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Marta Arrechea Harriet de Olivero

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Prólogo

Este libro no es más que una recopilación de la doctrina de la Iglesia Católica, que durante siglos
sacerdotes y laicos ya han expresado y enseñado. Consciente de las dificultades actuales para cono-
cerla debido al activismo de la vida moderna, este trabajo consistió básicamente en recopilar las vir-
tudes para dejar un arma de reconstrucción de las personas y por ende de la sociedad. Y digo
arma porque hay un ataque intelectual y moral dirigido a la persona humana y a toda nuestra cultura
cristiana al que habremos de responder. Ofrecer una brújula que marque el camino a retomar. Un
instrumento más para lograr transmitir (en relativamente poco tiempo) todo el abanico de virtudes que
la Iglesia enseñó durante siglos, tendiendo su mano de madre y maestra a los hombres, para ponerlos de
pie como personas. Una respuesta a la orden dada por Dios al hombre en el génesis, para que
“señoree” sobre todo lo creado. Un compendio compacto para que las virtudes que permiten este
“señorío” de un ser humano pleno y maduro pudieran volver a ser inculcadas, explicadas, estudiadas,
comprendidas y valoradas, sin que ello tomara un siglo o varias generaciones.

Mi hija María, al releer el primer bosquejo de esta recopilación de “Las 54 virtudes atacadas” escribió
debajo: “Si tan sólo alguien nos explicara esto desde pequeños, cuánto más fácil sería todo... para los
maestros y padres enseñar, para nosotros disponernos a aprender, a obedecer, a ser dóciles... si entendié-
ramos desde chicos el sentido de estas virtudes y no sólo la explicación de: “Hay que obedecer porque
soy tu padre”...

Este planteo legítimo de mi hija, responde a que nuestras generaciones hemos heredado y disfrutado
los beneficios de los usos y costumbres de siglos de civilización cristiana que construyeron otros.
Pero no fuimos preparados para explicar la raíz y el sentido de cada una de ellas y transmitirlos a las
generaciones que vienen. Y mucho menos, fuimos prevenidos para batallar contra su ataque, aún en el
seno de los ámbitos de la educación y formación.

Es por eso que este Libro además, quisiera ser un puente, por donde puedan pasar estos valores
y sus fundamentos a las generaciones que siguen y recomponer el quiebre.

Hoy los tiempos lo requieren. Primero, por el ataque que sufre nuestra cultura cristiana y por la into-
xicación espiritual y mental que sufren los jóvenes en los colegios, las universidades y los medios de
comunicación. Segundo, porque una vez conocido el fundamento de las virtudes que desarrollan una
personalidad plena y explicadas las razones de ser de cada una, los jóvenes podrán optar (como siempre
ha sido) entre adquirirlas para sí y ser personas libres, o libremente rechazarlas. Porque para ser libres
hace falta poder elegir. Y para poder elegir, primero hay que conocer las opciones.

Dios es la Verdad, el Bien, la Justicia y la Belleza. Los cuatro atributos son vías para llegar a Él. Yo llegué
por la vía intelectual. Quedé extasiada ante la Verdad, aun habiendo crecido en una sociedad con usos y
costumbres todavía cristianos. Estudiando y comprendiendo después, que ellos eran fruto del esplendor
de la Verdad impregnado en la sociedad y, contraponiéndolo con el actual caos de la nuestra (y con lo
que el resultado de la revolución anticristiana ha “dejado” de la persona en esta fase final de la embestida)
con los saldos de la destrucción de todos aquellos usos y costumbres que embellecían la vida y suavizaban
la convivencia, mi convencimiento intelectual se ha transformado ahora en una certeza, por lo evidente.
La cultura cristiana y lo que ella libremente enseñaba era y es lo bueno porque lo que ahora nos imponen
se evidencia como lo malo.

Mi intención es simplemente que este libro sirva, que aclare, que ilumine, que enseñe, que ayude a com-
prender a tantas almas que tal vez vivan a oscuras, como otras (durante años) me enseñaron y me ilumi-

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naron a mí. Para ello he intentado lograr la claridad y sencillez necesaria para hacerlas entendibles y acce-
sibles a todos los jóvenes y personas de buena voluntad invitándolos a tratar de ser mejores, una vez que
hayan comprendido que merece la pena.

La tapa del libro expresa el motivo por el que fue escrito. El ángel de la guarda ha sido el guardián que
Dios nos ha puesto para nuestra defensa, custodia, amparo y protección. Para guiarnos y aconsejarnos a
obrar el Bien y ayudarnos a evitar el mal. Su responsabilidad sobre cada alma siempre consistió en acom-
pañarnos en nuestro camino por la tierra y protegernos de “las tentaciones y asechanzas del demonio”.
Ante el ataque tan brutal que sufre hoy desde la más tierna infancia el alma humana, donde la niñez ya
no tiene ni espacio para crecer en la inocencia, el ángel llora… su desconsuelo nos expresa la enormidad
de pecados que se cometen por la dificultad de transmitir él a las almas las buenas inspiraciones, debido
a la desproporción que existe entre las incitaciones al mal y las de hacer el Bien. Porque el medio social
debe ayudar a vivir en la virtud.

Estruja nuestro corazón, como le sucede al ángel, ver la destrucción y la violación de tantas inocencias.
El ángel es consciente de lo que esta demolición espiritual derivará en sufrimiento a través de toda la vida,
por no llegar las tiernas almas y corazones de los niños a conocer la plenitud, la libertad, la belleza y el
“señorío” que otorga a la persona el vivir en la virtud.

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¿Por qué Dios quiso a la Familia?

A. ¿Por qué Dios quiso la familia?


B. Las características que la familia tiene para constituir el medio ideal para recibir al ser humano que llega al mundo
1. El ámbito del afecto
2. La seguridad que trasmite la estabilidad de la familia
3. La importancia de la identidad de los dos roles varón y mujer
4. La educación en las virtudes
5. El caudal de gracia que Dios otorga a la familia cristiana en donde, a través del sacramento del matri-
monio

A. ¿Por qué Dios quiso a la Familia?

El Génesis nos dice que desde el inicio de la Creación, Dios dispuso que sería en la familia,
creada a partir de la unión estable e indisoluble de varón y mujer, donde se darían las condiciones
optimas para que el hombre naciera, creciera, se desarrollara y muriera en plenitud. Dios señaló
que era lo mejor.

Sabemos que la realidad actual de las familias dista mucho de ser lo ideal, pero las familias del
siglo XXI son el resultado de siglos de revolución anticristiana. La corrupción y la decadencia moral
no es un tema nuevo, la hubo en épocas anteriores y fueron remontadas por la práctica de la fe cristiana.
Ya San Pablo nos relata la decadencia moral de Roma en sus Epístolas, muy similar a la de nuestros días.
Sólo que ahora es más grave porque al contar con el tesoro de 2.000 años de cristianismo es apostasía.
Los romanos eran paganos, contaban sólo con el orden natural y no conocían a Cristo.

Fruto de este desorden nunca como hoy en la historia la infancia fue tan maltratada, tan mal recibida
como ahora. Es por eso que entendemos que los jóvenes sean hoy más víctimas de la decadencia que
culpables de la misma. No obstante, la juventud tiene el derecho de conocer el ideal de familia y cómo
fue pensada por Dios y tratar a partir de ahí, de construir una que se le asemeje lo más posible. No pueden
ni deben conformarse con menos.

Partimos de la dolorosa realidad del desorden actual de las familias, pero no estamos llamados a ser jueces
de nuestros padres y mayores. Sólo Dios juzgará conociendo los rincones de cada corazón, y, si actuaron
mal, las razones que los llevaron a comportarse de determinada manera. Él sabrá si cada persona dio lo
máximo de sí, o si dio tan sólo parte de lo que podía. Tal vez, aun habiendo dado poco, como la viuda
del evangelio (que dio tan sólo una moneda) dieron todo lo que pudieron de acuerdo a la formación que
habían recibido y las carencias que hubieren tenido. No obstante, esta cadena de errores y esta confu-
sión y alteración actual con respecto a la familia se puede y se debe cortar en algún momento.

El tratar de recomponer esta fractura y este quiebre de valores dando sólidos argumentos es el objetivo
de este libro.

El ser humano nace persona y necesita un ámbito propicio para desplegarse y Dios pensó que
este ámbito ideal sería la familia. La persona puede nacer físicamente fuera de ella como se ha demos-
trado con los llamados “bebes de probeta”. De ahí que hoy podremos asistir a numerosas malformaciones
de familias “inventadas” por los enemigos de Dios, de la Iglesia y del hombre mismo, pero el tema será
constatar lo que “producirán” en un futuro cercano estos enemigos de la persona humana.

La falta de familia o la destrucción de parte de ella no causan la muerte de nadie. Se sobrevive


físicamente, aunque sea como los lirios del campo a quien nadie cuida, o como los heridos de guerra

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(llenos de amputaciones y cicatrices). Lo que produce su falta es una atrofia y un daño espiritual,
psicológico y afectivo que aflora toda la vida. No hará falta mucho tiempo para ver los resultados de
su destrucción, del aislamiento de la persona de sus raíces y de sus afectos, de la demolición de las normas
de sostén moral que le ordenaban la vida y le daban su sentido trascendente.

Este orden y este plan original de Dios ha sido tan subvertido que ya sufrimos los resultados. El castigo
para la humanidad consistirá simplemente en tener que sufrir los resultados. Habrá que poder convivir
con los frutos emanados de tales ambientes... sin visión sobrenatural de la vida, sin Dios, sin
patria, sin identidad, sin valores, sin normas, sin educación, sin tantas virtudes que suavizaban,
endulzaban y templaban la convivencia cotidiana y tornaban posible la convivencia social, po-
niéndolos de pie como personas... Habrá que animarse a poder convivir en esa sociedad, o habrá que
imitar a los benedictinos en el siglo V, quienes, refugiados en sus monasterios, al abrigo de las bordas
salvajes que invadían Europa, pudieron salvar con sus manuscritos la herencia de la cultura clásica.

Cabe preguntarse: ¿Cuáles son las características que la familia tiene para constituir el medio ideal para
recibir al ser humano que llega al mundo? las características propias de la familia son:

B. Características que la familia tiene y la hace medio ideal para el nacimiento y crecimiento de
un ser humano.

El ámbito del afecto, condición insustituible para el desarrollo de su estabilidad emocional y psíquica.
La seguridad que trasmite la estabilidad de la familia.
La importancia de la identidad de los dos roles varón y mujer, que en todo se complementan.
La educación en las virtudes indispensables para que se convierta en una persona plena y madura,
como lo que es, un compuesto de alma y cuerpo, creado a imagen y semejanza de Dios con un destino
trascendente.
El caudal de gracia que Dios otorga a la familia cristiana en donde, a través del sacramento del
matrimonio (y sobre la base del orden natural) Él se asocia como “Socio Capitalista”, comprometiéndose
a otorgarles la fortaleza necesaria (a pesar de las pruebas y cruces que pueda mandarles) para ayudarlos a
permanecer juntos hasta que la muerte los separe. Salta a la vista que la carencia de este orden básico, que
es esencial, frecuentemente, no se logra o se tiene, ni aún al final de la vida. Por ello lamentablemente,
son muchísimas las personas que no logran alcanzar el desarrollo pleno de su personalidad, o sea, la
madurez. Esta carencia, se transmite en múltiples actitudes a través de la vida, causando un innecesario
dolor y mucho daño tanto al prójimo como a sí mismo.

