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Aballay. Antonio Di Benedetto
Aballay. Antonio Di Benedetto
Antonio Di Benedetto
En el sermón de la tarde, el fraile ha dicho una palabra bien difícil, que Aballay no supo
conservar, sobre los santos que se montaban a una pilastra. Le ha motivado preguntas y las guarda
para cuando le dé ocasión, puede que en los fogones.
Son visitantes, los dos, el cura y él, con la diferencia que el otro, cuando termine la novena,
tendrá a dónde volver.
La capilla, que se levanta sola encima del peladal en medio del monte bajo, sin viviendas ni
otra construcción permanente que se le arrime, se abre para las fiestas de la Virgen, únicamente
entonces tiene servicio el sacerdote, que llega de la ciudad, allá por la lejanía, de una parroquia de
igual devoción.
Los peregrinos – y los mercaderes – arman campamento. Se van pasando los nueve días entre
rezos y procesiones; las noches, atemperadas con costillares dorados, con guitarra, mate y carlón.
Aballay presenció un casorio, de laguneros, muchos bautizos de forasteros. Más bien
deambuló de curioso y también necesitado de probarse entre la gente, pero alerta y sin darse con
nadie. Contó cuatro milicos.
Mientras tanto en el altar declina la llama de los cirios, afuera se reanima y alimenta el fuego
de las brasas, en las enramadas de vida corta, de esas fechas no más.
El cura recorre el sendero de vivaques echando las bendiciones y las buenas noches.
Solicitado al pasar por cada grupo, hace honor a una familia venida de Jáchal. Se asa un chivito, la
abuela fríe pasteles, un hombre sirve vino, todos en sosiego y discretos. De las quinchas vecinas
brotan cantos, tempranamente entonados.
Se nombra a Facundo, por una acción reciente. ( "¿Qué no es que lo habían muerto, hace ya
una pila de años? ... " )
Aballay ha sido una persona en la andanza de la sotana, ahora es un bulto quieto, que no se
esconde. Espera.
Uno de los jachalleros lo invita a acercarse. Con una seña dice no. Otro es su apetito.
Pero media el cura y Aballay obedece. Nada agrega a la conversación, tampoco propicia su
intervención el fraile, tal vez acostumbrado a esos silencios de los humildes y los ariscos.
Pero a cierta altura, cuando ya las estrellas remontan el horizonte, Aballay lo sorprende con
un toque en la manga y la consulta que le desliza en voz baja:
- Padre, ¿podrá oírme?...
- ¿En confesión?
Aballay medita y al cabo dice:
- No todavía, padre. Pero ahora hablemos, le pido. Usted y yo.
Más tarde se apartan de la animación de los fogones, eluden a los achispados de la cantina y
se pierden entre carretas dormidas donde reposan los niños.
Entonces hablan y, al calar el asunto que el desconocido le trae, el religioso se regocija de su
eficacia como orador sagrado. He aquí quien le muestra que su verbo penetra y es capaz de causar
inquietudes. Trata de corresponder a ellas agregando claridad y simplifica el lenguaje, la expresión,
lo más que puede.
- No, hijo: no dije que fueran santos, sino que vivían en santidad. Era propio de anacoretas o
ermitaños.
- Dispense, no fueron sus palabras.
- ¿Qué no?...
- No, padre. Los nombró de otra manera.
- A ver... estilitas. ¿Puede ser?
- Puede.
- Ah, bien. Significa más o menos lo mismo. Solo que los estilitas eran una clase especial de
anacoretas... ¿conoces qué quiere decir esta palabra?
- Pongámosle que no y te explicaré. Los anacoretas eran solitarios, por su propia voluntad se
habían retirado de los seres humanos. A lo más, mantenían la compañía de un animal fiel.
Recorrían los desiertos o habitaban una cueva o la cumbre de una montaña.
- ¿Para qué?
- Para servir a Dios, a su manera.
- No lo entiendo. En el sermón usted dijo que estaban arriba de un pilar.
