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UBA – FFyL

DEPARTAMENTO DE ARTES
HISTORIA DE LA DANZA (Plan 2019)
TEORIA GENERAL DE LA DANZA (Plan 1986)
2do. Cuatrimestre - 2021

HOMANS, Jennifer. (2010) Apollo`s Angels. A History of Ballet. New York: Random House.
Traducción: Eugenia Pérez Alzueta

CAPITULO II
La Ilustración y el Ballet narrativo

Hijos de Terpsícore renuncien a los saltos sofisticados, a los entrechats y demás pasos complicados;
abandonen afectaciones por sentimientos, gracias sencillas y expresividad; aplíquense a la noble
pantomima.
Jean-Georges Noverre
-
Uno mi débil voz a todas las voces de Inglaterra para marcar la diferencia entre su libertad y nuestra
esclavitud, entre su sabia audacia y nuestra insensata superstición, entre el estímulo que reciben las
artes en Londres y la vergonzosa opresión bajo la que languidecen en París.
Voltaire

A la muerte de Luis XIV, en 1715, el ballet clásico se había extendido a todas las ciudades de Europa.
Adoptado por los monarcas que veían en la corte francesa el nec plus ultra del mundo civilizado, había
echado raíces en Gran Bretaña, Suecia, Dinamarca, España, los reinos de los Habsburgo, los Estados
alemanes, Polonia, Rusia y también en muchas ciudades italianas donde la belle danse se encontró con
una viva tradición autóctona. Sin embargo, esta acogida no tardó en deteriorarse. A lo largo del siglo
XVIII, el ballet francés fue criticado y atacado en todas partes, incluso, y especialmente, en su bastión más
firme: París. En efecto, y precisamente porque el ballet era el arte de la corte por excelencia y parecía
personificar en muchos aspectos el estilo aristocrático francés, éste se convirtió en el blanco de hombres y
mujeres que aspiraban a crear una sociedad diferente y menos rígidamente jerarquizada. Para los
filósofos y sus admiradores, y para los extranjeros que desconfiaban cada vez más del gusto y las
costumbres francesas, el ballet había dejado de ser un símbolo de refinamiento y elegancia; al contrario,
había llegado a representar la decadencia.
Para los maestros de ballet y los bailarines, solo había un camino a seguir: la reforma. De
este modo, en el transcurso del siglo XVIII, los artistas de toda Europa se propusieron reestructurar
radicalmente su arte. Se trató de un movimiento generalizado que se extendió por varios frentes, desde
Londres, París y Stuttgart, hasta Viena y Milán. En todo momento, la Ópera de París siguió siendo la
capital del ballet, pero más allá de su considerable prestigio también estaba atrincherada administrativa y
políticamente: los avances artísticos más importantes se produjeron en otros lugares. Así y todo, París

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seguía teniendo tal gravitación que cualquier tipo de danza nueva que surgiera recién se afianzaba cuando
llegaba a ese centro y se representaba en el legendario escenario de la Ópera.
La reforma tuvo muchos protagonistas, sobre todo mujeres. Las bailarinas que habían sido
tradicionalmente relegadas a un papel secundario, comenzaron en el transcurso del siglo XVIII a realizar
críticas abiertas y a proponer osadas innovaciones. Como veremos, también encontraron una causa
común con los bailarines masculinos interesados en las formas “bajas” y populares; inspirándose en la
tradición de las ferias, la mímica italiana y los estilos acrobáticos, estas artistas revitalizaron el ballet
desde sus bases. Al mismo tiempo, otros intentaron desplazar el énfasis de los pasos nobles y la etiqueta
hacia la actuación y la pantomima, en consonancia con las críticas de la Ilustración francesa a la falsedad
y el artificio percibidos tanto en la belle danse como en el Antiguo Régimen. Sin embargo, a pesar de los
diferentes enfoques, los reformadores de la danza estaban, en todas partes, animados por un único deseo
general: dejar de lado la herencia aristocrática del ballet francés, con sus ángeles, dioses y reyes, y rehacer
la danza a imagen y semejanza del hombre.
Los ingleses habían albergado siempre una fuerte sospecha hacia el ballet. A diferencia de
los reyes franceses del siglo XVII que habían organizado a su nobleza en una sociedad severamente
disciplinada, la elite inglesa era más bien rural, recluida e independiente: “los grandes robles que
procuran sombra a un país” escribió Edmund Burke. El rango estaba sujeto a la propiedad de tierras y la
aristocracia prefería sus casas de campo y sus vastas fincas rurales a los más confinados y socialmente
regulados entornos de la corte o la ciudad. Además, tampoco compartían el prejuicio francés por el
trabajo, y los lujos de una existencia ociosa no les eran tan atractivos: se imponían a sí mismos impuestos,
aunque bajos, y muchos participaban del comercio y la industria. Poco impresionados por los
espectáculos y las opulentas exhibiciones, los pares y la aristocracia de Inglaterra conservaban tan solo un
interés periférico por las reglas y formas del ballet. El hecho de que el ballet fuera francés no contribuía:
su tradicional antipatía hacia sus vecinos del otro lado del Canal los volvió recelosos de sus artes
cortesanas. Las condiciones que dieron vida al ballet clásico en Francia, simplemente no existían en
Inglaterra. 1
Los ingleses, claro, también tenían una corte pero para el siglo XVII se había convertido ya
en algo pálido y lánguido, una imitación poco convincente y en decadencia de su par francesa. El baile de
máscaras, como bien señaló Ben Jonson, era un “estudio de la magnificencia” que ofrecía fastuosos
entrenamientos y danzas muchas veces representados en el salón de banquetes del Whitehall, pero sus
festividades no podían competir con los ballet de cour. A modo de garantía, Carlos I (1600-1649), que
creía firmemente en el derecho divino de los reyes, tomó la corte francesa como modelo y envió
representantes al extranjero para estudiar sus prácticas; incluso planeó construir un palacio similar al de

1
Habakkuk, “England”, 15.

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Versalles y esperaba emular los eventos teatrales y ceremoniales ricamente ataviados que organizaban los
reyes franceses. Pero estos planes fueron bruscamente abandonados en 1649: en el punto álgido de la
Guerra Civil inglesa, el desafortunado rey fue juzgado por alta traición y conducido a un cadalso fuera del
salón de banquetes, donde fue decapitado sumariamente. 2
Bajo el nuevo liderazgo de Oliver Cromwell y de los Puritanos, las artes escénicas se vieron
fuertemente restringidas: se cerraron los teatros y algunos rígidos polemistas como William Prynne
declararon el entretenimiento teatral “afeminado”, “excitador de lujuria” y capaz de “corromper y
depravar la mente”. Las opiniones de Prynne, basadas en una profunda corriente de odio puritano y
calvinista hacia el teatro y hacia cualquier exhibición del cuerpo humano, especialmente el femenino, no
eran originales. “En la danza –escribió un escritor en 1603– todo el cuerpo abusa de la promiscuidad…
aquí, una gracia artificial, y un ritmo artificial, un rostro artificial, y una parte inquietante se suma a un
arte perverso que aumenta la suciedad ya natural”. Cuando el maestro de ballet John Playford publicó su
libro El maestro de danza inglés en 1651, escribió una discreta disculpa por estar incluso planteando el
tema de la danza cuando “estos Tiempos y la naturaleza de la misma no coinciden”. 3
Sin embargo, con la restauración de la monarquía en 1660, los tiempos se revirtieron y los
entretenimientos de la corte volvieron con una exuberancia casi forzada. Al igual que su padre, Carlos II
envió representantes a Francia para aprender más sobre los espectáculos de Luis XIV, y se importaron
maestros de ballet franceses para aportar pompa y brillo a la maltrecha monarquía inglesa. Pero la corte
de Carlos carecía notoriamente de todo tipo de etiqueta y modales sociales. Carlos era un rey inverosímil
que despreciaba el ceremonial y las formalidades;para horror de sus partidarios llegó a burlarse de su
propia posición elevada, lo que provocó el comentario del rico Conde de Mulgrave de que Carlos “no
podría, ni siquiera preparándose, jugar el rol de Rey ni por un momento” dado que no podía evitar “que
toda distinción y ceremonia terminen por el suelo como inútiles y vanidosas”. 4
Los reyes y reinas que le siguieron no fueron (cada uno por sus razones) mucho mejor en
cuanto al ceremonial de la corte y los ballets: William III era holandés, protestante, muy trabajador y no
disfrutaba del espectáculo o la sociedad cortesana. Ana presidía una corte monótona, se preocupaba por la
política, por sus dificultades en los embarazos y su mala salud; su sucesor, Jorge I, era hannoveriano y
solitario, hablaba poco inglés y se ausentaba deliberadamente de los actos públicos y la pompa. En el
contexto inglés, el ballet francés apenas si tenía posibilidades. Como explicaría más tarde el artista
William Hogarth, los ingleses odiaban “los pomposos y sin sentido grand ballets” y en cambio preferían
estilos más animados y cómicos.5

2
Brewer, The Pleasures of Imagination, 5.
3
Prynne citado en Foss, The Age of Patronage, 5; Ralph, Life and works of John Weaver, 117; Playford, English Dancing Master,
Introduction.
4
Brewer, The Pleasures of Imagination, 239.
5
Hogarth, The Analysis of Beauty, 239

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De hecho, así era. Los ingleses tienen un gusto ya antiguo, que se remonta al menos hasta
Shakespeare, por la commedia dell’arte, la farsa y la pantomima. Desde el siglo XVI, la presencia de
grupos italianos en Inglaterra fue constante, y Carlos II invitó al reconocido mimo italiano Tiberio Fiorillo
por lo menos cinco veces a Londres para actuar frente a la corte. En los inicios del reinado de Jorge I,
desembarcaron con fuerza grupos de pantomima franceses, y el Arlequín se volvió una figura popular que
reapareció con frecuencia a lo largo de los siglos XVIII y XIX en lo que un crítico puritano denominó con
desaprobación “un monstruoso popurrí”.6
Tal y como estaban las cosas a finales del siglo XVII, el ballet era, en el mejor de los casos,
visto como una “circunstancia frívola”, y en el peor, como una empresa sospechosa que ocultaba impulsos
indecentes e indirectamente relacionada con la prostitución. Y sin embargo, a principios del siglo XVIII,
esto cambió de forma bastante repentina: la danza pasó a primer plano, y durante un breve momento
pareció que el ballet, transformado y visto bajo una nueva luz, podría ocupar su lugar como arte teatral
claramente inglés. El cambio se debió en gran medida a los esfuerzos de un sencillo maestro de baile
inglés de Shrewsbury, John Weaver. Weaver nació en 1673 de un maestro de baile local que enseñaba
ballet a los aspirantes a caballeros en la escuela de Shrewsbury; al igual que su padre, Weaver se convirtió
en bailarín y profesor, y acabó dirigiendo un respetable internado en la ciudad. También enseñó bailes
sociales a la nobleza de Londres. Conocido por sus dotes cómicas y de clown (tenía un gusto por las
bromas pesadas), actuaba con frecuencia en espectáculos ligeros que se intercalaban entre los actos de las
obras de teatro y llevaban títulos como “El delicioso ejercicio del volteo a caballo, a la manera italiana”. 7
Sin embargo, Weaver era algo más que un bailarín cómico o un maestro de escuela común y
corriente. Pertenecía a un pequeño grupo de maestros de ballet afines que vivían y enseñaban en Londres,
entre ellos, un tal Isaac, maestro de baile de la reina Ana, y Thomas Caverley, director de una reconocida
escuela en Queen's Square. Al igual que los maestros de baile de todo el mundo, estos hombres siguieron
de cerca las novedades de la capital francesa, y en 1706, Weaver tradujo y publicó el tratado de Feuillet
sobre la notación. Varios años más tarde, produjo una ambiciosa reflexión sobre su arte, que fue muy
plagiada: Un Ensayo para una Historia de la Danza, donde todo el Arte y sus muchas Excelencias están
Explicadas en cierta Medida. La obra fue dedicada a Caverley y publicada por el librero del Whig, Jacob
Tonson, quien también publicó a Milton, Congreve y Dryden. Y esto fue sólo el principio: Weaver publicó
más tarde (entre otros escritos) sus Lecciones de Anatomía y Mecánica en la Danza, y una polémica
defensa de la obra de su propia vida, La Historia de los Mimos y la Pantomima.

6
Ralph, Life and Works, 25. En la década de 1830, Charles Dickens se tomó el trabajo de editar las memorias del clown Joseph
Grimaldi, cuyas pícaras actuaciones, muchas veces políticamente polémicas, estaban inspiradas en la commedia dell’ arte y habían
fascinado a Dickens en su infancia.
7
Ralph, Life and Works, 401, 8.

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¿De dónde surgió este entusiasta arrebato de escritura sobre la danza? Si bien Weaver tenía
un talento inusual y era ambicioso, también era el resultado de un particular y dinámico momento
histórico. A principios del siglo XVIII, Londres se transformó en una pujante metrópolis que desplazó a la
corte del centro de la vida cultural inglesa. La ciudad creció precipitadamente de 475,000 personas en
1670 a 675,000 para 1750, y se volvió, en palabras de un testigo, “un poderoso rendezvous de nobleza,
aristocracia, cortesanos, teólogos, abogados, médicos, mercaderes, marinos, y todo tipo de artesanos
excelentes de las más refinadas habilidades y la más extraordinaria belleza”. Se estableció la “temporada”
de teatro que sacaba a los aristócratas de sus haciendas rurales y los atraía a Londres. El auge de las
actividades de ocio, los entretenimientos y el arte competían por el apoyo tanto de la élite como de las
clases populares, y –con la derogación de la Ley de Licencias en 1695– las publicaciones se dispararon,
surgió la Grub Street y los editores comerciales comenzaron a disputarse los provechos de un deseo
contenido por noticias, chismes y literatura.8
Se formaron cafés y clubes que reunían a personas con ideas afines para discutir y debatir
los asuntos del día. Entre ellos se encontraba el Kit Kat Club, fundado en 1696 por un grupo de
aristócratas del Whig entre los que se encontraban Tonson y Congreve, junto con Horace Walpole y los
escritores Joseph Addison y Richard Steele. Estos hombres pertenecían a una generación ensombrecida
por el recuerdo de la guerra civil, el regicidio y los profundos cismas religiosos y políticos; habían sido
testigos del desmoronamiento de la cultura de la corte y habían visto cómo Londres crecía ante sus ojos
hasta convertirse en una mezcla urbana, a veces abrumadora, de clases y pueblos. Bajo la influencia de
escritores como el tercer conde de Shaftesbury, que a su vez había sido educado por el filósofo John
Locke, los Whig del Kit Kat Club desarrollaron una ética de la “cortesía”, que esperaban se convirtiera en
la base de una nueva y estable cultura urbana y cívica inglesa. “Toda la cortesía”, escribió Shaftesbury, “se
debe a la libertad. Nos pulimos unos a otros, y limamos nuestros ángulos y lados ásperos mediante una
especie de colisión amistosa”.9
La cortesía que tenían en mente era claramente diferente de lo que Shaftesbury denostó
como “cortesía de corte”, esa forma “deslumbrante” y corrupta de comportamiento que había alcanzado
su punto álgido en la corte del Rey Sol, pero que también había envenenado la corte de la Restauración de
Carlos II, a pesar de toda la indiferencia real por las fruslerías y las formas francesas. Francia, insistía
Shaftesbury, era una Roma moderna: decadente y en declive. El futuro estaba en un estilo de interacción
social más sencillo y menos adornado, y en una estética que estuviera “por encima del giro moderno y de
las especies de Gracia, por encima de los maestros de baile, por encima del Actor y del Escenario, por
encima de los otros Maestros del Ejercicio”. La idea era sustituir la corte en decadencia por un nuevo tipo

