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La Resurreccion de Jesus - GESTEIRA, Manuel
La Resurreccion de Jesus - GESTEIRA, Manuel
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
ANTE EL RETO DE LA MODERNIDAD
1 Confesiones de fe e himnos
LOS TESTIMONIOS más antiguos que nos conserva el Nuevo Testamento del
hecho de la resurrección de Jesús son profesiones de fe (o credos, que con
frecuencia se traducen en fórmulas kerygmáticas o de predicación) e himnos.
La primera reacción de los discípulos ante el hecho inesperado de la
resurrección de Jesús fue el estupor y el asombro, tal como lo reflejan las diversas
narraciones evangélicas, que hablan de temor y espanto, incredulidad (Mc 16,11;
Mt 28,5.8.17), miedo, turbación o duda (Lc 24,5.11s.37s). Una vez convencidos de
la realidad del Resucitado, lo primero que brota del corazón y los labios de los
discípulos no es un relato detallado o un reportaje de los hechos acaecidos, sino
más bien un grito de júbilo que contrapone la acción vivificadora de Dios frente a la
actuación mortal de los hombres, respecto de Jesús. Los discípulos empiezan
cantando y profesando, más que contando y relatando en detalle, su experiencia de
la resurrección. Surgen así los primeros himnos y confesiones de fe en torno a la
resurrección del Crucificado 3. Algunas de estas primitivas aclamaciones y
confesiones de fe (de las que quedan numerosos vestigios dispersos en diferentes
escritos del Nuevo Testamento, en especial Hechos y Pablo) aparecen vinculadas a
la celebración del bautismo: así la profesión de 1 Pe 3,18 («Cristo murió en la
carne, pero volvió a la vida por el Espíritu» de Dios) o la de Hch 10,40 (situada en
un contexto bautismal). Otras van vinculadas explícitamente a la experiencia del
señorío de Jesús y de su fuerza salvadora, como el himno de Flp 2,5-11 («Dios lo
exaltó y le dio el nombre sobre todo nombre»: el nombre de Señor) o la confesión
de fe de Rom 10,9 que exige creer en que «Dios lo resucitó de entre los muertos» y
lo constituyó en Señor, así como la de Lc 24,32 («verdaderamente el Señor ha
resucitado»). Quizá este segundo tipo de fórmulas tuviese cierta relación con la
primitiva celebración eucarística.
Una primera característica de estas antiguas confesiones de fe e himnos es la
repetida contraposición entre la muerte infligida y la vida otorgada: «vosotros le
disteis muerte» (o «lo crucificasteis»), pero «Dios lo resucitó». La muerte de Jesús
aparece como fruto de la maldad humana frente a la resurrección y vivificación
como obra del Dios Padre. Estas fórmulas se reflejan en la fe más antigua, tanto de
Pedro (cf. Hch 2,23.3233; 3,15; 4,10; 5,30; 10,39-40) como de Pablo (cf. Hch
13,28-30.33-34; Rom 10,9; cf. también 8,11). Tras la expresión «Dios lo resucitó»
(anterior a otras que más tarde llevarán a Jesús como sujeto) late sin duda la
intención de exonerar a la muerte ignominiosa de Jesús de su aparente carácter de
maldición divina, dada su condenación como blasfemo y falso profeta por la
suprema autoridad religiosa de Israel. La experiencia de la resurrección excluirá de
raíz esta interpretación de la muerte de Jesús: fue precisamente Dios, y aún más,
«el Dios de nuestros padres (en cuyo nombre había sido condenado) quien resucitó
a Jesús, a quien vosotros (el sanedrín judío) habíais dado muerte colgándolo de un
madero» (Hch 5,30). Dios mismo reivindica a su Hijo, injustamente crucificado y
muerto, de manera que «la piedra rechazada por los arquitectos ha venido a ser
ahora la piedra angular» (Hch 4,11; 1 Pe 24ss; cf. Sal 118,22). Por otra parte, la
atribución al Padre de la resurrección del Hijo recuerda la suprema función
vivificadora de Dios Padre, «fuente y origen» de donde procede la «vida eterna» y
que «teniendo la vida en sí mismo» la comunica al Hijo (cf. Jn 5,26).
Otra característica de estas antiguas fórmulas de fe es la ausencia de toda
mención del «tercer día» (con la única excepción de Hch 13,30), mientras
predomina la expresión (Dios) «lo resucitó de entre los muertos» o sea del «sheol»
(el reino de la muerte). Con ello se trata de resaltar especialmente la potencia del
Dios liberador y vivificador, capaz de «quebrantar las ataduras de la muerte» (Hch
2,24), tal como dice el salmo 16,10: porque «no abandonarás mi alma en el
"sheol", ni permitirás que tu santo experimente la corrupción» (Hch 2,27.31). En
esta afirmación de la resurrección «de entre los muertos» está la raíz de la fórmula
posterior «descendió a los infiernos (al sheol)»: en ambos casos lo que se afirma
fundamentalmente es que Jesús murió en verdad, sufrió la honda humillación de la
muerte siendo presa de sus temibles garras, de las que el Padre lo salvó y lo
liberó4. En este período más antiguo la comunidad destaca así el surgir de Jesús del
«sheol» o de la muerte (y su exaltación por Dios a su derecha) por encima del
surgir de Jesús del sepulcro, al que se presta (sobre todo en ciertos ámbitos) una
menor atención. La tradición de la tumba vacía, aunque muy antigua, será una
tradición independiente en un principio que más tarde se irá integrando en el acervo
común del mensaje.
Por último, nos encontramos en estos textos más antiguos con un doble
lenguaje: «exaltación» y «resurrección». El verbo «resucitar» (o «suscitar») evoca
originalmente la idea de levantarse o ponerse en pie alguien que yace acostado,
mientras que el verbo «exaltar» significa elevar a un determinado estado o
situación. Resucitar, por tanto, mira más hacia el pasado de la muerte de donde
Jesús proviene, siendo despertado del sueño del sepulcro en que yace. Exaltar, así
como glorificar términos preferidos por los Hechos y Juan, miran, en cambio, hacia
el futuro de Dios al que Jesús se encamina o hacia el que va 5. Por eso la exaltación
tiene mucho que ver con la «sesión a la derecha de Dios», a la que alude varias
veces el Nuevo Testamento 6. Pues bien, es indudable que la clave «exaltación»
expresa mucho mejor el misterio de la resurrección de Cristo y define en mayor
grado su peculiaridad y su carácter singular. De Lázaro (como de Jesús) se puede
decir que fue «resucitado de entre los muertos» (Jn 12,1) (o que surge de la
tumba), pero en modo alguno se puede afirmar que haya sido exaltado por esa
resurrección, sino más bien devuelto a la tierra. En cambio, Jesús no retorna por su
resurrección a la vida terrena, antes bien, es exaltado a la diestra del Padre y hecho
igual a él en cuanto hombre. Por eso, frente a Lázaro que tendrá que morir otra
vez, «Cristo, una vez resucitado, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio
sobre él. Su vivir es un vivir para siempre, porque resucitado vive para Dios» (Rm
6,9; cf. Hch 13,34).
