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Capítulo 1

Eran más o menos las seis y media de la tarde de aquel desapacible lunes de noviembre,
cuando recogí la maleta de la cinta de equipajes y me dirigí a la salida.
Afortunadamente el vuelo había llegado puntual al aeropuerto de Madrid-Barajas así
que Marcelo no tendría que esperarme fuera más de lo necesario. Y todo el mundo sabía
que a Marcelo no le gustaba nada que le hicieran esperar. Atravesé las puertas
automáticas y busqué sin éxito su rostro entre la multitud. Había congregada un montón
de gente de lo más variopinta y de las más diversas nacionalidades, que saludaban
efusivamente a sus seres queridos. Siempre me he sentido un poco incómoda ante las
demostraciones de cariño demasiado entusiastas, así que aceleré el paso mientras
buscaba a mi marido. Nada, ni rastro de él, ¿dónde se habría metido? A pesar de los
planes comunes de divorcio inminente, nos llevábamos bien y dejarme plantada así no
era propio de él.
Llamé a su teléfono móvil pero no obtuve respuesta.
Tras un rato buscándole infructuosamente salí al exterior y tomé un taxi para ir a casa.
Un montón de posibles explicaciones al plantón se me pasaron por la cabeza. Una cosa
estaba clara, como no tuviera una buena excusa se le iba a caer el poco pelo que le
quedaba en la cabeza.

Hacía un tiempo de mil demonios en Madrid. El taxista condujo con precaución debido
al terrible chaparrón que se había desatado; aún así el tráfico estaba totalmente
despejado y el trayecto hasta la calle Goya no nos llevó más de media hora. Pagué la
carrera y bajé del vehículo, aterrizando en un charco que me cubrió hasta el tobillo.
¡Genial, la calle seguía de obras!
Luché con la pesada puerta del portal hasta conseguir abrirla. Saludé a Nelson, el
portero, que salió de su sopor para devolverme el saludo. A juzgar por su cara de
soberano aburrimiento, la tarde debía de haber estado de lo más tranquila.
El ascensor estaba fuera de servicio, así que tuve que subir la maleta a pulso hasta el
cuarto piso. Nelson ni siquiera se molestó en ofrecerse a ayudarme, pensaba quejarme al
administrador.
Desde que había llegado a Madrid todo me salía mal otra vez, era como una especie de
maldición.

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Al llegar al descansillo de la casa noté alarmada que la puerta estaba entreabierta. Tuve
la sensación de que algo iba mal. Entré en el piso y caminé despacio por el largo pasillo,
sin saber muy bien lo que me iba a encontrar. Empujé con suavidad la puerta del salón y
dí la luz. Lo que vi allí me dejó atónita. Estaba todo revuelto, los libros en el suelo, los
cajones fuera del escritorio, la lámpara caída… y en medio de un charco de sangre yacía
mi marido. Parecía muerto.
Asustada, salí corriendo de la casa y llamé al timbre de la vivienda de enfrente. Mi
amiga y vecina, Marta, abrió la puerta.
- ¿Qué ha pasado? –preguntó alarmada al ver mi rostro desencajado.
- ¡Rápido, llama a emergencias!
***

Aquella fue sin duda la peor noche de mi vida, y la más larga.


La policía y los sanitarios tardaron muy poco en llegar pero ya no pudieron hacer nada
por el pobre Marcelo. Había una mala noticia, una peor y una desastrosa. La mala
noticia era que mi todavía marido efectivamente estaba muerto. La peor, era que
aparentemente había sido asesinado. La desastrosa, era que el arma que estaba junto al
cadáver parecía ser la mía.

Los dos inspectores que se presentaron en casa me miraron con suspicacia desde el
primer momento. Uno era alto y delgado, con el pelo y los ojos claros. Su compañero
era más bajo y algo regordete, de pelo y ojos oscuros. A pesar de la gravedad de la
situación, no pude evitar pensar en lo mucho que me recordaban a los actores cómicos
Abott y Costello. Como casualmente los dos se apellidaban Martínez, para
diferenciarlos a partir de entonces me referí a ellos mentalmente por los motes
cinematográficos que acababa de otorgarles.

Una vez se confirmó que el pobre Marcelo había pasado a mejor vida, se solicitó la
presencia del juez para proceder al levantamiento del cadáver. Mientras tanto, Abott y
Costello, junto con la policía científica, revisaron a conciencia la “escena del crimen”.
Luego vinieron a casa de Marta (donde yo me había refugiado) para hacerme unas
preguntas… aunque a mí casi me pareció un “tercer grado”. Les conté con pelos y
señales todo lo que había pasado, desde que aterricé en Madrid hasta que avisamos a
emergencias.

