lo que tu hijo quiere e intuyes que también puede ser el querer de
Dios? ¿Por miedo a que se equivoque, a que no sea feliz, a que emprenda un
camino para el que no está preparado? ¿O eres tú el que tiene miedo a perderlo, a
que ya no esté junto a ti, a que no haga aquello que tú ya has pensado para él, a
que rompa la novela de su vida que ya le tienes publicada?
Párate a pensar dos minutos en la alegría que le darás a tu hijo si sabe que
puede contar contigo en esta aventura divina en la que desea embarcarse.
Olvídate por un momento de ti –sí, de ti– y piensa solo en él y en Dios. En el
deseo de tu hijo por corresponder a esa llamada que dice haber recibido, en el
deseo de Dios de colmarlo de bienes, en el orgullo que siente cualquier hijo
cuando ve que sus padres son generosos con Dios. ¿O acaso piensas que tu hijo
no es consciente también del sacrificio que hacen sus padres ayudándole a
emprender ese camino? No dudes que ese ejemplo tuyo será un verdadero tesoro
cuando lleguen en su vida –porque llegarán– momentos de zozobra, de duda, de
tempestad. Será el recuerdo de unos padres generosos con Dios lo que le
permitirá volver a reemprender su camino con nueva ilusión... porque ha visto
ese destello de generosidad en los ojos de sus padres.
¿Y SI FINALMENTE MI HIJO,
PASADO UN TIEMPO,
VE QUE NO TIENE VOCACIÓN?
Podríamos estar varios meses intentando dilucidar a qué diantre sale ahora tu
hijo con ese empeño por entregar su vida a Dios. Puedes gastarte media fortuna
consultando con psicólogos, con especialistas, con estadistas o quien se precie...
pero la razón última para intentar averiguar de quién es la culpa la tienes muy
cerca de ti... Eres tú mismo. Los primeros culpables de que un hijo decida
entregarse por entero sois Dios y sus padres.
Pensarás que exagero, pero bien sabes tú de que de tal palo, tal astilla y de
aquello “de que por sus frutos los conoceréis”. Si te hubieras preocupado un
poquito más de que fuera más egoísta, que hubiera pensado más en sí mismo y
menos en los demás, si no hubiera tenido encargos en casa, si en lugar de hablar
con él seriamente por verle despistado le hubieras dejado en paz y hubiera
venido a casa a la hora que él quería, o le hubieras dejado ver toda la televisión
que quisiera, o le hubieras comprado todo lo que le gustaba, no estaría con estas
historias en la cabeza.
Y, sobre todo, la culpa es tuya porque tu hijo ha visto en casa que tú ibas a
Misa, que te tomabas en serio a Dios, que en tu casa hay criterios morales y no
es lo mismo blanco que negro, que se respeta a todos pero se exige todo de
todos... Y si no hubieras actuado así, ahora tu hijo no estaría con este empeño
por darse a Dios.
Es verdad que lo que has hecho es lo que hay que hacer, que educar bien a un
hijo no es pecado ni es de tontos, pero tú tienes mucha culpa de haberle dejado a
Dios un terreno propicio donde naciera ese afán generoso de tu hijo... ¿Y te
arrepientes de ello? Obviamente no... Así que ahora no lo estropees. No te
avergüences de tu esfuerzo por transmitir valores que perduran... no te
avergüences de que tu hijo pueda llevar la cabeza alta cuando otros son
incapaces de mirar a la cara de nadie sin sentir vergüenza propia y ajena...
Tu hijo no es un egoísta, no es un descreído... es hijo de sus padres, de esos
buenos padres que ahora sufren por ver que su hijo se plantea la vocación... pero
ocurra lo que ocurra, Dios, en parte, está en deuda con vosotros...
¿POR QUÉ TANTA PRISA
EN QUE SE ENTREGUE?
Y podrías muy bien preguntarte: ¿y por qué tengo yo que apoyar la vocación
de mi hijo si es que no quiero estar de acuerdo? Me puedes pedir, como mucho y
en pro de la libertad de las personas en la que siempre he creído, que no me
oponga, pero que esté a favor es pasarse de castaño oscuro...
Pues la respuesta es porque es tu hijo. Una vez me contaba un padre –bruto
él– que su secreto más inconfesable era que siempre le había pedido a Dios que
ninguno de sus hijos se echara nunca una novia negra... y va el primero de ellos
y le trae a casa una novia... negra. Al principio, llevado de sus prejuicios racistas,
se negó de plano a aceptarla, haciéndole ver a su hijo que esa chica no era su
tipo, que no la veía espabilada, que no conocían a su familia. Su hijo, que de
tonto no tenía un pelo, le preguntó que si el problema era el color de su piel. Su
padre se indignó y lo negó tajantemente. Pasado un tiempo, y viendo lo feliz que
era su hijo, trató más a esta chica y descubrió en ella valores que jamás pensó
que tuviera. Con el transcurrir de los meses vio a una chica sencilla, trabajadora,
alegre, servicial, cariñosa y con una visión muy madura de lo que era un
noviazgo. Vamos, que acabó encantado con la que pasados unos años pasó a ser
su nuera. Y con orgullo me decía: tengo cuatro nueras, y a la que más quiero
como si fuera una hija mía es... a la negra.
¿Qué a qué viene esta historia? Pues que esa vocación de tu hijo, para ti ahora,
te pongas como te pongas, es esa novia negra que no quieres ver ni un pintura.
Pero si te quitas tanto prejuicio, si la tratas, si procuras conocerla, si de verdad te
importa la libertad y la felicidad de tu hijo, ponte un poco a su favor y veras
como te acaba gustando... porque veras que es eso y no otra cosa lo que hace
feliz a tu hijo.
Y si no le apoyas, si le pones palos a la rueda cada dos por tres, si te niegas
sistemáticamente, si alejas a tu hijo de esa formación especifica, de esos amigos
que le ayudan, de ese colegio donde estudia... pues perfectamente puedes lograr
que abandone su ideal de vocación, pero no porque no tenga vocación, sino
porque tú has puesto todos los medios para alejarlo de su vocación. Si ese padre
del que te he hablado hubiera prohibido a su hijo salir con esa chica, y lo hubiera
cambiado de amigos y de colegio, muy posiblemente, hoy no sería su nuera...
Piénsalo, de verdad. ¿Qué ganas con esta guerra absurda de no, no y no,
cuando en el fondo de tu alma sabes que algo no encaja, que esto es un empeño
tuyo puro y duro? ¿Por qué no dejas que tu hijo lo intente y que él decida su
futuro... que ya es mayorcito? ¿Por qué le vas a quitar a un hijo el orgullo santo
de saber que sus padres le apoyaron en todas las decisiones importantes de su
vida? ¿No te carcome la idea de meterte en la conciencia de otro y juzgar como
si pusieras o quitaras vocaciones? ¿Tan poco te fías de tu hijo? ¿Tanto te fías de
ti?
¡A MI HIJO
LE HAN COMIDO LA CABEZA!
Cuando un hijo llega a casa y plantea que quiere entregar su vida a Dios,
muchas veces pensamos que le han comido la cabeza, que le han comido el tarro.
