Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Escribir Con La Lengua Las Genealogias de Margo Glantz Adriana Kanzepolsky
Escribir Con La Lengua Las Genealogias de Margo Glantz Adriana Kanzepolsky
Las genealogías de
Margo Glantz
Adriana Kanzepolsky
George Steiner
En su ensayo sobre Álvar Núñez Cabeza de Vaca («El cuerpo inscrito y el texto
escrito o la desnudez como naufragio: Álvar Núñez Cabeza de Vaca»), Margo Glantz
cita un fragmento de los Naufragios, en el que al enumerar sus actividades entre los
indios que habitaban la península de la Florida, el náufrago cuenta: «Otras veces me
mandaban roer cueros y ablandarlos. Y la mayor prosperidad en que yo me vi allí era el
día en que me daban a raer alguno, porque yo lo raía muy mucho y comía aquellas
raeduras y aquello me bastaba para dos o tres días» (1992: 84). Con agudeza, Glantz lee
en esta cita, en la que vincula raer, roer y rumiar -actividades imprescindibles para la
alimentación y el sustento de ese sujeto en aquel momento-, una metáfora del modo
como la memoria trabaja, y también lee en el recuento de esos quehaceres una metáfora
de la preparación del soporte para la escritura -el pergamino- que servirá de base para
que Álvar Núñez elabore más tarde su «rescate»1 y se reintegre así a la civilización
española.
Aunque en apariencia distantes de Las genealogías, libro que Margo Glantz escribe
a lo largo de muchos años para indagar la inestabilidad que reconoce como condición
propia -«Y todo es mío y no lo es y parezco judía y no lo parezco y por eso escribo -
éstas- mis genealogías», dice en el Prólogo- y que alcanza una edición definitiva en
1997, tras la muerte de su madre, pienso que tanto la cita como las reflexiones de la
autora al respecto son, de algún modo, si no una clave de lectura para el mismo, al
menos, un buen punto de partida. Y señalo esto en varios sentidos: en principio, porque
al igual que en los Naufragios en Las genealogías la memoria también trabaja con
restos de recuerdos propios y fundamentalmente de la madre y del padre de la narradora
sobre los que el texto vuelve una y otra vez; recuerdos que rumia podríamos decir
apropiándonos del verbo que ella utiliza al hablar de Álvar Núñez, y rumia para
devolverlos convertidos en escritura, es decir, en otra cosa y lo mismo.
Los recuerdos son masticados otra vez y devueltos a la boca y de la boca de los
padres a la mano de Glantz que los torna escritura y así construye su «rescate», cuya
función ahora no es la de obtener un reconocimiento por los servicios prestados como
en el caso del cronista, sino que aquí la escritura es «rescate» en tanto intento de
reterritorializar a los padres exiliados en ese texto que escribe «con ellos» grabador en
mano. Pero creo que hay más, no se trata únicamente de rumiar sino también de roer, de
«raspar una cosa con los dientes, arrancando algo de ella, como hacen los perros con los
huesos» (María Moliner). No sólo los recuerdos masticados y, quizás olvidados, se
vuelven a masticar y a roer, a veces con chirridos, sino que los dientes roen la lengua,
las lenguas, mejor dicho, de los recuerdos, transformándolas en una lengua diferente, la
del texto en la que los tres idiomas matriciales (ruso, idisch y español) se intersectan de
modos diversos en este relato, donde comida, lengua y escritura son elementos
inescindibles. Y, si como dije, el libro reterritorializa a los padres exiliados es porque
también como Álvar Núñez ellos son o fueron una suerte de náufragos, faltos de
territorio -aunque, anteriormente, la pertenencia al mismo haya sido ilusoria-, de lengua,
porque al llegar desconocen el castellano y tienen un vínculo precario con el idisch y,
hasta cierto punto desnudos, porque como inmigrantes en México sus ropas y/o su
aspecto es inadecuado, lo que los expone en demasía, ya sea a la risa o a la agresión.
Si bien es cierto que el Prólogo sienta las bases de ese lugar de enunciación
intersticial, que se confirma en el transcurso del texto en una serie de episodios o de
comentarios, que la dejan siempre un poco al margen o mal parada ante su padre5, no es
menos cierto que la comida judía y los hábitos gastronómicos son en buena medida el
núcleo en torno al cual construye el relato de infancia y las memorias familiares, un
movimiento que la escritura despliega mientras registra la ingesta de comida ruso judía
en los encuentros que mantiene con Jacobo y Luci Glantz durante meses y que serán la
base de Las genealogías.
Como lo he planteado en otra ocasión6, en las remisiones que el libro hace a esas
reuniones es constante la referencia a los alimentos, a la escena en la mesa, a los vasos
de té con mermelada de fresas, a los blintzes, al strudl, al ruido de las cucharitas al
depositarse sobre los platos, a la cantidad de azúcar consumida, etc. Por lo que el acto
cotidiano de sentarse a la mesa y comer comida de Europa oriental presentifica el
recuerdo, es en sí mismo memoria y genealogía. Tal como señalaba Yerushalmi en el
párrafo que cité más arriba, comer en estos encuentros produce un salto de la memoria,
presentifica el recuerdo y no sólo lo verbaliza.
Si hay alguna certeza en estas memorias, si hay algún núcleo duro en estos
recuerdos, por lo demás repetidos y contados con variantes, ese núcleo se aloja
alrededor de la boca. En la venta de pan -en tanto sinécdoque de cualquier comida- y en
los dientes que no sólo han de masticarlo, como dice ahora, sino que también en algún
momento fueron un modo de ganarse la vida, de «ganarse el pan», ya que el de dentista
fue uno de «los demás oficios».
Las genealogías se abre del siguiente modo: «Prendo la grabadora (con todos los
agravantes, asegura mi padre) e inicio una grabación histórica, o al menos me lo parece
y a algunos de mis amigos. Quizá fije el recuerdo» (1997: 22) (Las cursivas son mías).
Entre la confianza y la duda Glantz declara su propósito: la posibilidad incierta de fijar
el recuerdo, de delimitar lo que alguna vez han sido esas vidas presididas por la
errancia; una errancia que si se inicia con el gran viaje que lleva de Europa a América,
prosigue en la ciudad de México por la continua mudanza entre distintos barrios y
profesiones.
