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Elisa Guerra Doce

Julio Fernández Manzano


(Coordinadores)

LA MUERTE EN
LA PREHISTORIA IBÉRICA
CASOS DE ESTUDIO
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 LOS AUTORES. Valladolid, 2014


 EDICIONES UNIVERSIDAD DE VALLADOLID

Preimpresión: Ediciones Universidad de Valladolid

ISBN: 978–84–8448–775-3

Diseño de cubierta: Ediciones Universidad de Valladolid

Motivo de cubierta: Necrópolis de La Lajura (El Pinar, El Hierro).

Dep. Legal: VA 85-2014

Imprime: Gráficas LAFALPOO, S.A.


ÍNDICE

Presentación.............................................................................................................................................................................. 9

Muerte, prácticas mortuorias y simbolismo en el proceso de evolución humana


FERNANDO DIEZ MARTÍN............................................................................................................................................................. 13

La muerte entre los cazadores-recolectores. El comportamiento funerario en la Península


Ibérica durante el Paleolítico Superior y el Mesolítico
PABLO ARIAS CABAL ..................................................................................................................................................................... 49

Testimonios de violencia a finales del Neolítico. El abrigo de San Juan ante Portam Latinam
JOSÉ IGNACIO VEGAS ARAMBURU ................................................................................................................................................ 77

De tumbas colectivas a tumbas individuales en yacimientos de “campos de silos” con recin-


tos de fosos del III milenio A.C.
CONCEPCIÓN BLASCO BOSQUED y PATRICIA RÍOS MENDOZA .................................................................................................... 105

Alcohol y drogas en las ceremonias funerarias de la Prehistoria


ELISA GUERRA DOCE .................................................................................................................................................................. 125

Rituales funerarios en Menorca durante la Edad del Bronce


VICENTE LULL, RAFAEL MICÓ, CRISTINA RIHUETE HERRADA y ROBERTO RISCH...................................................................... 137

Rituales de cremación en la Península Ibérica (s. XI-VI A.C.) y su estudio antropológico


BIBIANA AGUSTÍ FARJAS ............................................................................................................................................................ 155

La intervención, estudio y explicación arqueológica de los depósitos con restos humanos


JAVIER VELASCO VÁZQUEZ ........................................................................................................................................................ 179
 

PRESENTACIÓN

finales del año 2010 la autoinmolación del joven tunecino Mohamed


A Bouazizi en protesta por las malas condiciones económicas y la falta de ex-
pectativas de la juventud de su país, desencadenó una serie de revueltas y alzamien-
tos populares en varios países árabes. Estos levantamientos que han pasado a ser
conocidos como la Primavera Árabe provocaron en Libia la caída del régimen dicta-
torial del coronel Muamar el Gadafi quien fue brutalmente asesinado por una multi-
tud de opositores encolerizados, como se encargaron de mostrar unas imágenes que
fueron repetidas hasta la saciedad aquellos días del mes de octubre de 2011. Aún
reconociendo la monstruosidad para con su pueblo durante décadas del “Líder y
Guía de la Revolución Libia” –como gustaba ser llamado–, la periodista Rosa Monte-
ro comentaba en El País: “Es inevitable sentir compasión ante su cadáver maltratado, y esa
compasión es lo que nos hace humanos. Desde el principio de los tiempos, tácitos acuerdos de
honor y respeto detenían por unas horas las batallas más bárbaras para que los contendientes
pudieran rescatar a sus muertos. Y el hecho más horroroso que describe La Ilíada no es el
violento fin de Héctor, sino que Aquiles mancillara su cadáver y lo arrastrara durante nueve
días llevándolo atado a su carro de combate. Sin esa piedad final, sin esa empatía que te per-
mite reconocerte en el cadáver del otro, aunque sea tu enemigo, no somos más que alimañas
(…). El respeto y el honor (…) no son en realidad a los muertos, sino a nosotros mismos” (El
País, 25 de octubre de 2011).
Ese afán por ofrecer una despedida solemne a nuestros semejantes con motivo
de su fallecimiento responde en última instancia, quizás de forma inconsciente, al
anhelo por hallar respuestas a los interrogantes que plantea un destino al que todos
irremediablemente estamos abocados y que, en función de nuestras creencias, in-
terpretamos como un punto de partida o un punto final. Cuando se trata de la
muerte de un ser querido, el sentimiento de desamparo y desasosiego que nos pro-
duce su partida nos mueve a rendirle un homenaje. Ello nos sirve para asimilar su
pérdida, para afrontar el duelo y para apaciguar la inquietud que nos provoca la
idea de nuestra propia muerte.
Es esta una conducta tan arraigada en el comportamiento humano que podría
llevarnos a considerarla un rasgo innato de los homínidos, sin embargo, por el mo-
mento resulta complicado documentar este sentido de la trascendencia entre las
especies más antiguas del género Homo. De hecho, no será hasta momentos avanza-
dos del Paleolítico cuando dispongamos de testimonios arqueológicos que ilustran
10 ELISA GUERRA DOCE Y JULIO FERNÁNDEZ MANZANO