Podría ser algo cierto, sin duda (hay mucha secta disfrazada de cordero que son
un peligro en potencia), pero lo más probable es que al no entender esa decisión
de nuestro hijo, busquemos razonadas sinrazones.
A veces es lógico que nos preguntemos si esta decisión no será fruto de un
ímpetu juvenil transitorio, condicionado por el ambiente que le rodea –amigos,
compañeros, incluso por la propia familia–. A lo mejor es que ha visto una
película y se ha entusiasmado, o ha ido al cole un misionero y le ha metido esta
idea en la cabeza. No te preocupes, porque si es así, en una semana se le habrá
pasado ese empeño y tú tendrás razón.
Ahora bien, si la decisión es más duradera y pasa un mes o dos y sigue
pensando lo mismo, lo que has de preguntarte es cómo tu hijo, sabiendo el
ambiente que se encuentran en la calle, comprobando cada día que esta sociedad
nada empuja a tomar decisiones de entrega, va tu hijo y se sigue planteando dar
su vida a Dios. Sabes muy bien que la presión que experimentan los jóvenes –
una presión brutal– les lleva sin ningún tipo de esfuerzo a una vida gobernada
por el materialismo, la búsqueda del placer físico y el deseo de triunfo por
encima de todo. Es verdad que tal vez en otros momentos de la historia los
factores externos condicionaran muchas decisiones de entrega, pero pensar que
en la actualidad se reproducen esos factores supone, al menos, desconocer el
suelo que pisamos, cuando no buscar una excusa que disfrace nuestra falta de
generosidad. Que los padres miren por las vidas de los hijos y vean las cosas de
tejas abajo, advirtiendo de posibles dificultades y comprobando razonablemente
la firmeza de esos propósitos de entrega, es lógico y natural. Que en los tiempos
que corren los padres tiendan incluso a la superprotección de los hijos, a intentar
que no les falte de nada, que no sufran, es hasta cierto punto disculpable. Lo que
no es lógico ni justificable en una mentalidad cristiana es el miedo de tantos
padres a la posible vocación de sus hijos y el miedo de los hijos a la posible
oposición de los padres.
De algunos años a esta parte, me atrevería a decir que es éste uno de los
principales obstáculos que se debe superar para poder tomar con libertad una
decisión en conciencia sobre la propia vida. No me estoy refiriendo a la natural
resistencia interior que cualquier buen hijo siente al pensar que debe dejar a sus
padres para seguir un ideal que supone y exige ese desprendimiento, ni a la
natural preocupación de unos buenos padres porque su hijo acierte y sea feliz.
Me refiero, más bien, a la resistencia de muchos padres a que sus hijos tomen
decisiones comprometidas, para las que, en su opinión, no están preparados... y
no se sabe muy bien, en realidad, cuándo llegarán a estarlo.
ENTRA DE FRENTE
AL PROBLEMA: ¡REZA!
Mira que se nos llena la boca de la palabra libertad y luego... pasa lo que pasa.
¡Cuántas veces, ante el planteamiento teórico de la posible vocación de un hijo,
lo primero que decimos es que si es él quien lo quiere de verdad, nosotros no nos
opondremos! Y luego, cuando esa posibilidad teórica se transforma en una
realidad escuchada... nos asustamos ante la palabra libertad.
Qué paradoja tan terrible la de esos padres que hablan de libertad pero les da
miedo que se ejerza. Parece que la libertad es sólo aplicable si alguien hace lo
que yo le digo... y sólo lo que yo le digo. Es cierto, bien cierto, que la sociedad
actual ha hecho un altar de esta palabra. Y estamos ya más cerca de ejercer el
libertinaje que otra cosa, pero es chocante que nos parezca poco razonable
prohibir a un hijo que salga con tal o cual chica o que estudie esta carrera o esta
otra... y luego, ante la posibilidad de que un hijo se entregue a Dios, nos parece
que su deseo, aun viendo que es libre, no es correcto. Ahí su libertad no vale, no
sirve, no nos convence. Y argumentamos que todavía es demasiado joven,
demasiado inmaduro, que le falta experiencia de la vida, conocimiento del
mundo real... Pregúntate en conciencia, de verdad, sin autoengaños pueriles...
Hoy, a tu hijo –sí, a ese que te ha dicho que desea entregarse a Dios– ¿le dejarías
salir con una chica, tener una relación limpia de noviazgo? Entonces, si es que
sí, ¿por qué te niegas a que pueda formarse y conocer si esa incipiente vocación
es de verdad la suya? ¿Tan solo porque no hace lo que tú deseas, lo que te dicta
tu deseo?
Hay que ser consecuentes... Apostar por la libertad, si ves que el
planteamiento de tu hijo es recto y es suyo de veras, es apostar sobre seguro. Esa
es la donación gratuita de unos padres por su hijo... querer el bien del hijo, no el
bien propio. Y a veces el bien del otro no nos convence porque no es el plan que
nosotros habíamos fijado para él. Es como el hijo que desea estudiar Filosofía
rompiendo así la tradición familiar –que se remonta hasta el bisabuelo– de
estudiar Medicina. ¿Te vas a negar a que estudie lo que desee aunque te carcoma
la certeza de que va a acabar muerto de hambre en el futuro? ¿No es más lógico
aconsejar pero dejar que el pájaro vuele de la jaula hacia donde desee?
¡Qué nítido se ve este planteamiento si le damos la vuelta! ¿Qué opinas de
alguien a quien se le exige que se entregue a Dios si no desea hacerlo? ¿No es
eso mancillar y violar el principio íntimo de su libertad? ¿No es una aberración –
pecado imperdonable– obligar a alguien a entregar su vida a Dios porque lo digo
yo? Pues pregúntate si es justo hacer lo contrario argumentando razones de
conveniencia, de prudencia humana... cuando en el fondo estamos usando el
mismo argumento.
Por eso, quien sin dejar de ser prudente, apuesta por la libertad del otro, es
fácil que acierte, y es seguro que será una decisión de la que siempre se sentirá
orgulloso.
¿CÓMO SÉ QUE DIOS
LLAMA A MI HIJO?
¿A que padres cristianos no les llena de orgullo ver que su hijo se toma su
vida cristiana en serio? Tal y como está el patio de la calle, saber que nuestro
hijo tiene unos criterios morales sólidos, es una garantía inequívoca de que va
por el camino que unos buenos padres desean.
Tener una hija o un hijo que procura tener una vida cristiana seria, evita, entre
otras cosas, los grandes peligros que afectan a los jóvenes de hoy: el mundo de la
droga, el alcoholismo, la permisividad sexual, el abandono escolar y todo el
relativismo moral que se extiende como una losa en las conciencias de tantos... Y
saber que un hijo está fuera de esos ámbitos, es una gozada para cualquier padre.