Cuenta Glantz, todavía en el párrafo inicial, que la madre le ofrece blintzes con
crema -recordemos que se trata de la primera reunión y que las referencias a la comida
reaparecerán en todos los encuentros de lo que se convertirá en una «escena habitual»
que cruza comida, conversación y recuerdos- e inmediatamente después de traducir
blintzes por crepas, escribe entre paréntesis «(el queso lo hace sobre todo ahora que ya
no tiene un restaurant que atender y mi padre hace poesía "muy interesante")» (1997:
22). En apariencia intrascendente, la frase nos informa que en la vejez la madre cocina y
el padre escribe, actividad que la narradora no se toma muy en serio, ya que se distancia
del habla paterna entrecomillándola. Nos informa también que la cocina fue un modo de
ganarse la vida. Hasta aquí las dos actividades se presentan disociadas y ofrecen un
retrato bastante previsible y tradicional, diría: la mujer dedicada a las tareas domésticas
y el hombre con alguna veleidad intelectual. La imagen, sin embargo, no es ni justa, ni
precisa.
Si la madre carece del idisch que le hubiese posibilitado un trabajo acorde a sus
conocimientos, es también la indigencia de lengua, el completo desconocimiento del
español y la inutilidad del hebreo o el ruso que eran sus lenguas de poeta, el motivo por
el que Jacobo Glantz comienza a vender pan en el baúl que había llegado de Rusia con
sesenta kilos de libros, al que con el tiempo trueca por una canasta que se adapta a los
usos locales. Paradójicamente, y desde la perspectiva del recuerdo materno, es la falta
de español y la compasión que esa indigencia provoca en los mexicanos lo que le
permite formar una clientela y ganarse la vida.
La continuidad que el texto traza entre comida y lengua se extrema unos capítulos
más adelante cuando, a través de una suerte de canon entre la narradora y su padre, nos
enteramos que al llegar Jacobo Glantz a México no le servían ni el ruso, ni el hebreo,
por lo que tuvo que aprender a escribir en idisch. Escribe la narradora: «El ruso era su
lengua de poeta, pero siguiendo un precepto judío que decide que cuando no hay que
comer la bendición es de balde, decidió orar en el idioma que tenía más a la mano, o a la
lengua» (1997: 124). Inmediatamente, el padre repite la información: «-Empecé a
escribir en yidish, porque beleiz breira, es decir, no tenía otra alternativa. Si no tenía
nada que bendecir, porque no había ni pan para comer, comencé a comer en idisch»
(1997: 124)8. No se trata aquí de vender comida porque se carece de lengua sino ya de
comer en la propia lengua o, mejor dicho, de comer la propia lengua.
Es verdad que la venta de comida se presenta como una sustitución de una actividad
ligada a la lengua como la enseñanza, y que forma parte de una serie de sustituciones
que la vida de inmigrante impone, pero también es cierto que en Las genealogías la
persistencia del tema del alimento ligado al habla y a la escritura no es ni casual ni
inocente. Pienso que, en buena medida, la insistencia en esta relación excede la
singularidad de las biografías narradas y se debe al lugar que el cuerpo ocupa en la
poética de Glantz, a su obsesión declarada por fragmentos del cuerpo que estaría en el
origen de su escritura. Me refiero a los cabellos, los pies, pero también a los dientes que
comen el pan, que mastican las lenguas y que son juguetonamente arrancados por el
padre cuando oficia de dentista10. Sin embargo, a diferencia de otros textos en los que el
vínculo entre cuerpo y escritura está marcado por el sufrimiento -y pienso, sobre todo,
en los ensayos sobre la escritura religiosa y la corporeidad de las monjas- al detenerse
en el vínculo entre comida y escritura, Las genealogías postula una relación primaria y
gozosa. Para cerrar el comentario, podría afirmarse que en este texto Glantz no ha
escamoteado el cuerpo, ni el suyo, ni el de sus padres, porque al reconstruir sus
memorias escribe también el libro de las memorias de esos cuerpos anclados en sí
mismos, ya que como dice en el párrafo final, al interrogarse acerca del territorio
hallado por la madre tras la muerte del padre:
Es [...] probable que su verdadero territorio, el de ella y el
de mi padre, fuese su propio cuerpo, ese cuerpo finito,
reducido, llagado con el que murió, ese cuerpo que alguna
vez fuera armónico y hermoso, ese cuerpo en el que me alojé
alguna vez, ese cuerpo que me permitió ser lo que soy.
(1997: 240)
De cierto modo, al final de Las genealogías Glantz regresa al punto de partida pero
lo hace en otro tiempo, el tiempo de los muertos, porque al fallecimiento del padre
acaecido en 1982 le ha sucedido la reciente muerte de la madre que clausura
definitivamente el relato. Retorna también en otro registro, el del ensayo moldeado en el
dolor por la pérdida de la madre, un acontecimiento del que surge «La (su) nave de los
inmigrantes», la adenda que ya mencioné. ¿En qué sentido, entonces, puede afirmarse
que el texto vuelve al comienzo? Diría que retorna a la escena de apertura pero
desplazada, haciendo explícita su dificultad para hablar de la memoria judía sin las
voces de esos otros que hicieron el libro junto con ella. Retorna, después de haberlo
concluido y paradójicamente comprueba una imposibilidad, que le hace decir: «Me es
difícil hablar de la memoria judía, así en bloque. Puedo, quizá, aferrarme a una vivencia
parásita, la de mis padres, ahora reducida, muy reducida, a la de mi madre, para intentar
comprender estos términos» (1997: 233). Si el texto se abre con un «quizá fije el
recuerdo», se cierra, después de haberlo hecho, con la constatación de una incapacidad
que le atañe, la dificultad de hablar de memoria y judaísmo sin contar con el soporte de
las voces de esos otros que sí sabían porque habían tenido la experiencia de la que ella
carece desde el momento en que vio la vida entre las marchantas de La Merced -en el
espacio del exilio parental- y no en Rusia. Por lo que es sólo a condición de que los
padres rumien en su memoria y la rumien, reconstruyéndola en la imperfección de las
tres lenguas por las que transitan que la fijación precaria de esas vidas es posible. Una
proceso que se da en el hacerse de la conversación y la escritura, en la movilidad de ese
texto que de algún modo remeda la errancia de sus vidas. Tanto es así, que incluso el
epílogo/ensayo sobre la memoria glosa fragmentos del habla materna, proferidos en lo
que Margo Glantz llama «su propio idioma tan peculiar, perfeccionado por los años», al
que ahora distingue con el uso de la cursiva, en una operación que definitivamente
transforma esas lenguas, que a lo largo del texto se intersectan en el humor paterno, en
las referencias a la cotidianeidad de la madre y en los comentarios de la narradora, en
dos territorios lingüísticos y culturales diferentes.