8
Hoppit, A Land of Liberty?, 426.
9
Klein, Shaftesbury, 197

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de autoridad moral, arraigada en la vida urbana y las libertades del sistema parlamentario británico que
tanto había costado conseguir.10
Con este fin, Steele y Addison fundaron en 1711 The Spectator. Se convirtió rápidamente en
el periódico más importante de su tiempo, y sus ensayos circulaban y se reimprimían ampliamente. Al
precio de un penique por número, era razonablemente accesible y atraía por igual a hombres y mujeres de
la élite y de las clases aspiracionales. El “Sr. Spectator” era un representativo caballero del siglo XVII:
nacido en una hacienda rural, residía en Londres y pasaba sus días debatiendo sobre el gusto y el estilo.
Como buen maestro de ballet afrancesado, John Weaver podría haber parecido un inverosímil aliado para
una mente sobria como la de Steele, pero así y todo, Weaver logró convencer a Steele de que el ballet era
una herramienta cívica invaluable –que sus modales y gracias no eran necesariamente afectados y
frívolos, sino más bien un tipo de cortesía que podría ser usada a favor de la causa del decoro cívico inglés.
En 1712, Weaver publicó una carta abierta en The Spectator con introducción del mismo Steele, en la que
argüía los méritos de la danza como arte elevado pero, por sobre todo, como una herramienta educativa
vital “de beneficio universal”, como diría más tarde, “para todos los amantes de la Elegancia y la Cortesía”.
Ese mismo año, Tonson publicó el Ensayo para una Historia de la Danza de Weaver. 11
Desde ese momento, Weaver se abocó sin descanso a transformar el ballet francés y
volverlo la piedra de toque de la cultura cívica inglesa. La danza, afirmaba, podía ayudar a los hombres a
regular sus pasiones y a comportarse con civilidad: podía ser un aglutinante social, una forma de suavizar
las diferencias entre las personas y aliviar las tensiones que amenazaban con socavar la vida pública. No
se trataba, como en Francia, de acentuar las jerarquías sociales, sino de aplacarlas. La cortesía tampoco
era una mera cosmética o simpatía superficial; el comportamiento, creía, podía hacer que los hombres
fueran moralmente correctos en su interior. Y lo que era mejor, podía hacerlos más iguales. Giovanni
Andrea Gallini, un maestro de baile italiano que pasó su vida en Londres, siguió su ejemplo. El baile, dijo,
“debería recomendarse a todos los rangos de la vida.... Ciertamente, no es una opción para un noble elegir
el aire y el porte de un artesano; pero no se le reprochará a un artesano tener el porte y el aire de un
noble”. Como dijo el propio Steele: “El apelativo de caballero nunca debe ser empleado para las
circunstancias de un hombre”.12
Pero Weaver no se detuvo en la cortesía. También esperaba poder hacer de la danza un arte
escénico respetado. Para ello, se alejó de Francia y se centró en la antigüedad, separándose de la danse
noble aristocrática y acercándose al arte clásico de la pantomima. Fue una estrategia astuta: el Grand
Tour, en el que los jóvenes adinerados se educaban en las artes clásicas recorriendo las ciudades italianas,
era de rigor para una élite inglesa educada y ampliamente versada en latín y griego. Además, a principios

10
Ibid., 175, 190.
11
Ralph, Life and Works, 1005.
12
Gallini, Critical Observations, 120-121; Brewer, Pleasures of the Imagination, 91.

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del siglo XVIII se produjo una oleada de interés por la Antigüedad y una serie de nuevas traducciones,
como la de La Ilíada de Dryden en 1700 y la de Pope en 1715-20. La idea de Weaver era sencilla: los
maestros de ballet ingleses, en su opinión, estaban en una posición única para abrirse camino entre las
muestras insensatas e inmorales de los franceses y los trucos estridentes de los italianos. Los ingleses
podían crear una pantomima nueva y seria que siguiera el ejemplo de los antiguos y que fuera a la vez
elegante y recta desde el punto de vista moral, sin ser árida ni aburrida. Podrían tener su propio tipo de
ballet, distintivamente inglés y muy educado.
Así, en 1717, Weaver puso en escena un nuevo espectáculo en el teatro Drury Lane, titulado
Los amores de Marte y Venus, que describió como “Un entretenimiento dramático de baile realizado a
imitación de las pantomimas de los Antiguos Griegos y Romanos”. El Drury Lane no era un teatro
cualquiera: era el teatro de Richard Steele. Algunos años antes, el crítico y clérigo Jeremy Collier había
suscitado un vigoroso debate sobre la moralidad de la vida teatral londinense, arremetiendo contra los
directores y dramaturgos por “la obscenidad de sus expresiones, sus palabrotas, su blasfemia y la
aplicación lasciva de las Escrituras, por su abuso sobre el clero, por hacer libertinos a sus personajes
principales, y volverlos exitosos en el libertinaje”. A la luz de este y otros honrados llamamientos a la
reforma teatral, el rey Jorge I había nombrado a Richard Steele director del teatro Drury Lane en 1714. Un
colega que compartía el entusiasmo de Steele por la reforma se alegró de esta “feliz Revolución”, que
podría dar nacimiento a “un escenario regular y limpio... del lado de la virtud”, y el dramaturgo John Gay
señaló que, de entre todas las personas, Steele era el único que sabía cómo “poner de moda la virtud”. 13
Así y todo, Steele enfrentaba un desafío considerable. No era suficiente con ser virtuoso y
cortés, también tenía que vender entradas y, en palabras de Collier, “garantizarse una mayoría de la
multitud”. La competencia feroz provenía de la ópera italiana y en particular de su rival, el teatro de
Lincoln’s Inn Fields, dirigido por John Rich. Rich pertenecía a una familia del teatro y había crecido
representando pantomimas italianas en las tablas de los teatros londinenses. Inteligente y sagaz, siempre
sabía qué se vendía y deliberadamente orientó sus producciones al mercado popular, atrayendo un gran
público a los espectáculos que más tarde un crítico describiría como “monstruosas cantidades de basura
armónica”. Los amores de Marte y Venus de Weaver parecía, sin embargo, haber logrado lo imposible:
fue una obra seria que logró ser un éxito de taquilla. 14
¿Cómo era? Lo que sabemos del ballet sugiere que era una obra de pantomima sobria con
música de Henry Symonds, pero que, como concesión al gusto popular, también incluía un Cíclope
cómico. Era decente: el papel de Venus fue interpretado por la bella Hester Santlow, que renunció a las
habituales poses seductoras a favor de una “delicadeza” más prístina y elevada. No había cantos, ni
pancartas, ni melodías conocidas, y la historia se transmitía puramente a través de “gestos regulados” y

13
Hoppit, A Land of Liberty?, 438, (“la obscenidad”); Loftis, Steele at Drury Lane, 4, 15.
14
Ralph, Life and Works, 25, 150.

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expresiones faciales marcadas (como máscaras) parecidas a las establecidas por los fisonomistas
interesados en trazar las manifestaciones físicas del carácter y los estados emocionales. Así, los celos se
mostraban como “un particular señalamiento con el dedo al medio del ojo”, o la ira como “el golpe
repentino de la mano izquierda contra la derecha; y a veces contra el pecho”. Weaver describió con cierto
detalle los gestos y movimientos que tenía en mente, y reforzó su relato de la obra con generosas citas a
fuentes antiguas.15
Para no ser menos, John Rich no tardó en montar una réplica: una obra de burlesque
titulada descaradamente Marte y Venus, o La trampa para ratones, en la que todos los papeles serios
estaban interpretados por bailarines en el más bajo estilo acrobático italiano. Weaver y Steele volvieron a
la carga el año siguiente con Orfeo y Eurídice, con un programa de veinticinco páginas repleto de
referencias a Ovidio y Virgilio. Pero el éxito fue menor y, con el tiempo, Steele se vio obligado a plegarse
cada vez más al gusto popular: trucos, acrobacias, toques cómicos lascivos. Sintiendo la derrota, Weaver
abandonó el teatro en 1721, momento para el cual el experimento que los dos hombres habían forjado
estaba ya prácticamente muerto, y el Drury Lane se dirigía inexorablemente hacia los entretenimientos
populares de pantomima que habían traído éxito a su rival. En 1728, Weaver reapareció brevemente y
escribió un relato amargo y autocomplaciente de su teatro de pantomima serio, pero este cayó en saco
roto. Al año siguiente murió Steele y Weaver se retiró cada vez más a Shrewsbury y a la vida privada.
Dirigió su escuela, donde enseñaba danza y ensayaba con nostalgia las pantomimas de los viejos tiempos
en el Drury Lane hasta su propia muerte en 1760, que pasó en gran medida desapercibida.
¿Weaver había fracasado? En términos comerciales, definitivamente sí: su ballet de
pantomima no había durado, y en el transcurso del siglo XVIII y XIX, el ballet en los escenarios ingleses
siguió siendo un arte foráneo, principalmente importado desde Francia e Italia. La pantomima volvió al
estilo clown, aunque también fuera muchas veces agudamente satírica y pusiera en juego de manera
implacable las formas en la que la cortesía se había vuelto un esnobismo afectado e hipócrita de la clase
alta. Pero si bien el ballet y su reforma no lograron imponerse en suelo inglés, y la cortesía no llegó a
traducirse en un nuevo arte del ballet, no deberíamos subestimar los logros de Weaver y Steele. Su visión
de la cortesía como un estilo social elegante y sobrio contenía las instrucciones para una forma de
movimiento –y baile– que aún hoy en día reconocemos como fuertemente arraigada en la historia y
experiencia inglesas.

A pesar del fracaso de Weaver, Londres siguió siendo un centro cultural vital que ofrecía
libertades que los franceses no podían siquiera imaginar. En 1730 –no mucho después que Weaver dejara
el Drury Lane– Voltaire escribió a un amigo en Londres sobre la iconoclasta bailarina francesa Marie

15
Ibid., 54, 56.

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Sallé, a quien conocía y admiraba. Sallé se había topado con algunas dificultades artísticas y
administrativas en la Ópera de París, y estaba en camino hacia la capital inglesa, donde fue cálidamente
recibida y aclamada. Voltaire, exasperado, se lamentó de “la diferencia entre su libertad y nuestra
esclavitud, entre su sabia audacia y nuestra insensata superstición, entre el estímulo que reciben las artes
en Londres y la vergonzosa opresión bajo la que languidecen en París”. La palpable frustración de Voltaire
ante los cada vez más arraigados intereses y el rancio medio artístico que habían enviado a Sallé a
Inglaterra se convirtió en un tema en los años venideros; y mientras los teatros comerciales de Londres
siguieran presumiendo sus elevados salarios (exponencialmente más altos que en París) y de un medio
artístico más libre, estos seguirían atrayendo a bailarines franceses, algo que molestaba cada vez más a los
funcionarios parisinos, especialmente en la Ópera. 16
De hecho, la descripción de Voltaire bien podría ser de la misma Ópera de París, siendo que
el teatro se mantuvo como un bastión del gusto aristocrático y la etiqueta de la alta corte. En cuanto a lo
artístico, era rígida: por decreto real, la Ópera solo podía representar tragédies-lyriques y opéras-ballets,
por lo cual no tenía nada de la combinación entre obras teatrales altas y bajas más típicas en Inglaterra y
otros teatros Europeos. Las obras de Lully y sus contemporáneos, que encontraban reconfortantes en su
evocación al grand siècle, dominaron, y seguirían haciéndolo, hasta la década de 1770. Incluso el edificio,
situado en la calle Saint-Honoré, rememoraba esta época dorada. El teatro era rectangular, a la manera de
un gran salón de baile real, y estaba decorado en oro blanco y verde, con lujosos rasos de satén y la flor de
lis en un lugar destacado del proscenio. Luis XV (1710-1774) controlaba personalmente los asientos: los
mejores eran los seis palcos situados en el escenario mismo, donde los más altos nobles y príncipes de
sangre podían solazarse ante la mirada de todos. El rey se sentaba en el palco a la derecha del escenario,
donde podía ser visto por todos, y el palco de la reina se situaba enfrente. Otros altos nobles estaban
dispuestos, como las joyas engarzadas a una corona, alrededor del primer anillo o grada. Estos palcos no
sólo proporcionaban un lugar para sentarse: cada uno era un propio salón decorado de forma personal
que el titular alquilaba por dos o tres años.
Las clases más bajas de la sociedad también tenían su lugar. En el segundo y tercer piso de
la Ópera se alojaban los sacerdotes ricos, las cortesanas, los nobles menores y las mujeres mundanas, y en
un balcón del tercer piso, conocido como “el paraíso”, había bancos duros y letrinas que desprendían tal
hedor que incluso los que no podían permitirse nada mejor se veían obligados a huir de allí. Abajo, el
parterre, en el que sólo se podía estar de pie, era una fiesta ruidosa reservada a los hombres. Sirvientes,
dandis, intelectuales, literatos y soldados –podían agolparse hasta mil personas– cantaban, bailaban,
gritaban, silbaban e incluso lanzaban flatulencias en aprobación o desaprobación de lo que acontecía en el

16
Dacier, Une Danseuse, 69

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escenario. Para que la situación no se descontrolara, los soldados del rey patrullaban armados con
mosquetes.
Todo estaba orientado a la exhibición social. Las mamparas entre los palcos estaban
dispuestas de manera que para el público fuera más fácil mirarse entre sí que al escenario; los que estaban
en los palcos más prestigiosos tenían que asomarse y estirar el cuello para llegar a ver el espectáculo. Los
lentes de ópera, de rigor para hombres y mujeres de alta alcurnia, servían para espiar las minucias de la
moda y el comportamiento de amigos y rivales. Las luces –grandes candelabros de velas, que generaban
una neblina de humo, y abundantes lámparas de aceite– no se atenuaban al comenzar el espectáculo,
sino que permanecían encendidas durante toda la representación, dando al teatro un aire de fiesta. Los
aristócratas solían llegar elegantemente tarde, irse temprano y pasar el tiempo yendo y viniendo
libremente entre los palcos, las visitas y los chismes. Esto no significaba que no estuvieran atentos a la
representación o a la reacción del rey; de hecho, muchos, parece ser, seguían el espectáculo con avidez, y
luego de la función se continuaba con extensas discusiones en salones, cartas y panfletos.
Como bien señalaba Voltaire, una de las cosas sobre las que se hablaba a mediados del siglo
XVIII era sobre Marie Sallé (c. 1707-1756). Sallé tuvo una carrera inusual. Nació en el seno de una familia
humilde de actores y acróbatas ambulantes –su tío era un famoso arlequín– y la familia actuaba en el
circuito de las ferias parisinas, sobre todo en pantomimas y acrobacias. En aquella época, las ferias eran
lugares populares de encuentro para las clases bajas de la sociedad, pero la realeza y la aristocracia
también acudían a ellas, deseosas de ver las irreverentes parodias de sus óperas y ballets favoritos. Sin
embargo, en los primeros años del siglo, ser un artista de feria requería mucha inventiva, ya que tanto la
Ópera de París como la Comédie Française guardaban celosamente sus privilegios y a los artistas de feria
se les prohibía cantar e incluso hablar en el escenario.
La respuesta fue inventar ingeniosas soluciones: colocar a personas entre el público para
que cantaran la letra, tocar melodías de canciones populares conocidas para que el público completara las
líneas y colocar pancartas con palabras nítidamente escritas en el escenario. Pero el arma más poderosa
que poseían los artistas de la feria era la pantomima. Prácticamente imposible de ser censurada o
regulada, ésta floreció y se convirtió en un sofisticado teatro mudo. De hecho, las ferias tuvieron tanto
éxito que en 1715 se les permitió llegar a un acuerdo con la Ópera de París: a cambio de una cuota, podían
representar obras llamadas opéras comiques, que combinaban canto, danza y parlamentos de forma
parecida al teatro musical actual. Las ferias tampoco eran el único escenario de este tipo en la ciudad. Al
año siguiente, los intérpretes italianos de la commedia dell' arte regresaron a París y establecieron la
Comédie Italienne; los dos teatros se fusionaron en 1762 como la Opéra-Comique bajo el patrocinio real y
se convirtieron en un serio rival de la Ópera de París. Así, Marie Sallé alcanzó la mayoría de edad en
medio de un cambio cultural importante de la vida escénica parisina: la Ópera se estancaba cada vez más
en su propio prestigio, mientras que la pantomima, el vodevil y las formas circenses se volvían cada vez