la existencia de prácticas funerarias, todavía esbozadas en el caso de Homo heidelber-


gensis pero plenamente consolidadas ya entre los neandertales y, por supuesto, en-
tre Homo sapiens, nuestra especie.
Cada cultura ha desarrollado sus propias fórmulas de decir adiós a los falleci-
dos y ocuparse de sus restos. Los rituales funerarios se diseñan para canalizar la
emotividad e impedir que la muerte se convierta en un factor de disgregación en el
seno de la comunidad. Al tratarse, por tanto, de un mecanismo cultural las prácticas
que engloban serán diferentes en cada sociedad. En términos generales suelen ini-
ciarse con la preparación del cadáver y culminan, aunque no necesariamente, con la
sepultura de los restos mortales. Así, por ejemplo, en el caso de los Toraja de Indo-
nesia, tienen que pasar por lo menos tres meses desde la muerte de una persona,
momento en el que se limpia el cuerpo y se amortaja, hasta el inicio de los funerales.
La duración de los ritos funerarios en esta sociedad depende de la capacidad eco-
nómica de cada familia, de manera que un cadáver puede estar incluso años sin
recibir sepultura definitiva si la familia no ha reunido el dinero suficiente para cele-
brar el costoso banquete funerario de varios días de duración en el que se sacrifica
un elevado número de búfalos.
Pero en el registro arqueológico de la Prehistoria europea, únicamente queda
constancia de una mínima parte del ceremonial. Nada sabemos de la duración de los
ritos mortuorios, de los actos previos a la deposición de los restos, ni tampoco de las
divinidades a las que se invocaba. Y ciertamente resulta poco probable que llegue-
mos a profundizar en las creencias que articulaban y sustentaban esos comporta-
mientos simbólicos. Los contextos sepulcrales únicamente reflejan la etapa última
del ritual funerario, el cual se habría iniciado mucho antes, desde el mismo momen-
to del óbito, y se vería condicionando por toda una serie de factores como la edad, el
género, la condición social, la actividad profesional, las patologías y condiciones de
salud, o las propias circunstancias de la muerte, entre otros. No obstante, se puede
obtener mucha información sobre el difunto y sobre su comunidad a través del aná-
lisis detallado de las sepulturas.
De este modo, por la posibilidad de acercamiento al mundo de las creencias de
sociedades del pasado, los ambientes funerarios han atraído de siempre la atención
de arqueólogos, antropólogos e historiadores. En los siglos XVIII y XIX (y aún parte
del XX), el interés era meramente museístico: teniendo en cuenta que las piezas de
ajuar depositadas junto a los fallecidos son escogidas entre el repertorio material de
cada sociedad por su belleza, calidad, riqueza o simbolismo, y que muchas veces son
elaboradas ex professo para este fin, no es de extrañar que se convirtieran en objetos
codiciados para su exposición en museos y galerías o para nutrir colecciones priva-
das. De este modo primaba la excavación de las tumbas sobre la de los poblados por
la posibilidad de recuperar piezas valiosas y por la rentabilidad del trabajo, al tratar-
se de contextos cerrados: un registro “privilegiado”.
PRESENTACIÓN 11

