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¿Mi

hijo para Dios?


Algunas claves para entender por qué tu hijo desea entregar su vida a Dios

Antonio Pérez Villahoz





INTRODUCCIÓN

La escena de un hijo que transmite a sus padres el deseo de entregar su vida a


Dios, ha marcado la vida de muchos. ¡Cuántas cámaras de vídeo hubieran
deseado inmortalizar ese momento, y cuantos padres y madres miran con alegría
contenida, y una sonrisa en sus labios, las imágenes que todavía quedan grabadas
en las retinas de sus ojos! Y es que, para unos cuantos, esa conversación supuso
un antes y un después en la vida de sus hijos y en las suyas propias... y no
siempre el comienzo fue fácil para todos.
Que un hijo decida entregar su vida a Dios es algo muy fuerte... Es verdad que
llevamos dos mil años viendo esta escena en miles de almas, pero hasta que no
es un hijo tuyo, uno de tu misma carne, no dejan de ser anécdotas de la vida de
otros. Todos admiramos que haya personas que decidan dar su vida a Dios y
ponerse al servicio de todos los hombres, pero cuando ocurre en la propia
familia, las reacciones pueden ser de lo más diversas: asombro, perplejidad,
orgullo, cabreo, incomprensión, rechazo, lágrimas, alegría, dolor y un larguísimo
etcétera. Pero en todos los casos –o en su inmensa mayoría– surge la sorpresa y
el desconcierto. Aunque unos padres –especialmente las madres– se lo vieran
venir... nadie acaba de creérselo del todo. Es de esas noticias que paralizan nada
más escucharlas...
Pero más importante que todo esto es saber cómo reaccionar –como madre y
como padre– tras escuchar de labios de tu propio hijo que desea entregarse a
Dios. Las primeras reacciones no hay quien las controle, pero una vez asumido
el golpe, toca reflexionar, observar, darle vueltas y... rezar.
Al mundo actual le cuesta entender a Dios. La sociedad ha envejecido en esto
del amor. Se ha vuelto resabiada, objetiva y demasiado humana para ser capaz de
ver a Dios detrás de la vida de muchos... y ese modo de pensar, llevados por
unos ideales que muchas veces no superan el materialismo y el afán de seguridad
personal, ha calado en la vida de muchos buenos padres que ven, de primeras, la
entrega a Dios como un absurdo, como un lujo de antaño, como una ilusión
quimérica, como un desperdicio de la propia vida... Y de ahí, a veces, tanta
oposición inicial cuando un hijo joven se plantea su vocación.
Hemos logrado –no se sabe muy cómo– que cale en muchos la idea de que
entregar la vida a Dios es una exageración... que no merece la pena dejar tantos
placeres de esta vida, que vale más casarse y disfrutar de las cosas, que hay
mucha experiencia de otros que lo han intentado y han fracasado, que es bueno
evitar al propio hijo el sacrificio de ese empeño, los sinsabores que le traerá su
deseo de ser solo para Dios, que es mejor conocer más mundo, experimentar
otras cosas, hasta tener mucho más conocimiento de lo que uno deja...
Y es que, aunque pretendamos ocultarlo, le hemos cogido miedo a Dios. Nos
falta amistad con Él, conocerle y tratarle para comprobar de primera mano que
Dios no quiere robarnos a nuestro hijo... pero por esa experiencia hay que pasar
y, ojalá, con la gracia de Dios, seas capaz de acertar.


DIOS LLAMA...
A QUIEN QUIERE

Lo hemos oído miles de veces... o al menos alguna vez. La vocación es una


llamada de Dios a alguien para algo. La vocación es un asunto que atañe a una
persona y al mismo Dios... es algo muy íntimo, muy personal, de lo que no es
fácil hablar así sin más, con cuatro frases de folleto o un slogan llamativo. La
vocación es el dialogo más íntimo, más fuerte y más impactante que tiene un
alma con Dios. Es un “tú para mí” de Dios que no es traducible fácilmente a
palabras. Por eso, la actitud primera y más honrada de quien se acerca a este
fenómeno es el respeto, el saber entrar de rodillas a la conciencia de alguien que
se ha planteado qué quiere Dios de él.
Por eso, pretender adentrarse a hablar de vocación exige, en primer término,
saber que nos referimos a algo muy serio y muy personal. Y eso es así porque
todo se sustenta en una verdad muy sencilla de exponer: Dios llama. Es decir,
Dios tiene la capacidad de elegir a un alma para algo concreto. Dios elige a
personas concretas para cosas concretas. Esa es la vocación que uno descubre y a
la que responde afirmativa o negativamente, pero el hecho inequívoco es que
Dios llama a personas –con nombres y apellidos– de maneras muy diversas.
Toda vocación es un querer de Dios para alguien, no al revés. El que llama es
Dios, el que da las capacidades y la Gracia para responder es Dios, el que se
empeña es Dios, el que quiere es Dios, el que elige es Dios. No al contrario. El
hombre ya puede empeñarse de mil modos, que si Dios no llama, no llama.
Por eso, resulta paradójico intentar hablar de vocación con criterios
exclusivamente humanos. Podemos analizar la vocación desde perspectivas muy
diversas, podemos someterla a estudios de mercado, a ranking de cualidades
personales, a razones psicológicas o socio-culturales... Incluso podemos extraer
conclusiones de seducción religiosa, chantaje emocional, captación de menores,
tácticas de anulación de la voluntad... Podemos hacer lo que nos de la gana, pero
nada de ello escapa al hecho tan simple de que Dios llama cuando quiere, a
quien quiere y cómo quiere. Y ahí tenemos miles de ejemplos de muchos santos
–y no tan santos– a los que Dios ha llamado a pesar de las muchas páginas que
se han escrito intentando reducir la vocación a meras explicaciones humanas.
Aceptar esta realidad es el único inicio posible para intentar comprender el
fenómeno de la vocación tanto en un joven, en un adolescente, en una mujer o en
un hombre maduro o incluso en un anciano, que de todo hay en la viña del
Señor...
Es bien cierto que este hecho no anula otras decenas de preguntas: ¿Cómo sé
que Dios me llama?, ¿cómo descubro mi vocación?, ¿cómo sé que mi hija o mi
hijo están maduros para tomar esta decisión?, ¿cómo sé que esa posible vocación
no es un entusiasmo pasajero y es realmente algo de Dios?, ¿por qué no esperar?,
¿por qué no conocer más mundo, tener una experiencia más amplia antes de
elegir esa llamada de Dios? Éstas, y muchas otras preguntas, se asoman a la
cabeza de cualquier madre o padre honrados que se encuentran con un hijo que
les plantea una entrega a Dios. Y es bueno hacerse esas preguntas, pero la gran
tragedia sería alejarse de esa verdad tan majestuosa y tan sencilla de que Dios
puede elegir a quien quiere sin pedir permiso a nadie, sin tener que justificar su
elección...
Si Dios llama es por puro amor a sus criaturas. Dios no compite con los
hombres. A Dios sólo le mueve un único deseo: hacer feliz a un alma. No quiere
otra cosa de nadie. No busca cálculos egoístas, no es un estratega de la eficacia,
no expone razonamientos de conveniencia, no promete éxitos fáciles, no busca
quitar problemas ni hacer la vida más cómoda a nadie. Sólo desea amar
gratuitamente, darse porque sí, invitar a seguirle a los que quiere. Y éste es el
único motivo de que existan mujeres y hombres llamados por Dios. Es, sin duda,
un misterio, pero es un misterio muy comprobable en la vida de muchos...


DIOS LLAMA...
PARA ALGO

San Mateo lo explica muy bien en su Evangelio: “Subió al monte y llamó a


los que Él quiso; y vinieron junto a Él, para que estuvieran con Él, y para
enviarlos a predicar” (Mt, 3, 13-15).
Para esto llama Dios, para estar con Él y para que cumplan la misión que Él
les encomienda: rezar por las almas en un monasterio perdido del mundo, estar
en medio de la calle dando un verdadero testimonio de vida cristiana, vestir una
sotana y administrar los sacramentos, o un sinfín de posibilidades que sólo a
Dios atañe.
Y es que sorprende darse cuenta que todo un Dios omnipotente desea contar
con las almas para llevar a los hombres el mensaje cristiano. Muy cierto es que
todos, absolutamente todos, hemos sido llamados por Dios en nuestra vocación
cristiana a la santidad, y esa vocación universal puede muy bien Dios concretarla
en un camino particular que llamamos vocación personal.
Todo cristiano –tú y yo– sabe por experiencia propia que necesitamos de otros
hombres para acercarnos a Dios... ¡Cuántos buenos sacerdotes nos han sacado de
nuestra tibieza espiritual o de nuestro abandono de la práctica religiosa! ¡Qué
necesario resulta encontrarse hombres y mujeres entregados a Dios que, con la
manifestación sencilla y honda de su vida cristiana, nos acercan a Él por su
conducta, por su ejemplo, por su palabra amable!
No basta saberse los mandamientos e ir a Misa los domingos para luchar por
ser santo. La vida es complicada –a veces muy complicada– y sin la mano amiga
de esas personas entregadas completamente a Él, ¡que difícil resulta la batalla de
luchar por estar cerca de Dios!, ¡qué duro se hace ese recorrer cristiano de la
vida!
Que Dios necesita de almas entregadas, es algo de lo que todos nos damos
cuenta. El problema real está en que cuando esa llamada de Dios se concreta en
un hijo nuestro o en una hija nuestra, carne de nuestra carne, vida de nuestra
vida, entonces se encienden todas las alarmas. No es lo mismo conocer al amigo
de un conocido que tiene una hija monja de clausura que el hecho de que la
monja sea tu propia hija.
Muy pocos padres cristianos discuten la vocación como concepto general de
la vida cristiana y de la vida de la Iglesia. Lo que a un padre y a una madre le
pone en alerta es que sea el propio hijo quien haya planteado la posibilidad de
entregar su vida a Dios, y más cuando nuestro hijo es una persona joven.
Ante esas alertas, reflexionemos sobre lo que decía el Papa Juan Pablo II: “No
debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven o
menos joven la llamada del Señor. Es un acto de estima y de confianza. Puede
ser un momento de luz y de gracia”.


LA VOCACIÓN,
UN DON DE DIOS

¿Por qué cuesta tanto darse cuenta de que la vocación divina –la que sea– es
un don de Dios para quien la concede? ¿Tan aferrados estamos a las realidades
de aquí abajo que somos incapaces de darnos cuenta de que Dios jamás
defrauda? ¿Tan menospreciada tenemos la palabra vocación como para que nos
asalten los más ocultos presentimientos cuando un hijo plantea la posibilidad de
entregarse a Dios? ¿Tanto miedo le tenemos a Dios y a las cosas de Dios? En
definitiva tendríamos que preguntarnos, ¿por qué Dios genera tantas suspicacias?
La vocación es lo que da sentido a la vida de cualquier persona. Tú y yo
hemos nacido porque tenemos vocación –cada cual la suya– y somos
verdaderamente felices cuando recorremos ese camino personal de Dios para
nosotros, en las circunstancias que nos haya llamado y para lo que nos haya
llamado.
Qué diferente resulta acercarse a esta realidad sobrenatural partiendo de ver la
vocación como un privilegio o como una especie de castigo divino. Nadie, en su
sano juicio, querrá tildar a la vocación como algo negativo o perverso para la
vida de nadie, pero es justo reconocer que, en ocasiones, nos acercamos a esta
realidad con todos los prejuicios inimaginados. Tiempo tendremos de abordarlos,
pero de primeras dejemos que la Gracia de Dios nos guíe, dejemos reposar un
poco el asunto, quitemos tanto razonamiento humano y tanto apasionamiento
estéril (que si es muy joven, que si es o no es lo suyo, que lo que yo quiero es
que se case, y qué pasa si luego se equivoca, que mira que yo conozco casos que
acabaron con el hijo rebotado, etc., etc.), y abordemos la primera de las
realidades: saberse llamado por Dios es un privilegio, es un don de Dios, es la
constatación mas clara del éxito de la formación cristiana de un hijo, es la
semilla divina que cae en una buena tierra roturada, regada y abonada por unos
padres verdaderamente cristianos.
Ya veremos luego si tu hijo está en condiciones o no de responder que sí a
Dios, de si lo suyo es una emocionada del momento, de si hay base sobrenatural
para poder intuir la posible llamada de Dios..., pero de primeras reaccionemos
con verdadero agradecimiento, con ese orgullo bueno de padre y de madre que
sabe que ese planteamiento generoso de un hijo es difícil que nazca sin la
educación recibida, sin los valores transmitidos en la propia familia.
Empecemos, por lo tanto, jugando el partido en el equipo de Dios. Sepámonos
unos afortunados de tener un hijo o una hija que ha tenido esa grandeza de
plantear la posibilidad de entregar su vida a Dios, y sintámonos muy señalados
por el de arriba... sintámonos unos auténticos privilegiados porque Dios haya
querido fijarse en uno de los nuestros, en uno de los míos. Y qué importante
resulta que un hijo, de inicio, se encuentre con esa actitud en sus padres. Si en
cualquier decisión importante de su vida, lo que desea un buen hijo es recorrerla
con la aprobación y el estímulo de sus padres, ¿por qué empezar a hablar de ello
desde la indiferencia y la sospecha?


¿ESTAMOS LOCOS?...
MI HIJO TIENE 15 AÑOS

Hasta aquí todos de acuerdo... o casi todos, que de todo tiene que haber.
Ahora bien, ¿qué hago si viene mi hijo con solo quince o dieciséis años y me
plantea que quiere entregar su vida a Dios? Llevarlo al psiquiatra acaba saliendo
carísimo, así que, a primera vista, parece que lo más sensato es no hacerle
mucho caso, no vaya a ser que esté de guasa y yo me lleve un sofocón
innecesario... El problema se agudiza cuando da la impresión que ni está de
guasa ni parece aconsejable, por ahora, llevarlo a ningún médico especialista. El
problema está cuando él o ella te lo dice de forma convencida y tú ves –porque
eso se ve– que no solo es una decisión libre y bien tomada, sino que además lo
quiere de verdad. Y está dispuesto a luchar por ello. Y a ti te dan ganas de decirle
que se calle porque estás en un terreno resbaladizo, en un terreno que no
controlas. Por un lado no quieres ir contra las cosas de Dios pero es que... es tu
hijo... y además tiene ¡quince años!
¿Qué dice la Iglesia con esto de las vocaciones tempranas? Pues la Iglesia,
que es muy Madre y muy prudente, lo que dice es que hasta los 18 años aquí paz
y después gloria. Traducido... que hasta que no tenga la mayoría de edad no
puede adquirir un compromiso formal de abrazar una vocación determinada
dentro de la Iglesia...
Entonces, ¿a qué viene mi hijo con esta historia de quererse dar a Dios si
todavía le falta media vida para llegar a los 18? Pues porque una cosa es no
poder pertenecer hasta los 18 y otra muy distinta no prepararse desde ya para
poder decirle a Dios que sí. La llamada de Dios es de Dios, y Él no tiene porqué
esperar a los 18, ni a los 15 ni a los 45 para decirle a un alma lo que espera de
ella. Es más, si se lo ha dicho con 15 es porque quiere que esté preparada para
cuando pueda formalizar, digámoslo así, ese compromiso con Dios.
Un deseo de entregarse a Dios surge solo cuando se ha visto o al menos
intuido lo que Dios quiere de un alma. La Iglesia sabe que es en esas edades
jóvenes cuando el corazón puede escuchar más fácilmente la voz de Dios, y a lo
que invita a esos jóvenes, que aun no han cumplido la mayoría de edad, es a que
se preparen a esa llamada viviendo muy cerca de Dios, que se formen y
conozcan ese camino concreto al que Dios les llama para que ese inicio de
vocación –esa llama débil recién encendida en sus almas– pueda madurar y
florecer.
Por eso, un chico o una chica de 15 años puede muy bien decir que siente la
llamada de Dios en su alma. A otros les tocará juzgar en conciencia y rectitud de
intención si ese deseo se confirma en el tiempo, y si esa posible llamada es
verdadera, pero, ante todo, lo primero es custodiar ese deseo de Dios, velar para
que esa alma tenga el sustento necesario para alimentar esa incipiente vocación.


LA EDAD
NO ES EL PROBLEMA

José Miguel Cejas, en su libro “La vocación de los hijos” trata este tema con
maestría. Dice así: “La edad. ¿Cuál es la edad de un hombre? Los calendarios,
los relojes, las arrugas, las burbujas del champagne de cada Nochevieja tejen
cronologías extrañas que no coinciden con las fechas del alma.
Hay hombres eternamente niños. Otros, perpetuos adolescentes. Muchos no
llegan nunca a la madurez. Hay a quienes les sorprende la vejez embriagados
todavía en el vértigo de la frivolidad: tratan entonces de apurar la vida a grandes
sorbos, a la búsqueda de lo que ya no volverán nunca a ser (...).
Si cada uno es responsable de su rostro a los cuarenta años, los rostros de los
santos dan un formidable testimonio de sí mismos. Sus ojos, sus gestos, revelan
una sorprendente, casi indestructible, juventud interior. Demuestran que la edad
verdadera de un hombre es la edad de su amor y de su generosidad. Y que el
calendario definitivo no es el que marca los días hacia la muerte, sino el que
señala el camino hacia Dios.
Por eso, cuando Dios llama, qué importa la edad. Dios llama siempre en la
hora perfecta del amor. El primer barrunto suele experimentarse en la niñez, pero
no siempre es así: Alfonso de Ligorio se decidió a los veintisiete, después de
años de brillante ejercicio profesional en el foro; Agustín se bautizó a los treinta
y tres, después de una vida azarosa; Juan de Dios cambió de vida a los cuarenta
y dos años, tras una existencia aventurera que le había puesto en una ocasión al
pie de la horca.
No existe una “edad perfecta”. Dios llama cuando quiere y como quiere. El
Espíritu Santo, señala Berglar, no parece demasiado preocupado por la partida de
nacimiento. Por eso, nunca es demasiado tarde para corresponder a su llamada:
vivir es siempre estar a tiempo para la entrega, porque para Él no hay tiempo.
El amor suele llegar en la juventud, y Dios, que es Amor, suele llamar en esa
edad. La Virgen era una adolescente –¿catorce, quince, dieciséis años?– y José
debía de ser joven, por mucho que hayan intentado envejecerlo pintores y
escultores con el devoto pretexto de guardar la pureza de María. Como si la
juventud no supiese vivir limpiamente, y no tuviésemos suficientes ejemplos de
la lubricidad de algunos ancianos.
¿Y Juan? El único apóstol que acompañó al Señor al pie de la cruz era un
adolescente. El resto de los apóstoles rebosaba juventud: rondaban todos la edad
del Señor: treinta años. La iconografía los pinta solemnes y barbados, casi
siempre ancianos. Pero la realidad fue distinta: los acompañantes de Jesús por
los caminos de Palestina estaban en la plenitud de la vida: la mayoría acababa de
estrenar su juventud. La lectura del Evangelio deja el sabor inconfundible de
ardor, prisa y vibración de los jóvenes.
Por eso, no se entiende demasiado esa resistencia a la entrega de los jóvenes
que se aprecia en algunos ambientes, por considerarlos perpetuos inmaduros.
“Os escribo a vosotros, jóvenes –escribe el apóstol Juan en el atardecer de su
vida–, porque sois fuertes”. Esa resistencia –resistencia de los padres a
entregarse ellos mismos, resistencia ante la entrega de sus hijos, resistencia a
entregar sus hijos a Dios–, como otros rasgos de la sociedad actual, resulta
paradójica (...).
La Iglesia, fiel a los requerimientos divinos, ha bendecido la entrega a Dios en
la juventud: una entrega que le ha dado tantos santos. “Bienaventurados los que
se entregan a Dios para siempre en la juventud”, escribió don Bosco pocos días
antes de su muerte.
Entre los santos de la Iglesia católica hay personas de todos los estados,
profesiones, temperamentos y culturas. Madres de familia, artistas, campesinos,
juristas, religiosos, aventureros, reyes, mendigos, estadistas, obreros,
sacerdotes... La mayoría de ellos se entregaron jóvenes. Basta repasar el santoral
para ver cómo la Iglesia Católica rezuma alegría de juventud. No sólo no teme a
la juventud, sino que la venera en sus altares y aprende de ella y de su heroísmo:
la mayoría de los veintidós mártires de Uganda oscilaban entre los quince y los
veintidós años. Tarsicio, Luis Gonzaga, Domingo Savio, Teresa de Lisieux,
Bernadette, María Goretti... murieron en la adolescencia, o en plena juventud. Y
en nuestro tiempo se sigue beatificando a jóvenes, y muchos de ellos laicos,
como una campesina polaca, Carolina Kózka; un joven francés, Marcel Callo, o
dos campesinas italianas: Pierina Morosini y Antonia Mesina.
Sorprende por eso que se ponga como excusa para no entregarse a Dios... ¡que
se es joven! La juventud es la época del amor. Cualquier tiempo es bueno para la
entrega, pero esa es la edad privilegiada. Se lee en Camino de san Josemaría
Escrivá: «Me has hecho reír con tu oración impaciente. –Le decías: ‘no quiero
hacerme viejo, Jesús... ¡Es mucho esperar para verte! Entonces, quizá no tenga el
corazón en carne viva, como lo tengo ahora. Viejo, me parece tarde. Ahora, mi
unión sería más gallarda, porque te quiero con Amor de doncel’» (n. 111).

¿A QUÉ EDAD
HAY QUE ENTREGARSE
A DIOS?