¿Qué lugar le cabe entonces a la lengua entre el primer capítulo y ese epílogo
melancólico que pone en escena «el arte de perder»?
Como en el relato de vida de cualquier inmigrante, en las biografías que nos ocupan,
la lengua se presenta, en un primer momento, asociada a un sentimiento de pérdida.
Jacobo y Luci Glantz han dejado atrás el ruso, su idioma materno, un bien perdido con
el que en adelante tendrán que convivir y cuya falta intentarán sortear por medio de dos
movimientos paralelos: aprender idisch porque «la comunidad mexicana era muy joven
y sólo hablaba yidish», es decir, todavía no había hecho suyo el castellano, y acercarse a
otros inmigrantes rusos, judíos o no12, con los que construyen un nosotros frente al otro
mexicano, tal como extensamente lo explica Glantz en «La (su) nave...».
Si han perdido el territorio, los Glantz intentarán reerguirlo o erguir uno nuevo
valiéndose del idisch por el que acceden a una vida social y cultural comunitaria; lengua
traída a medias de Europa en la que se comunican con otros judíos, en la que el padre
escribe en México y que se torna vehículo de literatura y espectáculo para ambos.
Mientras tanto y, a medida que aprenden el idisch, el ruso se transforma en una lengua
secreta, privada, el idioma del amor y también en una suerte de contraseña que posibilita
la vinculación con otros exiliados del «antiguo y propio territorio», un universo del cual
las hijas quedan casi completamente excluidas.
Podría decirse entonces que, en alguna medida, el libro despliega una escena de
aprendizaje, el del idisch13, pero también que no se trata de un aprendizaje tranquilo,
sino por momentos ripiosos, dada la cantidad de variantes de esta lengua con las que les
toca convivir en el nuevo espacio14. Variantes de diversos lugares de Europa en las que
persisten las marcas de las respectivas lenguas maternas, por lo que el espejismo de este
idioma como una lengua franca que posibilitaría la fluidez del intercambio entre judíos
de diversas procedencias se astilla en Las genealogías. Para apropiarme de una cita de
Alicia Borinsky y sustituir Argentina por México, señalaría que la compleja relación
con el idisch que el texto desarrolla, evidencia que «En [México] como en Europa, estos
judíos son otros entre sí y para el mundo de afuera»15. Es así que esa dificultad ante la
lengua conocida y nueva a un tiempo se manifiesta, por ejemplo, en la extrañeza que le
produce a la madre el teatro idisch, ya que divergía tanto del teatro y la ópera de Odesa
a los que estaba acostumbrada. O, también, que el carácter de lengua estrictamente
doméstica del idisch -y por lo tanto constreñida al ámbito de la oralidad- se pone de
manifiesto en un recuerdo de Luci Glantz, quien cuenta el susto que se pegó su madre al
recibir una carta que le enviara escrita en ese idioma. La falta de identificación entre el
idisch y la escritura es tanta, que la abuela cree que Luci Glantz ha muerto y sólo se
tranquiliza al recibir una respuesta en ruso. Con el transcurso de los años, sin embargo,
el aprendizaje se realiza y el idisch se establece como lengua de sociabilidad y cultura,
al tiempo que se potencia como idioma que dice la domesticidad.
Dije más arriba que en Las genealogías los recuerdos vuelven a la boca en las tres
lenguas matriciales para cuajar en una cuarta que es la lengua del texto, donde
confluyen de modos diversos. Escrito en castellano -el castellano de la narradora- el
texto está horadado por el ruso y el idisch, palabra con la que no quiero aludir a una
herida sino a una impureza constitutiva y lúdica. Desde el horizonte del castellano, Las
genealogías se hace en el desvío constante hacia el idisch, en el cuidado por la precisión
de las expresiones en ruso y en un castellano de México que se presenta burilado por la
constancia del chiste lingüístico proferido por el padre, o por los comentarios de la
autora/narradora sobre las hablas familiares, como se hace también en el castellano de la
madre deformado por la sintaxis del ruso.
Del mismo modo que Jacobo Glantz «subía y bajaba» por las tres clases del barco
que lo había traído a América, al hablar de sus recuerdos, su lengua «baja y sube» con
igual intimidad y desparpajo por el castellano, el idisch y el ruso; deslizamientos que
vuelven una lengua sobre la otra o que sólo espejean el español para deformarlo y así
provocar la sonrisa o aligerar la tragedia, como cuando luego de un relato sobre los
pogroms, comenta: «-No eran judíos [...], estaban jodidos», afirmación que cierra la
tercera genealogía.
El primer capítulo es pródigo en ejemplos del tránsito paterno entre las lenguas, que
se instaura ya en el diálogo sobre su infancia y dicta, desde el comienzo, el tono menor
que preside el relato. Ante la pregunta de Glantz por su niñez rusa, el padre responde: «-
Jugaba, comía y les buscaba el pupik -(ombligo), aclara Glantz- a las niñas. Nadie me
ombligaba» (1997: 22). «¿Qué edad tenías», insiste Glantz impertérrita, «-La edad
media», responde impasible el padre. O un poco más adelante, cuando al hablar del
comercio familiar en Rusia, consistente en la importación de productos de Singapur,
Margo Glantz pregunta: «-¿De qué país es Singapur?», «Chingapur», responde el padre,
con lo que la lejanía del Oriente se vuelve lugar conocido al confundirse con el insulto
mexicano por antonomasia16.
Tal vez el final del capítulo LII condense el lugar paradójicamente preciso del ruso y
el español en este texto. Escribe Glantz:
(1997: 166)
Pienso que una de las características más instigantes de Las genealogías y también
aquello que lo torna un texto sumamente complejo en su aparente simplicidad es el
hecho que él propone un ejercicio de escucha. Diría que en estas memorias, al recuperar
las hablas parentales, Glantz deja oír una cultura y una literatura. ¿Pero cómo llevar a
cabo esta tarea cuando la cultura y la literatura que se quieren dar a oír se dicen en otra
lengua y en otra sensibilidad que la del lector a la que el libro está destinado? En
principio, la respuesta es previsible: recurriendo, claro, al viejo ejercicio de la
traducción. Y es la de traductora una las funciones que la narradora cumple en el texto.