Y no seamos tan ingenuos de pensar que eso nunca le pasará a nuestro hijo,
quisiera o no entregarse a Dios. Obviamente, la disyuntiva no es seguir la
vocación o acabar drogadicto... pero por muy buena persona que sea tu hija o tu
hijo, lo que se encuentran en la calle, en el colegio, entre sus amigos, es una
sociedad descreída y moralmente prostituida. Y solo quien tiene criterio recto,
quien tiene personalidad sólida, es capaz de conformar su vida con verdadero
sentido cristiano. Por eso, un buen padre cristiano desea que sus hijos sean
personas de criterio, hombres y mujeres de una pieza que saben ser consecuentes
con su fe a lo largo de sus vidas.
¿Cuántos padres sufren al ver como sus hijos se alejan de la Iglesia y de la
práctica religiosa? ¿Por qué piensas que un hijo empieza a no comulgar un
domingo cuando va con vosotros a Misa? Y entonces, esos mismos padres
desean de verdad que sus hijos sean ayudados en su vida cristiana porque saben
bien que el alejamiento de Dios es la peor infelicidad de todas. Por eso, alegra y
alegra mucho ver un hijo que lucha, que es coherente, que vive bien su fe... hasta
que se plantea su vocación y decide dar su vida a Dios.
¡Lo queremos todo! ¡Y no se puede! Queremos un hijo coherente con su fe,
fuerte en sus convicciones, que esté cerca de Dios... pero sin pasarse. Que sí, que
es bueno ir a Misa, pero si no va todos los días tampoco pasa nada, que no hay
que ser exagerados. Y si toca playa pues playa, que aunque tenga 15 años lo que
a mi hijo más le gusta es hacer castillos de arena, que si no lo conoceré yo que
soy su madre...
En el fondo, lo que nos dicta el egoísmo es tener un hijo con todas las ventajas
de querer entregarse a Dios (trabajador, estudioso, cariñoso con sus padres,
servicial con sus hermanos, alegre, feliz y piadoso) pero sin ese deseo por darse
a Dios (así no se mueve de casa y podrá casarse con esa chica que a mí me
gusta). Pero ya está dicho que si Dios llama, Dios llama. No podemos ser unos
monstruos de la “genética social” que programan a su hijo todo su futuro,
dándole esto de aquí y esto de allá... como si se tratara de un ser sin conciencia,
sin alma y sin vida propia.
En el terreno sobrenatural, como muchas veces ocurre en el humano, la única
opción válida es dejar hacer a Dios y querer nosotros también cumplir su
voluntad. Y es que bien sabemos que ese es el único camino que acaba
completando el puzzle de nuestras vidas; lo único que acaba por dar sentido
cierto a todo lo que nos ocurre; lo único que nos permite ser felices en esta
senda, a veces fácil y a veces desconcertante, que es la vida de cada uno de
nosotros.
PADRES “PREVISORES”
Lo he visto tantas veces que tengo la impresión de que es una escena repetida
hasta la saciedad. Situémonos en el contexto, prácticamente idéntico en muchas
familias. Hijo o hija que tras un tiempo de acudir a una parroquia, a un centro
juvenil o a cualquier institución de la Iglesia que hace labor con gente joven, se
plantea su vocación, responde afirmativamente y acude a hablar con sus padres.
Esa chica o ese chico es una persona feliz y no sabe a ciencia cierta cómo van a
responder sus padres a ese deseo suyo. A veces, por la edad y el ímpetu de su
juventud, piensan que sus padres se lo tomarán a bien, aun poniéndoles algún
tipo de pegas. Luego viene la cruda realidad... Los padres se oponen de raíz o
simplemente alejan el problema durante un tiempo con la esperanza de que su
hija o su hijo acaben por olvidarse de ese asunto... Pasan las semanas y ven
como su criatura del alma sigue en sus trece. Ven que reza, que sigue queriendo
frecuentar ese ambiente y esos amigos, y surgen entonces esas celotipias de las
que hemos hablado. El ambiente se enrarece. Los padres ven con preocupación
que su hija o su hijo siguen queriendo lo mismo. Intentan que esté más con ellos
o con otro tipo de amigos. El hijo percibe que quieren alejarlo de lo que él
quiere. Los padres se empiezan a preocupar de verdad al pensar que su hijo
desea estar menos tiempo con ellos... Y surgen los problemas. Y en ese clima,
además, ven que su hijo es menos feliz en casa, que está como marchitado, que
le falta pasión... Y surge, como por encanto, esa trágica sentencia: “Mi hijo esta
triste”.
Y empezamos a buscar las causas... Hasta ahora todo era perfecto –o casi–,
pero desde que se planteó “aquello” ya no es el mismo. Está en casa pero está
distante, quiere estar con sus amigos de siempre, hablar con ese sacerdote,
frecuentar el ambiente donde descubrió su vocación. Y como los padres ven a su
hijo más triste se vuelcan más con él, intentando disuadirle con planes familiares
que le alejen de esa idea de entregarse a Dios. Y, para colmo, a veces ese hijo
joven ni tiene pillería, ni paciencia, ni saber estar... y crispa más el ambiente.
Es la hora del diálogo. Aquí todos están en buen plan... son buena gente, pero
es absurdo intentar mirar para otro lado, pensar que como nosotros los padres ya
le hemos dicho que por ahora se olvide de su vocación pues que se va a olvidar
de su vocación. Y además pensamos que desde el otro lado –desde el lado
“enemigo”– le están incitando a esta guerra psicológica, que en la parroquia o en
el centro juvenil le dicen que plantee batalla con sus padres, que les
desobedezca, que insista una y otra vez... Y claro, en ese clima, el dialogo
sincero es muy difícil.
Por eso hay que hablar y hablar mucho. Vosotros con vuestro hijo y vosotros
con ese lugar que frecuenta, en el que solo quieren el bien del hijo y el bien de la
familia... Y preguntarse si no es lógico que tu hijo esté así, en parte y solo en
parte, porque le estáis quitando la ilusión de su vida, le estáis alejando de lo que
más quiere, le estáis decepcionando porque vuestro hijo ve –es justo
reconocerlo– demasiado empeño en sus padres en que tome otro camino. Y eso
decepciona a cualquier hijo que siempre ha confiado en sus padres.
Y esa tristeza –no lo olvides, es un chico o una chica adolescente– el tiempo
no la cura... la recrudece, la hace más profunda, más sentida, más inhumana. En
algunos jóvenes, si se persiste una y otra vez en ese empeño, acaba
efectivamente alejándolos de su vocación, pero se queda en ellos una herida
amarga en el alma que antes o después resurge. Ellos también tienen conciencia,
y es –tal vez– mas pura que la nuestra... más ingenua también, pero sobre todo
menos retorcida que la nuestra. Y como estamos hablando de la cercanía del
alma con Dios, de algo muy íntimo y muy sagrado, pues el daño que podemos
hacer es mucho mayor, aun sin quererlo, aun sin desearlo, aun sin buscarlo en
ningún caso.
Por eso, seamos serios. Toca hablar, rezar, actuar con prudencia de buena
madre y de buen padre. Dale tiempo al tiempo, ponte del lado de Dios, habla con
esas personas que ayudan a tu hija o a tu hijo y verás que todo va adquiriendo
sentido, que tu vida –sí, la tuya– se va llenando de una luz que hasta ahora no
tenías. Dios no te va a dejar tirado en este momento de tu vida. Trabaja con Él,
habla con Él, fíate de Él... y verás la diferencia.