Sin embargo, no será hasta los años 70 del siglo pasado, gracias a los nuevos
enfoques en la disciplina arqueológica de la mano de la denominada “Nueva Ar-
queología” o “Arqueología Procesual” (o más correctamente, “Arqueología Proce-
sal”) con investigadores como Binford, Saxe o Brown, cuando se analicen los
contextos funerarios desde una perspectiva social en busca de elementos que refle-
jen cuestiones de rango y estatus. Comienzan a observarse diferencias en el trata-
miento de los cadáveres derivadas de la edad, género o posición social de los
fallecidos, que encontrarán su reflejo en la monumentalidad, riqueza e inversión de
trabajo en la construcción de los sepulcros, su tipología, orientación y disposición de
los restos, y naturaleza de las piezas de ajuar. Es entonces cuando se elabora una
base teórica, una metodología específica y unos procedimientos analíticos que da-
rán entidad a la Arqueología de la Muerte.
Posteriormente, gracias al influjo de la Arqueología Postprocesual (o Posproce-
sal) comienzan a recibir una mayor atención los aspectos cognitivos y simbólicos,
no sólo desde el punto de vista del ritual y las concepciones religiosas de las socie-
dades prehistóricas con relación a la muerte, sino de la realidad social que se escon-
de en el registro arqueológico. Así, se aprecian estrategias de manipulación de la
cultura material como medio de transmitir determinados mensajes al resto de la
comunidad. En el caso de los contextos sepulcrales, los enfoques postprocesuales
afirman que las prácticas funerarias son un medio recurrente para mostrar, escon-
der o transformar las relaciones de poder en un grupo, de manera que no siempre
expresan la verdadera posición social que el difunto ocupó en vida. De este modo,
aspectos tales como la monumentalidad o la riqueza de tumbas y ajuares pueden, en
realidad, ser intentos por emular a los grupos dominantes a los que apelan ciertos
individuos para manipular los mensajes sociales. Se deduce, por tanto, que las tum-
bas no siempre traducen fielmente la organización social de los vivos.
Las nuevas técnicas analíticas han supuesto un cambio de rumbo en el campo
de la Arqueología de la Muerte, y están permitiendo salvar esa aparente incapacidad
de leer correctamente el registro funerario. Gracias a los avances en la Arqueome-
tría y en la Paleoantropología, podemos obtener información acerca del patrón
alimenticio, las actividades profesionales o las paleopatologías y niveles de salud de
las sociedades del pasado, incluso es posible estudiar el ADN de las poblaciones de la
Prehistoria. Por tanto, a través del estudio de las tumbas, los restos humanos y las
piezas de ajuar podemos, en definitiva, acercarnos no sólo a los ritos funerarios sino
al mundo de los vivos: la muerte ilumina la vida.
Con objeto de aproximarnos a las sociedades prehistóricas de la Península Ibé-
rica a través del estudio de sus prácticas funerarias, en otoño de 2010 organizamos
un ciclo de conferencias bajo el título Arqueología de la Muerte: Casos de estudio en la
Prehistoria ibérica, patrocinadas por la Universidad de Valladolid. Las páginas que
siguen son fruto de aquella reunión aunque diversas circunstancias han impedido
que todas las ponencias presentadas entonces, se hayan incorporado a este volu-
12 ELISA GUERRA DOCE Y JULIO FERNÁNDEZ MANZANO

men. A falta de algunas de ellas, nos hemos permitido incluir otros trabajos que
estudian interesantes aspectos no abordados en aquellas charlas, por lo que el resul-
tado final se ha visto enriquecido desde el punto de vista temático.
¿Cuándo surgió el sentido de la trascendencia? ¿En qué momento del largo
proceso de la evolución humana se comenzó a manipular de forma diferenciada los
cadáveres de los congéneres desarrollándose así un comportamiento simbólico y
pautado ante la muerte? De estas interesantes cuestiones se ocupa Fernando Diez,
en cuyo discurso la Sima de los Huesos de Atapuerca se alza como una referencia
ineludible. Nuestro país, asimismo, ofrece unas condiciones excepcionales para el
estudio de las prácticas funerarias de las poblaciones del Tardiglaciar/inicios del
Holoceno gracias al elevado número de documentos en comparación con otros paí-
ses europeo, que serán analizados por Pablo Arias. El abrigo de San Juan Ante Por-
tam Latinam, presentado por José Ignacio Vegas, ilustrará sobre la violencia
intergrupal en la Prehistoria Reciente. La complejidad de las prácticas funerarias de
las sociedades del III milenio cal AC y el paulatino tránsito de tumbas colectivas a
sepulturas individuales son examinados por Concepción Blasco y Patricia Ríos. Uno
de nosotros (EGD) reflexionará sobre el papel que desempeñaron las bebidas al-
cohólicas y las drogas vegetales en el transcurso de las ceremonias funerarias de las
Prehistoria. Igualmente el capítulo firmado por Vicente Lull, Rafael Micó, Cristina
Rihuete y Roberto Risch demuestra que estos eventos no se limitaban a la deposi-
ción de los restos humanos en el espacio sepulcral sino que comprendían toda una
serie de complejos rituales que, en el caso de la menorquina cueva de Càrritx se
centraron en la cabellera de los inhumados. Bibiana Agustí abandona el ritual de
inhumación, el más recurrente a lo largo de la Prehistoria, para abordar el de inci-
neración que se difundirá a partir del Bronce Final para consolidarse a lo largo de la
Edad del Hierro. Por último, Javier Velasco será el encargado de explicar los plan-
teamientos teóricos y metodológicos que deben tenerse en cuenta a la hora de estu-
diar cualquier depósito con restos humanos.
Como coordinadores de aquella reunión y editores de esta obra, desearíamos
expresar nuestro agradecimiento a todas las personas que la han hecho posible.
Quede constancia también de nuestra gratitud hacia la Universidad de Valladolid,
por su apoyo primero a la celebración del curso y su respaldo a la hora de publicar
unos trabajos que servirán para ilustrar cuestiones de gran trascendencia sobre la
actitud ante la muerte de nuestros antepasados más remotos.