- Si ... pilar o columna. Esos precisamente son los estilitas. Su rara costumbre sólo era posible
en aquellos países del mundo antiguo, donde, antes de Cristo, fueron levantados templos
monumentales, que apoyaban su techo en pilastras. Al desaparecer sus religiones y ser
abandonados por los hombres, durante siglos y siglos, se fueron destruyendo. En algunos casos,
solamente quedaron en pie las columnas. Los estilitas subían a ellas para tratarse con rigor y
alejarse de las tentaciones. Permanecían allí con viento o lluvia, enfermos o hambrientos.
- ¿Cuántos días?
- ¿Días?... ¡Eternidades! Se dice que Simón el Mayor vivió así 37 años y Simón el Menor 69.
Aballay entra en un denso silencio. El sacerdote lo estimula:
- ¿Y?... ¿Qué piensas ahora que sabes el tamaño de su sacrificio? ¿Podías imaginarlo?
Aballay no recoge sus preguntas. Tiene otras, muchas más, minuciosas: que si en tan estrecho
sitio podían sentarse o debían estar de pie, en cuclillas o arrodillados; que por qué no morían de
sed; que si nunca jamás bajaban, por ningún motivo, ni por sus necesidades naturales; que si
puede creerse que no los tumbara, al suelo, el sueño...
El sacerdote está contestando, más no omite sospechar que esa inquisitoria sea la de un
descreído rústico, que lo esté incitando a perder fe en lo que ha predicado desde el púlpito. No
obstante, se dice, hay respuesta para todo.
- ¿Cómo se alimentaban? Lo hacían moderadamente, aunque algunos, según el lugar donde
se estableciesen, se veían favorecidos por la naturaleza. Estos tal vez disponían de miel silvestre y
del fruto de los árboles. De otros, especialmente de los caminantes del desierto, se cuenta que
comieron arañas, insectos, hasta serpientes.
El tipo repulsivo de animales que evoca ahonda la naciente preocupación del cura. Por un
sentido de seguridad, está observando a donde han llegado. "Al fondo de la noche", se dice ,
considerando la espesura del matorral inmediato. Se han apartado del aduar, la concentración de
carretas y animales de tiro. Se analiza junto a ese emponchado nunca visto previamente, que
parece ansioso y díscolo, y de quien desconoce si debe temer el mal. Se sobrepone; hace por
tranquilizarse y piensa que tiene que complacerse de esta provocación, tal vez ingenua, que lo ha
llevado a la memoria de sus lecturas, aunque sea para transmitirlas a un solo feligrés y en tan
irregulares circunstancias.
El religioso está explicando que así mismo podrían sostenerse por obra de la caridad ajena,
pero Aballay le cuestiona. "¿No era que estaban solos y les escapaban a los demás?"
- Desdichados y creyentes hacían peregrinaciones para rogarles su ayuda ante Dios y a esas
personas de tanta fe les aceptaban algunos alimentos muy puros.
- ¿Eran santos, entonces? ¿Podían pedir a Dios?
- Todos podemos.
Aballay se interna de nuevo en los callejones del espíritu y se distrae del cura. Este ya lo deja
estar, hasta que reaccione solo.
Después:
- Usted dijo, en el sermón, que se retiraban para hacer penitencia.
- Dije más; penitencia y contemplación.
- Contemplación... ¿Acaso veían a Dios?
- Quién sabe. Pero la contemplación no consiste sólo en tratar de conocer el rostro de Jesús o
su resplandor divino, sino en entregar el alma al pensamiento de Cristo y los misterios de la
religión.
Aballay ha asimilado, pero su empeño consiste en despejar específicamente el primer punto:
- Usted dijo: penitencia. ¿Por qué hacían penitencia?
- Por sus faltas, o por que asumían los yerros de sus semejantes. Concretamente en el caso de
los estilitas: montaban una columna para acercarse al cielo y despegarse de la tierra, porque en
ella habían pecado.
Aballay sabe qué grande pecado es matar. Aballay ha matado.
Esta noche, Aballay ha decidido despegarse de la tierra.
Bien es real que el llano, que es lo único que él conoce, no tiene columnas, ni nunca ha visto
más que las de un pórtico, en la iglesia de San Luis de los Venados.
Recuerda que para escabullirse de las disciplinas de su madre, se trepaba a un árbol. Acepta
que al presente está intentando lo mismo: huirse de su culpa, y busca a dónde subir.