UN DÍA...
DIOS TE PREGUNTARÁ
POR ESTE DÍA
El título del capítulo suena un poco fuerte, pero es así. Hay algunos que
piensan que por el mero hecho de haber sentido la llamada de Dios, ya no hay
quien te deba mover de esa idea, pase lo que pase y tengas las dificultades que
tengas, aunque en esas pueda incluirse la negativa de tus padres o un entorno
familiar distante con las cosas de Dios.
Y se piensa así por dar por hecho que si una persona sabe que Dios le llama,
no habrá dificultades que puedan tumbar su decisión. Y se acaba razonando
entonces que si una persona joven se echa atrás por la oposición de sus padres,
entonces es que es señal cierta de que no tenía vocación. Y nos quedamos tan
anchos soltando ese argumento...
¡Cuántas buenas aventuras que mueve el amor humano se estropean por el
egoísmo de buscarse a uno mismo, por dejar paso a la rutina o por el mero hecho
de vivir a seiscientos kilómetros de donde vive tu novia! ¿Y qué es la vocación
sino una historia de amor personal del alma con Dios?
Cualquier noviazgo, por mucho flechazo que haya, se prueba en la dificultad.
También las vocaciones... Pero esas dificultades, por provenir precisamente de
aquellas personas a las que más quieres –tus padres– son doblemente dañinas.
Un hijo percibe enseguida si la novia que se ha echado gusta o no a sus
padres...y si percibe que no ha caído bien, será más difícil pedirles ayuda cuando
lleguen los primeros problemas. Sin embargo, si juegan a su favor, será más fácil
escucharles, seguir sus consejos... porque sabe que buscan el bien del hijo. y si
esa no es la chica de mi vida, el día que tenga que cortar –porque eso se ve
claro– también tendré al lado a unos padres que sabrán ayudarme porque
siempre, en los consejos que me daban, se veía que no buscaban sus propios
gustos...
Pues en las cosas de Dios, los tiros son muy análogos... Si tu hijo ve rectitud
de intención, deseo de entenderle, acompañamiento en esa etapa de su vida... la
cosa acabará bien y le habrás hecho un gran bien. Si ve, por el contrario, una
actitud tozuda de no porque no, un rechazo porque no es lo que nos gusta,
entonces no podrá contar con nosotros en esa etapa de su vida... Eso es dejar un
hijo a la deriva, eso es dejar tirado a uno de los tuyos... digamos lo que digamos.
Y esa pequeña llama que es una vocación puede muy bien torcerse por nuestra
oposición, por nuestro “no” terco. A las cosas hay que dejarlas crecer en un
entorno amable, respirable, de respeto a la legítima libertad del otro... Y en las
cosas de Dios no va a ser diferente. Si un chico joven quiere entregar su vida a
Dios y sus padres se oponen, pueden muy bien lograr que en ese chico se
marchite esa ilusión. Es verdad que poco convencido estaría de su vocación si a
los diez minutos de que sus padres le pongan pegas, el chico se echa atrás. Pero
si esa oposición es de meses o años, y van mellando la voluntad de su hijo y se la
van jugando incitándole con planes y situaciones que comprometan su vocación,
entonces es mejor no contarse historietas macabeas... Ahí existen ganas de
cargarse la vocación del hijo, de alejarlo de Dios, de querer cumplir la voluntad
de los padres como si la de Dios no existiera. Y eso, lo sabemos todos, nunca es
bueno, nunca hará feliz a nadie... y casi nunca acaba bien.
Destruir es muy fácil. Y si no que se lo digan a ese puñado de secretarias que
han conseguido amargar el matrimonio de sus jefes por un mero capricho
pasajero... o a ese puñado de hombres que se han encaprichado de una joven
compañera de trabajo. Cualquier historia de amor, es verdad, está llena de
dificultades, pero qué triste es que seamos nosotros esas piedras que logran que
el otro caiga y tropiece... No es, desde luego, ninguna medalla que merezca la
pena colgarse en el pecho.
¿TE HAS PREGUNTADO
QUÉ ESPERA TU HIJO DE TI?
¿Te has planteado qué hubiera pasado si a la edad de tu hijo, tú hubieras ido a
ver a tus padres para decirles que querías entregar tu vida a Dios? ¿Cómo te
hubiera gustado que ellos reaccionaran? ¿Qué esperarías realmente de ellos?
¿Qué esperas de un hijo que busca a sus padres para pedir consejo sobre su
vocación? ¿Verdad que deseas que te escuche, que siga tus consejos, que se fíe
de su madre y de su padre?
Pues ahora, dale la vuelta a la cuestión... ¿Te has preguntado qué espera tu
hijo de vosotros –de sus padres– en esta situación? ¿Crees que es justo que vea a
unos padres que parece que no entienden las cosas de Dios, que solo miran de
tejas para abajo, que buscan más sus deseos que los del propio hijo o que los de
Dios? ¿Te has puesto en su situación? ¿Eres capaz de valorar la grandeza de
alma, la generosidad enorme que ha tenido tu hijo? ¿Vas a apagar sus ilusiones
solo porque su camino no es tu camino? ¿Tan ciego estás que no eres capaz de
llenarte de orgullo por ver un hijo que quiere amar a Dios con locura aunque
sean grandes sus miserias? Luego actúa como te parezca, pero por favor no
huyas de tu conciencia, no empequeñezcas el alma de tu hijo, no reduzcas su
ilusión a una mera emocionada adolescente. Sé justo y se coherente... Es lo
mínimo.
Y es que lo que tu hijo espera de ti es que le trates como a ti te hubiera
gustado que te trataran si estuvieras en su misma situación... Esa es la cuestión
importante. Esa es la grandeza de alma que se te debe de exigir a ti, aunque te
suponga esfuerzo, aunque hayas de tragarte las lágrimas, aunque hayas de
hacerte violencia por dentro... Una decisión de tal calibre no se ventila con un
“venga chaval, no me cuentes rollos y vete a ordenar tu cuarto que está hecho un
desastre”.
Tu hijo lo que precisa es que valores su decisión en su justa medida... que te
vea contento y orgulloso, y que le expliques entonces todos los peros que ves,
todas las dudas que te genere esa decisión. Ponle tus pegas –las que quieras–
pero desde la visión de un buen cristiano, de un padre que quiere lo mejor para
su hijo. Y escúchale, porque tal vez seas tú el que sepas poco de lo que supone
entregar la vida a Dios. Hay que pasar por ahí para saberlo... ¡Cuántas lecciones
se aprenden de las almas generosas... aunque sean tus propios hijos quienes las
enseñan sin ningún afán de dar lecciones!
DIOS YA CONTABA
CON TU RESISTENCIA CUANDO
DIO LA VOCACIÓN A TU HIJO
Cuando Dios llama a un alma ya sabe lo que viene por delante. Hay personas
–y no son pocas– que han tenido que arrastrar una oposición brutal de sus padres
cuando han decidido entregar su vida a Dios. Ejemplos hay muchos. Basta ver el
santoral que jalona a la Iglesia. Pero eso también le ha ocurrido a otra mucha
gente anónima... y unos vencieron y otros no.