«Traducir -escribe Perla Sneh- es leer con diferencia, es leer en una lengua lo que se
añora en la otra, es experimentación y pasaje de una frontera». Entre la frontera del
español y del idisch, la narradora traduce e interpreta. Traslada a la orilla del español
mexicano el ruso y el idisch parentales, como traslada también al universo cultural
mexicano sus hábitos gastronómicos y culturales17. Y, al traducir, interviene como
«lanzadera entre dos culturas diferentes» (Glantz, 2003: 119), es decir, «se entremete»
como una faraute, corrigiendo, interpretando, acrecentando datos históricos que
contextualizan los recuerdos fragmentados. Dice en el paréntesis castellano lo que
originalmente escribe en cursiva en idisch o ruso. De la cursiva al paréntesis, el texto
fluctúa entre dos ámbitos lingüísticos y genera la lengua híbrida de la escritura. Pero si
la traducción de una lengua a otra se «resuelve» a través de una marca gráfica y de un
paréntesis, ¿cómo hacer legible, como entender o imaginarse la realidad que los padres
han dejado en Europa y que tanto ella como el lector desconocen? La única alternativa
parece decir Glantz se encuentra en la recurrencia a la literatura, ya sea rusa o idisch. Es
así que para entender al abuelo, basta con leer a Isaac Bashevis Singer, para imaginarse
lo que los padres recuerdan, debe acudir a Isaac Babel, o para explicarse ciertos
aspectos de la vida de los judíos apela una y otra vez a Kafka. Nuevamente, esta
intérprete imperfecta, que no sabe prácticamente idisch, que lee la literatura rusa en
traducciones, al recurrir a la literatura remeda, para subvertirla, una estrategia de las
Crónicas de la conquista. Si, como dice, «[...] estar al otro lado del océano revoluciona
el signo» ahora, la estrategia narrativa también se invierte y, a diferencia de los
cronistas, la narradora no construye una analogía entre la nueva realidad americana y el
conocido referente europeo, sino que valiéndose de la ficción, traslada a la realidad y a
la lengua mexicanas el universo europeo.
Entre orillas
«Ahora me paseo por la orilla del mar, sobre una arena más lisa y más amarilla que
el fuego. Cuando me paro y miro para atrás veo la guarda entrecruzada de mis pasos que
atraviesa intrincadamente la playa y viene a terminar justo bajo mis pies». (1982: 87) La
imagen es de Saer y abre «El intérprete», un relato que en sus dos primeras frases, al
situar al narrador -quien más tarde mediará entre los españoles y su tribu- en la orilla,
entre la playa y el mar, abriendo una huella que acaba exactamente bajo sus pies, en una
condensación de tiempo y espacio, sintetiza magistralmente aquello que se ha vuelto un
saber común, el entrelugar que le cabe a todo intérprete/traductor, esa residencia
obligatoria en dos lugares18, el de la lengua de origen y el de la lengua de llegada.
Si bien de modo más prosaico, al final del prólogo a Las genealogías, libro en el que
como sabemos Margo Glantz reconstruye la biografía de sus padres, inmigrantes rusos
en México, biografía que, claro, se entrelaza con sus propias memorias, la escritora
habla de ese borde metaforizado por Saer cuando afirma: «Y todo es mío y no lo es y
parezco judía y no lo parezco y por eso escribo -éstas- mis genealogías» (1997: 21). La
orilla, entonces, que aquí adquiere los nombres de pertenencia y no pertenencia, de lo
judío y lo no judío es causa de relato, como también lugar de enunciación en esas
memorias que, como vimos antes, se articulan sobre una conversación a tres -el padre,
la madre y la narradora- en la que se cruzan el ruso, el idisch, y un castellano marcado
por esas lenguas, con el español mexicano de quien escribe19; idioma que hasta el
epílogo, donde, como señalé más arriba, los universos lingüísticos y culturales se
distancian, no se sustrae a las marcas de las lenguas parentales sino que se regocija en la
impureza de la mezcla. Mientras en su poeticidad, el relato de Saer ilustra la amenaza de
traición que acecha a toda palabra traducida, por el contrario, a lo largo de los setenta y
cuatro heteróclitos y breves capítulos Las genealogías despliega una escena de
traducción, en la que se narran explícitamente los múltiples avatares a los que la
intérprete lingüística, pero también cultural, se ve expuesta en esta tarea que emprende
con la expectativa incierta de fijar el recuerdo. Consciente de la dificultad de la
empresa, la autora/narradora abre el juego y, en gran medida, sus memorias son el relato
de ese proceso de traducción, de las estrategias a las que recurre con el propósito de
hacer legible para un lector de habla castellana pero también, o por sobre todo, para sí
misma la vida de sus padres que nacieron en otra lengua y en otro territorio que el de su
infancia, infancia acariciada porque, según dice, «encima de todo era un espacio
llamado México» (1997: 195).
Por lo que todo indica, ése es el tiempo que habitan los padres, un tiempo ahistórico
o ilusorio porque los documentos se han hecho trizas, porque las fechas se han
adulterado con el objetivo de sobrevivir pero también porque la ahistoricidad parece ser
una marca de la memoria cultural judía24, ya que como dice: «El tiempo es un espacio
caligrafiado y repetido sin cesar en las constantes letanías con que el judío religioso se
ocupa de medir su vida» (1997: 40). Un tiempo que, en ocasiones, aparentemente
también es el suyo, como cuando escribe: «Una de las formas poéticas más simples es la
repetición. Yo la he vivido siempre». Y agrega: «También se usa la enumeración que
preside como signo los días de la infancia» (1997: 165). Tiempo asimilado a algunas
figuras poéticas pero también un tiempo laxo, que juguetonamente manipula a su favor
cuando esta narradora, que en el prólogo afirma descender del Génesis, escribe: «[...]
quiero asegurarles que no soy tan vieja, que sólo soy judía y en la Biblia los años se
cuentan por la mitad» (1997: 172). Tiempo, por lo tanto, que desde el comienzo se liga
a la ilusión de la palabra escrita, en un correlato que permanece inalterable, incluso al
final del libro25. La incertidumbre temporal que preside toda la narración en estas
memorias, rige también las fechas que enmarcan y «clausuran» el texto. El final de Las
genealogías se derrama en fechas y lugares que intersectan, tanto el proceso de
escritura, como los sitios donde ésta encontró su forma, con la materia biográfica. Es así
que el capítulo LXXIV, situado en Acapulco, y en el que declara «[...] rehago
mentalmente mis genealogías, recapitulo, es hora de darles un punto, si no aparte, al
menos suspensivo [...]» (1997: 232) finaliza con una serie de fechas y lugares que trazan
un arco entre 1902 -fecha que suponemos informa el nacimiento de Jacobo Glantz-
escrito entre signos de interrogación, al que sin solución de continuidad le sigue el
registro preciso de escritura del texto «-setiembre de 1979-octubre de 1981», para
inmediatamente después consignar «Agosto de 1986». Pero no son sólo las fechas las
que entrecruzan materia narrativa y trabajo de escritura sino también los lugares, que en
una enumeración aleatoria refuerzan los continuos desplazamientos entre escritura y
vida. Están allí, entonces, Coyoacán, Odesa -ciudad en que los padres se conocieron-,
Acapulco y Leningrado, a donde Glantz viaja en busca de algún rastro de su pasado.