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- ¿Su nombre es Nuria Álvarez? ¿Era usted la esposa de Marcelo Urdaiz? – me preguntó
Abott. Yo asentí.
- Así que afirma usted que cuando llegó a la casa, alrededor de las siete y cuarto, la
puerta estaba abierta y encontró a su marido, ya muerto, en el salón –prosiguió
mordisqueando el bolígrafo.
- Sí, así es. Se lo acabo de decir.
- ¿Alguien puede confirmarlo?
- Pues… venía de París, tengo el cupón de vuelo que lo demuestra. Ah, sí, y Nelson, el
portero me vio llegar a esa hora.
Hicieron pasar al aludido, a quien también habían retenido para interrogarle (aunque
pienso que se habría quedado de todos modos, ya que le encantaba enterarse de todo).
Confirmó que me había visto llegar a la hora indicada. Costello le preguntó si había
visto entrar a alguien extraño en la casa con anterioridad a los hechos, a lo cual
respondió que no, que por la tarde no había entrado ni salido nadie del edificio, excepto
yo.
- Al señor Urdaiz le dispararon muy recientemente, según la opinión de los sanitarios –
continuó Costello clavándome una mirada inquisitoria- prácticamente debió de cruzarse
con el hipotético asesino.
- ¿”Hipotético”? –inquirí extrañada. Una pequeña alarma empezó a sonar dentro de mi
cabeza.
Costello continuó hablando sin prestar atención a mi pregunta.
- Se ha encontrado un arma junto al cadáver, se trata de una Beretta 92FS con
silenciador… ¿les pertenecía a usted o a su marido?
Tragué saliva mientras intentaba pensar con claridad. Mi primer impulso fue negarlo,
pero recordé que la pistola estaba puesta a mi nombre. Marcelo la compró para mí pero
prefirió que los papeles estuvieran en regla por si alguna vez tenía que usarla. ¡Qué
ironía!
- Yo tengo una Beretta –admití vacilante- Mi marido la compró para mi protección.
Es… era anticuario y hay varios objetos valiosos en casa. Él se ausentaba por motivos
de trabajo a menudo y se sentía más tranquilo sabiendo que yo tenía un arma para
defenderme. Pero tengo la licencia y todos los papeles en orden…

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Abott y Costello intercambiaron una mirada cargada de significado, y yo pasé de la
confusión al enfado. Me dí cuenta de aquellos cretinos se habían empeñado en que yo
tenía algo que ver con la muerte de mi marido.
- Siento tener que pedirle esto, señora, pero tiene que entrar con nosotros a revisar la
casa para ver si falta algo. Sé que debe estar muy afectada, pero es necesario.
Asentí y acompañé a los dos inspectores. Afortunadamente se habían llevado ya al
pobre Marcelo, y también la alfombra sobre la que yacía.
Revisé el salón y no me pareció que faltase nada. Descolgué el cuadro que ocultaba la
caja fuerte. Aparentemente estaba intacta. Rápidamente marqué la combinación y la
abrí. El contenido parecía estar completo. A continuación fui a mi habitación y
comprobé el cajón superior de mi mesilla, donde guardaba la caja con la pistola y el
silenciador. Descubrí horrorizada que estaba vacía, y se lo comuniqué a la policía. Todo
indicaba que el arma que había junto a Marcelo era la mía. Fui revisando luego el resto
de las habitaciones pero no eché nada en falta, al menos a simple vista.
Los inspectores no dejaban de apuntar cosas en sus dichosas libretas.
- Señora, debe venir mañana a la comisaría para volver a declarar y firmar su
declaración.
- Bien, iré acompañada de mi abogado.
- Lo va a necesitar – masculló Abott cerrando de golpe su libreta.
***

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Capítulo 2

Aquella noche me quedé a dormir en casa de Marta, que se había ofrecido amablemente
a acogerme. Mi amiga y vecina se portó estupendamente conmigo, como siempre, y
respetó mi deseo de no hablar del tema. Siempre nos habíamos llevado muy bien, a
pesar de ser como la noche y el día. Marta era una pintora y artista de cierta fama, y
como tal tenía un alma creativa y sensible. Yo en cambio me enorgullecía de poseer una
personalidad tranquila y pragmática, poco dada a excesos emocionales. Las dos
habíamos entrado ya en la cuarentena y las dos cuidábamos nuestra imagen; pero
mientras que ella tenía un estilo más bien bohemio y llevaba siempre suelta su larga
melena rubia, yo prefería un estilo más sobrio y elegante, y peinaba mi oscuro cabello al
estilo “Cleopatra”.

Siempre me había llamado la atención la cantidad de cachivaches y trastos inútiles que


Marta acumulaba para después convertirlos en auténticas obras de arte. Señalé un objeto
cilíndrico, lleno de polvo, que había sobre la mesa.
- ¿Qué diablos es esto? –pregunté. Necesitaba hablar de algo intrascendente que
apartara mi mente de los hechos de aquel día- ¿Lo vas a usar para alguna de tus obras?
Ella asintió sonriendo y nos enfrascamos en una charla intrascendente sobre arte
moderno que sirvió para relajarnos a las dos. De pronto me sentí totalmente agotada y
anuncié que me iba a la cama. Marta dijo que ella bajaría la basura y que se iba a la
cama también. La besé en la mejilla y me retiré a la habitación de invitados.
Presentía que el día siguiente iba a ser muy duro. Nada más irse la policía yo había
llamado a nuestro abogado, Alberto Méndez, que además era sobrino de Marcelo y su
persona de confianza. Su teléfono móvil no tenía demasiada cobertura pero conseguí
explicarle la situación. Es fácil imaginarse el shock que la noticia le produjo. Por
supuesto prometió acompañarme a la comisaría al día siguiente y estar a mi lado en todo
lo necesario.

Mis últimos pensamientos antes de dormirme fueron para Marcelo. Ya en la intimidad


de la habitación, lloré por él lágrimas amargas. Tenía sus rarezas y a veces podía
resultar irritante, pero no se merecía acabar así. Pensé que no sería capaz de dormir
aquella noche, sin embargo estaba tan exhausta que enseguida me sumí en un inquieto
sueño.