La persona que no ha alcanzado la madurez se asemeja a un bonsái, que es esa especie de deformación
que los japoneses hacen en la genética de las plantas cortándoles las raíces para impedir que se desarrollen.
La madurez de a persona, lograda con el desarrollo pleno de las virtudes será transmitida a través del auto
gobierno con el que el hombre se manejará a través de su vida. La inmadurez, en sus múltiples facetas,
por el contrario, será su peor enemiga que le jugará siempre en contra y mortificará a quien lo rodee.

Ya Sócrates (que era pagano) decía que “para ser libres es menester ser virtuosos”. Santo Tomás decía
que “educar es conducir al hombre al estado de virtud”. Y en esto consiste la esencia de la educación, en
que la persona sea lo más persona posible, o sea que alcance su mayor plenitud. Hasta el masón Diderot
afirmaba “sin cristianismo no hay virtud”.

Educar es dirigir, encaminar, enseñar el camino para convertirse en persona, adoctrinar y, en la


perspectiva católica tiene hasta un sentido trágico, porque se conduce al hombre hacia el cielo
o hacia el infierno. Educar nunca fue fácil, no hay que engañarse, implica tensión. No es una actividad
para improvisados, es un trabajo de artesanos de enorme responsabilidad, el de tallar la mente y los co-
razones de la infancia y de la juventud para que puedan conducir bien sus vidas. No se nace educado para

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navegar en las aguas tormentosas de la vida. Hay que aprender a manejarse bien para sostener con firmeza
el timón de nuestra existencia. Y, contrario a lo que se dice, la exigencia en la educación genera confianza
porque trasmite seguridad.

La educación del hijo es principal tarea de ambos padres, es un combate arduo y sobre todo largo, pero
de cómo se pongan estos cimientos dependerá la estabilidad del edificio. Para esto, hay que generar el
ambiente necesario para que cada uno saque de sí lo mejor hacia fuera. Según cómo se efectúe “la poda”
de los defectos en el hijo, éste crecerá bien o mal, virtuoso o defectuoso.

La educación a su vez, dependerá de varios factores y no sólo de los padres, (quienes tendrán la mayor
influencia) sino de las lecturas buenas o malas, de las amistades y compañías buenas o malas que tenga-
mos, de los ambientes, que frecuentemos, de las conversaciones que tengamos diariamente con quienes
frecuentamos, de nuestros malos o buenos maestros o profesores a través de nuestros años de colegio y
Universidad, de los programas de T.V que absorbamos como hipnotizados durante horas y horas que
nos envenenarán el alma, etc.

La familia es por lo tanto la primera educadora en las virtudes humanas que toda sociedad necesita
para su recta convivencia y desarrollo. Dentro de las familias, la familia cristiana goza de la gracia
que le otorga el sacramento del matrimonio. Dios se constituye aquí en el que subvencionará con
múltiples bienes espirituales la asistencia que será necesaria en el largo camino a recorrer. Sólo bastará
que ambos esposo recuran a El cuándo haga falta y no sólo las mujeres, porque el esfuerzo será doble
para quien vaya, si es que acude uno solo.

1. Importancia del afecto

En primer lugar, hablaremos del afecto, solamente en el ámbito de la familia, el hombre es que-
rido simplemente por “ser”, “existir” y por ser “hijo”. Podrá poseer cualidades físicas y psicoló-
gicas, una personalidad más o menos atractiva que lo hagan más fácil o más difícil de ser que-
rido, pero la familia no deja de ser el único ambiente donde es querido y aceptado independien-
temente de sus defectos físicos o espirituales, y sus limitaciones. De sus faltas y errores, de sus
éxitos o fracasos. Lo bueno y lo malo de cada uno, en el ámbito de la familia no será lo esencial,
sino la añadidura, que hará a los padres más felices, más orgullosos o más sufridos y más humi-
llados. La calidad de la añadidura sí será, en gran parte, responsabilidad de los hijos en cuanto quieran
enriquecer o no el cuarto mandamiento, o añadir o no, prestigio y honor a la propia familia. Pero un hijo
para ser querido por sus padres, no tiene más que existir, que ser hijo convengamos que, esto no
pasa más que en ámbito de la familia.

Durante la guerra de las Malvinas en 1982, a un soldado que le habían amputado el antebrazo el capellán,
Rvdo. Padre Martínez Torrens atinó a decirle: “una familia te espera, con o sin brazo, con o sin pierna.
Basta que le lleves a tu madre la cabeza pegada al cuerpo, ella te quiere y te espera igual.” clavó sus ojos
en mí y esbozó una sonrisa. Fue la respuesta más elocuente. El dolor de ese muñón recién suturado no
le permitía proferir palabra.” 1

En todos los otros ámbitos de la vida, una persona se verá obligada a demostrar virtudes y cua-
lidades que harán que otros la acepten y la valoren o no. En el ámbito de la amistad, hay condiciones
indispensables para ser aceptado como amigo: el trato afable, la sinceridad, la fidelidad, la generosidad, la
disponibilidad. En el ámbito laboral será la capacidad, la responsabilidad, la honestidad. Pero dentro de
la familia el afecto es un derecho natural que el hijo trae al nacer: el de ser querido por sus padres,
e ahí que, cuando este derecho es quebrantado o falta, se resiente toda la vida. Un niño a quien

1
“Dios en las trincheras”. Rvdo P. Martínez Torrens. Ediciones Sapienza.pág.178

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le faltó afecto (especialmente el materno en los dos primeros años de su vida) podrá retomar
vuelo en su vida pero siempre quedará herido en un ala.

Christa Meves, psiquiatra, terapeuta, y gran conocedora de la psicología adolescente, afirma que la falta
de afecto durante la niñez se traduce en violencia durante toda la vida, en una especie de reclamo de ese
derecho natural que tenía al nacer, y que no fue satisfecho. la misma terapeuta afirma: “Hoy sabemos
que sólo se puede mantener la capacidad de amar cuando la persona estuvo al cuidado de alguien a quien
se sintió unida y le brindó un cariño sin límites”.2

Las generaciones actuales y futuras criadas en hogares inestables, deshechos, prácticamente en guarderías
desde la lactancia (que en Europa patéticamente llaman “el nido” ) tienen motivos para generar preocu-
pación a los que habremos de convivir con ellos... ya que su incapacidad para ser felices los hará estar
en guerra contra todo y contra todos. Ese será su desquite.

2. Seguridad y estabilidad que trasmite la familia.

La seguridad que este ámbito de amor no se verá afectado, y el bienestar que produce esta esta-
bilidad. Además de ser fácil de constatar, es de sentido común, ya que el padre y la madre representan
naturalmente para el niño dos identidades distintas que se complementan en una unidad única. Esta uni-
dad afectiva de padre y madre es doloroso que se rompa y genera desprotección y desconcierto. Al
romperse la familia, el niño o el joven lo primero que siente es dolor, desconcierto y desprotección.

Dolor, como lo es la fractura de cualquier unidad que representa un todo: un principio a defender, una
amistad, un territorio o una empresa. Desconcierto porque a partir de ahí, tendrá que vivir eligiendo
entre ambos padres y tal vez sentir que su presencia no bastó para mantenerlos unidos. La típica
pregunta hecha a los niños: ¿a quién quieres más, a papá o a mamá? es de muy difícil respuesta, ya que
ambos son distintos e indispensables. El niño siente y percibe que elegir a uno es traicionar al otro.
Desprotección, porque esa unión de padre y madre transmitía una fuerza doble y más compacta ante
las agresiones del mundo exterior y naturalmente presiente que esta se verá si no amenazada, al menos
descuidada. Y su ilusión de que sus padres se vuelvan a unir se hace añicos cuando aparece un
tercero.

En una oportunidad un periodista le preguntó a un conocido sobreviviente de la tragedia aérea de los


Andes si había sido ésa su experiencia más traumática. - “no”- le contestó. – “la más traumática fue la
separación de mis padres cuando tenía 14 años”... de ahí que, el sentar a niños de pocos años sobre
un sofá y explicarles que papá y mamá ya no se quieren y encima comentar que lo han entendido
y aceptado “muy bien” demuestra una ignorancia supina de las necesidades de la naturaleza hu-
mana.

Para crecer emocionalmente sana, la persona necesita tener seguridad emocional, estabilidad
familiar, raíces afectivas, culturales e históricas que le den seguridad, que le hablen de una per-
tenencia y de un pasado. El ser humano necesita certezas, en la salud como en la enfermedad. Más
tarde, la misma naturaleza humana necesita la certeza de que genera un compromiso de por
vida con el otro. Y, para poder engendrar un hijo, especialmente la mujer, necesita saber que la persona
con quien nos casamos nos acompañará hasta el final. Recién ahí estarán dadas las condiciones óp-
timas para enfrentar la tarea de engendrar, criar y educar a un hijo, que no es un atarea pensada
por Dios para solos y solas, como nos lo quieren hacer creer.

2
“Juventud manipulada y seducida”. Christa Meves. Editorial Herder.

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La familia estable es la que está en mejores condiciones de brindar estos bienes espirituales,
afectivos y psicológicos. Aún los detalles materiales en una casa que se heredan de generaciones ante-
riores (como fotos, muebles, objetos, el juego de té de la abuela o la lámpara de lectura del abuelo) son
recuerdos que nos incorporan y nos hablan de nuestro pasado, de los antecedentes de nuestra familia, de
la pertenencia a una historia que nos es propia y nos da estabilidad emocional porque es la nuestra y no
es igual que la de la familia de al lado. Los afectos y el corazón descansan si además podemos conservar
la misma casa o propiedad en donde nacimos, crecimos y atesoramos infinidad de recuerdos familiares.

3. la necesidad de los roles varón y mujer

La necesidad de los distintos roles del varón y la mujer y su complementariedad son de simple sentido
común y responden al plan original escrito en el Génesis “Y Dios los creo varón y mujer” es por eso
que la homosexualidad siempre será contra natura. La diferencia y la complementariedad natural entre el
varón y la mujer no sólo se dan en el ámbito de lo físico, sino en el ámbito de lo psicológico, debido al
plan que Dios le ha asignado a cada uno.

El mundo del varón, tiende, en general, al mundo de las cosas, de las ideas, de los grandes lineamientos
y de los principios. El mundo del varón está naturalmente orientado hacia el exterior, a los descubri-
mientos, a las aventuras, al riesgo, a las batallas, a los grandes lineamientos, a los desafíos de la inteligencia,
al desarrollo de las artes, de la ciencia, de la técnica, de los aviones, de los barcos, de las armas etc. Dios
lo dotó de esta naturaleza vigorosa para ser la cabeza y el sostén de la familia y de la sociedad, para
sostenerla con su firmeza y defenderla de los peligros y de las injusticias dirigiéndola por el buen rumbo.
El papel que Dios ha asignado al varón es el de ser la cabeza (que no quiere decir que por ello sea el mejor
ni el más santo, y la sagrada Familia es un claro ejemplo de esto) sino simplemente el de ser la cabeza
del cuerpo familiar aún en el reino animal, cualquier criatura con dos cabezas es una deformidad. Al
varón le está mandado a su vez, amar “virilmente” “varonilmente” a la mujer, con fuerza, con vigor,
con valentía y desinterés (para contrarrestar su natural y exacerbado egoísmo). Le está mandado defen-
derla, cuidarla y sostenerla transmitiéndole seguridad y fortaleza, que si él está al lado de ella nada malo
puede pasarle, para que la mujer, a su vez, defienda la vida. La vida física y espiritual. Este es el orden
según el plan original de Dios.