Entre todos estos tiempos que mencioné, quiero recortar y detenerme solamente en
el tiempo ilusorio de la conversación, para tratar de leer allí la memoria de su hacerse
que el texto relata y, en particular, el lugar de traductora que la narradora construye para
sí. ¿Cómo se lleva a cabo esa traducción? ¿Qué se traduce y por qué?
En «La Malinche: la lengua en la mano», Glantz analiza el lugar que este personaje
ocupa en las crónicas españolas -particularmente, en las cartas de relación de Cortés y
en la historia de Bernal Díaz- para contraponerlo al que tiene en los códices indios. Más
allá de las diferentes posiciones que a este personaje le caben en los registros de la
cultura dominada (donde se la destaca) y en los de la cultura dominante (donde «carece
de voz»), me interesa retomar una categoría -la de faraute y lengua-, que la connota y
que la escritora extrae de la textualidad española para explorar su significado
exhaustivamente en una ida y vuelta entre la definición de los diccionarios -Covarrubias
y el de la Real Academia- y su argumentación que, en la glosa, se desvía del significado
canónico para contribuir a la impugnación del rol que la india tiene en las crónicas de la
conquista.
Distanciadas por siglos y porque una carece de la escritura, aquello que «en verdad
habla porque permanece», y la otra ha hecho de la escritura su oficio, la Malinche y la
Margo Glantz que, grabador en mano, escribe Las genealogías, se me presentan como
figuras con rasgos comunes. Entrometida y desenvuelta Glantz pasa de una lengua a la
otra, aclara, desvía, interviene «entre dos de diferentes lenguajes», espía, interpreta,
modela la trama al elegir o descartar las versiones, recorta, excluye, se extiende, repite.
Glantz modela la trama -dije-, lo que tal vez haya quedado claro cuando describí la
multiplicidad de tiempos que permean el relato pero la modela especialmente de una
forma más sutil cada vez que interviene para aclarar una palabra, para interpretar lo que
los padres dicen, para imaginarse el pasado europeo.
¿Cómo contar en castellano aquellas vidas que se hicieron en otras lenguas? Las
estrategias utilizadas por Glantz son varias y, entre ellas, tiene un lugar privilegiado
pero no exclusivo el paréntesis castellano que aclara la palabra idisch pero también rusa
que la precedió en itálica. Es así que la extranjeridad persiste en la fricción de la lengua
extranjera con la propia. Poner en itálica la palabra extranjera, además de ser una regla
tipográfica, reitera, por un lado, la ajenidad, la distancia que hay entre la narradora y esa
cultura a la que la palabra pertenece, pero también señala la imposibilidad de nombrar
esa realidad sólo en la lengua de la traducción. ¿Cómo decir en otra lengua que no el
idisch sin que pierdan su espesor jeider, o tales, o goi, o jales, o tcholnt? ¿Cómo decir
pogrom, si no en ruso?26
A veces, por otra parte, la fricción entre las dos lenguas cede lugar a la caricia, el
paréntesis desaparece y es así que la palabra extranjera, que en sí misma cuenta la
memoria del pasado transcurrido en Europa, se incorpora al discurso de la narradora y
se transforma en relato. Al presentar a su abuela Sheine, no hay paréntesis que explique
que su nombre significa Linda, en lugar de ello, Glantz escribe: «[...] mi abuela Sheine
era tan bonita como su nombre [...]» (1997: 30). El procedimiento mantiene el nombre
en una incandescencia ambigua: ¿es lindo por su sonido? o ¿es bonito por su
significado? De cualquier modo, desde la ambigüedad que «Sheine» propone sabemos
que la abuela tenía ojos oscuros, ninguna cana, era guapa y bajita. Abrir la palabra
extranjera, en particular, los nombres y apellidos, y hacer de ella relato es un recurso
presente en varios pasajes del texto. Un movimiento que evidencia que en Las
genealogías la traducción no responde sólo a la necesidad de darse a entender sino que,
como mencioné más arriba, ella es una de las materias del relato, como también -y en
otro sentido- se constituye en una posibilidad privilegiada de jugar con las palabras, de
exprimirlas; oportunidad regia para una escritora que en sus ensayos hace de este
movimiento una estrategia que vertebra su argumentación27. Mientras que su prosa
ensayística desmenuza las palabras, las desvía de su significado establecido para
impugnarlas, aquí el procedimiento evidencia gratuidad, juego, deleite en el uso de la
lengua y, por sobre todo, una forma sutil de decir la memoria desde la
ajenidad/familiaridad propia del nombre extranjero. Es así que en el capítulo XI al
hablar de una amiga de Luci Glantz que se había apoderado de ciertos documentos
pertenecientes a la madre, escribe: «[...] Zina Rabinovich, es decir, Zina, la hija del
rabino, le robó a mi mamá su diploma de ayudante de médico que le hubiera podido
servir para encontrar trabajo en México» (1997: 52) (Cursivas mías). Si, en apariencia,
lo importante es el robo de los documentos a manos de una amiga, la aclaración del
significado del apellido oscila entre el juego y la información que sitúa a Zina
Rabinovich en un linaje, en una genealogía.
Entre las acepciones de la palabra traducir, existe aquella que la define como
«Expresar en forma distinta algo ya expresado» o como «Expresar o dar forma a una
idea, sentimiento, etc.» (María Moliner). Las dos definiciones me permiten volver a
pensar el uso del paréntesis en el interior de Las genealogías. Se trata, en principio, de
una marca tipográfica, presente desde los primeros párrafos y a través de la cual la
narradora se entromete e interviene como una faraute, no sólo para traducir la palabra
extranjera sino también para aclarar el propio castellano, para ironizar sobre su decir, y
sobre el decir del otro, para cuestionar, impugnar, informar, o incluso a modo de
acotación escénica. En síntesis, se usa para expresar de forma distinta algo que ya se
cuenta en el «cuerpo» del texto, y con él abrir una grieta más en ese discurso de por sí
evanescente, grieta, ésta, que en muchas ocasiones lo tensa hacia el humor.