Elisa Guerra Doce y Julio Fernández Manzano


Diciembre de 2013
 

ALCOHOL Y DROGAS EN LAS CEREMONIAS FUNERARIAS DE


LA PREHISTORIA

Elisa Guerra Doce


Universidad de Valladolid

1. Introducción
Uno de los yacimientos de fósiles humanos más importantes del mundo se
encuentra en el complejo arqueológico de la Sierra de Atapuerca, en Burgos. La Si-
ma de los Huesos, un pequeño pozo que se abre en una de las galerías de la Cueva
Mayor, alberga una abultada acumulación de restos óseos de Homo heidelbergensis
entre los que se han podido cuantificar una treintena de individuos. Por el momen-
to, la única herramienta que se ha encontrado allí es un bifaz trabajado en cuarcita
roja, al que los investigadores que estudian el yacimiento han dado el nombre de
Excalibur. Para ellos, nos encontraríamos ante una de las primeras evidencias de
comportamiento simbólico en la especie humana al interpretar el conjunto de fósi-
les como un depósito funerario, y el instrumento lítico como un presente a los di-
funtos allá por el 400.000 a.C. (Carbonell et al. 2003).
En efecto, a lo largo de la Prehistoria, sobre todo a partir del Paleolítico Supe-
rior, la deposición de ofrendas en las tumbas será una constante, con independencia
de la localización geográfica, el ámbito cultural y el tipo de ritual funerario. Consi-
derando su ubicación en los espacios sepulcrales y su grado de proximidad a los
restos humanos es posible interpretar su función, siendo varias las posibles opcio-
nes (Chambon y Augereau 2009):
- objetos portados por los difuntos (adornos o partes de su vestimenta)
- pertenencias de los difuntos depositadas por sus allegados
- ofrendas realizadas por los asistentes a las exequias
- elementos utilizados durante las ceremonias fúnebres
- ofrendas realizadas durante los ritos conmemorativos
- intrusiones posteriores
126 ELISA GUERRA DOCE

Junto a artefactos cuidadosamente trabajados (recipientes, armas, adornos,


herramientas e ídolos, entre los más frecuentes) –incluso elaborados expresamente
para la ocasión en algunos casos (Delibes 1995)–, pigmentos (Delibes 2000) y ofren-
das florales (Lagerås 2000; Nadel et al. 2013; Solecki 1975; Tipping 1994), no resulta
extraño encontrar huesos de fauna. Suele tratarse de partes selectas de especies con
alto aporte cárnico (bóvidos, ovicápridos, suidos), muchas veces con significativas
marcas de corte, que lejos de constituir basura o intrusiones postdeposicionales
reflejan la celebración de banquetes fúnebres por la oportuni-dad que brindan las
ceremonias mortuorias, como acontecimientos que congregan a una multitud, para
la exhibición de riqueza y estatus con fines socioeconómicos (Hayden 2009).
Este tipo de festines, muy bien conocidos etnográficamente (Metcalf y Hun-
tington 1991), están asimismo constatados en época histórica ya desde la Antigüe-
dad a través del registro arqueológico, de representaciones artísticas y de
documentos escritos (Aubet 2006; Blázquez 1977; Dentzer 1982; Lee 2007; Murray
1988; Niveau de Villedary 2010; Pollock 2003). Gracias a Homero contamos con una
vívida descripción de una de estas ceremonias mortuorias en el canto XXIII de La
Ílíada donde se relata el funeral de Patroclo, y así sabemos que se sacrificaron en su
honor un buen número de bueyes, ovejas, cabras y cerdos y también se saborearon
grandes cantidades de vino. También sabemos que en Egipto, la cerveza fue una
ofrenda funeraria desde la época predinástica (Hornsey 2003: 32) y que incluso el
faraón Tutankhamon hizo acopio de una buena provisión de vino para la otra vida
(Guasch-Jané 2011).
En contextos prehistóricos, la celebración de banquetes funerarios parece re-
montarse al menos al final del Pleistoceno (Munro y Grosman 2010) y se rastrea
principalmente a partir de las colecciones faunísticas (Aranda y Esquivel 2006, 2007;
Goring-Morris y Horwitz 2007; Kim 1994; Müller-Scheessel y Trebsche 2007; Whit-
cher Kansa y Campbell 2002). Por su parte la ingesta de líquidos durante estos even-
tos se justifica por el hallazgo en las tumbas de servicios completos de bebida
realizados en diversos materiales (habitualmente cerámica o metal) no faltando
piezas de reducida capacidad que sugieren un uso individual, caso de copas, vasos o
cuencos (Sherratt 1987). De hecho, en el Egeo durante la Edad del Bronce parece que
el consumo de bebidas (¿alcohólicas?) en las ceremonias mortuorias no sólo fue una
práctica más extendida que el de alimentos sino que pudo involucrar a mayor nú-
mero de personas a juzgar por la proliferación de copas en las tumbas, donde estas
piezas llegan a contarse por centenares (Hamilakis 1998: 120).
Sobre la naturaleza de los contenidos de estos recipientes, desde hace tiempo
aún careciendo de datos concluyentes han sido los preparados alcohólicos los can-
didatos que contaban con más apoyo por parte de los investigadores. El desarrollo a
partir de la década de los 70 del siglo pasado de la Arqueología Biomolecular ha
permitido finalmente verificar la presencia de cerveza y vinos de frutas en contex-
tos funerarios de la Antigüedad, merced al hallazgo de residuos de estas bebidas en
ALCOHOL Y DROGAS EN LAS CEREMONIAS FUNERARIAS DE LA PREHISTORIA 127