Dios ya sabe cómo son los padres cuando llama a un hijo. Él no puede
controlar tu libertad, no puede imponerte su deseo, su querer para quien es carne
de tu carne. Es muy cierto que si tú tuvieras claro que la vocación de tu hijo es
algo de Dios al ciento por ciento, tú actitud tal vez sería muy otra. Esto lo sé
porque no tengo ninguna esperanza que este libro lo lea alguien que se opone
frontalmente a Dios. Estas páginas son para gente normal que tiene reacciones
normales cuando viene un hijo y le suelta una noticia que no tiene nada de
normal...
Pero también has de saber que, muchas veces, tu aparente oposición, tu
resistencia a dejarle que siga ese camino, tus dudas, tus incertidumbres, esas
celotipias... Dios ya contaba con ellas. y el mismo Dios las utiliza para depurar y
purificar ese querer de tu hijo, para hacerlo más sobrenatural. Si todo fueran
facilidades, tal vez la semilla de su vocación no crecería correctamente. El mar
calmado no hace buenos marineros... El frío, el calor, la tormenta y el viento, son
necesarios para que las plantas den fruto... aunque es verdad que un buen granizo
es capaz de matar la cosecha mejor cuidada...
Pero que te sepas parte del plan de Dios, tampoco te excusa para que te
preguntes que quiere Dios de ti en estas concretas circunstancias... Tú has de
aprender a ser santo ahora que te pasa lo que te pasa. No te inhibas diciendo que
esto es un problema de tu hijo, no tuyo, porque no es verdad. Si tú pierdes tu
trabajo, será tu hijo quien tendrá que aprender a encontrar a Dios en medio de
esa circunstancia que le afecta a su padre... y al plato de su comida.
No pienses que tu oposición es –porque sí– lo que Dios quiere de ti. Eso
tendrás que valorarlo en conciencia, tendrás que actuar mirando a Dios a la
cara... pero tú formas parte del plan vocacional de tu hijo. Lo quieras o no, serás
instrumento que Dios utiliza para acrisolar la vocación de tu hijo. Y a ti y a mí,
por la cuenta que nos trae, de lo que se trata es de ser buenos instrumentos.
Dios te ha prestado a tu hijo. Dios cuenta contigo para llevarlo a Él. Dios
puede dar muchas curvas hasta lograrlo, pero tanta curva puede acabar mareando
a todo el mundo. Aquí mas vale hacer un viaje lo más tranquilo que se pueda, y a
ser posible, cogiendo las menos carreteras de montaña que te deje tu propia
visión de las cosas.
¿Te has preguntado lo feliz que puedes llegar a ser si colaboras con Dios? No
digo que le dejes a tu hijo entregarse a Dios por miedo a que Él te castigue. Dios
no es así de mezquino. De lo que se trata es de ponerte del lado de Dios –
incrementando tu vida de oración, acudiendo con más frecuencia a los
sacramentos, formándote con libros que te ayuden– para así acertar en tus
decisiones. Apostar por Dios siempre es una apuesta segura. Eso es lo que te
dará la felicidad y se la dará a tu hijo. Actúa ante Dios y ante tu conciencia como
te corresponda, pero no alejes a Dios de tu vida real, de tus dudas reales, de tus
perplejidades reales. Arregla con Él este problema, si te empeñas en ver la
vocación como un “problema”, pero ten por seguro que Él no es el problema, Él
es la solución a “tu problema”.
Lo contrario, oponerse a lo que Dios quiere –y eso es verdad que no lo
quieres– sería la constatación más clara del fracaso cristiano en tu familia. Como
me decía hace años un buen amigo –un poco macarra él– ante estas mismas
circunstancias: “Como Dios llame a mi hijo y yo me dedique a oponerme, vaya
problemón que me ha caído”. Y me decía él que eso fue lo que le llevo a tratar y
a solucionar este tema con Dios, no a pesar de Dios.
LA CALLE GRITA LO CONTRARIO
AL SÍ A DIOS
Veamos solo algunos ejemplos. Son pura estadística que no hace falta que
rastrees en Internet (aunque si te pica la curiosidad, ánimo con ello). Lo que aquí
te cuento lo puedes ver todos los días en cuanto salgas del portal de tu casa. La
realidad es así de cruda pero al menos nos ayudará a entender que la calle
transmite a tu hijo cualquier cosa menos el deseo de entregarse a Dios. Luego
algo habrá de sobrenatural en ese deseo suyo para querer ir a contracorriente de
lo que él también se encuentra cada vez que sale del portal de vuestra casa.
¿Cuántos chicos de la clase de tu hijo van a Misa los domingos? En tu ciudad,
son menos del 9% los jóvenes entre 15 y 23 años que acuden a la Misa
dominical. A mí el 9% me ha parecido mucho, pero eso dice la estadística.
Más de un 82% de la población mundial –sí, de la población mundial– tiene
relaciones sexuales desde los 14 años... Dirás que tu hijo está en el 18% por
ciento restante. Es lo que piensan también casi todas las madres del otro 82%,
pero lo cierto es que aquel que se plantea la vocación lo tiene bastante chungo si
busca gente que le aplauda...
La píldora abortiva –conocida como píldora de emergencia– se ha triplicado
entre chicas de 15 años en el último decenio. Y eso que los preservativos son
mejores que los de antaño...
Más del 91% de los chicos de 13 años –sí, solo 13– consulta habitualmente
páginas pornográficas explícitas y más del 94% ha experimentado ya su primera
borrachera. De ellos “sólo” el 76% ha probado algún tipo de droga blanda. Buen
clima para que tu hijo se plantee la vocación.
Del abandono escolar la cosa va por barrios. En Europa –cuna de la cultura
posmoderna mundial, dicen algunos– el 15% de los jóvenes abandona totalmente
sus estudios. Lástima que en países como Portugal esté en el 42%, en España en
el 30% o en Italia en el 26%. Y va tu hijo y se empeña en sacar buenas notas por
amor a Dios y en justicia por sus padres. Mira que te ha salido “rarito” el chico.
De familias divorciadas, hijos que rechazan a sus padres, abusos sexuales en
el colegio, en la calle o entre sus propios amigos; prefiero que los números no
estropeen tus dulces sueños, pero ahí están.
Y pienso que con esto basta –si ves que no, la cosa es todavía peor de lo que
te imaginas– para que de verdad nos creamos que la calle grita todo lo contrario
a lo que pretende vivir tu hijo o tu hija. Ese deseo de entregarse a Dios no es,
desde luego, fruto del tirón sociológico. De ahí la grandeza de ese hijo tuyo. Al
menos, valóraselo cómo merece.
MARCA MUCHO EL SÍ...
Y EL NO A DIOS
Es muy cierto que decirle que sí a Dios marca la vida entera... Con el tiempo
cambian muchas cosas. La vocación determina la propia existencia. El sí a Dios
no es algo meramente poético... es elección que absorbe por entero.