Por el paréntesis sabemos que una barba puntiaguda que observa en viejas
fotografías era «(propicia a las persecuciones)», o que Sévshenko era «(el gran poeta
popular de Ucrania)». Pero también el paréntesis interrumpe el flujo del relato y
establece un diálogo de complicidad con el lector mexicano, cuando luego de describir
una indumentaria inadecuada que la madre usa al llegar a México, el paréntesis
reflexiona: «(Es fácil imaginar lo que sería para una señora joven y guapa, vestida
totalmente de blanco, comer un mango por primera vez» (1997: 53). A modo de un
aparte teatral, en otro capítulo el paréntesis irrumpe en medio de una conversación que
sostienen los padres: «(Grandes risas emocionales, algunos tragos apresurados de té,
ruido de cucharitas contra el cristal: los vasos se colocan en los portavasos antiguos de
plata que hacen recordar la vieja Rusia)» (1997: 78). También por su intermedio, la
narradora refuta un comentario de la madre, cuando después de un almuerzo, ésta le
dice: «Pero Margo, ¿por qué no comes? No has comido nada», y el paréntesis responde:
«(Nada, sólo ternera fría, pecho de res, kasha, tallarines, puré de papa, ensalada de
frutas, pasteles, strudls y luego, más tarde, té con otros strudls. A mamá le parece que
estoy muy delgada.)» (1997: 75).
Dije que Isaac Bashevis Singer es uno de los dos autores a los que Glantz acude
para traducir el pasado europeo de los padres. De modo oblicuo, la elección de un
escritor idisch consolida el movimiento de traducción que articula el relato, ya que ese
idioma estaba connotado como una lengua de traducción, una lengua para los simples,
para las mujeres, una lengua a la que se vertían los textos sagrados. Por lo tanto, hay
traducción en el texto y filiación a una tradición literaria producida en una lengua
menor, en una lengua «profana», una «jerga vuelta idioma»32.
El cruce entre vida y literatura modela y escande el texto, por lo que Babel y
Bashevis Singer entran a Las genealogías no sólo porque uno fue amigo del padre en
Rusia y al otro lo conoció en Nueva York, sino que el primero adquiere el estatuto de
personaje ficcional cuando la narradora lo fabula leyendo un texto de su autoría.
Tanto la literatura del judío polaco, como la del judío ruso, se presentan no
únicamente como dispositivos que ayudan a ver, a interpretar y traducir, sino que
también puede pensarse en ellas como matrices textuales que explican, en una letra de
contornos definidos -chillones, diría- ciertas líneas que, matizadas, articulan las
biografías parentales. En este sentido, el hecho que la madre de Glantz trabaje y se haga
cargo de la parte práctica de la vida familiar, mientras el padre descansa sobre su trabajo
y se dedica a escribir poesía, puede leerse como una versión, como un desplazamiento,
o una «traducción imperfecta»33 de la innumerable cantidad de personajes masculinos
que en la literatura de Singer se dedican pura y exclusivamente a los estudios, mientras
sobre sus mujeres recae el peso de la actividad económica. Matriz textual que se hace
particularmente clara en el capítulo LXX cuando el cuento «Los pequeños zapateros» de
este mismo autor es vuelto a contar para permitirle imaginar, para ilustrar, qué hubiera
sido de su abuelo Osher de haber llegado a Estados Unidos y encontrarse allí con sus
hijos ya instalados34.
El arte de la
fuga
«Soy una viajera obstinada, impenitente, quejosa. Viajo
como si fuera mi único destino, un destino impuesto por los
hados (adversos)».
«Memoria y exilio van juntos. Hay decenas de ponencias que toman la dupla y le
agregan literatura. Memoria, exilio, literatura. Aunque más no sea para restaurar lo
fracturado, la evocación del sitio perdido se impone [...]» -escribe Tununa Mercado en
«Testimonio. Verdad y literatura»- (2005: 1). Tópico recurrente de la crítica literaria
pero simultáneamente proceder obligado del exiliado, quien cuenta sólo con la memoria
para restituir lo que «está dañado», como escribe en otra ocasión. Sin embargo, la
afirmación de Mercado encierra una positividad o, si se quiere, una certeza: el hacer
memoria se impone porque hay un sitio perdido que evocar. El exilio rasga la
certidumbre de lo cotidiano como la del propio territorio, por lo que, como señalamos
antes, el exiliado apela a una serie de estrategias, no sólo para evocar el sitio perdido
sino para sustituir los hábitos del lugar que se dejó atrás, aquello que en En estado de
memoria la propia Mercado calificó de «fatuidades de desterrados».
Pero si el tópico señalado por Mercado insiste en las memorias de Margo Glantz,
¿qué sucede con la noción de territorio propio?, una categoría que pareciera
indispensable para que la evocación se produzca y que Las genealogías pone en
entredicho. Es decir, tanto la reconstrucción de las memorias parentales, como la zona
del libro que puede ser concebida como una memoria de infancia de la narradora, no
sólo cuestionan la existencia de un territorio propio sino la necesidad del mismo (del
«sitio perdido», en palabras de Mercado) como punto de anclaje para la memoria. Ni las
biografías parentales se ligan a un espacio determinado, ni las memorias de la narradora
se vinculan a una casa, en tanto sitio privilegiado que guarda y «protege» los recuerdos
del sujeto, según postula Bachelard en su clásico La poética del espacio35, sino que, por
el contrario, la memoria se afinca en la huida, en el desplazamiento, como se lee, entre
otros pasajes, en el capítulo LXVIII, cuando la narradora alude a su niñez y anota: «[...]
pero yo estoy segura, no sé dónde ni en cuál de las casas que habité, de esos ríos de
agua, de las canoas que transitaban y de los indios que eran tamemes» (1997: 210)
(Cursivas mías).