En efecto, por su exaltación o glorificación, Jesús vive totalmente de Dios y
«para Dios». Otras fórmulas similares, que expresan también con acierto lo que la
resurrección de Jesús es, pueden ser: «ir al Padre» o «retornar al Padre»,
preferidas por Juan (cf. Jn 14,13.28; 16,5.10.17.28; 17,11). Por su resurrección,
Jesús se sumerge plenamente en la vida y el resplandor del Padre, de quien, como
Hijo, procedía desde un principio: «salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el
mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28). Aunque este ir al Padre o estar en él por la
resurrección no implican un alejamiento del Señor respecto de los suyos, antes
bien, conllevan una mayor cercanía de él para con sus discípulos: «me voy, pero
vengo a vosotros» (Jn 14,28; cf. 14,1-3.18.20.23). Con ellos estará hasta el fin de
los tiempos (cf. Mt 28,20).
La exaltación de Jesús «a la diestra de Dios» (condicionada sin duda por la
figura del Hijo del hombre que aparece junto al trono del Altísimo: cf. Hch 7,56;
Dan 7,9ss.13ss) parece ser una de la expresiones más antiguas de la resurrección
de Jesús por parte de la comunidad primitiva. Esto explicaría el que los primeros
discípulos hiciesen al principio mayor hincapié en la glorificación de Jesús junto al
Padre que en el tema de la tumba vacía (que destacará más tarde en la predicación
de la resurrección como prueba de ésta). Finalmente, una derivación tardía de la
clave «exaltación» será la «ascensión» (que Lucas resalta), donde se acentúa un
mayor sentido espacial de traslación local de la tierra al cielo, que tampoco destacó
en un primer momento. Pues la exaltación de Jesús no consistió tanto en ser
elevado o levantado a las alturas cuanto en ser glorificado participando plenamente
del ser y de la gloria del Padre por su total incorporación a él.
2 El pasaje de I Cor 15,1-8 (/1Co/15/01-08)
GLOBALMENTE considerado, el texto de 1 Corintios 15,1-8, relativo a la
resurrección de Jesús, es el más antiguo si atendemos a su redacción y fijación por
escrito, ya que la epístola se escribe hacia el año 56, mientras que los relatos
evangélicos empiezan a ponerse por escrito en torno a los años setenta. Pero,
además, Pablo remite a la más antigua tradición de la Iglesia al recordar a los
corintios, que ahora les repite aquello mismo que (hacia el año 51) les había
predicado y que ellos acogieron en la fe. A su vez, lo que entonces predicó añade
tiene su origen en lo que él mismo había recibido de la primera tradición cristiana,
sin duda en aquel contacto inicial con Cefas (Pedro) y Santiago el Menor en
Jerusalén (cf. Gál 1,17; Hch 9,27-29) que tuvo lugar unos tres años después de la
conversión del propio Pablo (hacia el año 36 ó 37), así como en el diálogo posterior
con Santiago, Pedro y Juan (cf. Gál 2,1-10) unos catorce años más tarde (hacia el
49 ó 50).
Nos hallamos, pues, ante unos datos de primera mano, que se remontan a las
experiencias originales de la comunidad. Otros indicios de antigüedad de este texto
son el apelativo de Cefas, aplicado a Simón Pedro, así como la distinción entre los
Doce y los apóstoles (cf. 15,5.7): aquellos vinculados a Pedro, éstos, a Santiago.
Con el término apóstoles se designa aquí a los primitivos misioneros itinerantes que
partían de Jerusalén, la iglesia madre, sin que prevalezca todavía la posterior
identificación entre los apóstoles y los Doce que se refleja claramente en el
evangelio de Lucas.
El pasaje de 1 Cor 15,1-8 sirve de eslabón o puente de unión entre las
primitivas confesiones de fe y las narraciones posteriores de la resurrección. En
efecto, la primera parte del texto (v. 3-4), «murió por nuestros pecados según las
Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras», ¿no nos
recuerda la fórmula del credo, de las profesiones de fe? En cambio, la segunda
parte (v. 5-8) contiene una somera referencia a un conjunto de apariciones que nos
remiten a los posteriores relatos evangélicos7.
a) En lo que respecta a la confesión de fe (v. 34), Pablo afirma que Jesús
murió y fue sepultado. Se discute hoy el sentido de esta alusión a la sepultura de
Jesús. ¿Se trata de una mera referencia al sepulcro o dice relación, además, al
hallazgo de la tumba vacía al tercer día? Es verdad que la mención del tercer día
aparece a continuación, pero no parece afectar a la sepultura, sino a la resurrección
misma (con un sentido más teológico que cronológico). En consecuencia, cabe
interpretar el «fue sepultado» como una afirmación con entidad propia que vendría
a ser una ulterior explicitación de la antigua fórmula «de entre los muertos», propia
de las confesiones de fe.
No obstante, esta afirmación adquiere ahora ciertos matices nuevos. Corinto
estaba situada en el área de influencia de los cultos mistéricos de Eleusis (localidad
muy próxima a Atenas). Estos cultos, muy vinculados a las religiones agrarias,
celebraban la muerte y resurrección anual de la vegetación, en el paso del otoño a
la primavera personificada en las divinidades respectivas: Perséfone desciende al
«hados», el reino de la muerte regido por Plutón, de donde es rescatada por
Deméter, la gran diosa madre, que la hace retornar a la luz y a la vida. Con ello
revive también la vegetación y la naturaleza, en una resurrección de la que
participa asimismo el creyente iniciado. Es muy probable que en Corinto (como en
el ámbito helénico en general) la muerte y la resurrección de Jesús fuesen
entendidas en una clave similar a la muerte y la resurrección simbólicas o místicas
de las divinidades de la naturaleza, celebradas en los cultos mistéricos. Así, con la
mención de la sepultura, Pablo pretende afirmar la realidad fáctica tanto de la
muerte como de la resurrección de Jesús. Pues si de la naturaleza y las divinidades
agrarias podría decirse metafóricamente que mueren la muerte simbólica del
invierno y resurgen con el revivir de la primavera, no puede afirmarse de ellas que
«son sepultadas», como lo fue Jesús, porque ello implica una muerte real, fáctica, y
no meramente simbólica o metafórica (y por eso también una resurrección real e
irrepetible, no reductible a la constante repetición del ciclo agrícola). Por otra parte,
la mención de la sepultura contribuye a recalcar la identidad personal entre el
Crucificado y el Resucitado: no se trata de dos personas distintas, sino que el que
resucita es el mismo que, muerto, había sido depositado en la tumba. El sepulcro
sirve así como signo de identidad o eslabón entre los dos estadios de la vida de un
único Jesús. Si bien esta mención de la sepultura no implica todavía una referencia
explícita a la tumba vacía 8.