La preguntita se las trae... pero también es fácil dar con una respuesta
inequívoca: Hay que entregarse a Dios cuando te llame Dios... ni antes ni
después.
En dos mil años de vida de la Iglesia ha habido de todo. Jóvenes, niños,
viejos, viudos, casados, solteros, sanos, enfermos, guapos, guapas, cardos e
incluso listos y menos listos... La edad para entregarse, vista la historia de la
Iglesia, la pone Dios y sólo Dios. Otra cosa es que nuestra buena Madre la
Iglesia marque unos criterios de sentido común, de prudencia humana, y la
recomendación es que hasta que no se tenga la mayoría de edad no se pueden dar
pasos vinculantes... Otra cosa bien distinta es lo que podríamos llamar las etapas
de discernimiento (postulantes, novicias, aspirantes, etc.). Es algo así como una
etapa previa de conocimiento mutuo (del que desea entregarse a Dios y de la
institución en la que se desea entregarse), que sin exigir un compromiso jurídico,
el joven o menos joven va manifestando su deseo libre de darse a Dios conforme
madura su vida de piedad y de conocimiento de la institución.
¿Y no es eso –podríamos pensar–, una manera de tener atada a esa persona de
cara al futuro? ¿No es peligroso si se trata, además, de chicos o chicas de apenas
catorce, quince o dieciséis años? ¿No es un modo de impedirles que conozcan
otros ambientes, otras maneras de pensar que, cuando crezcan y se los
encuentren, pueden minar su vocación porque no sabían que existían otras
muchas cosas?
Preguntas, todas ellas, de verdadero interés y no exentas de una cierta
sabiduría humana. Si a esa edad (a los quince, a los dieciséis), tuvieran que dar
una respuesta definitiva a su vocación, tendrías motivos sobrados para pensar de
ese modo. Es como exigirle a un chaval de quince años que se case con la
primera chica con la que ha salido. A las cosas hay que darles tiempo. Ahora
bien, ¿vamos a impedir que salga con esa chica, que la conozca de verdad, que la
trate limpiamente sabiendo que posiblemente no es con la que se va a casar? La
respuesta dátela tú mismo y entenderás también que, sólo conociendo esa
vocación a la que desea entregarse, podrá decidir en el futuro libremente y de
verdad si desea seguir ese camino.
Es cierto que no se puede, por ejemplo, querer ser sacerdote y ligar al mismo
tiempo, pero no tener novia no es lo que me inclina a ser sacerdote. Si no me
gustaran las chicas, no podría ser cura. Podría ser otra cosa, pero no cura. Quien
se entrega a Dios en el celibato, sabe lo que deja. Aquí nadie es tonto. Otra cosa
bien distinta es que queramos que salga con esa chica para que se olvide de la
idea de hacerse sacerdote, pero eso no es jugar limpio el partido, eso es hacer
trampas... y trampas de las que antes o después nos avergonzaremos de haber
intentado practicarlas.
Por eso, ante las cosas de Dios –si son de Dios– lo mejor es jugar a favor...
Dejarle que Él marque los tiempos, los modos y las maneras. Él es mucho más
listo que nosotros, mucho más sabio y ama a nuestro hijo con locura. Si es lo
suyo, no juegues en contra y si no lo es, habrá sido una experiencia en su vida
inolvidable y de mucho fruto, y nosotros tendremos siempre la conciencia
tranquila. El día que Dios nos llame no tendremos nada de qué avergonzarnos...
Y eso sí que es importante.


PRIMERO ÉCHATE UNA NOVIA...
Y LUEGO HABLAMOS

Cuando un chico o una chica jóvenes se plantean su posible entrega a Dios,


puede surgir el pensamiento de que son eso... demasiado jóvenes. Que no
conocen la vida lo suficiente, que les falta experiencia, que antes de decidirse
conviene que prueben otras cosas buenas, que tengan novia o novio, que
conozcan otros ambientes, otras realidades, que tengan perspectiva de la vida,
visión amplia. Vamos, en definitiva, que primero conozcan bien la vida y que ya
luego decidan. Así tendremos la tranquilidad de saber que toman esa decisión
sabiendo lo que dejan.
Volvemos a lo de siempre. Aquí el que llama es Dios. No es un problema de
saber si somos nosotros o Dios quien quiere lo mejor o lo peor para nosotros; no
se trata de hacer una lista de pros y contras, de lo que merece la pena dejar o
tomar, qué es lo que compensa más y qué es lo que compensa menos... No puedo
probar de todo para saber lo que quiero. Nadie se hace monja antes de casarse
para ver de qué va eso; nadie estudia Ingeniería seis años para ver si le interesa
más que la Medicina; nadie, en su sano juicio, prueba el veneno para ver qué
efectos tiene.
¿Y anteponer el amor humano al divino es de sentido común? Nadie que
decida entregar su vida a Dios en el celibato lo hará porque no sienta atracción
por la persona del otro sexo; nadie que no vea como algo divino y bendecido por
Dios el matrimonio podrá nunca entender una vocación al celibato. No necesito
haber tenido novia para poder entregar mi vida a Dios. Lo mismo que no
necesito tener tres novias antes de poder casarme. Hay unos que a la primera
aciertan y otros a la cincuenta. En esto del amor, no hay reglas. Lo único cierto
es que es una asignatura en la que sólo se pueden obtener dos calificaciones:
sobresaliente o suspenso.
Además, pretender imponer que un hijo o una hija tengan novia o novio antes
de entregar su vida a Dios es un absurdo mayúsculo. Las personas no son cosas
con las que probar, no son objetos de laboratorio. Son hijos de Dios, personas
con toda la dignidad del mundo –al menos la misma que la nuestra– a los que
siempre, en primer término, hay que respetar.
¿Alguien piensa, en su sano juicio, que un chico o una chica de quince o
dieciséis años no sabe lo que es tener novia? En tiempos de nuestra abuela tal
vez la cosa estuviera más difícil, pero hoy en día, los adolescentes saben latín,
arameo y hebreo... No seamos ingenuos nosotros.
Además, hoy por hoy es muy cierto que los hijos –muchas veces por
desgracia– conocen más mundo que cuando sus padres tenían su edad. Y es
también muy cierto que la respuesta a la vocación divina no depende del grado
de conocimiento de otras alternativas, sino de la madurez en el trato con Dios.

CUESTA ACEPTARLO...
PERO DIOS AMA A TU HIJO
MÁS QUE TÚ

Cuantas veces nos hemos repetido a nosotros mismos que lo único que
queremos de nuestro hijo es que sea feliz... Lo demás, poco importa. Y ahora que
estamos en este perplejo problema de ver que un hijo nuestro se ha planteado
una entrega a Dios, nos surge la duda de si Dios será capaz de hacerle feliz
teniendo que renunciar a todo lo que se tiene que renunciar.
Y es que a un buen padre y a una buena madre le da cierto vértigo ver como
un hijo se plantea realidades tan sobrenaturales, por muy buenos cristianos que
sean. Dios es Dios. Eso lo saben bien. Pero su hijo es su hijo, y conocen sus
miserias, sus sentimientos, su corazón a veces rebelde, sus altibajos, sus
cualidades, sus virtudes, su inteligencia... y entonces entra la duda de saber si ese
hijo sabrá lo que está diciendo, de si será consciente de las amarguras que trae la
vida consigo, de si será feliz del todo en ese camino.
Es el momento, entonces, de recordar que Dios ama a vuestro hijo
infinitamente más que lo que cualquier madre puede amar al suyo. Infinitamente
más de lo que todas las madres del mundo juntas pueden haber amado y amar a
todos los hijos nacidos en la historia de la humanidad. Todo ese amor es nada y
menos que nada comparado con el amor de Dios por tu hijo. Es ésta una verdad
consoladora que todos sabemos pero a la que, en ocasiones, parece difícil dar
crédito.
Convéncete muy de veras que si Dios quiere algo de tu hijo... es esto: que sea
feliz. Y por eso le ha dado una vocación. No le pongamos puertas al campo, no
seamos tan tontos de pensar que Dios no conoce suficientemente a tu hijo, de
pensar que Dios tiene las manos atadas y no puede dar todas las gracias
necesarias para que este chico pueda corresponder a su vocación. Si Dios quiere
algo de él, no dudes que le dará todas las ayudas que precise para llevarlo a cabo.
Pero, en todo caso, la realidad es muy tozuda... Dios ama a tu hijo más que tú.
Eso siempre es un gran consuelo para quien quiere lo mejor para el otro. Por eso,
no dejes que el cariño exclusivamente humano que sientes por los tuyos te
ciegue y te impida ver como algo grande que Dios quiera contar con tu hijo para
estar más cerca de Él. Eso no es nunca una desgracia... Es dejárselo al único que
de verdad lo podrá hacer siempre muy feliz. ¿O has visto alguna vez una persona
entregada a Dios de verdad que no sea feliz?

RESISTIRSE A QUE
UN HIJO SE ENTREGUE,
NO ES PECADO... ¡ES HUMANO!

No suframos innecesariamente con esta situación. Es lógico que las primeras


reacciones ante la posibilidad de que nuestro hijo desee entregar su vida a Dios
sea la resistencia, el no por delante, el este chaval de qué va, pero si es un
inmaduro todavía, si es un niño, si no sabe lo que es la vida de verdad...
Tampoco tú lo sabías cuando te casaste con tu mujer, pero lo que te movió fue el
amor a tu esposa. Dio igual el consejo de tu padre o la visión de la jugada de tu
suegra. Además, menos mal que no sabías todo lo que te esperaba... De haberlo
sabido, más de uno se lo hubiera pensado dos veces, aunque ahora no te
cambiarías por nadie.
Por eso, esa primera resistencia no es mala... es lógica y es humana. Pero no
puedes quedarte ahí, no puedes intentar programar la vida humana y espiritual de
tu hijo. Tienes que rezar, ponerte en el pellejo de tu hijo y en el de Dios, si
buenamente puedes. Mirar las cosas de tejas para abajo pero con la mirada
clavada al cielo. Pídele a Dios que te ayude a actuar con rectitud de intención, no
intentes imponer tu criterio. Escucha y observa a tu hijo. Date tu tiempo, reza
despacio, habla con algún sacerdote o amigo de confianza en el que puedas
desahogar tus dudas, pero no actúes precipitadamente, no juzgues sin más el
alma de tu hijo, no quieras poner o quitar vocaciones que eso sólo corresponde a
Dios.
Y, sobre todo, déjame que te aconseje una cosa: juega siempre en el equipo de
Dios. Nadie podrá decirte a ciencia cierta qué quiere Dios para tu hijo, pero no
hay mayor amargura que dejar una herida –en el corazón de aquel a quien más
quieres– al ver que sus padres se oponen a un ideal que le hace feliz, a un deseo
de entrega generoso. Nadie sabe lo que pasará, lo que ocurrirá... pero no
exageremos. Tu hijo no quiere entrar en el mundo de las drogas... eso sí que es
trágico. Por eso sí que deberías preocuparte..., pero que tu hijo quiera entregar su
vida a Dios, es sólo un motivo de alegría, de orgullo cristiano, de satisfacción
plena...
Ponle pegas, comprueba que no es un entusiasmo pasajero, obsérvale y mira
si sus actos concuerdan con sus deseos, no se lo pongas fácil. Eso lo hace
cualquier buen padre y cualquier buena madre, pero no cruces fronteras de las
que luego puedas arrepentirte. Es el momento de la prudencia, desde luego, pero
no de la negativa rápida y precipitada. Dios también te conoce a ti
perfectamente. Actúa con Él, actúa en conciencia. Eso sí que es cristiano y,
además, tremendamente humano.


MI HIJO NO ES MÍO...
ES DE DIOS

Bueno, puntualicemos. Tu hijo claro que es tuyo y de tu esposa, o tuyo y de tu


marido... ¡faltaría más!, pero la propiedad de esa persona, de esa alma, esa sí que
no es tuya... es de Dios. Por eso tu hijo es un regalo del cielo, un don de Dios. Él
te lo dio y Él te lo puede pedir... Es duro decirlo así, pero es así. Te lo ha puesto a
tu lado para que lo cuides, lo formes, lo ames, lo lleves al cielo, lo custodies, lo
eduques, le des de comer, de beber... pero cuando vemos a un hijo como
propiedad tenemos un serio problema...
Enterrar a un hijo, por muy cristiano que uno sea, es el acto más antinatural
que le puedes pedir a un padre o a una madre. Quien ha pasado por ahí sabe bien
a lo que me refiero. No hay palabras de consuelo que consuelen, no hay
comprensiones que hagan comprender, no hay razonamientos que convenzan...
sólo queda el abandono en Dios; esa fe desnuda, casi irracional en la que uno
sabe –roto el corazón y el alma–, que ese hijo, esa hija, era de Dios y con Dios se
fue. Ahí se aprende, sin necesidad de que a uno se lo expliquen, que nadie es
propiedad de nadie. Que ser madre o padre no da el título de dueño sino más
bien de administrador.
Y esa es ahora tu responsabilidad... Lo primero es volver a repetirte que tus
hijos son de Dios y Él te premiará porque has sabido poner todo tu empeño para
llevarlos a Él, para que le conozcan y le amen. No sentirse propietario es saber
que quien decide no es uno... es Dios y tu hijo. Uno aconseja, templa gaitas,
reza, valora e incluso prueba... pero no podemos atribuirnos el título de jueces,
de propietarios, de decididores –en última instancia– de lo que mi hijo puede
hacer o dejar de hacer en lo que respecta a su trato con Dios.
Nadie, en su sano juicio, impondrá a su hijo que deba creer en Dios, o le
obligará a confesarse o le señalará la mujer con quien tiene que casarse. Le
prestará toda la ayuda y todo el ejemplo del mundo, pero no se puede violentar la
conciencia de nadie. Eso es un pecado imperdonable... Y no lo hacemos porque
la vida de nuestro hijo no es nuestra... Tampoco su alma. Tampoco su relación
con Dios. Tampoco un deseo noble de entregarse a Él.


DESPRENDERSE DE UN HIJO CUESTA...
AUNQUE SEA PARA DIOS

Recuerdo mis años universitarios, cuando al llegar septiembre, tantos y tantas


se agolpaban en las vías del tren para iniciar su andadura en la Universidad. Ahí
estaban sus madres y sus padres para despedirlos. Para muchos era la primera
vez que dejaban su hogar familiar, dejarían de dormir en su cama de siempre, de
dar un beso a su madre cada tarde después del colegio, de hablar en familia por
la noche de las mil aventuras del día...
Se marchaban y ahora tardarían varios meses en volver. Y a esas madres y a
esos padres se les veía angustiados, felices y tristes a la vez porque su hijo o su
hija abandonaban el nido... echaban a volar... y eso siempre es un desgarro en el
corazón de cualquier madre, e incluso de algún que otro padre.
Desprenderse de un hijo siempre cuesta; aceptar que se ha hecho mayor
siempre es doloroso... Parece que ya es autosuficiente, que ya no nos necesita, y
eso duele aunque no sea cierto.
Por eso no podemos extrañarnos de que nos cueste desprendernos de nuestro
hijo, aunque sea para Dios. Y esto conviene aceptarlo con serenidad. No hay que
engañarse... Muchas veces lo que esconde nuestra negativa o nuestras dudas ante
la entrega a Dios de un hijo es pensar que lo vamos a perder... Es sentir que nos
lo quitan, que deja de ser nuestro, que hay otro –aunque se llame Dios– que se lo
quiere quedar. Y surge entonces el “no” firme, el sacar las uñas para intentar
convencernos de que no, de que eso no es posible, de que aquí ha de haber algún
error... y nos abrazamos a argumentos –que muchas veces se convierten en
razonadas sinrazones– de que a mi hijo le falta madurez humana y espiritual, que
es pequeño, que si sabrá donde se mete... pero en el fondo de nuestra alma
sabemos que algo no encaja, que lo que nos pasa es que estamos apegados a
nuestros planteamientos y a nuestro hijo y no queremos competidores... por muy
divinos que sean.
Y eso, que es una primera reacción muy humana, no puede llevarnos a esa
visión exclusivamente terrena de las cosas. Dios es Padre, Dios te quiere a ti
infinitamente y quiere a tu hijo o a tu hija con locura. Es la hora de la fe, de
fiarse de Él, de rezar con calma, de pedirle luces al Espíritu Santo, de ser alma
generosa. Eso cuesta más que intentar zanjar el tema con un no, pero es lo único
que da paz, que da alegría, que da esperanza...
Me contaba hace tiempo una buena madre, con tres de sus hijos sacerdotes,
que todo el mundo pensaba que a ella no le había costado nada que sus hijos se
fueran al seminario... ¡como la veían ir a Misa con frecuencia! Pues bien, esta
buena señora decía que había pasado muchas noches llorando cada vez que un
hijo le planteaba la posibilidad de hacerse cura, y que hasta que no iba a una
iglesia, pasados unos días, y le decía a Dios en el Sagrario... “es tuyo y a ti te lo
doy”, hasta entonces, no sentía la paz por dentro por muy bonito que fuera eso
de tener un hijo sacerdote.
Y es que así ocurre más o menos en todos los casos. Hasta que uno no es
capaz de hacer un acto de desprendimiento personal de un hijo ante Dios, esa
alma está siempre intranquila e insatisfecha, y no recuperará la paz hasta que le
diga a Dios con sus palabras: “si Tú lo quieres... para Ti es”. Y entonces, todo es
lo mismo pero todo es diferente porque Dios ya está dentro de nuestra decisión,
y entonces sí que es mucho más fácil acertar en nuestros consejos.

EN EL FONDO,
DIOS Y TÚ QUERÉIS LO MISMO:
UN HIJO FELIZ

Así es. Luego ya tenemos un punto en común en este deseo de tu hijo de


entregar su vida a Dios. Ambos –Dios y tú– queréis que tu hijo sea la persona
más feliz del mundo. Y Dios es un tipo listo, que sabe lo que hace. Por lo tanto,
si Él le llama, tú no te opongas; porque oponerse es la mejor manera de que tu
hijo sea un infeliz. Y si no le llama, si todo es una emocionada sin base
sobrenatural, tampoco te opongas de momento. A tu hijo se le pasarán las ganas
porque eso no tenía consistencia, pero habrá visto en ti –de inicio– el orgullo de
tener un hijo generoso, y eso será siempre un recuerdo imborrable en su vida.
Y dejemos esos razonamientos mezquinos que sólo quieren esconder nuestro
egoísmo. A veces parece que pretendemos conocer a nuestro hijo mejor de lo
que lo conoce Dios, o da la impresión de que no nos creemos que Dios es capaz
de colmar enteramente el corazón humano en aquellos que deciden vivir el
celibato porque sienten una especial llamada de Dios.
¡Que no, que Dios hace feliz a quien vive cerca de Él, a quien decide entregar
su vida cuando se la pide! ¿Te acuerdas de la parábola del evangelio del joven
rico? Dios le pide la vida y la visa (“vende todo cuanto tienes y ven y sígueme”),
pero el joven se marcha triste... Dios no quería sus bienes, le quería a él, quería
su felicidad. Eso es lo único que le mueve a Dios: la felicidad del otro... la
felicidad de tu hijo. Para eso le da la vocación, para que sea feliz junto a Él.
Quítate tú entonces esos miedos de que si renuncia a un amor humano no podrá
ser feliz, o que si no estudia esto o aquello no estará realizado completamente.
Eso son razonamientos terrenos, que además son indemostrables. Lo único cierto
es que si tú y tu hijo os ponéis de parte de Dios, los dos seréis dichosísimos... y
eso sí que está demostrado por la vida de muchas y de muchos.
Así que, por favor, dejemos de competir con Dios sobre quién hará más feliz a
tu hijo...

DIOS NECESITA DE TI
PARA QUE TU HIJO
PUEDA SER PARA DIOS

No sé si a estas alturas te habrás preguntado por qué experiencia habrá pasado


tu hijo hasta decidir entregar su vida totalmente a Dios. Resulta bonito saber que
hay almas que han tenido la generosidad de entregar su vida en servicio de los
demás con verdaderos deseos de santidad personal, pero no creas que se llega a
ese empeño de la noche a la mañana o sin pasar por ciertos vericuetos del alma.
A nadie, de primeras, le apetece renunciar a un amor humano. A nadie, de
primeras, le apetece separarse de los suyos. A nadie, de primeras, le apetece
entregarse sin esperar nada a cambio..., vivir la pobreza, renunciar a muchos
bienes humanos, a un futuro asegurado... Eso solo son capaces de hacerlo almas
grandes, almas generosas. Y por ahí ha pasado tu hijo antes de decidir entregar
su vida a Dios. No menospreciemos este hecho como si hoy en día fuera la cosa
más normal del mundo.
Cualquier joven que decide entregar su vida a Dios necesita la estabilidad de
saber que sus padres comparten su decisión. No es justo que emprendan este
camino con la mirada indiferente o amenazadora de sus padres. No serían los
primeros, pero bien sabes que eso no te hubiera gustado que te ocurriera a ti.
Tú has pasado por muchos momentos de inseguridad en tu vida... la
enfermedad de un hijo, una crisis económica, un desencuentro de fondo con tu
cónyuge... Tu hijo, al tomar la decisión más trascendental de su vida –su
vocación– también pasará por esas mismas inseguridades.
Por eso, ponte en la piel de tu hijo. ¿Cuánto habrá preguntado y rezado, y se
habrá sacrificado hasta contestar a la pregunta de qué quiere Dios de mí? Habrá
estado nervioso, inseguro, inquieto, y en un momento de su vida, de especial
nitidez y gracia de Dios, habrá tomado la decisión de seguirlo... y eso le hace
feliz y le da paz y quiere hacerlo. ¡Qué chasco entonces encontrarse con una
negativa de aquellos a quienes más quiere... sus padres! Lo lógico hubiera sido
encontrarse con unos padres que primero le hubiera hecho sentirse orgulloso por
la generosidad que muestra y después, porque también es lógico, le hubierais
puesto vuestras pegas, le hubierais dado vuestros consejos prudentes. Pero partir
de inicio con el no como respuesta, o poniendo condiciones de que antes tiene
que echarse novia o ir a tal o cual país, o dejar pasar un par de años, o tener la
mayoría de edad o haber cumplido los 33... ¿A ti te parece todo eso lógico? De
verdad, pregúntate, ¿qué mal ha hecho tu hijo? ¿Por qué someterlo a esa presión
desmedida cuando lo que quiere no es malo en sí... es generosidad, es grandeza
de alma? Eso no parece justo y lo sabes.
Y es que Dios también cuenta con los padres cuando decide llamar a un hijo.
Cuenta con el ejemplo de ellos, con las virtudes de ellos, con el terreno abonado
que han dejado en las almas de los suyos... Por eso Dios siempre ha necesitado
de ti para que tu hijo pueda ser para Dios.


SIN TI NO VA A PODER...
¡Y LO SABES!