El mundo de la mujer, por el contrario, tiende al mundo de la interioridad, de los sentimientos, de


los afectos, de las personas concretas. Mientras el varón necesita amar algo, la mujer necesita amar a
alguien. Ambos mundos no se contraponen ni se contradicen, simplemente son complementarios y
uno tiene lo que le falta al otro, de ahí su atractivo mutuo. A ella le está mandado subordinarse al varón
(para contrarrestar aquella primera rebeldía que hizo caer al género humano). Ella fue creada en razón de
ser del varón, no como un rival, sino como una “ayuda y compañera” semejante a él. Ayuda porque
coopera con él, lo completa en lo que al varón le falta. Compañera por el vínculo de armonía que debiera
existir entre ambos para lograr el mismo fin, que es, en principio fundar una familia. Ya lo dice muy bien
san Agustín: “Dios no sacó a la mujer de los pies del varón, porque no habría de ser su sierva, ni tampoco
de la cabeza, porque no sería superior a él; del costado para que le sirva de compañera y amiga”.

La mujer está llamada a ser la guardiana de la vida, de la vida física y espiritual, de la vida que nace, de la
vida que crece, de la vida que se desarrolla, que envejece y que muere. Lo que hay que defender con
valor supremo, es la vida, que significa un alma inmortal, única e irrepetible llamada a la eterni-
dad. Toda la naturaleza femenina está orientada a este plan y a esta responsabilidad que el Señor le
encomendó, y nunca se es más mujer que cuando se defiende la vida física o espiritual de una persona
aunque no sea un hijo, porque también existe la maternidad espiritual. Pero, para mejor defender la vida
física y espiritual, lo ideal es crear las condiciones para evitar o amenguar los peligros que la acecharán a
través de la vida, y en esto se basará el celo, la vigilancia y la formación de los hijos.

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Es por eso que la tarea de una madre no se termina cuando el hijo sale de la casa. Su ojo vigilante
debe seguirlo hasta donde el hijo llegue…ya sea el colegio (especialmente hoy en día en los contenidos
de los libros y textos) el club, la revista del kiosco de la esquina o la droga que se vende en el bar. Las
otras ramificaciones como la docencia, el cuidado de los enfermos, de los más débiles y de los necesitados,
no son más que una prolongación de la maternidad espiritual tan propia del mundo femenino sobre el
orden social.

Hoy en día, en que el nuevo orden mundial quiere crear un hombre nuevo, inhumano, sin Dios, sin
Patria, sin raíces, sin familia, y (con la “perspectiva de género”) aún hasta sin identidad de sexo, se ve
claramente que se busca borra todos los trazos de este plan original desde su base. Se tiende no
sólo a erosionar las diferencias desde la infancia, en los colegios, en las modas unisex, en las actitudes
masculinas en las mujeres y feminoides en los varones, unificando gustos y temas de conversación, sino
hasta en los deberes propios de cada estado. Por ejemplo, es importante que el hombre ejerza la autoridad
y mantenga su palabra, y que la mujer, a su vez (en su papel de mediadora) presente el bien y la verdad
de manera dulce, tierna y accesible. La madre no cambiará la orden del padre, pero explicará a los hijos
las causas para que la orden del padre sea “comprendida” y bien “aceptada”.

Esta erosión de ambos sexos según Dios los creó va imponiendo la “cultura gay” (que no es ni cultura,
ni divertida) como una opción más a elegir, y no como un pecado grave contra natura que clama al cielo.
San Pablo ya lo denunció en las costumbres de Roma. a través de los siglos la Iglesia ordenó este desorden
y ahora, nuestro mundo actual, sin Dios, se lo hace aparecer como una “opción más a elegir”, y nuestros
legisladores lo hacen legal... en la actualidad, 5 países autorizan esta afrenta contra la ley de Dios y de la
naturaleza: Gran Bretaña, Holanda, Canadá, Bélgica y... España... la ciudad de Buenos Aires y tantos los
seguirán... roguemos que en un futuro ser homosexual no sea obligatorio.

4. La educación de la persona a través de las virtudes, que es nuestro tema principal en este libro.

Sabemos que la familia, como organización natural, es la primera escuela de las virtudes humanas. La
revolución anticristiana también lo sabe. Al destruirla familia se destruye al ámbito propicio para
educar a las personas y se les deja expuestas a lo que el ambiente les quiera impregnar.

El primer paso fue sacar a la mujer del hogar, haciéndole creer que debía realizarse afuera, al margen de
la maternidad. Podríamos decir que en la última mitad del siglo XX, y en lo que va del XXI, son millones
los niños prácticamente educados por la televisión y lo que los medios de comunicación quieran trans-
mitirles. En su gran parte, son diabólicos por sus contenidos. Los modelos propuestos por la televisión
ya no sólo son anticristianos sino antinaturales porque se promueve la perversión en todos los usos y
costumbres.

Es difícil pensar cómo se podría inculcar el desarrollo de las virtudes sin contar con la familia como
medio educador, que insista en ellas, corrigiendo y enseñando durante años, logrando con insistencia la
incorporación de los buenos hábitos. Es por eso que los hechos constatan que, como decía Jean Marie
Vaissière: “desde que las mujeres hacen lo que los hombres hacían, ya nadie hace lo que “solo ellas”
sabían hacer…y se ve la educación de los hombres corromper”…

El mejor ejemplo de lo que cuesta incorporar un buen hábito es el baño diario. En el primer año de vida,
lo dispone la madre. A los tres, el niño se ve obligado a interrumpir su juego por su madre y tener que
bañarse igual. A los siete, obedece de mala gana. En la adolescencia tiene hidrofobia y finalmente... en la
juventud, cuando empieza a presumir con el sexo opuesto... le toma el gusto porque ha incorporado el
hábito, en cristiano, esto se llama la puerta angosta, la que conduce por el camino del bien.

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Dios excusará y comprenderá con indulgencia a aquellos que no hayan recibido la educación a la cual
tenían derecho al nacer, como personas. Pero, si en algún momento la persona tomó conciencia y conoció
el camino del bien y de la virtud, está obligada a poner los elementos (como la fuerza de voluntad) para
frenar, no sólo su propia caída y la de los suyos, sino tratar de frenar la degradación del orden social. En
lo que a la educación se refiere, todos los miembros de una familia cristiana deberían colaborar a que los
otros mejoren. Si la familia es considerada como un cuerpo, de la salud de todos los miembros, dependerá
la salud de la unidad familiar. No quiere decir esto que todos deberán actuar del mismo modo, y que las
distintas vidas deben de ser réplicas, sino que debieran tener los mismos valores, y compartir una
serie de principios rectos y verdaderos.

En una familia, todos los miembros o educan o mal educan. En esto no hay terreno neutral. Todos
son buenos o malos modelos para los niños y jóvenes que los observan, aún con las decisiones pequeñas
y cotidianas. Toda la sociedad adulta educa o corrompe según los modelos y principios que pro-
ponga como verdaderos. De ahí la enorme responsabilidad que tendremos todos y cada uno ante Dios,
el día del Juicio.

Cuanto más virtuosa sea una persona más madura será o dicho al revés la inmadurez es la falta
de virtudes esenciales en los adultos como: la prudencia, la fortaleza, la responsabilidad, el respeto, la
justicia, la veracidad, la sinceridad, la generosidad, el espíritu de sacrificio, la austeridad, el orden, etc...

La palabra virtud proviene del latín “virtus”, varón, y significa “fuerza”, “vigor” o “valor”. Es “el hábito
o la disposición del alma para las acciones conformes a la ley moral, es la fuerza viril e indomable que se
ordena a las disposiciones divinas”. Ahí entendemos la necesidad constante de la lucha, del vencerse, del
“esforzaos” del que nos habla Jesucristo en el Evangelio. Cuando pensamos en un virtuoso, instintiva-
mente sabemos que estamos hablando de una persona acostumbrada a la lucha ascética, al autodominio,
al señorío del espíritu sobre la materia. Y este era el proyecto original de Dios para el hombre,
que él reine por encima de la materia. No estamos tratando de hacer un problema del hombre, sino
de profundizar seriamente en lo que es una persona y lo que la lleva a su plenitud, porque esta plenitud
está muy relacionada con su felicidad aquí en la tierra.

Dios nos manda cruces, pero no tantas ni tan pesadas como las que nos tallamos diariamente nosotros,
(al prójimo y a nosotros mismos), a lo largo de nuestras vidas con nuestra inmadurez con nuestros celos
y competencias entre familiares, (que mortifican a toda la familia), con nuestro derroche irresponsable e
injusto de los bienes familiares, (que dejará desprotegidos y desamparados económicamente a los nuestros
durante años), con nuestra falta de comunicación honesta y sincera entre los cónyuges, (que dificulta
enormemente la convivencia), con la falta de un plan común de educación con los hijos, con la falta de
resignación ante la muerte de un ser querido, con la falta de aceptación de nuestra realidad, (que no
podemos modificar), etc. Hace falta estar convencido de la importancia de educar en las virtudes para
ponerle interés y dedicarse a este apasionante trabajo de cincelar las conciencias humanas.

Como todos los hábitos, (ya que la virtud es el hábito del bien), es mucho más fácil comenzar desde la
más tierna infancia. A Napoleón le preguntaron cuándo consideraba que había que comenzar a educar a
un niño y él contestó: “Con la educación de la madre”.

Y esta educación en las virtudes, que comenzará desde la niñez, el hombre tendrá que ir perfeccionándola
durante toda su vida. Tendrá algunas virtudes o tendencias virtuosas que nacerán con él, como por ejem-
plo una natural bondad, que en la vida es muy importante, pero sin la virtud de la prudencia para elegir
las buenas compañías, no le dará muchos frutos.

Las virtudes si bien se estudian aisladas, están todas encadenadas, siempre se entrelazan entre sí,
unas con otras. Generalmente cometemos el error de identificar a una persona con una sola virtud como

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si ya todo el trabajo estuviese concluido. Decimos por ejemplo: Juan es muy trabajador, lo cual es muy
bueno, siempre y cuando además sea responsable en administrar su dinero, sea justo y le pague puntual-
mente a sus empleados y le sea fiel a su mujer, (defendiendo su matrimonio), sino su trabajo no rendirá
los frutos debidos. Ana puede ser muy generosa, lo cual es muy bueno, siempre y cuando actúe con
prudencia y justicia en el manejo de los bienes y cuide primero y con responsabilidad, de la seguridad
económica de los suyos.

Las virtudes no se adquieren sabiendo sobre ellas, porque las virtudes son prácticas y no teoría. Se
adquieren mediante la repetición de actos virtuosos. Así como el vicio es la repetición de actos
viciosos. Será practicando la justicia con naturalidad que seremos justos, la veracidad siempre, que sere-
mos veraces, la templanza en general, que seremos mesurados, la honestidad como conducta habitual,
nos hará honestos, ejercitando el amor a la Patria, nos hará buenos patriotas. Si aflojamos en el ejercicio
de una virtud notaremos que las otras virtudes disminuyen. Por ejemplo: los primeros días de clase
siempre nos costarán más, porque durante las vacaciones habremos perdido el hábito de esforzarnos con
el estudio. El lunes será el día de la semana que más nos costará, porque el fin de semana nos habrá
exigido menos esfuerzo aún en levantarnos.