También es verdad que el no voluntario al querer de Dios para uno, es algo
que marca la vida. Y no sé si más que el sí.
A este respecto, recuerdo una lección que recibí hace muchos años y que ni he
podido ni he querido olvidar. Hablaba con unos padres sobre su hijo de apenas
quince años. La madre se mostraba muy activa, hablaba de las cosas que a ella le
preocupaban, y cómo pensaba que había que actuar. El padre estaba callado. No
decía nada ni expresaba ninguna idea. Me extrañó esa frialdad ante la vida
concreta de un hijo suyo. Unos días después, pude hablar a solas con él.
Ayudado por la confianza que genera un poco de alcohol compartido, me confió
lo siguiente: “Mira, yo veo cómo mi hijo está mejorando en casa, en su estudio,
con sus hermanos y amigos y en su vida cristiana y no puedo olvidar que cuando
tenía más o menos su edad me planteé seriamente entregar mi vida a Dios.
Ahora tengo 48 años –me decía entonces– y ni un solo día de mi vida he
olvidado que le dije a Dios que no”.
Obviamente mantuvimos otras conversaciones, y ese padre –honrado, porque
honrado es reconocer lo que reconoció– aprendió a no ver a Dios como un juez
implacable y rencoroso, pero lo que no se me olvidará nunca es la cara de pena
que tenía cuando me contó lo que me contó, y es que la llamada de Dios no es un
invento humano, no es una ilusión pasajera... es el camino de felicidad para el
alma que es llamada.
Y ya más no se debe añadir. Ahora piensa que lo importante es que tu hijo
haga lo que Dios le pide, y para eso necesita la ayuda de sus padres, como la ha
tenido hasta ahora en todos los temas con los que ha debido enfrentarse.
SI TE VA BIEN,
ESTO DE LA VOCACIÓN
TE COSTARÁ MÁS ENTENDERLO
El dinero no es el sabor del pecado, como suelen decir los envidiosos. El éxito
en los negocios, el que las cosas te vayan bien, el que viváis en la abundancia de
medios materiales no es síntoma de que te espera la ira de Dios. Es una situación
en la que tendrás que aprender a ser santo como hay que aprender a ser santo en
la pobreza más absoluta.
La Iglesia no condena a quienes les va bien. La Iglesia sí que llama a la
conciencia de esas personas para que no se apeguen a sus bienes, para que sean
generosos, para que sientan la responsabilidad que tienen de administrar
correctamente todos esos medios.
Es justo y lícito querer lo mejor para los tuyos... sin olvidar que existen otros
–la sociedad y, sobre todo, los más desfavorecidos– a los que no puedes dar la
espalda... Eso ni es humano ni, por lo tanto, cristiano.
Eso sí, Jesucristo da un aviso fuerte a los que se quedan apegados en los
bienes materiales. Ya decía Él que les es más fácil entrar por el ojo de una aguja
a un rico que entrar en el reino de los cielos. Pero Cristo se refiere a aquellos que
usan esos bienes egoístamente, sin mirar a otro sitio que no sea su propio
ombligo...
Formar a un hijo en la riqueza no es nada fácil. Muchas veces son
precisamente esos bienes los que atan tanto aquí abajo que parece que hacen a
Dios prescindible... Y eso es un peligro que atañe no solo al hijo o a la hija en su
trato con Dios, sino también a sus padres.
Por eso, o tal vez por otras razones, si te va bien, puede costarte más entender
la vocación de un hijo. Es verdad que la pobreza facilita al hombre unas
lecciones que es más difícil aprender en el barrio pijo de tu ciudad. El
sufrimiento de no tener para dar de comer a tus hijos, te hunde o te hace mejor,
te acerca a Dios o te lleva a la desesperación. Y esas son lecciones que, cuando
se aprenden, son inolvidables. La riqueza es, a veces, un narcótico en la vida de
muchos. Es un poco un mundo matrix que no te deja ver a Dios, y el miedo a que
tu hijo pierda todo eso que has construido para él, hace más difícil –a veces–
entender su deseo de entregarse a Dios.
¿Para qué entregarse si lo tienes todo? ¿Qué va a aportarte Dios en tu vida si
no te falta de nada? ¿A qué probar otro pastel que no sea el de la comodidad, el
de la tranquilidad ante el futuro, el de poder disponer de todo lo que desees?
A Dios solo se puede llegar sin estorbos en el alma, sin peso en los bolsillos.
No somos nada ante Él y nuestra riqueza y nuestros bienes son, muchas veces,
impedimentos para acercarnos a Jesucristo. Hay tanta preocupación humana en
no perder lo que se tiene y en hacer crecer la propia fortuna, que es fácil
olvidarse de que nuestra única dependencia es Dios, lo único que sustenta
nuestra vida no es la cuenta bancaria sino el deseo de agradar a Dios. Por eso, si
te va bien, enhorabuena de verdad... pero que no te ciegue tu riqueza. Todos nos
iremos como hemos nacido. La única cuenta en la que conviene invertir es la que
se cobra en la eternidad.
¿TE MUEVE UN CARIÑO
EXCLUSIVAMENTE HUMANO?
1887. Una chica joven, algo nerviosa, decidida de carácter, está sentada en el
solemne despacho del Obispo de la diócesis. Lleva un vestido claro y un
sombrero blanco. Para aparentar más edad, se ha peinado con un moño alto, que
contrasta, en su severidad, con su rostro joven de quince años. Le acompaña su
padre, un hombre de porte grave, vestido según los cánones de la pequeña
burguesía francesa de fin de siglo. Entra el Obispo. Lo saludan reverentemente, y
tras las obligadas presentaciones y cumplidos, el padre expone su petición:
quiere una dispensa para que su hija pueda entrar en el Carmelo antes de la edad.
“¿Lo deseas desde hace mucho tiempo?”, pregunta el Obispo. La chica,
semihundida en un inmenso sillón del despacho, contesta vivamente: “¡Sí,
Monseñor, hace mucho tiempo!”. “Pero vamos a ver –dice sonriendo–, no irás a
decir que hace quince años que tienes ese deseo...”. “Desde luego –contesta–,
pero no hay que quitar muchos años, porque deseé hacerme religiosa desde el
primer despertar de la razón...”.
Sigue el forcejeo, angustioso para la joven, que juega nerviosamente con su
sombrero blanco entre las manos. Años más tarde escribirá en su autobiografía
que el Obispo, “creyendo agradar a papá, trató de hacerme permanecer todavía
unos años cerca de él. Por eso, no quedó poco sorprendido y edificado al verle
abogar por mí, intercediendo para que yo obtuviera el permiso de volar a los
quince años”. A la salida comentó el secretario del obispo con bastante asombró
y con una pequeña pizca de crítica: “¡Vaya padre tan impaciente por entregar a
su hija a Dios!”.
Todavía hoy se produce en numerosos ambientes el asombro del secretario del
Obispo ante la actitud de hombres como Luis Martín, padre de Teresa de
Lisieux. Sin embargo, ésa debería ser la actitud habitual entre los padres
cristianos. Y resulta comprensible. Cada llamada es un don, un regalo de Dios,
una razón de agradecimiento y un orgullo para los padres que han contribuido
con su desvelo de años a que esa llamada germine y crezca.