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más dinámicas. Sallé y su familia actuaron en los teatros populares de París, y también viajaron, como ya
vimos, al teatro de John Rich, el Lincoln's Inn Theater, en los mismos años en los que Weaver actuaba en
el Drury Lane de Steele.
Pero Sallé era más que un mimo de feria. También estudió ballet con Françoise Prévost,
una consumada bailarina de la Ópera de París conocida por sus osadas interpretaciones en las Grandes
Nuits de la Duquesa du Maine en su castillo de Sceaux. Allí, Prévost representó famosas pantomimas con
un estilo cuidadamente serio –y altamente erótico– aprovechando la popularidad de las ferias y
compensando astutamente la mímica con modales artísticos más elevados del estilo de la alta nobleza. En
1714, por ejemplo, hizo llorar al público al interpretar una conmovedora escena de Les Horaces, de
Corneille, sin palabras y sin máscara. Su rostro desnudo y sus expresivos gestos parecen haber aportado
una estremecedora intimidad, y una profundidad emotiva a su presentación que de otro modo hubiera
sido más formal.
Sallé era todavía más intrépida. Debutó en la Ópera de París en 1727 con un estilo serio,
pero apenas establecida, ya comenzó a impacientarse con las estrictas reglas artísticas de la institución,
las intrigas y los rumores. Con el apoyo de Voltaire y Montesquieu, grandes admiradores de su arte (y de
su belleza), se marchó a Londres con varias cartas de presentación, incluida una de Montesquieu para la
formidable Lady Mary Wortley Montagu, ensayista e hija de un reconocido Whig del Kit Kat Club.
La mezcla londinense de cultura popular y seria, la libertad de su teatro comercial y la
avasallante popularidad contemporánea de la pantomima jugaron a favor de Sallé. Actuó en el teatro de
John Rich y trabajó estrechamente con Handel, en especial en sus óperas italianas, como Alcina.
Compuso ella misma muchas de sus danzas y, en 1734, a “pedido de Su Majestad” interpretó Pygmalion
“sin miriñaque ni cuerpos de ballet, desaliñada y sin ningún accesorio en el pelo… vestida solo con rasos
imitando una estatua Griega”, como señaló un periódico. En otra danza, Sallé “expresó el dolor más
profundo, la desesperación, la ira y el abatimiento… retratando a una mujer abandonada por su amor”. De
este modo, en Londres, Sallé dejó a un lado su formación más formal –y las máscaras y los vestidos
encorsetados– para focalizarse, en cambio, en los solos que combinaban pantomima, gestos y
movimientos libres para contar una historia y transmitir emociones sin palabras. El renombrado actor
inglés David Garrick recordó más tarde que las audiencias estaban tan cautivadas con las interpretaciones
de Sallé que le lanzaban flores de guinea envueltas en billetes y atadas con coloridos lazos como si fueran
bombones. 17
Cuando Sallé regresó a la Ópera de París en 1735, trabajó estrechamente con el compositor
Jean-Philippe Rameau, que a su vez estaba en conflicto con los atrincherados Lullistas quienes
consideraban que su música era demasiado emocional e intensa, en conflicto con la contenida tradición

17
Astier, “Sallé, Marie”; Macaulay, “Breaking the Rules”, part 3.

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clásica francesa. Sus dotes de actriz la convirtieron en una intérprete ideal, y creó e interpretó danzas en
muchas de las producciones más exitosas de Rameau, como Les Indes Galantes. Sin embargo, estas
danzas eran formales, todas las bailarinas llevaban miriñaque y por lo general máscaras: los días más
innovadores de Sallé habían claramente quedado atrás. Cuando intentó bailar en la más libre Comédie
Italienne, el rey, que valoraba la lealtad a la Ópera, amenazó con arrestarla. Se retiró en 1741, pero siguió
actuando regularmente en la corte (presumiblemente para mantenerse) y murió en París en 1756.
¿Qué decir de Sallé? En un sentido, no fue más que una artista de feria que tuvo la suerte de
tener una gran belleza y una disciplina considerable para someterse a rigurosas sesiones de práctica
diarias. Pero también fue más que esto, y merece nuestra atención ya que fue una de las primeras mujeres
en romper los lazos entre lo sexual y el ballet y en desarrollar sus talentos contra las convenciones.
Famosa por su belleza, lo fue en igual medida por su conducta virtuosa, en un tiempo en que las actrices y
bailarinas muchas veces funcionaban también como cortesanas. Rechazó amantes (Voltaire la llamaba “la
cruel puritana”) y al regresar a París llevó una vida discreta junto a una mujer inglesa, Rebecca Wick, a
quien le dejó sus modestas pertenencias terrenales. Su decoro irritaba a sus contemporáneos, pero Sallé
permanecía impasible: su comportamiento contenido solo la volvía más atractiva. Y si bien la Ópera de
París la distrajo, ella a su vez irritó a sus administradores al desafiar su autoridad y desplazarse hacia
teatros más populares de París y Londres. 18
Pero el verdadero logro de Sallé consiste en el simple hecho de que era una mujer. El estilo
noble siempre había sido decididamente masculino, grave y equilibrado. Y las mujeres intérpretes
llegaron tarde o a la sombra de los hombres. Sallé vino a cambiar todo eso: en sus manos, el estilo noble
se convirtió en algo femenino y erótico. Se despojó de la reglamentaria vestimenta de corte y se vistió con
sencillos (y reveladores) paños griegos; sus movimientos eran de una naturalidad conquistadora y utilizó
los gestos y la pantomima para socavar el artificio y la formalidad del género serio. De este modo, trasladó
el estilo de la nobleza francesa de la corte al tocador –y de lo público a lo privado– ofreciendo al público
una lectura sensual e íntima de lo que tradicionalmente había sido una danza heroica por excelencia. Sallé
dejó entrever las formas en que el ballet podía representar tanto los reinos íntimos como los
ceremoniales.
La contemporánea y rival parisina de Sallé, Marie-Anne de Cupis de Camargo (1710-1770),
conocida como La Camargo, encontró una forma diferente de salir de las anquilosadas convenciones de su
arte: la brillantez técnica. Tradicionalmente, las mujeres no realizaban los saltos, zapateos y otros pasos
virtuosos que hasta entonces se asignaban a los hombres o (en otra clave) a los bailarines acrobáticos
italianos. Camargo lo hizo. No se detuvo ahí, sino que llegó a acortar sus faldas hasta la pantorrilla para
que pudiera apreciarse mejor su excelente manejo de los pies, y lo sensuales que estos eran –medida que

18
Dacier, Une Danseuse, 89.

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también dio lugar a otro tipo de especulaciones lascivas: ¿llevaba ropa interior? Aunque nos cueste
imaginarlo, la idea de que Camargo exhibiera tan audazmente su destreza supuso un marcado alejamiento
de la modestia y un cambio hacia una forma de moverse más audaz y abiertamente seductora. Esto arqueó
varias cejas, y sirve como recordatorio de lo provocativas que podían ser las bailarinas en el escenario,
especialmente cuando rompían con los modales prescritos del estilo noble. No es de extrañar que la vida
privada de Camargo estuviera llena de amantes y escándalos, y que acumulara una considerable riqueza y
notoriedad.
Entre ambas, Sallé y Camargo cambiaron inadvertidamente el curso del ballet y lo
orientaron hacia el siglo XIX, cuando la bailarina acabaría por desplazar al bailarín de la cúspide de este
arte. Sin embargo, esto llevaría tiempo, y mientras tanto las mujeres que adoptaban el estilo serio o se
convertían en intérpretes virtuosas solían ser descritas como imitadoras del aspecto y el porte de un
hombre. Se decía que Camargo, a pesar de su estilo provocativo, "bailaba como un hombre", y Anne
Heinel, que se distinguió en el estilo serio algunos años después, fue descrita como "un magnífico hombre
vestido de mujer". Como explicaba otro observador (refiriéndose al preeminente bailarín masculino de la
época), “era como ver a Vestris bailando como una mujer”.19
Vale la pena detenerse un momento a considerar por qué las mujeres, y no los hombres, se
pusieron de repente a la vanguardia del ballet. En parte, su disposición a destacarse puede haber tenido
algo que ver con el estatus social de los bailarines, que era bastante peculiar y molesto. A finales del siglo
XVIII, la mayoría de los bailarines de la Ópera de París procedían del teatro, de sectores artesanales y
bajos, y, como empleados del teatro, eran siervos del rey. En el caso de los hombres, la situación era
bastante sencilla: se les imponían obligaciones y se les ofrecía protección. Pero para las mujeres la
situación era más compleja. Para ellas, la Ópera servía a menudo de refugio contra el control paterno o
conyugal, ya que una mujer empleada caía bajo el exclusivo control del rey y de los gentilshommes du roi;
los padres y los maridos se veían así privados de su habitual control financiero y moral.
En contraste con las mujeres de la sociedad francesa en general, las bailarinas de la Ópera
tenían sus propios ingresos y disfrutaban de una independencia inusual, aunque también eran más
vulnerables a las calumnias, el abandono y la ruina financiera 20. Muchas aprovechaban al máximo su
libertad y belleza actuando también como cortesanas, y el cliché de la joven bailarina que se deja acoger
por un protector pudiente para luego desangrarlo de todos sus recursos tiene una verdad histórica real y

19
Guest, The Ballet of the Enlightenment, 39-40 (“baila como un hombre”); Capon, Les Vestris, citando a Bacaumont (“ver a
Vestris”).
20
En L’Académie Royale de Musique, Émile Campardon documenta muchos casos en los que bailarinas se quejaban de que un
hombre se presentara a su puerta prometiendo lui faire du bien pero terminara robándole. Por ejemplo, una tal Mademoiselle
LeMonnier (Marie Adélaide) que bailó en la Ópera entre 1773 y 1776, presentó una queja contra Sieur de Roseville, un burgués de
París, que la sedujo, la embarazó y luego la abandonó. Mademoiselle Lilia y Mademoiselle Dumirail denunciaron comportamientos
similares. Catherine de Saint-Léger fue acosada públicamente y acusada de ser una mujer de dudoso honor -y peor aún, de haber
tenido sífilis-. Ella defendió su honor y su nombre.

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duradera. Además de Prévost y Camargo, hubo otras: las Mesdemoiselles Barbarini, Petit, Deschamps,
Dervieux y Guimard (por mencionar sólo las más conocidas) fueron bailarinas consumadas del siglo
XVIII que hicieron malabares con múltiples amantes y a menudo vivieron en un lujo extraordinario.
Como señaló un exasperado oficial de policía, la Ópera era "el harén de la nación" 21.
Estas mujeres mantenían así una curiosa relación con la nobleza, como clase social y como
idea. Las bailarinas profesionales eran un fenómeno relativamente nuevo, y cuando subieron por primera
vez al escenario de la Ópera en la década de 1680, a menudo interpretaban danzas que también
ejecutaban (de forma más simple) las mujeres de la nobleza en la corte y en la alta sociedad. En el
escenario, las bailarinas actuaban como aristócratas aunque en la vida real no lo fueran en absoluto. Y lo
hacían en una época en la que la distancia entre la ilusión teatral y la realidad era mucho menos
pronunciada que en la actualidad. Cuando un actor caía muerto en el escenario del siglo XVIII, se
entendía (en ese preciso instante) que estaba realmente muerto, y un bailarín era (en ese preciso instante)
realmente noble. Además, en la vida real, los bailarines se mezclaban a menudo con la realeza y muchos
de ellos tenían la riqueza y los atributos del estatus y los modales elegantes que los acompañaban (aunque
la forma de hablar era probablemente otro tema). La clause de non-dérogation que protegía a los nobles
de perder su estatus si bailaban en escenarios públicos confería un aire de respetabilidad a la profesión de
las bailarinas, incluso cuando también se las consideraba cortesanas. Las filles d'opéra no solían hacerse
ilusiones sobre su estatus, pero muchas intentaban astutamente sacar ventaja de la ambigüedad de su
posición.
La Camargo, por ejemplo, era una de las pocas que procedía de una familia con una
verdadera ascendencia noble (española e italiana). Pero la familia se había empobrecido, y su padre había
enviado a sus hijas a la Ópera para que allí pudieran ganarse la vida sin comprometer técnicamente la
nobleza de la familia. Sin embargo, había otros riesgos. El conde de Melun, un admirador rico y celoso, no
tardó en raptar a Camargo y a su hermana y llevarlas a un refugio apartado. El padre de Camargo escribió
enojado y con indignación una queja en la que insistía en que sus hijas fueran tratadas como mujeres de
alta cuna y que el Conde se ofreciera en matrimonio o bien fuera llevado ante la justicia por las
autoridades. Nada de eso ocurrió, y la vida de Camargo siguió su curso. En 1734, en el apogeo de su fama,
Camargo había abandonado la Ópera durante seis años para vivir con el importante Conde de Clermont,
abate de Saint-Germain-des- Prés. Éste la recluyó en diferentes casas en los alrededores de París, donde
tuvo dos hijos antes de que él la abandonara y ella volviera al redil de la Ópera.
Por poner un ejemplo más pintoresco, en 1740, la bailarina Mademoiselle Petit fue objeto
de calumnias por sus relaciones ilícitas. Ella se desquitó publicando un escrito en el que admitía
abiertamente haber aceptado un puesto en la Ópera con la única ambición de obtener un beneficio social y

21
Capone Yves-Plessis, Fille d’Opéra, 26.

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pecuniario por su belleza. Pero insistió en que siempre había actuado "como una mujer de alta cuna" y
que debía ser tratada como tal. Su elegancia, insistía, no era menos real por ser instrumental, y la
indignaban las acusaciones de indecencia que se le hacían. Pero Petit sabía que su indignación se apoyaba
en un terreno inestable, y en una animada defensa convirtió su debilidad en una ventaja al comparar su
propia posición con la de los hombres que tan a menudo la cortejaban: los recaudadores fiscales
(fermiers*). Su profesión, afirmaba, no era diferente de la de ellos. Ambos partían de la nada; ambos
tenían sangre fría y hacían malabarismos con muchos clientes al mismo tiempo. Ellos debían su estatus a
las riquezas, ella a sus encantos. Pero al menos los hombres a los que arruinó la querían, mientras que el
recaudador de impuestos era una figura odiosa y burlada. Estas alegaciones tuvieron una acalorada
respuesta: los Fermiers Généraux, una poderosa organización de recaudadores de impuestos y
financieros contratados por el rey, publicaron en 1741 un panfleto en el que rechazaban las calumniosas
afirmaciones de esta "Actorcita", ociosa e inútil, y cuya moral relajada mancillaba el tejido social. Esta
guerra de panfletos no tuvo ningún resultado, pero es difícil no admirar el coraje de Petit. Al hacerla
pública, rompió todas las reglas y expuso la fragilidad de su posición, y la de los demás. 22
La ambigua identidad social de las bailarinas de la Ópera fue incluso objeto de un litigio en
1760, cuando un arquitecto denunció a la famosa bailarina (y cortesana) Mademoiselle Deschamps por no
pagar sus servicios profesionales. Deschamps estaba casada pero legalmente separada. Estaba al servicio
de la Ópera y protegida por poderosos y acaudalados intereses (entre otros, los del duque de Orléans y un
recaudador de impuestos llamado Brissart). ¿Quién se haría cargo de los honorarios del arquitecto? Los
abogados estaban perplejos:

Las actrices de la Real Academia de Música son seres privilegiados y prácticamente


indefinibles. Son inútiles, aunque desgraciadamente se consideran necesarias, no tanto
autorizadas como protegidas, y toleradas por el Gobierno político, aunque no por la
legislación. Aisladas en el corazón de la sociedad civil, gobiernan en una esfera que está
bastante apartada de cualquier otra. No pertenecen ni a los padres ni a los cónyuges: en
cierto modo sólo dependen de sí mismas.23

22
“Factum pour Mademoiselle Petit, Danseuse de l'Opéra, Révoquée, Complaignante au Public”, nd., np., y “Démande au Public en
Réparation d’Honneur contre la Demoiselle Petit par Messieurs les Fermiers Généraux”, París 1741, Biblioteca de la Ópera de París,
legajo de artista, Mlle. Petit.

*Los fermiers (recaudadores de impuestos) cobraban aranceles e impuestos en nombre del rey. Los funcionarios financieros a
menudo se convertían en hombres ricos, y eran rechazados por ser un símbolo apropiado de los abusos y desigualdades perpetrados
por la monarquía bajo el antiguo régimen.
23
Carsillier y Guiet, Mémoire, 6-7.

*Deschamps se vio obligada, con el tiempo, a huir de París pero fue apresada en Lyon. Logró escapar pero nunca pudo recuperar su
estatus. Murió en la miseria absoluta en algún momento a principios de la década de 1770.