las paredes de algunas vasijas cerámicas (Guasch-Jané 2011; Guasch-Jané et al. 2006;
McGovern 2009). Si bien no hay que descartar que se realizaran libaciones en honor
de los ancestros o que las bebidas se depositaran en las tumbas como provisiones
para el difunto en la otra vida, parece que el consumo de alcohol por parte de los
congregados durante las exequias fue parte importante del ritual. De hecho, otros
psicoactivos también estuvieron presentes en estas ceremonias funerarias. Se trata
de drogas vegetales empleadas en estas reuniones con el fin de modificar transito-
riamente el estado de consciencia de los participantes, de las que queda constancia
en un buen número de tumbas de la Europa prehistórica (Guerra 2006a).

2. Los psicoactivos en la Prehistoria Reciente europea: un repaso a los documentos


funerarios
A la hora de defender la antigüedad del consumo de psicoactivos suele apelarse
al controvertido enterramiento de Shanidar IV, en el Kurdistán iraquí, fechado ha-
cia el 60 Ka. Alrededor del esqueleto de un Homo neanderthalensis correspondiente a
un varón de unos 30-45 años inhumado en el interior de una cueva junto a otro
congéneres, los estudios palinológicos detectaron la presencia de varias plantas con
propiedades medicinales y entre ellas la efedra, un estimulante natural (Leroi-
Gourhan 1975), lo que llevó a plantear que el difunto hubiera sido un chamán (So-
lecki 1975). Esta interpretación ha sido muy rebatida ya que esas plantas pudieron
haber sido introducidas posteriormente en la cavidad por parte de los jerbos que la
habitaron mucho después, cuyos huesos aparecieron en gran número durante la
excavación del yacimiento (Sommer 1999). En cualquier caso, no hay indicios de que
la efedra se empleara en el transcurso del ritual funerario.
Al margen de este documento, por el momento las pruebas más contundentes
a favor del consumo de sustancias psicoactivas durante las pompas fúnebres se re-
montan al Neolítico, aunque hay que tener en cuenta que la mera presencia en las
tumbas de restos vegetales con estas propiedades no indica necesariamente su uso
como embriagantes (Guerra y López Sáez 2006) y en ocasiones, se duda de que su
identificación botánica sea correcta. Así ocurrió en el centro ceremonial neolítico de
Balfarg/ Balbirnie, en Escocia. En uno de los recintos de este complejo, interpretado
como un área en la que los cadáveres se dejaban a la intemperie sobre plataformas
de madera para acelerar el proceso de esqueletización, se encontraron grandes re-
cipientes cerámicos que supuestamente contuvieron cereales y beleño negro
(Hyoscyamus niger), una potente planta alucinógena, lo que llevó a plantear el con-
sumo de una suerte de papilla psicotrópica como parte de los ritos funerarios (Bar-
clay y Russell-White 1993). Sin embargo, posteriores análisis no han podido ratificar
la presencia de beleño en el yacimiento (Long et al. 1999; 2000).
No es descabellado pensar que las gentes neolíticas que rindieron homenaje a
sus difuntos en la granadina Cueva de los Murciélagos de Albuñol conocieran las
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propiedades narcóticas del opio, lo que pudo llevarles a depositar cápsulas de ador-
midera junto a los cadáveres como ofrenda y símbolo del sueño (Góngora 1868). De
hecho en el Neolítico peninsular tenemos constancia del empleo del látex de esta
planta y de ahí las trazas de opiáceos detectadas en un par de esqueletos de sendos
varones inhumados en las minas de variscita de Gavá, en Barcelona (Juan-Tresserras
y Villalba 1999). Pero lo cierto es que por el momento no sabemos si esta droga se
consumió durante los ritos de deposición de los cadáveres.
Más evidente resulta la función de las semillas de marihuana carbonizadas,
halladas en algunos kurganes de la Europa oriental del III milenio AC (Sherratt
1991). Para valorar correctamente este dato hay que recordar que el Cannabis es una
especie dioica, es decir, que se desarrolla en plantas unisexuales siendo los ejempla-
res hembra los que cuentan con propiedades psicoactivas (Schultes y Hofmann
1980). De este modo, el hecho de que se quemaran plantas con semilla –ejemplares
hembra, por tanto– revela que estas gentes eran conocedoras de esta circunstancia,
y que deliberadamente habrían recurrido a la marihuana con el fin de embriagarse
en el transcurso del ritual funerario (Guerra 2006a: 218). Miles de años después,
Herodoto (IV, 73-75) describirá esta misma costumbre entre los escitas, relato que
encuentra su refrendo arqueológico en uno de los túmulos siberianos de Pazyryk,
fechado en el siglo IV a.C. (Rudenko 1970).
La comparecencia de bebidas alcohólicas como residuos adheridos a las pare-
des internas de recipientes colocados junto a los difuntos ofrece una lectura menos
problemática que la de los vegetales psicoactivos, si bien es cierto que la interpreta-
ción de sus indicadores bioquímicos no es sencilla. De hecho, se han alzado voces
críticas a la equiparación de ciertos marcadores detectados en cerámicas prehistóri-
cas peninsulares con posos de cerveza, debido a que pueden ser el resultado tanto
de una fermentación alcohólica intencionada, como de procesos naturales de alte-
ración de los almidones contenidos en los cereales (Aceituno y López Sáez 2012).
Parece que la producción de bebidas fermentadas en suelo peninsular pudo
iniciarse en el Neolítico Antiguo, como sugieren los indicadores de hidromiel (¿o
simplemente miel?) localizados en una cerámica de los niveles infratumulares del
dolmen de Azután, en Toledo (Bueno et al. 2005a) o las trazas de cerveza detectadas
en una vasija del horizonte postcardial de la Cova de Can Sadurní, en Barcelona
(Blasco et al. 2008). Sin embargo, la inclusión de bebidas alcohólicas en el ritual fune-
rario no se produjo de manera generalizada hasta momentos más avanzados.
Será a partir del Calcolítico, hacia mediados del III milenio cal AC, cuando el
alcohol ocupe un lugar destacado en las ceremonias mortuorias de las comunidades
prehistóricas de Europa. Múltiples ejemplos acreditan esta práctica. Trazas de po-
ciones embriagantes se han documentado en enterramientos colectivos donde se
asocia a materiales campaniformes, caso del hidromiel detectado en un vaso globu-
lar de una de las cuevas de la necrópolis toledana de Valle de Higueras (Bueno et al.
2005b) o del preparado de cebada (¿quizás cerveza?) hallado en vasijas lisas deposi-
ALCOHOL Y DROGAS EN LAS CEREMONIAS FUNERARIAS DE LA PREHISTORIA 129