“No es un sacrificio, para los padres –dice San Josemaría Escrivá en Forja–,
que Dios les pida sus hijos; ni, para los que llama el Señor, es un sacrificio
seguirle. Es, por el contrario, un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una
muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en
un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad”.
Cuando los padres entienden que cada llamada es un privilegio, una prueba de
confianza y de amor del Señor con esa persona y con su familia, aceptan con
alegría, aunque les cueste tanto humanamente, esa nueva misión: la de ayudar a
su hijos, mientras están en la tierra, a corresponder a su vocación y a perseverar
en ella. Porque en un sentido amplio, la llamada de sus hijos también les
compromete a ellos: Dios les llama a ser padres de un alma entregada a Dios.
DISFRUTA DE TU HIJO, POR FAVOR...
QUE ES LA MEJOR ÉPOCA DE SU VIDA
ANEXO 1
Juan Pablo II y la vocación de los jóvenes
ANEXO 2
¿Qué dicen los santos sobre la vocación de los hijos?
ANEXO 3
Los Aspirantes en el Opus Dei
ANEXO 1
JUAN PABLO II
Y LA VOCACIÓN DE LOS JÓVENES
1.
¿A QUÉ TE LLAMA DIOS?
Perseverancia y fidelidad
Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser
coherente toda la vida. Es fácil ser coherente a la hora de la exaltación, difícil
serlo a la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad a una
coherencia que dure toda la vida.
Su llamada es una declaración de amor. Vuestra respuesta es entrega, amistad,
amor manifestado en la donación de la propia vida, como seguimiento definitivo.
Ser fieles a Cristo es amarlo con toda el alma y con todo el corazón de forma
que ese amor sea la norma y el motor de todas nuestras acciones.
La fidelidad de Cristo alcanza en la Cruz su máxima y culminante expresión.
De ahí que sea imprescindible la renuncia y la mortificación. Sin una ascética
exigente y sin una disponibilidad para servirle profundamente enraizada en
vuestro corazón, sin el hábito del olvido de sí, sería imposible amar de veras y
ocuparse sólo de los intereses de Cristo.
Permitidme que os abra mi corazón para deciros que la principal preocupación
ha de ser la fidelidad, la lealtad a la propia vocación, como discípulo que quiere
seguir al Señor con una entrega total y con una disponibilidad apostólica sin
condicionamientos ni fronteras. Sólo a la luz de esta entrega se pueden afrontar
los demás problemas.
Vocación matrimonial
Toda la historia de la humanidad es la historia de la necesidad de amar y de
ser amado.
El corazón –símbolo de la amistad y del amor– tiene también sus normas, su
ética y... nada tiene que ver con la sensiblería y menos aún con el
sentimentalismo.
Jóvenes, ¡alzad con frecuencia los ojos a Jesucristo! ¡No tengáis miedo! Jesús
no vino a condenar el amor, sino a liberar el amor de sus equívocos y
falsificaciones.
El ser humano es un ser corporal; no es un objeto cualquiera. Es, ante todo,
alguien; en el sentido de que es una manifestación de la persona, un medio de
presencia entre los demás, de comunicación. El cuerpo es una palabra, un
lenguaje. ¡Qué maravilla y qué riesgo al mismo tiempo! ¡Tened un gran respeto
de vuestro cuerpo y del de los demás! ¡Que vuestros gestos, vuestras miradas,
sean siempre el reflejo de vuestra alma!
Jóvenes, la unión de los cuerpos ha sido siempre el lenguaje más fuerte con el
que dos seres pueden comunicarse entre sí. Y por eso mismo, un lenguaje
semejante, que afecta al misterio sagrado del hombre y de la mujer, exige que no
se realicen jamás los gestos del amor sin que se aseguren las condiciones de una
posesión total y definitiva de la pareja, y que la decisión sea tomada
públicamente mediante el matrimonio.
Y a aquellos a los que Cristo llama a la vocación matrimonial les digo: estad
seguros del amor de la Iglesia hacia vosotros. La vida familiar cristiana y la
fidelidad de toda la vida en el matrimonio son también hoy necesarios para el
mundo.
Escucha, en el fondo del corazón a tu conciencia que te llama a ser puro: al
serio compromiso del matrimonio que es cimiento de un sólido edificio. No se
puede alimentar un hogar con el fuego del placer que se consume rápidamente,
como un puñado de hierba seca. Los encuentros ocasionales son simples
caricaturas del amor, hierven los corazones y descarnan el plan divino.
¿Qué quiere Jesús de mí? ¿A qué me llama? ¿Cuál es el sentido de su llamada
para mí? Para la gran mayoría de vosotros, el amor humano se presenta como
una forma de autorrealización en la formación de una familia. Por eso, en el
nombre de Cristo deseo preguntaros: ¿Estáis dispuestos a seguir la llamada de
Cristo a través del sacramento del matrimonio, para ser procreadores de nuevas
vidas, formadores de nuevos peregrinos hacia la ciudad celeste?
La familia es un misterio de amor, al colaborar directamente en la obra
creadora de Dios. Amadísimos jóvenes, un gran sector de la sociedad no acepta
las enseñanzas de Cristo, y, en consecuencia toma otros derroteros: el
hedonismo, el divorcio, el aborto, control de la natalidad, los medios
contraceptivos. Estas formas de entender la vida están en claro contraste con la
Ley de Dios y las enseñanzas de la Iglesia. Seguir fielmente a Cristo quiere decir
poner en práctica el mensaje evangélico, que implica también la castidad, la
defensa de la vida, así como la indisolubilidad del vínculo matrimonial, que no
es un mero contrato que se pueda romper arbitrariamente.
Viendo el «permisivismo» del mundo moderno, que niega o minimiza la
autenticidad de los principios cristianos, es fácil y atrayente respirar esta
mentalidad contaminada y sucumbir al deseo pasajero. Pero tened en cuenta que
los que actúan de este modo no siguen ni aman a Cristo. En esta decisión
cristiana, el amor es más fuerte que la muerte. Por eso os pregunto nuevamente:
¿Estáis dispuestos y dispuestas a salvaguardar la vida humana con el máximo
cuidado en todos los instantes, aún en los más difíciles? ¿Estáis dispuestos como
jóvenes cristianos a vivir y a defender el amor a través del matrimonio
indisoluble, a proteger la estabilidad de la familia, la educación equilibrada de
los hijos, al amparo del amor paterno y materno que se complementan
mutuamente? Este es el testimonio cristiano que se espera de la mayoría de
vosotros y de vosotras.
Vocación sacerdotal
Muchas veces me preguntan, sobre todo la gente joven, por qué me hice
sacerdote. Quizá alguno de vosotros queráis hacerme la misma pregunta. Os
contestaré brevemente.
Pero tengo que empezar por decir que es imposible explicarlo por completo.