No le valdría, actualmente. Ni un ombú, si probara el refugio de su altura y follaje. Sería
descubierto, sería apedreado, aunque no supieran la verdadera causa, solamente por portarse de
una manera extraña. Tampoco nadie le alcanzaría un mendrugo.
Está firme, a conciencia, en el trato consigo mismo de separarse del suelo y llevar su vida en
penitencia. Mató, y de un modo fiero. No se le perderá la mirada del gurí, que lo vio matar a su
padre, uno de los escasos recuerdos que le han quedado de aquella noche de alcohol.
Pero él podría quedarse quieto en su remordimiento. En tiene que andar. Salirse (de un sitio
en otro).
En la noche, el resguardo de la caja del carretón le aligeraba el trámite hacia un sueño con
menos escalofríos. El yantar se había vuelto seguro.
Aballay se incómodo a sí mismo con dos preguntas ¿Por qué ella me ampara? Lo que yo hago,
¿es penitencia?
De la primera pidió respuesta a la bienhechora:
- ¿Por qué?
- Por que me ayudás. (Ella lo voseaba, no él a ella.)
No lo convenció y se fue al silencio.
Entonces, la mujer se allanó a confesarle:
- Porque me recordás a un hijo que supe tener.
Conversaban en igualdad (a igual altura), en la noche. Para hacerlo real, él se arrimaba en la
mulita y ella se sentaba en el piso del pescante de la carreta quieta.
Cuando la mayorala le alcanzaba un tazón o un cacharro, vale decir, alimento de tomar con
cuchara, a Aballay le asomaba la inquietud. La cuchara, en su mano, le representaba el bienestar, y
era cuando se preguntaba si de verdad hacía penitencia.
La llamaba "vida de balde" y sabía que eso era como "vivir de regalo", pero también
sospechaba que fuera vivir en vano.
Pensó, una vez, ir al encuentro del cura o de otro hombre mayor e instruido con quien
aconsejarse.
A sus dudas, como de una tiniebla, le venía la réplica, casi parecida a una justificación: vivir
para pagar una culpa no era vivir en vano.
Podrían haberlo tranquilizado, esos pensamientos, si no se hubiera interpuesto en cada caso,
la cara del chico. ¡ No había arreglos, con el gurí!.
Murió el alazán, murieron el cimarrón y la mulita. Siempre pudo sustituirlos, nunca con
ventaja. Lo más, orejanos; los menos, dóciles. Por hallar sumisos, cuando enlazaba perdidos sin
marca, los elegía viejos, reputados de mansos. Precisaba uno preferido para montar, y el ladero.
Un tiempo se avino a llevar, de parejero, un burro. Precisaba, propiamente, un sillero. Ni silla, ni
montura, ni bastos llegó a tener.
Sospechoso de abigeato, y en reincidencia, un policía le cargó la mirada.
Aballay y su yunta fueron arreados al destacamento.
El milico le mandó el "Bajate, que el comisario te quiere ver".
Soportó el tono, soportó el enojo y las palabras puercas. Calculaba para enseguida unos
guascazos y unos tirones, pero el milico decidió darle una oportunidad.
- Tenés que entrar, por las buenas
- No me niego, si es montado.
- ¡Ah, vos, con tu manía!... – lo reconocía y lo despreció, el uniformado, sin atreverse a más.
Fue a poner el litigio al arbitrio del comisario. Salió de vuelta no por contrariado menos
altanero, e hizo las cosas como si se dirigiera a un tercero.
- De orden de mi superior, que el citado Aballay tiene que comparecer no más.
Si bien debió agregar, de distinta manera: "Andá adentro, te las tendrás que ver con el jefe.
Pero pasa derecho al patio, podés entrar con tu flete".
El comisario, para no ser menos que el indagado, fingió que estaba por salir con apuro y subió
a su caballo. Sólo entonces, como condescendiendo a no dejar desatendida la cuestión, planteó el
reclamo: "!Despachemos pronto! Me va a decir, Aballay, en qué asuntos se ha metido... ".
Pero fue indulgente. Sabía ( o creía saber) ante quién se hallaba.