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En nombre del supuesto arquitecto perjudicado, los abogados acusaron a Deschamps de


haber renunciado a todo vínculo legítimo. Socialmente, dijeron, era como un espacio en blanco, sin
identidad cívica. Sin embargo, no podían negar que, en realidad, sus vínculos con la Ópera le daban cierta
posición social. Sin saber cómo proceder, se olvidaron de su incómoda identidad social y se centraron, en
cambio, en la necesidad económica. Para mantener una economía viable, argumentaban, los individuos
debían ser responsabilizados por sus acciones en el mercado. Esto debía aplicarse también a Deschamps
aunque fuera una mujer. Los registros sugieren que pagó. Sin embargo, al envejecer, Deschamps fue
cayendo en dificultades mayores y las deudas se volvieron tan agobiantes que se vio obligada a vender sus
posesiones en una subasta pública. Las filas de carruajes llevaron a la flor y nata de la sociedad parisina a
contemplar las adquisiciones de esta fille d'opéra caída en desgracia. La afluencia de público era tan
numerosa que se distribuyeron entradas admitiendo primero a los visitantes más distinguidos, como si su
caída fuera el acto final de una apreciada ópera o ballet*.
Así, la posición social de las mujeres de la Ópera no las hacía necesariamente más libres o
seguras, pero sí parecía darles cierto coraje, a veces temerario. Estas mujeres no tenían tanto para perder,
como sí mucho para ganar si se pasaban de raya o si adquirían notoriedad, de tipo sexual u otro. Las
consecuencias artísticas no siempre eran obvias, y no sabemos exactamente cómo el erotismo, el arte y el
estatus se compaginaban en las vidas de las bailarinas, que sólo dejaron un rastro muy leve de sus propios
pensamientos y motivos. Pero gracias a ellas, los desplazamientos de las bailarinas entre el arte y una
mundanidad decadente se convirtieron en unos de los temas dominantes en la historia del ballet, y la
reputación de una bailarina solía basarse tanto en su conducta privada como en sus méritos artísticos. Y
no es casualidad que muchas de las más audaces intérpretes del ballet de los siglos XVIII y XIX fueran
mujeres. Sallé y Camargo impusieron el molde: de forma calculada, utilizaron el gusto contemporáneo por
el erotismo, el teatro popular y la sentimentalidad para dar un claro giro al estilo noble francés en
dirección a lo femenino, ampliando los límites del arte y abriendo el camino a futuros desarrollos.

La idea de que la pantomima, la música y la danza podían contar una historia sin la ayuda
de palabras existía desde hacía tiempo en la commedia dell' arte, las ferias, los entreactos de ballet en las
óperas italianas y las obras de los jesuitas. John Weaver y Marie Sallé se habían inspirado en estas
tradiciones para sus propias pantomimas. Pero –y es un gran pero– la idea de que la danza podía narrar
una historia mejor que las palabras, que podía expresar alguna verdad humana esencial con una fuerza
moral que las palabras simplemente no podían transmitir era una idea que surgió directamente de la
Ilustración francesa. Y fue esta idea la que hizo que el ballet pasara de ser un ornamento decorativo
(dentro de la ópera, en el caso francés) a la forma de arte narrativo independiente que hoy conocemos
como ballet narrativo. Una vez que se impuso la idea de que la danza podía tener su propio peso
dramático, se abriría el camino a ballets narrativos autónomos como Giselle (1841), y más tarde El lago de

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los cisnes (1877), La bella durmiente (1890) y otros. Para entender cómo los bailarines y los maestros de
ballet pasaron de la tentativa de Marte y Venus de Weaver o de las modestas pantomimas de Marie Sallé a
los ballets dramáticos hechos y derechos, debemos volver a la vida y obra de Jean-Georges Noverre (1727-
1810).
Noverre fue un maestro de ballet francés y un autoproclamado crítico de la danza que
escribió un importante y extenso libro, Lettres sur la danse et sur les ballets. Repleto de consejos
prácticos, reflexiones teóricas, prolijas descripciones de los argumentos de sus propios ballets y
tendenciosos comentarios –incluidos elogios y críticas condenatorias a los bailarines de la Ópera de
París–, el libro documentaba la feroz (y muchas veces ciega) ambición de Noverre por reformar su arte.
No siempre era original, y su ampulosa arrogancia podía resultar poco atractiva, pero si sus ballets y sus
escritos eran a veces irritantes o poco originales, su clara comprensión de ciertas ideas centrales y su
incesante determinación de aplicarlas a la danza lo distinguían del resto de sus colegas en el mundo.
La carrera de Noverre llegó a toda Europa. Trabajó en París, Lyon, Londres, Berlín,
Stuttgart, Viena y Milán, y cuando publicó sus Lettres en 1760 fue reconocido en todo el continente por lo
radical de sus ideas. Cuando murió, en 1810, las Lettres habían sido reeditadas (con revisiones) y leídas en
múltiples ciudades desde París hasta San Petersburgo. Noverre se veía a sí mismo como una figura
progresista, una especie de philosophe manqué, y le gustaba presumir de su relación con algunas de las
principales figuras de la Ilustración francesa, especialmente Voltaire. Pero no sólo los escritos de Noverre
le valieron reconocimiento. Compuso unos ochenta ballets y veinticuatro opéra-ballets, además realizó
decenas de festivales y eventos especiales, y sus obras se representaron y retornaron a los escenarios
muchas veces de mano de sus alumnos en ciudades y cortes de toda Europa. Esto lo convirtió, por lejos,
en el maestro de ballet más conocido de su época. Su fama no hizo más que aumentar en los años
posteriores a su muerte: aunque sus ballets se terminaron perdiendo, las Lettres de Noverre fueron tan
elogiadas como criticadas por bailarines y maestros de ballet durante los siglos XIX y XX, desde August
Bournonville y Carlo Blasis hasta Frederick Ashton y George Balanchine. 24
Nacido en París, de padre suizo y madre francesa, Jean-Georges Noverre fue criado en la fe
protestante y recibió una sólida educación. Con su curiosidad intelectual y sus conocimientos de la
literatura y el pensamiento clásicos, disponía de unas herramientas que pocos en su profesión poseían. Su
padre era miembro de la Guardia Suiza y orientó a Noverre hacia la carrera militar, pero la pasión de
Noverre por el teatro acabó prevaleciendo, y finalmente acordaron que estudiaría con el respetado

24
Las Lettres de Noverre se publicaron en Viena, Hamburgo, Londres, Amsterdam, Copenhague, San
Petersburgo y París. Existían planes de traducirla al italiano en Nápoles hacia fines de la década de 1770
pero el proyecto fracasó; fragmentos de las Lettre se publicaron por entregas en el periódico Gazzetta
urbana veneta en 1794.

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danseur noble de la Ópera de París, Louis "el Grande" Dupré. Por su talento y su formación –por no
hablar de su ambición–, Noverre parecía encaminado hacia una trillada carrera en la prestigiosa Ópera.
Pero este no fue el caso. En cambio, en 1743 Jean Monnet, el flamante director de la Opéra-
Comique, contrató a Dupré para que reuniera una compañía de bailarines y pusiera en escena ballets.
Monnet pretendía fundar un teatro respetable con los mejores talentos posibles, y también reclutó al
compositor Jean-Philippe Rameau y al pintor y diseñador de vestuario François Boucher. Dupré, a su vez,
incorporó a Marie Sallé y a uno de sus alumnos, Noverre, de dieciséis años. De este modo, si bien Noverre
se había formado en el estilo noble más elevado y de la mano de uno de sus más venerados intérpretes,
comenzó su carrera en teatros populares y en ferias con Marie Sallé a su lado. Y aunque ella era unos
veinte años mayor que él, Sallé y Noverre se hicieron rápidamente amigos, y en años posteriores él la
pondría como modelo del baile expresivo.
No obstante, el hecho de que Noverre se iniciara en la Opéra-Comique es indicador de una
cuestión que signó su vida y le causó una frustración y una angustia considerables. La Ópera de París
seguía siendo el pináculo indiscutible del arte, y Noverre no podía evitar sentirse atraído por ella. Se
trataba de una cuestión de prestigio, pero también de oportunidad y recursos: la Ópera seguía siendo el
único teatro parisino autorizado a producir tragédies lyriques y opéra-ballets. Noverre se esforzó por
ganarse un lugar allí: en la década de 1750, tras haber ganado cierta reputación por su trabajo en el
extranjero y en las provincias, se postuló para el puesto de maestro de ballet en la Ópera. Pero ni siquiera
el apoyo de la inteligente y culta Madame de Pompadour, la influyente amante de Luis XV, pudo superar
la costumbre y las intrigas: Noverre fue humillantemente rechazado en favor de un candidato interno con
menos talento. Como señaló sardónicamente un observador más tarde, “si hay alguien que pueda
sacarnos de la infancia en la que todavía estamos en materia de ballets, debe ser un hombre como este
Noverre. La Ópera debería garantizarse y pagar bien semejante talento; pero por la misma razón que
debería hacerlo, no hará nada de eso”.25
La primera oportunidad real de Noverre fue en Londres. En 1755, el actor y director David
Garrick lo invitó a montar un ballet en el Drury Lane Theater. Los dos hombres tenían antecedentes en
común. Al igual que Noverre, Garrick no procedía de una familia teatral, sino que se había criado en un
hogar burgués de ascendencia protestante francesa. De buena educación y muy consciente de las
costumbres de su clase, le preocupaba que la elección de su profesión manchara la respetabilidad de la
familia –en aquella época, la mayoría de los teatros de Londres se encontraban en callejones oscuros y
pobres, entre burdeles y otras instituciones de mala reputación-. Retomando donde Weaver y Steele se
habían detenido, Garrick se propuso rescatar el teatro, limpiarlo y hacerlo respetable. Al igual que ellos,
creía que el teatro inglés podía ser moral y servir al mismo tiempo como reflejo de las libertades del

25
El músico Charles Collé, citado en Hansell, “Noverre, Jean-Georges”, 695.

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sistema político de Inglaterra; llevaba una vida matrimonial escrupulosa y animaba a sus actores y
actrices a hacer lo mismo.
Garrick logró establecer el drama shakespeariano como un arte elevado y un patrimonio
nacional. Para atraer al público, mezclaba obras populares con otras más serias, y su teatro ofrecía
pantomimas, payasos y obras derivadas de la commedia dell' arte. Para fomentar la concentración y los
modales en los espectadores, oscurecía el auditorio y retiraba los asientos del escenario. El propio Garrick
era un fascinante intérprete y maestro de la pantomima, que se había hecho famoso porque sus rasgos
parecían de arcilla: tenía la virtuosa habilidad de moldear su rostro, sin máscara, y expresar amor, odio y
terror en una rápida sucesión de gestos. Pero por sobre todo, renunció a las recargadas técnicas
tradicionales de declamación, en favor de una expresión más simple y clara que iluminara el texto e
interpelara de manera directa a personas de todas las clases sociales.
Noverre llegó a Londres dispuesto a montar uno de sus ballets más fastuosos, Les fêtes
chinoises, que se inspiraba en la moda contemporánea de la chinoiserie y que ya había sido presentado
con gran éxito en la feria de Saint-Germain, en París. Con una escenografía ricamente decorada por
Boucher y un gran elenco de bailarines, estaba lleno de extravagantes efectos visuales, como una escena
con ocho filas de chinos que se balanceaban de arriba hacia abajo imitando las olas del mar. Sin embargo,
el momento de la visita de Noverre a Londres fue poco propicio: cuando llegó en 1756, las hostilidades
internacionales habían precipitado los rumores de una invasión francesa, y Garrick fue muy criticado por
importar una compañía “enemiga”. A pesar de sus esfuerzos (se subió al escenario y trató de calmar los
abucheos del público asegurando que Noverre era suizo), el teatro estalló en violencia y el ballet fue
cancelado. Noverre se fugó a un escondite. Pero si su relación con el público inglés se vio truncada, el
episodio selló una firme amistad entre Noverre y Garrick. Volvió al año siguiente, y cuando se enfermó y
no pudo trabajar, Garrick le abrió las puertas de su hogar y Noverre convaleció allí. Refugiado en la
impresionante biblioteca de Garrick que contenía una amplia literatura sobre la pantomima, Noverre
comenzó a escribir sus Lettres sur la danse et sur les ballets. Más tarde reconoció la profunda influencia
del gran actor en su propio trabajo, diciendo que Garrick había hecho por la actuación lo que él mismo
esperaba hacer para la danza.
Sin embargo, cuando Noverre escribió sus Lettres, su mente no sólo estaba en Londres:
también estaba en París. Para mediados de siglo, el ballet de la capital francesa había entrado en una
especie de crisis. Marie Sallé y su generación habían desaparecido, y la danza parecía deslizarse hacia un
virtuosismo vacío y sin sentido. Los artistas y los críticos montaron una enérgica crítica a lo que
consideraban el artificio hueco y la astucia insincera del ballet. “Como un maestro de baile” se convirtió en
un epíteto común para describir cualquier cosa que hubiera caído en la artificialidad o la decadencia. Esta
crítica no surgió de la nada, sino que formaba parte de la extendida convulsión cultural de la Ilustración
francesa. Desalentada por la decadencia de la cultura clásica francesa del siglo XVII hacia el exceso

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decorativo y la disipación del rococó, una nueva generación de artistas y escritores franceses se vio
amedrentada por el desacuerdo en que se encontraban con la sociedad en la que vivían. Pero la Ilustración
no fue sólo una crítica a los principios que sostenían al Antiguo Régimen, sino que también expresó una
profunda inquietud por sus formas: por las apariencias y por la forma en que la gente vestía, se movía y
bailaba. La política, pero también el arte, la moda, el teatro, la ópera y el ballet se vieron arrastrados a un
debate agudo y escrutador, y no es casualidad que muchos de los artículos escritos sobre la danza se
publicaran en la influyente Encyclopédie de Diderot y d'Alembert, compilada en los años 1751-80.
De hecho, en sus Lettres, Noverre reconocía su deuda con Diderot, quien había escrito
extensamente sobre la lamentable situación del teatro francés, que le parecía deprimentemente “de
madera” y en exceso formal. Odiaba la forma en que los actores posaban y se acicalaban en el frente del
escenario (donde la luz era mejor) y pronunciaban una serie de enérgicos discursos, para luego salirse
desconcertantemente del personaje y vagar sin rumbo por el escenario. Diderot quería desarrollar un
nuevo tipo de teatro basado en la acción sostenida, los cuadros dramáticos y la pantomima vigorosa. Los
actores, insistía, debían quitarse las máscaras y mirarse a la cara y hablar entre ellos (no al público) y, al
igual que Garrick, liberarse de las convenciones estilizadas y anticuadas de la declamación tradicional.
Diderot no era el único en pensar de este modo, y tanto él como otros señalaron que el vestuario debía ser
más realista y representar el carácter del personaje más que su estatus social: los campesinos, se señalaba,
no visten seda. Y de hecho, en la década de 1750 estas ideas empezaron a imponerse en los círculos
teatrales. En 1753, Madame Favart, en la Comédie Italienne, se deshizo de las galas y representó a una
aldeana con un sencillo traje de campesina, mientras que dos años más tarde, la actriz trágica
Mademoiselle Clairon moderó su interpretación y actúo sin miriñaque.
Si el problema del teatro era que sus intérpretes no decían las cosas de forma realista, el
problema de la danza, según la opinión general, era que no decía absolutamente nada. El libretista y
escritor Louis de Cahusac (que trabajó con Rameau) se lamentaba de que el ballet había alcanzado su
techo de cristal: Sallé había sido expresiva, pero sus sucesores eran técnicos aburridos cuyos trucos sin
sentido degradaban el arte. Diderot no tenía paciencia para los ballets: “Me gustaría que alguien me dijera
qué significan todas esas danzas como el minué, el passepied y el rigaudon... este hombre se desenvuelve
con una gracia infinita; cada uno de sus movimientos transmite soltura, encanto y nobleza: pero ¿qué está
imitando? Eso no es canto, es solfeo”. Y Jean-Jacques Rousseau, que había compuesto óperas y ballets en
París en la décadas de 1740 y principios del 50, se opuso más tarde con vehemencia a este arte, que le
parecía un ejemplo de las formas en que la sociedad “encadenaba” a los individuos, destruyendo su
bondad natural con espurias gracias sociales:

Si yo fuera un maestro de danza, no realizaría todas las monerías de Marcel, buenas nada más
que para ese país donde se empeña en hacerlas. En lugar de estar siempre ocupando a mi

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alumno en saltos, lo llevaría al pie de un acantilado. Allí le mostraría qué actitud debe adoptar,
cómo debe llevar su cuerpo y su cabeza, qué movimientos debe hacer, de qué manera debe
colocar ahora el pie, ahora la mano, para seguir con ligereza los caminos escarpados, ásperos y
desiguales, y saltar de pico en pico tanto para subir como para bajar. Lo convertiría más en un
emulador de cabras que en un bailarín de la Ópera.26