Esta es el arma mejor guardada por un padre o una madre que no desea,
aunque no esté dispuesto a reconocerlo, que un hijo suyo se entregue a Dios...
poner el no de los padres por delante.
¡Cuánto mas joven es un hijo, mayor es la capacidad de influencia de sus
padres! Por eso, aunque la historia está llena de santos que dijeron no a sus
padres y sí a Dios, lo cierto es que en pleno siglo XXI, tal y como está
constituida la sociedad actual, es poco aconsejable iniciar ese camino de entrega
a Dios sin el apoyo de los padres... y con eso cuenta cualquier padre o cualquier
madre.
Es verdad. Tienes mucho de la sartén por el mango... pero por eso es mayor tu
responsabilidad ante tu propia conciencia y ante Dios. ¿Por qué no recorrer este
camino al lado de tu hijo y no poniéndose enfrente? ¿Por qué no partir del sí, si
ves que es lo que tu hijo quiere e intuyes que también puede ser el querer de
Dios? ¿Por miedo a que se equivoque, a que no sea feliz, a que emprenda un
camino para el que no está preparado? ¿O eres tú el que tiene miedo a perderlo, a
que ya no esté junto a ti, a que no haga aquello que tú ya has pensado para él, a
que rompa la novela de su vida que ya le tienes publicada?
Párate a pensar dos minutos en la alegría que le darás a tu hijo si sabe que
puede contar contigo en esta aventura divina en la que desea embarcarse.
Olvídate por un momento de ti –sí, de ti– y piensa solo en él y en Dios. En el
deseo de tu hijo por corresponder a esa llamada que dice haber recibido, en el
deseo de Dios de colmarlo de bienes, en el orgullo que siente cualquier hijo
cuando ve que sus padres son generosos con Dios. ¿O acaso piensas que tu hijo
no es consciente también del sacrificio que hacen sus padres ayudándole a
emprender ese camino? No dudes que ese ejemplo tuyo será un verdadero tesoro
cuando lleguen en su vida –porque llegarán– momentos de zozobra, de duda, de
tempestad. Será el recuerdo de unos padres generosos con Dios lo que le
permitirá volver a reemprender su camino con nueva ilusión... porque ha visto
ese destello de generosidad en los ojos de sus padres.

¿Y SI FINALMENTE MI HIJO,
PASADO UN TIEMPO,
VE QUE NO TIENE VOCACIÓN?

Aquí le dejo a Rafael González-Villalobos, padre de familia, que responda a


esta cuestión. Ni le quito ni le pongo una palabra.
Por una parte, no debemos olvidar que la Iglesia es Madre, y que por lo tanto
tiene ese mismo deseo de protección hacia sus hijos, tan propio de la condición
maternal. Por eso, sea cual sea el camino elegido para la entrega a Dios, se
establecen siempre unos periodos de prueba –por cierto, mucho más prolongados
que la mayor parte de los noviazgos–, antes de los cuales no es posible tomar
una decisión definitiva.
En segundo lugar, pienso que si en el transcurso de ese tiempo mi hija o mi
hijo descubre que el camino iniciado no es su verdadera vocación, tengo
presente que:
1.- No ha fracasado. Jesús nos ha dicho que nadie que dé un vaso de agua a un
discípulo suyo quedará sin recompensa. Mucho más si lo que se está dispuesto a
entregar es la propia vida.
2.- Ha sido generoso. En un momento de su vida, ha aparcado sus proyectos,
sus objetivos humanos –lícitos–, y ha decidido poner toda su vida en manos de
su Padre Dios, con total disponibilidad. Esa entrega constituye un rasgo de
suprema generosidad. Y, puedes estar seguro, Dios no se deja ganar en
generosidad.
3.- Ha crecido en vida interior. A lo largo de todo el tiempo transcurrido desde
que tomó la decisión de seguir la llamada, ha intensificado el trato con Dios: ha
tomado por costumbre hablar con su Padre; contarle sus alegrías y penas;
desahogar en Él sus preocupaciones y agobios; darle gracias de manera habitual
por todo lo bueno; pedirle perdón por sus errores; acudir a Él en busca de la
fuerza que precisa docenas de veces a lo largo de la jornada. En definitiva, casi
sin darse cuenta, se ha convertido en alma de oración. Con una adecuada ayuda,
y con el ejercicio de su voluntad, ese hábito de hablar con Dios ante cualquier
circunstancia le acompañará durante toda su existencia. Es decir, habrá adquirido
un barniz que le llevará a estar en contacto permanente con el mejor Consejero,
con el mejor Amigo, ante cualquier circunstancia de su vida.
4.- Ha luchado y ha adquirido virtudes humanas. La entrega de la propia vida
supone, ya desde el primer momento, el ejercicio continuado de las virtudes
humanas: fortaleza y reciedumbre para vivir contra corriente; sinceridad total
para dejarse moldear a la medida del Señor; generosidad para dejar de lado todo
aquello que estorbe a la vocación... y tantas otras. Ese ejercicio continuado, y
más en una etapa de formación de la persona como es la adolescencia, genera la
asunción de las virtudes, que quedan incorporadas a la propia personalidad para
siempre.
5.- Ha recibido una profunda formación cristiana. De forma paralela –y
necesaria– al crecimiento de la vida interior, se va recibiendo una profunda
formación que abarca diversos aspectos –ascético, doctrinal, espiritual...–, y que
supone un fundamento excepcional para toda la vida, con independencia de
cuales sean las circunstancias que rodeen a la persona.
6.- Además, y como padres lo que sigue no deja de tener una importancia
significativa, mi hija o mi hijo habrán pasado una etapa tan crítica como la
adolescencia en un ambiente inmejorable.
Ahora, querido lector, te propongo una prueba: intenta olvidar por un
momento el contexto de estas líneas; prescinde de todo lo que has leído. Cuando
te encuentres en esa disposición, relee únicamente los seis puntos anteriores.
Imagínate a tu hija, a tu hijo, adornado con esas seis cualidades. Y respóndete, si
eres capaz, que no las deseas para ellos. ¿No sientes el impulso de preguntar
“donde hay que firmar”?

LA CULPA ES TUYA.
HABERLO HECHO UN EGOÍSTA
Y UN DESCREÍDO

Podríamos estar varios meses intentando dilucidar a qué diantre sale ahora tu
hijo con ese empeño por entregar su vida a Dios. Puedes gastarte media fortuna
consultando con psicólogos, con especialistas, con estadistas o quien se precie...
pero la razón última para intentar averiguar de quién es la culpa la tienes muy
cerca de ti... Eres tú mismo. Los primeros culpables de que un hijo decida
entregarse por entero sois Dios y sus padres.
Pensarás que exagero, pero bien sabes tú de que de tal palo, tal astilla y de
aquello “de que por sus frutos los conoceréis”. Si te hubieras preocupado un
poquito más de que fuera más egoísta, que hubiera pensado más en sí mismo y
menos en los demás, si no hubiera tenido encargos en casa, si en lugar de hablar
con él seriamente por verle despistado le hubieras dejado en paz y hubiera
venido a casa a la hora que él quería, o le hubieras dejado ver toda la televisión
que quisiera, o le hubieras comprado todo lo que le gustaba, no estaría con estas
historias en la cabeza.
Y, sobre todo, la culpa es tuya porque tu hijo ha visto en casa que tú ibas a
Misa, que te tomabas en serio a Dios, que en tu casa hay criterios morales y no
es lo mismo blanco que negro, que se respeta a todos pero se exige todo de
todos... Y si no hubieras actuado así, ahora tu hijo no estaría con este empeño
por darse a Dios.
Es verdad que lo que has hecho es lo que hay que hacer, que educar bien a un
hijo no es pecado ni es de tontos, pero tú tienes mucha culpa de haberle dejado a
Dios un terreno propicio donde naciera ese afán generoso de tu hijo... ¿Y te
arrepientes de ello? Obviamente no... Así que ahora no lo estropees. No te
avergüences de tu esfuerzo por transmitir valores que perduran... no te
avergüences de que tu hijo pueda llevar la cabeza alta cuando otros son
incapaces de mirar a la cara de nadie sin sentir vergüenza propia y ajena...
Tu hijo no es un egoísta, no es un descreído... es hijo de sus padres, de esos
buenos padres que ahora sufren por ver que su hijo se plantea la vocación... pero
ocurra lo que ocurra, Dios, en parte, está en deuda con vosotros...


¿POR QUÉ TANTA PRISA
EN QUE SE ENTREGUE?

Partamos de un principio que es muy fácil de entender –si se quiere entender,


claro está–; y es aquel que dice que el discernimiento de la llamada no es
cuestión de experiencia humana o de conocimiento de otras realidades del
mundo, sino, sobre todo, de madurez en el trato con Dios. Traducido al
castellano quiere decir más o menos que, en la actualidad, para bien o para mal,
cualquier joven conoce, y no siempre positivamente, bastante de ese mundo al
que se refieren los padres. No nos engañemos, los jóvenes de hoy deben afrontar
toda una serie de difíciles dilemas morales con los que la anterior generación no
se enfrentó. La descarada propaganda sexual a la que se enfrenta hoy un chaval
de 13-14 años es nítidamente más salvaje, más directa y más explícita que la de
hace tan solo unos años. Prisa porque se entregue a Dios un hijo tuyo... lo que se
dice prisa, no la tiene nadie. O como mucho, Dios y tu propio hijo. A Dios hay
que decirle que sí cuando pasa a nuestro lado, sea a los quince o a los ochenta.
Por otra parte, seamos un pelín sobrenaturales; ninguna vocación es programable
por mucho que uno se empeñe: Dios llama cómo y cuándo quiere. El cristiano
no puede imponer a Dios su propio calendario. El mismo Señor nos habla en el
Evangelio de las distintas llamadas a distintas horas del día, cada cuál en el
momento previsto desde la eternidad. Si fuera un simple “apuntarse” a una
realidad humana (como sucede a la hora de elegir un club deportivo o una
carrera universitaria, por ejemplo), sería natural estudiar las distintas
posibilidades de elección, y programar los tiempos oportunos. Pero sólo Dios
decide el momento de luz y de gracia.
Hay que discernir en cada caso concreto, sin presuponer por principio que el
deseo de entrega de un hijo es un ímpetu juvenil, pasajero y superficial. En la
actualidad es tan fuerte la presión que reciben en contra de la entrega, que una
persona joven sabe bien que entregarse le supondrá mucha renuncia y mucho
sacrificio. Por tanto, cuando un hijo está decidido a entregarse a Dios, lo habitual
será que sus padres piensen por principio que es reflejo de una actitud generosa,
madura, y no de un arranque infantil.
Dios tiene sus tiempos, que no siempre coinciden con los nuestros. Y hay
ideales que si no prenden en la primera juventud, se pierden para siempre. Es
algo que sucede en el noviazgo, en la entrega a Dios y en muchos otros ámbitos.
Hay proyectos que sólo pueden emprenderse en la juventud. Es en esa etapa
cuando surgen los grandes ideales de entrega, los deseos de ayudar a otros con la
propia vida, de cambiar el mundo, de mejorarlo. Vale, entendido. Ahora bien,
¿por qué no esperar un par de años? Pues la respuesta es de sentido común: tiene
que conocer ese camino para decidir en el futuro seguirlo o no, tiene que
formarse, conocerse y conocer su vocación. Si le quitas esa oportunidad, si le
cortas el grifo, entonces sólo secarás la planta, marchitarás esa ilusión... Si
dejamos que las cosas lleven su curso natural, si no forzamos la máquina del
tiempo, la cosa siempre acaba bien... acabe como acabe.

¿POR QUÉ ESTA INSISTENCIA
EN QUE LOS PADRES APOYEN
LA VOCACIÓN DE SUS HIJOS?

Y podrías muy bien preguntarte: ¿y por qué tengo yo que apoyar la vocación
de mi hijo si es que no quiero estar de acuerdo? Me puedes pedir, como mucho y
en pro de la libertad de las personas en la que siempre he creído, que no me
oponga, pero que esté a favor es pasarse de castaño oscuro...
Pues la respuesta es porque es tu hijo. Una vez me contaba un padre –bruto
él– que su secreto más inconfesable era que siempre le había pedido a Dios que
ninguno de sus hijos se echara nunca una novia negra... y va el primero de ellos
y le trae a casa una novia... negra. Al principio, llevado de sus prejuicios racistas,
se negó de plano a aceptarla, haciéndole ver a su hijo que esa chica no era su
tipo, que no la veía espabilada, que no conocían a su familia. Su hijo, que de
tonto no tenía un pelo, le preguntó que si el problema era el color de su piel. Su
padre se indignó y lo negó tajantemente. Pasado un tiempo, y viendo lo feliz que
era su hijo, trató más a esta chica y descubrió en ella valores que jamás pensó
que tuviera. Con el transcurrir de los meses vio a una chica sencilla, trabajadora,
alegre, servicial, cariñosa y con una visión muy madura de lo que era un
noviazgo. Vamos, que acabó encantado con la que pasados unos años pasó a ser
su nuera. Y con orgullo me decía: tengo cuatro nueras, y a la que más quiero
como si fuera una hija mía es... a la negra.
¿Qué a qué viene esta historia? Pues que esa vocación de tu hijo, para ti ahora,
te pongas como te pongas, es esa novia negra que no quieres ver ni un pintura.
Pero si te quitas tanto prejuicio, si la tratas, si procuras conocerla, si de verdad te
importa la libertad y la felicidad de tu hijo, ponte un poco a su favor y veras
como te acaba gustando... porque veras que es eso y no otra cosa lo que hace
feliz a tu hijo.
Y si no le apoyas, si le pones palos a la rueda cada dos por tres, si te niegas
sistemáticamente, si alejas a tu hijo de esa formación especifica, de esos amigos
que le ayudan, de ese colegio donde estudia... pues perfectamente puedes lograr
que abandone su ideal de vocación, pero no porque no tenga vocación, sino
porque tú has puesto todos los medios para alejarlo de su vocación. Si ese padre
del que te he hablado hubiera prohibido a su hijo salir con esa chica, y lo hubiera
cambiado de amigos y de colegio, muy posiblemente, hoy no sería su nuera...
Piénsalo, de verdad. ¿Qué ganas con esta guerra absurda de no, no y no,
cuando en el fondo de tu alma sabes que algo no encaja, que esto es un empeño
tuyo puro y duro? ¿Por qué no dejas que tu hijo lo intente y que él decida su
futuro... que ya es mayorcito? ¿Por qué le vas a quitar a un hijo el orgullo santo
de saber que sus padres le apoyaron en todas las decisiones importantes de su
vida? ¿No te carcome la idea de meterte en la conciencia de otro y juzgar como
si pusieras o quitaras vocaciones? ¿Tan poco te fías de tu hijo? ¿Tanto te fías de
ti?


¡A MI HIJO
LE HAN COMIDO LA CABEZA!

Cuando un hijo llega a casa y plantea que quiere entregar su vida a Dios,
muchas veces pensamos que le han comido la cabeza, que le han comido el tarro.
Podría ser algo cierto, sin duda (hay mucha secta disfrazada de cordero que son
un peligro en potencia), pero lo más probable es que al no entender esa decisión
de nuestro hijo, busquemos razonadas sinrazones.
A veces es lógico que nos preguntemos si esta decisión no será fruto de un
ímpetu juvenil transitorio, condicionado por el ambiente que le rodea –amigos,
compañeros, incluso por la propia familia–. A lo mejor es que ha visto una
película y se ha entusiasmado, o ha ido al cole un misionero y le ha metido esta
idea en la cabeza. No te preocupes, porque si es así, en una semana se le habrá
pasado ese empeño y tú tendrás razón.
Ahora bien, si la decisión es más duradera y pasa un mes o dos y sigue
pensando lo mismo, lo que has de preguntarte es cómo tu hijo, sabiendo el
ambiente que se encuentran en la calle, comprobando cada día que esta sociedad
nada empuja a tomar decisiones de entrega, va tu hijo y se sigue planteando dar
su vida a Dios. Sabes muy bien que la presión que experimentan los jóvenes –
una presión brutal– les lleva sin ningún tipo de esfuerzo a una vida gobernada
por el materialismo, la búsqueda del placer físico y el deseo de triunfo por
encima de todo. Es verdad que tal vez en otros momentos de la historia los
factores externos condicionaran muchas decisiones de entrega, pero pensar que
en la actualidad se reproducen esos factores supone, al menos, desconocer el
suelo que pisamos, cuando no buscar una excusa que disfrace nuestra falta de
generosidad. Que los padres miren por las vidas de los hijos y vean las cosas de
tejas abajo, advirtiendo de posibles dificultades y comprobando razonablemente
la firmeza de esos propósitos de entrega, es lógico y natural. Que en los tiempos
que corren los padres tiendan incluso a la superprotección de los hijos, a intentar
que no les falte de nada, que no sufran, es hasta cierto punto disculpable. Lo que
no es lógico ni justificable en una mentalidad cristiana es el miedo de tantos
padres a la posible vocación de sus hijos y el miedo de los hijos a la posible
oposición de los padres.
De algunos años a esta parte, me atrevería a decir que es éste uno de los
principales obstáculos que se debe superar para poder tomar con libertad una
decisión en conciencia sobre la propia vida. No me estoy refiriendo a la natural
resistencia interior que cualquier buen hijo siente al pensar que debe dejar a sus
padres para seguir un ideal que supone y exige ese desprendimiento, ni a la
natural preocupación de unos buenos padres porque su hijo acierte y sea feliz.
Me refiero, más bien, a la resistencia de muchos padres a que sus hijos tomen
decisiones comprometidas, para las que, en su opinión, no están preparados... y
no se sabe muy bien, en realidad, cuándo llegarán a estarlo.


ENTRA DE FRENTE
AL PROBLEMA: ¡REZA!

Ya hemos llenado muchas páginas intentando esbozar los diferentes


planteamientos, decisiones, asombros y suspicacias que genera en cualquier
padre de bien cuando su hijo le plantea la posibilidad de entregar su vida a Dios.
Y una vez ya has hablado con tu hijo, con tu mujer, con tu vecino del quinto,
con el cura amigo, con ese pariente que anda rebotado con la Iglesia después de
salir del seminario, con los amiguetes del bar y con todo quien se precie... ¿ahora
qué? Porque aquí cada uno da su opinión, pero el hijo es mío, no de éstos.
Pues si me permites un consejo que sé que sí que es bueno, te diré que ahora
toca... ¡rezar! Ya le has preguntado a tu hijo, ya has hablado con él de su
vocación... ¡Ahora pregúntale a Dios, habla con Él de este asunto! Muchas veces
nos olvidamos que eso es lo primero que deberíamos hacer. Yo no puedo
presentarme a dar una conferencia sobre el cambio climático y no
documentarme. Pues entonces lo primero será irme a hablar con la persona que
más sabe de vocaciones y que más sabe sobre tu hijo. Y ese es Dios.
Lo que más te va a ayudar, lo que más paz te va a dar es hablar con Dios de tu
hijo, de lo que te ha contado, de lo que te ha sorprendido su decisión, del terror
que te da que se equivoque y que se acabe separando de sus padres en un futuro,
y de las mil cosas que tengas en la cabeza. Y así, hablando un día y otro con
Dios, dejando pasar un poco de tiempo para que las aguas se serenen,
observando a tu hijo... veras que empieza a haber más luz en tu vida, en tu
cabeza, en tus intenciones. Y llegará un día en que lo tendrás claro y actuarás en
consecuencia...
Además, así –pase lo que pase en el futuro– habrás actuado en conciencia. Y
eso es algo que no tiene precio. Poder mirar a tu hijo a la cara después de cinco
años y no tener nada de lo que avergonzarse, es algo –perdona que insista– que
no tiene precio. Bueno, tiene el precio de la honradez, de mirar siempre el bien
del otro, de buscar el consejo que ayuda, de no anclarse en el propio interés...
porque esa es la única certeza que nos da saber que queremos de verdad a la otra
persona.
Porque sería muy duro, con el paso de los años, que tu hijo pudiera decirte
con sonrojo en el rostro... “Tú no me dejaste ser feliz”. ¡Por eso ahora, de
verdad, toca rezar!

QUIEN APUESTA
POR LA LIBERTAD...
ES FÁCIL QUE ACIERTE

Mira que se nos llena la boca de la palabra libertad y luego... pasa lo que pasa.
¡Cuántas veces, ante el planteamiento teórico de la posible vocación de un hijo,
lo primero que decimos es que si es él quien lo quiere de verdad, nosotros no nos
opondremos! Y luego, cuando esa posibilidad teórica se transforma en una
realidad escuchada... nos asustamos ante la palabra libertad.
Qué paradoja tan terrible la de esos padres que hablan de libertad pero les da
miedo que se ejerza. Parece que la libertad es sólo aplicable si alguien hace lo
que yo le digo... y sólo lo que yo le digo. Es cierto, bien cierto, que la sociedad
actual ha hecho un altar de esta palabra. Y estamos ya más cerca de ejercer el
libertinaje que otra cosa, pero es chocante que nos parezca poco razonable
prohibir a un hijo que salga con tal o cual chica o que estudie esta carrera o esta
otra... y luego, ante la posibilidad de que un hijo se entregue a Dios, nos parece
que su deseo, aun viendo que es libre, no es correcto. Ahí su libertad no vale, no
sirve, no nos convence. Y argumentamos que todavía es demasiado joven,
demasiado inmaduro, que le falta experiencia de la vida, conocimiento del
mundo real... Pregúntate en conciencia, de verdad, sin autoengaños pueriles...
Hoy, a tu hijo –sí, a ese que te ha dicho que desea entregarse a Dios– ¿le dejarías
salir con una chica, tener una relación limpia de noviazgo? Entonces, si es que
sí, ¿por qué te niegas a que pueda formarse y conocer si esa incipiente vocación
es de verdad la suya? ¿Tan solo porque no hace lo que tú deseas, lo que te dicta
tu deseo?
Hay que ser consecuentes... Apostar por la libertad, si ves que el
planteamiento de tu hijo es recto y es suyo de veras, es apostar sobre seguro. Esa
es la donación gratuita de unos padres por su hijo... querer el bien del hijo, no el
bien propio. Y a veces el bien del otro no nos convence porque no es el plan que
nosotros habíamos fijado para él. Es como el hijo que desea estudiar Filosofía
rompiendo así la tradición familiar –que se remonta hasta el bisabuelo– de
estudiar Medicina. ¿Te vas a negar a que estudie lo que desee aunque te carcoma
la certeza de que va a acabar muerto de hambre en el futuro? ¿No es más lógico
aconsejar pero dejar que el pájaro vuele de la jaula hacia donde desee?
¡Qué nítido se ve este planteamiento si le damos la vuelta! ¿Qué opinas de
alguien a quien se le exige que se entregue a Dios si no desea hacerlo? ¿No es
eso mancillar y violar el principio íntimo de su libertad? ¿No es una aberración –
pecado imperdonable– obligar a alguien a entregar su vida a Dios porque lo digo
yo? Pues pregúntate si es justo hacer lo contrario argumentando razones de
conveniencia, de prudencia humana... cuando en el fondo estamos usando el
mismo argumento.
Por eso, quien sin dejar de ser prudente, apuesta por la libertad del otro, es
fácil que acierte, y es seguro que será una decisión de la que siempre se sentirá
orgulloso.