tadas junto a un brazal de arquero en el pasillo del sepulcro de corredor de Trinco-


nes I, en Cáceres (Bueno et al. 2010). En otras ocasiones son las propias cerámicas
campaniformes las que han deparado residuos de pociones embriagantes, como
ocurre nuevamente en Valle de Higueras donde la cerveza se detectó en un cuenco
Ciempozuelos (Bueno et al. 2005b). Idénticos posos, interpretados como cerveza, se
documentaron en algunos vasos de estilo marítimo del Túmulo de la Sima y de La
Peña de la Abuela, en Soria (Rojo et al. 2005) y de la cueva sepulcral del Calvari
d´Amposta, en Tarragona, donde la bebida se reforzó con plantas alucinógenas (Fá-
bregas 2001).
Como no podía ser de otra forma, también se han detectado similares residuos
en tumbas campaniformes individuales, caso del célebre enterramiento del príncipe
de Fuente Olmedo, en Valladolid (Delibes et al. 2009). En la cista de Ashgrove, en
Escocia, donde se inhumó a un varón adulto la variedad de pólenes identificados ha
llevado a interpretar el contenido del vaso campaniforme como hidromiel (Dickson
1978). No podemos dejar de mencionar aquí el cuenco Ciempozuelos con trazas de
cerveza y cera de abejas (¿miel o hidromiel?) del campo de hoyos vallisoletano de La
Calzadilla, en Almenara de Adaja, ya que si en rigor no se trata de una tumba, esta
fosa albergaba un par de costillas humanas (Guerra 2006b). Fuera del ámbito cam-
paniforme, otras tumbas individuales del momento igualmente han deparado posos
de cerveza, caso de una tumba de la TRB en Refshøjgård, Dinamarca (Klassen 2008) o
la cista sueca de Hamneda (Lagerås 2000).
A partir de la Edad del Bronce los hallazgos de cerveza, hidromiel y vinos de
frutas en contextos sepulcrales (North Mains, Egtved, Bregninge, Nandrup, A Forxá)
se reparten por toda Europa, asociándose tanto a enterramientos de varones como
de mujeres jóvenes (Delibes et al. 2009), lo que vendría a invalidar esa tradicional
imagen que considera al alcohol una prerrogativa exclusivamente masculina. Asi-
mismo, un gran número de evidencias acreditan la importancia del éxtasis inducido
por alcohol y opio en las ceremonias mortuorias de las comunidades chipriotas del
Bronce Final (Collard 2011) aunque el vino será el psicoactivo por excelencia en el
Mediterráneo central y oriental (McGovern et al. 2008), copando los ritos fúnebres
ya desde este momento para perdurar en el mundo clásico. Teniendo en cuenta las
similitudes de las copas argáricas con la vajilla metálica del Mediterráneo oriental
(Schubart 1976), lo que refleja la generalización por la cuenca mediterránea del
concepto del vino (u otra bebida alcohólica), el contexto ritual en el que se consu-
mía y la vajilla especial en la que se servía (Ruiz-Gálvez 2009: 98 y nota 7) no es de
extrañar que se hayan documentado tartratos (¿vino de uvas o jugo de granadas?)
en una copa del enterramiento 68 de Fuente Álamo1, la cista de un varón adulto
(Juan-Tresserras 2004). Esta misma tumba deparó, además, un vasito con aceite de
 
