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A mediados del siglo XV, los europeos comenzaron a buscar nuevas rutas que les permitieran
obtener productos de Oriente sin tener que pagar los impuestos aduaneros que establecía el
Imperio Otomano en el mar Mediterráneo.
Hacia la primera década del siglo XVI, comprendieron que las tierras halladas por Colón en
1492 pertenecían a un nuevo continente, al que denominaron América en honor al descubridor
de este hecho, Américo Vespucio. En esas tierras había metales preciosos y otras riquezas
naturales y los diversos Estados europeos comenzaron a competir entre sí para dominarlas. Sin
embargo, fue España la que logró mayor expansión en el continente y formó un vasto imperio de
ultramar que la convirtió en una potencia internacional. Para esta empresa contó con el apoyo
del Papado, que le encomendó la tarea de inculcar a los habitantes del “Nuevo Mundo” la fe
católica.
El Tratado de Tordesillas
La primera etapa de la expansión ultramarina estuvo dominada por Portugal. En 1456, el Papa
Calixto III había concedido a esa potencia la propiedad de los nuevos territorios que se
descubrieran. De acuerdo con esta medida, luego de 1492, España había actuado de forma
ilegítima al explorar y establecer colonia en el Caribe y en América Central, ya que todos los
territorios descubiertos por los españoles pertenecían a los portugueses. Los españoles
presionaron al Papado para que se revisara esa orden y consiguieron que se firmara una nueva
disposición.
En 1494, el Tratado de Tordesillas, avalado por el Papa Alejandro VI, concedió a España los
territorios situados a partir de las 370 leguas –unos 2.000 kilómetros– al oeste de la isla de
Cabo Verde, y otorgó a Portugal aquellos que se encontrasen al este de esa línea imaginaria. Así
como España se había sentido injustamente excluida por la determinación de Calixto III, otros
monarcas europeos protestaron tras la firma del Tratado de Tordesillas. Por ejemplo, unos
años más tarde, Francisco I, rey de Francia, se preguntaba –con ironía– mediante qué cláusula
del testamento de Adán, los españoles y los portugueses se repartían los nuevos territorios del
mundo. Para el Papado, en cambio, solo España y Portugal –cuyas fidelidades a la Iglesia eran
inobjetables– podían garantizar que las sociedades descubiertas a partir de la expansión
ultramarina aceptaran el cristianismo y reconocieran la autoridad del Papa en cuestiones
espirituales. Por ese motivo, otorgó a dichas potencias ibéricas el derecho de conquista y
ocupación de todas las tierras del planeta que, hasta entonces, no estuvieran bajo dominio de
los reinos cristianos de Europa.
La expansión portuguesa
Luego de los viajes de exploración del siglo XV y comienzos del siglo XVI, Portugal estableció
un imperio ultramarino con posesiones en África –en especial, en la costa atlántica–, en Asia –
Goa y Malaca (India), que habían sido centros comerciales controlados por los árabes– y en
América –Brasil. Además, la Corona portuguesa estableció acuerdos comerciales con algunos
reinos independientes de la India y con China, y logró el control marítimo en Asia y África
durante el siglo XVI. De esta manera, aunque poseía un pequeño territorio en la Europa
continental que era acosado por los españoles –sus rivales directos en la expansión
ultramarina–, en esa época, Portugal alcanzó su máxima expansión imperial y se convirtió en una
potencia comercial.
El dominio de Brasil
Para los portugueses, alcanzar el dominio de Brasil fue un proceso lento y paulatino. A
diferencia de los españoles, no enviaron grandes expediciones de conquista para ocupar los
territorios. En una primera etapa, exploraron las costas, instalaron algunos fuertes con el
objetivo de detener el avance de otros Estados europeos –especialmente de Francia– e
iniciaron la extracción de maderas. Hacia 1515, comenzaron a cultivar caña de azúcar. Se
formaron grandes plantaciones en el nordeste, tanto en Pernambuco como en Bahía. La
producción de estas plantaciones estuvo sostenida por el trabajo esclavo de personas
capturadas en África y obligadas a trabajar para la Corona portuguesa.
La conquista de México
Desde que establecieron los primeros asentamientos en América Central, los españoles
supieron por relatos de los indígenas que en el interior del territorio del actual México existían
pueblos guerreros que habían construido grandes ciudades y poseían riquezas incalculables. En
1513, una expedición de Vasco Núñez de Balboa hacia el océano Pacífico lo confirmó, y el
entonces gobernador de Cuba, Diego Velázquez, decidió enviar una comitiva al valle de México.
Luego de recorrer las costas de Yucatán y de someter a un grupo de indígenas que había
intentado impedir el avance de las fuerzas expedicionarias, Cortés fundó una ciudad que
denominó Villa Rica de la Veracruz, estableció un cabildo y se hizo nombrar capitán general y
justicia mayor. Con ello, desafió la autoridad de Velázquez, quien no le había confiado tales
atribuciones. Para evitar deserciones entre sus soldados, Cortés ordenó quemar las naves,
haciéndoles saber así que la misión emprendida no tenía vuelta atrás.
Los españoles, asombrados por la belleza y la riqueza de la ciudad, fueron recibidos por el
emperador Moctezuma, quien los hizo partícipes de una importante ceremonia. El gobernante
azteca ofreció alojamiento a Cortés y lo trató amistosamente.
La caída de Tenochtitlán
Diego Velázquez, molesto con su antiguo secretario, quien se había revelado a su mandato, envió
fuerzas militares para apresarlo, lo que obligó a Cortés a abandonar temporariamente
Tenochtitlán. En su ausencia, un grupo de soldados españoles, dirigidos por Pedro de Alvarado,
asesinó a varios nobles indígenas mientras celebraban una ceremonia religiosa, en un episodio
conocido como la matanza del Templo Mayor.