No se trata de querer ser perfecto de un día para el otro y que abandonemos el intento porque nos parece
imposible. Se trata de inculcar estas virtudes en los hijos para que puedan ejercitarlas de por vida. Anali-
zando nuestras conciencias sabremos qué falta habremos cometido y en que podremos mejorar. Este
proceso de lucha ascética en el gobierno de nuestras pasiones desordenadas y en la adquisición de virtu-
des, es un ascenso en la vida espiritual, semejante a la escalada de un monte, que otorga un enorme
señorío sobre sí mismo.

“Escritores cristianos antiguos como Orígenes o San Gregorio de Niza, han visto en la ascensión de
Moisés al monte la imagen del esfuerzo de purificación que debe realizar el cristiano para hacerse capaz
de contemplar y amar a Dios. San Juan de la Cruz utiliza la misma imagen, aunque prefiere llamar a su
monte el Carmelo, en honor a los patronos de la orden carmelita. Del mismo modo que la ascensión al
monte, la santificación es un proceso que debe realizarse mediante el esfuerzo ordenado de ir
dando un paso tras otro en dirección a la cima. Precisamente por eso, este proceso de purifica-
ción, de mejora, ha sido llamado “ascética” o “ascesis”, palabra griega que significa sencilla-
mente “esfuerzo” o “ejercicio”.

No hay que pensar, sin embargo, en una subida angustiosa que exija un esfuerzo agotador. Ni el Sinaí, ni
el Carmelo son cimas muy empinadas, y tienen rutas de subida muy sencillas. Lo importante, como en
una excursión de montaña, es ascender poco a poco, saboreando los paisajes que se ensanchan en el
horizonte, disfrutando de los aromas de la vegetación, de las amplitudes del cielo, de los frescores de las
brisas que se levantan. Como en una excursión, caben también aquí momentos de descanso y de recupe-
ración. Subir cuesta un poco, pero las bellezas de la ascensión compensan el esfuerzo y, en el caso de la
vida cristiana, la cima proporciona, no simplemente la contemplación de un maravilloso paisaje, sino la
de Dios mismo.

En esa ascensión, es imprescindible la gracia de Dios para dar cualquier paso que acerque a la
cima. Dios la da generosa y también misteriosamente. Puede llevar al cristiano por caminos nuevos e
imprevistos hacia la contemplación. Y la da de manera distinta a cada persona. Es muy importante
contar con esa ayuda. La empresa de subir por sí mismo, (prescindiendo de Dios), sólo lleva al
agotamiento y el resultado no sería la santidad cristiana, que supone un profundo equilibrio de
potencialidades y capacidades, sino una personalidad desequilibrada. Un hombre dominado por
la soberbia podría emprender esta subida por sí mismo, e incluso llegar a una cierta altura, pero muy lejos
de la cima, porque el camino escogido no puede acercarle. La diferencia estriba en que el cristiano que se
acerca a la cima ama cada vez más a Dios, mientras que el otro sólo se ama a sí mismo.

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Se trata, pues, de ascender, pero ¿qué supone ascender realmente en la vida de un hombre? ¿Qué
hace a un hombre mejor de lo que era antes? cuando nos planteamos estas preguntas, comen-
zamos a entrar en el mundo maravilloso de la interioridad; un universo mucho más apasionante
todavía que el fantástico universo material, cuyas bellezas apenas conocemos. Hay dentro de cada
hombre una inmensa riqueza que está como en el germen a la espera de ser desplegada. Sólo quienes se
han introducido en el mundo del espíritu saben, por experiencia propia, que ese mundo existe y en cierto
modo lo han abierto a la vida. Es un mundo que no se puede ver desde fuera, aunque desde fuera atraen
y sorprenden algunas de sus manifestaciones.

El hombre en quien esa interioridad se ha desplegado da una imagen muy atrayente: causa admiración el
vigor sereno con el que obra, el equilibrio de sus manifestaciones, la suave firmeza de sus decisiones, su
cordial pero poderosa fuerza de voluntad, su paz y alegría interiores, su saber estar en todas partes, su
poder prescindir sin alterarse de lo superfluo, e incluso de lo necesario sin queja, su buen ánimo en las
adversidades y su sencillez cuando la fortuna le sonríe. La vida tiene en esos hombres una profundidad
que no tiene en otros. Mientras en otros parece fluir sin reposo, sin dejar huella, en éstos la vida se
remansa y se acumula, se concentra y crece. En todas las culturas, ha habido hombres en los cuales se
podía reconocer la huella de la sabiduría profunda de vivir.

Nuestra cultura occidental actual ha buscado recientemente esa luz en manos orientales, que ofrecen
técnicas de concentración y desarrollo de la interioridad experimentada durante siglos. Pero a veces han
recogido sólo los aspectos más folclóricos, olvidando que también nuestra tradición tiene una riquísima
experiencia de la interioridad humana.

La educación clásica greco romana consistía básicamente en proponer como ejemplos a las nuevas gene-
raciones los actos más notables de valentía, amor a la patria, piedad filial (ver a Dios como un padre) y
honradez de sus hombres más grandes. Y esa sabiduría del vivir vino inmensamente enriquecida con la
revelación cristiana que aportó, además de profundos conocimientos sobre el ser humano, un nuevo
modelo de hombre, Jesucristo, y las fuerzas necesarias, la gracia de Dios, para vivir de acuerdo con el
modelo propuesto.

La clave del crecimiento interior del hombre se basa en una peculiaridad de su espíritu: todos los actos
voluntarios dejan huella: el hombre aprende a obrar en la medida que obra. Esto se aprecia muy
claramente, en el ámbito elemental, en la capacidad de adquirir técnicas. Todos conocemos hombres muy
hábiles, no sólo malabaristas, sino también, carpinteros, artesanos, deportistas, músicos, etc. Todos tienen
en común que son capaces de realizar fácilmente y con perfección, acciones que para nosotros serían
imposibles o, por lo menos, muy difíciles. Y todos han llegado a esas técnicas (de poner una sonda, saltar
una valla, tocar el arpa) del mismo modo: repitiendo muchas veces las mismas acciones. En ocasiones,
como un buen intérprete de cualquier instrumento, ensayando muchas horas al día y muchos días al año.

Esta es la regla de oro de la educación del espíritu: la repetición. Como cada acción deja su huella,
el repetir una misma acción muchas veces, deja finalmente una huella muy profunda. Y esto no sucede
solamente en ese nivel inferior en que, simplificando en cierto modo, tratamos de “acostumbrar el
espíritu” a una acción.

Hay un pequeño caso que afecta a una parte importante de la humanidad y que nos ofrece un buen
ejemplo: la hora de levantarse de la cama. Casi todos los hombres tenemos la experiencia de lo que supone
en ese momento dejarse llevar por la pereza, y los que son más jóvenes la tienen de una manera más viva.
Si al sonar el despertador uno se levanta, va creando la costumbre de levantarse y, salvo que suceda algo
como un cansancio anormal, resulta cada vez más fácil levantarse. En cambio, si un día se espera unos

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minutos antes de dejar la cama, al día siguiente costará más esfuerzo y, si se cede, todavía más al siguiente.
Así hasta llegar a no oír el despertador.

Tanto el buen como el mal obrar forman costumbres e inclinaciones en el espíritu; es decir, hábitos de
obrar. A los buenos se les llaman virtudes y a los malos, vicios. Un hábito bueno del espíritu es, por
ejemplo, saber decidir sin precipitarse y considerando bien las circunstancias y las consecuencias. Un
vicio, en cambio, en el mismo campo, es el atolondramiento, que lleva a decidir sin pensar y a modificar
muchas veces y sin motivo las decisiones tomadas. Algo tan importante como lo que llamamos
“fuerza de voluntad” no es otra cosa que un conjunto de hábitos buenos, conseguidos después
de haber repetido muchos actos en la misma dirección.

Los hábitos buenos, las virtudes, consiguen que se vaya estableciendo el predominio de la inteligencia en
la vida del espíritu. Los vicios dispersan las fuerzas del hombre, mientras que las virtudes las concentran
y las ponen al servicio del espíritu. La persona que es perezosa, que tiene el vicio de la pereza, puede
fijarse, quizás, propósitos estupendos, pero es incapaz de cumplirlos: su espíritu resulta derrotado por la
pereza, por la resistencia del cuerpo a moverse. Todo estudiante experimenta íntimamente esta lucha
entre lo que se propone estudiar y lo que después realmente estudia. Sorprendentemente, no basta pro-
ponerse una cosa para ser capaz de vivirla: ¡qué difícil es dejar de fumar o guardar un régimen de adelga-
zamiento! no basta una primera decisión.

Sólo con esfuerzo repitiendo muchas veces actos que cuestan un poco, se consigue el dominio
necesario sobre uno mismo. La persona que tiene virtudes es capaz, por ejemplo, de no comer algo
que no le conviene, aunque le apetezca mucho, o de trabajar cuando está muy cansado, o de no enojarse
por una minucia; logra que, en su actuación, predomine la racionalidad: es capaz de guiarse, al menos
hasta cierto punto, y de hacer lo que discierne que debe hacer. Quien no tiene virtudes, en cambio, es
incapaz, también hasta cierto punto, de hacer lo que quiere. Decide, pero no cumple: no consigue llevar
a cabo lo que se propone: no llega a trabajar lo previsto o a ejecutar lo decidido.

Así resulta que la persona que tiene virtudes es mucho más libre que la que no las tiene. Es capaz
de hacer lo que quiere, lo que decide, mientras que la otra es incapaz. Quien no tiene virtudes
no decide por sí mismo, sino que algo decide por él, quizás hace, por utilizar un casticismo español,
“lo que le viene en gana”. Pero la gana no es lo mismo que la libertad. La gana es una veleta que necesa-
riamente se orienta hacia donde sopla el viento. El perezoso puede tener la impresión de que no realiza
su trabajo porque “no le apetece” o “no le da la gana” y hacer de esto un gesto de libertad, pero en
realidad es una esclavitud. Si no trabaja en ese momento, no es por ejercitar su libertad, sino porque no
es capaz de trabajar. Y la prueba de esto es que “las ganas” se orientan con una sorprendente constancia
siempre en el mismo sentido. A la persona que se ha acostumbrado a comer demasiado, “sus ganas” le
inclinan una y otra vez, un día tras otro, a comer más de lo debido, pero raramente a guardar un día de
ayuno. Y al que es perezoso, le llevan a abandonar un día tras otro su trabajo, pero raramente a realizar
un sacrificio extraordinario.

Las virtudes van extendiendo el orden de la razón y el dominio de la voluntad a todo el ámbito
del obrar. Concentran las fuerzas del hombre que se hace capaz de orientar su actividad en las
direcciones que él mismo se propone. La misma palabra virtud, que es latina, está relacionada con la
palabra “hombre” (“vir”) y la palabra “fuerza” (“vis”).

La gran fuerza de un hombre son sus virtudes, aunque quizás su constitución física sea débil. Sólo
quien tiene virtudes puede guiar su vida de acuerdo con sus principios, sin estar cediendo, a cada instante,
ante la más pequeña dificultad o ante las solicitaciones contrarias. En cambio, los pequeños vicios de la
conducta, el acostumbrarse a no hacer las cosas cuando y como deben ser hechas, debilita el carácter y

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hacen a un hombre incapaz de vivir de acuerdo con sus ideales. Son pequeñas esclavitudes que acaban
produciendo una personalidad mediocre.