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***
Al día siguiente desperté cansada y ojerosa. Quise entrar en mi casa pero la encontré
precintada por la policía. Afortunadamente me habían permitido quedarme con la
maleta que traje de París (después de registrarla a fondo), así que al menos me pude
cambiar de ropa.
Llamé a Alberto para decirle que seguía en casa de Marta. Me estaba acabando de
arreglar cuando sonó el timbre. Era él. Me abrazó y empezó a sollozar, lo cual me puso
bastante nerviosa, nunca he sabido cómo capear este tipo de situaciones emocionales.
Le dí unas torpes palmadas en la espalda y me separé tratando de no resultar muy
brusca. Se enjugó las lágrimas en el pañuelo.
- Lo siento, Nuria, es que ha sido una noticia terrible… me pilló totalmente
desprevenido. No he podido pegar ojo, estoy tan afectado…
Asentí.
- En fin –continúo él, retomando la compostura- será mejor que nos vayamos a la
comisaría y acabemos cuanto antes con esto. No te preocupes, no dejaré que te
impliquen en nada.
“Sobre todo no dejes que me cuelguen el muerto… literalmente” pensé yo.
Salimos, y me disponía a bajar por las escaleras cuando me dí cuenta de que ya
funcionaba el ascensor. Menos mal, pensé, algo que sale bien. En el trayecto fuimos
repasando los hechos. Alberto se mostró muy inquieto por el tema de la pistola y de que
yo hubiera admitido tener una igual, pero ya no se podía hacer nada.

Cuando llegamos a la comisaría Abott y Costello se encontraban tomando sendos cafés


con donuts. Lo primero que hicieron fue ofrecernos sus condolencias aunque a mí no
me sonaron del todo sinceras. Después nos invitaron a sentarnos frente a la mesa de
Abott, que se dispuso a escribir mi declaración en su ordenador, mientras Costello
acercaba su silla y se preparaba para tomar notas.
Volví a narrar de nuevo cómo habían sucedido los hechos desde que bajé del avión
hasta que encontré el cuerpo de Marcelo.
Abott clavó en mí su mirada fría y azul.
- Señora Álvarez, usted declaró ayer ser la dueña de la pistola Beretta 92FS que se
encontró junto al cuerpo y que parece ser el arma del crimen ¿no es cierto?
- Mi cliente sólo ha admitido poseer una pistola igual, regalo de su marido, la cual tiene
todos los permisos y documentos en regla.

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- Lo que me extraña –comenté- es que el silenciador estuviera puesto. Mi esposo
compró el arma y el silenciador a un amigo suyo porque le hizo un buen precio por los
dos, incluyendo además una caja especial para guardarlos. Yo no sabría ni poner el
silenciador, nunca lo he hecho…
- Probablemente a lo largo del día nos confirmen si se trata del arma del crimen y si es
la suya –zanjó Costello cortante. - Prosigamos. ¿Es cierto que su marido y usted estaban
a punto de divorciarse de mutuo acuerdo?
Me quedé helada. Ese hecho lo conocía muy poca gente. Alberto me había prohibido
expresamente mencionarle el tema a la policía, ¿cómo diablos se habían enterado
aquellos dos?
- Perdón –balbucí- ¿me pueden decir quién les ha dado esa información?
Abott y Costello intercambiaron una mirada cargada de significado.
- Ha sido Nelson, el portero. Asegura que oyó cómo usted lo comentaba con su vecina
Marta.
“¡Voy a matar a ese cretino!” pensé, aunque por supuesto no lo dije en voz alta, no fuera
a ser que en un futuro próximo alguien matara realmente al portero (cosa probable de
suceder) y me echaran la culpa a mí también.
- Piense bien antes de contestar, señora Álvarez, podemos interrogar a su amiga Marta o
a las personas de su entorno. No le conviene mentirnos.
Miré a Alberto que parecía muy contrariado pero me hizo un gesto afirmativo.
- Está bien, lo admito. Estábamos considerando el divorcio, de común acuerdo. Pero a
pesar de eso, a nivel personal nos llevábamos muy bien, yo nunca le habría hecho daño.
Ambos policías se pusieron a escribir febrilmente. Yo tuve la sensación de que algo
andaba muy mal.
- El portero también ha declarado que no vio a nadie extraño ni ese día ni los anteriores.
Aquella mañana sólo vio entrar y salir a vecinos del inmueble, y por la tarde
absolutamente nadie entró ni salió del edificio, excepto usted. Los agentes registraron la
escalera de arriba abajo, sin encontrar a nadie. El edificio tiene sólo cuatro plantas, con
dos pisos a cada lado. El piso que hay justo debajo del suyo está vacío porque sus
inquilinos están de viaje, lo hemos comprobado. El resto de los vecinos, todos de edad
avanzada, nos permitieron echar un vistazo a sus casas y no encontramos nada extraño.
Ninguno de ellos oyó ningún ruido. Por otro lado, la puerta no estaba forzada, lo que
sugiere que probablemente su esposo conocía al asesino. ¿Cómo explica usted todos
estos hechos?

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- No tengo ni idea, inspector, ese es su trabajo –respondí, haciendo un esfuerzo por
mantener el control y no dar muestras de mi creciente enojo - pero tal vez recuerde que
yo no estaba en casa en el momento del crimen.
- Bueno, ya está bien –terció Alberto- esto es acoso hacia mi cliente. Ha accedido a
venir a declarar por su propia voluntad. Si no tienen más preguntas y no van a acusarla
de nada, nos vamos.
Abott imprimió mi declaración y me la tendió. La leí con cuidado y la firmé. Por algún
extraño motivo tuve la sensación de estar firmando mi propia sentencia de muerte.
Alberto intervino de nuevo:
- ¿Cuándo podrá mi cliente entrar de nuevo en su domicilio y disponer de él?
- Puede hacerlo ya, la policía científica nos ha comunicado que ya han terminado de
procesarlo. Puede quitar usted misma el precinto o si lo prefiere un agente la
acompañará.
- No es necesario, lo haremos nosotros –zanjó Alberto. Abott y Costello le miraron con
manifiesta antipatía, estaba claro que los abogados no les gustaban demasiado.
- Una cosa más, inspectores –añadí- ¿Cuándo voy a poder disponer del cuerpo de mi
marido para la incineración y las exequias?
- A su marido se le practicará hoy la autopsia por orden judicial. Hasta dentro de unos
días no podrá disponer de los restos, intentaremos que sea lo antes posible. Mientas
tanto, por favor, no salga del país y procure estar localizable. Gracias por su
colaboración.
***