Además, Rousseau tenía poca paciencia para el hábito de representar ballets en las óperas.
Se quejaba de que interrumpían la historia y arruinaban su efecto dramático. Haciéndose eco de este
sentimiento, al barón Grimm le preocupaba que el ballet se hubiera de hecho apoderado de la ópera
francesa: “La ópera francesa se ha convertido en un espectáculo en el que todo lo bueno y lo malo de los
personajes se reduce a danzas”. Peor aún, las danzas eran “insípidas” y vacías de ideas, apenas mejor que
una serie de “ejercicios académicos”. Con la fuerza que le caracteriza, Rousseau llegó a la conclusión
inevitable de que “toda danza que sólo se represente a sí misma, y todo ballet que no sea más que danza,
deben ser desterrados del teatro lírico”.27
Algo había sucedido: a finales del siglo XVIII, el ballet clásico –que había sido en otro
momento una forma de arte respetada e incluso venerada, imbuida del prestigio de la monarquía y del
grand siècle– había terminado por parecer vacía y sin sentido, un tipo de danza en la que pocos creían y
muchos rechazaban de plano. Fue en este contexto que Noverre escribió sus Lettres. Quería darle al ballet
una nueva brújula: alejarlo de una aristocracia trivial y hedonista, y llevarlo hacia la tragedia, los dilemas
morales y el estudio del hombre. No era suficiente, reprendía, realizar bellos movimientos con decorados
y trajes fastuosos que llevaran sobre sí las miradas. Los bailarines también debían “apelar” al alma y
conmover al público hasta las lágrimas. El ballet debía convertirse en un “retrato de la humanidad” cuyos
temas fueran los hombres y la verdad. Como dijo en otro contexto el crítico y dramaturgo alemán
Gotthold Ephraim Lessing (que admiraba a Noverre): “Si la pompa y la etiqueta hacen de los hombres
máquinas, la tarea del poeta es volver a hacer hombres de esas máquinas”. 28
Sólo había una manera de hacerlo. La danza, decía Noverre, tenía que contar una historia,
no con la ayuda de palabras, arias o recitativos, sino por sí misma, solo con el movimiento. Y por
“historia” no se refería simplemente a cuentos cómicos o a interludios ligeros y entretenidos; quería hacer
ballets oscuros y serios sobre el incesto, el asesinato y la traición, y de hecho más tarde compondría ballets
sobre Jasón y Medea, sobre las muertes de Hércules y Agamenón, y sobre Alceste, Ifigenia y la batalla de
los Horacios y los Curiacios. La idea no era cambiar, ni siquiera desafiar, los elegantes pasos y poses del
estilo noble. Estos debían permanecer totalmente intactos. La reforma del ballet debía pasar por otro

26
Haeringer, L’esthétique de l’opéra, 156; véase también Cahusac, La Danse Ancienne, 3: 129, 146; Rousseau, Émile, 139-40.
27
Diderot y d’Alembert, Encyclopédie, 12: Diderot y d’Alembert, Encyclopédie, Supplement, 18: 756.
28
Noverre, Lettres, 138-9 (“apelar” y “retrato de la humanidad”); Cassirer, Philosophy of the Enlightenment, 296.

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lado: la pantomima. Noverre pretendía construir un nuevo tipo de ballet que mezclara la pantomima, la
danza y la música –pero no la palabra ni el canto– en un drama tenso y coherente: el ballet d’action.29
Al igual que Weaver, Noverre tuvo cuidado en señalar que por pantomima no se refería a
los gestos “bajos y triviales” típicos de los bouffons italianos o a los gestos “falsos y mentirosos” de la
sociedad que se perfeccionaban frente a un espejo. La pantomima de la que hablaba superaría el artificio
de las formas de la corte y golpearía de lleno el núcleo de lo humano. Su pantomima sería como un
“segundo órgano”, un primitivo y apasionado “grito de la naturaleza” que revelaría los sentimientos más
profundos y secretos del hombre. Decía que las palabras a menudo fallaban, o bien servían como velo que
ocultaba los verdaderos sentimientos de un hombre. El cuerpo, en cambio, no podía disimular: ante un
dilema angustioso, los músculos reaccionaban instintivamente, retorciendo el cuerpo en posiciones que
transmitían el tormento interior con mayor precisión y patetismo de lo que jamás podrían las palabras.30

Sin embargo, había un problema. La pantomima no podía contar una historia complicada.
No tenía cómo expresar, por ejemplo, el pasado o el futuro. ¿Cómo podría un bailarín expresar con gestos
que el año anterior su madre había asesinado a su padre? Así que, haciéndose eco de los Modernos del
siglo XVII, Noverre sostenía que los ballets no debían ser en absoluto como las obras de teatro: debían ser
como las pinturas. La única manera de contar una historia era construir una serie de “cuadros vivientes”
que se sucedieran secuencialmente a partir del mismo principio que un tríptico. De ahí que Noverre
estudiara de manera constante arte y arquitectura, y aplicara a sus ballets las leyes de la perspectiva, la
proporción y la luz. Dispuso a sus bailarines por altura, de menor a mayor, yendo del proscenio a un
horizonte lejano, y trazó meticulosamente patrones de claroscuros en el escenario. Además, insistió en
que los bailarines de estos cuadros debían ser individuos de carne y hueso, no bonitos adornos alineados
en filas simétricas. Cada uno de ellos debía tener un rol con distintos gestos y posturas, y representar con
realismo un momento de la acción. En estos cuadros pictóricos, los bailarines a menudo se congelaban en
una imagen instantánea antes de seguir adelante, y Noverre incluso pensó en introducir pausas en sus
ballets para centrar la atención en “todos los detalles” de estos “cuadros”. 31
No era una idea original: los cuadros eran una figura destacada en las ideas de Diderot para
un nuevo teatro dramático, y los abogados parisinos también habían empezado a utilizar las poses
dramáticas y los cuadros como herramientas retóricas para reforzar la presentación de un argumento. El
poder de persuasión de estas técnicas tampoco pasó desapercibido en las altas esferas: cuando el Delfín se
casó con María Antonieta en 1770, las celebraciones contaron con montajes en los que los actores se

29
El ballet d’action es un término que pasó a denominar en el arte a aquellos ballets que cuentan una historia. Otros términos,
algunos de ellos intercambiables, podían ser “ballet heroico”, “ballet trágico” y “ballet pantomima”.
30
Noverre, Lettres (1952), 188, 44, 192-93.
31
Noverre, Letters on Dancing and Ballets, traducción de Beaumont, 149.

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inmovilizaban en escenas pictóricas preestablecidas, cada una de las cuales marcaba un momento
simbólico importante de los festejos. La moda siguió el ejemplo, y la puesta en escena de “cuadros vivos”
se convirtió en una actividad popular de los salones a finales del siglo XVIII, desde París hasta Nápoles,
especialmente para las mujeres.
No obstante, las ideas de Noverre supusieron una asombrosa reconceptualización de la
forma en que debía montarse un ballet. En la ópera francesa, como hemos visto, las danzas solían ser
divertimentos o “números” organizados en torno a un tema general; la simetría, la jerarquía y los
agradables patrones de Feuillet imponían un orden a los bailarines y al escenario. Por el contrario,
Noverre concibió una serie de cuadros estáticos y grupos con posturas irregulares, con los miembros en
ángulo y los cuerpos fijos en posturas expresivas. El espectáculo no era una sucesión de danzas como
perlas en un collar, sino una serie de cuadros narrativos discretos, aunque relacionados entre sí, que se
proyectaban uno tras otro –como cuadros en diapositivas– sobre el escenario.
Por si fuera poco, Noverre también quería cambiar el aspecto de los bailarines. Dejándose
llevar por un alto nivel de dramatismo, arremetió contra ellos:

Hijos de Terpsícore... renuncien a esas frías máscaras, imperfectas imitaciones de la naturaleza;


ellas desnaturalizan sus expresiones, y para ser franco, eclipsan sus almas y los privan de los
recursos que más necesitan para expresarse; desháganse de esas enormes pelucas y de esas
gigantescas cofias que distorsionan las proporciones entre la cabeza y el cuerpo; prescindan de
esas ajustadas enaguas a la moda que privan al movimiento de sus encantos, que desfiguran las
posiciones elegantes y borran la belleza de la parte superior del cuerpo en sus diferentes
posiciones.32

Máscaras, pelucas, miriñaques y peinados de moda –símbolos de la etiqueta de la alta corte


que perduraban y distraían– tenían que desaparecer, o al menos reducirse a proporciones manejables. El
objetivo era alejarse de los efectos mágicos y de los artificios; Noverre quería, en cambio, atraer al público
a un mundo dramático psicológicamente penetrante. Es por esto que más tarde insistió (haciéndose eco
de Garrick) en que el teatro debía ser oscuro y silencioso, y que el público debía sentarse a la distancia
exacta del escenario para entrar mejor en la composición visual. La zona de los bastidores, además, debía
estar cuidadosamente oculta y los cambios de decorado debían ser suaves e invisibles, sin duda
refiriéndose a la práctica (común en París hasta las últimas décadas del siglo) de que el director de escena
hiciera sonar un fuerte silbato para anunciar los cambios de decorado, que el equipo preparaba y
ejecutaba ruidosamente con el telón completamente levantado.

32
Noverre, Lettres (1952), 108.

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Al igual que Diderot y otros, Noverre esperaba despojarse de siglos de apariencia social y
redescubrir al hombre natural que se escondía debajo. Ansiaba develar y desenmascarar, liberar al
hombre de las anticuadas ataduras sociales y artísticas. De hecho, el ballet d'action tenía mucho en
común con el deseo utópico de volver a un mundo presocial, de redescubrir un lenguaje primitivo y
universal que hablara directamente a todos los seres humanos, desde los campesinos más humildes hasta
los reyes. Profundamente recelosos de lo que percibían como el carácter corrupto y engañoso de la lengua
francesa –en palabras de un crítico, “una lengua pérfida”–, muchos de los filósofos vieron en la
pantomima una forma de comunicación clara y completamente transparente. Como diría más tarde
Louis-Sébastien Mercier, el gesto “es claro, nunca equívoco; no miente”. 33
La idea no era sólo revitalizar el arte: se trataba de crear una política virtuosa en la que el
artificio y las mentiras de una cultura cortesana vacía dieran paso a una vida social más directa y honesta.
La pantomima se convirtió así en la piedra de toque de toda una serie de cuestiones sociales y políticas, y
en la segunda mitad del siglo XVIII fue objeto de un apasionado y amplio debate, un firme recordatorio de
que, en aquella época, el ballet no estaba aislado de la vida intelectual (como lo está hoy) sino que
formaba parte de un debate más amplio sobre el futuro del arte y la sociedad.
Pensemos en Rousseau. Como ya vimos, tenía poca paciencia para el ballet pero la
pantomima era un tema totalmente diferente. Veía el gesto y la mímica como formas de expresión dignas
que captaban algo esencial de la existencia humana en un estado puro y virtuoso, antes de que la sociedad
pudiera corromper a los hombres. Era el “grito de la naturaleza” por el que Noverre se sentía tan atraído.
Pero, por mucho que Rousseau anhelara volver a esos dichosos orígenes, también era optimista sobre los
límites de lo que era, para él, una forma de comunicación claramente primitiva. La pantomima, decía,
correspondía a un estado de necesidad infantil en el que las personas transmiten sus deseos más básicos
de comida y refugio. Pero sin palabras, los hombres nunca hubieran podido expresar plenamente sus
emociones o adquirir una conciencia moral.
Con esto en mente, Rousseau imaginó una época de oro en el desarrollo de la cultura
humana en la que la gente tenía suficiente lenguaje para comunicarse, pero no para dedicarse a los
engaños y la hipocresía. En este mundo utópico, la gente viviría rodeada de música, danza y poesía;
suspendida entre una existencia salvaje y una civilización avanzada en decadencia, sería a la vez buena y
éticamente consciente. De hecho, Rousseau se interesó a tal punto por la pantomima que creó la propia en
1763: una versión de Pigmalión en un acto (que no se representó hasta 1770) con pantomima, diálogos y
música, en la que los actores recurrían a la gestualidad en los momentos más cargados emocionalmente al
haber sido reducidos al silencio.

33
Goethe citado en Reau, L’Europe Française, 293-94 (“lengua pérfida”); Mercier, Mon Bonnet de Nuit, 2: 172.

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Diderot no estaba tan seguro. A pesar de la seguridad de sus prescripciones para un nuevo
tipo de género dramático y de los actores que habían sido entrenados para llegar a lo más hondo de la
emocionalidad a través de diálogos y gestos francos, la pantomima le seguía produciendo una profunda
inquietud. En efecto, en medio del coro de personas que veían a la pantomima como ese “grito de la
naturaleza” transparente y masculino, Diderot conservó –al menos en sus pensamientos más íntimos–
una turbada distancia. En su punzante libro Le Neveu de Rameau, escrito en 1761 pero que no se publicó
ni leyó hasta después de su muerte, Diderot escribe un diálogo con el sobrino del gran compositor Jean
Phillipe Rameau, quien de hecho era una persona real y un compositor frustrado, propenso a iracundos
arrebatos y de una profunda perspicacia. Diderot retrata al sobrino como un hombre desesperado y
abatido, devastado por su incapacidad para seguir los pasos de su tío y darle una nueva vida a la música
francesa a través de un “grito de pasión animal”. El sobrino vive en un estado de desdén depravado y se
abre camino en el mundo gracias a su habilidad con la pantomima que de buen grado muestra a Diderot.
Deslizándose con destreza hacia un estado de ensoñación, interpreta escenas de óperas y de su vida
personal por medio de mímicas: adula y confabula, es obsecuente, vanidoso y manipulador, y contorsiona
hábilmente su cuerpo y rostro en las “posiciones” necesarias para conseguir los lujos que tanto anhela.
Diderot intenta convencerlo de renunciar a estas falsas posturas a cambio de la verdad.
Pero el sobrino no lo hace: la sociedad es implacable, dice, y las especies sociales se devoran unas a otras a
una velocidad fabulosa, como cuando bailarinas-cortesanas como Madame Deschamps se vengan de los
hombres de finanzas. Él también debe unirse a la lucha o perderse en el olvido. Y así “salta, se trepa,
retuerce, y arrastra: se pasa la vida tomando y ejecutando posiciones”, presumiendo de tal pericia que “ni
siquiera Noverre” podría competirle. Diderot se enfada y arremete contra él: “El hecho es que usted es un
débil, un goloso, un cobarde, un alma confundida. No cabe duda de que las experiencias mundanas tienen
su precio; pero no se da cuenta del precio del sacrificio que está haciendo para conseguirlas. Está
bailando, ha bailado y seguirá bailando esta vil pantomima”. Así, el sobrino representa lo peor de lo
corrupto, las clases sociales en ascenso arruinadas moralmente por las posturas sociales; él encarna las
oscuras profundidades en las que puede hundirse el bourgeois gentilhomme de Molière, una especie de
borracho, disoluto y patéticamente egoísta animal social. Ha renunciado a todo lo importante. Sin
embargo, su honestidad para admitirlo le concede una integridad que lo eleva por encima del firme
filósofo de Diderot y del hombre de altos principios. Al final de la historia, no está claro quién está dando
una lección a quién: las pantomimas artificiales, sugiere, puede que sean todo lo que tenemos. 34
Si bien Diderot consideraba que, de todas sus obras, Le Neveu de Rameau estaba entre las
más “locas”, ésta demostró que detrás de los tonos a veces estridentes y de la seguridad de los escritos
sobre la pantomima y el "hombre natural" había también un sentimiento de desesperación y una