..El libro no es, propiamente hablando, un “método de ascética”. Sólo intenta proporcionar algunas su-
gerencias que ayuden a dar los primeros pasos en este itinerario a la cima... para que la lectura de este
libro tenga sentido, se requiere de parte del lector una disposición activa: ir tomando pequeñas resolucio-
nes y propósitos que le ayuden a avanzar. Como en toda ascensión, lo importante no es conocer muy
bien el camino, sino ir dando pasos por él. Además, como la cima no puede lograrse en un momento,
es preciso recomenzar muchas veces a andar y volver sobre los mismos propósitos. Lo importante es,
como he dicho, ir dando pasos. Y así las virtudes crecen. Además, las virtudes, como los órganos de los
seres vivos, tienden a crecer armónicamente. Cuando se crece en una se crece en algún modo en
todas. Quien empiece a caminar verá que se trata de una experiencia fantástica y que, si persevera, su
vida se llenará de nuevas y profundas dimensiones, hasta convertirse en algo apasionante”.3

Ya dijimos que la revolución anticristiana, en sus distintas facetas (liberalismo, masonería, socialismo,
comunismo y Gramsci) quiere en primer lugar crear un hombre nuevo, sin dios, sin patria, sin raíces, y
ahora (con la perspectiva de género) hasta sin sexo definido... en su furia satánica arrasa con todo y ataca
todos los cimientos del cristianismo.

Gramsci, la última versión del marxismo, en su forma más sutil de destrucción, no crea sentimientos de
odio, sino de ridículo y de burla contra todos los valores clásicos y hasta del sentido común y, en la
rodada, no deja ninguna virtud en el camino: ni el respeto, ni la obediencia, ni la humildad, ni la virginidad,
ni la fidelidad, ni el patriotismo. Hay que destruir todo lo que el orden natural y cristiano manda, y todo
lo que la iglesia enseñó como bueno en 2.000 años de evangelización. Las virtudes, dijimos, son las
que ponen de pie a la persona. Si el objetivo que busca la revolución es destruir a la persona y crear
un hombre nuevo que no se semeje en nada a su creador, entonces combatir, ridiculizar, erosionar
y aniquilar las virtudes, es la parte más sutil (y la última versión del plan).

Primero el ataque fue contra el orden social, luego contra las instituciones, después contra la
familia y ahora finalmente y concretamente, contra la persona, según Dios la pensó... Y resulta
que él es el autor... todos los demás vinieron después...

Siempre habrá dos vicios en contra de una virtud. Uno por defecto y otro por exceso, que aparenta ser
virtud, pero no lo es. Por ejemplo: la virtud del orden se contrapone con el desorden, que es lo contrario,
pero el exceso de orden (que aparenta ser virtud) no lo es. Porque una cosa es poner cada cosa en su
lugar y otra es vivir para acomodar las cosas. La laboriosidad se contrapone con el pecado de pereza, pero
el exceso de trabajo, el activismo (que aparenta ser virtud) no lo es, porque el hombre no fue creado sólo
para trabajar. Hay bienes superiores que debe desarrollar y ganar y el trabajar sin descanso es indicador
de otros desórdenes espirituales. La generosidad es una virtud que se contrapone al pecado de la avaricia,
pero la prodigalidad (que aparenta ser virtud) no lo es, porque en el desperdicio o el derroche irrespon-
sable de nuestros bienes siempre perjudicaremos a quienes tenían derecho legítimo a ellos.

Los padres no necesitan ser perfectos para inculcar virtudes, ya que el ejemplo que educa, no es el
perfecto sino el humilde que reconoce verdades objetivas. Y el que reconoce que no es perfecto,
tiene la responsabilidad moral de transmitir la verdad en todas sus facetas. La perfección de la persona
humana no es una opción, sino un deber al que estamos todos llamados por ser personas creadas a imagen
y semejanza de Dios.

A santo Tomás su hermana le preguntó un día:

3
“Para ser cristiano”. Juan Luis Lorda. Editorial Patmos. pág 16

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“-Tomás... ¿Qué hay que hacer para ser santo?-“Y santo Tomás le respondió: “querer”

Aplicando la misma fórmula de santo Tomás, ante la pregunta:


-¿Qué hay que hacer para ser virtuosos o desarrollar las virtudes que no tenemos? – Querer

El hombre es un compuesto de inteligencia y voluntad, y para la lucha en contra de nuestras pasiones


desordenadas lo que hace falta es la voluntad. Si uno no quiere, la inteligencia sola (por más brillante que
sea) no puede hacer nada.

“Si adquirimos una virtud por nuestro propio esfuerzo, desarrollando conscientemente un hábito bueno,
denominamos a esa virtud natural. Supongamos que decidimos hacer crecer la virtud de la veracidad.
Vigilaremos nuestras palabras, cuidando de no decir nada que altere la verdad. Al principio quizás nos
cueste, especialmente cuando decir la verdad nos cause inconvenientes o nos avergüence. Un hábito (sea
bueno o malo) se consolida por la repetición de los actos. Poco a poco nos resulta más fácil decir la
verdad, aunque sus consecuencias nos contraríen. Llega un momento que decir la verdad es para nosotros
una segunda naturaleza y, para mentir, tenemos que ir a contrapelo. Cuando sea así, podremos decir en
verdad, que hemos adquirido la virtud de la veracidad. Y, porque la hemos conseguido con nuestro propio
esfuerzo, esa virtud se llama natural.

Dios, sin embargo, puede infundir en el alma una virtud directamente, sin esfuerzo por nuestra parte. Por
su poder infinito puede conferir a un alma el poder y la inclinación de realizar ciertas acciones que son
buenas sobrenaturalmente. Una virtud de este tipo - el hábito infundido en el alma directamente por Dios
- se llama sobrenatural.

Entre estas virtudes - las más importantes son las tres que llamamos teologales: Fe, Esperanza y Ca-
ridad. Se llaman teologales o divinas porque atañen a Dios directamente: creemos en Dios, en Dios
esperamos y a él amamos. Estas tres virtudes, junto con la gracia santificante, se infunden en nuestra alma
con el sacramento del Bautismo. Incluso un niño, si está bautizado, posee las tres virtudes, aunque no
sea capaz de ejercerlas hasta que no llegue al uso de razón. Y, una vez recibidas, no se pierden fácilmente.
La virtud de la Caridad, la capacidad de amar a Dios con amor sobrenatural, se pierde sólo deliberada-
mente si nos separamos de él por el pecado mortal. Cuando se pierde la Gracia Santificante, también se
pierde la Caridad. Pero aun habiendo perdido la Caridad, la Fe y la Esperanza permanecen.

La virtud de la Esperanza se pierde sólo por un pecado directo contra ella. Por la desesperación de no
confiar más en la misericordia divina. Y, por supuesto, si perdemos la Fe, la Esperanza se pierde también,
pues es evidente que no se puede confiar en Dios si no creemos en él. Y la fe a su vez se pierde por un
pecado grave contra ella, cuando rehusamos creer lo que Dios ha revelado.

Además de las tres grandes virtudes teologales o divinas, hay cuatro virtudes sobrenaturales que,
junto con la gracia santificante, se infunden en el alma por el Bautismo. Como estas virtudes no
miran directamente a dios, sino más bien a las personas y cosas en relación con Dios, se llaman morales:
son prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Poseen un nombre especial, pues se les llaman virtudes
cardinales. el adjetivo “cardinal” se deriva del sustantivo latino “cardo”, que significa “gozne”, y se les
llama así porque son virtudes “gozne”, es decir, que de ellas dependen las demás virtudes morales. Si un
hombre es realmente prudente, justo, fuerte y templado, espiritualmente podemos afirmar que posee
también las otras virtudes morales. Podríamos decir que estas cuatro virtudes contienen la semilla de las
demás. Por ejemplo, la virtud de la religión, que nos dispone a dar a Dios el culto debido, emana de la
virtud de la justicia. Y de paso diremos que aquella es la más alta de las virtudes morales”.4

4
“La fe explicada”. Leo J. Trese. Editorial Patmos. pág. 139.

16
5. Las gracias especiales que otorga Dios a través del sacramento del matrimonio.

Los cuatro aspectos de la familia que hemos desarrollado anteriormente son aplicables a todas las familias,
porque nos hemos basado en la propia naturaleza del hombre y sus necesidades, tal cual Dios lo creó.

Ahora, cabe preguntarse: ¿por qué quiso Dios elevar el matrimonio a un sacramento y no dejarlo sola-
mente en el ámbito natural como simple concubinato, lo que hoy en día se dice simplemente como el
“irse a vivir juntos” o “vivir en pareja”?

Dios sabía que el matrimonio entre el hombre y la mujer (aún naciendo de un gran amor entre ambos)
sería un largo trayecto que tendría sus cruces y sus pruebas, porque la naturaleza estaba caída. Sabía que,
en el largo camino del matrimonio, los cónyuges más de una vez flaquearían y correrían el riesgo de
quebrantar la promesa hecha ante él en el altar. Es por eso que Dios, quiso acompañar a los hombres,
asociarse con ellos (en esta sociedad conyugal que él utilizaría para infundir la vida) e integrarse como el
“Socio capitalista” para estar disponible a asistirlos durante todo el viaje. Esto se denomina “Gracia
de Estado”. La gracia no terminaría en el altar el día del casamiento, más bien comenzaría ahí. A través
de los años de matrimonio, cuando se nos presentasen los problemas y las dificultades, el mirar las alianzas
nos servirá para recordar al “socio capitalista” que siempre tendrá el capital necesario para darnos para
poder seguir con lo prometido ante él.

Tampoco esto significa que Dios, como socio capitalista, sería como una pierna ortopédica en el matri-
monio, sino que quien nos creó nos conoce, sabe lo que necesitamos, dónde están nuestras heridas,
nuestras miserias y debilidades, nuestras flaquezas, nuestras angustias, nuestros conflictos, nuestras pa-
siones desordenadas y las tentaciones para vencer.

Esta Gracia de Estado (gracias especiales que Dios otorga para cada estado del hombre), provee a los
cónyuges la paciencia para tolerarse los defectos mutuos, la caridad para amarse aún sobrenaturalmente
y perdonarse las heridas y las ofensas, la misericordia para comprender las miserias mutuas y poder pasar
sobre ellas, la fortaleza para resistir muchas veces las tentaciones mutuas de infidelidad, de abandonarse
por otra persona (que pudiera aparentar ofrecer mayor felicidad), etc.

Dios, como socio capitalista de esta sociedad de donde nacería su obra maestra, el hombre, se compro-
metía a estar siempre disponible para asistirnos durante la vida matrimonial, velando y asistiendo a los
cónyuges, no sólo en su matrimonio, sino en la dirección que imprimirían en los hijos, por quie-
nes Dios ya había derramado su sangre, y no estaba dispuesto a perderlos. Ante los problemas, con-
flictos y dificultades que pudieran surgir dentro del matrimonio las alianzas nos recordarían al tercer
“socio capitalista” a quien deberíamos acudir para tomar el capital necesario para continuar.