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Capítulo 3

Lo primero que hice al llegar a casa (después de desprecintarla) fue llamar a la asistenta
para que viniese a limpiar. Necesitaba desesperadamente borrar las huellas físicas de lo
sucedido para poder seguir adelante con mi vida.
Mientras Carmen llegaba, invité a Alberto a un café en la cocina. Le pregunté cómo
veía él la situación y aunque intentó tranquilizarme, su rostro demudado me decía más
que sus palabras. Le exigí que fuera claro.
- Nuria, la verdad es que el asunto no pinta bien. La policía está acumulando pruebas en
tu contra. Para empezar, si el número de serie de la pistola prueba que es la tuya…
- Pero ¿cómo sabía el asesino dónde encontrarla? Esto es de locos, yo no se lo he dicho
nunca a nadie…
- Por otro lado –continuó él- está el posible móvil para el asesinato. Tu marido había
acumulado una gran fortuna con el negocio de las antigüedades, por no hablar de los
bienes muebles e inmuebles que poseía. Estabais casados en régimen de bienes
gananciales, osea que al divorciaros tú obtendrías la mitad de todo… pero con su muerte
tú heredas el cien por cien, ya que Marcelo no tenía hijos y sus padres han fallecido.
Creo que ahí es dónde la policía quería ir a parar…
Me tapé la boca con la mano para sofocar una exclamación de horror. La empresa era de
Marcelo pero yo colaboraba activamente en muchas transacciones, de hecho mi reciente
viaje a París tenía que ver con el negocio. Marcelo me había enseñado todo acerca del
mundo de las antigüedades, y pensábamos seguir trabajando juntos tras el divorcio.
- Marcelo era mi mentor ¿Por qué iba a matarle? Él iba a hacerme socia del negocio…
- Lo sé, me lo dijo. Pero desde el punto de vista de la policía, el dinero es un buen
móvil.
Alberto removió su café. No me había mirado a los ojos ni una sola vez mientras me
decía todo esto, supuse que la situación le horrorizaba e incomodaba tanto como a mí.
- La hora estimada de la muerte tampoco ayuda –prosiguió- Estamos pendientes de la
autopsia, pero según todos los indicios cuando llegaron los sanitarios hacía muy poco
que le habían disparado… la policía pensará que tuviste tiempo de llegar, dispararle y
llamar a emergencias, usando tu viaje como cuartada.
- Pero la autopsia…

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- La hora de la muerte según la autopsia nunca es exacta, Nuria, siempre es aproximada.
El hecho de que el portero no viera entrar ni salir a nadie, y los vecinos no oyeran nada,
tampoco te favorece en absoluto.
Me recliné en la silla intentando aclarar mis ideas. Había algo que no encajaba pero aún
no podía pensar con claridad.
- Bueno, yo sólo sé que no le hice, Alberto. La policía aún está investigando, confío en
que encuentren pruebas que incriminen al auténtico asesino.
Alberto se puso en pié para irse.
- Yo también lo espero, Nuria. Ahora me voy a mi oficina, quiero reflexionar sobre todo
esto y preparar una defensa adecuada si finalmente te… te detuviesen.
Le acompañe a la puerta. Justo cuando él salía, llegaba la asistenta.

Carmen había trabajado para nosotros durante diez años. Era de total confianza, así que
no le oculté lo que le había sucedido a Marcelo la tarde anterior. Abrió unos ojos como
platos, pero no derramó ni una lágrima aunque sé que debió de sentirlo mucho. Era una
mujer callada y discreta. Se puso a limpiar mientras yo ponía orden en todo aquel caos.
De pronto, la imagen de mi esposo muerto me golpeó como un mazazo y sentí que me
mareaba un poco. Respiré hondo y me senté frente al escritorio mientras Carmen me
traía una tila.
Entonces algo me llamó la atención. Aquel escritorio antiguo de estilo imperio era el
mueble favorito de Marcelo. Los tres cajones habían sido sacados de cuajo y yacían en
el suelo con todo el contenido esparcido. Con una sospecha en la mente, introduje la
mano en el hueco dejado por el cajón de la izquierda, donde yo sabía que Marcelo había
hecho instalar un doble fondo. Accioné la diminuta palanca que lo abría y palpé a
tientas. Mi mano aferró algo y lo saqué. Se trataba de una pequeñísima llave unida a una
cadena de oro. Al menos no se habían llevado eso, probablemente el ladrón debía de
ignorar lo del doble fondo. Me colgué la cadena del cuello antes de que Carmen
regresase con la tila. Después de que se hubiera ido, tendría que reflexionar sobre todo
aquello.
***

Aquella noche decidí acostarme temprano, estaba exhausta. Tomé una buena ducha y
me puse mi pijama de seda. Dí la luz de la mesita de noche y me senté en la cama