b) TERCER-DIA: La mención del tercer día, que aparece con entera claridad
por vez primera en 1 Cor 15,4, tiene un sentido más teológico que puramente
cronológico 9. Esto se deduce porque Pablo pone en relación los tres días con la
resurrección y con las Escrituras, remitiendo así a éstas como raíz y origen de dicha
expresión, aunque resulte difícil encontrar en el Antiguo Testamento referencias
concretas al «tercer día». Únicamente Os 6,2 habla de una liberación y restauración
del pueblo de Israel por Dios al tercer día: «Él nos dará la vida en dos días y al
tercero nos resucitará y viviremos ante Él». A su vez, Mateo (12,40) pone en boca
de Jesús una alusión a los tres días que pasó Jonás en el vientre del cetáceo (si bien
el paralelo de Lc 11,32 alude a Jonás, pero sin mencionar el tercer día). En cambio,
aparecen numerosas referencias en diversos escritos del judaísmo de tiempos de
Jesús (tárgumes o midrash), donde se identifica el tercer día por el tiempo de la
consolación y la liberación final, así como con la plenitud última y con la
resurrección universal escatológica 10. A partir de estos textos, que consideran el
día tercero como «el día de la consolación futura, cuando Dios hará revivir a los
muertos» (donde aparece también el tercer día en relación con la resurrección como
en Pablo y no con el sepulcro), se comprende que Jesús pudiese haber hablado de
su resurrección al tercer día, aunque «se trataba menos de un dato cronológico que
de la expresión, en términos de las Escrituras, de su propia certeza del triunfo final
11.
En efecto, un mayor sentido teológico que cronológico predomina en la fórmula
«después de tres días» utilizada por Jesús en las predicciones más antiguas de la
pasión (cf. Mc 8,31; 9,31; 10,34) y corregido luego por la comunidad (tal como
aparece en los pasajes paralelos de Mateo y Lucas), debido sin duda a ciertos
hechos posteriores -en este caso cronológicos que se añaden al primitivo sentido
teológico (si bien el dato cronológico en torno al hallazgo del sepulcro vacío viene
expresado en la tradición primera no a través de la fórmula «al tercer día», sino de
la expresión aramaica «el primer día después del sábado» Mc 16,2 o «el primer día
de la semana» Mt 28,1; Lc 24,1; Jn 20,1, dato en el que coinciden los cuatro
evangelistas). El mismo sentido teológico de plenitud o de consumación pervive
todavía en la palabra de Jesús que nos conserva Lucas (13,32-33): «Yo expulso
demonios y hago curaciones hoy, y mañana y al día tercero habré llegado a mi
término. Pues tengo que andar hoy, y mañana y al día siguiente, porque no
conviene que un profeta perezca fuera de Jerusalén». Es evidente que en este
pasaje el tercer día se refiere no a un momento cronológico, sino al final de su vida
terrena como «término» o consumación por la plenitud de la resurrección (cf. Jn
19,30, donde también aparece la palabra «consumación», «teleiosis» en griego).
Por último, el evangelio de Juan prefiere hablar de «un poco de tiempo» (cf. Jn
14,19; 16,16-19.22). El tema de los tres días sólo se halla una vez en Juan (2,19-
20) en relación con la resurrección: «Destruid este templo y yo lo levantaré en tres
días», donde prevalece asimismo el sentido teológico sobre el cronológico (más
vinculado éste a la tumba vacía).
La significación primigenia del «tercer día» vendría a ser, pues, la plenitud y la
consumación de la existencia humana de Jesús. Él tiene la seguridad plena de que
su vida no se disipa por la muerte como el humo en el aire, sino que desemboca,
por la resurrección, en la plenitud del «tercer día», que no es otra cosa que la
intimidad y el corazón del Padre.
c) En cuanto a las apariciones de Jesús a los discípulos, nos encontramos en 1
Cor 15 con meras referencias escuetas, todavía no con relatos detallados. Estas
apariciones se distribuyen en dos grupos, encabezado uno por Cefas (Pedro) y otro
por Santiago el Menor. En torno a Pedro se sitúan los Doce, así como «más de 500
hermanos», a quienes Jesús se hizo presente. Todo este primer grupo se refiere a
diversos miembros de la comunidad primitiva recientemente constituida (cf. v. 5-6).
En torno a Santiago aparecen en cambio, «todos los apóstoles», así como Pablo, «el
menor de los apóstoles» (v. 7-8), alusión sin duda a la Iglesia itinerante y misionera
(entre cuyos miembros se cuenta al propio Pablo) a quienes se apareció también el
Señor.
De la aparición a Pedro nada se nos cuenta con detalle en los posteriores
relatos evangélicos. Únicamente Lc 24,34 alude de pasada a una aparición del
Señor a Ceras: al retornar los discípulos de Emaús a Jerusalén, «los once y sus
compañeros» les comunican que «el Señor en verdad ha resucitado y se ha
aparecido a Simón». Juan, por su parte, relata la ida de Simón Pedro al sepulcro a
instancias de la Magdalena (cf. Jn 20,27; Lc 24,12), pero nada se dice de una
aparición del Resucitado a él hasta el capítulo 21, en el lago de Galilea, donde Pedro
asume cierto protagonismo. En cambio, el evangelio apócrifo de Pedro adscribe a
este apóstol la primera visión del Resucitado, siendo así el primer testigo del hecho
de la resurrección 12.
De las restantes apariciones a los Doce tenemos ulterior constancia en diversos
relatos evangélicos. De la aparición a más de 500 discípulos nada sabemos por las
restantes fuentes del Nuevo Testamento. Se trata evidentemente de miembros de
la comunidad primera, lo que es indicio de que Jesús se hizo presente no sólo a los
Doce, cabezas de la Iglesia, sino también a otros discípulos. Un caso similar es la
aparición a los dos de Emaús, que tampoco pertenecían al número de los Doce, y de
los que sólo de uno (Cleofás) se nos conserva el nombre.
Sorprende, además, que la aparición a los de Emaús sea la primera que nos
relata Lucas, precediendo a las restantes apariciones a los Doce (cf. Lc 24,1335). La
mención en 1 Cor 15 de estos más de 500 testigos parece implicar cierta intención
apologética, ya que Pablo advierte que algunos de ellos murieron, pero la mayoría
aún viven y pueden dar fe de su experiencia. Desconocemos el lugar preciso de la
aparición del Señor a este grupo, aunque podría ser Palestina (quizá la ciudad de
Jerusalén). Sin duda se trataba de personas que conocieron a Jesús y le siguieron
durante su vida terrena, miembros ahora de la primitiva comunidad judeocristiana
palestinense. Al parecer, esta aparición tuvo lugar simultáneamente («de una vez»:
v. 6).
De las apariciones al segundo grupo tampoco tenemos constancia explícita en
los relatos evangélicos. De una aparición individualizada a Santiago nada se nos
dice en los evangelios; al menos nunca se cita su nombre con ocasión de alguna
aparición, como se hace en algún caso aislado con el de Juan o el de Tomás;
aunque podría ir incluido en la frecuente referencia colectiva a los Doce (los Once).