Al tiempo de vida errante, le había salido al cruce una partida de jinetes.
Eran tres y pensó en malandanza. De él quisieron sondear una suposición semejante (el
crucifijo al cuello podía usarlo como un despiste) y, al parecer, con unos datos creíbles se les pasó
tal idea.
- ¿Querés trabajar?
- Según...
Enganchaban peones. Dos de ellos lo eran y el otro su capataz. Estaban formando una
hacienda, para un patrón. Reclutaban hombres para el desmonte.
Aballay dijo no, que él no.
- Pretencioso el gaucho – soltó uno. Con agresividad.
"¿Otra vez?", se consultó Aballay, y no pudo impedir que se le embravaran los ojos. Se los
controló el retador y para acentuar la provocación le caracoleó el caballo por delante.
No le gustó el lance inútil, al capataz. Lo llamó al orden: "¡Pereira!", e increpó a Aballay
- ¿Quién sos?
A Aballay le salió la respuesta: "Un pobre", como un tenue desprendimiento. Lo miraba de
frente y ya no tenía cólera ni soberbia en el rostro.
Entonces, para el principal de la partida cobraron sentido la cruz de palo y las trazas, ya de
mucho oídas, del montado errante. Con respeto llevó la mano al sombrero y se descubrió la
cabeza.
Y Aballay supo que, al cabo de tanto, había regresado a la comarca acogedora de donde lo
apartó la carreta.
Otras veces se encontró con gente de a pie: "Más pobrecitos que yo...", comprobaba.
Podía transcurrir un día sin que distinguiera persona, y quizás lo mismo le ocurría al otro; sin
embargo, al coincidir raramente se excedían de estas manifestaciones
- Buenas...
- Y santas, amigo.
Y cada cual proseguía, con el nudo de lo suyo, cerrado, dentro de un mundo tan abierto (y
solo).
Podía dar testimonio de éxodo - vaya a saberse hacia dónde que imaginaban el pan – de
familias que nada poseían, salvo los hijos. Tropitas polvorientas, en las que el padre hacía punta, y
luego los chicos; uno, puede que de leche, bajo el cobijo del amplio chal de la madre, negras por lo
común las vestiduras de ésta. El más animado, cuando no extenuado por la hambruna, era el
perro.
- Buenas...
- ... y santas, señor.
Resaltaba la respetuosidad, no sólo por darle a Aballay el trato de señor. Al ver de cerca al
montado, se había recuperado del borde de donde descansaba. Sombero en mano, lo sacudía del
polvo contra la pierna.
- ¿Me conocés?
- De mentas, señor.
Aballay lo dejó parado y meditó. El caminante era el tipo del venido a menos hasta lo muy
mínimo donde ya ni fe en sí mismo le queda. Aballay consideró que podían hacer juntos el camino
y se dio cuenta de lo provechoso de la cooperación entre un hombre privado de la tierra y un
hombre que puede desenvolverse al ras del suelo. Aballay se dijo que andar con otro demandaba
plática y él no era de mucho hablar. Tan bien lo probó que al rato se fue sin revelarle que lo estuvo
pensando de acompañante.
En una cuesta descollaba a distancia uno como ensotanado, por el poncho negro y caído
hasta los pies. Gesticulaba, llamándolo a llegar a él mas de prisa, lo que no obligó a Aballay.
Sostenía un largo palo, más alto que él, y el personaje se parecía al palo.
Desplegó méritos para acreditarse, vivísimamente interesado en conquistar el uso del caballo
que consideraba vacante.
Aballay toleró el discurso, notó codicia, midió la potencia del palo. Sencillamente le notició
que se inclinaba a no tener socio alguno, lo cual exasperó al figura y ante este resultado Aballay se
decidió a partir sin agregar palabra.
El taimado zumbó un varazo propio para hacer volar la cabeza del jinete, que con agacharse la
salvó, mientras ponía distancia con la ligereza de sus caballos.
- ¡Anda, ve con Dios! – le vociferaba, muy castizamente, el salteador fallido - . ¡Anda, ve con
Dios!...
"En eso estoy", se consoló Aballay.
En una época siguiente, padece deterioro de salud. No lo esconde, tampoco lo pregona.