34
Diderot, Le Neveu de Rameau, en Oeuvres, 457, 470, 473.

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deprimente conciencia de lo omnipresente e ineludible que podía ser la convención social. En efecto, para
Diderot, la pantomima, los fracasos de la música francesa y la constante corrupción social formaban todos
parte de un mismo e intrincado nudo. Parecía imposible lograr separar los cabos enredados y mucho
menos liberarse ellos. Su Neveu de Rameau fue una compleja reflexión sobre una sociedad en
descomposición y una generación de hombres y artistas atrapados en el cinismo: hubiese sido imposible
para el sobrino revitalizar la música francesa y aún más encontrar la forma de escapar a las “pantomimas”
que gobernaban su vida. 35
Pero los sentimientos más exacerbados alrededor de la pantomima provenían de quienes
más desconfiaban y se oponían a ella. En un largo artículo publicado en la Encyclopédie, Jean-François
Marmontel, un protegido de Voltaire y destacado libretista, sostenía que la pantomima era una forma de
moral peligrosa, de pasión en estado puro, que seducía al público y lo arrastraba hacia una emoción tan
grande que la hacía impermeable a la razón y al pensamiento crítico. Los romanos, señalaba, habían
sucumbido a la pantomima; como pueblo fuerte e insensible, preferían las formas teatrales
sensacionalistas a las que fomentaban la moderación, la razón y la sabiduría. Los modales y el
comportamiento civilizaban a los hombres; la pantomima los convertía en bestias. Otro observador
afirmaba con enojo que sus crudas gesticulaciones eran groseras e insultantes para los moderados y
formales modales de la élite francesa.
Queda claro que el ballet d’action no era simplemente un nuevo tipo de arte teatral. Al
centrarse en la pantomima, Noverre había aprovechado una de las ideas fundamentales de la Ilustración
francesa y había vinculado el futuro del ballet a ésta. Se trataba de una ambición audaz: si la pantomima
podía sortear las convenciones sociales que arrastraban a la sociedad francesa, densamente establecidas y
asfixiantes , el ballet d’action podría convertirse en el arte superior del nuevo hombre moderno.
Sin embargo, a pesar del entusiasmo de Noverre por la pantomima, éste había evitado
cuidadosamente una notoria contradicción: el ballet era un arte de la corte, y sus formas tenían todo que
ver con la etiqueta a la que él justamente rehuía. De hecho, lo más sorprendente de los escritos de Noverre
–y posteriormente de sus ballets– fue su apasionada denuncia de las falsas y vacías convenciones del
ballet y su simultánea e inquebrantable lealtad a las mismas. En sus coreografías, Noverre utilizó los
pasos y las posturas del ballet, y defendió con asiduidad el alto estilo noble en el que se había formado. La
pantomima era una vía de escape: por medio de la gestualidad, Noverre podía reformar el ballet sin entrar
en la espinosa cuestión de cómo sacar “la corte” de los pasos y las posturas que habían sido creados a
imagen de los reyes.
Su posición era comprensible. Después de todo, Noverre era un cortesano –estaba obligado
a serlo-. Su vida profesional, por lo menos fuera de Londres, dependía del beneplácito de príncipes, reyes,

35
El pesimismo de Diderot en relación con la música francesa formaba parte de un debate más extenso sobre los respectivos méritos
de las músicas italiana y francesa. Diderot se ubicaba firmemente a favor de los italianos.

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reinas y emperatrices, y vivía entre pelucas, sedas y máscaras incluso estando en contra de ellas. Esta
sensibilidad escindida le dio color a todo lo que hizo. De esta forma, al igual que Diderot y Rousseau,
Noverre desdeñaba la refinada etiqueta de la nobleza francesa y era famoso por sus groseros modales e
impetuosos arrebatos, pero también podía ser delicado y encantador, y sus retratos nos muestran a un
cortesano perfectamente acicalado. No era el único. Diderot era locuaz, devoraba su comida y ofendía a la
educada sociedad con su entusiasmo desatado, y así y todo, cuando el artista Louis-Michel van Loo lo
retrató sentado a su escritorio con el pelo alborotado, se quejó de que no se lo retratara con la debida
peluca. Y cuando Rousseau se despidió dramáticamente de la sociedad parisina a principios de la década
de 1750, renunció a sus finas ropas –reloj, encajes y medias blancas– pero permaneció el resto de su vida
penosamente acomplejado por su apariencia.
Existieron también otras complicaciones. Si por un lado, en París, donde sus Lettres eran
ampliamente leídas y admiradas, Noverre se situaba a la vanguardia del arte, por el otro, las cortes
extranjeras solían contratarlo como maestro de ballet francés, y su posición dependía a menudo de su
capacidad para reproducir la grandeza tradicional del ballet de corte. Así que cuando Noverre fue a
Stuttgart, Viena y Milán, llevó consigo a bailarines franceses e hizo todo lo posible para que conservaran
la formación de estilo serio, incluso cuando componía al mismo tiempo ballets totalmente de pantomima.
De igual modo, a lo largo de toda su carrera, benefició al diseñador de vestuario francés Louis-René
Boquet, que se había formado con Boucher y cuyas confecciones rococó eran el grito de la moda parisina y
parecían representar todo a lo que el ballet d'action se oponía. Así, en un conveniente revés del que se vio
muy beneficiado, Noverre pasó a representar tanto al estilo aristocrático francés como, al mismo tiempo,
a la crítica que la Ilustración hacía del mismo.

En 1769, el año en que se publican por primera vez las Lettres, Carlos Eugenio, el Duque de
Wurtemberg, contrata a Noverre para ponerse a la cabeza de una nueva compañía de ballet en la corte de
Stuttgart. Carlos Eugenio era un protegido de Federico el Grande y pertenecía a una cohorte de príncipes
alemanes cuyas cortes en Berlín, Mannheim y Dresde se volvieron centros artísticos vitales durante el
siglo XVIII, atrayendo a músicos y bailarines de toda Europa. Hombre apuesto, inteligente y aristocrático,
Carlos Eugenio construyó palacios ricamente decorados y mantuvo una corte numerosa a lo grande;
amaba a las mujeres y el ballet, y tenía un gran gusto por la música y el arte francés e italiano. Su teatro,
lujosamente reformado, tenía capacidad para cuatro mil personas y en un momento dado, podía llegar a
albergar a unos seiscientos artistas en el escenario. Para financiar sus pasiones, Carlos Eugenio subió los
impuestos de forma imprudente, puso en marcha una lotería nacional, taló y vendió bosques y cargos, y
finalmente, se apoderó del tesoro, gobernando sin los otros poderes del Estado durante diez años, entre
1758 y 1768, antes de que se le hiciera recapacitar. Sin embargo, gracias a esta política fiscal
despreocupada, el duque también montó una compañía de ópera y ballet de primera clase.

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Contrató a los mejores músicos y escenógrafos, y Noverre trabajó con compositores de toda
Europa: el austriaco Florian Johann Deller, el alsaciano Jean-Joseph Rodolphe y, lo que es más
impresionante, el compositor napolitano Niccolò Jommelli, que fue tentado a dejar un prestigioso puesto
en la basílica de San Pedro, en Roma. Además, fueron convocados, y muy bien remunerados, el innovador
escenógrafo Giovanni Niccolò Servandoni, el diseñador de vestuario Boquet (el favorito de Noverre) y los
bailarines parisinos Gaetan Vestris y Jean Dauberval. El mismo Noverre disponía de todos los lujos y
ayudas posibles: carruaje, caballos, vino, comida y alojamiento, forraje para sus caballos, y una compañía
completa de bailarinas que no paraba de crecer y que hacía las veces de harén personal del duque.
Permaneció allí por siete años y puso en escena unos veinte ballets nuevos. Muchos de ellos eran
extravaganzas de corte, como L'Olimpiade, de 1761, en la que un retrato de Carlos Eugenio era colocado
en el escenario y decorado con Musas, con Apolo, Marte y Terpsícore, y luego elevado al Parnaso, rodeado
de dioses. Pero Noverre también montó varios ballets d’action en consonancia con las ideas expuestas en
sus Lettres, incluido el controvertido Médée et Jason.36
Médée et Jason fue producida en 1763 con motivo de las celebraciones de cumpleaños de
Carlos Eugenio que incluyeron una revista militar, banquetes, procesiones, una misa, fuegos artificiales y
ballets ecuestres; por las fuentes de la corte corría vino tinto espumante. De acuerdo con las tradiciones
italianas, el ballet era un entretenimiento independiente, de entreactos, destinado a aliviar la gravedad de
la ópera que se estaba representando, y no un divertissement cosido a la ópera al estilo francés. Así,
Médée et Jason, con música de Rodolphe, se representó como un interludio de treinta y cinco minutos
entre los dos primeros actos de la ópera seria de Jommelli, Didone Abbandonata, aunque difícilmente se
pueda decir que trajera alivio o un ligero entretenimiento. Por el contrario, su tensión dramática era
sangrienta y trágica. Sabemos por los relatos de sus contemporáneos que el ballet contaba la macabra
historia con pasos cadenciosos y rituales que acompañaban rígidamente el ritmo, con gestos ampulosos
que, en los momentos más álgidos, eran interrumpidos por danzas como “arias” y cuadros estáticos y
pictóricos. Las imágenes congeladas resumían momentos decisivos: los niños de rodillas, por ejemplo,
suplicando por su vida mientras la madre los amenazaba blandiendo en alto un puñal. Los momentos de
tensión se representaban con los puños cerrados, líneas quebradas, rodillas profundamente dobladas y
codos fuertemente angulados. Y en una sangrienta escena final, Medea aparece en un carruaje tirado por
dragones que escupen fuego, sosteniendo a su hijo moribundo. Inconmovible ante los gritos del niño,
hunde la daga en el corazón de su segundo hijo y arroja vengativamente el instrumento ensangrentado a
los pies de su marido. Él lo toma y se apuñala a sí mismo, cayendo en los brazos de su amante moribunda
mientras el cielo se oscurecía y el palacio se derrumbaba en ruinas.

36
Médée et Jason fue luego llevado a escena en París por G. Vestris en 1767; en varsovia y París con música diferente, 1770-1; en
Venecia y Milán por Le Picq en 1771 y 1773, y más tarde en San petersburgo; en Vienna por Noverre en 1776; y finalmente,en París
por Rudolph con música adicional en 1780.

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Todo se subordinó a la pantomima. Invirtiendo los procedimientos habituales de


colaboración, a Noverre le gustaba crear los pasos y la mímica antes de trabajar con un compositor, que
debía luego enfrentarse a la tarea de poner música a las ideas del maestro de ballet. La música de
Rodolphe contenía formas de las danza tradicionales, pero también era muy programática e incluía
extensos pasajes de figuralismo orquestal diseñados para representar los acontecimientos y ayudar a la
pantomima. Teniendo en cuenta el gusto de Carlos Eugenio por los espectáculos suntuosos, Noverre forjó
una forma de ballet híbrida cuyo poder radicaba en una improbable mezcla de gustos pasados y modas
actuales: la pompa del grand siècle superpuesta con una pantomima exagerada al estilo de Garrick, una
cuidada imaginería angular y asimétrica, y cuadros estáticos. El público de hoy en día podría encontrar el
ballet de Noverre pesado y sobrecargado, pero en aquel momento dejó una fuerte impresión en quienes, si
bien se fascinaban con la grandilocuencia, también ansiaban una experiencia teatral de mayor intensidad
emocional.

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Noverre realizó varios ballets en esta línea, pero en 1767, el colapso financiero de Carlos
Eugenio finalmente lo obligó a recortar sus aventuras teatrales. Noverre fue abruptamente despedido
junto con la mitad de la compañía de ballet, y Jommelli partió dos años más tarde. La época de oro de la
música y la danza en la corte de Stuttgart había llegado a su fin, al menos por un tiempo. A pesar de todo,
las noticias sobre Médée et Jason llegaron hasta la capital francesa y cuando la compañía de Stuttgart se
disolvió, los bailarines de Noverre se dispersaron por toda Europa y sus ballets fueron puestos en escena
desde París a Nápoles e incluso en la lejana San Petersburgo. Estas producciones solían hacer grandes
concesiones al gusto local –en París le agregaron danzas– y eran muchas veces representadas con
diferentes músicas, pero así y todo sirvieron para difundir las ideas y la reputación de Noverre.
El hecho de que el ballet d’action de Noverre haya encontrado un hogar en Stuttgart es,
después de todo, significativo. Esto señalaba un patrón: mientras París siguiera estando de moda, el ballet
seguiría siendo demandado, por lo cual los príncipes y líderes culturales continuaron intentando imponer
el gusto francés y el ballet en sus cortes y ciudades, a pura fuerza de voluntad y dinero. De todos modos
esto no significó necesariamente que el ballet encontrara su lugar en la vida alemana. Siempre fue un arte
invitado, que flotaba incómodamente en la superficie y que en varios momentos fue arrastrado por las
olas del nacionalismo alemán anti-francés. De hecho, hasta bien entrado el siglo XX, los teatros de ópera
alemanes seguirían acogiendo a bailarines europeos (y más tarde estadounidenses) que buscaban teatros
generosamente financiados y un mínimo de libertad artística. En cierta medida, lo importante era
precisamente el hecho de que Stuttgart no tuviera fijada una tradición en ballet: Carlos Eugenio permitía
que los artistas y las ideas se mezclaran sin todas las restricciones de la devotamente conservadora Ópera
de París. De este modo, la reforma del ballet francés lógicamente se produjo fuera de París. La distancia
hacía más fácil romper con sus mandatos, y Wurtemberg fue uno de los primeros lugares en intentarlo.
Así y todo, Noverre, como la mayoría de los maestros de ballet del siglo XVIII, seguía
viviendo una existencia itinerante. Estaba siempre a la procura del siguiente trabajo, y organizando
reservas, costos, vestuario, transporte, contratos de bailarines y sus propios honorarios. Cuando Carlos
Eugenio le pidió que se marchara, le escribió al rey de Polonia y a Londres pero sin éxito; finalmente
aceptó un puesto en Viena, en la corte de la emperatriz María Teresa. A su llegada, Noverre notó que el
ballet pantomima estaba plenamente establecido: allí, los artistas ya habían tomado la decisión, de
manera independiente y cada uno por sus propias razones, de reformar el ballet y la ópera. De hecho,
habían adoptado una postura más radical, difícil de aceptar incluso para el mismo Noverre.

Viena era un punto de referencia para la vida escénica europea. Como sede de la monarquía
de Habsburgo, la ciudad se encontraba en el centro y confluencia de un vasto imperio que se extendía
desde los Alpes hasta los Cárpatos y desde el Adriático hasta la costa de Flandes. Funcionaba como un
imán para los intérpretes, atrayendo a artistas de París, Venecia, Nápoles, Roma, Turín y Milán, que luego

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volvían a partir hacia un circuito que iba desde los Estados alemanes hasta San Petersburgo. Puede ser
que hubiera otras ciudades con mayor riqueza y tradición escénica, pero a mediados del siglo XVIII la ruta
de la mayoría de los bailarines y maestros de ballet siempre conducía de una u otra forma a Viena.
Para cuando llegó Noverre en 1769, hacía 28 años que María Teresa era emperatriz y Viena
se había transformado en una ciudad realmente cosmopolita, con una nobleza que provenía de los
Estados alemanes e italianos, de España y de los territorios austrohúngaros, incluidas Silesia, Bohemia,
Moravia y Lorena. Esta élite hablaba francés (aunque muchos dominaban también el alemán y el
italiano), y María Teresa y su esposo, el emperador Francisco I, sentían una especial predilección por la
cultura y el arte franceses. La vida de la corte podía ser fastuosa, pero también era más relajada y abierta
que la francesa. Es más, el hecho de que quien gobernara fuera María Teresa ya iba en contra de la
convención: era una mujer y el emperador era, en principio, su mero consorte. Con una inclinación hacia
la vida doméstica –la reina misma cuidaba a sus hijos cuando estaban enfermos–, protegía su privacidad
y apreciaba en igual medida la pompa como la informalidad. Francisco era masón y se describía a sí
mismo como un “ermitaño en el mundo” que prefería la caza y el billar al teatro o la vida culta. Por eso,
aunque los vieneses adoptaron las formas de la corte francesa, sus vidas nunca fueron tan rígidas y
encorsetadas.37
De acuerdo con su carácter cosmopolita, Viena tenía dos teatros: el Burgtheater francés y el
Kärntnertortheater alemán; cada uno de ellos tenía una compañía de ballet compuesta en gran parte por
bailarines italianos. Sin embargo, también tenía una fuerte influencia francesa. El maestro de ballet vienés
Franz Hilverding había sido enviado a París en 1730, a cuenta del reinado, para formarse en la Ópera con
el distinguido bailarín Michel Blondy, sobrino y alumno del maestro de ballet del mismo Luis XIV, Pierre
Beauchamps. Hilverding retornó con las debidas pelucas y máscaras, totalmente versado en el estilo
elevado francés y experto en las pastorales y ballet alegóricos típicos del teatro en Francia. Sin embargo,
no tardó en cambiar de rumbo. Como Marie Sallé, le pidió a sus bailarines que se quitaran las máscaras y
que interpretaran dramas serios por medio de pantomimas: “los verdaderos poemas están sujetos a las
mismas reglas que la tragedia y la comedia”. Puso en escena ballets pertenecientes al Britanicus de Racine
y al Alzire de Voltaire, aunque sabemos muy poco sobre cómo fueron. 38
Pero esto fue solo el principio de lo que terminó siendo un gran impulso hacia la reforma.
En 1754, María Teresa designó al conde Giacomo Durazzo, un genovés sumamente viajado con fuertes
vínculos en Francia, para que dirigiera el Burgtheater. Durazzo era muy cercano al canciller de la
emperatriz, Wenzel Anton Kaunitz, un sofisticado aristócrata vienés que había trabajado y vivido en
Turín, Bruselas y París, y que se había vuelto un devoto defensor del ballet y del Burgtheater francés. La
idea de Durazzo era fusionar las tradiciones escénicas y musicales francesas e italianas como una forma