Únicamente se nos conserva, transmitido por Jerónimo, un breve pasaje del
evangelio apócrifo de Santiago según el cual Cristo Resucitado se le apareció y
comió con él 13. Por último, tampoco poseemos ulteriores referencias de otras
apariciones «a todos los apóstoles». En cambio se conservan relatos más detallados
de la aparición del Resucitado a Pablo en el camino de Damasco, que se nos narra
por tres veces en los Hechos (cf. 9,3-9; 22,3-21; 26,12-20; cf. 1 Cor 9,1; Gal 1,11-
19; 2,9).
3 Los relatos de la resurrección de Jesús en los evangelios
LA DESCRIPCIÓN más pormenorizada de los hechos acaecidos en torno al
Señor resucitado se encuentra en las narraciones evangélicas, que en su redacción
definitiva son bastante tardías. Ello implica una cierta elaboración teológica que
desborda la mera descripción o el relato ingenuo de unos hechos. Todas las
narraciones evangélicas sobre la resurrección de Jesús coinciden en una doble
temática fundamental: el descubrimiento del sepulcro vacío y las apariciones del
Señor a los discípulos. Predomina hoy, sin embargo, la impresión de que, aunque
ambos temas aparezcan juntos, se trata de dos tradiciones distintas e
independientes en un primer momento y unidas luego. «Marcos debió ser el primero
que las unió», afirma W. KASPER 14.
a) Los relatos del sepulcro vacío
LOS CUATRO evangelistas coinciden en el hecho tanto de la sepultura de Jesús
como del descubrimiento del sepulcro vacío. En cuanto a la sepultura individual,
aunque es verdad que por haber sido condenado al infamante suplicio de la cruz
Jesús estaba en principio privado del derecho a una sepultura honrosa, debiendo
ser sepultado en una fosa común, hay una serie de datos que prueban que de
hecho no fue así. En primer lugar, poseemos ciertos testimonios de la época por los
que consta que los romanos actuaban entonces con cierta benevolencia y solían
ceder el cuerpo del ajusticiado en el caso de que los parientes o allegados lo
reclamasen (en especial si el condenado, como en el caso de Jesús, no era reo de
lesa majestad). En segundo lugar, los cuatro evangelistas (y algunos apócrifos,
como el evangelio de Pedro) coinciden en afirmar que el sepulcro fue cedido por
José de Arimatea (del que Marcos y Lucas afirman que era miembro del consejo o
sanedrín judío), noticia que difícilmente podría mantenerse en pie e incorporarse al
relato evangélico si no respondiera a la verdad. Pues un relato novelado no suele
echar mano de personajes históricos conocidos, sino de personajes de ficción; pero
José de Arimatea se presenta como personaje conocido, de alta relevancia social y
con cierto ascendiente sobre Pilato, a quien solicita el cadáver de Jesús. Por último,
también parece responder a la realidad histórica la prisa por retirar de la cruz los
cuerpos de los ajusticiados, dada la proximidad de la fiesta de la pascua y a tenor
del precepto del Dt 21,22-23 (cf Jn 19,31s). La sepultura individual de Jesús
(cedida por José de Arimatea) es admitida como un hecho hacia los años setenta no
sólo por los discípulos cristianos, sino también por los propios judíos (según el
relato de Mt 28,15).
La historicidad del descubrimiento de la tumba vacía está respaldada por
diversas razones 15. La más importante es la intervención, en este hecho, de un
grupo de mujeres. Dado el menosprecio que sentían por la mujer muchas culturas
antiguas hasta impedir el que fuese admitida como testigo válido en un juicio, es
impensable que estos relatos que presentan a mujeres como únicas testigos puedan
ser un invento de una comunidad de aquel tiempo. Si de esta forma se nos cuenta
es porque así sucedió, y la realidad de los hechos se impone, obligando a
reconocerlo tal como aconteció. Los relatos evangélicos muestran aún cierta
tendencia a desvalorizar ese testimonio: a los discípulos «les parecieron desatinos
tales relatos, y no los creyeron» (Lc 24,11). Y todavía en el siglo III, según
Orígenes, ·Celso se burlaba de los cristianos porque presentaban como principales
testigos de la resurrección punto clave del misterio cristiano a un grupo de mujeres,
cuando debería haber sido un hecho esplendoroso, manifiesto al mundo entero 16.
Está también a favor del descubrimiento del sepulcro vacío el hecho de que en
Jerusalén resultaría muy difícil, por no decir imposible, la predicación y el anuncio
de la resurrección de Jesús si la tumba estuviese ocupada por su cadáver.
Sabemos, por una parte, que eran frecuentes en la Ciudad Santa las visitas a las
tumbas de los profetas (cf. Hch 2,29.34; Mt 23,29-30) y, por otra, la mentalidad
judía no disociaba fácilmente la resurrección de la resurrección corporal. En cambio,
en otros lugares más lejanos, dentro o fuera de Palestina, la predicación de la
resurrección iba vinculada en menor grado al principio a la constatación del hecho
de la tumba vacía. Pues desde Atenas o Roma, o aun desde la misma Galilea,
resultaba mucho más difícil la comprobación del hecho; de aquí que, fuera de
Jerusalén y en un primer momento, fuese bastante menor la relevancia del sepulcro
vacío. Por eso Pablo, en su predicación inicial de la resurrección de Jesús, no hace
mención alguna de la tumba vacía en Antioquía de Pisidia (cf. Hch 13,29-30, pasaje
muy similar a 1 Cor 15,3ss) ni en Atenas (cf. Hch 17,31-32) ni en el mismo Corinto,
como ya hemos señalado. Sólo más tarde, una vez consolidada la autoridad central
de los apóstoles, y cuando las diversas tradiciones se van incorporando al acervo
común de la tradición apostólica, esta tradición del sepulcro vacío, que
originalmente era una tradición local vinculada a la ciudad de Jerusalén, pasará a
formar parte del testimonio universal de la fe de la Iglesia. Pero esto acaece ya en
la segunda (o tercera) generación de los primeros creyentes; es decir, hacia el
comienzo de los años sesenta.
Una tercera razón en pro del hecho del sepulcro vacío estriba en que es algo
admitido no sólo por los cristianos, sino también por los judíos de la época, aun
cuando haya discrepancias en la interpretación del hecho mismo: los judíos
atribuyen el vaciamiento del sepulcro al robo del cadáver por parte de los
discípulos; los cristianos, a la resurrección de Jesús. Ambas posturas se enfrentaban
todavía en los años setenta, tal como se refleja en Mt 28,15 (que escribe hacia esa
época), donde se pretende excluir el robo del sepulcro a través de un piquete de
soldados romanos que guardan la tumba. Este relato de la guardia, que no aparece
en ninguna de las otras narraciones, encierra, sin duda, un intento apologético 17.