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abrazándome las rodillas. Empecé a analizar los hechos, tratando de tomar la mayor
distancia emocional posible, pero las piezas no acababan de encajar.
Si había sido un intento de robo y Marcelo les había sorprendido ¿por qué la puerta no
estaba forzada? y ¿por qué no faltaba nada en la casa?
Si se trataba llanamente de matar a Marcelo ¿por qué el asesino había revuelto todo? y
¿por qué había usado mi pistola? Era todo muy extraño.
En ese momento me sobresaltó el timbre del teléfono, en la mesilla de noche. Consideré
no responder pero finalmente descolgué el auricular por si era algo importante.
- Buenas noches –dijo una voz distorsionada al otro lado- creo que ya sabe quién soy.
Se me heló la sangre.
- El cabrón que ha matado a mi marido, supongo –respondí entre dientes.
- Señora Álvarez, menudo vocabulario. Empieza a recordarme a la chica que Marcelo
sacó del arrollo hace veinte años.
Me contuve para no perder los estribos. No merecía la pena entrar al trapo con aquella
escoria.
- ¿Qué quiere? –pregunté fríamente.
- Eso ya me gusta más, la mujer de negocios dueña de sí misma, directa al grano –soltó
una risita impertinente, y dí gracias de no tenerle delante porque me hubiera lanzado a
su yugular- Escuche con atención. Su marido tenía algo que yo quiero. Ayer no tuve
tiempo de encontrarlo y tampoco sé dónde lo guardaba él.
- ¿Y no esperará que encima yo se lo sirva en bandeja, verdad?
De nuevo la risita.
- Eso es exactamente lo que quiero. Se trata de una joya precolombina de oro. Es un
collar que lleva un colgante en forma de ave, procedente de Teotihuacan, de alrededor
del año 300… ¿Sabe ya a lo que me refiero?
- Lo lamento pero le aseguro que no tengo ni idea. Mi marido no me ha hablado nunca
de esa pieza, y siendo tan valiosa como supongo si la tuviera me lo habría dicho...
- Le aseguro que estaba en su poder. Encuéntrela. Y entréguemela. De lo contrario me
veré obligado a tomar medidas drásticas.
- Voy a llamar a la policía.
- No hará nada de eso si no quiere que su amiga sufra las consecuencias.
- ¿Mi… amiga?
En ese momento un penetrante grito de desesperación sonó al otro lado del teléfono.
- ¡Por Dios, Nuria, haz lo que te dice o nos matará a las dos!

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Con un escalofrío, reconocí la voz de Marta, que lloraba desesperada. A continuación
volvió a sonar la voz distorsionada de aquel desalmado.
- Su amiga tiene razón. Si no hace lo que le digo, las mataré a las dos.
- Pero… yo no sé ni por dónde empezar a buscar ese objeto…
- Usted conocía bien a su marido. Piense en todos los lugares donde él podría haberlo
escondido. Tiene 24 horas para encontrar el collar, o si no la muerte de Marta caerá
sobre su conciencia. Mañana volveré a llamarla a esta hora y más vale que tenga algo.
Y colgó.

Mi cerebro iba a toda velocidad. Lo primero que hice fue ir a casa de Marta y aporrear
su puerta. Sabía que la voz desesperada que había oído en el teléfono era la suya, pero
de algún modo necesitaba estar segura. No hubo respuesta.
Regresé a casa e intenté pensar con claridad y centrarme en el collar de oro con el
colgante en forma de ave. El asesino había comentado que procedía de Teotihuacan, y
era de alrededor del año 300. Yo no estaba muy ducha en antigüedades precolombinas
en concreto, pero estaba segura de que debía ser una pieza muy valiosa. No entendía por
qué Marcelo no me había hablado nunca de ella.
Marcelo tenía nacionalidad española pero era de origen mexicano. Él sí era un experto
en historia y antigüedades relacionadas con el continente americano, y era él quien se
ocupaba siempre de la parte del trabajo que tuviera que ver con ellas.
La policía se había llevado tanto el ordenador de Marcelo como el mío, así que no tenía
forma de chequear la lista de objetos que teníamos en el almacén. Sin embargo, estaba
segura de que la joya no estaba allí. En el almacén estaban exclusivamente las piezas
“legales” por así llamarlas… pero yo sabía que de vez en cuando Marcelo hacía
negocios “bajo cuerda” que no figuraban en ningún registro. Él me había mantenido
siempre al margen de estos negocios y yo había preferido no saber nada.
Aferré la pequeña llave que llevaba al cuello. Sabía que Marcelo había hecho instalar un
doble fondo en el escritorio desde que vi por casualidad una factura del ebanista que lo
hizo. Él nunca me había hablado de lo que contenía y yo decidí no preguntarle,
pensando que quizá fuese algo turbio. Ahora estaba segura de que si Marcelo guardaba
algún secreto, estaba relacionado con aquella llavecita. La observé atentamente, y
comprobé sorprendida que tenía tallados un sol y una luna diminutos.
La leyenda precolombina sobre el origen del sol y de la luna era la favorita de Marcelo,
me la había contado montones de veces. Y en Teotihuacan estaban también las

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pirámides del sol y de la luna. ¿Tendría todo aquello algo que ver con la joya
desaparecida? Pero… ¿qué abría esa llave?
Entonces recordé algo muy importante. En nuestra casa de campo de El Escorial,
Marcelo había hecho instalar una baldosa especial en uno de los maceteros de piedra del
jardín. En dicha baldosa, también de piedra blanca, estaban representadas las dos
pirámides de Teotihuacan, con el sol y la luna por encima de ellas. Era la única posible
pista que se me ocurría y decidí seguirla. Estaba agotada pero imaginar a la pobre Marta
en manos de aquel maníaco me dio fuerzas.