¿CÓMO SÉ QUE DIOS
LLAMA A MI HIJO?

Buena pregunta... a la que no tengo respuesta matemática. La vocación es una


respuesta muy personal del alma que sabe que Dios le llama. No es una sucesión
de lógicas humanas, no es una suma de factores, no es una predisposición
natural... es un deseo de Dios, una llamada suya que hace a unos sí y a otros no.
Ahora bien, si tuviera que aproximarme lo más posible a esa respuesta, te
diría que hay una luz que puede ayudarte para saber si la vocación de un hijo es
real o no, es de Dios o de los hombres... Y es ver, comprobar, constatar que esa
vocación hace a tu hijo mejor hijo y le hace feliz. Obviamente has de notar que
está más cerca de Dios, no sólo porque va a Misa –por decirlo de alguna
manera– sino que notarás que tu hijo es mejor hijo... más cariñoso, más
ordenado, más trabajador, más servicial. Eso sí, no olvides que es un adolescente
y que la Gracia de Dios no suple la naturaleza humana. Sus defectos de antes
serán sus defectos de ahora (esa pereza innata para levantarse no desaparece por
mucha oración que se haga), pero su afán de lucha será mayor... y eso lo notarás.
Hay algunos padres que cuando saben que su hijo desea entregarse a Dios
empiezan a buscarle defectos a toda su actuación, y empiezan a surgir frases del
tipo “pues irás a Misa con frecuencia pero sigues siendo un soso cuando viene a
visitarnos tu tía-abuela” o “menos oración y mejor dejar ordenado tu cuarto”.
Parece entonces que un chico que desea entregarse y tomarse a Dios en serio
tiene prohibido tener defectos... y sin quererlo, nos volvemos unos padres
injustos que utilizan varias varas de medir con sus hijos. ¿Te gustaría que
hicieran contigo lo mismo? ¿De verdad no es más honrado procurar tratar a
todos por igual y exigirles a todos lo que se debe pedir a un buen hijo? ¿Es de
recibo que te mofes de los defectos de tu hijo y que los exageres a rabiar sólo
porque te ha manifestado el deseo sincero de dedicar su vida a Dios? ¿Es ése el
ejemplo que deseas transmitirle? ¿Ésos son tus valores como padre, como
madre? No, tú no eres así... pero a veces nos comportamos como auténticos
inmaduros delante de nuestros hijos solo porque nos tienen cabreados al ver que
su futuro empiezan a decidirlo por su cuenta...
Por eso lo mejor es que generes en casa un ambiente amable, respirable, de
respeto mutuo. Y ahí observes –con ojos de buen padre, de buena madre– si tu
hijo mejora como hijo y le ves feliz... aunque te siga costando riñón y medio
tener que aceptar que tu hijo haga lo que tú no deseas que haga. Si de verdad
eres honrado contigo mismo, esa constatación de la realidad te permitirá ver su
deseo de entregarse a Dios como la búsqueda del bien de tu hijo.
No olvides que tu orgullo como padre será ver que crecen rectos, que son
buenos hijos, buenos ciudadanos, buenas personas... y buenos cristianos. Esa es
la única inversión de futuro que merece la pena, es la única herencia que
conviene dejar, es el único recuerdo que ojalá tuvieran de ti tus hijos en el
futuro... Y todo eso depende de lo que hagas ahora, de cómo actúes en este
momento, de la rectitud de intención que tengas.


EL PAPA NO PONE VOCACIONES...
NI TÚ LAS QUITAS

La frase es un poco provocativa... pero es muy cierta. Ni siquiera el Papa, con


toda su autoridad moral, puede decirle a nadie que tiene vocación si Dios no se
la da... ¡Y es el Papa! Nadie puede poner vocaciones; esa es misión exclusiva de
Dios.
Nadie tiene vocación porque lo diga otro... ni nadie deja de tenerla porque lo
digas tú. Así que en este tema –dicho con todo el respeto del mundo– no seamos
más papistas que el Papa.
Esto lo entendemos todos pero a veces nos cuesta asumirlo. Así que lo
primero es tratar estos temas de la vocación con toda la prudencia del mundo y
todo el respeto posible... Y no asumir el papel de juez universal que pone y quita
vocaciones a su antojo ¿Crees que tu hijo va a tener vocación porque tú le digas
que se entregue a Dios? ¿Y crees que no va a tenerla porque tú le digas que no la
tiene o que no es el momento de entregarse?
Así somos muchas veces los hombres... Ante lo desconocido nos entran las
dudas... a todos nos da miedo aquello que no comprendemos. Lo novedoso nos
desasosiega, nos retrae, nos hace ponernos un poco a la defensiva. Pero es de
Dios de quien estamos hablando, es de una realidad sobrenatural que se llama
vocación, es de esa elección divina que hace Dios a aquellos que quiere –sin
ningún mérito por su parte– con el único fin de hacer feliz a un alma. Por eso,
dejemos que Dios actúe, dejemos que Él lleve la batuta del proceso vocacional
de tu hijo...
No pongamos ni quitemos nosotros vocaciones. Nuestro papel es el de
acompañar, aconsejar, rezar y respetar... Y eso le dará a tu hijo y a ti –en el
tiempo que sea necesario– la seguridad de su entrega.
Muy acertadas, hablando de este contexto de la entrega a Dios, me parecen las
palabras pronunciadas por el Papa Francisco: “En su respuesta, Dios nos
sorprende siempre, rompe nuestros esquemas, pone en crisis nuestros proyectos,
y nos dice: Fíate de mí, no tengas miedo, déjate sorprender, sal de ti mismo y
sígueme. Preguntémonos hoy todos nosotros si tenemos miedo de lo que el
Señor pudiera pedirnos o de lo que nos está pidiendo. ¿Me dejo sorprender por
Dios, como hizo María, o me cierro en mis seguridades, seguridades materiales,
seguridades intelectuales, seguridades ideológicas, seguridades de mis
proyectos? ¿Dejo entrar a Dios verdaderamente en mi vida? ¿Cómo le respondo?


NO LLAMES A LA POLICÍA...
¡NO QUIEREN ROBÁRTELO!

En muchas ocasiones –más de las que imaginamos– identificamos la palabra


vocación con el secuestro de nuestro hijo. Es como si al oír esa palabra ya le
estuviéramos viendo con las maletas fuera de casa, despidiéndose para siempre
de nosotros y dejándolo de ver para el resto de nuestros días... Y nos entra la
tentación de llamar a la policía al pensar que nos lo quieren robar...
Bien sabemos que esto no es así... y aunque esté exagerada la descripción,
algo de esto, en mayor o menor medida, sí que nos ocurre. Por eso, conviene y
mucho hablar con las personas que nos pueden aconsejar. Y es que es entonces
cuando vale la pena que perdamos un poco de nuestro tiempo en escuchar a
nuestro hijo y aquellas personas que le ayudan en su trato con Dios. Por mucho
que nos cueste aceptarlo, necesitamos ayuda en un asunto de tanto tinte
sobrenatural como es la posibilidad de que nuestro hijo entregue su vida a Dios.
¡No somos expertos en vocación! Y aquí no vale ir de listillos... El tema es
demasiado serio como para tomárselo a guasa. Si un día me encuentro a un cura
de 80 años dándome consejos de cómo ligar en una discoteca, le miraré con una
sonrisa bondadosa y le animaré a seguir tomando esas pastillas que le recetó el
médico... pero de verdad que no le buscaré como consejero de mis ligues de
verano. Pues si de lo que se trata es de saber cómo actuar bien en el tema de la
vocación de mi hijo, bueno será hablar con profesionales en el asunto.
Y no pienses entonces que las personas que ayudan a tu hijo en su vocación lo
que quieren es pescarlo para ellos... Eso es, al menos, insultante para quien desea
ayudarte. ¿Piensas que en las cosas de Dios valen los razonamientos humanos?
¿Piensas que alguien va a entregar su vida a Dios durante años para ir por ahí
pescando adolescentes? ¿Sabes lo que duraría en este kiosco de Dios alguien con
esas intenciones? No más allá de un fin de semana...
Déjate ayudar, reza, escucha lo que dice el Papa y los santos en este tema,
habla con ese sacerdote amigo y, sobre todo, escucha a tu conciencia recta, a lo
que te dice tu propio corazón cristiano. Decide al lado de Dios, no al margen de
Él... y verás que todo es mucho más sencillo de lo que parece.



¡MALDITAS CELOTIPIAS!

Define el Diccionario de la Real Academia la celotipia como “pasión de los


celos”. ¿Y esto a qué viene? Pues a intentar explicar que el corazón humano a
veces se vuelve complicado... también para los padres que ven cómo un hijo
desea seguir una vocación divina.
Hay una etapa en la vida de los padres –experimentada de manera más trágica
por unos que por otros– en la que sienten con perplejidad cómo parece que dejan
de ser la referencia de sus hijos. Pierden ese pedestal en el que hasta ahora se
encontraban. Es como si sus hijos ya no contaran con ellos, se desprendieran de
sus consejos y de sus valoraciones... Pero no es así del todo. Es verdad que en
esto, la cosa va por barrios y por épocas. Y la época del joven adolescente está
marcada por ir tomando decisiones al margen de sus padres. En todo caso, es
cierto que todos los que hemos sido hijos –el 100% de la población mundial–
vamos poco a poco desprendiéndonos del criterio de los padres y empezando a
tomar decisiones por nosotros mismos... y eso –querámoslo o no– siempre es un
poco doloroso de asumir en mayor o menor grado, sobre todo por aquellos
padres que han apostado por una hiperprotección de los hijos.
Ante este hecho, a veces buscamos culpables imaginarios. No nos cabe en la
cabeza que nuestro hijo o nuestra hija haya dejado de ser ese encantador ser que
nos abría con una ingenua sencillez envidiable, que nos consultaba todo, que nos
hacía caso en todo... Éramos su luz, su faro, su guía, su mejor consejero... y
ahora parece que esto se ha acabado... Y claro, la culpa no va a ser de la vida
misma que hace que nuestros hijos crezcan inexorablemente y vayan saliendo
del nido de mamá y de papá... La culpa se la tenemos que echar a alguien, y lo
más cercano que tenemos es a esas personas que han ayudado a nuestro hijo a
discernir su vocación... Y nos volvemos suspicaces, y empezamos a poner caras
de enfado cuando nos dicen que van un rato a la parroquia o a ese centro donde
reciben medios de formación cristiana. Y nos empieza a repatear las entrañas ver
que hablan de esos amigos que le ayudan como si tuvieran más importancia en
sus vidas que sus propios padres... Y aunque no queramos admitirlo, entran las
famosas celotipias... Sí, esos celos tontos que no estamos dispuestos a admitir
que tenemos, pero que en realidad sí que tenemos. Y es que si antes nos parecía
estupendo que nuestro hijo acudiera por ese lugar, ahora ya procuramos que vaya
menos, y le ponemos pegas tontas... y nuestro hijo lo percibe porque tonto no es,
y aparecen las primeras riñas familiares por algo que antes nos parecía
estupendo.
Y es que tenemos miedo que esa decisión de entrega a Dios de nuestro hijo se
interponga en el desarrollo habitual de la vida familiar. Es como si, aparte de
nuestros hijos, se hubiera introducido en la familia un nuevo miembro que no ha
sido invitado. Es la famosa vocación y las exigencias que lleva consigo: querer ir
a Misa cuando nos íbamos a ir todos a la playa, el niño que viene ahora con que
se va de excursión con la parroquia cuando mamá prefiere que se quede en casa,
ese llegar tarde porque ha estado estudiando en el centro juvenil. Y mil cosas
más que van creando una barrera, una suspicacia, un celo inconfesable que no es
bueno porque ni es justo, ni es de Dios.
Ten muy claro que esas personas que ayudan a tu hijo saben que la obligación
de tu vástago es que quiera más a sus padres, que tenga detalles de servicio y de
cariño con sus hermanos, que estudie bien y a fondo, que sepa vivir ese cuarto
mandamiento con verdadera finura.
Pero los padres no pueden sacar las cosas de quicio. Los hijos crecen y van
volando del nido. ¿De verdad que tendrías las mismas suspicacias si tu hijo
estuviera el mismo tiempo fuera de casa porque sale con una chica? ¿Te
molestaría que un sábado por la tarde o un domingo por la mañana se fuera con
ella a dar un paseo o al cine o a pasar un rato con sus amigos o sus amigas? ¿No
te ocurre mas bien que esa resistencia a la vocación de tu hijo te hace verlo todo
con ojos negros, con ojos suspicaces, con un no querer de fondo que empieza a
hacer un poco insoportable la vida a tu hijo? ¿No es mejor, como se ha dicho por
activa y por pasiva, saber respetar, saber apostar por la libertad de tu hijo
exigiéndole, eso sí, todo lo que sea exigible a un hijo para el desarrollo habitual
y normal de la vida familiar? Prueba, de verdad, a ponerte a favor de él, a
quererle como es, a aceptar sus decisiones nobles... y verás que eres la más feliz
de las madres, el más feliz de los padres.


QUE ESTÉ CERCA DE DIOS...
PERO SIN PASARSE

¿A que padres cristianos no les llena de orgullo ver que su hijo se toma su
vida cristiana en serio? Tal y como está el patio de la calle, saber que nuestro
hijo tiene unos criterios morales sólidos, es una garantía inequívoca de que va
por el camino que unos buenos padres desean.
Tener una hija o un hijo que procura tener una vida cristiana seria, evita, entre
otras cosas, los grandes peligros que afectan a los jóvenes de hoy: el mundo de la
droga, el alcoholismo, la permisividad sexual, el abandono escolar y todo el
relativismo moral que se extiende como una losa en las conciencias de tantos... Y
saber que un hijo está fuera de esos ámbitos, es una gozada para cualquier padre.
Y no seamos tan ingenuos de pensar que eso nunca le pasará a nuestro hijo,
quisiera o no entregarse a Dios. Obviamente, la disyuntiva no es seguir la
vocación o acabar drogadicto... pero por muy buena persona que sea tu hija o tu
hijo, lo que se encuentran en la calle, en el colegio, entre sus amigos, es una
sociedad descreída y moralmente prostituida. Y solo quien tiene criterio recto,
quien tiene personalidad sólida, es capaz de conformar su vida con verdadero
sentido cristiano. Por eso, un buen padre cristiano desea que sus hijos sean
personas de criterio, hombres y mujeres de una pieza que saben ser consecuentes
con su fe a lo largo de sus vidas.
¿Cuántos padres sufren al ver como sus hijos se alejan de la Iglesia y de la
práctica religiosa? ¿Por qué piensas que un hijo empieza a no comulgar un
domingo cuando va con vosotros a Misa? Y entonces, esos mismos padres
desean de verdad que sus hijos sean ayudados en su vida cristiana porque saben
bien que el alejamiento de Dios es la peor infelicidad de todas. Por eso, alegra y
alegra mucho ver un hijo que lucha, que es coherente, que vive bien su fe... hasta
que se plantea su vocación y decide dar su vida a Dios.
¡Lo queremos todo! ¡Y no se puede! Queremos un hijo coherente con su fe,
fuerte en sus convicciones, que esté cerca de Dios... pero sin pasarse. Que sí, que
es bueno ir a Misa, pero si no va todos los días tampoco pasa nada, que no hay
que ser exagerados. Y si toca playa pues playa, que aunque tenga 15 años lo que
a mi hijo más le gusta es hacer castillos de arena, que si no lo conoceré yo que
soy su madre...
En el fondo, lo que nos dicta el egoísmo es tener un hijo con todas las ventajas
de querer entregarse a Dios (trabajador, estudioso, cariñoso con sus padres,
servicial con sus hermanos, alegre, feliz y piadoso) pero sin ese deseo por darse
a Dios (así no se mueve de casa y podrá casarse con esa chica que a mí me
gusta). Pero ya está dicho que si Dios llama, Dios llama. No podemos ser unos
monstruos de la “genética social” que programan a su hijo todo su futuro,
dándole esto de aquí y esto de allá... como si se tratara de un ser sin conciencia,
sin alma y sin vida propia.
En el terreno sobrenatural, como muchas veces ocurre en el humano, la única
opción válida es dejar hacer a Dios y querer nosotros también cumplir su
voluntad. Y es que bien sabemos que ese es el único camino que acaba
completando el puzzle de nuestras vidas; lo único que acaba por dar sentido
cierto a todo lo que nos ocurre; lo único que nos permite ser felices en esta
senda, a veces fácil y a veces desconcertante, que es la vida de cada uno de
nosotros.



PADRES “PREVISORES”

La táctica es más vieja que la de calcar un dibujo aprovechando el cristal de la


ventana... Es aquella que consiste en apartar “a tiempo” a tu hijo del ambiente y
de las personas que pueden acabar facilitando que un adolescente se plantee su
vocación.
Es lo que llamo padres “previsores”, que bien puede resumirse con ese refrán
de que más vale prevenir que curar... Si atisbo que si mi hijo sigue yendo por ese
ambiente y con ese tipo de amigos puede traernos a casa el “virus” de la
vocación, pues antes lo saco de ese ambiente, lo separo de esos amigos y se
acabó el problema. La cuestión es ser previsores... y adelantarse a los
“problemas”.
Y es verdad que si pienso que ese ambiente y esos amigos pueden hacer daño
a mi hijo, pues lo mejor es sacarlo de ahí. Eso lo hace cualquier buen padre y
cualquier buena madre. Lo contrario es de desalmados... pero –porque hay un
pero– el problema radica en saber si ese ambiente y esos amigos no son el
problema sino mas bien la solución. Este tipo de tácticas –porque son tácticas–
se emplean si quiero sacar a mi hijo de un mundo que puede influirle
negativamente, si puede destruir los valores en los cuales quiero formarle. Se
entiende que si tu hijo acude a sitios o con amigos que puedan acabar
incitándole, por ejemplo, al consumo de la droga, pues es lógico, lícito y un
deber moral, alejarle de ahí. La cuestión se complica si a quien le ponemos la
etiqueta de enemigo, de mala influencia y de camino a la infelicidad es a Dios
mismo. Ahí está el pero y ahí está el gran error de concepto.
Ese ambiente y esos amigos de quienes queremos apartarlo, ¿son el
problema?, ¿han hecho daño a tu hijo o tienes que admitir que ese ambiente y
esos amigos no solo le han hecho mejor cristiano y mejor persona sino que tu
hijo es, además, muy feliz? ¿No está el problema en que eres tú quien desea
alejarlo de un camino bueno porque a ti no te gusta?, ¿no son tus prejuicios los
que guían tu conducta?, ¿puedes decir con la cabeza alta que actúas en
conciencia o más bien en conveniencia a tus caprichos? Son preguntas duras y te
pido perdón si me estoy metiendo donde no me llaman, porque aquí todos somos
–yo el primero– unos pecadores de escándalo. No vengo a darte lecciones, yo no
soy el listillo y tú el malvado, pero ni tú ni yo nos vamos a engañar... muchas de
nuestras decisiones –el hombre es así de cabezón– están guiadas por el egoísmo
y no por el deseo de contentar a Dios, de acercarnos a Él, de dejarle que guíe
nuestras vidas. Y ese sí que es el problema.
Nuestra vida son nuestras decisiones... No podernos alejarnos de la
responsabilidad de nuestros actos... Ser padre o madre hoy en día es una cosa
muy complicada. Nadie nace sabiendo educar a un hijo. La vida está llena de
trampas y a veces nos ciega la pasión y el miedo al futuro. Lo novedoso, lo
desconocido... lo sobrenatural nos desconcierta. Es un terreno que no
dominamos y esa situación no es cómoda para nadie... pero por eso es
importante que actúes en conciencia y cerca de Dios, así siempre acertarás.
Piensa las cosas bien en presencia de Aquel que quiere lo mejor para ti y para los
tuyos... Eso sí que es ser de verdad padres “previsores”.