Porque no deja de ser un misterio hasta para mí mismo. ¿Cómo se pueden
explicar los caminos del Señor? Con todo, sé que en cierto momento de mi vida
me convencí de que Cristo me decía lo que había dicho a miles de jóvenes antes
que a mí: «¡Ven y sígueme!». Sentí muy claramente que la voz que oía en mi
corazón no era humana ni una ocurrencia mía. Cristo me llamaba para servirle
como sacerdote. Y como ya lo habréis adivinado, estoy profundamente
agradecido a Dios por mi vocación al sacerdocio. Nada tiene para mí mayor
sentido ni me da mayor alegría que celebrar la Misa todos los días y servir al
Pueblo de Dios en la Iglesia. Ha sido así desde el mismo día de mi ordenación
sacerdotal. Nada lo ha cambiado, ni siquiera el llegar a ser Papa.
Recuerdo con profunda emoción el encuentro que tuvo lugar en Nagasaki
entre un misionero que acababa de llegar y un grupo de personas que, una vez
convencidas de que era un sacerdote católico, le dijeron: «Hemos estado
esperándote durante siglos». Habían estado sin sacerdote, sin iglesias y sin culto
durante más de doscientos años. Y sin embargo, a pesar de circunstancias
adversas, la fe cristiana no había desaparecido; se había transmitido dentro de la
familia de generación en generación.
La vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad según la
forma que nace del sacramento del Orden. Santidad es intimidad con Dios, es
imitación de Cristo pobre, casto y humilde, es amor sin reservas a las almas y
entrega a un bien verdadero, es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos
porque tal es la misión que Cristo le ha confiado. Cada uno debe ser santo para
ayudar a los demás a seguir su vocación a la santidad.
Deseáis descubrir si verdaderamente sois llamados al sacerdocio. La cuestión
es seria, porque requiere prepararse bien, con rectitud de intención y exige una
seria formación.
Su llamada es una declaración de amor. Vuestra respuesta es entrega, amistad,
amor manifestado en la donación de la propia vida, como seguimiento definitivo
y como participación permanente en su misión y en su consagración. Decidirse
es amarlo con toda el alma y con todo el corazón, de forma que ese amor sea la
norma y el motor de vuestras acciones. Vivid desde ahora plenamente la
Eucaristía. Sed personas para quienes el centro y el culmen de toda la vida es la
Santa Misa, la comunión y la adoración eucarística. Ofreced a Cristo vuestro
corazón en la meditación y en la oración personal que es el fundamento de la
vida espiritual.
¡El mundo mira al sacerdote porque mira a Jesús!
¡Nadie puede ver a Cristo, pero todos ven al sacerdote y por medio de él
quieren ver al Señor!
¡Qué inmensa la grandeza y dignidad del sacerdote!
«Orad, pues, al dueño de la mies para que mande obreros a su mies...».
Considerando que la Eucaristía es el don más grande que da el Señor a la
Iglesia, es preciso pedir sacerdotes, puesto que el sacerdocio es un don para la
Iglesia. Se debe rezar con insistencia para conseguir ese regalo. Debe pedirse de
rodillas.
Llamados, consagrados, enviados. Esta triple dimensión explica y determina
vuestra conducta y vuestro estilo de vida. Estáis «puestos aparte»; «segregados»,
pero «no separados». Más bien os separaría olvidar o descuidar el sentido de la
consagración que distingue vuestro sacerdocio. Ser uno más en la profesión, en
el estilo de vida, en el modo de vivir, en el compromiso político, no os ayudaría
a realizar plenamente vuestra misión; defraudaríais a vuestros propios fieles, que
os quieren sacerdotes de cuerpo entero.
Vocación religiosa
Y si alguno o alguna de vosotros advierte la llamada de Cristo al don total de
sí en la vida religiosa, no rechace una propuesta tan elevada, aunque sea
exigente. Que encuentre la valentía de un sí generoso y fuerte, que pueda dar una
inigualable plenitud de sentido a toda la vida.
La vocación religiosa es un don libremente ofrecido y libremente aceptado. Es
una profunda expresión del amor de Dios hacia vosotros y, por vuestra parte,
requiere a cambio un amor total a Cristo. Por tanto toda la vida de un religioso
está encaminada a estrechar el lazo de amor que fue primero forjado en el
sacramento del bautismo. Estáis llamados a realizar esto en la consagración
religiosa mediante la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza
y obediencia.
Me es grato reafirmar con fuerza el papel eminentemente apostólico de las
monjas de clausura. Dejar el mundo para dedicarse –en la soledad– a una oración
más profunda y constante no es más que una forma particular... de ser apóstol.
Sería un error considerar a las monjas de clausura como criaturas separadas de
sus contemporáneos, aisladas y como apartadas del mundo y de la Iglesia; están,
por el contrario, presentes de la manera más profunda posible, con la misma
ternura de Cristo. Es por ello, lógico que los Obispos de las nuevas Iglesias
soliciten como una gracia especial, la posibilidad de acoger un monasterio de
religiosas contemplativas, aún cuando el número de las activas sea todavía
insuficiente.
La juventud contemporánea no está cerrada al llamamiento evangélico, como
se afirma con excesiva facilidad. Claro está que puede encaminarse
espontáneamente a caminos nuevos; de todos modos se siente igualmente atraída
por las congregaciones antiguas que les presentan un rostro vivo y siguen fieles a
exigencias radicales y presentadas con sensatez.
Basta consultar la historia de la Iglesia para ver una prueba de ello. Pero las
adaptaciones que nacen de la relajación o llevan a ella no pueden de ninguna
manera atraer a los jóvenes, porque éstos en el fondo de sí mismos tienen
capacidad de una entrega total aunque algunas aparezcan vacilantes o
bloqueadas.
Quiero recordar aquí de modo particular a las 400 jóvenes religiosas de vida
contemplativa de España que me han manifestado sus deseos de estar con
nosotros. Sé ciertamente que están muy unidas a todos nosotros a través de la
oración en el silencio del claustro. Hace siete años, muchas de ellas asistieron al
encuentro que tuve con los jóvenes en el estadio Santiago Bernabéu de Madrid.
Después respondiendo generosamente a la llamada de Cristo, le han seguido de
por vida. Ahora se dedican a rezar por la Iglesia, pero sobre todo por vosotros y
vosotras, jóvenes, para que sepáis responder también con generosidad a la
llamada de Jesús.
4.
EL EJEMPLO DE MARÍA
Notas:
[1] Juan Pablo II, Mensaje para la XXXII Jornada Mundial de oración por las
vocaciones, 18 de octubre de 1994.
[2] Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con voluntarios de la XXVI
Jornada Mundial de la Juventud, 21 de agosto de 2011.
[3] Cfr. can. 97 del Código de Derecho Canónico (CIC) y 909, § 1 del Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales (CCEO).
[4] Cfr. can. 1083 del CIC y can. 800 del CCEO.
[5] Cfr. can. 1478, § 3 y can. 1136, § 3 del CCEO.
[6] Cfr. nn. 17 y 20, § 1, 1º.
[7] Cfr. Incorporación a la Obra.
[8] Cfr. n. 20, § 1, 4º.
[9] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11.