Los relatos muestran ciertas divergencias en cuestiones de detalle, como en la
hora precisa en que acaece el hallazgo de la tumba vacía 18, en los nombres de las
mujeres que intervienen (excepto en el de María Magdalena, figura en la que todos
los relatos concuerdan) 19, así como en las razones por las que van a visitar el
sepulcros 20. Estas pequeñas divergencias son signo de la honradez de los testigos,
que no se han puesto de acuerdo de antemano, sino que cada uno narra los hechos
tal como los recuerda o como los ha recibido por la tradición. Pero, sobre todo, nos
indican que no debemos ver en estas narraciones un mero reportaje sobre un
acontecimiento pretérito, sino el anuncio de un hecho salvífico que nos afecta (y en
el que predomina, por tanto, el contenido teológico). Esto mismo es válido también
respecto a las divergencias en el pasaje de la aparición del ángel 21, así como en
las palabras pronunciadas por él o los mensajeros celestiales 22
b) Las apariciones del Resucitado
LAS APARICIONES del Señor resucitado constituyen el núcleo central de la
experiencia de la resurrección, por encima del descubrimiento del sepulcro vacío.
No podemos hacer de la tumba vacía el centro de nuestra fe en la resurrección,
«porque la fe pascual no es primariamente fe en el sepulcro vacío, sino en el Señor
exaltado y viviente» 23. Por otra parte, el hecho de la tumba vacía adolece siempre
de cierta ambigüedad: «históricamente lo único que se puede llegar a probar es la
posibilidad de que el sepulcro se encontró vacío; pero nada puede decirse, bajo el
punto de vista histórico, sobre cómo se vació el sepulcro. De por sí el sepulcro vacío
es un fenómeno ambiguo. Ya en el Nuevo Testamento encontramos diversas
explicaciones (Mt 28,11-15; Jn 20,15) que sólo se esclarecen por la predicación
basada en las apariciones. El sepulcro vacío no constituye para la fe prueba alguna,
sino sólo un signo»24.
1) La aparición como revelación.
Los cuatro evangelistas coinciden en que el Resucitado se hizo presente a sus
discípulos. Pero ¿cómo entender las apariciones del Señor? Con frecuencia, y desde
una concepción más carnal del cuerpo resucitado, las apariciones se conciben como
un mero encuentro objetivo entre Jesús y sus discípulos en que él se les presenta
de una forma accesible plenamente al ojo humano. De esta manera cualquiera que
estuviese presente en el momento de la aparición del Señor, aun sin tener fe (Pilato
o Herodes, por ejemplo), podría percibir su presencia. Pero esto es algo que queda
expresamente excluido por el mismo Nuevo Testamento (cf. Hch 10,40-41; Jn
14,19.22): no puede contemplar al Resucitado aquel que carezca de un mínimo de
fe y de actitud religiosa, pues el verlo no radica más que en la iniciativa del ojo
humano.
Pero si no cabe entender las apariciones desde una materialidad crasa,
tampoco pueden quedar reducidas a una mera experiencia interior que brota de la
fe o del recuerdo de los discípulos en la palabra o la actuación del Jesús terreno.
Entonces, «¿en qué consiste exactamente el fenómeno de la aparición?», se
pregunta un autor moderno. «Puesto que la realidad corpórea del Resucitado
pertenece a un orden inaccesible para el conocimiento de los hombres, el hecho de
ver al Resucitado no se reduce a una visión simplemente física. La visión de los
testigos, como contemplación del que ha sido elevado a la gloria y que en un
determinado momento se manifiesta, es una cristofanía muy próxima a las
teofanías bíblicas» 25.
En efecto: los evangelios nos ofrecen una doble clave interpretativa de las
apariciones. Mateo, sobre todo (y en parte Marcos), asimila estrechamente la
aparición del Resucitado, investido ya del poder y el señorío divinos, a las
apariciones de Yahvé en el Antiguo Testamento (cf. Mt 28,16-20) y por ello habla
de la presencia del Resucitado sin hacer demasiado hincapié en la dimensión
sensible o carnal. El esquema de las teofanías o apariciones de Yahvé y el de la
aparición del Resucitado es similar: así como la realidad espiritual, invisible, de Dios
se visibiliza y se hace presente («el ángel de Yahvé») a sus elegidos en el Antiguo
Testamento, así también Jesús resucitado y exaltado se revela y se hace visible
«desde Dios» en su realidad humana, aunque espiritualizada. Este mismo esquema
va implicado en las apariciones angélicas en el sepulcro: por por medio de ellas, el
Padre que resucitó a Jesús revela y anuncia la resurrección del Hijo, oculto a la
mirada humana, pero proclamado por Dios mismo (a través de «su ángel») como
«el que vive» (Lc 24,5), exaltado ya, a su derecha. De aquí que los rasgos que
caracterizaban a las antiguas teofanías o apariciones de Yahvé manifestación inicial,
temor por parte del testigo, comunicación del mensaje y envío o misión a
proclamarlo se repitan ahora en ciertas apariciones del Resucitado (así como en la
aparición del ángel). Esta clave predomina en el ámbito judío, el más antiguo, de la
comunidad primitiva.
Otra segunda clave interpretativa, posterior, insistirá, en cambio, en una
mayor materialidad de la aparición, por razones de tipo apologético. Tal sucede en
Lucas o en Juan, donde el Resucitado muestra a sus discípulos «sus manos y sus
pies» (Lc 24,39s) o «las manos y el costado» (Jn 20,20.27). Estos esquemas
prevalecen en clima helenístico, donde predominaba una exagerada tendencia a la
espiritualización: a un griego, que admitía fácilmente la inmortalidad del alma, le
resultaba incomprensible la resurrección corporal (cf. Hch 17,31-32). Por lo que la
aparición corría peligro de quedar reducida a la presencia de un espectro o del
espíritu de un muerto, en vez de ser la presencia del Viviente por antonomasia. De
aquí que la predicación cristiana tienda a resaltar en ciertos ámbitos de la
comunidad posterior helenística, y como contrapeso, la dimensión corporal 26.
Podemos afirmar, pues, que la aparición del Resucitado participa, por una
parte, del dinamismo de la revelación o la manifestación del misterio de Dios, que
desborda la pura realidad material. Esto viene expresado en el Nuevo Testamento
por el uso de la forma verbal «hacerse ver» o «dejarse ver» (en griego «ophthe»),
en vez de «ver» o «ser visto». Esta forma verbal que, aun sin ser la única, es la
preferida para expresar las apariciones del Resucitado, era la misma que utilizó el
Antiguo Testamento (LXX), para la aparición de Dios, a quien el hombre no puede
ver si El mismo no se le manifiesta o se «deja ver». De modo similar en el caso de
Jesús: no ve al Resucitado aquel que quiere, sino aquel a quien Él se le muestra.
Los evangelios nos recuerdan que el Señor se aparece a los discípulos «en otra
forma» distinta de la terrena (Mc 16,12) y que «sus ojos no podían reconocerle»
(en el camino de Emaús: Lc 24,16). Jesús se presenta de repente «en medio de
ellos», «estando las puertas cerradas» (Lc 24,36; Jn 20,19.26) y súbitamente
también desaparece y «se hace invisible» (Lc 24,31): lo cual no es propio de un
cuerpo puramente material, sometido a las leyes normales de la física. Pablo, a su
vez, nos describe la aparición del Señor resucitado como una luz fulgurante y una
voz que se le imponen por su fuerza (cf. Hch 9,3-7; 22,ó-10; 26,13-15).