HIJOS
CON MIRADA TRISTE

Lo he visto tantas veces que tengo la impresión de que es una escena repetida
hasta la saciedad. Situémonos en el contexto, prácticamente idéntico en muchas
familias. Hijo o hija que tras un tiempo de acudir a una parroquia, a un centro
juvenil o a cualquier institución de la Iglesia que hace labor con gente joven, se
plantea su vocación, responde afirmativamente y acude a hablar con sus padres.
Esa chica o ese chico es una persona feliz y no sabe a ciencia cierta cómo van a
responder sus padres a ese deseo suyo. A veces, por la edad y el ímpetu de su
juventud, piensan que sus padres se lo tomarán a bien, aun poniéndoles algún
tipo de pegas. Luego viene la cruda realidad... Los padres se oponen de raíz o
simplemente alejan el problema durante un tiempo con la esperanza de que su
hija o su hijo acaben por olvidarse de ese asunto... Pasan las semanas y ven
como su criatura del alma sigue en sus trece. Ven que reza, que sigue queriendo
frecuentar ese ambiente y esos amigos, y surgen entonces esas celotipias de las
que hemos hablado. El ambiente se enrarece. Los padres ven con preocupación
que su hija o su hijo siguen queriendo lo mismo. Intentan que esté más con ellos
o con otro tipo de amigos. El hijo percibe que quieren alejarlo de lo que él
quiere. Los padres se empiezan a preocupar de verdad al pensar que su hijo
desea estar menos tiempo con ellos... Y surgen los problemas. Y en ese clima,
además, ven que su hijo es menos feliz en casa, que está como marchitado, que
le falta pasión... Y surge, como por encanto, esa trágica sentencia: “Mi hijo esta
triste”.
Y empezamos a buscar las causas... Hasta ahora todo era perfecto –o casi–,
pero desde que se planteó “aquello” ya no es el mismo. Está en casa pero está
distante, quiere estar con sus amigos de siempre, hablar con ese sacerdote,
frecuentar el ambiente donde descubrió su vocación. Y como los padres ven a su
hijo más triste se vuelcan más con él, intentando disuadirle con planes familiares
que le alejen de esa idea de entregarse a Dios. Y, para colmo, a veces ese hijo
joven ni tiene pillería, ni paciencia, ni saber estar... y crispa más el ambiente.
Es la hora del diálogo. Aquí todos están en buen plan... son buena gente, pero
es absurdo intentar mirar para otro lado, pensar que como nosotros los padres ya
le hemos dicho que por ahora se olvide de su vocación pues que se va a olvidar
de su vocación. Y además pensamos que desde el otro lado –desde el lado
“enemigo”– le están incitando a esta guerra psicológica, que en la parroquia o en
el centro juvenil le dicen que plantee batalla con sus padres, que les
desobedezca, que insista una y otra vez... Y claro, en ese clima, el dialogo
sincero es muy difícil.
Por eso hay que hablar y hablar mucho. Vosotros con vuestro hijo y vosotros
con ese lugar que frecuenta, en el que solo quieren el bien del hijo y el bien de la
familia... Y preguntarse si no es lógico que tu hijo esté así, en parte y solo en
parte, porque le estáis quitando la ilusión de su vida, le estáis alejando de lo que
más quiere, le estáis decepcionando porque vuestro hijo ve –es justo
reconocerlo– demasiado empeño en sus padres en que tome otro camino. Y eso
decepciona a cualquier hijo que siempre ha confiado en sus padres.
Y esa tristeza –no lo olvides, es un chico o una chica adolescente– el tiempo
no la cura... la recrudece, la hace más profunda, más sentida, más inhumana. En
algunos jóvenes, si se persiste una y otra vez en ese empeño, acaba
efectivamente alejándolos de su vocación, pero se queda en ellos una herida
amarga en el alma que antes o después resurge. Ellos también tienen conciencia,
y es –tal vez– mas pura que la nuestra... más ingenua también, pero sobre todo
menos retorcida que la nuestra. Y como estamos hablando de la cercanía del
alma con Dios, de algo muy íntimo y muy sagrado, pues el daño que podemos
hacer es mucho mayor, aun sin quererlo, aun sin desearlo, aun sin buscarlo en
ningún caso.
Por eso, seamos serios. Toca hablar, rezar, actuar con prudencia de buena
madre y de buen padre. Dale tiempo al tiempo, ponte del lado de Dios, habla con
esas personas que ayudan a tu hija o a tu hijo y verás que todo va adquiriendo
sentido, que tu vida –sí, la tuya– se va llenando de una luz que hasta ahora no
tenías. Dios no te va a dejar tirado en este momento de tu vida. Trabaja con Él,
habla con Él, fíate de Él... y verás la diferencia.

UN DÍA...
DIOS TE PREGUNTARÁ
POR ESTE DÍA

No tengo ninguna intención de ponerme trágico, ni de forzar el aguante del


lector, ni de salirme por la tangente, ni de juzgar a nadie –Dios me libre–, pero
bien cierto es –y tú lo sabes– que un día –lejano, pero cierto–, Dios nos
preguntará por ese día en que nuestro hijo nos planteó su deseo de entregar su
vida a Dios. Y aquí no caben las mentiras, ni las medias verdades, ni las excusas,
ni leches en vinagre. Aquí solo valdrá la verdad, y la verdad de la buena.
Por eso mi interés en decirte una y otra vez que actúes en conciencia. Eso es
lo único importante. Pero ha de ser una conciencia recta y bien formada... No es
verdad que esté bien atropellar a viejecillas con el coche por el simple hecho que
yo piense que sí está bien... No vale engañarse. Lo puedes intentar, pero no vale,
no es justo, no es de hombres coherentes...
De ahí, ese consejo de que reces, de que te dejes iluminar por Dios, de que
dejes a un lado tus caprichos, tu manera demasiado humana de mirar las cosas,
tus apegamientos, tu lucha interna –a veces un poco exagerada– de ver que es
muy difícil desprenderse de los hijos, tus novelas ya escritas sobre ellos que
viene Dios y la rompe... Has de ponerle pegas, has de comprobar que tu hijo
actúa libremente, que no está coaccionado ni lo más mínimo, que sabe lo que
quiere, que es maduro –con la madurez de su edad, no de la tuya– y que es
coherente...
Ponle dificultades pero, por favor, no le tires por el precipicio. No te pongas a
pensar y a maquinar cómo quitarle de la cabeza esa idea absurda de querer
entregarse a Dios... Sé que no harás como la madre de Santo Tomás de Aquino,
que le metió una prostituta en la habitación para alejarle de sus deseos de vestir
los hábitos dominicos... brutica era así la señora. Tú tienes más clase pero al
menos ella no se autoengañaba. No quería y punto. No se excusaba con historias
de “qué alegría que desees entregarte a Dios pero todavía eres demasiado joven,
échate varias novias, vente con nosotros a la playa, sal con tus amigos y tus
amigas hasta tarde, no reces tanto, vete un par de años al extranjero y si luego
quieres seguir con tu vocación, pues adelante. Nosotros no nos opondremos”.
Ese planteamiento, sinceramente, no sé si es peor que el de la prostituta, pero
es una manera malévola de negar una evidencia: no queremos que te entregues
pero no queremos decírtelo. De verdad, es mejor no engañarse... Dile a tu hijo
que no quieres que se entregue a Dios, y no te excuses con la edad porque
cuando tu hijo tenga veinte años –por tu manera tan poco sobrenatural de
razonar– seguirás pensando lo mismo.
Por todo esto y muchas cosas más, te hablo de seguir siempre tu conciencia
recta. Y es que lo primero es rezar y dejarle a Dios que te hable, que te diga, que
te indique. Y eso es pasarlo mal porque ves, cuando te adentras en el terreno
sobrenatural, que te quedas sin suelo firme donde pisar, que ya tu criterio
humano no es tan infalible, que ves con sonrojo cómo a veces tus decisiones
están guiadas por el egoísmo –disculpable, pero egoísmo– de querer a tu hijo
solo para ti. Y reconocer eso no lo hacen todos porque hay que ser muy noble
con uno mismo... y con Dios.
La vocación siempre es, en parte, sufrimiento. Del que se la plantea, porque le
cuesta entregarse hasta que su querer es verdadero y entonces no se cambiará ni
por nadie ni por nada..., y de los padres, porque de primeras se genera un
desconcierto total y cuesta y mucho desprenderse de los hijos. Luego las cosas ni
son tan trágicas, ni tan difíciles... pero el que sabe lo que duele una muela es a
quien le duele. Y hay que pasar por ello para saber lo que cuesta... Pero si eres
recto y noble, si te pones del lado de Dios que solo quiere lo mejor para ti y para
los tuyos, lo que parece muy difícil no lo será tanto. Y será ver a tu hijo feliz... –
feliz de verdad– el mejor premio a esa respuesta que él y Dios esperan de ti. Y
qué paz da saber que cuando me encuentre a Dios cara a cara podré decirle que
jugué a su lado, que actué en conciencia, que solo busqué el querer de Dios y el
bien de ese hijo...


ES MUY FÁCIL
DESTRUIR UNA VOCACIÓN

El título del capítulo suena un poco fuerte, pero es así. Hay algunos que
piensan que por el mero hecho de haber sentido la llamada de Dios, ya no hay
quien te deba mover de esa idea, pase lo que pase y tengas las dificultades que
tengas, aunque en esas pueda incluirse la negativa de tus padres o un entorno
familiar distante con las cosas de Dios.
Y se piensa así por dar por hecho que si una persona sabe que Dios le llama,
no habrá dificultades que puedan tumbar su decisión. Y se acaba razonando
entonces que si una persona joven se echa atrás por la oposición de sus padres,
entonces es que es señal cierta de que no tenía vocación. Y nos quedamos tan
anchos soltando ese argumento...
¡Cuántas buenas aventuras que mueve el amor humano se estropean por el
egoísmo de buscarse a uno mismo, por dejar paso a la rutina o por el mero hecho
de vivir a seiscientos kilómetros de donde vive tu novia! ¿Y qué es la vocación
sino una historia de amor personal del alma con Dios?
Cualquier noviazgo, por mucho flechazo que haya, se prueba en la dificultad.
También las vocaciones... Pero esas dificultades, por provenir precisamente de
aquellas personas a las que más quieres –tus padres– son doblemente dañinas.
Un hijo percibe enseguida si la novia que se ha echado gusta o no a sus
padres...y si percibe que no ha caído bien, será más difícil pedirles ayuda cuando
lleguen los primeros problemas. Sin embargo, si juegan a su favor, será más fácil
escucharles, seguir sus consejos... porque sabe que buscan el bien del hijo. y si
esa no es la chica de mi vida, el día que tenga que cortar –porque eso se ve
claro– también tendré al lado a unos padres que sabrán ayudarme porque
siempre, en los consejos que me daban, se veía que no buscaban sus propios
gustos...
Pues en las cosas de Dios, los tiros son muy análogos... Si tu hijo ve rectitud
de intención, deseo de entenderle, acompañamiento en esa etapa de su vida... la
cosa acabará bien y le habrás hecho un gran bien. Si ve, por el contrario, una
actitud tozuda de no porque no, un rechazo porque no es lo que nos gusta,
entonces no podrá contar con nosotros en esa etapa de su vida... Eso es dejar un
hijo a la deriva, eso es dejar tirado a uno de los tuyos... digamos lo que digamos.
Y esa pequeña llama que es una vocación puede muy bien torcerse por nuestra
oposición, por nuestro “no” terco. A las cosas hay que dejarlas crecer en un
entorno amable, respirable, de respeto a la legítima libertad del otro... Y en las
cosas de Dios no va a ser diferente. Si un chico joven quiere entregar su vida a
Dios y sus padres se oponen, pueden muy bien lograr que en ese chico se
marchite esa ilusión. Es verdad que poco convencido estaría de su vocación si a
los diez minutos de que sus padres le pongan pegas, el chico se echa atrás. Pero
si esa oposición es de meses o años, y van mellando la voluntad de su hijo y se la
van jugando incitándole con planes y situaciones que comprometan su vocación,
entonces es mejor no contarse historietas macabeas... Ahí existen ganas de
cargarse la vocación del hijo, de alejarlo de Dios, de querer cumplir la voluntad
de los padres como si la de Dios no existiera. Y eso, lo sabemos todos, nunca es
bueno, nunca hará feliz a nadie... y casi nunca acaba bien.
Destruir es muy fácil. Y si no que se lo digan a ese puñado de secretarias que
han conseguido amargar el matrimonio de sus jefes por un mero capricho
pasajero... o a ese puñado de hombres que se han encaprichado de una joven
compañera de trabajo. Cualquier historia de amor, es verdad, está llena de
dificultades, pero qué triste es que seamos nosotros esas piedras que logran que
el otro caiga y tropiece... No es, desde luego, ninguna medalla que merezca la
pena colgarse en el pecho.


¿TE HAS PREGUNTADO
QUÉ ESPERA TU HIJO DE TI?

¿Te has planteado qué hubiera pasado si a la edad de tu hijo, tú hubieras ido a
ver a tus padres para decirles que querías entregar tu vida a Dios? ¿Cómo te
hubiera gustado que ellos reaccionaran? ¿Qué esperarías realmente de ellos?
¿Qué esperas de un hijo que busca a sus padres para pedir consejo sobre su
vocación? ¿Verdad que deseas que te escuche, que siga tus consejos, que se fíe
de su madre y de su padre?
Pues ahora, dale la vuelta a la cuestión... ¿Te has preguntado qué espera tu
hijo de vosotros –de sus padres– en esta situación? ¿Crees que es justo que vea a
unos padres que parece que no entienden las cosas de Dios, que solo miran de
tejas para abajo, que buscan más sus deseos que los del propio hijo o que los de
Dios? ¿Te has puesto en su situación? ¿Eres capaz de valorar la grandeza de
alma, la generosidad enorme que ha tenido tu hijo? ¿Vas a apagar sus ilusiones
solo porque su camino no es tu camino? ¿Tan ciego estás que no eres capaz de
llenarte de orgullo por ver un hijo que quiere amar a Dios con locura aunque
sean grandes sus miserias? Luego actúa como te parezca, pero por favor no
huyas de tu conciencia, no empequeñezcas el alma de tu hijo, no reduzcas su
ilusión a una mera emocionada adolescente. Sé justo y se coherente... Es lo
mínimo.
Y es que lo que tu hijo espera de ti es que le trates como a ti te hubiera
gustado que te trataran si estuvieras en su misma situación... Esa es la cuestión
importante. Esa es la grandeza de alma que se te debe de exigir a ti, aunque te
suponga esfuerzo, aunque hayas de tragarte las lágrimas, aunque hayas de
hacerte violencia por dentro... Una decisión de tal calibre no se ventila con un
“venga chaval, no me cuentes rollos y vete a ordenar tu cuarto que está hecho un
desastre”.
Tu hijo lo que precisa es que valores su decisión en su justa medida... que te
vea contento y orgulloso, y que le expliques entonces todos los peros que ves,
todas las dudas que te genere esa decisión. Ponle tus pegas –las que quieras–
pero desde la visión de un buen cristiano, de un padre que quiere lo mejor para
su hijo. Y escúchale, porque tal vez seas tú el que sepas poco de lo que supone
entregar la vida a Dios. Hay que pasar por ahí para saberlo... ¡Cuántas lecciones
se aprenden de las almas generosas... aunque sean tus propios hijos quienes las
enseñan sin ningún afán de dar lecciones!

DIOS YA CONTABA
CON TU RESISTENCIA CUANDO
DIO LA VOCACIÓN A TU HIJO

Cuando Dios llama a un alma ya sabe lo que viene por delante. Hay personas
–y no son pocas– que han tenido que arrastrar una oposición brutal de sus padres
cuando han decidido entregar su vida a Dios. Ejemplos hay muchos. Basta ver el
santoral que jalona a la Iglesia. Pero eso también le ha ocurrido a otra mucha
gente anónima... y unos vencieron y otros no.
Dios ya sabe cómo son los padres cuando llama a un hijo. Él no puede
controlar tu libertad, no puede imponerte su deseo, su querer para quien es carne
de tu carne. Es muy cierto que si tú tuvieras claro que la vocación de tu hijo es
algo de Dios al ciento por ciento, tú actitud tal vez sería muy otra. Esto lo sé
porque no tengo ninguna esperanza que este libro lo lea alguien que se opone
frontalmente a Dios. Estas páginas son para gente normal que tiene reacciones
normales cuando viene un hijo y le suelta una noticia que no tiene nada de
normal...
Pero también has de saber que, muchas veces, tu aparente oposición, tu
resistencia a dejarle que siga ese camino, tus dudas, tus incertidumbres, esas
celotipias... Dios ya contaba con ellas. y el mismo Dios las utiliza para depurar y
purificar ese querer de tu hijo, para hacerlo más sobrenatural. Si todo fueran
facilidades, tal vez la semilla de su vocación no crecería correctamente. El mar
calmado no hace buenos marineros... El frío, el calor, la tormenta y el viento, son
necesarios para que las plantas den fruto... aunque es verdad que un buen granizo
es capaz de matar la cosecha mejor cuidada...
Pero que te sepas parte del plan de Dios, tampoco te excusa para que te
preguntes que quiere Dios de ti en estas concretas circunstancias... Tú has de
aprender a ser santo ahora que te pasa lo que te pasa. No te inhibas diciendo que
esto es un problema de tu hijo, no tuyo, porque no es verdad. Si tú pierdes tu
trabajo, será tu hijo quien tendrá que aprender a encontrar a Dios en medio de
esa circunstancia que le afecta a su padre... y al plato de su comida.
No pienses que tu oposición es –porque sí– lo que Dios quiere de ti. Eso
tendrás que valorarlo en conciencia, tendrás que actuar mirando a Dios a la
cara... pero tú formas parte del plan vocacional de tu hijo. Lo quieras o no, serás
instrumento que Dios utiliza para acrisolar la vocación de tu hijo. Y a ti y a mí,
por la cuenta que nos trae, de lo que se trata es de ser buenos instrumentos.
Dios te ha prestado a tu hijo. Dios cuenta contigo para llevarlo a Él. Dios
puede dar muchas curvas hasta lograrlo, pero tanta curva puede acabar mareando
a todo el mundo. Aquí mas vale hacer un viaje lo más tranquilo que se pueda, y a
ser posible, cogiendo las menos carreteras de montaña que te deje tu propia
visión de las cosas.
¿Te has preguntado lo feliz que puedes llegar a ser si colaboras con Dios? No
digo que le dejes a tu hijo entregarse a Dios por miedo a que Él te castigue. Dios
no es así de mezquino. De lo que se trata es de ponerte del lado de Dios –
incrementando tu vida de oración, acudiendo con más frecuencia a los
sacramentos, formándote con libros que te ayuden– para así acertar en tus
decisiones. Apostar por Dios siempre es una apuesta segura. Eso es lo que te
dará la felicidad y se la dará a tu hijo. Actúa ante Dios y ante tu conciencia como
te corresponda, pero no alejes a Dios de tu vida real, de tus dudas reales, de tus
perplejidades reales. Arregla con Él este problema, si te empeñas en ver la
vocación como un “problema”, pero ten por seguro que Él no es el problema, Él
es la solución a “tu problema”.
Lo contrario, oponerse a lo que Dios quiere –y eso es verdad que no lo
quieres– sería la constatación más clara del fracaso cristiano en tu familia. Como
me decía hace años un buen amigo –un poco macarra él– ante estas mismas
circunstancias: “Como Dios llame a mi hijo y yo me dedique a oponerme, vaya
problemón que me ha caído”. Y me decía él que eso fue lo que le llevo a tratar y
a solucionar este tema con Dios, no a pesar de Dios.


LA CALLE GRITA LO CONTRARIO
AL SÍ A DIOS

Veamos solo algunos ejemplos. Son pura estadística que no hace falta que
rastrees en Internet (aunque si te pica la curiosidad, ánimo con ello). Lo que aquí
te cuento lo puedes ver todos los días en cuanto salgas del portal de tu casa. La
realidad es así de cruda pero al menos nos ayudará a entender que la calle
transmite a tu hijo cualquier cosa menos el deseo de entregarse a Dios. Luego
algo habrá de sobrenatural en ese deseo suyo para querer ir a contracorriente de
lo que él también se encuentra cada vez que sale del portal de vuestra casa.
¿Cuántos chicos de la clase de tu hijo van a Misa los domingos? En tu ciudad,
son menos del 9% los jóvenes entre 15 y 23 años que acuden a la Misa
dominical. A mí el 9% me ha parecido mucho, pero eso dice la estadística.
Más de un 82% de la población mundial –sí, de la población mundial– tiene
relaciones sexuales desde los 14 años... Dirás que tu hijo está en el 18% por
ciento restante. Es lo que piensan también casi todas las madres del otro 82%,
pero lo cierto es que aquel que se plantea la vocación lo tiene bastante chungo si
busca gente que le aplauda...
La píldora abortiva –conocida como píldora de emergencia– se ha triplicado
entre chicas de 15 años en el último decenio. Y eso que los preservativos son
mejores que los de antaño...
Más del 91% de los chicos de 13 años –sí, solo 13– consulta habitualmente
páginas pornográficas explícitas y más del 94% ha experimentado ya su primera
borrachera. De ellos “sólo” el 76% ha probado algún tipo de droga blanda. Buen
clima para que tu hijo se plantee la vocación.
Del abandono escolar la cosa va por barrios. En Europa –cuna de la cultura
posmoderna mundial, dicen algunos– el 15% de los jóvenes abandona totalmente
sus estudios. Lástima que en países como Portugal esté en el 42%, en España en
el 30% o en Italia en el 26%. Y va tu hijo y se empeña en sacar buenas notas por
amor a Dios y en justicia por sus padres. Mira que te ha salido “rarito” el chico.
De familias divorciadas, hijos que rechazan a sus padres, abusos sexuales en
el colegio, en la calle o entre sus propios amigos; prefiero que los números no
estropeen tus dulces sueños, pero ahí están.
Y pienso que con esto basta –si ves que no, la cosa es todavía peor de lo que
te imaginas– para que de verdad nos creamos que la calle grita todo lo contrario
a lo que pretende vivir tu hijo o tu hija. Ese deseo de entregarse a Dios no es,
desde luego, fruto del tirón sociológico. De ahí la grandeza de ese hijo tuyo. Al
menos, valóraselo cómo merece.


MARCA MUCHO EL SÍ...
Y EL NO A DIOS

Es muy cierto que decirle que sí a Dios marca la vida entera... Con el tiempo
cambian muchas cosas. La vocación determina la propia existencia. El sí a Dios
no es algo meramente poético... es elección que absorbe por entero.
También es verdad que el no voluntario al querer de Dios para uno, es algo
que marca la vida. Y no sé si más que el sí.
A este respecto, recuerdo una lección que recibí hace muchos años y que ni he
podido ni he querido olvidar. Hablaba con unos padres sobre su hijo de apenas
quince años. La madre se mostraba muy activa, hablaba de las cosas que a ella le
preocupaban, y cómo pensaba que había que actuar. El padre estaba callado. No
decía nada ni expresaba ninguna idea. Me extrañó esa frialdad ante la vida
concreta de un hijo suyo. Unos días después, pude hablar a solas con él.
Ayudado por la confianza que genera un poco de alcohol compartido, me confió
lo siguiente: “Mira, yo veo cómo mi hijo está mejorando en casa, en su estudio,
con sus hermanos y amigos y en su vida cristiana y no puedo olvidar que cuando
tenía más o menos su edad me planteé seriamente entregar mi vida a Dios.
Ahora tengo 48 años –me decía entonces– y ni un solo día de mi vida he
olvidado que le dije a Dios que no”.
Obviamente mantuvimos otras conversaciones, y ese padre –honrado, porque
honrado es reconocer lo que reconoció– aprendió a no ver a Dios como un juez
implacable y rencoroso, pero lo que no se me olvidará nunca es la cara de pena
que tenía cuando me contó lo que me contó, y es que la llamada de Dios no es un
invento humano, no es una ilusión pasajera... es el camino de felicidad para el
alma que es llamada.
Y ya más no se debe añadir. Ahora piensa que lo importante es que tu hijo
haga lo que Dios le pide, y para eso necesita la ayuda de sus padres, como la ha
tenido hasta ahora en todos los temas con los que ha debido enfrentarse.

