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La pedagogía divina
Al concepto de revelación le va implícita la noción de pedagogía, por ello es importante tener
claro lo que significa. Esencialmente es fruto de la libertad de Dios, en su “automanifestación” al
hombre por amor, y éste, mediante la fe, inteligencia y voluntad, coopera con la gracia divina,
asintiendo a la verdad revelada por Dios. A partir de estas dos realidades, la gratuidad de Dios y
la libertad del hombre, la pedagogía divina posee características muy definidas y estables, a pesar
del paso de los siglos, y bajo la guía del Espíritu Santo son irrenunciables.
Esta característica de la pedagogía de Dios procede precisamente del mismo ser de Dios, que es
amor y gratuidad. En la historia de la salvación Dios siempre toma la iniciativa. Como primer
don concede al hombre la posibilidad de la existencia, para luego acercarse a él e invitarle a
participar de su historia y de su vida. Así, la salvación es un don de su gracia y amor aún más
grande que el don creatural.
Dios busca que el ser humano se salve y se realice, sea feliz, y alcance la madurez. Ya en el
Antiguo Testamento se fue revelando paulatinamente y dando a conocer su plan de salvación a
Israel a través de palabras y acciones. Dios no se rinde, insiste y sigue interpelando, aunque la
respuesta se retrase o sea muy lenta.
Como hemos señalado, DV 2 afirma que Dios al revelarse habla a los hombres como amigos y
los invita a su compañía. De este modo abre el camino del diálogo, favoreciendo el encuentro
interpersonal y la comunión de vida. Al dialogar con ellos, los interpela para que libremente
entren en comunión con Él y se abran a la salvación. De esta manera, el ser humano es
reconocido como un ser idóneo para entablar una relación personal con el Señor de la vida 33.
Por eso lo esencial de la revelación, más que manifestar un cúmulo de verdades y doctrinas, es
que Dios se da a conocer personalmente.
Dios entra en la historia del hombre, se hace presente al pueblo de Israel a través de los
acontecimientos, camina de la mano y se hace cercano, condescendiente al ser humano, se abaja
y adapta a cada situación histórica. Dios es por naturaleza creador de historia, saliendo de sí
mismo por el Espíritu, mezcla su acción con la de los hombres.
Así pues, la pedagogía divina tiene su lugar en la historia y se concretiza en el acontecimiento de
Jesucristo. En Él no solo se patentiza la dimensión histórica de la revelación, sino que además se
hace manifiesto el dominio de Dios sobre la misma historia, porque, a pesar de la debilidad
humana, Dios lleva a pleno cumplimiento sus promesas.
La pedagogía divina es histórica porque la revelación acontece en la línea del tiempo y el espacio
como hecho histórico, no en un tiempo mítico, ni en el instante intemporal en que el sujeto logra
abstraerse de todo, sino en un tiempo real que hace posible la libertad.
Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de
forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y con- firman
la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las
obras y esclarecen el misterio contenido en ellas.
Entre ambas existe una dependencia: las obras realizadas por Dios en la historia manifiestan y
refuerzan la doctrina y las realidades significadas por las palabras y las palabras, por su parte,
iluminan el misterio que con- tienen. La revelación es la autocomunicación de Dios que acontece
mediante hechos salvadores y palabras que los interpretan: “acontecimiento y palabra, hecho y
sentido son por tanto indisociables”.
Dios se vale de mediaciones para revelarse. Mediaciones de tipo “personal”, como es el caso de
los profetas, que velan por la fidelidad del pueblo a Yahvé y avistadores de los tiempos
mesiánicos; mediaciones “históricas”, manifestadas en los acontecimientos fundantes de la
historia de Israel; mediaciones “rituales”, a través de las fiestas, las celebraciones, los ritos y ges-
tos litúrgicos, los objetos simbólicos del culto; mediaciones “literarias”, rela- tos religiosos,
alegorías, testimonios personales, poemas, plegarias, etc. A través de estas mediaciones los
israelitas experimentan la cercanía de Dios y su presencia.
Sin embargo, la mediación plena acontece en Jesucristo: “A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios
unigénito que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). El es “imagen
de Dios invisible (Col 1,15). A través del Hijo tenemos el acceso al Padre: “la verdad profunda
de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo,
mediador y plenitud de toda revelación” (DV 2; cf. DV 4).
El Dios del Antiguo Testamento interviene, pero sin alterar las etapas y procesos que el pueblo
había de pasar: la creación, los patriarcas, el éxodo, la alianza, etc. Durante el desarrollo de estos
hechos Dios va educando y preparando al pueblo a la plenitud de la revelación.
Por eso, si la revelación es un encuentro que acontece en la historia, se advierte que sea
progresiva, como es progresivo todo conocimiento que nace del amor. Así como los amantes se
adaptan el uno al otro, Dios, al re- velarse, se adapta a la capacidad de comprensión del ser
humano y a los diferentes momentos de la historia de la cultura. Por consiguiente, la revela- ción
puede entenderse a priori como un camino, un descubrimiento, y no una causa de imposición.
Por otro lado, el progreso no puede entenderse de forma lineal, pues puede haber paradas y
retrocesos e incluso desviaciones y rectificaciones por parte del hombre. Es necesario que la
revelación sea leída como un to- do, con las tensiones e incoherencias propias de todo conjunto
compuesto en tiempos distintos y por autores diferentes 50. La progresividad de la revelación
aparece entonces como pedagogía divina, a modo de un proceso educativo en el que Dios es el
educador que con paciencia lleva al educan- do a las necesarias superaciones, respetando sus
ritmos de crecimiento. A este fin como educador genial y previsor, Dios transforma los
acontecimientos de la vida de su pueblo en lecciones de sabiduría, adaptándose a las diversas
edades y situaciones de vida.
Por lo tanto, una revelación progresiva sólo en la escatología encontrará su plenitud. Este es el
motivo por el que la Iglesia “camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta
que se cumplan en ella plena- mente la palabra de Dios” (DV 8).
La historia entre Dios y su pueblo es, ante todo, una historia de amor, una alianza fundamentada
en el afecto de un padre que camina junto al hijo amado, procurándole todo bien. El amor es la
principal razón por la que Dios, en primer lugar, crea, pero además por la que se comunica al
pueblo y a todo ser humano, con el fin de entrar en comunión con él, en íntima y personal
relación, para comunicarle su naturaleza divina.
Es el amor lo que singulariza la pedagogía divina, es la clave que hace posible contemplar y
acercarse a su misterio. La misma revelación nos de- muestra las características de este amor: es
personal, pues llama por el nombre (cf. Is 43,1); incondicional, porque no depende de lo que el
pueblo haga sino de lo que es y a pesar de sus pecados, Dios se mantiene fiel a su alianza (cf. Is
54,10); Él es quien amó primero tomando la iniciativa y saliendo al encuentro, quien llama y
elige (cf. Jer 20,7), pero también, por amor amonesta cuando es necesario, con el fin de llevar al
pueblo a un plan maravilloso que supera sus propios planes (cf. Is 55,8-9).
Estos son los principales elementos que componen la pedagogía divina, que a través de la
revelación se nos han ido manifestando. Por medio de cada elemento hemos comprendido su
acción, ello nos permitirá dar el siguiente paso, acercarnos a la pedagogía del Espíritu Santo con
sus peculiaridades personales.