37
Beales, Joseph II, 33.
38
Harris-Warrick y Brown, eds., The Grotesque Dancer, 71.

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de expresar la política diplomática de los Habsburgo. Con este fin, convocó al compositor de Bohemia,
Christoph Willibald Gluck, y se contactó con el productor parisino Charles-Simon Favart, quien abasteció
a Durazzo de un flujo constante de óperas cómicas francesas. Con Gluck parecían la pareja perfecta:
versado en las tradiciones ligeras de la operística italiana, pudo incorporar rápidamente nuevos estilos
musicales y adaptó con maestría las producciones de Favart al gusto local. Hilverding trabajó con este
equipo pero cuando partió a San Petersburgo para aceptar un puesto en 1758, Durazzo contrató a su
alumno, el bailarín florentino y maestro de ballet Gasparo Angiolini, para que ocupara su lugar.
Angiolini era un hombre culto con un gran interés por lo literario. Casado con la bailarina
Maria Teresa Flogliazzi, una belleza voluptuosa de una prominente familia de Parma –el mismo Casanova
la supo pretender–, la pareja se movía con facilidad por los círculos de la sociedad culta. Angiolini
mantuvo correspondencias con Rousseau y con las figuras de la Ilustración italiana Giuseppe Parini y
Cesare Beccaria, y fue luego un activo político jacobino en Milán. En 1761, Kaunitz presentó a Angiolini
con el libretista Ranieri de Calzabigi, quien acababa de llegar a Viena luego de una extensa estancia en
París. Calzabigi era un devoto partidario de la Ilustración francesa, y sus ideas respecto de la música y la
ópera se hacían eco de aquellas de Diderot y los escritores de la Encyclopédie.
Era una convergencia extraordinaria de artistas e ideas: juntos, Gluck, Calzabigi y Angiolini
rompieron con la ópera cómica francesa y produjeron un nuevo tipo de “reforma” en la ópera y el ballet, y
lo hicieron al mismo tiempo que Noverre trabajaba, a bastante distancia, en Londres y Stuttgart con ideas
similares. Impulsados por el pensamiento de la Ilustración, ellos también concibieron un drama tenso y
serio que subordinara la música y danza a las palabras, y por sobre todo, a la acción. El ballet de
divertissements de estilo francés no tenía cabida en su denso y dinámico arte: como señaló
impacientemente Calzabigi, los bailarines simplemente iban a tener que esperar al final de la tragedia
para realizar sus acrobacias. La pantomima era, sin embargo, diferente. En 1761, Gluck y Angiolini
crearon Le festin de pierre, ou Don Juan, que incluía pantomimas firmemente integradas a la trama, con
furias que atormentaban a Don Juan con antorchas flameantes, y demonios que gesticulaban a las puertas
del ardiente infierno antes de arrojarse con él al abismo.
En 1762, Gluck, Calzabigi y Angiolini crearon la desgarradora ópera Orfeo ed Euridice, y
tres años más tarde, Gluck colaboró con Angiolini en Semiramis, un ballet de pantomima hecho y
derecho, cuya trama se basaba en la tragedia de Voltaire. En su Semiramis, Voltaire había escrito una
dissertation sur la tragédie ancienne et moderne, y Angiolini, que nunca fue tímido, aprovechó la ocasión
para escribir una “disertación” similar sobre los ballet pantomima en la que explicaba, con palabras que
se hacían eco de las de Noverre, que el punto era romper definitivamente con los “mundos encantados” de
los cuentos de hadas, típicos de la ópera francesa, y hacer que el público sienta “esos escalofríos en el

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interior que son el lenguaje a través del cual el horror, la piedad y el terror hablan dentro nuestro”. En
efecto, Semiramis eran veinte intensos minutos de asesinato, venganza, traición y matricidio. 39
También fue un estrepitoso fracaso. Desafortunadamente, Angiolini y Gluck habían puesto
en escena su sombrío ballet en ocasión de la boda del hijo de María Teresa, el archiduque Joseph, y fue
considerado “demasiado patético y triste para la celebración de una boda”. La nefasta acción del ballet, en
el que las danzas habían sido ejecutadas “no con los pies sino con el rostro”, señaló un observador, habían
“repugnado” a la corte y la ciudad. Angiolini, al parecer, había ido demasiado lejos. No había hecho
ninguna concesión al gusto vienés por los ballets franceses y se vio obligado, en adelante, a volver a una
mezcla más ligera de pantomima y danza. Pero a pesar de su fracaso, Semiramis dejó una marca
importante. Se trataba, finalmente, de una danza puramente pantomímica, sin pliegues, sin pasos a la
francesa, sin condimentos cómicos. Era Noverre llevado a su conclusión lógica, y pocos podían aceptar
(mucho menos el propio Noverre) su rígida negación del ornamento del ballet en favor de un arte
pantomímico pesado y ordinario. Semiramis se sitúa, pues, en el extremo de los ballets reformistas del
siglo XVIII. Su intensidad sostenida y su violenta imaginería lo convierten más en un manifiesto que en
un ballet: sentido y apasionado, pero demasiado serio e implacable para satisfacer a quienes estaban
acostumbrados a un estilo de ballet más florido y entretenido. 40
Cuando Noverre llegó a Viena para ocupar el lugar de Angiolini, se encontró con un camino
totalmente allanado hacia el ballet d'action, y el maestro de ballet retomó fácilmente donde su predecesor
había dejado. Noverre trabajó con Gluck en Alceste en 1768, para la que el compositor escondió a los
cantantes entre bastidores e hizo que los bailarines representaran el drama en el escenario. En 1774,
crearon una obra monumental: Les Horaces et les Curiaces, con música de Joseph Starzer, un antiguo
colaborador de Angiolini. Con una duración de cinco actos y una partitura decididamente programática, el
ballet contaba la historia de la obra de Corneille en una serie de danzas, cuadros y pantomimas. Pero a
diferencia de Angiolini, Noverre tuvo un éxito rotundo en Viena y esto fue sin duda porque atemperó la
acción de sus ballets trágicos con abundantes danzas francesas y fastuosos efectos: “Multiplico los
incidentes y los trucos escénicos, sumo cuadros y pompa (...). He preferido la riqueza a la firme
consistencia”. Viena fue, de este modo, el escenario ideal para Noverre: la combinación entre los gustos
convencionales de la corte francesa y las reformas radicales promovidas por Gluck y Angiolini parecían
hechos a su medida. Puso en escena alrededor de treinta y ocho nuevos ballets en Viena, y la emperatriz
quedó tan satisfecha con los resultados que confió a Noverre la codiciada tarea de instruir a su hija. Se
convirtió así en el maestro de ballet de la futura reina de Francia, María Antonieta. 41

39
Angiolini, Dissertation.
40
El barón Van Swieten al conde Johann Karl Philipp Cobenzl, 16 de Feb., 1765, citado en Howard, Gluck, 74-75 (“demasiado
patético”); Brown, Gluck, 336.
41
Noverre, La Mort d’Agamemnon, 146.

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A pesar de sus triunfos, la vida de Noverre en Viena también fue difícil e inestable, y no
sorprende que a lo largo de sus compromisos haya continuado escribiendo a Londres y Stuttgart con la
esperanza de conseguir otro puesto. Noverre había llegado a Viena en el ocaso del predominio cultural
francés y formó parte de su último y espectacular estertor, por lo cual tenía muy en claro la precariedad de
su posición. Durazzo había partido en 1764, y el año anterior, luego de la muerte del emperador Francisco
I, el hijo de María Teresa, José, se había convertido en corregente y había tomado bajo su cargo la vida
escénica de la ciudad. José era recto y serio, incluso severo, y menospreciaba la etiqueta y los adornos de
la monarquía y la aristocracia. Despreciaba el ceremonial y las obligadas actividades sociales de la corte de
su madre, prefiriendo en cambio los rigores de la disciplina militar y la intimidad de una existencia
doméstica privada. Decidido a reformar el imperio a favor de los intereses de su pueblo, esperaba crear un
teatro accesible en lengua alemana –un teatro del pueblo– libre del control aristocrático. Por lo tanto, no
tenía más que desprecio por Noverre y sus ballets “franceses”.
Kaunitz abogó incansablemente para que se mantuviera el apoyo real al Burgtheater
francés, pero José le quitó su financiación, explicando que para el Estado sus producciones eran
“insignificantes”. El teatro continuó a los tropezones gracias al mecenazgo de aristócratas de alto rango,
pero no pudo recuperarse. Kaunitz protestó infructuosamente por el trato despiadado de José hacia
Noverre y, en 1774, el maestro de ballet aceptó finalmente un nuevo puesto en Milán. Un ruidoso grupo de
simpatizantes se reunió en el teatro para protestar por su partida, y aunque Noverre regresó brevemente
dos años después con un grupo de bailarines, José permaneció impasible. Ese mismo año, convirtió el
Burgtheater en un teatro nacional dedicado a representaciones en lengua vernácula (alemana). Así es que
Noverre termina siendo expulsado de Viena por la misma razón por la que había sido llevado allí: ser
francés. Como señaló un observador más tarde, José “de ninguna manera empleará a un francés hasta no
ver que en Versalles se representan obras alemanas”.42

Pero cuando Noverre llegó a Milán, encontró una orgullosa cultura cívica con una larga
tradición de ópera y ballet. Milán también estaba gobernada por los Habsburgo, un hecho que la élite
local aceptaba de buen grado (en parte como baluarte contra la rival e independiente ciudad piamontesa
de Turín), y las clases patricias a menudo trabajaban al servicio de los austríacos. Sin embargo, la ciudad
tenía una identidad cívica fuerte y autónoma, y al igual que la élite urbana educada de las ciudades de
toda Italia, muchos milaneses tenían un agudo sentido de la herencia literaria y artística italiana en
común. No se trataba (todavía) de una ambición política, sino de una identidad cultural que se remontaba
a la antigüedad y al Renacimiento. La ópera y el ballet formaban parte de ese patrimonio, y el Teatro

42
Beales, Joseph II, 159, 233

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Regio Ducal –que ardió en 1776 y fue sustituido por La Scala– era un elemento central del paisaje urbano
de la ciudad.
De hecho, el teatro de la ópera se encontraba en el centro de la vida social de Milán y la élite
de la ciudad se reunía allí casi todas las noches. En invierno, incluso las casas más caras solían tener poca
calefacción y mala iluminación, mientras que el teatro de la ópera contaba con un gran horno a leña y con
el calor (y el hedor) de muchos cuerpos en estrecho contacto. Los asientos reflejaban la jerarquía social de
la ciudad, y los palcos más codiciados pertenecían o eran alquilados por la nobleza. Espaciosos y
elegantemente amueblados, funcionaban como salones fuera de casa, aptos para entretener a los
invitados y ver el espectáculo. De hecho, la mayoría de los palcos contaban con grandes antecámaras
equipadas con hogares y cocinas completas en las que un séquito completo de sirvientes podía preparar y
servir elaboradas comidas. Las cortinas podían correrse para garantizar la intimidad y podían abrirse de
nuevo cuando el grupo de fiesta deseaba ver un aria o su danza favorita. Los hombres y las mujeres de los
estratos sociales más bajos disponían de vinos, café y helados.
Había también otra atracción: el juego. El teatro de la ópera tenía el monopolio de todos los
juegos de apuestas de la ciudad, y lo que se ganaba en sus mesas financiaba gran parte de las
representaciones. María Teresa no lo aprobaba por motivos morales, pero permitía a regañadientes que
los juegos continuaran como forma de apaciguar a la élite urbana, ya que a las clases bajas no se les
permitía jugar. Se colocaron mesas en varios lugares del teatro, incluida una en la cuarta grada del
auditorio, donde se animaba a los comerciantes a jugar mientras veían la representación. Esto no distraía
tanto como podría parecer. Como la ópera era un asunto nocturno, el público se familiarizaba
rápidamente con una producción y se sentía libre de elegir sus partes favoritas, dirigiendo su atención al
escenario entre comidas, juegos y visitas. Sin embargo, esto no significaba que no estuvieran atentos, y los
milaneses expresaban libremente sus opiniones, gritando y coreando al escenario, y el arte de cada
representación se discutía y debatía enérgicamente.
La ópera era, por supuesto, indiscutidamente italiana. Sin embargo, la danza teatro en
Milán (y en otras ciudades italianas) tenía una identidad un tanto más sensible y dividida. Los teatros de
ópera contrataban por lo general dos tipos de bailarines: ballerini “franceses” que interpretaban el estilo
serio, y los bailarines grotteschi italianos que se especializaban en la pantomima y en las piruetas
acrobáticas o –en palabras de un crítico francófilo– las “irracionales cabriolas” y “toscos saltitos”. En los
años anteriores a la llegada de Noverre a Milán, los ballets se habían vuelto más populares y el teatro
había ido aumentando la cantidad de bailarines grotteschi. Además, los bailarines y maestros de ballet
italianos hacía ya mucho tiempo que se interesaban en la pantomima: la antigüedad –ni hablar de la
commedia dell’arte– ejercía una poderosa influencia. Angiolini, que había trabajado brevemente en Milán
y pretendía siempre elevar la vara de la danza italiana, escribió de forma apasionada sobre su intenso
“anhelo” por la “riqueza de los antiguos” y su entusiasmo protonacionalista: “Si Italia pudiera unirse toda

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y aprovechara el vigor de sus poderes (…) ocuparía tal lugar en la vanguardia que podría competir y
conservar frente a cualquier otra nación floreciente y erudita el primer lugar allí en el Parnaso”.43
Noverre, un maestro de ballet francés impuesto a Milán desde Viena, no era bienvenido
incluso antes de su llegada. Con Angiolini ya habían tenido un acalorado intercambio por escrito:
habiendo finalmente leído las Lettres de Noverre, Angiolini había arremetido en furia contra el
desconcertado maestro de ballet por pretender haber inventado por sí solo el ballet pantomima. ¿Acaso
no sabía Noverre que Hilverding y otros, él incluso, habían llegado antes? ¿No se daba cuenta de que el
ballet pantomima tenía una larga historia que se remontaba a la antigüedad y que, en otras palabras, era
italiano y no francés? ¿No entendía acaso que la pantomima seria tenía que adecuarse a las leyes de la
tragedia (tiempo, lugar, acción) y que renunciar a estas, como pretendía Noverre, resultaría en una
incoherente “masa de cosas”? Noverre respondió indignado -¿Qué le hice yo a él? ¿Qué le hicieron mis
Lettres?– y la disputa adoptó dimensiones internacionales cuando los periódicos de Florencia, Roma,
Nápoles y algunos Estados alemanes tomaron partido –los alemanes por Noverre, y los italianos, salvo
Nápoles, por Angiolini–.
Más allá del alboroto, las ideas de Angiolini y Noverre no estaban tan alejadas entre sí como
ellos hubieran pretendido. Angiolini, al igual que Weaver y Noverre, tenía el pertinaz deseo de elevar al
ballet hasta el santuario de la tragedia y vinculó su arte a la pantomima. Pero las razones por las cuales
quería reformar la danza eran definitivamente propias. A pesar de su simpatía por el Iluminismo,
Angiolini tenía un interés mínimo por lo que Noverre llamaba el “hombre natural” y nada sabía respecto
de la cortesía de Weaver. Para él, la pantomima significaba antigüedad, y una distinguida herencia
cultural italiana.
Esto no ayudó en nada a Noverre. Cuando llegó a Milán, la ciudad permanecía firme junto a
Angiolini. Para peor, Noverre había traído consigo, testarudamente, un contingente de bailarines
franceses e ignorado con arrogancia a los artistas grotteschi de la ciudad. Pietro Verri, un crítico literario,
líder nacional y figura prominente de la Ilustración italiana, acusó a Noverre de ser “impetuoso y
orgulloso al punto de ser bruto”. Se crispó con “la majestuosa demostración –de Noverre– de
compadecerse de nuestra tosquedad italiana” e insistió que Angiolini había tenido mayor éxito en Milán
porque era “cultivado y modesto” y ajustaba sus ballets al gusto italiano. 44
Los ballets que Noverre puso en escena en Milán eran ambiciosos e incluían varios “éxitos”
de sus años en Viena. Pero los milaneses respondieron fríamente. Verri admitió a regañadientes que las
danzas de Noverre eran ejecutadas con destreza y, desde el “aspecto técnico”, “excelentes”, pero que su
pantomima era cruda e innecesariamente cruenta. En Agamemnon, cinco personas fueron asesinadas en

43
Franceso Algarotti citado en Strunk y Treitler, Source Reading in Music History, 69 (“irracionales cabriolas”); Hansell, Opera and
Ballet, 771 (“riqueza”); Brown, Gluck, 150 (“Si Italia”).
44
Hansell, Opera and Ballet, 859.