SI TE VA BIEN,
ESTO DE LA VOCACIÓN
TE COSTARÁ MÁS ENTENDERLO

El dinero no es el sabor del pecado, como suelen decir los envidiosos. El éxito
en los negocios, el que las cosas te vayan bien, el que viváis en la abundancia de
medios materiales no es síntoma de que te espera la ira de Dios. Es una situación
en la que tendrás que aprender a ser santo como hay que aprender a ser santo en
la pobreza más absoluta.
La Iglesia no condena a quienes les va bien. La Iglesia sí que llama a la
conciencia de esas personas para que no se apeguen a sus bienes, para que sean
generosos, para que sientan la responsabilidad que tienen de administrar
correctamente todos esos medios.
Es justo y lícito querer lo mejor para los tuyos... sin olvidar que existen otros
–la sociedad y, sobre todo, los más desfavorecidos– a los que no puedes dar la
espalda... Eso ni es humano ni, por lo tanto, cristiano.
Eso sí, Jesucristo da un aviso fuerte a los que se quedan apegados en los
bienes materiales. Ya decía Él que les es más fácil entrar por el ojo de una aguja
a un rico que entrar en el reino de los cielos. Pero Cristo se refiere a aquellos que
usan esos bienes egoístamente, sin mirar a otro sitio que no sea su propio
ombligo...
Formar a un hijo en la riqueza no es nada fácil. Muchas veces son
precisamente esos bienes los que atan tanto aquí abajo que parece que hacen a
Dios prescindible... Y eso es un peligro que atañe no solo al hijo o a la hija en su
trato con Dios, sino también a sus padres.
Por eso, o tal vez por otras razones, si te va bien, puede costarte más entender
la vocación de un hijo. Es verdad que la pobreza facilita al hombre unas
lecciones que es más difícil aprender en el barrio pijo de tu ciudad. El
sufrimiento de no tener para dar de comer a tus hijos, te hunde o te hace mejor,
te acerca a Dios o te lleva a la desesperación. Y esas son lecciones que, cuando
se aprenden, son inolvidables. La riqueza es, a veces, un narcótico en la vida de
muchos. Es un poco un mundo matrix que no te deja ver a Dios, y el miedo a que
tu hijo pierda todo eso que has construido para él, hace más difícil –a veces–
entender su deseo de entregarse a Dios.
¿Para qué entregarse si lo tienes todo? ¿Qué va a aportarte Dios en tu vida si
no te falta de nada? ¿A qué probar otro pastel que no sea el de la comodidad, el
de la tranquilidad ante el futuro, el de poder disponer de todo lo que desees?
A Dios solo se puede llegar sin estorbos en el alma, sin peso en los bolsillos.
No somos nada ante Él y nuestra riqueza y nuestros bienes son, muchas veces,
impedimentos para acercarnos a Jesucristo. Hay tanta preocupación humana en
no perder lo que se tiene y en hacer crecer la propia fortuna, que es fácil
olvidarse de que nuestra única dependencia es Dios, lo único que sustenta
nuestra vida no es la cuenta bancaria sino el deseo de agradar a Dios. Por eso, si
te va bien, enhorabuena de verdad... pero que no te ciegue tu riqueza. Todos nos
iremos como hemos nacido. La única cuenta en la que conviene invertir es la que
se cobra en la eternidad.


¿TE MUEVE UN CARIÑO
EXCLUSIVAMENTE HUMANO?

Ésta es la pregunta del millón... Detrás de todo lo que hemos hablado, de


todos los conflictos que se han generado, de toda esta incomoda situación en la
que os encontráis vosotros y vuestro hijo, lo que tal vez haya es una visión de las
cosas exclusivamente humana.
A lo mejor nos ha ocurrido que mucho discurrir sobre la vocación de tu hijo,
sobre si decirle que sí o que no, ver pros y contras, consultar con unos y con
otros y hayamos cometido el trágico error de olvidarnos del verdadero
protagonista de esta historia, que es Dios... Él es el que importa. Lo que de
verdad vale la pena es saber qué piensa Él, que quiere Él.
Y nuestra reacción hasta ahora puede estar impregnada de razonamientos
puramente humanos. Nos mueve un cariño a nuestro hijo –porque eso es de
verdad lo que nos mueve– que parece exclusivamente terreno. Podrás objetar
que no aspiras a ser un ángel y que tu corazón es eso... humano. Y que no sabes
ni quieres aprender a tener otro cariño a tu hijo que no sea totalmente humano.
Pero te olvidas de que el corazón más humano, más tierno y más auténtico que
existe en este mundo es el de Dios por tu hijo. Jesucristo es experto en
humanidad y quiere a las almas hasta el extremo más generoso posible y más
humano posible.
Por eso hemos de aprender a ver las cosas con los ojos de Jesucristo, amar con
el corazón de Jesucristo, querer con la voluntad de Jesucristo... Eso supone
desprendimiento del yo y aceptación del otro que no somos nosotros... es ese
Dios que quiere con predilección a tu hijo... y a los padres de tu hijo.
No sé si existe una vocación de padre o madre que tienen un hijo entregado a
Dios, pero algo parecido sí que debe haber. Porque entregar a Dios lo que uno
más quiere es amar a Dios con locura, aunque sea a regañadientes, a pesar casi
de nosotros mismos.
Y eso nos permitirá alejarnos de la visión puramente humana de las cosas, de
tener un cariño a los nuestros que sea solamente terreno, de una mirada que no
sabe alzarse a lo más alto. No podemos olvidar nunca que mirar con los ojos de
Dios es la única manera cierta de poder mirar.

¿Y QUÉ HAGO YO AHORA
CON EL VESTIDO DE NOVIA
DE MI HIJA?

Éste es un problema muy real... Si mi hija o mi hijo se entregan a Dios, se


generan muchas nuevas circunstancias que exigen una respuesta pronta. Para
empezar –y no es cuestión baladí– voy a tener a todas las primas preguntándome
que cómo se me ha ocurrido dejar a mi hija meterse a monja con lo guapa que es,
la vecina del quinto querrá husmear todo lo que pueda y más, mis amigas del
café de la tarde soltarán su sonrisita cómplice que me pone de los nervios y la
suegra –la bendita suegra– me estará dando consejos hasta la saciedad. Y luego
viene romper la novelita que ya le tenía montada, y dejar de ver revistas de traje
de novias con la ilusión que a mí me hacía, y tantas y tantas otras cosas que
prefiero no pensar. Sí, todo eso es muy cierto. La vocación no deja indiferente a
nadie y todos –no se sabe muy bien por qué– se creen con derecho a opinar, a
decir y a juzgar... Pero esa es la vida real. Parece que toca defender a ultranza y
con cuchillo entre los dientes todas las decisiones que tienen que ver con Dios y
luego se es indulgente, con miedo a decir algo por no meter la pata, cuando los
hijos de otros hacen las burradas que hacen.
El entorno familiar, el qué pensaran los otros, el qué dirán los familiares...,
pesa más que una losa en la cabeza de cualquier madre y de cualquier padre. El
“cómo quedo” nos atiza a todos de continuo. Y en algunos da hasta un poco de
vergüenza –cosa comprensible dependiendo de la capacidad de entendimiento
del otro– explicar a sus amigos que tiene un hijo entregado a Dios... aunque solo
sea por lo esotérico de la situación. Pero en fin, esta sociedad ya está curada de
espanto de casi todo... Además, ya se sabe que eso de intentar contentar a todos
es un asunto harto complicado.
Y es que es muy del ADN de la mujer querer tener a sus hijos –y ya no te digo
a sus hijas– como proyecciones de su propia personalidad. Cuántas visten a sus
hijos como si fueran modelitos de pasarela. A cuántas se les cae la baba si las
chicas se giran cuando pasea con su hijo por la calle (como les pasa a ellos con
sus hijas aunque con otro tipo de sentimientos encontrados... ¡como alguno se
pase en la mirada tenemos bronca en mitad de la calle!).
Vale, vale, ¿pero qué hago con el vestido de novia? Chica, pues lo que
quieras, pero ya se ve que para ésta no va a ser como siga con ese empeño de ser
monja... Y es que hay mucho vestido guardado en el armario de muchas madres
que hay que tener la gallardía cristiana de entregar a Dios. Pero ya se sabe que
aquí lo importante es que tu hija sea feliz de verdad. Apuesta por eso... y serás la
madre mas dichosa del mundo.

LA ENTREGA DE UN HIJO
ES UN REGALO
PARA LOS PADRES

1887. Una chica joven, algo nerviosa, decidida de carácter, está sentada en el
solemne despacho del Obispo de la diócesis. Lleva un vestido claro y un
sombrero blanco. Para aparentar más edad, se ha peinado con un moño alto, que
contrasta, en su severidad, con su rostro joven de quince años. Le acompaña su
padre, un hombre de porte grave, vestido según los cánones de la pequeña
burguesía francesa de fin de siglo. Entra el Obispo. Lo saludan reverentemente, y
tras las obligadas presentaciones y cumplidos, el padre expone su petición:
quiere una dispensa para que su hija pueda entrar en el Carmelo antes de la edad.
“¿Lo deseas desde hace mucho tiempo?”, pregunta el Obispo. La chica,
semihundida en un inmenso sillón del despacho, contesta vivamente: “¡Sí,
Monseñor, hace mucho tiempo!”. “Pero vamos a ver –dice sonriendo–, no irás a
decir que hace quince años que tienes ese deseo...”. “Desde luego –contesta–,
pero no hay que quitar muchos años, porque deseé hacerme religiosa desde el
primer despertar de la razón...”.
Sigue el forcejeo, angustioso para la joven, que juega nerviosamente con su
sombrero blanco entre las manos. Años más tarde escribirá en su autobiografía
que el Obispo, “creyendo agradar a papá, trató de hacerme permanecer todavía
unos años cerca de él. Por eso, no quedó poco sorprendido y edificado al verle
abogar por mí, intercediendo para que yo obtuviera el permiso de volar a los
quince años”. A la salida comentó el secretario del obispo con bastante asombró
y con una pequeña pizca de crítica: “¡Vaya padre tan impaciente por entregar a
su hija a Dios!”.
Todavía hoy se produce en numerosos ambientes el asombro del secretario del
Obispo ante la actitud de hombres como Luis Martín, padre de Teresa de
Lisieux. Sin embargo, ésa debería ser la actitud habitual entre los padres
cristianos. Y resulta comprensible. Cada llamada es un don, un regalo de Dios,
una razón de agradecimiento y un orgullo para los padres que han contribuido
con su desvelo de años a que esa llamada germine y crezca.
“No es un sacrificio, para los padres –dice San Josemaría Escrivá en Forja–,
que Dios les pida sus hijos; ni, para los que llama el Señor, es un sacrificio
seguirle. Es, por el contrario, un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una
muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en
un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad”.
Cuando los padres entienden que cada llamada es un privilegio, una prueba de
confianza y de amor del Señor con esa persona y con su familia, aceptan con
alegría, aunque les cueste tanto humanamente, esa nueva misión: la de ayudar a
su hijos, mientras están en la tierra, a corresponder a su vocación y a perseverar
en ella. Porque en un sentido amplio, la llamada de sus hijos también les
compromete a ellos: Dios les llama a ser padres de un alma entregada a Dios.


DISFRUTA DE TU HIJO, POR FAVOR...
QUE ES LA MEJOR ÉPOCA DE SU VIDA

No puedo dejar de hablar de algo que siempre he tenido muy presente...


Quiera tu hijo entregarse a Dios o sea el planteamiento más lejano a su
existencia... por favor, preocúpate de disfrutar con él y de él... que la época de un
adolescente es irrepetible y es una de las más bonitas en la vida de tu hijo.
Cuántos padres –¡que hay de todo!– se pasan esos tres o cuatro años –de los
14 a los 18– perdiendo el tiempo con enfados, con suspicacias, con celotipias,
con amargura por el mero hecho de que el hijo no desiste de su empeño por
entregarse a Dios... y se pierden lo mejor.
¿Alguna vez te has planteado la gozada de disfrutar de un hijo que es sincero,
que procura ser honrado, estudiar, que quiere de verdad a sus padres y a la gente,
que está feliz por dentro y por fuera... aunque tenga vocación? ¿Por qué vas a
tirar estos años estupendos por el mero hecho de que quiera en el futuro ser
sacerdote, o monje, o jesuita, o del Opus Dei o religioso salesiano?
Es verdad que si le das carta blanca a tu hijo para que se forme en esa
vocación, le verás algo menos (aunque nunca se sabe... a veces hay mucho
adolescente de hoy en día que solo vive de noche y duerme de día, y a esos sí
que no se les ve como uno no sea medio vampiro), pero a tu hijo lo vas a
disfrutar mucho todo el tiempo que esté contigo y lo vas a disfrutar también
cuando no esté porque estarás tranquila, estarás tranquilo, sabiendo que él está
contento, que tiene amigos de garantías y que tiene una fuerza moral propia que
le impedirá meterse en peligros que siempre asustan a toda buena madre y a todo
buen padre.
¡Y de cuántas tertulias estupendas disfrutaréis en casa... de cuantos planes
familiares maravillosos porque ves que tu hijo está bien, es feliz, os quiere de
verdad, disfruta con lo que hace, es auténtico, su lucha es real... porque ves que
madura y que madura bien, porque es un ejemplazo para el resto de sus
hermanos, porque transmite alegría en casa, porque con él se está a gusto...! Por
favor, no estropees todo esto por el empeño tonto de no querer perderlo nunca...
Si es ley de vida, si todos, antes o después, tienen que dejar el nido de sus
padres... Deja que tu hijo se desarrolle bien, deja que ejerza su propia libertad,
deja que crezca por dentro... no le intentes poner puertas al campo que eso
desespera a cualquiera...
Tú exígele como a cualquier otro hijo. La vocación no es ninguna excusa para
dejar de cumplir sus deberes familiares... pero no seas injusto con él. Respétale y
él te respetará. Ama su libertad y él os amara más a vosotros. No le amargues su
vida y no te amargues la tuya... Caray, que es tu hijo, que es lo que más quieres
en este mundo... que no merece la pena –de verdad– anclarse en posturas
intransigentes para las cosas buenas... que en esto de las cosas de Dios, remar a
favor del Jefe es lo que más paz da, lo que más alegría da, lo que hace a todo el
mundo feliz... ¿Y por qué no lo pruebas?


ANEXOS

ANEXO 1
Juan Pablo II y la vocación de los jóvenes

ANEXO 2
¿Qué dicen los santos sobre la vocación de los hijos?

ANEXO 3
Los Aspirantes en el Opus Dei

ANEXO 1
JUAN PABLO II
Y LA VOCACIÓN DE LOS JÓVENES


1.
¿A QUÉ TE LLAMA DIOS?

Me dirijo sobre todo a vosotros, queridísimos chicos y chicas, jóvenes y


menos jóvenes, que os halláis en el momento decisivo de vuestra elección.
Quisiera encontrarme con cada uno de vosotros personalmente, llamaros por
vuestro nombre, hablaros de corazón a corazón de cosas extremadamente
importantes, no sólo para vosotros individualmente, sino para la humanidad
entera.
Quisiera preguntaros a cada uno de vosotros: ¿Qué vas a hacer de tu vida?
¿Cuáles son tus proyectos? ¿Has pensado alguna vez en entregar tu existencia
totalmente a Cristo? ¿Crees que pueda haber algo más grande que llevar a Jesús
a los hombres y los hombres a Jesús?
Os halláis en la encrucijada de vuestras vidas y debéis decidir cómo podéis
vivir un futuro feliz, aceptando las responsabilidades del mundo que os rodea.
Me habéis pedido que os dé ánimos y orientaciones, y con mucho gusto os
ofrezco algunas palabras en el nombre de Jesucristo.
En primer lugar os digo: no penséis que estáis solos en esa decisión vuestra y
en segundo lugar que cuando decidáis vuestro futuro, no debéis decidirlo sólo
pensando en vosotros.
La convicción que debemos compartir y extender es que la llamada a la
santidad está dirigida a todos los cristianos. No se trata del privilegio de una élite
espiritual. No se trata de que algunos se sientan con una audacia heroica. No se
trata de un tranquilo refugio adaptado a cierta forma de piedad o a ciertos
temperamentos naturales. Se trata de una gracia propuesta a todos los
bautizados, según modalidades y grados diversos.
La santidad cristiana no consiste en ser impecables, sino en la lucha por no
ceder y volver a levantarse siempre, después de cada caída. Y no deriva tanto de
la fuerza de voluntad del hombre, sino más bien del esfuerzo por no obstaculizar
nunca la acción de la gracia en la propia alma, y ser, más bien, sus humildes
«colaboradores».
Cada laico cristiano es una obra extraordinaria de la gracia de Dios y está
llamado a las más altas cimas de santidad. A veces éstos no parecen apreciar
totalmente la divinidad de su vocación. Su específica vocación y misión consiste
en –como levadura– meter el Evangelio en la realidad del mundo en que viven.
¡Seguid a Cristo: vosotros, los solteros todavía, o los que os estáis preparando
para el matrimonio! ¡Seguid a Cristo! Vosotros jóvenes o viejos: ¡Seguid a
Cristo! Vosotros enfermos o ancianos, los que sentís la necesidad de un amigo:
¡Seguid a Cristo!

2.
¿CUÁNDO Y CÓMO
LLAMA DIOS?

¡Cuántos jóvenes no poseen la verdad, y arrastran su existencia sin un «para


qué»!; ¡Cuántos, quizá después de vanas y extenuantes búsquedas,
desilusionados y amargados se han abandonado, y se abandonan todavía en la
desesperación!
¡Y cuántos han logrado encontrar la verdad después de angustiosos años
llenos de interrogantes y experiencias tristes!
Pensad, por ejemplo, en el dramático itinerario de San Agustín, para llegar a
la luz de la verdad y a la paz de la inocencia reconquistada.
¡Y qué suspiro lanzó cuando, finalmente, alcanzó la luz! Y exclama con
nostalgia: «¡Qué tarde te amé!».
¡Pensad en la fatiga que tuvo que pasar el célebre Cardenal Newman para
llegar, con la fuerza de la lógica, al catolicismo! ¡Qué larga y dolorosa agonía
espiritual!
Es verdaderamente impresionante saber que poseemos la verdad.
Él os ha elegido, de modo misterioso, pero leal, para haceros con Él como Él,
salvadores; Quiere transformaros en Él.
Cristo os llama de verdad. Su llamada es exigente porque os invita a dejaros
«pescar» por Él completamente, de modo que vuestra existencia se contemple
bajo una luz diversa. Tratad de vivir sólo para Él.
Hay un modo maravilloso de realizar el amor en la vida: se trata de la
vocación de seguir a Cristo en el celibato libremente elegido o en la virginidad
por amor del reino de los cielos. Pido a cada uno de vosotros que se interrogue
seriamente sobre si Dios no lo llama hacia uno de estos caminos. Y a todos los
que sospechan tener esta posible vocación personal, les digo: rezad tenazmente
para tener la claridad necesaria, pero luego decid un alegre sí.
En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado
como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro
nombre, como el Buen Pastor que «a sus ovejas las llama a cada una por su
nombre».

3.
VOCACIÓN A UNA ENTREGA
TOTAL A CRISTO

Dios llama desde muy jóvenes


Durante los años de la juventud se va configurando en cada uno la propia
personalidad. El futuro comienza ya a hacerse presente y el porvenir se ve como
algo que está ya al alcance de las manos. Es el período en que se ve la vida como
un proyecto prometedor a realizar del cual cada uno es y quiere ser protagonista.
Es también el tiempo adecuado para discernir y tomar conciencia con más
radicalidad de que la vida no puede desarrollarse al margen de Dios y de los
demás. Es la hora de afrontar las grandes cuestiones, de la opción entre el
egoísmo o la generosidad.
Cada uno de vosotros está enfrentado ante el reto de dar pleno sentido a su
vida, a la vida que se os ha concedido vivir.
Sois jóvenes y queréis vivir. Pero debéis vivir plenamente y con una meta.
Debéis vivir para Dios; para los demás. Y nadie puede vivir esta vida para sí
mismo. El futuro es vuestro, pero el futuro es sobre todo una llamada y un reto a
«encontrar» vuestra vida entregándola, «perdiéndola», compartiéndola mediante
la amorosa entrega a los demás. Dice Cristo: «El que ama su vida la pierde; pero
el que aborrece su vida en este mundo, la encontrará para la vida eterna».
Y la medida del éxito de vuestra vida dependerá de vuestra generosidad.
Cristo dispone de toda la terapia para curar los males del mundo. Él, que ha
querido considerarse médico a Sí mismo, nos ha enseñado que, si se quiere
cambiar el mundo, hay que cambiar antes de nada el corazón del hombre.

Es Dios quien llama y lo hizo desde la eternidad


Todos hemos sido llamados –cada uno de un modo concreto– para ir y dar
fruto.
Los discípulos fueron elegidos por el Maestro, no se presentaron voluntarios,
al menos en su inicio, porque la amistad que ofrece Jesús es completamente
gratuita. Y el que se siente querido de Jesús también se siente a su vez obligado a
ser un discípulo fiel y activo. Y esto es dar fruto.
En la raíz de toda vocación no se da una iniciativa humana o personal con sus
inevitables limitaciones, sino una misteriosa iniciativa de Dios.
Desde la eternidad, desde que comenzamos a existir en los designios del
Creador y Él nos quiso criaturas, también nos quiso llamados, preparándonos
con dones y condiciones para la respuesta personal, consciente y oportuna a la
llamada de Cristo o de la Iglesia. Dios que nos ama, que es Amor, es «Él quien
llama».
La vocación es un misterio que el hombre acoge y vive en lo más íntimo de su
ser. Depende de su soberana libertad y escapa a nuestra comprensión. No
tenemos que exigirle explicaciones, decirle: «¿por qué me haces esto?», puesto
que Quien llama es el Dador de todos los bienes.
Por eso ante su llamada, adoramos el misterio, respondemos con amor a su
iniciativa amorosa y decimos sí a la vocación.
Experimentar la vocación es un acontecimiento único, indecible, que sólo se
percibe como suave soplo a través del toque esclarecedor de la gracia; un soplo
del Espíritu Santo que, al mismo tiempo que perfila de verdad nuestra frágil
realidad humana, enciende en nuestros corazones una luz nueva.
Infunde una fuerza extraordinaria que incorpora nuestra existencia al quehacer
divino.