Aún con los hijos, Dios mismo, a través de la iglesia y de sus hijos predilectos, los buenos sacerdotes,
hablaría y habla. No es lo mismo acudir al sacerdote que pedir consejo a la amiga, al peluquero o a quien
nos arregla la moto. Nadie desprecia el consejo que puedan dar, (siempre que sea bueno y de acuerdo a
la ley de dios), pero el sacerdote tiene “gracia de estado” y ellos no.

Esta gracia de estado sacerdotal es la luz sobrenatural que Dios le otorga a quienes lo representan para
iluminar y aconsejar a las almas en su camino por la tierra. En la lógica divina, deberían asistir ambos
cónyuges o padres a pedirlas para que los pasos de los cónyuges y los padres fuesen parejos al caminar.
Si sólo fuese uno de los cónyuges a pedir consejo, (que históricamente demostró ser la mujer), se torna
muy injusto y desequilibrado, porque es una carga doble y una doble responsabilidad la de sobrellevar un
peso, (sobre una sola espalda y sobre una sola conciencia), que Dios había dispuesto sería para compartir,
en el matrimonio, entre dos. Si a través de la vida conyugal fuese tan sólo uno de los dos a pedir fortaleza,

17
paciencia y espíritu de perdonar, en el plan de dios para el matrimonio la carga para ese uno será despro-
porcionado.

Dicho en otras palabras, el matrimonio no fue pensado por Dios para ser “un carrito chino” (medio de
trasporte público que usan en China), en donde uno sólo hace el esfuerzo tirando el carro. Donde el
marido cómodamente se deja llevar sentado, viendo (como en la butaca de un cine) como crían sus hijos.
Cómo los forman (luchando contra corriente) y cómo construyen su familia con las responsabilidades y
luchas que ello implica, sin involucrarse para nada en la formación y descansando en el esfuerzo sólo de
su mujer.

Tampoco donde el marido hace todo el esfuerzo para sostener el hogar con responsabilidad y a demás al
llegar en la noche después de una jornada dura de trabajo, se tiene que ocupar de bañar a los hijos, de
prepararles la comida, de vigilar si hicieron los deberes y hasta de llevar a las diez de la noche a su mejer
al bebé recién bañado y envuelto en una frazada (dejando a los otros solos en casa) para que ella lo
amamante en el pasillo de la universidad…durante el recreo…entre clases y clases de lo que fuese…
porque se le ocurrió empezar a estudiar cuando quedó embarazada…para “realizarse”…

De ahí que, para elegir al otro, para fundar nuestra familia, debemos elegir un par, un igual, alguien que
no sea un lastre una mochila. El matrimonio es un trabajo de equipo. Y la materia adecuada sobre la cual
la gracia debe actuar es esta “buena elección”. Esa es la parte que nos toca a nosotros “elegir bien”.

Dios, que quiso asistir al hombre en su llegada al mundo con el Bautismo, que quiso que recibiese su
cuerpo y su sangre para fortalecerlo y ganarse la vida eterna en la comunión, que le otorgó el espíritu y la
fortaleza para defenderlo en la confirmación, que se mostraría siempre disponible para perdonarle los
pecados en la confesión (o reconciliación), que les aseguraría el pasaporte al cielo con la extremaunción
(o Unción de los enfermos), también quiso asistirlo en el camino de santificación y perfección cristiana
que significa comprometerse a vivir juntos, varón y mujer “aceptándose como esposa/o y serse fiel tanto
en la salud como en la enfermedad, en la prosperidad como en la adversidad, amándose y respetándose
durante toda la vida” que es la lógica consecuencia de compartir un mismo proyecto de vida.

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La revolución anticristiana

Síntesis. Línea histórica de la revolución anticristiana

La revolución anticristiana

Dios quiso que el hombre naciese en el seno de una familia. Desde la eternidad Él pensó que eso sería lo
óptimo para él. En el manual de instrucciones que el Creador dejó a su Iglesia para el buen funciona-
miento de su obra maestra, el hombre, especificó que las condiciones donde el ser humano debía nacer,
crecer, desarrollarse, multiplicarse y morir para lograr su total madurez como persona en lo espiritual,
psíquico y afectivo, se darían en el ámbito de una familia indisoluble, fundada por un varón y una mujer.
Este modelo de familia pensada por Dios desde la eternidad siempre fue una realidad innecesaria de
afirmar, hasta que hoy en día, en que el ser humano es obligado por la ciencia a nacer en una probeta
fría de laboratorio, o en distintos tipos de engendros de familia, composiciones mal concebidas
y antinaturales es necesario volver a reafirmarlo.
Aunque se haya propuesto en estados Unidos como modelo de familia, la formada por un homosexual y
tres hijos adoptados, en el plan de Dios, en su plan original, Él concibió y pensó a la familia como
aquella formada por la unión del varón y la mujer, como nos consta en el Génesis y nos lo reafirma
nuestro sentido común. Solamente a partir de ahí esta unión de ambos sexos, es que habríamos de mul-
tiplicarnos en plenitud, sin carencias espirituales, psicológicas o afectivas ni crisis de identidad, ya que el
hombre y la mujer en todo se complementan. Esta complementariedad sólo se da entre varón y mujer.
No puede darse de otra manera.
La homosexualidad que se nos quiere imponer a la fuerza, no sólo es un amor híbrido que no procrea,
que cierra el camino total a la vida, sino que se queda en un amor enfermo y desordenado contra la propia
naturaleza humana según fue creada y pensada por Dios. Para Él, no existe el camino de la homose-
xualidad que hoy nos quieren inculcar como otra “opción válida”. Es un ataque directo más, no sólo a la

19
generación de la vida, sino a todo el plan Divino diseñado por Él desde el inicio de la creación para la
persona humana.
Dígase y promúlguese en este desorbitado siglo XXI todo lo contrario: que son iguales las familias mo-
noparentales, las uniones de homosexuales, (con hijos adoptados y todo tipo de aberraciones), pero estas
antinaturales propuestas forman parte del plan de la revolución anticristiana para lograr la degradación
espiritual, moral, psíquica, afectiva y hasta física de la persona humana, creada por Dios con un destino
trascendente.

Se intenta destruir toda la moral occidental de origen judeocristiana de 3200 años, asentada sobre
el orden natural. No sólo para imponer una nueva, sino para asolar y poner por el suelo a la
persona tal cual Dios la pensó y la creó. No hay otro objetivo. No es una casualidad. Es un plan
perverso y demoníaco, tan profundo y tan perfectamente planeado que su director no puede ser
un hombre, sino el propio Satanás.
Se quiere construir un hombre nuevo, sin Dios, sin Patria, sin raíces, sin familia estable que lo
eduque, que lo quiera y lo proteja. Sin principios morales que lo sostengan, ni derechos naturales
que pueda defender. Y ahora con la “perspectiva del género” (que niega que el sexo nos es
impuesto por la naturaleza) hasta sin sexo… es un plan organizado para imponer un “nuevo
orden mundial”, totalmente adverso y subversivo al orden natural creado por Dios. Dictado
ahora por las leyes diabólicas inspiradas por el mismo diablo a los hombres y tenemos que sa-
berlo.

Entiendo que da miedo y que uno preferiría ignorarlo, porque se nos presenta como un diabólico
gigante. Pero los que quieran y elijan sobrevivir (para defender a otros y pasar la posta de la cultura
cristiana y los valores a los que vienen) tendrán que saberlo para entender de donde viene el ataque.
Para comprender el origen y motivo de esta guerra espiritual en la que estamos todos envueltos, hay
que mirar la historia con una visión sobrenatural, recurrir a la teología de la historia. Vale decir, mirar
la historia como nos la enseña la Revelación Cristiana. La batalla que aún hoy libramos comenzó en lo
más alto de la Creación entre Dios y Luzbel, el más hermoso de los ángeles creados, quien convertido en
Satanás, se enfrentó desde aquel entonces, para disputarle a Dios Creador, el corazón y el alma
inmortal del hombre.
En ese momento la rebelión de Satán implicó apartarse del Creador, para no tener que someterse a las
órdenes divinas y lograr la autonomía. Pero los ángeles rebeldes que habían sido creados para vivir en
armonía con Dios no pudieron independizarse de él, y no podrán nunca desligarse de este plan.
Su odio se convirtió entonces en un continuo ataque al Reino de Cristo, comenzando por tentar a
Adán en el paraíso. Así como el diablo no se intimidó en saltar el cerco del paraíso, tampoco se detuvo
ante el sagrado colegio apostólico y logro hacer caer a Judas. A partir de ahí y a través de toda la historia
del hombre veremos librar siempre esta batalla entre Dios y Satanás. Batalla que siglos después San Agus-
tín en el siglo IV describió en “Las dos ciudades” y San Ignacio de Loyola en el siglo XVI definió como
la de las “Dos banderas” (Dios y los suyos y Satanás y sus seguidores).

Y así sucesivamente lo veremos actuar solamente en contra de la Iglesia Católica, la única que
genera problemas en las conciencias del occidente cristiano porque es la verdadera. La única
que como Madre, alza la voz para señalar los errores y los peligros que se ciernen sobre la hu-
manidad, y como maestra enseña e ilumina el camino a seguir. La única que derramó su propia
sangre durante siglos (y no la ajena) para que los hombres lográsemos entenderlo.
Es por eso que nuestro señor nos exhorta a aprender a distinguir a los hombres, no por el follaje de sus
vidas sino por “sus frutos”, ya que será por medio de sus obras que nos demostrarán bajo cuál de estas
dos banderas militan.
Las condiciones y el caldo de cultivo para llegar a este estado actual de cosas en el siglo XXI se retrotraen
al siglo XVI con la Reforma Protestante iniciada por el monje Católico Agustino Martín Lutero, quien,
(con la excusa del real aburguesamiento y decadencia moral del clero de la época) se fue de la Iglesia de

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Cristo para fundar la suya “protestando” y quebrando la conciencia de la Europa Cristiana en dos. Por-
que la misma época que generó la rebeldía de un Lutero desde dentro de la Iglesia generó el amor de un
San Ignacio de Loyola y su Compañía de Jesús para batallarlo. La diferencia fue el espíritu que los animó
y el amor por la Esposa de Cristo.