2) La aparición como comunión vital.
La aparición del Resucitado es, por tanto, algo más que una mera
confrontación o encuentro cara a cara entre Jesús y sus discípulos, que acaece
según los esquemas espacio-temporales, antes bien, tiene lugar según unos
módulos nuevos, propios de la realidad escatológica futura. Esto significa que los
discípulos sólo pueden ver a Jesús en la medida en que ellos mismos son elevados
desde el plano de la creación antigua a la altura de la «nueva creación» en la que el
Resucitado se encuentra ya situado. Y sólo participando de la vida nueva del Señor
(cf. Jn 14,19) y de su Espíritu (cf. Jn 16,12-15), y hechos ellos mismos hombres
nuevos en y por el Hombre Nuevo, pueden verdaderamente contemplarle con el
Viviente. Con razón afirma Lucas que para captar al Resucitado se requieren unos
ojos nuevos y una inteligencia iluminada por la fe (cf. Lc 24,31.45), porque no
bastan los ojos de la carne: la luz de la resurrección, según Pablo, es cegadora para
el ojo humano (cf. Hch 9,8; 22,11). Por eso Jesús no puede ser visto por el
«mundo», es decir, por aquellos que en principio han cerrado su corazón a la luz y a
la verdad (cf. Hch 10,40s; Jn 14,19.22). En realidad sólo aquel que está dispuesto a
dejarse incorporar por Cristo, participando de su misma vida como el sarmiento
unido a la vid (cf. Jn 15) o como el miembro a la cabeza (cf. 1 Cor 12,12-27),
puede realmente captar y reconocer la presencia del Resucitado en lo que ésta tiene
de más hondo y singular: como presencia no ya de un muerto que vive, sino que
además es dador de vida (cf. Jn 14,20.23). La aparición no sólo consiste, pues, en
que los discípulos capten al Señor, sino también y, sobre todo, en haber sido ellos
mismos captados antes por Él e incorporados a Él: es preciso que Él esté en ellos
para poder estar verdaderamente con ellos y que ellos estén en Él para poder estar
con El. De aquí que la aparición de Cristo resucitado sea siempre actuante no mera
presencia estática y creadora de algo nuevo: en ella acaece la autodonación del
Señor a sus discípulos en la que él se les entrega, derramando sobre ellos su propia
vida nueva, su perdón y su paz, su espíritu de comunión y originando así una
comunidad y una fraternidad renovadas.
La presencia del Resucitado no puede reducirse, por tanto, a una mera
presencia objetiva por confrontación, sino que es, sobre todo, una presencia de
comunión en una misma vida y en un mismo espíritu (cf. Jn 14,26), que tendría que
ser entendida y explicada más desde aquella presencia de intercomunión vital que
se da entre los diversos miembros del cuerpo y su cabeza que desde una presencia
que sitúa frente a frente a personas distintas. Esta presencia mutua de comunión es
ciertamente real y objetiva, pero a la vez desborda el dualismo propio del mero
encuentro físico entre dos seres. Por eso no es del todo válida la pregunta de si la
aparición del Resucitado es algo puramente exterior o puramente interior. Ni una
cosa sola ni la otra, pues la nueva creación o la resurrección desbordan y superan
toda polaridad y todo dualismo entre sujeto cognoscente y objeto conocido. La
resurrección de Jesús implica una presencia desbordante y por ello abarcante del
Señor que derrama su nuevo ser sobre los discípulos y hace presente su persona
(su «cuerpo y sangre») sólo a través de un supremo gesto de «entrega y
derramamiento» de sí mismo. La resurrección entraña así también la plena
donación personal de Jesús en el amor y la apertura radical de sí mismo, por los
que El se da totalmente hasta hacerse uno con nosotros, haciéndonos a nosotros
uno con Él (tal como acaece en la eucaristía, pues la aparición y la presencia viva
del Resucitado no queda limitada a los discípulos primeros, sino que se extiende y
se prolonga aunque con rasgos distintos a la historia posterior de su comunidad
hasta el fin de los tiempos). Esto no supone una eliminación de la realidad de la
persona de Jesús o de su «autonomía» personal; antes al contrario: en la medida
en que el Resucitado se trasciende y se desborda más a sí mismo, es más
plenamente él en su propia realidad (y hasta individualidad) personal; y a su vez,
en la medida en que por este dinamismo los discípulos son abarcados e inundados
por la presencia y la vida del Señor resucitado, abriéndose a él, llegan a ser más
plenamente ellos mismos. Porque la realidad personal humana radica precisamente
en la capacidad de trascendencia y desbordamiento de sí misma en el conocimiento
y en el amor. Por eso, en la misma proporción en que los discípulos son de Él, el
Señor, y están en Él, en esa misma medida cabe decir que están también con Él (o
ante Él) y Él con ellos (o ante ellos). Cuanto más íntimo y abarcante les es a ellos el
Señor, más es Él mismo y más los hace a ellos ser ellos mismos y más distinto es
de ellos27.
De aquí que la aparición deba ser considerada como algo dinámico y no
estático. No es un mero «ir y venir» del Resucitado que empieza a estar allí donde
Él no estaba momentos antes. Implica un actuar y no un mero «estar». Es sobre
todo un proceso de manifestación del Señor a la vez que de concienciación e
interiorización por parte de los discípulos en un dinamismo en el que, inicialmente,
pudo predominar una presencia visible de Jesús, con el que ellos habían convivido
estrechamente. Pero es muy probable que el dinamismo de las apariciones implique
un sucesivo despojamiento de lo visible y la progresiva superación de unos signos
sensibles particularizados (vinculados en mayor grado en las apariciones iniciales a
una presencia más sensible o visible del Señor; aunque paradójicamente unida, en
los relatos evangélicos, a una mayor incredulidad de los discípulos), para ir
aprendiendo poco a poco a reconocer la presencia y la acción del Resucitado tras
signos cada vez más amplios y más universales: signos que van desbordando la
corporeidad individual de Jesús, más próxima a su realidad terrena, y abriéndose
hacia el cuerpo universal de Cristo y la obra de su Espíritu (en lo que insisten, de
diversas maneras, Pablo y Juan). Estos signos serán sobre todo la Iglesia, cuerpo
del Señor resucitado, y los sacramentos (en especial la eucaristía) como primicias
de una presencia desbordante de Cristo que, como Señor, va incorporando a la
humanidad y el mundo y convirtiéndolos en vehículo de su aparición y de su
presencia 28. Esta transición de una aparición más individualizada del Señor hacia
la aparición a través de signos más amplios parece venir reflejada en la palabra de
Jesús según Jn 16,7s: «os conviene que yo me vaya»; sólo cuando la individualidad
terrena de Jesús, clausurada por los límites de su propio ser corporal, se abre y se
trasciende hacia una corporeidad más amplia, transida e inundada por el Espíritu,
es donde acaece en su máxima densidad la aparición y la presencia del Señor. Sin
olvidar, por último, que la aparición acaece en el juego dialéctico de una presencia
que deviene ausencia y viceversa, y al que no es ajena la «memoria». Es en la
memoria donde los discípulos van reconociendo también a su Señor y Él va
grabando cada vez más hondamente su perfil y su imagen en el corazón y en la
vida de sus discípulos (cf. Jn 14,26).