El proceso de una vocación


Una vocación en la Iglesia, desde el punto de vista humano, comienza con
descubrimiento: encontrar la perla de gran valor. Vosotros habéis descubierto a
Jesús: su persona, su mensaje, su llamada.
Después del inicial descubrimiento, sobreviene un diálogo en la oración, un
diálogo entre Jesús y el que ha sido llamado, un diálogo que va más allá de las
palabras y se expresa en el amor.
Ciertas experiencias de entusiasmo religioso que a veces concede el Señor son
únicamente gracias iniciales y pasajeras que tienen por objeto empujar hacia una
decidida voluntad de conversión caminando con generosidad en fe, esperanza y
amor.
La llamada del hombre está primero en Dios: en su mente y en la elección que
Dios mismo realiza y que el hombre tiene que leer en su propio corazón. Al
percibir con claridad esta vocación que viene de Dios, el hombre experimenta la
sensación de su propia insuficiencia. Trata incluso de defenderse ante la
responsabilidad de la llamada. Y así, como sin querer, la llamada se convierte en
el fruto de un diálogo interior con Dios y es, incluso, hasta a veces como el
resultado de una batalla con Él.
Ante las reservas y dificultades que con la razón el hombre opone, Dios
aporta el poder de su gracia. Y con el poder de esta gracia consigue el hombre la
realización de su llamada.

La respuesta a la vocación es siempre un sí lleno de fe


La fe y el amor no se reducen a palabras o a sentimientos vagos. Creer en
Dios y amar a Dios significa vivir toda la vida con coherencia a la luz del
Evangelio, y esto no es fácil. ¡Sí! Muchas veces se necesita mucho coraje para ir
contra la corriente de la moda o la mentalidad de este mundo. Pero, lo repito,
éste es el único camino para edificar una vida bien acabada y plena.
Y si a pesar de vuestro esfuerzo personal por seguir a Cristo, alguna vez sois
débiles no cumpliendo... sus mandamientos, ¡no os desaniméis! ¡Cristo os sigue
esperando! Él, Jesús, es el Buen pastor que carga con la oveja perdida sobre sus
hombros y la cuida con cariño para que sane. Cristo es amigo que nunca
defrauda.
El joven del Evangelio añade: «¿Qué me falta?». Aquél corazón joven
movido por la gracia de Dios, siente un deseo de más generosidad, de más
entrega, de más amor. Un deseo que es propio de la juventud; porque un corazón
enamorado no calcula, no regatea, quiere darse sin medida.
«Jesús fijando en él la mirada, lo amó y le dijo: ven y sígueme». A los que han
entrado por la senda de la vida en el cumplimiento de los mandamientos el Señor
les propone nuevos horizontes; el Señor les propone metas más elevadas y los
llama a entregarse a ese amor sin reservas.
Descubrir esta llamada, esta vocación, es caer en la cuenta de que Cristo tiene
fijos los ojos en ti y que te invita con la mirada a la entrega total en el amor. Ante
esa mirada, ante ese amor suyo, el corazón abre las puertas de par en par y es
capaz de decirle que sí.
Si alguno de vosotros siente una llamada a seguirle más de cerca, a dedicarle
el corazón por entero como los apóstoles Juan y Pablo, que sea generoso, que no
tenga miedo, porque no hay nada que temer cuando el premio que espera es Dios
mismo, a quien, a veces sin saberlo, todo joven busca.
Jóvenes que me escucháis, jóvenes que sobre todo, queréis saber lo que habéis
de hacer para alcanzar la vida eterna: decid siempre que sí a Dios y Él os llenará
de su alegría.
«Una sola cosa te falta: ven y sígueme». ¿Quizá hoy Jesús os está repitiendo a
cada uno de vosotros: «Una sola cosa te falta»? ¿Quizá os está pidiendo más
amor aún, más generosidad, más sacrificio? Sí, el amor de Cristo exige
generosidad y sacrificio. Seguir a Cristo y servir al mundo en su nombre requiere
coraje y fuerza. Ahí no hay lugar para el egoísmo ni para el miedo. No tengáis
miedo, por tanto, cuando el amor sea exigente. No temáis cuando el amor
requiera sacrificio.
Por esto os digo a cada uno de vosotros: escuchad la llamada de Cristo,
cuando sintáis que os dice: «Sígueme». Camina sobre mis pasos. ¡Ven a mi lado,
permanece en mi amor! Te pide que optes por Cristo. ¡La opción por Cristo y su
modelo de vida; por su mandamiento de amor!
El amor verdadero es exigente. No cumpliría mi misión si no os lo hubiera
dicho con toda claridad. El amor exige esfuerzo y compromiso personal para
cumplir la voluntad de Dios.

Dificultades para la vocación


Desdichadamente vivimos en una época en la que el pecado se ha convertido
hasta en una industria, que produce dinero, mueve planos económicos, da
bienestar. Esta situación es realmente impresionante y terrible. ¡Es necesario no
dejarse asustar ni presionar! ¡Cualquier época exige del cristiano «coherencia»!
Sed valientes. El mundo necesita testigos, convencidos e intrépidos. No basta
discutir, hay que actuar, vivir en gracia, practicar toda la ley moral, alimentad
vuestra alma con el cuerpo de Cristo, recibiendo seria y periódicamente el
Sacramento de la Penitencia. Servid. Estad disponibles a amar, a socorrer: a
ayudar en casa, en el trabajo, en las diversiones, con los cercanos y los alejados.
Meditad también con seriedad y generosidad, si el Señor llama a alguno de
vosotros.
¿Cómo es posible esto? Buena pregunta. Nuestra bendita Madre, María de
Nazaret hizo la misma pregunta por primera vez ante el extraordinario plan al
que Dios la había destinado. Y la respuesta que recibió María de Dios
Todopoderoso es la misma que os da a vosotros: «El Espíritu Santo vendrá sobre
ti porque para Dios nada es imposible».
Conociendo bien la doctrina de Jesús es fácil actuar ante los retos de la vida
sin miedo a equivocarnos o a estar solos, pues lo haremos, en todo momento y
circunstancia, bajo la influyente guía de su propio Espíritu Santo, sea grande o
pequeña.
Os dirán que el sentido de la vida está en el mayor número de placeres
posibles; intentarán convenceros de que este mundo es el único que existe y que
vosotros debéis atrapar todo lo que podáis para vosotros mismos, ahora. Oiréis a
la gente que os dirá: vuestra felicidad está en acumular dinero y en consumir
tantas cosas como podáis, y cuando os sintáis infelices acudid a la evasión del
alcohol o de la droga.
Nada de esto es verdadero. y nada de esto proporciona auténtica felicidad a
vuestras vidas.
Quizá venís de familias católicas. Asistís a Misa el domingo o incluso entre
semana, rezáis en familia todos los días y espero que lo continuéis haciendo así
toda la vida, pero puede acosaros la tentación de alejaros de Cristo.
Oiréis decir a muchos que vuestras prácticas religiosas están
irremediablemente desfasadas, fuera del estilo vuestro, fuera del estilo del futuro
y que podéis organizar vuestras propias vidas y que ya Dios no cuenta.
Incluso muchas personas religiosas seguirán esas actitudes arrastrados por la
atmósfera circundante.
Una sociedad así, perdidos sus más altos valores morales y religiosos es presa
fácil para la manipulación y dominación de fuerzas que, so pretexto de liberar,
esclavizan más aún.
¡Jesús tiene la respuesta a vuestras preguntas y la clave de la historia! En
Cristo descubriréis la verdadera grandeza de vuestra propia humanidad.
¡Él sigue llamándoos, Él sigue invitándoos! Sí. Cristo os llama, pero Él os
llama de verdad. Su llamada es exigente, porque os invita a dejaros «pescar»
completamente por Él, de modo que veréis toda vuestra vida bajo una luz nueva.
Es el amigo que dice a sus discípulos: «Ya no os llamo siervos..., sino que os
llamo amigos», demuestra su amistad entregando su vida por nosotros.
La auténtica vida no se encuentra en uno mismo o en las cosas materiales. Se
encuentra en otro, en Aquel que ha creado todo lo que de bueno, verdadero y
hermoso hay en el mundo. La auténtica vida se encuentra en Dios, y vosotros
descubriréis a Dios en la persona de Jesucristo.

Para ver claro el camino: oración, sacramentos y dirección espiritual


Tratad de conocer a Jesús de modo auténtico, profundizad en su conocimiento
para entrar en su amistad. El conocimiento de Jesús, rompe la soledad, supera la
tristeza y la duda, da sentido a la vida, frena las pasiones, eleva los ideales,
capacita para ayudar a acertar en las decisiones. Dejad que Cristo sea para
vosotros el camino, la verdad y la vida.
Buscadlo a través de la oración, en el diálogo sincero y asiduo con Él.
Hacedle partícipe de los interrogantes que os van planteando los problemas y
proyectos propios. Buscadle en su Palabra, en los santos Evangelios, y en la vida
litúrgica de la Iglesia. Acudid a los sacramentos. Abrid con confianza vuestras
aspiraciones más íntimas al amor de Cristo, que os espera en la Eucaristía.
Hallaréis respuesta a todas vuestras inquietudes y veréis con gozo que la
coherencia de la vida que Él os pide es la puerta para lograr la realización de los
más nobles deseos de vuestra alma joven. Madurad en el recogimiento y la
oración la elección que vais a hacer: si la voz del Señor resuena en lo más íntimo
de vuestro corazón, quered escuchadle. «Si escucháis hoy mi voz: no
endurezcáis vuestro corazón».
¿Quién se atreverá a decir que no al Señor que te llama? Nadie puede
permitirse equivocar el camino de su vida.
Por tanto, meditadlo bien, rezad para tener la luz necesaria en vuestra elección
y hecha la elección rezad todavía más para tener la fortaleza de permanecer,
caminando siempre «de manera digna del Señor, procurando serle grato en
todo».
«Señor, que vea»; que vea, Señor, cuál es tu voluntad para mí en cada
momento, y sobre todo que vea en qué consiste ese designio de amor para toda
mi vida, que es mi vocación. Y dame generosidad para decirte que sí y serte fiel,
en el camino que quieras indicarme para que sea sal y luz en mi trabajo, en mi
familia, en todo el mundo.
El sacramento de la penitencia, es un medio singularmente eficaz para el
crecimiento espiritual. Indispensable para el fiel que habiendo caído en pecado
grave quiere retornar a la vida de Dios.
La dirección espiritual, que puede llevarse fuera del contexto del sacramento
de la penitencia e incluso ser llevada por quien no tiene el orden sagrado, ayuda
a superar el peligro de la arbitrariedad a la hora de conocer y decidir la propia
vocación a la luz de Dios.

Prontitud para decir sí ante la grandeza de la llamada


¡Ánimo, jóvenes! ¡Cristo os llama y el mundo os espera! Recordad que el
Reino de Dios necesita vuestra generosa y total entrega. No seáis como el joven
rico, que invitado por Cristo, no supo decidirse y permaneció con sus bienes y
con su tristeza, él, que había sido preguntado con una mirada de amor. Sed como
aquellos pescadores que llamados por Jesús, dejaron todo inmediatamente y
llegaron a ser pescadores de hombres.
Sentid la grandeza de esta misión, dejaos arrastrar del todo por el torbellino en
cuyo centro actúa Dios mismo, tened plena conciencia de realizar una misión
insustituible. No permitáis que la insidia de la duda, del cansancio o de la
desilusión empañen el frescor de la entrega.

La alegría de ser generosos


Queridísimos: comprendéis que os hablo de cosas muy importantes. Se trata
de dedicar la vida entera al servicio de Dios y de la Iglesia, de hacerlo con fe
segura, con convicción madura y decisión libre, con generosidad a toda prueba y
sin arrepentimiento.
Abrid vuestro corazón al encuentro gozoso con Cristo. Pedid consejo. La
Iglesia de Jesús debe continuar su misión en el mundo. Al hablaros de la
vocación y al insistiros en seguir este camino, soy yo el humilde y apasionado
servidor de aquel amor, que movía a Cristo cuando llamaba a los discípulos a
seguirle.
Estad seguros de que si le escuchaseis y le siguieseis os sentiríais llenos de
gozo y alegría. Sed generosos, tened valor y recordad su promesa: «mi yugo es
suave y mi carga ligera».
Jóvenes: Cristo necesita de vosotros y os llama para ayudar a millones de
hermanos vuestros a salvarse. Abrid vuestro corazón a Cristo, a su ley de amor;
sin condicionar vuestra disponibilidad, sin miedos a respuestas definitivas,
porque el amor y la amistad no tienen ocaso.

Perseverancia y fidelidad
Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser
coherente toda la vida. Es fácil ser coherente a la hora de la exaltación, difícil
serlo a la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad a una
coherencia que dure toda la vida.
Su llamada es una declaración de amor. Vuestra respuesta es entrega, amistad,
amor manifestado en la donación de la propia vida, como seguimiento definitivo.
Ser fieles a Cristo es amarlo con toda el alma y con todo el corazón de forma
que ese amor sea la norma y el motor de todas nuestras acciones.
La fidelidad de Cristo alcanza en la Cruz su máxima y culminante expresión.
De ahí que sea imprescindible la renuncia y la mortificación. Sin una ascética
exigente y sin una disponibilidad para servirle profundamente enraizada en
vuestro corazón, sin el hábito del olvido de sí, sería imposible amar de veras y
ocuparse sólo de los intereses de Cristo.
Permitidme que os abra mi corazón para deciros que la principal preocupación
ha de ser la fidelidad, la lealtad a la propia vocación, como discípulo que quiere
seguir al Señor con una entrega total y con una disponibilidad apostólica sin
condicionamientos ni fronteras. Sólo a la luz de esta entrega se pueden afrontar
los demás problemas.

La vocación es siempre apostólica


Dios llama a quien quiere, por libre iniciativa de su amor. Pero quiere llamar a
través de otras personas. Así quiere hacerlo el Señor Jesús. Fue Andrés quien
condujo a Jesús a su hermano Pedro. Jesús llamó a Felipe, pero Felipe a
Natanael...
No debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven o
menos joven la llamada del Señor. Es un acto de estima y de confianza. Puede
ser un momento de luz y de gracia.
Ningún cristiano está exento de su responsabilidad apostólica, ninguno puede
ser sustituido en las exigencias de su apostolado personal. ¡Ninguna actividad
humana puede quedar ajena a vuestra pasión apostólica!
Son muchos vuestros coetáneos que no conocen a Cristo, o no lo conocen lo
suficiente. Por consiguiente, no podéis permanecer callados e indiferentes.
Ciertamente, la mies es mucha, y se necesitan obreros en abundancia. Cristo
confía en vosotros y cuenta con vuestra colaboración. Os invito, pues, a renovar
vuestro compromiso apostólico. ¡Cristo tiene necesidad de vosotros! Responded
a su llamamiento con el valor y el entusiasmo característicos de vuestra edad.

La entrega total en medio del mundo


No hay vocación más religiosa que el trabajo. Un laico católico, hombre o
mujer, es alguien que toma el trabajo en serio. Sólo el cristianismo ha dado un
sentido religioso al trabajo y reconoce el valor espiritual del progreso
tecnológico.
Tenéis como finalidad la santificación de la vida permaneciendo en el mundo,
en el propio puesto de trabajo y de profesión: vivir el Evangelio en el mundo,
viviendo verdaderamente inmersos en el mundo, pero para transformarlo y
redimirlo con el propio amor de Cristo. Realmente es una gran ideal el vuestro.
Tal es vuestro mensaje y vuestra espiritualidad: vivir unidos a Dios en medio
del mundo, en cualquier situación, cada uno luchando por ser mejor con la ayuda
de la gracia, y dando a conocer a Jesucristo con el testimonio de la propia vida.
¿Hay algo más bello y más apasionante que este ideal? Vosotros, insertos y
mezclados en esta humanidad alegre y dolorosa, queréis amarla, iluminarla,
salvarla: ¡benditos seáis y siempre animosos en este vuestro intento!
Vale la pena dedicarse al hombre por Cristo, para llevarle a Él, para elevarlo,
para ayudarle en el camino hacia la eternidad; vale la pena por el Reino del
Señor vivir ese precioso valor del cristianismo: el celibato apostólico.
Sed testigos de Cristo frente a vuestros coetáneos. De este modo fortaleceréis
vuestra vida de creyentes seguros de comprometeros en una causa grande y
podréis seguir la voz del Espíritu Santo. Y si esta voz os llama a un amor más
elevado y generoso no tengáis miedo.
Con el corazón encendido, dialogando con el Señor, tal vez alguno de
vosotros se dé cuenta de que Jesús le pide más, de que le llama a que, por su
amor, se lo entregue todo. Queridos jóvenes, quisiera deciros a cada uno: Si tal
llamada llega a tu corazón, no la acalles. Deja que se desarrolle hasta la madurez
de una auténtica vocación. Colabora con esa llamada a través de la oración y la
fidelidad a los mandamientos. Hay –lo sabéis bien– una gran necesidad de
vocaciones de laicos comprometidos que sigan más de cerca a Jesús. «La mies es
mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe
obreros a su mies». Con este programa la Iglesia se dirige a vosotros, jóvenes.
Rogad también vosotros. Y, si el fruto de esta oración de la Iglesia llega a nacer
en lo íntimo de vuestro corazón, escuchad al Maestro que os dice: «Sígueme».
No tengáis miedo y dadle, si os lo pide, vuestro corazón y vuestra vida entera.

Vocación matrimonial
Toda la historia de la humanidad es la historia de la necesidad de amar y de
ser amado.
El corazón –símbolo de la amistad y del amor– tiene también sus normas, su
ética y... nada tiene que ver con la sensiblería y menos aún con el
sentimentalismo.
Jóvenes, ¡alzad con frecuencia los ojos a Jesucristo! ¡No tengáis miedo! Jesús
no vino a condenar el amor, sino a liberar el amor de sus equívocos y
falsificaciones.
El ser humano es un ser corporal; no es un objeto cualquiera. Es, ante todo,
alguien; en el sentido de que es una manifestación de la persona, un medio de
presencia entre los demás, de comunicación. El cuerpo es una palabra, un
lenguaje. ¡Qué maravilla y qué riesgo al mismo tiempo! ¡Tened un gran respeto
de vuestro cuerpo y del de los demás! ¡Que vuestros gestos, vuestras miradas,
sean siempre el reflejo de vuestra alma!
Jóvenes, la unión de los cuerpos ha sido siempre el lenguaje más fuerte con el
que dos seres pueden comunicarse entre sí. Y por eso mismo, un lenguaje
semejante, que afecta al misterio sagrado del hombre y de la mujer, exige que no
se realicen jamás los gestos del amor sin que se aseguren las condiciones de una
posesión total y definitiva de la pareja, y que la decisión sea tomada
públicamente mediante el matrimonio.
Y a aquellos a los que Cristo llama a la vocación matrimonial les digo: estad
seguros del amor de la Iglesia hacia vosotros. La vida familiar cristiana y la
fidelidad de toda la vida en el matrimonio son también hoy necesarios para el
mundo.
Escucha, en el fondo del corazón a tu conciencia que te llama a ser puro: al
serio compromiso del matrimonio que es cimiento de un sólido edificio. No se
puede alimentar un hogar con el fuego del placer que se consume rápidamente,
como un puñado de hierba seca. Los encuentros ocasionales son simples
caricaturas del amor, hierven los corazones y descarnan el plan divino.
¿Qué quiere Jesús de mí? ¿A qué me llama? ¿Cuál es el sentido de su llamada
para mí? Para la gran mayoría de vosotros, el amor humano se presenta como
una forma de autorrealización en la formación de una familia. Por eso, en el
nombre de Cristo deseo preguntaros: ¿Estáis dispuestos a seguir la llamada de
Cristo a través del sacramento del matrimonio, para ser procreadores de nuevas
vidas, formadores de nuevos peregrinos hacia la ciudad celeste?
La familia es un misterio de amor, al colaborar directamente en la obra
creadora de Dios. Amadísimos jóvenes, un gran sector de la sociedad no acepta
las enseñanzas de Cristo, y, en consecuencia toma otros derroteros: el
hedonismo, el divorcio, el aborto, control de la natalidad, los medios
contraceptivos. Estas formas de entender la vida están en claro contraste con la
Ley de Dios y las enseñanzas de la Iglesia. Seguir fielmente a Cristo quiere decir
poner en práctica el mensaje evangélico, que implica también la castidad, la
defensa de la vida, así como la indisolubilidad del vínculo matrimonial, que no
es un mero contrato que se pueda romper arbitrariamente.
Viendo el «permisivismo» del mundo moderno, que niega o minimiza la
autenticidad de los principios cristianos, es fácil y atrayente respirar esta
mentalidad contaminada y sucumbir al deseo pasajero. Pero tened en cuenta que
los que actúan de este modo no siguen ni aman a Cristo. En esta decisión
cristiana, el amor es más fuerte que la muerte. Por eso os pregunto nuevamente:
¿Estáis dispuestos y dispuestas a salvaguardar la vida humana con el máximo
cuidado en todos los instantes, aún en los más difíciles? ¿Estáis dispuestos como
jóvenes cristianos a vivir y a defender el amor a través del matrimonio
indisoluble, a proteger la estabilidad de la familia, la educación equilibrada de
los hijos, al amparo del amor paterno y materno que se complementan
mutuamente? Este es el testimonio cristiano que se espera de la mayoría de
vosotros y de vosotras.