Hasta Lutero, la conciencia europea había sido una: la cristiana. Los hombres pecaban como siem-
pre, pero existía una noción clara del pecado, del cielo que había que ganar y del infierno en donde
podemos caer eternamente. Los pueblos cristianos, conocidos en su conjunto como la Cristiandad re-
conocían hasta ese entonces la Ley de Dios como la ley suprema. Habiendo reconocido el mandato divino
de Jesucristo dado a su Iglesia de “instruir y enseñar todas las gentes” los reyes cristianos dieron lugar
a que ella modelara, a través de los siglos de civilización, los usos y costumbres de toda la sociedad. La
Iglesia de Cristo forjó Europa. La modeló, la instruyó, le enseñó. O dicho de otra manera. ¿Cómo
se puede hablar de Europa sin hablar de la Iglesia?...
A raíz de esta rebeldía y quiebre en contra de la autoridad del Papa del siglo XVI producida por
la Reforma Protestante, de esta fisura en la conciencia europea cristiana la persona bajó los ojos
del cielo y se centró en sí misma, iniciando el periodo antropocéntrico en doble “ella, y no Dios,
pasó a ser el centro de todo.
Lutero apartó de la Iglesia a pueblos enteros, trastornó a Europa, espiritual, políticamente y económica-
mente, al reducir a ruinas la jerarquía católica, el sacerdocio católico, al inventar una falsa doctrina de la
salvación, una falsa doctrina de los sacramentos. Construyó un sistema doctrinal en abierta contradicción
con la Iglesia. La interpretación de las escrituras era según él, la única fuente de salvación y su interpreta-
ción correspondía a cada fiel en particular, directamente inspirado por Dios. El hombre se salvaría por
su sola fe, y sus obras de nada servirían para su salvación. La riqueza además, era un signo de predestina-
ción divina. Los ricos eran los predestinados. Su rebelión contra la Iglesia será el modelo que habrán de
seguir todos los futuros revolucionarios que desencadenen el desorden en Europa y en el mundo.
Los príncipes alemanes, por conveniencias personales, políticas y económicas (y no por convicciones
religiosas) romperían con Roma y se independizarían de ella. De hecho fueron muchos los príncipes y
duques que se veían beneficiados con la nueva religión dado que ya no respondían al papa y que por ende
podían disponer de los bienes eclesiásticos.
Con el paso de los siglos, el hombre se fue alejando de Dios y de sus leyes y su inteligencia se fue que-
dando a oscuras, arrastrando en su ceguera en el proceso de decadencia todo orden social construido
sobre los valores del evangelio, con las consecuencias que hoy vivimos. Al morir Lutero, 60 años después
de iniciada la reforma protestante, los pueblos cristianos se enfrentaban por doquier y la unidad de la
conciencia europea se había partido en dos, con las consecuencias que aún hoy vivimos. Fue a partir de
este quiebre en la unidad de la conciencia que los católicos someterían sus conciencias a los 10
mandamientos y a la Iglesia y los protestantes se rebelarían en contra de este orden moral comenzando
a legislar en contra de la ley de Dios.
Cuando hoy cinco siglos después, los católicos no logramos entendernos aún entre nosotros porque
discutimos y cuestionamos cada enseñanza del Papa y de la Iglesia, lo que vivimos en realidad son los
saldos de aquella confusión generada por la rebeldía y el quiebre de la unidad de la conciencia
europea, producido por Martín Lutero. Es por eso que hoy en día, ni siquiera las familias cristianas
se sostengan y se apuntalan moralmente entre sí. Porque cada uno, impregnado en mayor o menor medida
del estilo protestante, opina según su criterio y de la manera que mejor convenga o menos le interpele la
propia conciencia.

La Cristiandad era un orden social y político construido a través de los siglos V hasta el siglo XV
a la luz de los principios del Evangelio. Este maravilloso edificio jerárquico tenía al papa en la cúspide
como Vicario de Jesucristo en la tierra. La autoridad delegada por nuestro señor al papa, a los obispos y
a los sacerdotes en general estaba al servicio de la fe. Este orden se construyó paso a paso dando respues-
tas a las realidades que había que enfrentar. Fomentando el acceso a la propiedad privada y por lo tanto

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respetándola. Protegiendo la familia contra todo lo que la corrompe. Bendiciendo a la familia numerosa
y la presencia de la mujer en el hogar.
Defendiendo la legítima autonomía de la iniciativa privada. Propiciando a la pequeña y mediana industria.
Favoreciendo el retorno a la tierra y estimando en su justo valor la agricultura. Preconizando las uniones
profesionales. Protegiendo a los ciudadanos contra todo error, porque era una sociedad basada en la
Verdad. Una sociedad de hombres libres y pequeños propietarios.
El ataque fue dirigido en primer lugar contra este orden cristiano, que protegía y envolvía al hombre
con multitud de instituciones. Las instituciones “defendían” y “envolvían” a la persona, como las capas
de una cebolla o de un alcaucil protegen su corazón. Al atacar, destruir, desbaratar y quebrar una a una
las instituciones y asociaciones, la persona comenzó a quedar desprotegida, cada vez más a merced de la
ley humana y no la de Dios.
La ruptura y rebeldía espiritual se iría plasmando en todas los estructuras logradas. Por ejemplo: en el
sistema de gobierno. Comenzó con el rechazo a la monarquía tradicional cristiana y a su justicia, probada
durante 15 siglos. En su momento de apogeo cristiano, aún con las inevitables falencias humanas, la
monarquía fue la única capaz de darle a la humanidad decenas de reyes santos. Una época de gloria en
que los santos no querían ser reyes, pero los reyes querían ser Santos. Tales como: San Fernando rey
de Castilla y León (terciario franciscano), San Esteban de Hungría, San Wenceslao de Bohemia o San
Luis rey de Francia (terciario franciscano). Con el paso de los siglos su decadencia se degeneró más tarde
en el absolutismo monárquico. Gobierno ya arbitrario, absoluto, ilimitado, sin restricción alguna, cuya
autoridad ya no respondía ni rendía cuentas ante Dios, hasta la actual apostasía.

A partir del siglo XVIII la revolución anticristiana se verá activada con el accionar del liberalismo,
(filosofía de hacer de la libertad un absoluto prescindiendo de la ley de Dios) y la masonería interna-
cional.
En el siglo XVIII con la Revolución Francesa de 1789 (que endiosó a la “razón” por sobre todas
las cosas) la revolución anticristiana se agravó con el auge del racionalismo (doctrina filosófica que pre-
tende explicarlo todo por medio de la razón rechazando la revelación y reduciendo todo lo que se puede
“conocer” a lo que se puede “razonar” o “comprobar”).
La Revolución Francesa generó una segunda gran fractura y aceleró la caída, presentándose como: “Soy
el odio a todo orden que el hombre no haya establecido y en el que el hombre no sea rey y Dios
a la vez” como la describió en una página famosa Monseñor Gaume en 1877. El hombre se pone delante
de todo, lo invade todo, todo comienza en él y culmina en él. Es ante el hombre que habrá que postrarse.
Una revolución sangrienta, atea y enemiga de la religión, que destronó a nuestro señor Jesucristo, se
arrodillo a los pies de la “diosa” razón y pasó por la guillotina a los reyes y a millones de franceses en
nombre de la igualdad, la libertad y la fraternidad…
Una igualdad que era la destrucción de la autoridad personal, con la destrucción de la autoridad de Dios,
del Papa, y de los Obispos. Una libertad religiosa que otorgaba todo derecho al error y una fraternidad
que ya no reconocía a dios como el único padre de todos sus hijos. Una revolución que “igualó” los
derechos de Dios con los del estado... Una revolución que “rebajó” los derechos de la Verdad y los
igualó a los del error, a los de la mentira, poniéndolos al mismo nivel. Una revolución que destronó al
verdadero Rey de reyes Jesucristo y a su Madre, para terminar de rodillas ante un Napoleón, emperador
auto fabricado y auto coronado...

Así como Lutero en el siglo XVI causó un quiebre espiritual en el corazón y en la unidad de la con-
ciencia de la Europa cristiana, la Revolución Francesa en el siglo XVIII significó un quiebre político.
La revolución anticristiana continuará con el socialismo en el siglo XIX, y el comunismo en el siglo
XX y su versión actual gramsciana del materialismo marxista que es la que hoy enfrentamos y en la
que estamos inmersos.
Podríamos resumirlo así: en el Evangelio “el Señor, único maestro autorizado de la humanidad, le dice al
hombre, sea individuo, sea pueblo: ¿Quieres ser feliz? pues bien, lo serás si buscas como fin primero de
tu vida el reino de Dios. Ahora bien; el comunismo no es más que la etapa, que estamos al presente

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viviendo, de un proceso en el cual los pueblos que han conocido y practicado el mensaje cristiano han
promovido una revolución contra este mensaje. Esta es la revolución anticristiana. Cristo dijo: “Buscad
primero el reino de dios”. Y los pueblos cristianos le contestan: “de ninguna manera. Buscaremos primero
nuestro bienestar. Edificaremos la ciudad del Hombre”. Y he aquí que, desde hace casi cinco siglos, la
Europa cristiana ha comenzado a volver sus espaldas al Evangelio, a su propagación, y se ha dedicado a
empresas puramente materiales. Primero se ocupó del Humanismo, después del capitalismo y hoy del
comunismo.”5
En épocas más cristianas, la unidad de conciencia en las familias servía de dique de contención para los
jóvenes, que podían tener más o menos afinidad con alguno de los padres pero siempre había alguien en
la familia que les servía de referente. No sólo los padres educaban y formaban. La sociedad entera
estaba plagada de modelos de hombres y mujeres que orientaban sus vidas, sus actitudes, sus
renuncias, sus opciones y sus valores a los jóvenes en el camino a seguir. Los hombres tenían
deberes que cumplir y metas que alcanzar y para lograrlas a veces se invertía la vida entera.
A esto se refiere Pío XII cuando afirma que del “orden dado a la sociedad depende la salvación o la
perdición de las almas”. Porque hay un porcentaje mínimo que se salvará en cualquier circunstancia,
otro que se condenará de todas maneras, pero, pero la inmensa mayoría de las personas necesitan
de un orden moral cristiano o al menos natural que los ayude a vivir en la virtud, según la ley de
Dios impresa en todos los corazones humanos.
Lamentablemente hoy ya no es así, y formar las conciencias de los jóvenes se ha convertido en un trabajo
titánico por los ataques que recibimos. Los padres ya no alcanzan como modelos (en el caso de que lo
sean). Muchos, porque no logran o no saben marcar el camino por el que debemos transitar para alcanzar
la meta de la salvación. Otros, porque no han tenido la claridad y la fortaleza para luchar en contra del
desastre que ha significado para los jóvenes la revolución anticristiana, especialmente en esta última fase
del comunismo (en su faceta gramsciana) en que ha sido tomado totalmente el mundo de la cultura para
subvertirla y la confusión es total.

Quitando de la sociedad a quien dijo: “Yo soy la Luz del mundo” reina la obscuridad en las
inteligencias…Quitando de la sociedad a quien dejo: “Yo soy el Camino”, reina la incertidum-
bre, la inseguridad y el desconcierto que producen desazón, inquietud y temor al corazón porque
no se conoce el camino a seguir…Quitando de la sociedad a quien se auto tituló “Yo soy la
Verdad” reina la mentira por doquier.
Hoy, en pleno siglo XXI, nos encontramos en la fase final de esta revolución en donde, para terminar
de destruir a la persona (y que esta no reaccione y ni siquiera piense) se intenta crear un hombre
nuevo, inhumano, lo más opuesto posible a la “imagen y semejanza” del Creador como fue pen-
sado. Un hombre sin Dios, sin Patria, sin raíces, sin ley moral, sin familia, sin derechos naturales
que pueda defender, y ahora…hasta sin sexo, en contra de todo principio de autoridad y sobre
todo la divina, para poder manipularlo como un objeto. Delirio extremo de la razón humana autó-
noma y totalmente emancipada del Dios Creador.
Este es el último exceso de la soberanía racionalista. El hombre, “dios” de sí mismo y legislador de
sus leyes morales. Eso era por último lo que quería Satán: ser autor de la ley, por lo que tentó e
hizo caer a Adán: poseer la ciencia del bien y del mal, que es lo que define a Dios.
El espíritu que impulsa a la creación de este nuevo hombre viene de aquel angélico enemigo de Dios,
Luzbel, encarnado en los hombres y por lo tanto en las ideas filosóficas de los distintos siglos. A
través de la historia podrán aparecer miles de nombres que lo “encarnen”, pero, si nos remontamos a
los capitanes espirituales de esta batalla, nos encontraremos con tan sólo dos: Satanás creatura frente a
Dios Creador, tratando de arrebatarle el alma inmortal del hombre.