Las puesteras hacen lo que pueden por él: un té de yuyos, un caldo de ave, una tibia leche de
cabra... No se atreven a medicar: piensan que a un hombre en ese estado hay que mandarlo a la
cama, pero no a ese hombre.
Menos osaría ninguna propiciarle un rezo. Por descontado que Aballay llena sus retiros con la
oración.
No es tanto así, como creen las mujeres. Sin embargo, Aballay reza, a su manera, y no para
implorar por su salud. De siempre lo ha hecho igual.. su rezo es como un pensamiento, que
continúa después que ha dicho las frases de la doctrina. Nunca hizo de la plegaria una queja.
Hoy, que se ha arrinconado con su fiebre en una barranco y tiene mucho frío, nota, con la
vecindad de la noche, las majestuosas pinturas del cielo. Le llenan el espíritu y se le antoja de
hacer lo que nunca se le ocurrió: rezar de rodillas, sin que tenga que quebrar su voto, sin hincarse
en la tierra: doblado sobre su potro.
Prueba, con unción, con vehemencia, con tenacidad, pero no puede: arriesga una ruidosa
caída.
Aballay se sintió vigilado y aunque no pretendía ser más que nadie, no cedió, y vigilaba al
vecino.
Se daba cuenta si el antiguo bajaba más de lo perdonable y tomaba nota igual que si nutriera
un encono.
Al padecer la lluvia o el frío, resistía y comparaba, por verlo aflojar.
Si granizaba, menos calculaba los coscorrones en su cabeza que los que machucaban al otro.
Su comportamiento era mezquino, tenía que reconocerlo; pero, alegaba, por causa del
control malintencionado que le aplicaba al intruso.
De todos modos, uno y otro lo pasaban pendientes de quien cayera primero.
Permanecían al acecho de los indicios: si se ladeaba a dormir, si lo marea el sol, si lo zamarrea
el chucho...
"Puede que el poncho blanco le éste dando apariencia que lo favorezca de bendito..." –
Aballay juntaba argumentos por menospreciar la ventaja que le llevaba el antiguo en recibir
ofrendas: se acumulaban, éstas, en la base de la columna.
Después de unos cien años de rivalizarse, ninguno ganó en morirse. Los dos quedaron sin
gestos justito en el mismo instante, y se secaron de a poco. Después se desmenuzaron como un
par de panes viejos.
No pasó sin huella para el montado esta fantasía de la noche: le marcó ondas graves de
desabrimiento y melancolía.
Siempre piensa en el gurí que le hincó la mirada.
Luchan. Con la caña hostiga y lastima superficialmente. Busca herirle la mano que empuña el
arma, para que la suelte. El contendor lo pasa a la carrera, por el costado, bajando planazos que
aciertan y escuecen. Vuelve y suelta un mandoble de partir la cara. Aballay esquiva y lo que corta
el facón es la caña, formándole un chanfle perfecto. Aballay, por instinto, la mantiene rígida y no
afloja. Con el extremo por ese azar afilado, la caña se incrusta en la boca del retador que atropella,
y se la destroza. Resbala, manoteando inútilmente el pretendido sostén de las riendas.
Desde arriba, Aballay lo estudia, un segundo. No ha cometido lo que no quería: matar otra
vez. Compasión y náusea le causa la efusión de sangre que ahoga los ayes y enturbia el bramido.
Desmonta a dar socorro y llega hasta el vencido, pero lo bloquea su ley: no bajar al suelo, y lo
ha hecho.
Angustiado, levanta la mirada, para consultar, y por su cuenta resuelve que en esta ocasión
será justo que permanezca todo lo que haga falta.
El instante de vacilación basta para que el vengador, de abajo, alce la punta del cuchillo y le
abra el vientre.
Aballay cae, perdiendo aceleradamente las energías, y lo que se embota primero es el
sufrimiento de la cortadura.
Alcanza a saber que su cuerpo, ya siempre, quedará unido a la tierra. Con el pensamiento
velado, borronea disculpas: "Por causa de fuerza mayor, ha sido...".
Aballay, tendido en el polvo, se está muriendo, con una dolorosa sonrisa en los labios.