Cuando Cortés regresó a la ciudad, luego de vencer rápidamente a las fuerzas de Velázquez, se
encontró con una situación radicalmente diferente a la de su partida: los aztecas intentaban
expulsar a los españoles, habían desplazado a Moctezuma y elegido a un nuevo jefe. Como
resultado de un primer combate, Moctezuma fue muerto de una pedrada. En la noche del 30 de
junio de 1520, recordada posteriormente como la noche triste, Cortés ordenó la retirada de la
ciudad de las fuerzas expedicionarias, en medio del ataque de los indígenas.
Tras sufrir muchas pérdidas humanas en su ejército, el jefe español se refugió en Tlaxcala,
donde preparó un plan para reconquistar Tenochtitlán. Luego de construir unos bergantines*
que le permitieron rodear el núcleo urbano de la capital azteca, Cortés inició el sitio de
Tenochtitlán. Los indígenas resistieron varios días, a pesar de que los españoles les cortaron el
suministro de agua y los atacaron varias veces. Finalmente, el 13 de agosto de 1521, la ciudad
se rindió a los invasores. Cortés tomó prisionero a Cuauhtémoc, último gobernante azteca.
Posteriormente, el emperador Carlos I nombró a Cortés gobernador y capitán general de Nueva
España. La antigua capital del Imperio Azteca fue la base de nuevas expediciones de conquista
y asentamiento.
Cuando Manco Inca se enteró de los proyectos de los conquistadores, se rebeló contra ellos y,
con la ayuda de curacas aliados, sitió la ciudad de Cusco. Sin embargo, este cerco no pudo ser
mantenido por mucho tiempo: los españoles lograron consolidar su poder en Lima y Manco Inca
se retiró a Vilcabamba, donde instaló la sede de la monarquía incaica que resistiría con firmeza
hasta 1572.
La victoria de Pizarro no se explica solo por los conflictos que dividían a la familia real. A su
vez, en su avance sobre Perú, contó con el apoyo de varios curacas que vieron la oportunidad de
librarse de la dominación inca que pesaba hacía años sobre ellos.
Una vez que concluyó la etapa de conquista, los españoles comenzaron a luchar por el poder.
Pizarro se estableció en Lima, mientras que Almagro estableció la gobernación de Nueva
Toledo, hacia el sur, desde donde exploró el norte de Chile. Allí, la decidida oposición de los
mapuches le impidió continuar, por lo cual decidió regresar al Perú y comenzaron los
enfrentamientos con Pizarro. Almagro fue apresado y ejecutado en julio de 1538 por las
fuerzas de Pizarro, mientras que este fue asesinado en junio de 1541 por los almagristas,
quienes también asesinaron a Manco Inca en 1544.
Frente a esta realidad, la Corona española sancionó, en 1542, las Leyes Nuevas, que crearon el
Virreinato del Perú y establecieron Audiencias en Lima y Guatemala, que funcionaron como
tribunales de justicia. Además, estas disposiciones pusieron fin a la cesión de encomiendas y
establecieron la imposibilidad de heredarlas, por lo que, a la muerte de cada encomendero,
volverían a estar en manos de la Corona. Por último, se prohibieron los servicios personales
como forma de tributo: en adelante, los indígenas solamente podrían tributar en dinero o en
especie. De este modo, se eliminaron las antiguas gobernaciones y se limitaron las
prerrogativas de los encomenderos. En este sentido, las Leyes Nuevas ampliaron la relación
directa entre la Corona y la comunidad indígena.
Sin embargo, la aplicación de estas leyes no fue sencilla, ya que se encontró con la resistencia
de los propios españoles. En Perú, el nuevo virrey, Blasco Núñez Vela, llegó desde España
dispuesto a hacer cumplir las leyes sin ninguna contemplación por la situación particular de cada
región, lo que generó un recrudecimiento de los choques entre la Corona y los encomenderos, y
culminó con una sublevación encabezada por Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco.
A pesar de que el virrey intentó volver atrás con la aplicación de las leyes, fue imposible: tras
una desgastante lucha, Núñez Vela fue asesinado y su cabeza fue puesta en la picota*, como
símbolo del poder encomendero. Recién en 1554, la Corona española pudo imponerse sobre los
conquistadores.
Las expediciones de Juan Díaz de Solís y Hernando de Magallanes exploraron el Río de la Plata,
pero no lograron fundar ninguna población estable sobre sus costas. Posteriormente, en 1526,
otra expedición al mando de García Jofré de Loayza recorrió la costa patagónica y la actual
Isla Grande de Tierra del Fuego, y halló la confluencia de los océanos, al sur del estrecho de
Magallanes.
La primera de las expediciones al Río de la Plata partió de España en 1536, al mando de Pedro
de Mendoza. Integrada por 1.500 personas, fue una de las más grandes organizadas hasta
entonces. El 3 de febrero de ese año, Mendoza fundó un poblado al que llamó Puerto de Santa
María del Buen Ayre. En 1541, los conquistadores, acosados por los indígenas y la falta de
alimentos, abandonaron el asentamiento. La población se trasladó a Asunción, que había sido
fundada en 1537. Posteriormente, desde allí se organizaron expediciones que establecieron
otros núcleos urbanos como Santa Fe y Corrientes. Desde Asunción, también partió Juan de
Garay, que llevó a cabo la segunda y definitiva fundación de Buenos Aires, en 1580.