3) El ciclo Galilea y el ciclo Jerusalén.
¿Dónde acaecieron las primeras apariciones del Resucitado? Es difícil poder dar
una respuesta terminante a esta cuestión. Según Mateo y Marcos el Señor se
aparece a sus discípulos en Galilea, mientras en Lucas y en Juan las apariciones
tienen lugar en Jerusalén (si bien Juan, en un relato póstumo capítulo 21, narra una
última aparición de Jesús en el lago de Galilea). Para Mateo y Marcos, Jesús había
anunciado en la última cena la dispersión de los discípulos en la pasión, añadiendo:
«pero después de haber resucitado, os precederé a Galilea» (Mc 14,28; Mt 26,32),
idea que reaparece en boca del ángel ante la tumba vacía: «Id a decir a sus
discípulos y a Pedro que os precederá a Galilea; allí lo veréis, tal como os lo había
dicho» (Mc 16,7; Mateo 28,7.10, lo repite dos voces, aunque sin mencionar a Pedro
en ningún caso). Lucas, en cambio (como Juan), omite toda alusión a las
apariciones del Resucitado en Galilea, tanto en la última cena como en boca del
ángel en el sepulcro, convirtiendo las palabras del mensajero celestial en un mero
recordatorio de las predicciones que Jesús había hecho en Galilea acerca de su
muerte y resurrección (cf. Lc 24,6-7). Algunos autores se inclinan por una mayor
antigüedad de la tradición galilaica: allí habrían tenido lugar las primeras
experiencias de aparición del Resucitado, a las que más tarde se unirían los relatos
de la tumba vacía y de otras apariciones en Jerusalén 29. En favor de Galilea como
escenario de las primeras apariciones estarían las razones siguientes: la rápida
huida de la práctica totalidad de los discípulos ante el prendimiento y el posterior
proceso y condenación de Jesús, por el temor de ser también ellos apresados (cf. Mt
26,31.56; Mc 14,27.50); de hecho, ninguno de ellos comparece en la muerte ni en
la sepultura de Jesús (a excepción de Juan). Lo normal es que esta huida fuese
hacia Galilea, su tierra, donde disponían de medios de vida, mientras que en
Jerusalén era mucho más difícil que pudieran subsistir por sí mismos. En la Ciudad
Santa ni disponían, al parecer, de vivienda propia (ya que tuvieron que pedir
prestada una sala para celebrar la última cena y de ordinario, al atardecer salían de
Jerusalén para ir a pernoctar a Betania, retornando a la ciudad en la mañana
siguiente: cf. Mc 11,1.11.12; 14,3), ni después de la muerte de Jesús podían
mantenerse como grupo, antes bien, tendrían que dispersarse, lo que aumentaba el
riesgo y las dificultades de subsistencia. Según esto, en Galilea tendrían lugar las
apariciones iniciales, mientras independientemente acaece en Jerusalén el hallazgo
de la tumba vacía por parte del grupo de mujeres. Sólo algo más tarde
sobrevendrían las apariciones en Jerusalén, con el retorno de los discípulos de
Galilea y el posterior comienzo de la predicación y el anuncio de la resurrección de
Jesús en la Ciudad Santa. Al final, las diversas tradiciones se unieron en una única
tradición y un único relato.
No obstante, el lugar concreto de las apariciones tiene una importancia
relativa. Mayor relevancia encierra la teología que subyace a estos dos ciclos de
aparición, tal como se nos relatan en el momento en que se escriben los evangelios
(hacia los años 70 d. C.). El ciclo Galilea intenta destacar la resurrección de Jesús
como comunicación universal de vida y salvación, que deberá extenderse a todas
las naciones del mundo (Mt 28,19). Por eso la presencia del Señor acaece en la
periferia de Israel, en la «Galilea de los gentiles», pueblo medio judío, medio gentil.
Para este «pueblo que habita en la región de mortales sombras, una luz se levantó»
(Mt 4,16): la resurrección empieza a brillar en esa tierra fronteriza entre el
judaísmo y el mundo pagano, iluminando así «a todas las gentes» (Mt 28,19) y no
sólo a los judíos. En cambio, el ciclo Jerusalén tiende a recordar, por una parte,
cómo en la Ciudad Santa están las raíces del cristianismo: de allí partió la
evangelización primera (cf. Hch 1,4.8); mientras, por otra parte, intenta destacar,
con un mayor talante apologético, la resurrección en sí misma, tal como acaece en
Jesús, y el hecho del sepulcro vacío con la consiguiente tendencia a acentuar la
corporalidad y con ello la realidad del Resucitado, mostrando así que Jesús no es un
fantasma o un espectro, sino alguien vivo. Esta preocupación apologética (que
predomina en Lucas y Juan) no impera todavía en el ciclo Galilea (Mateo y Marcos)
ni en 1 Cor 15.
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS Págs. 20-50
....................
3. Cf. H. SCHLIER, La résurrection de Jésus Christ, París 1969, pp. 19-75; E. RUCKSTUHL-J. PFAM-
MATTER, La Resurrección de Jesucristo, Madrid, 1973, PP. 115-132.
4. La idea del descenso de Cristo al reino de la muerte y su victoria sobre el poder del abismo aparece
varias veces en el Nuevo Testamento (Rm 10,7; Éf 4,9; Heb 13,20; Ap 1,18). 1 Pe 3,19 la formula
en clave un tanto colorista, con la que luego pasó a la catequesis cristiana: Jesús «fue a pregonar
a los espíritus que estaban en la prisión (el "sheol"), desobedientes en otro tiempo». Lo que
equivale a decir que la salvación que Jesús trae por su muerte y resurrección afecta a la
humanidad entera.
5. Los términos «exaltación» (cf. Hch 2,33; 5,31; Flp 2,9; Jn 3,14; 8,28; 12,32.34) y «glorificación»
(Hch 3,13; Jn 12,16; 13,31s; 16,14; 17,1.5) son preferidos por los Hechos y, sobre todo, por
Juan. «Resurrección» por Pablo. «Consumación» por la carta a los Hebreos (2,10; 5,9; 7,28).
6. La «sesión a la diestra de Dios», tomada del Sal 110,1, es frecuente en el primer estadio de la
predicación (Hch 2,33; 5,31; 7,55s, unida a «exaltación», excepto en la última cita; Rom 8,32; Éf
1,20; Col 3,1) y reaparece en Hebreos (1,4; 8,1; 10,12; 12,2) y 1 Pe 2,22. Sobre la polaridad
resurrección-exaltación, cf. también E. RÜCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La resurrección de Jesucristo,
Madrid, 1973, pp. 135-179.
7. Sobre 1 Cor 15,1-8, cf. S. VIDAL La resurrección de Jesús en las cartas de Pabio, Salamanca 1982,
páginas 155-186; E. RUCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La resurrección de Jesucristo, Madrid, 1973,
pp. 19-35.
8. Lo cual no significa que Pablo desconociese el dato del sepulcro vacío, sino que no lo utiliza. Cf. J.
DELORME, Resurrección y sepulcro de Jesús, en P. SURGY P. GRELOT, etcétera, La resurrección de
Cristo y la exégesis moderna, Madrid, 1974, páginas 105-152.
9. Hacen hincapié en el sentido teológico, entre otros, E. RUCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La resurrección
de Jesucristo, páginas 59-60, y W. KASPER, Jesús el Cristo, Madrid, 1976, páginas 178-179.
Tiende a acentuar más el sentido cronológico U. WLLCKENS, La resurrección de Jesús, Salamanca,
1981, páginas 20-25.
10. Cf. los textos en P. GRELOT, La resurrección de Jesús y su trasfondo bíblico y judío, en P. SURGY-
P. GRELOT, La resurrección de Cristo, pp. 36-37.
11. P. GRELOT, La resurrección de Jesús y su trasfondo bíblico y judío, en P. SURGY-P. GRELOT, La
resurrección de Cristo, p. 45.
12. Cf. Evangelio de Pedro, pp. 58-60.
13. Cf. Evangelio de Santiago: véase el texto en S. JERÓNIMO, De Vir. Illust. 2 (PL 23,612-613).
14. W. KASPER, Jesús el Cristo, pp. 157.
15. Frente a H. GRASS, Ostergeschehen und Osterberichte Gotinga, 1970, pp. 138-186, que niega
radicalmente la historicidad del sepulcro vacío. A él se oponen numerosos autores: cf. más datos
en E. RÜCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La resurrección de Jesucristo. Madrid. 1973, pp. 57-62.
16. Cf. ORÍGENES, Contra Celso, 2,55.63.70 (PG 11, 884s. 986.905s).
17. El pasaje de la guardia del sepulcro, que únicamente aparece en Mateo (27,62-66; 28,4.11-15),
intenta demostrar la imposibilidad de la tesis contemporánea judía sobre el robo del cadáver de
Jesús por los discípulos (cf. Mt 38,15 y Jn 20,2.15). No parece probable que los príncipes de los
sacerdotes fueran a pedirle a Pilato soldados como guardia: eran los días de la pascua y habrían
incurrido en impureza legal (cf. Jn 18,18); además, no cabe pensar que los judíos o Pilato
creyesen en absoluto en una posible resurrección de Jesús, en la que ni sus discípulos creían.
Tampoco es probable que los soldados romanos fuesen a dar cuenta del terremoto a la autoridad
judía en vez de a sus propios jefes romanos. El tema es ampliado y desarrollado por los apócrifos
(evangelio de Pedro, Actas de Pilato, etc.). En este sentido apologético del relato coincide hoy la
mayoría de los autores: cf. P. BENOIT, Pasión y resurrección del señor, Madrid, 1971, pp. 254-
255; E. RÜCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La resurrección de Jesucristo, Madrid, 1973, pp. 54-55.
18. Según Mt 28,1 y Lc 24,1, las mujeres van al sepulcro al rayar el alba, si bien para Juan (20,1)
todavía estaba oscuro, mientras para Marcos (16,2) ya había salido el sol. Las divergencias se
encuentran en pequeños matices.
19. Mt 28,1 alude a María Magdalena y la otra María; Mc 16,1: Magdalena, María la de Santiago y
Salomé; Lc 24,10: Magdalena, Juana, María la de Santiago y las demás que estaban con ellas; Jn
20,1 sólo la Magdalena.
20. Para Mateo, Ias mujeres «van a ver» el sepulcro. Para Juan, la Magdalena fue al sepulcro sin más.
Según Marcos y Lucas, van para ungir a Jesús con aromas (y en el camino surge la pregunta sobre
quién les removerá la piedra: sólo en Marcos).
21. Mateo menciona un gran temblor, el ángel que desciende y remueve la piedra; ante su aspecto,
como relámpago, los guardias quedan como muertos. Según Marcos, al entrar en la tumba, las
mujeres vieron un joven sentado a la derecha, vestido de túnica blanca, y quedaron sobrecogidas
de espanto. Para Lucas, las mujeres estaban perplejas ante la tumba vacía cuando se les
presentan dos hombres con hábitos deslumbrantes; ellas se quedan aterrorizadas. Según Juan, en
un primer momento, la Magdalena sólo vio el sepulcro vacío, corre a dar la noticia y sólo en un
segundo momento ve a dos ángeles vestidos de blanco, uno a la cabecera y otro a los pies del
sepulcro.
22. En el mensaje angélico, Mateo y Marcos coinciden fundamentalmente: no temáis; buscáis al
crucificado: ha resucitado y no está aquí; sólo queda el sitio donde lo pusieron. Decid a los
discípulos que Él los precederá a Galilea; allí lo veréis. Lucas concuerda básicamente con Mateo y
Marcos; sólo varía la referencia a Galilea, que en Lucas se menciona no como el escenario de las
futuras apariciones, sino de las antiguas predicciones de Jesús respecto a su muerte y su
resurrección. Por último, para Juan, las palabras angélicas son del todo intrascendentes: «Mujer,
¿por qué lloras?». Estas diferencias pueden explicarse por la influencia de posteriores
acentuaciones teológicas. Sobre el sepulcro vacío, cf. F. MUSSNER, La resurrección de Jesús,
Santander, 1971, pp. 119-125.
23. W. KASPER, Jesús el Cristo, p. 161.
24. W. KASPER, Jesús el Cristo, p. 157.
25. E. RÜCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La resurrección de Jesucristo, Madrid, 1973, PP. 31-32.
26. Cf. M. E. BOISMARD, Le réalisme des récits evangeliques: LumVie 21 (1972), pp. 35ss. A.
GEORGE, Los relatos de apariciones a los Once, en P. SURGY- P. GRELOT, La resurrección de
Cristo, pp. 73-103.
27. Cf. M. GESTEIRA, Jn 14,18-28. Una clave de interpretación de las apariciones del Resucitado, en
VARIOS, Palabra y Vida, Madrid, 1984, pp. 214-226.
28. Cf. E. POUSSET, Croire en la résurrection: NRTh 96 (1974), pp. 368-380.
29. Cf. X. LÉON-DUFOUR. Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Salamanca,1973, pp. 135-162; E.
RUCKSTUHL-J. PFAMMATTER, La resurrección de Jesucristo, Madrid, 1973, páginas 46-52.
RUCKSTUHL mantiene una postura intermedia: Pedro y Juan permanecen en Jerusalén (con el
grupo de mujeres) hasta el desenlace final de la pasión, mientras el resto de los discípulos huye a
Galilea. Al divulgarse el hallazgo de la tumba vacía (en el que ambos participan también) van a
Galilea para anunciarlo a los restantes del grupo. Allí (o quizá en el camino) acaece la aparición a
Pedro y el núcleo de las primeras apariciones. Las apariciones en Jerusalén serían posteriores.