Vocación sacerdotal
Muchas veces me preguntan, sobre todo la gente joven, por qué me hice
sacerdote. Quizá alguno de vosotros queráis hacerme la misma pregunta. Os
contestaré brevemente.
Pero tengo que empezar por decir que es imposible explicarlo por completo.
Porque no deja de ser un misterio hasta para mí mismo. ¿Cómo se pueden
explicar los caminos del Señor? Con todo, sé que en cierto momento de mi vida
me convencí de que Cristo me decía lo que había dicho a miles de jóvenes antes
que a mí: «¡Ven y sígueme!». Sentí muy claramente que la voz que oía en mi
corazón no era humana ni una ocurrencia mía. Cristo me llamaba para servirle
como sacerdote. Y como ya lo habréis adivinado, estoy profundamente
agradecido a Dios por mi vocación al sacerdocio. Nada tiene para mí mayor
sentido ni me da mayor alegría que celebrar la Misa todos los días y servir al
Pueblo de Dios en la Iglesia. Ha sido así desde el mismo día de mi ordenación
sacerdotal. Nada lo ha cambiado, ni siquiera el llegar a ser Papa.
Recuerdo con profunda emoción el encuentro que tuvo lugar en Nagasaki
entre un misionero que acababa de llegar y un grupo de personas que, una vez
convencidas de que era un sacerdote católico, le dijeron: «Hemos estado
esperándote durante siglos». Habían estado sin sacerdote, sin iglesias y sin culto
durante más de doscientos años. Y sin embargo, a pesar de circunstancias
adversas, la fe cristiana no había desaparecido; se había transmitido dentro de la
familia de generación en generación.
La vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad según la
forma que nace del sacramento del Orden. Santidad es intimidad con Dios, es
imitación de Cristo pobre, casto y humilde, es amor sin reservas a las almas y
entrega a un bien verdadero, es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos
porque tal es la misión que Cristo le ha confiado. Cada uno debe ser santo para
ayudar a los demás a seguir su vocación a la santidad.
Deseáis descubrir si verdaderamente sois llamados al sacerdocio. La cuestión
es seria, porque requiere prepararse bien, con rectitud de intención y exige una
seria formación.
Su llamada es una declaración de amor. Vuestra respuesta es entrega, amistad,
amor manifestado en la donación de la propia vida, como seguimiento definitivo
y como participación permanente en su misión y en su consagración. Decidirse
es amarlo con toda el alma y con todo el corazón, de forma que ese amor sea la
norma y el motor de vuestras acciones. Vivid desde ahora plenamente la
Eucaristía. Sed personas para quienes el centro y el culmen de toda la vida es la
Santa Misa, la comunión y la adoración eucarística. Ofreced a Cristo vuestro
corazón en la meditación y en la oración personal que es el fundamento de la
vida espiritual.
¡El mundo mira al sacerdote porque mira a Jesús!
¡Nadie puede ver a Cristo, pero todos ven al sacerdote y por medio de él
quieren ver al Señor!
¡Qué inmensa la grandeza y dignidad del sacerdote!
«Orad, pues, al dueño de la mies para que mande obreros a su mies...».
Considerando que la Eucaristía es el don más grande que da el Señor a la
Iglesia, es preciso pedir sacerdotes, puesto que el sacerdocio es un don para la
Iglesia. Se debe rezar con insistencia para conseguir ese regalo. Debe pedirse de
rodillas.
Llamados, consagrados, enviados. Esta triple dimensión explica y determina
vuestra conducta y vuestro estilo de vida. Estáis «puestos aparte»; «segregados»,
pero «no separados». Más bien os separaría olvidar o descuidar el sentido de la
consagración que distingue vuestro sacerdocio. Ser uno más en la profesión, en
el estilo de vida, en el modo de vivir, en el compromiso político, no os ayudaría
a realizar plenamente vuestra misión; defraudaríais a vuestros propios fieles, que
os quieren sacerdotes de cuerpo entero.

Vocación religiosa
Y si alguno o alguna de vosotros advierte la llamada de Cristo al don total de
sí en la vida religiosa, no rechace una propuesta tan elevada, aunque sea
exigente. Que encuentre la valentía de un sí generoso y fuerte, que pueda dar una
inigualable plenitud de sentido a toda la vida.
La vocación religiosa es un don libremente ofrecido y libremente aceptado. Es
una profunda expresión del amor de Dios hacia vosotros y, por vuestra parte,
requiere a cambio un amor total a Cristo. Por tanto toda la vida de un religioso
está encaminada a estrechar el lazo de amor que fue primero forjado en el
sacramento del bautismo. Estáis llamados a realizar esto en la consagración
religiosa mediante la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza
y obediencia.
Me es grato reafirmar con fuerza el papel eminentemente apostólico de las
monjas de clausura. Dejar el mundo para dedicarse –en la soledad– a una oración
más profunda y constante no es más que una forma particular... de ser apóstol.
Sería un error considerar a las monjas de clausura como criaturas separadas de
sus contemporáneos, aisladas y como apartadas del mundo y de la Iglesia; están,
por el contrario, presentes de la manera más profunda posible, con la misma
ternura de Cristo. Es por ello, lógico que los Obispos de las nuevas Iglesias
soliciten como una gracia especial, la posibilidad de acoger un monasterio de
religiosas contemplativas, aún cuando el número de las activas sea todavía
insuficiente.
La juventud contemporánea no está cerrada al llamamiento evangélico, como
se afirma con excesiva facilidad. Claro está que puede encaminarse
espontáneamente a caminos nuevos; de todos modos se siente igualmente atraída
por las congregaciones antiguas que les presentan un rostro vivo y siguen fieles a
exigencias radicales y presentadas con sensatez.
Basta consultar la historia de la Iglesia para ver una prueba de ello. Pero las
adaptaciones que nacen de la relajación o llevan a ella no pueden de ninguna
manera atraer a los jóvenes, porque éstos en el fondo de sí mismos tienen
capacidad de una entrega total aunque algunas aparezcan vacilantes o
bloqueadas.
Quiero recordar aquí de modo particular a las 400 jóvenes religiosas de vida
contemplativa de España que me han manifestado sus deseos de estar con
nosotros. Sé ciertamente que están muy unidas a todos nosotros a través de la
oración en el silencio del claustro. Hace siete años, muchas de ellas asistieron al
encuentro que tuve con los jóvenes en el estadio Santiago Bernabéu de Madrid.
Después respondiendo generosamente a la llamada de Cristo, le han seguido de
por vida. Ahora se dedican a rezar por la Iglesia, pero sobre todo por vosotros y
vosotras, jóvenes, para que sepáis responder también con generosidad a la
llamada de Jesús.


4.
EL EJEMPLO DE MARÍA

Para los jóvenes sobre todo, mi mensaje se hace invitación y exhortación.


Quisiera que la juventud del mundo entero se acercase más a María. Ella es
portadora de un signo indeleble de juventud y belleza que no pasan jamás. Que
los jóvenes tengan cada vez más su confianza en Ella y que confíen a Ella la vida
que se abre ante ellos.
¿Qué nos dirá María, nuestra Madre y Maestra? En el Evangelio encontramos
una frase en la que María se manifiesta realmente como Maestra. Es la frase que
pronunció en las bodas de Caná. Después de haber dicho a su Hijo: «No tienen
vino», dice a los sirvientes: «Haced lo que Él os diga».
Y estas palabras encierran un mensaje muy importante, válido para todos los
hombres de todos los tiempos. Ese «Haced lo que Él os diga» significa: escuchad
a Jesús, mi Hijo; actuad según su palabra y confiad en Él. Aprended a decir que
«Sí» al Señor en cada circunstancia de vuestra vida. Es un mensaje muy
reconfortante, del cual todos tenemos necesidad.
«Haced lo que Él os diga». En estas palabras María expresa, sobre todo, el
secreto más profundo de su vida. En estas palabras está toda Ella. Su vida, de
hecho, ha sido un «Sí» profundo al Señor. Un «Sí» lleno de gozo y de confianza.
Es preciso, pues, que acojáis a María en vuestras jóvenes vidas, igual que el
Apóstol Juan la acogió «en su casa». Que le permitáis ser vuestra Madre. Que
abráis ante Ella vuestros corazones y vuestras conciencias. Que Ella os ayude a
encontrar siempre a Cristo, para «seguirlo», por cada uno de los caminos de
vuestra vida.
«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Este fue el
momento de la vocación de María. Y de ese momento dependió la posibilidad
misma de la Navidad. Sin el «sí» de María, Jesús no hubiera nacido.

ANEXO 2
¿QUÉ DICEN LOS SANTOS
SOBRE LA VOCACIÓN DE LOS HIJOS?

“Yo he presenciado, en ocasiones, lo que podría calificarse como una


movilización general, contra quienes habían decidido dedicar toda su vida al
servicio de Dios y de los demás hombres. Hay algunos que están persuadidos de
que el Señor no puede escoger a quien quiera sin pedirles permiso a ellos, para
elegir a otros; y de que el hombre no es capaz de tener la más plena libertad, para
responder que sí al Amor o para rechazarlo. La vida sobrenatural de cada alma
es algo secundario, para los que discurren de esa manera; piensan que merece
prestársele atención, pero sólo después que estén satisfechas las pequeñas
comodidades y los egoísmos humanos. Si así fuera, ¿qué quedaría del
cristianismo?” (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 33).
“A la par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y
espirituales, la vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad y
fuerza. Los padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus
hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación primera del
cristiano es seguir a Jesús (cfr. Mt 16, 25)” (Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2232).
“No debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven
o menos joven la llamada del Señor. Es un acto de estima y confianza. Puede ser
un momento de luz y de gracia” (Juan Pablo II, Alocución 13.V.1983).
“Los padres han de ser honrados –recordaba San Agustín–, pero Dios debe
ser obedecido”.
“Queridos jóvenes, quisiera deciros a cada uno: si tal llamada llega a tu
corazón, no la acalles (...) Hay –lo sabéis bien– una gran necesidad de
vocaciones (...) de laicos comprometidos que sigan más de cerca de Jesús (...) La
Iglesia se dirige a vosotros, jóvenes, y si el fruto de esta oración de la Iglesia
llega a nacer en lo íntimo de vuestro corazón, escuchad al Maestro que os dice:
Sígueme. No tengáis miedo y dadle, si os lo pide, vuestro corazón y vuestra vida
entera” (Juan Pablo II, Cochabamba, Bolivia, 11.V.1988).
“Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que,
como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros
de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que
sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o
vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a Cristo por este
camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose.
Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad” (Juan Pablo II,
Nagasaki, Japón, 25.II.1981).
“Jesús a los doce años ya da a conocer que ha venido a cumplir la divina
Voluntad. María y José le habían buscado con angustia, y en aquel momento no
comprendieron la respuesta que Jesús les dio (...). ¡Qué dolor tan profundo en el
corazón de los padres! ¡Cuántas madres conocen dolores semejantes! A veces
porque no se entiende que un hijo joven siga la llamada de Dios (...); una
llamada que los mismos padres, con su generosidad y espíritu de sacrificio,
seguramente contribuyeron a suscitar. Ese dolor, ofrecido a Dios por medio de
María, será después fuente de un gozo incomparable para los padres y para los
hijos” (Juan Pablo II, La Paz, Bolivia, 10.V.1988).
“Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me
muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí; que, como no había
amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome
una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis
consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo
puse por obra” (Santa Teresa de Ávila, Libro de la Vida, cap. 4, 1).
“Unas palabras más, para referirme expresamente al último de los casos
concretos planteados: la decisión de emplearse en el servicio de la Iglesia y de
las almas. Cuando unos padres católicos no comprenden esa vocación, pienso
que han fracasado en su misión de formar una familia cristiana, que ni siquiera
son conscientes de la dignidad que el Cristianismo da a su propia vocación
matrimonial. Por lo demás, la experiencia que tengo en el Opus Dei es muy
positiva. Suelo decir, a los socios de la Obra, que deben el noventa por ciento de
su vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les han enseñado a ser
generosos. Puedo asegurar que en la inmensa mayoría de los casos –
prácticamente en la totalidad– los padres no sólo respetan sino que aman esa
decisión de sus hijos, y que ven en seguida la Obra como una ampliación de la
propia familia. Es una de mis grandes alegrías, y una comprobación más de que,
para ser muy divinos, hay que ser también muy humanos” (San Josemaría
Escrivá, Conversaciones, n. 104).
“A veces Jesús nos llama, nos invita a seguirlo, pero quizás sucede que no nos
damos cuenta que es Él, justo como le pasó al joven Samuel. Hoy, aquí en la
Plaza hay muchos jóvenes. Quisiera preguntarles: ¿han escuchado a veces la voz
del Señor que a través de un deseo, una inquietud, les invitaba a seguirlo más de
cerca? ¿Han tenido ganas de ser apóstoles de Jesús? Es necesario jugarse la
juventud por grandes ideales. ¡Pregunta a Jesús qué cosa quiere de ti y sé
valiente!” (Papa Francisco, Ángelus, 22 de abril de 2013).


ANEXO 3
LOS ASPIRANTES EN EL OPUS DEI

En la Prelatura del Opus Dei se habla de aspirantes para referirse


a aquellas personas menores de edad que, después de haber
cumplido los catorce años y medio, buscando responder a una
llamada del Señor, han manifestado su voluntad de incorporarse
a la Prelatura cuando lleguen a la edad requerida.
Eduardo Baura

La labor de la Prelatura del Opus Dei con la juventud


La misión para la que ha sido constituida la Prelatura del Opus Dei, que
consiste sustancialmente en proporcionar la ayuda conveniente para que
numerosos hombres y mujeres puedan alcanzar la santidad en la vida ordinaria,
se refiere a toda clase de gente, sin distinción de cultura o profesión. Esta
Prelatura realiza, por tanto, actividades formativas también para los jóvenes,
tarea de especial importancia porque consiste en fomentar en ellos las virtudes
que les permitirán llegar a ser cristianos maduros. Las enseñanzas de san
Josemaría sobre la necesidad de la oración personal, que huye del anonimato, les
ayudan a afrontar las decisiones de la vida con libertad y responsabilidad.
Entre los muchos chicos o chicas que participan de la labor promovida por la
Prelatura, algunos pueden descubrir que Dios les llama a dedicarle su vida
precisamente a través del Opus Dei. El beato Juan Pablo II se refería de este
modo al descubrimiento de la vocación en la juventud: «La comunidad cristiana
es guardiana y mensajera de esta respuesta, porque ha sido enviada por el Señor
a desvelar al adolescente y al joven el sentido último de la existencia,
orientándolo así hacia el descubrimiento de su propia vocación en la vida
cotidiana. Toda vida, en efecto, se manifiesta como vocación que se ha de
conocer y seguir, porque una existencia sin vocación jamás podrá ser auténtica»
[1]. No hay que extrañarse, por tanto, si Dios quiere hacer presente a alguna
persona las grandes líneas de su designio para su vida, incluso desde muy
temprana edad. Es una realidad que se ha dado frecuentemente en la historia del
pueblo de Israel y de la Iglesia: santos llamados desde muy jóvenes a servir a
Dios en un camino específico.
Numerosos testimonios de esta historia milenaria muestran que la juventud es
el momento más idóneo para emprender desde el principio una existencia
orientada coherentemente hacia una meta precisa. De hecho, en sus encuentros
con los jóvenes, los Sumos Pontífices no han dejado de animarlos a que
descubran si el Señor les está llamando: «¿Qué quiere Dios de mí? (...) Si ha
surgido esa inquietud, dejaos llevar por el Señor y ofreceos como voluntarios al
servicio de Aquel que “no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida
como rescate por muchos” (Mc 10, 45). Vuestra vida alcanzará una plenitud
insospechada» [2].

El discernimiento de la llamada divina al Opus Dei. El papel de la Iglesia y


de los padres
Querer formar parte del Opus Dei supone la voluntad de comprometerse para
toda la vida. Como cualquier respuesta a una llamada de Dios, se trata de un acto
voluntario que debe ser realizado con plena libertad y consciencia.
Naturalmente, antes de tomar una decisión de este tipo es necesario un suficiente
discernimiento; se requiere, en primer lugar, una sinceridad de conducta y el
trato personal con Dios; además, debido a la naturaleza del hombre y a la
dimensión eclesial de la existencia cristiana, la prudencia exige que en una
materia de esta importancia se pida consejo a quien está en condiciones de darlo.
La Iglesia, que es Madre, en el cumplimiento de su misión mediadora entre
Dios y los hombres, ha establecido algunos criterios para ayudar a que las
decisiones que empeñan la vida entera se hagan con la máxima prudencia y con
plena libertad. Respecto a la edad, por ley universal, la Iglesia ha fijado en
dieciocho años la mayoría de edad, es decir, el momento en el que el fiel
adquiere la plena capacidad de obrar [3]. Al mismo tiempo, la Iglesia no
desconoce la naturaleza del hombre y la posibilidad que tienen los jóvenes de
comprometerse con Dios o de tomar decisiones personales de gran
trascendencia. Por esta razón, la ley canónica universal reconoce el derecho
fundamental de los fieles a contraer matrimonio desde los catorce años para la
mujer y dieciséis para el hombre, si bien, en atención de otros factores, en la
mayoría de los países se requiere una edad superior para su licitud en el ámbito
civil [4]. De igual forma, por ley universal, la Iglesia reconoce el derecho de los
menores que han cumplido los catorce años de demandar y contestar por sí
mismos en un juicio eclesiástico, sin el consentimiento de los padres ni del tutor,
en las causas espirituales y conexas con éstas [5].
La Santa Sede ha establecido en los Estatutos de la Prelatura del Opus Dei [6]
que se puedan incorporar sólo los fieles que han llegado a la mayoría de edad, es
decir, que han cumplido ya los dieciocho años, si bien un año y medio antes
pueden pedir ya la admisión para ir adquiriendo la necesaria preparación previa a
la incorporación jurídica [7]. Como es posible que una persona, incluso siendo
más joven, perciba que el proyecto divino de su vida sea formar parte del Opus
Dei, la Santa Sede también ha previsto en los Estatutos de esta Prelatura [8], que
esos fieles puedan pedir la admisión como “aspirantes”. Esto se permite a partir
de los catorce años y medio.
Por otra parte, para ser aspirante o pedir la admisión antes de los 18 años, se
sigue la norma de prudencia de requerir siempre el permiso expreso de los
padres. Estos, con el conocimiento de los hijos y con su experiencia de la vida,
pueden y deben ayudarles a discernir con realismo la llamada divina.
Recordando su misión de colaboradores de Dios, los padres cristianos procuran
respetar la conciencia de los hijos, sin pretender suplantarles con las propias
opiniones o proyectos. En este sentido, es lógico que los padres reciban con
agradecimiento la vocación de los hijos y que busquen secundarla con su oración
y cariño, pues es señal de que su familia se ha convertido en una verdadera
Iglesia doméstica [9], donde el Espíritu Santo promueve sus carismas.
Evidentemente, la misión educativa de los padres con respecto a sus hijos
aspirantes permanece vigente y, como con el resto de los jóvenes, tiene una gran
importancia. Estos, por su parte, son conscientes de que su deseo de conducirse
según el espíritu del Opus Dei les lleva a poner un mayor empeño en cumplir los
deberes familiares y a tratar de ser hijos ejemplares.

La situación de los aspirantes al Opus Dei


El aspirante es un chico, o una chica, que ha manifestado libremente su
voluntad de incorporarse –cuando alcance la edad oportuna– a la Prelatura del
Opus Dei como numerario, numeraria, o agregado, agregada (es decir, según la
condición de los fieles que tienen mayor disponibilidad para las tareas
apostólicas del Opus Dei y que viven por eso el celibato). No forma parte de la
Prelatura del Opus Dei, pero procura comportarse, de acuerdo con su edad,
según todas las exigencias que lleva consigo la vocación en el Opus Dei y se
beneficia de sus bienes espirituales; además, contribuye a incrementarlos con sus
buenas obras. Continúa residiendo en su domicilio familiar, con sus padres y
hermanos: en ningún Centro de la Prelatura pueden vivir menores de edad.
También sigue estudiando en su mismo colegio, instituto o escuela.
El aspirante –como ya se ha precisado– no está vinculado jurídicamente con
la Prelatura, y no adquiere ninguna obligación con ésta, cuando hace la petición
de admisión como aspirante. Estos jóvenes reciben la ayuda espiritual y pastoral
propia del Opus Dei, que se concreta en una formación cristiana, profunda e
intensa, adaptada a su edad, para que se ejerciten coherentemente en la fe
cristiana. Se les ayuda a buscar la santidad y a hacer apostolado en sus
circunstancias, enseñándoles con ejemplos concretos a actuar como buenos
hijos, buenos hermanos y buenos amigos; se les recomienda que estudien
seriamente, ofreciendo a Dios el trabajo, y que cultiven las virtudes humanas
(laboriosidad, lealtad, generosidad, alegría, etc.), como apoyo de las
sobrenaturales. De este modo, profundizan en el conocimiento y práctica del
espíritu y modos apostólicos del Opus Dei, además de que, con la asistencia de
la dirección espiritual, crecen en conocimiento propio y maduran en su decisión.
Si el aspirante lo desea, al llegar a los dieciséis años y medio, puede pedir la
admisión en el Opus Dei. Si decide dejar de ser aspirante, nada impide que
continúe participando en las actividades formativas. No supone ningún fracaso
para nadie el hecho de que la vocación cristiana en el Opus Dei no fuera el
proyecto divino para su vida. Al contrario, Dios se ha servido de ese tiempo para
que adquiriese una formación humana y espiritual que le será útil para siempre y
para que se ejercitara en las virtudes que ha de practicar en su propio ambiente.
Copyright © Prelatura Sancta Crucis et Operis Dei
______

Notas:
[1] Juan Pablo II, Mensaje para la XXXII Jornada Mundial de oración por las
vocaciones, 18 de octubre de 1994.
[2] Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con voluntarios de la XXVI
Jornada Mundial de la Juventud, 21 de agosto de 2011.
[3] Cfr. can. 97 del Código de Derecho Canónico (CIC) y 909, § 1 del Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales (CCEO).
[4] Cfr. can. 1083 del CIC y can. 800 del CCEO.
[5] Cfr. can. 1478, § 3 y can. 1136, § 3 del CCEO.
[6] Cfr. nn. 17 y 20, § 1, 1º.
[7] Cfr. Incorporación a la Obra.
[8] Cfr. n. 20, § 1, 4º.
[9] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11.

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