Dado que, al contrario de lo que sucede con la mayor parte de los pueblos, para los
judíos, la noción de patria no está asociada al suelo sino que este pueblo se constituye
como tal en el exilio, es decir, en el pasaje del desierto, como recurrentemente leemos,
el proyecto de recuperación de la memoria biográfica de dos inmigrantes judíos que Las
genealogías plasma se enlazaría a una tradición mayor, en la que el concepto de patria
se articula en el vínculo de los judíos con la palabra, en particular con la palabra escrita,
lo que haría de ellos un pueblo «portador» de una verdad nómade que no se apoya en la
certeza del suelo36. En tal sentido, Las genealogías podría ser leído como una puesta en
relato de los tópicos recién mencionados, ya que al no postular una relación de
exterioridad/interioridad, pertenencia/ajenidad en lo concerniente al espacio, el libro
repite esos «lugares comunes» (valga la paradoja) inherentes a la memoria cultural
judía, y la memoria individual se vincula, casi exclusivamente, al habla y a los hábitos
gastronómicos. Con todo, creo que en su hacerse la narración construye un «lugar de
memoria»37 y que ese «lugar» es justamente el propio desplazamiento, el entrelugar, el
intersticio entre el adentro y el afuera, que asume formas diversas; el salir y el llegar que
presupone todo viaje y toda huida. Dicho esto, no sólo en lo que respecta al gran viaje
entre Europa y México, donde el barco es casi un ghetto, sino también dentro de Rusia,
donde la cotidianeidad se hace sobre la fuga y posteriormente dentro de la ciudad de
México, en la que las continuas mudanzas marcan la infancia de la narradora38. Por lo
que la memoria no está únicamente anclada en la palabra sino en una palabra y unos
cuerpos que se desplazan y que hacen del movimiento su hábitat, en el sentido de
habitación, como en el de prácticas de vida.
Es así que como los cuerpos se desplazan, las versiones de los relatos mudan y los
géneros que el texto asume para narrarlos también cambian. Como si Glantz hubiese
intuido que para dar cuenta de unas historias en cuyo centro está el desplazamiento y la
movilidad necesitase de la movilidad genérica, de la fragmentación textual y de cierta
velocidad en el relato para capturar lo que siempre se está yendo, lo que siempre está
huyendo. Pero al contrario de lo que señala la tradición cultural judía, estamos ante
cuerpos que no comportan ninguna verdad, como ante sujetos que tampoco
protagonizan historias heroicas, condiciones, éstas, que le dan el tono al relato. Escribe
Glantz al comienzo del texto: «Quizá lo que más me atraiga de mi pasado y de mi
presente judío sea la conciencia de los colorines, de lo abigarrado, de lo grotesco, esa
conciencia que hace de los judíos verdaderos gente menor con un sentido del humor
mayor [...]» (1997: 17) (Cursivas mías). Es ese sentido del humor mayor el que la lleva
a presentarse como una «judía errante a domicilio (por las continuas mudanzas de mi
infancia)»39, con lo que el tema de la errancia judía retorna en el registro de la
domesticidad, despojado de carga dramática pero, sin embargo, haciéndose presente y
es ese mismo punzante y agridulce sentido del humor el motivo por el cual su bisabuelo
Mótol, que «era muy inteligente», les había aconsejado a los «miembros de la aldea que
[para burlar las ordenanzas zaristas] pidieran tierra hacia lo hondo y no hacia lo ancho»
(1997: 26). Es decir, los núcleos de la historia y de la tradición judía están presentes en
el texto pero la escala se ha modificado en una operación que apuesta a intervenir como
resistencia frente a la desesperación y el despojo continuos.
Como dijimos, el viaje está en el centro del relato. Todos viajan, todos se mudan,
todos huyen dentro de Rusia; todos viajan, todos se mudan, y alguna vez huyen dentro
de México, como le sucede al padre, quien luego del ataque sufrido a manos de los
Camisas Doradas se refugia unos meses en Estados Unidos, de donde vuelve sin la
barba de chivo que lo asemejaba a Trotsky y lo volvía proclive a las persecuciones.
«El barco holandés Spaardam- [...]- es casi un ghetto», escribe Margo Glantz en el
capítulo XXIII. Como un ghetto el barco protege y aísla, como un ghetto, el barco es un
lugar en el que por la fuerza de las circunstancias se está entre «los suyos», pero
tradicionalmente el ghetto no sólo es fijo y delimitado por murallas sino que tiene como
objeto contener el movimiento. Éste, en cambio, es un ghetto móvil, un ghetto en
tránsito, elemento esencial de un viaje que «revoluciona el signo» y que los situará del
otro lado del Atlántico, con lo que no sólo se enraizarán en hábitos que se vinculan con
el nuevo destino sino que reforzarán aquellos que en el país de origen ocupaban un
rango secundario.
Como gran parte de los recuerdos que Las genealogías recupera, éste también es
incierto, los datos del viaje de este hombre no corresponden exactamente a los del de
Luci y Jacobo Glantz; coinciden el barco y el capitán pero no el año de la travesía. Al
volver a México, fascinada con la coincidencia que, de algún modo, traza un círculo
perfecto entre la ida de sus padres a México y su «vuelta» a Rusia, la narradora relata el
episodio. En un comienzo, sin embargo, los padres destruyen el hechizo del hallazgo. Ni
Jacobo, ni Luci recuerdan a los Perelman, apellido de estos hipotéticos hermanos de
barco. Algún tiempo después, en el ronroneo de una comida familiar, el padre afirma:
«"¿Perelman? [...] ¿Perelman? ¡Claro que me acuerdo!, er iz geven a guter Id (era un
buen judío). ¿No te acuerdas Lucia? ¿No?, yo, sí, tenía muy hermosos bigotes,
grandes"» (1997: 224). El libro no devela la falacia del encuentro, ni tampoco se
extiende en argumentos que prueben su verdad, ya que para la economía del relato eso
no es relevante. Es posible que dejar en abierto ambas posibilidades, dejar al lector en el
limbo entre la fascinación del folletín, que finalmente compensa tanto dolor con un
encuentro, y la «decepción» ante la posibilidad de una falsa memoria obedezca a la
certeza de que «La ficción siempre mejora lo presente»42. Mezcla de ficción y recuerdo,
el episodio, móvil en sí mismo, confirma al barco como lugar de la memoria43.
Como sucede con los pogroms, en Las genealogías los viajes se superponen y se
confunden unos con otros. En Rusia el viaje participa simultáneamente de la condición
de huida y de sinsentido, porque si las casas no ofrecen protección, éste se presenta
como una posibilidad de hurtarle el cuerpo a la muerte, refugiándose en otro lado o, más
específicamente, en otro cuerpo que proporcione amparo. Puede tratarse tanto de un
viaje a la pollera de la abuela que esconde a los hijos y los salva de los perseguidores, o
de viajes entre regiones diferentes del propio país, o más adelante, del viaje a América.