Antes de hacer nada, llamé a Alberto a su casa. Pensé que quizá él supiera algo de la
pieza, yo sabía que él había participado en alguno de los negocios dudosos de mi
marido y además era su persona de confianza. Y en caso de que desconociera el asunto,
al menos me podría acompañar a investigar a la casa de El Escorial. Cuatro ojos ven
más que dos, y además prefería estar acompañada, y quién mejor que mi abogado.
Cuando Alberto descolgó el teléfono le puse al día sobre la llamada del asesino, y le
pregunté si sabía algo de la joya. Tras recuperarse del desconcierto inicial, me aseguró
que Marcelo nunca le había hablado de semejante pieza ni tenía conocimiento de ella.
Entonces le conté lo de la llave y mi teoría de que podía tener algo que ver con la
baldosa.
- Debo ir a comprobarlo ahora mismo, Alberto, la vida de Marta está en peligro. ¿Puedo
contar contigo en esto?
- Por supuesto. ¿Nos vemos allí?
- De acuerdo. Salgo ahora mismo, tardaré como mucho una hora.
Me puse unos vaqueros y un jersey lo más rápido que pude, y cogí el bolso. Un rato más
tarde estaba al volante de mi Mercedes Coupé por la autopista A-6, rumbo a El Escorial.
***

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Capítulo 4

Cuando llegué a la entrada de la finca, el coche de Alberto aún no estaba allí. Pulsé el
mando a distancia de la verja y ésta se abrió lentamente, franqueándome el paso. Una
vez dentro, decidí dejarla abierta para que Alberto pudiera entrar también. Seguí el
sendero que llevaba hasta la casa y aparqué junto al pequeño parterre de la entrada
principal. Tras descender del vehículo, abrí la puerta con mis llaves y desconecté la
alarma. Después de una rápida y necesaria visita al aseo, cogí un par de linternas y salí
de nuevo al exterior.

El pequeño parterre consistía en un sendero central en torno al cual se alineaban todo


tipo de plantas, formando una bella alfombra de figuras geométricas. Había además
cuatro enormes maceteros de piedra, dos a cada lado, que contenían a su vez más
plantas. Los maceteros ya estaban allí cuando compramos la finca pero Marcelo había
mandado decorar cada uno de ellos con una baldosa de piedra, que representaba en
bajorrelieve algún símbolo de su tierra natal mexicana. Una de las baldosas exhibía la
piedra del sol o calendario azteca; otra de ellas, la cabeza de Coyolxauhqui, la diosa
lunar; la tercera contenía una imagen del Dios Quetzalcóatl, la serpiente emplumada; y
la cuarta por fin, representaba las pirámides del sol y la luna, de la cuidad de
Teotihuacan.
Me agaché para mirar esta última baldosa. El parterre contaba con unos pequeños
farolillos de jardín pero la luz que desprendían era totalmente insuficiente, así que
encendí una de las linternas.

En ese momento, el sonido de un motor a mi espalda me hizo ponerme en pie y darme


la vuelta, con un nudo en el estómago. El vehículo se detuvo cerca de mí pero los focos
seguían encendidos en mi dirección, deslumbrándome. Comprobé aliviada que era
Alberto el que descendía del coche y se acercaba.
- Hola Nuria –saludó algo nervioso- ¿has encontrado algo?
- No, aún no he empezado a examinar la maceta.
- Dejaré encendidos los faros del coche para tener algo más de luz.
Nos agachamos los dos, y alumbramos la baldosa con las linternas.
- Sería un poco surrealista que hubiera algo aquí ¿no? en una maceta del jardín –
comentó Alberto- Es un poco absurdo…

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- Créeme, conociendo a Marcelo, es perfectamente posible. Le encantaban los
compartimentos y los mecanismos secretos… y aquí, a la vista de todos, es el escondite
perfecto. Nadie se imaginaría que hay algo así.
A simple vista no se veía nada extraño. Había una pirámide a cada lado, sobre la de la
derecha aparecía un sol, y sobre la de la izquierda una luna. Era un bajorrelieve muy
hermoso. Palpé las pirámides pero no noté nada fuera de lo común. Entonces toqué el
sol, y me dí cuenta de que aplicando algo de fuerza podía moverse. Era una pieza suelta,
atornillada por la parte superior, así que al empujarlo se desplazó dejando al descubierto
una pequeña cerradura.
Alberto soltó una exclamación de alegría, algo histérica. Intercambiamos una mirada y
entonces yo me quité la cadena con la pequeña llave.
- Marcelo y sus mecanismos secretos –comenté- desde luego hay que ver lo que le
gustaban estas cosas. Bueno, vamos a ver si funciona. En caso afirmativo habremos
salvado la vida de Marta.
La llave encajó perfectamente en la pequeña cerradura. Muy despacio la giré hacia la
derecha. Sonó un pequeño “clic” y la pirámide de la izquierda se abrió unos milímetros
por uno de sus lados.
- ¡Da acceso a un compartimento secreto! –exclamó Alberto, cada vez más excitado. Su
actitud estaba empezando a resultarme un poco extraña. Con manos temblorosas tiró de
la pirámide, dejando al descubierto una pequeña cámara de piedra construida en el
mismo macetero. Allí, brillando esplendoroso a la luz de las linternas, se hallaba el
collar de oro con el colgante de ave.
Para mi sorpresa, Alberto se apoderó de él y lo aferró contra su pecho sin dejar de dar
vueltas sobre sí mismo y reír histéricamente. Aquella risita me recordaba algo… ¡Claro,
se parecía a la risa distorsionada que había oído en el teléfono hacía unas horas! Una
horrible sospecha empezó a abrirse paso en mi mente. Me puse en pié yo también y
miré hacia mi coche, calculando si tendría alguna posibilidad de llegar hasta él sin que
Alberto me alcanzara.
- Ni lo intentes –dijo él bruscamente, adivinando mis pensamientos.
Comprobé horrorizada que había sacado una pistola y me apuntaba con ella. Traté de
mantener la calma pero lo cierto es que me temblaban las rodillas.
- Alberto ¿Qué está haciendo? Por favor, baja ese arma.
Él sonrió de manera impertinente. Tenía un brillo de locura en la mirada.

