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Hay un tema cada vez más candente a nivel mundial en el vasto campo de las
telecomunicaciones, que se corresponde con la veloz transformación de los
modos en que consumimos los productos audiovisuales y la consolidación de las
formas de entretenimiento online. Se trata de la relación entre los operadores de
las redes (las telefónicas, las cableras) y los grandes proveedores de contenido de
internet (Google, Facebook, Netflix, etc.). La discusión en el fondo trata sobre
cómo se distribuyen los ingresos y los gastos en la prestación de los servicios de
internet, y sobre quién asume los costos de las inversiones de red necesarias ante
el impresionante aumento del consumo promovido por la convergencia
audiovisual. Algo que a fin de cuentas, y en no mucho tiempo, deberá conducir a
nuevas formas de regulación que incorporen y equiparen en obligaciones a los
nuevos jugadores digitales, principalmente a los grandes intermediarios globales,
que vienen aprovechando un limbo normativo y haciendo un juego de free-
rider sobre las redes. Y que ya está teniendo sus primeros pasos, que giran
alrededor de las decisiones sobre las políticas de neutralidad de la red.
Este texto considera qué se entiende por neutralidad, sus limitaciones y sus
implicancias. Y plantea que las decisiones que se vienen dando parecen tener
más que ver con la interacción de estos grandes intereses (las disputas por rentas
y costos del desarrollo de infraestructura), que con los del resto. Esto incluye no
sólo a otros actores que participan del nuevo campo convergente digital (otros
servicios, aplicaciones o portales más pequeños, medios de comunicación
tradicionales, etc.), sino también a los usuarios y ciudadanos de a pie. El asunto
es que la forma en que se resuelva esta cuestión, lo que ahora se decida, puede
implicar efectos de largo plazo, modificando el modo en que viene operando
internet y los usos que venimos haciendo.
Como punto de partida, hay tres inconvenientes de tipo práctico que afectan a la
acepción general de neutralidad. Por un lado, el propio funcionamiento de internet,
con base en el protocolo IPv4 (o IPv6), implica la priorización de ciertos paquetes
de contenidos por sobre otros. La información viaja en internet en forma de
paquetes de datos, y es propio de su funcionamiento que se distingan en tipos de
servicios, y se prioricen unos sobre otros. Esta discriminación “natural” al
funcionamiento de internet se realiza sobre paquetes estandarizados, y no implica
(o no debería) distinguir en virtud del contenido puntual que contenga cada uno de
ellos.
A partir de esto, por otro lado, los operadores de red suelen aplicar distinciones y
priorizaciones de ciertos contenidos o servicios, que denominan medidas de
gestión de tráfico. En algunos casos, se trata de acciones temporales y
excepcionales destinadas a afrontar situaciones de congestión de red, lo que
resulta entendible. Pero también se han registrado degradaciones o bloqueos
intencionales sobre determinados contenidos o servicios, como puede ser el
tráfico P2P (como torrents) o incluso servicios de telefonía o video IP que
compiten con sus propios productos. El cuadro se complica más aún, dado que
hay situaciones que pueden justificar el bloqueo de contenidos, como ataques
cibernéticos, tráfico de spam o peticiones específicas de la Justicia o los usuarios.
La idea de internet abierta (open internet) apunta a enfocar en los resultados más
que en los medios y que todos los usuarios sean tratados de la misma manera, en
igualdad de condiciones, con plena libertad para acceder, compartir o crear los
contenidos que prefieran. Esa es, por ejemplo, la recomendación que viene
impulsando la Internet Society, enfocado en el concepto de apertura en la
interconexión de redes (open inter-networking), y resaltando la importancia de
garantizar el acceso, la libre elección y la transparencia de los procedimientos de
modo que los usuarios retengan el control de sus usos de internet (Internet
Society, 2010). El asunto es que en general se sigue tomando a ambos conceptos
como equivalentes, con el claro ejemplo de la Comisión Federal de
Comunicaciones (FCC) de los Estados Unidos, que sostiene que la neutralidad es
sólo una forma de referirse a la internet abierta.
Figura 1
Figura 2
Figura 3
Figura 5
Los operadores de red vienen haciendo públicos sus reclamos, sosteniendo que
esos grandes OTT promueven un aumento inusitado del consumo, en beneficio de
sus negocios, pero sin aportar a las inversiones de actualización necesarias. Hubo
un pico de tensión hace tres años, cuando los servicios de varios OTT se vieron
degradados, presumiblemente con alguna intervención intencional, afectando el
consumo por parte de los usuarios (el caso de Netflix sobre las redes de Comcast
en los Estados Unidos fue el más resonante).
Esto derivó en la suscripción de acuerdos de “vías rápidas”, por los cuales algunos
OTT de alto consumo aceptaron realizar pagos específicos a los operadores de
red para privilegiar la transmisión de sus contenidos. Algo sobre lo que no había
regulación, y que recién ahora empieza a considerarse en las nuevas políticas de
neutralidad.
En el fondo, más allá de la disputa por las tasas de rentabilidad de uno u otro tipo
de prestadores, el costo de las inversiones termina recayendo sobre los usuarios
que pagan los servicios,y una consecuencia ya en marcha de este proceso es el
cambio en la forma en que históricamente se comercializó el acceso a internet,
con el predominio de tarifas planas que no dependen del nivel de consumo. Ese
modelo fue dejado de lado en general en los servicios móviles, que se suelen
vender con caps o límites según abonos, con tarifas crecientes. Esto ya está
siendo implementado también por muchos operadores de redes fijas alrededor del
mundo, que pasaron a exigir pagos adicionales por mayor consumo. Los
operadores de red fundamentan el cambio bajo una idea de justicia distributiva, de
modo que sean los usuarios más intensivos, que en general realizan más
consumos audiovisuales, quienes asuman los mayores costos. Pero este
esquema les permite a la vez rentabilizar el aumento del tráfico, asociándose a las
ganancias generadas por los nuevos consumos over-the-top.
Se puede esperar, por un lado, que a mediano plazo las decisiones de políticas en
marcha amplíen su foco, considerando aspectos regulatorios más amplios de la
convergencia, con una nivelación de las obligaciones entre los actores
participantes. Desde hace décadas, los jugadores tradicionales están sujetos a
diversas regulaciones específicas nacionales, que fijan imposiciones fiscales
generales o particulares, limitaciones de licencias o de concentración de mercado,
obligaciones de prestación o transmisión, cuotas de programación, entre muchos
otros aspectos. Algo a lo que los nuevos prestadores digitales en general no están
sujetos, y de lo que se vienen beneficiando. Principalmente los grandes
intermediarios globales, que sacan provecho de una suerte de desterritorialización
continua, moviendo sus casas matrices a países favorables, prestando servicios
desde el exterior. El asunto es que lo que era novedoso se fue convirtiendo en
dominante, y esos pocos grandes actores aprovecharon la fluidez del cambio para
consolidarse a escala global, en muchos casos superando en tamaño y en
capacidades de actuación a los propios Estados nacionales.
Referencias: