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Sobre la Rebelión Popular y el Contrato Social

Del derecho a la rebelión, como fue propuesto en los tiempos de la ilustración, surge un dilema

interesante. La incógnita principal es si en una sociedad particular deberían las personas reservar

el derecho a rebelarse contra el orden establecido. Pregunta cuya respuesta, en el actual esquema

intelectual, generalmente se guía por los ideales propuestos por Locke, los cuales establecen que

el Estado existe para asegurar los derechos naturales del pueblo; a cambio el ciudadano debe

renunciar a ciertas libertades que pueden perjudicar los derechos ajenos y consecuentemente el

orden social, transacción que conocemos como el contrato social. Al ser traicionada por el

Estado, si este violara los derechos del pueblo por ejemplo, entonces estaría en el derecho del

pueblo rebelarse contra sus líderes. Mientras que contemporáneos de Locke cómo Hobbes y

Rousseau plantean sus propias versiones del contrato social, las cuales variaron ampliamente,

todas se basan él fundamento de una transacción entre el pueblo y él Estado, en la cual el Estado

promete cierta noción de seguridad o orden, una especie de antídoto a la anarquía, y el pueblo se

somete, hasta cierto exento, a los reglamentos de su mandato.

El tema todavía propone muchos problemas irresueltos, ¿Cuál debería ser el fin de una sociedad

y a qué valores debe responder? ¿Dónde yace, o quien establece, el curso de acción que debe

tomar una sociedad particular? Si el estado de rebelión implica un periodo de inestabilidad

social, ¿Bajo qué condiciones debe ejercerse? ¿Es aquello que responde al llamado del pueblo o

la mayoría, lo fundamentalmente correcto o justo?

Si partimos de un punto Hobbesiano, y asumimos que el hombre está impulsado puramente por

interés propio, y que este va a recurrir a la violencia y dominación cómo un método de auto

preservación, entonces todo mal o injusticia que este ejerza es únicamente parte de su naturaleza
y no es una verdadera injusticia hasta que se establezca un criterio en forma de ley que lo

denomine cómo tal. Siguiendo esta lógica el único fin que asegura la armonía entre los hombres

es una sociedad donde el mando de la ley es total y el poder común que establece dicha ley se

debe considerar absoluto y completamente soberano, pues en su ausencia, en estado de anarquía,

no existen actos de injusticia o de maldad, dado que estos conceptos no se rigen bajo ningún

reglamento y no se distingue una justicia o bienestar por él cuál luchar, solo existe “la

supervivencia del más apto” y “la guerra de todos contra todos”.

Este argumento implica, primero, que el hombre debe superar su Estado natural, segundo, que el

Estado es el último fin si se busca el bien común, y finalmente, que dicho Estado debe ser

absoluto y asume una posición cercana a divina, dado que bajo su criterio se rige el

incuestionable juicio del bien y el mal. Está conclusión es absurda debido a la misma noción que

la impulsa. Si entendemos que el hombre es fundamentalmente malvado, entonces cualquier que

surja del mismo no puede ser entendido cómo una autoridad incuestionable bajo ninguna

circunstancia, dado que esto dejaría al pueblo expuesto a la posibilidad de existir bajo un

régimen tirano opresor.

Sostengo que para que la revolución social o revocación de poder sea justificada, debe existir una

noción de bien imparcial, es decir, intrínseco, que responda al bienestar del hombre y sea ético en

su naturaleza. Esto se debe a que al estar el concepto del “bien” o la justicia sujeto a las

condiciones de la sociedad en que se ejercen o ser subjetivo al criterio del hombre (por

consiguiente, variante), sería necesario un modelo cómo el que propone Hobbes. Por esto se

refiere establecer un referendo de bienestar común que no responda ni a un mandato de ley

arbitrario y cambiante, ni a la naturaleza del hombre en sí (pues siguiendo el pensamiento tanto

de Hobbes cómo de Locke, se requiere renunciar a cierta parte de nuestra naturaleza para llegar a
un estado de armonía o paz, razón por la cual Locke plantea que se debe renunciar a ciertas

libertades para que el contrato social sea fructífero).

Si sujetamos los conceptos de bien y justicia con la ética, entendemos que en esta yacen los

valores a través los cuales se debería regir el modelo societal. Esto se alinea con el pensamiento

de Locke, que implica al estado natural del hombre, fuera de denominaciones sobre su

benevolencia o maldad, existe en su estado natural cómo un ser libre que debe ser otorgado

ciertos derechos “naturales” (objetivos, per se), y que por consiguiente la institución

gubernamental debe existir con el propósito de velar por ellos. Este planteamiento le da al pueblo

una especie de autoridad sobre el gobernante, pues él tiene que ganarse al pueblo para asegurar

su posición, lo cual nos lleva al problema que infesta las revoluciones en historia reciente, la

demagogia.

En todos los escenarios, el pueblo pierde.

Reitero que si, haciendo uso de nuestros avances ideológicos y científicos, nuestro entendimiento

del mundo y la civilización, se ideara una noción ética que revele las verdades sobre la distinción

del bien y él mal (que consecuentemente nos lleve a clarificar la imagen de bienestar humano, lo

que es deseable en una sociedad y lo que no, lo que es justo y lo que no) tendríamos entonces

mejores fundamentos para justificar el derecho a la rebelión, y asegurar que esta verdaderamente

funcione en servicio del pueblo.

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