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- Eres una ardillita muy lista, tu marido no te supo sacar todo el partido. Sabía que si
Marcelo tenía un escondite secreto tú lo encontrarías… si te proveía con la motivación
adecuada, por supuesto.
- ¡Marta! – exclamé- ¿Qué has hecho con ella, canalla?
Para mi completa sorpresa, una de las puertas del coche de Alberto se abrió y Marta
descendió del vehículo.
- Estoy perfectamente, gracias –comentó con voz gélida. Luego caminó hasta situarse a
su lado.
- ¿Estáis juntos en esto? –pregunté estúpidamente. La cabeza me daba vueltas.
Alberto se echó a reír.
- Marta y yo mantenemos una relación íntima desde hace tiempo.
- ¿Matasteis vosotros a Marcelo?
- ¡Bingo! Lo hicimos nosotros. Y ahora te toca a ti.
Se acercó a mí sin dejar de apuntarme con el arma.
- ¡Espera! –grité- al menos tengo derecho a saber por qué. Marcelo siempre te trató muy
bien y te convirtió en su persona de confianza… has ganado muchísimo dinero gracias a
él…
Pareció considerar un momento si seguir hablando o matarme.
- ¡Pero yo lo quiero todo! –masculló entre dientes- Tengo derecho a todo. Mi madre era
la hermana mayor de Marcelo, pero mi abuelo se aseguró de que fuera él quien recibiese
el negocio de las antigüedades y la mayor parte de la herencia familiar. Cuando ella se
quedó embarazada siendo aún una adolescente, la repudió por completo. Ella se tuvo
que venir a España sin nada y empezar de cero. Tuvo que aceptar cualquier trabajo para
sacarme adelante, luchar con uñas y dientes… incluso casarse con un indeseable como
mi padrastro, para que yo tuviera un apellido.
- Es lamentable lo que le pasó a tu madre, pero cuando Marcelo vino a España unos
años más tarde, te tomó bajo tu protección. Te pagó los estudios, te dio trabajo…
- ¿No lo entiendes, verdad? –preguntó febril. Me miraba como si yo fuera una niña tonta
a la que hay que explicarle algo obvio- Tú sólo ves lo que te conviene. Marcelo me
utilizaba para sus trapicheos ilegales y sus negocios sucios. ¡Pues ya me he cansado de
ser su esclavo!
- ¿Y el collar? –Yo intentaba ganar tiempo a toda costa, tratando de pensar cómo salir
de ese lío.
Miró sonriendo la joya que sostenía su mano izquierda, sin dejar de apuntarme.

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- Un antepasado nuestro participó en una excavación arqueológica en Teotihuacan, en
1885. Consiguió sustraer esta pieza sin que nadie se diera cuenta. Ha estado en la
familia secretamente durante generaciones, pasando siempre al hijo primogénito. ¡Mi
madre debería haberlo heredado, no Marcelo! Hay una estúpida leyenda familiar que
dice que el collar trae mala suerte al que lo posee ¡menuda patraña! Marcelo se la creía,
incluso pensaba que por causa de esto no habéis conseguido tener hijos. Hace poco me
dijo que estaba buscando un comprador y eso me decidió a matarle… bueno, eso y el
hecho de que fuera a hacerte socia del negocio mientras que a mí me trataba como un
esclavo. Ahora sólo me queda un cabo suelto, tú.
De pronto todas las piezas encajaron en mi cabeza.
- Ya entiendo. Si me matas a mí ahora, tú lo heredas todo, como único pariente vivo de
Marcelo… ¡Pero, la policía dará contigo, buscarán al asesino…!
- No si siguen pensando que tú mataste a Marcelo. Después los remordimientos unidos a
la certeza de que la policía iba a detenerte, hicieron que te suicidases. Incluso vas a dejar
una carta explicándolo todo, Marta sabe falsificar tu letra perfectamente.
Contemplé atónita cómo él sacaba un frasco del bolsillo.
- Ahora vamos a ir dentro de la casa. Te vas a tomar este frasco de pastillas con una
botella de whisky, como una niña buena.
Miré a Marta atónita.
- ¿Cómo puedes permitir esto? –pregunté desesperada, en un último intento de salvar la
vida- ¡somos amigas!
- ¿Amigas? –masculló ella con desprecio- ¡No eres más que una pija presumida!
Siempre creyéndote el ombligo del mundo. No sabes lo difícil que ha sido hacerme
pasar por tu querida amiga todo este tiempo. Además, necesito dinero
desesperadamente. Hace meses que no vendo ni una sola obra.
Comprobé aterrada cómo Alberto y ella empezaban a acercarse a mí para agarrarme.

Y entonces estalló el caos. Dos agentes de policía saltaron sobre Alberto, desarmándole
e inmovilizándole, mientras otros dos le ponían las esposas a Marta. Varios agentes más
salieron de la oscuridad y con ellos, Abott y Costello.
Nunca pensé que podría sentirme tan feliz de ver a aquellos dos inspectores.
- Lo hemos escuchado todo –dijo Abott. Y sonrió.
***

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Capítulo 5

El día siguiente amaneció soleado y fresco. Hacía una mañana preciosa de otoño y
decidí ir hasta la comisaría a pie, dando un paseo. Durante el trayecto me sentía
extrañamente ligera e incluso feliz, como si me hubieran quitado un peso de encima.
Era una sensación maravillosa, que no recordaba haber experimentado en años.
Decidí que cuando todo aquello acabase, le daría un cambio radical a mi vida. Vendería
el piso de la calle Goya y me trasladaría a mi pequeño y tranquilo pueblo natal, en
Extremadura. Estaba muy cansada de Madrid y añoraba cada día más la vida en el
campo. Era una idea que me venía rondando desde hacía tiempo pero no la veía posible.
Ahora por fin podría ponerla en práctica.

En la comisaría, Abott y Costello me recibieron con una sonrisa y me invitaron a


sentarme. Rechacé el café con donuts que me ofrecieron y me apresté a oír la historia de
todo lo sucedido. Esta vez serían ellos los que hablasen y yo la que escuchase.