1
Una vasija de la necrópolis de la Cuesta del Negro contenía restos de mosto de uva (Molina et al. 1975)
por lo que quizás fuera vino la bebida de la tumba de Fuente Álamo.
130 ELISA GUERRA DOCE

adormidera, al igual que el pithos 111, la urna funeraria de una joven aristocrática
(Ibidem).
Todos estos documentos revelan la fuerza con la que los psicoactivos, funda-
mentalmente el alcohol, arraigan en las ceremonias mortuorias de las comunidades
prehistóricas, de tal forma que tanto las propias sustancias como la vajilla destinada
a su escanciado y consumo se convertirán en indispensables en la Protohistoria o, al
menos, en las tumbas de las élites sociales. El enorme caldero de la tumba principes-
ca de Hochdorf , en Alemania, con sus 350 litros de hidromiel (Körber-Grohne 1985)
es, quizás, el ejemplo más representativo, aunque existen otros (Koch 2003). Parece,
por tanto, que alcanzar un estado de éxtasis inducido por el consumo de sustancias
psicoactivas se convirtió en un requerimiento para los participantes en los rituales
funerarios de la Prehistoria Reciente.

3. Alcohol y drogas, ¿los viáticos de las comunidades prehistóricas peninsulares en


su viaje a ultratumba?
Sólo en los últimos años ha comenzado a prestarse atención a las prácticas de
alteración temporal de la consciencia o éxtasis entre las gentes de la Prehistoria y
casi siempre asociándolas a diferentes tradiciones artísticas, caso del arte parietal
del Paleolítico (Lewis-Williams y Dowson 1988), el arte macroesquemático (Fairén y
Guerra 2005) o el arte megalítico (Bradley 1989, Dronfield 1995a, 1995b; Patton
1990). A la vista de los testimonios arriba expuestos, parece que este tipo de expe-
riencias tampoco fueron infrecuentes en el transcurso de las ceremonias funerarias.
Una de las formas más rápidas y efectivas de entrar en trance es mediante el
consumo de drogas y bebidas fermentadas. En la Prehistoria, como hemos tenido
ocasión de comprobar, será a partir del Neolítico cuando los documentos referentes
al empleo de este tipo de sustancias, sobre todo aquellos relacionados con la ingesta
de alcohol, son más consistentes. Frente a los vegetales psicoactivos que, en su ma-
yoría son especies silvestres, las bebidas fermentadas ofrecen la ventaja de asegurar
su suministro en determinados eventos y de hacer partícipes de la experiencia extá-
tica a mayor número de personas, aunque esta circunstancia no impide que se recu-
rriera también a potentes plantas alucinógenas y estupefacientes como el beleño, la
marihuana o la adormidera. Es preciso incidir en el marcado carácter ritual de los
contextos de consumo de alcohol y drogas durante la Prehistoria, contrario por
tanto a un uso lúdico de estas sustancias, lo que lleva a plantear que el éxtasis no
habría sido un fin en sí mismo sino el medio de entablar comunicación con las divi-
nidades (Guerra 2006a).
Si bien la presencia de alimentos y bebidas en contextos sepulcrales está cons-
tatada en la Península Ibérica desde los inicios del Neolítico, como reflejo de la cele-
bración de banquetes funerarios o de ofrendas a los ancestros (Bueno et al. 2005b), el
consumo de sustancias psicoactivas en estos escenarios no se consolida hasta más
ALCOHOL Y DROGAS EN LAS CEREMONIAS FUNERARIAS DE LA PREHISTORIA 131