En todos los casos, el territorio es el cuerpo, sede del afecto. Los viajes, entonces, se
hacen entre cuerpos, para salvarlos, para huir de la muerte, para protegerse en el cuerpo
del otro. Condición que se mantiene vigente aún cuando la necesidad de huir no ha
desparecido, pero se ha atenuado. Si como se lee en «La (su) nave...», durante la
travesía Luci Glantz se reterritorializa en el cuerpo de su marido, por su parte, Jacobo
Glantz afirma en el capítulo XXI «Nunca tuve mucha responsabilidad. La familia se
sostuvo gracias a ella, no sólo porque trabajó sino porque ella siempre nos amparó, nos
amarró» (1997: 78) (Cursivas mías).
Todavía en Rusia, el viaje, en tanto huida y sinsentido, no termina con el fin del
zarismo sino que perdura después de la Revolución y se convierte en una carrera loca
durante la Segunda Guerra. Situada en la lógica de la elección y de la causalidad del
viaje, hay un momento en que la narradora le pregunta a su madre: «-¿Y por eso
preferiste vivir en México?». A lo que ella responde: «-No, yo no sabía que voy a
México, adonde voy. Quise salir, eso sí» (1997: 93). No importa el destino, la única
certeza es el deseo de salida, la necesidad de irse, aunque sea a la mierda. El padre
cuenta: «Pero no te dije lo que él me dijo cuando me vine a México. Me dijo: "¿Te vas a
Europa?" Yo me iría hasta el culo (juego de palabras entre Europa y zhopa)»44 (1997:
98). Aún en el mismo capítulo, Luci Glantz comenta: «[...] no sé en realidad por qué
tenía ganas de salir. Se me figura que si dejaran salir libremente muchos no hubieran
salido porque no tenían a dónde ir» (1997: 94). El padre abandona su aldea natal cuando
los pogroms se vuelven insoportables y cree que no va a sobrevivir al próximo. Los
viajes se van ampliando a causa de las persecuciones, el espacio entre el lugar propio y
el de destino se hace cada vez más ancho a medida que la persecución aumenta, porque
quien no huye, muere.
Mirados de cerca, puede decirse que se trata de viajes que obedecen al deseo y al
«destino», pero un destino «impuesto» por y en busca del padre. Dos veces en Las
genealogías se alude al viaje como forma que adquiere el seguimiento de las huellas del
padre. En el primer caso, Glantz escribe: «Mis viajes han sido más modestos y en lugar
de buscar oro en mis largas travesías por este continente [...] he seguido, como
Telémaco las de Ulises, las huellas de mi padre» (1997: 174). La segunda referencia es
casi idéntica y aparece en el capítulo LXI: «[...] yo sabía que mi destino era viajero, casi
como Telémaco, que recorrió el universo al revés en busca de la fama de su padre»
(1997: 190).
Es el viaje, entonces, el viaje entre las lenguas, el viaje entre la boca y la mano que
escribe, el viaje que trae y lleva a Rusia aquello que, en buena medida, impulsa y da
forma a este relato que se desplaza de unas vidas habladas en ruso y en idisch a unas
memorias escritas en castellano.
Bibliografía
AA.VV., Figuras del exilio, México, Tusquets, 2002.
Arrigucci Jr., David, Enigma e Comentário, São Paulo, Companhia das Letras, 2001.
Bashevis Singer, Isaac, 47 Contos, São Paulo, Companhia das Letras, 2004.
Bellatin, Mario, «Margo Glantz, Zona de Derrumbe», Nueve Perros, año 2, número 2/3,
2002/2003.
Benjamin, Walter, «La tarea del traductor», Diario de poesía, n.º 10, Primavera de
1988.
Borinsky, Alicia, «Memoria del vacío. Una nota personal en torno a la escritura y las
raíces judías», Revista Iberoamericana, vol. LXVI, n.º 191, abril-junio, 2000.
Capalbo Armando, «Original mirada», Historia de uma mujer que caminó por la vida
con zapatos de diseñador, La Nación, «Suplemento de Cultura», 30 de octubre de
2005 (s/p).
Chejfec, Sergio, «Lengua simple, nombre», Nueve perros, año 2, n.º 2/3, Rosario, 2003.
Deleuze, Gilles, Guattari, Félix, Kafka por una literatura menor, Rio de Janeiro, Imago,
1977.
Gelman, Juan, «Lo judío y la literatura en castellano», Hispamérica, n.º 62, 1992.
—, Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador, Barcelona,
Anagrama, 2005.
Haddad, Gerard, Comer o Livro. Ritos Alimentares e Função Paterna, Rio de Janeiro,
Companhia de Freud, 2004.
Mateos-Vega, Mónica, «En su nueva novela, Margo Glantz explora la conexión cuerpo-
lenguaje», La jornada, martes 17 de mayo de 2005.
Núñez, Jorgelina, «La voz del cuerpo», Revista Ñ, Clarín, 19 de noviembre de 2005.
Oz, Amós, De amor e trevas, São Paulo, Companhia das Letras, 2005.
Perec, Georges, Ellis Island, Buenos Aires, Libros del zorzal, 2004.
Pontalis, J. B., «Otro oficio imposible», Paradoxa, n.º 1, año 1, Rosario, 1986.
Rivaud Delgado, Emilio, «Con zapatos de tacón», Hoja por hoja, año 9, n.º 97, junio
2005 (en línea).
Saer, Juan José, «El intérprete», La mayor, Buenos Aires, CEAL, 1982.
Stallybus, Peter, O casaco de Mar. Roupas, memória, dor, Belo Horizonte, Ed.
Autêntica, 1999.
Yerushalmi, Yosef Hayim, Zakhor. História judaica e memória judaica, Rio de Janeiro,
Imago, 1992.
Zalazar, Diego, «Margo Glantz: Temas y hechos banales que no lo son tanto»,
www.cibercultura.com
Zanin, Marcela, «Cortar el paño del propio traje», en Celina Manzoni (comp.), Margo
Glantz. Narraciones, ensayos y entrevista. Margo Glantz y la crítica, Caracas,
Excultura, 2003.
____________________________________
Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite
el siguiente enlace. www.biblioteca.org.ar/comentario