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escena, en un baño de sangre mímico que escandalizó al público. Acostumbrado a un estilo italiano más
liviano, Verri no lograba comprender la distintiva combinación de Noverre entre danzas francesas
elegantes y escalofriantes dramas pantomímicos acompañados por una excesiva música programática.
Escandalizado por el gusto de Noverre por la “sangre (…) la venganza, el remordimiento, la
desesperación”, le escribió a su hermano en Roma que aquello bien podía ser apropiado para Stuttgart,
pero estaba lejos de deslumbrar a Milán: “Solo una nación estúpida necesita un matadero para
conmoverse; es mostaza para un paladar insensible: nosotros somos capaces de sentir y por lo tanto tan
duras representaciones nos repugnan”. 45
A pesar de la aparente seguridad de Noverre, el tono mordaz de los críticos italianos lo
afectó profundamente. No es casual que fuera en Milán donde comenzó a dudar del proyecto de reformar
la danza. El problema no era ya el ballet, ahora lo desanimaba la pantomima. Con un cambio abrupto,
confesó que la pantomima había comenzado a resultarle un instrumento penosamente desafilado, “la más
pobre, dificultosa y limitada” de las artes miméticas. Sin mayores precisiones , admitió que el gesto era
incapaz de llevar adelante una trama, y que a pesar de sus buenas intenciones, la pantomima seguía
deprimentemente detenida en su “infancia”. En señal de derrota, cuando puso en escena Les Horaces et
les Curiaces, publicó un programa de treinta páginas en el que explicaba el ballet para aquellas personas
no familiarizadas con la obra de Corneille. 46
Los milaneses habían logrado agotar a Noverre, pero también le habían subido la apuesta.
Sus concienzudamente elevados y trágicos ballets –con sus muecas, sus exageradas y angulares posturas
físicas, y sus movimientos rítmicos de una rigidez pautada– tal vez fueran emocionalmente intensos pero
no tenían la credibilidad y el atractivo universal que él había soñado darles.

Si bien Noverre había fracasado en Milán, todavía le quedaba una última expectativa: la
Ópera de París. En 1770, el Delfín (coronado Luis XVI cinco años antes) se casó con María Antonieta.
Poco después de su llegada a París, la princesa austríaca se propuso revitalizar la Ópera. Gluck la
acompañó desde Viena en 1773, y en el transcurso de los siguientes cinco años comenzó a sacudir de su
letargo al custodiado establishment musical parisino. En 1776, la joven reina desafió ufana la costumbre
de promover a alguien dentro de la Ópera y designó a Noverre como maestro de ballet, un movimiento
que provocó una respuesta acalorada de parte de los intereses establecidos en el teatro, creó una
atmósfera de tensión y aguzó las expectativas del público. El filósofo Jean-François de La Harpe escribió
con euforia que ya era hora de que París tuviera al “mejor compositor de ballets que se haya conocido

45
Ibid.
46
Noverre, Euthyme et Eucaris, Milan, 1775, trad. Walter Toscannini, NYPL, Jerome Robbins Dance Collection, *MGZM-Res. Tos
W, folder 3. Manuscritos miceláneos.

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desde el Renacimiento de las artes, y un rival a la altura de Pílades y Batilo”. Habían tenido que tender
“un puente de oro”, se decía (no siempre solícitamente), para traer a Noverre. 47
Pero incluso antes de la llegada de Noverre, la Ópera había comenzado a mostrar algunos
indicios de cambio. En 1775, el maestro de ballet Maximilien Gardel propuso un ballet d’action en honor a
la coronación de Luis XVI en Reims. Si bien el rey canceló la función en la corte para no parecer
demasiado extravagante con el tesoro real, y se suspendió también la de la Ópera que era especialmente
reticente a montar “un género de ballet desconocido en el país”, el argumento de Gardel se publicó junto
con un manifiesto contundentemente argumentado. Allí, Gardel realizó una defensa a ultranza de Noverre
y el ballet d’action. La prensa lo apoyó, asestando un golpe a la Ópera al señalar que quienes habían
resistido errada y obstinadamente la obra de Noverre eran hombres que odiaban la libertad y el cambio. 48
Muchos meses después, Gaetan Vestris, que había trabajado con Noverre en Stuttgart,
montó una producción de Medée et Jason que tuvo un éxito rotundo, sin duda en parte porque Vestris
tuvo la astucia de mechar el tenso ballet con un ligero divertissement danzado que se acomodaba al gusto
parisino. Más tarde, ese mismo año, la Ópera distribuyó un comunicado sobre cómo salvar la institución
de su “inminente y total ruina”. La música, en referencia elogiosa a Gluck, estaba experimentando una
“revolución”, pero el ballet había quedado penosamente atrás. Era repetitivo, agotador y un lastre para
toda la institución. La única solución, decía la circular, era seguir el ejemplo de Noverre, que era la prueba
viviente de que el ballet también podía convertirse en un arte vital y serio. 49
A pesar de esta aparente apertura, cuando Noverre llegó se encontró en la difícil posición de
trabajar con Gluck, cuyo éxito con el público no había hecho nada por que se granjeara la simpatía de los
bailarines de la Ópera. Odiaban la fluidez de sus reformadas producciones, en las que sus queridas danzas
eran la mayor de las veces despiadadamente recortadas. Además, Noverre era visto por algunos como
alguien de afuera que era apoyado por una reina extranjera, y muchos de los bailarines se atrincheraron e
hicieron todo lo posible por sabotear sus ballets, boicoteando indignados los ensayos, haciendo
actuaciones deliberadamente deslucidas y perdiendo sus trajes. El público, sin embargo, era más
comprensivo, especialmente cuando se trataba de las obras más ligeras de Noverre, que presentaban ricos
decorados y largos pasajes de danzas inventivas de estilo noble, enmarcadas por una simple trama de
pantomima. Muchos de los ballets de Noverre se basaban en temas de ópera cómica o presentaban los
conocidos ninfas y faunos, cupidos, flores danzantes, pastoras y mariposas, todos ellos temas familiares
que el público parisino apreciaba mucho.
Como era de esperar, Les Horaces y Médée et Jason fueron más controversiales. Algunos se
animaron a decir que la pantomima de Noverre era demasiado poderosa y despertaba pasiones

47
Lynham, The Chevalier Noverre, 84.
48
Gardel, L’Avenement de Titus à L’Empire; Journal des Dames, vol. 4: Nov. 1775, 205-12.
49
Gossec citado en Archives Nationales, Danseurs et Ballet de l’Opérea de Paris, 36-37.

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peligrosas; a otros les preocupaba que estos ballets amenazaran con socavar la alta cultura francesa al
traducir textos tan venerados como Les Horaces de Corneille en gesticulaciones denigrantes, o al reducir
los finos modales franceses a burdas acciones. El crítico alemán Johann Jacob Engel escribió, en otro
contexto, que había percibido incrédulo que Noverre había intentado expresar la frase "¡Que la tierra se
trague a Roma!" haciendo que una mujer señalara vehementemente al fondo del escenario, pretendiendo
presumiblemente estar señalando a Roma. Luego, con movimientos demasiado enérgicos, “abrió de
repente, no las fauces de un monstruo, sino su propia boquita, y levantó repetidamente hacia ella su puño
cerrado, como si quisiera tragárselo con gran entusiasmo”. Otro crítico observó con agudeza: “Me disgusta
ver cómo los hijos de Jasón, a los que su bailarina madre ha cortado la garganta en el transcurso de un
baile, mueren al compás de la música bajo sus rítmicos golpes”. 50
Pero ni estas reservas lograban opacar el éxito que Noverre tenía con el público general: su
técnica compositiva de acumular efectos con danzas, cuadros, veloces secuencias mímicas y largos
despliegues ceremoniales, apelaban directamente al gusto francés por el espectáculo, y por lo general, las
pompas, la variedad y los hábiles diseños de sus ballets hacían que estos fueran bien recibidos. Más
importante aún, las pantomimas serias de Noverre –incluso las que despertaban las críticas más agudas–
fueron elogiadas por elevar el ballet a otro nivel y fueron aceptadas como prueba de que el ballet podía
tener su propio valor artístico y narrativo. Se dijo que el intenso énfasis de Noverre en la pantomima dotó
a la danza de una raison d’être dramática de la que había carecido hasta entonces.
No se trataba solo de que los franceses aceptaran la costumbre italiana del interludio de
ballet independiente; el cambio era mucho más profundo que eso. El peso y el prestigio de la Ilustración
respaldaban los ballets pantomima de Noverre y los invistió de autoridad artística y moral, aunque otros
siguieran considerando que eran burdos o excesivamente melodramáticos. Las ideas de sus Lettres, de las
que se hicieron eco otros en Francia y en Europa a lo largo de décadas, habían permeado a tal punto la
cultura que ya habían echado raíces. El desarrollo fue tan impactante que público y observadores se
maravillaron del cambio. En la década de 1780, estaba claro que el ballet francés y la ópera ya no eran
inseparables: el ballet había ganado su independencia. Era, como dijo un crítico, una “obra aparte”. Es
difícil exagerar la importancia de este cambio. Por primera vez, el ballet fue reconocido por el más alto
teatro del país como un arte autosuficiente que podía explicarse a sí mismo sin palabras, mejor que con
palabras. 51
A pesar de ser aclamado por el público, Noverre no duró mucho en la Ópera. Sin poder
hacer frente a las intrigas, los chismes y las poderosas conspiraciones que dominaron su administración,
luchó por despegarse de estos conflictos, pero muchas de sus ideas y propuestas se perdían en la

50
Engel, Idées, 40-42 (Engel incluso realizó un dibujo de la pobre actriz diciendo su parlamento con un puño en la boca); Guest, The
Ballet of the Enlightenment, 416.
51
Mercure de France, 22 de Abril, 1786, 197-201.

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burocracia o eran silenciadas por sus enemigos. Pero la política era la última de sus preocupaciones. Sus
rivales estaban produciendo nuevos ballets con temas irresistiblemente populistas –óperas cómicas de
pantomima– y el maestro de ballet observó, con razón, que las pantomimas más serias no podían
competir contra estas atractivas construcciones Sólo podía sentir desprecio (aguzado tal vez por los celos)
por las concesiones que sus colegas habían hecho de tan buen grado al gusto del boulevard y, así y todo,
comparada con éstas, su propia pantomima, rigurosamente regulada, en la que los gestos se realizaban en
estricta sincronía con la música, parecía cada vez más rígida y pesada. Y si el barón Grimm se lamentaba
de que Noverre fuera el único en seguir firme con la sustancia dramática, la taquilla demostró
repetidamente la superioridad de la popularidad de las obras más ligeras. Amargado y deprimido,
Noverre escribió una invectiva de diecisiete páginas a la dirección; y en 1781, se marchó.
Era el fin de una era. En la década de 1780, la Ópera de París se apartó bruscamente de los
ballets de Noverre. La Revolución Francesa de 1789 disminuiría la valoración de la cultura parisina en las
cortes extranjeras, y aunque su obra tuvo una vida más larga en otros lugares, con el tiempo se fue
desvaneciendo en todas partes. En 1791, Noverre escribió esperanzado a Gustavo III de Suecia:
“Recuperaré en su corte mi juventud y mi talento”. Pero Gustavo fue asesinado antes de que pudiera
responder. Las cortes y ciudades que habían dado sustento a Noverre en el pasado habían cerrado sus
puertas: María Teresa murió en 1780 y Viena estaba en manos de José, Stuttgart se había desvanecido y
Milán era hostil. Quedaba Londres, donde Noverre siguió trabajando ocasionalmente, llevando grupos de
bailarines franceses descontentos a sus lucrativos teatros comerciales. Pero a pesar de estas actividades,
era un hombre abatido. Sus escritos se volvieron amargos y resentidos, teñidos de melancolía. El arte de
la danza, se lamentaba, ya no tenía muchas esperanzas: la pantomima seria presentaba obstáculos
insuperables, y el estilo noble estaba siendo “deshonrado” en su propio templo parisino por formas
populares vacías. Sus propias Lettres, decía, no habían sido más que el ingenuo “sueño” de una juventud
idealista. 52
Lo que Noverre era incapaz de ver, claro, era que su vida y su arte representaban algo
mucho mayor, algo que se extendía desde Weaver en Londres, Sallé y Diderot en París, hasta Gluck y
Angiolini en Viena y Milán, con repercusiones en todas las remotas ciudades en las que se representaban
ballets pantomima. El deseo por reformar el ballet tenía muchas variantes locales, pero al igual que la
Ilustración a la que pertenecía, también era un movimiento general con objetivos en común más allá de
las fronteras. Al fin y al cabo, sin embargo, París era la más importante: la Ilustración en Francia le dio al
ballet su mayor impulso y el legado más duradero, incluso si los cambios que inspiró fueron primero
llevados a escena lejos de ese centro. Y si los debates sobre la pantomima y la reforma de la danza nos
resultan lejanos, no debemos olvidarnos de lo urgentes que parecían para los artistas y escritores

52
Noverre, Lettres (1803), 168-69.

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comprometidos en ese momento con ellos. Genuinamente creían que el poderoso lenguaje del gesto podía
dotar a las formas efímeras del ballet de la fuerza de un nuevo arte dramático. Parecía posible que la
pantomima elevara al ballet por encima del Antiguo Régimen y hacia un nuevo mundo, haciendo de la
danza el estudio del hombre, no el juguete de los reyes.
Pero las contradicciones de Noverre eran las de su tiempo, y las dificultades para
reconciliar la pantomima con las convenciones del ballet no era fáciles de saldar. Como bien pudo ver
Gluck, ambas chocaban: estilística y filosóficamente pertenecían a mundos estéticos distintos. Noverre
estaba inevitablemente desgarrado entre sus deberes como maestro de ballet francés y la voluntad de
darle un nuevo curso a su arte. Y si bien se veía a sí mismo como un hombre del futuro, es importante
rescatar cuán embebido estaba del pasado. Incluso sus prescripciones más radicales tenían un aire al siglo
XVII: quería que el ballet se elevara, se ennobleciera, y aspirara a alcanzar las alturas de la tragedia; y
toda su vida defendió la etiqueta y los principios formales del elevado estilo noble de la danza.
La historia, a pesar de todo, avanzaba más allá de él. En las décadas siguientes, el ballet se
vería, de hecho, radicalmente reformado, pero no en las formas previstas por Noverre o por los otros
bailarines y maestros de ballet del siglo XVIII que ya comentamos. Ellos habían peleado en un único
frente: la pantomima. El resultado fue duradero. Nos dieron el ballet narrativo y, por sobre todo, tal vez,
las razones para creer en él. Pero no se habían ocupado del otro frente. Los pasos formales, las posturas y
el aspecto aristocrático del ballet habían permanecido intactos: la etiqueta y los modales de la corte
seguían plenamente vigentes en el noble estilo francés. Noverre pertenecía a la generación equivocada
para dar esa pelea, pero así y todo, la única forma de hacer una reforma real del ballet era desmantelando
sus estructuras formales, metiéndose dentro y cambiando la forma en que los bailarines se movían. Los
principios aristocráticos que organizaban el cuerpo debían ser reexaminados por completo, o más
radicalmente, derrocados. Era un desafío extraordinario, y se necesitaría la Revolución francesa para
conseguirlo.

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