- En primer lugar, señora Álvarez, discúlpenos por haber sospechado de usted, pero la
verdad es que al principio todas las pruebas estaban en su contra –dijo Costello, y esta
vez las disculpas sí me sonaron auténticas- Aunque siempre hubo algo que no nos
acababa de encajar.
- En cualquier caso- respondí- les estoy muy agradecida por haberme salvado la vida.
- La pistola resultó ser la suya –explicó Abott- y las únicas huellas que encontramos en
ella fueron las de usted y su marido. Méndez usó guantes cuando le asesinó.
- Pero ¿cómo lo hicieron Marta y él exactamente?
- Primero prepararon el terreno para que usted pareciese culpable. Por ejemplo, Marta se
ocupó de mencionar lo del divorcio delante del portero, unos días antes. Sabían que
Nelson recordaría un chisme tan sabroso como ese. Lo planearon todo con sumo
cuidado.
- El lunes pasado, según ellos mismos han confesado –continúo Abott- Méndez llegó al
domicilio de ustedes al mediodía. El portero no le vio porque no estaba en su puesto en
ese momento, era su descanso para comer. Méndez estuvo con su marido toda la tarde,
ocupándose de asuntos del negocio. En algún momento se escabulló para buscar la
pistola en la mesilla de su habitación, él sabía por el señor Urdaiz dónde la guardaba
usted. Colocó el silenciador con la intención de utilizarla en el momento preciso. A las

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seis de la tarde su esposo dijo que debía irse al aeropuerto a recogerla a usted, y
entonces Méndez fue a por el arma y le apuntó con ella. Intentó por todos los medios
que su marido le contase dónde había guardado el famoso collar, pero no lo consiguió.
Luego se dedicó a echarle en cara todo lo de su madre, la herencia familiar, etcétera,
igual que hizo con usted anoche.
- Ya –comenté yo- no tenía ni idea de que estuviera tan resentido.
- A las seis cuarenta usted llamó al teléfono móvil de su marido desde el aeropuerto –
continúo él- y Méndez dedujo que usted ya habría aterrizado y cogería un taxi, y en una
media hora llegaría a casa. Y así fue. Asesinó a su marido a sangre fría, y dejó el arma
junto al cadáver. Hizo un rápido y desesperado intento por encontrar el collar, dejando
todo en completo desorden.
Me estremecí al imaginar el momento del crimen.
- Pero ¿cómo logró salir del inmueble después, sin que el portero ni nadie más le viera?
–pregunté intrigada.
- Por que en realidad no salió del inmueble –continuó Abott- Y ahí es donde entra en
escena su amiga Marta. Ella fue la presidenta de la comunidad de vecinos el año pasado,
así que tenía una copia de las llaves del cuarto del ascensor. Conocía perfectamente el
mecanismo de éste, debido a un malfuncionamiento que sufrieron hace un tiempo.
- Me acuerdo de aquello, estuvo con los técnicos todo el rato mientras lo reparaban.
- Rápidamente Méndez se ocultó en el ascensor y entonces Marta quitó uno de los
fusibles, para simular una avería. Sabía que los técnicos no vendrían hasta el día
siguiente. Después regresó a su casa, y unos minutos más tarde usted llamaba a su
puerta tras haber encontrado el cadáver. Nosotros registramos la escalera pero no
miramos en el ascensor, lógicamente todos pensamos que no funcionaba.
Había una pregunta que me quemaba por dentro:
- ¿Por qué no sospecharon de Marta como asesina? Ella también tuvo ocasión…
Los dos inspectores cruzaron una mirada cómica, luego Abott respondió:
- Consideramos esa posibilidad, pero aparentemente ella no tenía ningún móvil para
hacerlo, ni su perfil encajaba con el de alguien capaz de apretar el gatillo… a usted en
cambio ¡y discúlpenos! sí que la vemos capaz de hacerlo… y además tenía un móvil
muy poderoso, heredarlo todo.
¡Vaya, así que ahora mi perfil encajaba con el de una asesina fría y calculadora! No
sabía si preocuparme o echarme a reír.

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- Por la noche –continuó Costello- Marta le dijo a usted que iba a tirar la basura pero en
realidad fue a colocar el fusible en su sitio, desbloqueando el ascensor. Así Méndez
pudo salir tranquilamente, amparándose en la oscuridad de la noche.
- Así que a la mañana siguiente el ascensor ya funcionaba, milagrosamente –exclamé
yo- Ahora que lo pienso, creo que vi el fusible en casa de Marta, pensé que era algo que
ella iba a usar para una de sus obras.
- Sólo quedaba por ejecutar la segunda parte del plan. Debían lograr que usted
encontrase el collar precolombino antes de que nosotros la detuviésemos como
sospechosa. Después la asesinarían fingiendo un suicidio, y de esta forma Alberto
heredaría todo, tendría el collar, y se libraría de los cargos por asesinato.
- Así que Méndez y ella la llamaron a usted por teléfono para exigirle que buscara el
collar, fingiendo un secuestro que no era real –continúo Abott- Y ahí es donde entramos
nosotros en escena… afortunadamente le habíamos pinchado el teléfono por orden
judicial y oímos toda la conversación. Fue muy reveladora…
- Estaba claro que usted no era la asesina. Pero no teníamos ni una pista fiable sobre el
auténtico asesino, y además pensábamos que había secuestrado a Marta. Así que
decidimos esperar y someterla a usted vigilancia. Escuchamos entonces la llamada que
usted hizo a Méndez citándose con él en su finca de El Escorial y decidimos seguirla.
- El resto es historia.
- Sí –respondí yo sonriendo- gracias a Dios ya es historia.

FIN

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