adelante. En apoyo a esta idea conviene recordar que la cerámica, necesaria para la
producción de alcohol a cierta escala y vehículo para su consumo2, no siempre
comparece en las tumbas del Neolítico Antiguo –como es el caso del enterramiento
masculino en fosa de la Cueva de Chaves, en Huesca (Utrilla et al. 2008) o la inhuma-
ción de una mujer desprovista de ajuar en la fosa de la Plaza Villa de Madrid, en
Barcelona (Molist y Clop 2010)–, menudea en la fase de implantación del Megalitis-
mo en gran parte del territorio peninsular (Delibes 2010: 33-36) y está excluida de la
ritualidad funeraria neolítica en suelo asturiano (Blas Cortina 2011: 209). Pero ade-
más, en Galicia, donde se ha hecho un estudio diacrónico de análisis de residuos en
vasijas de toda la Prehistoria Reciente, el alcohol no hace acto de presencia hasta el
Bronce Antiguo regional, asociándose a materiales campaniformes (Prieto et al.
2005).
Por el momento tampoco hay evidencias directas del empleo de drogas vegeta-
les en el ritual megalítico3, por más que determinadas piezas (los quemaperfumes
chassenses, los ídolos-espátula San Martín-El Miradero o las agujas óseas de cabeza
de adormidera) pudieran estar sugiriendo su uso (Guerra 2006a), o que los motivos
que decoran algunos ortostatos se hayan interpretado como fosfenos, asociándolos
a estados de trance (Bradley 1989, Dronfield 1995a, 1995b; Patton 1990).
No parece casual, por tanto, que las sustancias psicoactivas cobren un mayor
protagonismo a partir del Calcolítico, un período que en lo funerario supone la tran-
sición de las tumbas colectivas a las individuales como reflejo de esa, cada vez más
ambigua, complejidad social (Chapman 1991; 2010). Los efectos de estas sustancias
habrían resultado ventajosos en un momento en el que el poder político está en
proceso de formación, al servir como vehículos de acceso al conocimiento esotérico
y permitir la comunicación con otras realidades (Sherratt 1995: 16). De este modo,
las minorías hegemónicas se fueron haciendo con su control, bien imponiendo ta-
búes al uso de ciertas plantas o bien regulando la producción y distribución de las
bebidas alcohólicas, caso del vino que hasta la romanización del territorio europeo
fue un producto inalcanzable para el grueso de la población (Guerra 2006a).
Los documentos ilustrativos de esta costumbre se multiplican a lo largo de la
Prehistoria Reciente pero es en el I milenio AC cuando resultan incontestables. Ya
 
2
La poción alcohólica del túmulo danés de Egtved fue depositada en un recipiente hecho en corteza de
abedul (Thomsen 1929). Si bien es lógico pensar que la utilización de vasijas en materias orgánicas
(madera, cuero) debió de ser habitual en la Prehistoria, este tipo de contenedores resultan
prácticamente invisibles en el registro arqueológico.
3
Quizás en el hogar de la cámara principal del sepulcro de corredor galés de Barclodiad y Gawres, donde
se encontraron huesos de sapos, ranas, serpientes y ratones, entre otras especies (Powell y Daniel 1956:
15) se preparara una poción con efectos psicotrópicos –similar a la de las brujas de Macbeth– que pudo
inspirar la decoración grabada en las paredes del megalito. En auxilio a nuestra propuesta es preciso
señalar que el veneno que exudan ciertas ranas y sapos cuenta con propiedades alucinógenas (Guerra
2006a).
132 ELISA GUERRA DOCE

hicimos alusión al caldero de hidromiel de la tumba principesca de Hochdorf, con


sus 350 litros de capacidad. En Gordion, la capital de Frigia, el túmulo de otro perso-
naje aristocrático ha proporcionado también restos de un festín funerario con un
desmedido consumo de alcohol. Se trata del sepulcro de un alto mandatario (¿el
legendario rey Midas?), en el que los análisis de residuos apuntan a la celebración de
un banquete a base de carne asada de oveja y cabra, aromatizada con hierbas y es-
pecias, todo ello regado con cerveza, vino e hidromiel (McGovern et al. 1999) cuyo
suministro, a juzgar por el número y capacidad de los recipientes hallados en la
cámara funeraria (varias situlae, calderos y jarras junto a más de cien cuencos)
(Young 1981), fue mucho mayor que en Hochdorf.
Aunque desconocemos su significado es posible que el trance durante el desa-
rrollo de las ceremonias funerarias tuviera como objeto que los participantes acom-
pañaran al espíritu del difunto en su viaje al otro mundo, a modo de despedida. Pero
fuera este u otro su sentido, su importancia en el ceremonial sugiere que el consu-
mo de psicoactivos no fue moderado y que acabó siendo parte destacada de los ri-
tuales de la muerte entre las comunidades prehistóricas de Europa.

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