La cultura cristiana y todo lo que ello implica en usos y costumbres, no solo fue construida por la Iglesia
durante 20 siglos sino que ella y tan sólo ella le ha servido al hombre de apoyo, de sostén espiritual y de

5
P. Julio Meinvielle. “El comunismo en la revolución cristiana”.

23
guía moral a través de la Historia. Todo ataque a la cultura cristiana implica desproteger al hombre, soca-
varlo y quitarle sus raíces para tratar de voltearlo. Recuerdo una anécdota muy ilustrativa. En una opor-
tunidad me tocó presenciar en el campo la tirada de un árbol. le habían enroscado cadenas y se lo tiraba
con un tractor. El árbol se resistía a caer... cambiaron las cadenas por más gruesas y volvieron a tirar
con el tractor. Era tal la resistencia que ofrecía el árbol, que por momentos parecía levantarse el suelo
alrededor de él. Su forcejeo y lucha para no caer generaba hasta respeto... Un peón que observaba la
escena se acercó y nos dijo:
-“¿Quieren voltearlo?...córtenle las raíces... “- así se hizo y, en dos hachazos que se le dieron, el árbol cayó
en seco. Esto… es exactamente esto, lo que quieren hacer con las personas y los que quieran
sobrevivir tendrán que saberlo.
¿Y cuáles son nuestras raíces? nuestra Fe Católica, nuestra Familia, la Patria donde nacimos y su propia
Historia (que tiene no sólo una identidad sino una misión a cumplir y S.S Juan Pablo II lo dijo en palabras:
“¡Hispanoamérica, esperanza de la cristiandad!”). Los principios y valores inculcados por nuestros padres
y abuelos. El tesoro de nuestros recuerdos afectivos con los cuales crecimos y nos alimentamos desde la
niñez. Nuestra ciudad natal, nuestros amigos de la infancia. Todo esto es lo que nos quieren sacar y
cortarnos de raíz como las raíces del árbol para hacernos caer.
Las raíces de nuestra Argentina que nació católica se hunden y llegan en el pasado hasta el nacimiento de
nuestra cultura judeocristiana de 3.200 años que nace en el monte Sinaí con los 10 mandamientos de la
ley de Dios. Raíces que fueron regadas con sangre divina hace 2000 años en el Gólgota. A partir de ahí,
y durante estos últimos 20 siglos, siempre hubo y siempre habrá quienes las mantendrán vivas, regándolas
con la propia. En esta fase final de destrucción de nuestra cultura, Antonio Gramsci, ideólogo comunista
de la primera mitad del siglo XX, propuso no atacar al cristianismo de frente como lo había hecho Carlos
Marx, para no generar la reacción de la Iglesia, de las Encíclicas (y del sentido común) sino Corromperlo,
quebrarlo por dentro, como quien quiebra el esqueleto de una persona para que se desarme y se
derrumbe y sea incapaz de sostenerse. Es por eso que la revolución anticristiana atacó nuestra
cultura mofándose de ella, ridiculizándola, enseñando mentiras con medias verdades, maqui-
llando el ataque con un manto de solidaridad, de lucha por los derechos humanos cuando en
realidad lo que intentan es aniquilar a las personas y hasta impedir que nazcan. Lo cual es, para
ellas, el primer derecho.

Para demoler primero el orden social se comenzó con un programa de descristianización y de secula-
rización absoluta de las leyes, del régimen administrativo, de la educación, de la universidad y de toda la
economía social. Desde el inicio de nuestra cultura, había sido la Iglesia quien había enseñado a sus hijos
a pensar, a escribir, a cantar, fomentando la música, las letras, la arquitectura y las artes para mayor gloria
de Dios y el mayor bienestar del hombre.
A partir del siglo XIX el laicismo invadió la sociedad. Se les inculcó a los hombres defender a rajatabla
su independencia de toda influencia eclesiástica o religiosa en todos los ámbitos. Nuestra querida Argen-
tina quedó herida de muerte durante el gobierno de Roca en 1884 con la ley 1420, cuando los
enemigos de Dios infiltrados en el gobierno decretaron la enseñanza laica y obligatoria para todos los
colegios del estado. Se echó así a Dios de los colegios para evitar que la iglesia tallara las mentes y los
corazones desde la infancia, como lo había hecho durante siglos por mandato de Jesucristo.
Más tarde la Universidad, uno de los ambientes más cruciales para la inteligencia de los jóvenes, termina
hoy en día esta obra de destrucción. A nivel no solo nacional, sino mundial, los estudios universitarios,
(salvo honrosas excepciones), no cultivan ni desarrollan la visión trascendente de la vida. Las universida-
des, (que nacieron en la edad media como escuelas de sabiduría por la búsqueda de la Verdad), se han
convertido en expendedoras de títulos que simplemente habilitan para ejercer una profesión rentable.
La generalidad de las universidades, (al excluir adrede materias como filosofía griega, teología católica y
derecho romano), entregan a la sociedad jóvenes con un sentido materialista de la vida que ignoran o
niegan la trascendencia y la inmortalidad del alma humana. de ahí que hoy estemos rodeados de miles de
médicos materialistas, (y algunos hasta asesinos), psicólogos ateos o que desprecian la repercusión del
pecado en el alma humana, abogados positivistas y rapaces, arquitectos carentes de todo sentido estético,

24
(de respeto hacia la belleza y los cánones que marcaron los estilos con sus armonías y sus proporciones),
economistas que ignoran que la economía debe estar subordinada al bien de las personas, y tantos profe-
sionales sin atisbos de cultura, relativistas, sin valores ni principios morales y sin más metas ni objetivos
que los económicos.
Trágicamente, en la actualidad, hay 10.000.000 de niños y jóvenes en los 45.000 colegios de nuestra Ar-
gentina a quienes “intencionalmente” se les priva de escuchar hablar de Dios con todo lo que ello
implica en una vida. Desde 1884 hubo mucho tiempo para haber vuelto a ingresar a Dios en los colegios
pero, en todo un siglo, los hombres que nos gobernaron, salvo honrosas excepciones como un Martínez
Zuviría, (que siendo ministro repuso la enseñanza de la religión en las escuelas públicas), por odio al plan
de Dios, por indiferencia, por ignorancia o desidia, nuestros gobernantes decidieron que tallar las con-
ciencias según la ley de Dios en la tiernas almas y corazones de los niños no era prioridad…
Hasta hace dos décadas, en nuestra Patria, todos los organismos del estado, despachos, colegios, hospi-
tales etc., estaban presididos por un crucifijo. A partir de ahí se atrevieron no solo a tocarlo, sino a reti-
rarlos poco a poco de los mismos. Es un gesto…pero habla del espíritu diabólico que se atreve…el
mismo espíritu que saltó el cerco del paraíso y del colegio apostólico. Debemos creer firmemente que
Alguien tendrá que juzgar con justicia infinita este colosal daño y este brutal atropello al derecho
natural más legítimo de las personas que es conocer a Dios, con el sostén, el consuelo y la luz que ello
significa a través de toda la vida.

En segundo lugar la embestida más virulenta sería a la última institución que el hombre necesita como
la más importante para él. Consistió entonces en atacar la familia, generadora de la vida física y espiri-
tual. Para demoler a la familia, el ámbito en donde el ser humano crecería en salud espiritual, mental,
psicológica y afectiva la revolución anticristiana desde el poder promovió: la ley del divorcio, (que deja
en general a los niños y los jóvenes más expuestos y desprotegidos, en una situación de inestabilidad y
generalmente a la deriva), el ataque a la patria potestad, (que elimina la autoridad paterna como cabeza de
la familia), la igualdad legal entre los hijos matrimoniales y extra matrimoniales, (que erosiona la supre-
macía del sacramento del matrimonio), la ley del aborto, (que desprecia la vida), las uniones de homose-
xuales y monoparentales con derecho a adoptar hijos, (que generará mentes moralmente enfermas según
la ley de Dios la mayoría sin retorno), la eutanasia para enfermos terminales y la manipulación de embrio-
nes con fines terapéuticos, etc.
Poco a poco se puso a los hijos en contra de los padres, a los jóvenes en contra de los mayores, a los
alumnos en contra de los profesores, a los empleados en contra de los empleadores, a las mujeres en
contra de los varones, a ambos en contra del sexo impuesto por la misma naturaleza y se asfixió a la
propiedad privada con leyes confiscatorias. Para socavar a la familia, la revolución primero “intencional-
mente” ideó un plan para asfixiar el salario paterno, obligando a la mujer a salir del hogar que era su reino
y función natural específica. La víctima elegida por excelencia fue la mujer, emancipándola del hogar
y del marido, quitándola de su sitio, haciéndola autónoma, liberada, desprejuiciada, sin pudor y sin valores
morales, cuando había sido siempre ella el sostén moral de la sociedad.
Quiero dejar de lado a los católicos que, por distintas circunstancias de la vida, se encuentran en situacio-
nes irregulares o de pecado, pero que en el fondo y en lo más íntimo de su corazón, saben que existe una
ley divina que le dicta al hombre lo que está bien y lo que está mal.
Una cosa es vivir, (con dolor o aún sin él), una vida o parte de ella al margen de la ley de Dios, y otra es
batallar en contra de Él. Dios, en su justicia infinita y en su misericordia, sabrá juzgar a cada uno y darle
lo que le corresponde, y sólo él sabrá sopesar las circunstancias personales de cada uno. No me refiero a
los que viven, (por distintas circunstancias), fuera o al margen de la ley de Dios, pero que lo reconocen,
lo respetan y trabajan para inculcarlo en los corazones de sus hijos.
Me refiero lisa y llanamente al ataque sistemático al bien y a la verdad, al plan organizado por
los enemigos de Dios, y de Su Iglesia para arrasar Su nombre de la tierra. Me refiero a los mismos
que legislaron a mansalva en contra de Él para demoler el orden cristiano, a los que arrasaron la inocencia
de los niños, a los que corrompieron la niñez y la adolescencia atiborrándolos de sexo, de droga y de
violencia, a los que asfixiaron a los colegios católicos para que cerrasen, a los que quemaron Iglesias, a

25
los que mataron sacerdotes, religiosas y obispos, a los combatieron y los combaten persiguiéndolos a
través de la historia.

Finalmente, en el tercer lugar, para destruir a la persona, los enemigos de Dios (liberales, masones,
socialistas, comunistas y gramscianos) atacaron hasta arrasar de manera sistemática y sostenida con todas
las virtudes que la ponían de pie. Si la Iglesia ofreció la sangre y el martirio de miles de sus hijos durante
siglos para tallar la conciencia cristiana de Europa y América, sus enemigos se dedicaron a destruir sis-
temáticamente una por una las virtudes que la armaban y hacían resplandecer el alma humana.
Lógicamente, jamás blanqueando la verdad ni el objetivo, sino maquillándolo de Bien cuando en el fondo
era el mal. Estas virtudes son las que la llevaban a dejar de comportarse como un primate, asemejándola
a Dios, levantándole sus ojos al cielo, (para recordar su origen y su patria definitiva), y le inyectaban
grandes ideales y actitudes nobles. Y este es el tema de este libro.

“Las virtudes morales son muchas, sin que pueda precisarse exactamente su número. Santo Tomás estu-
dia en la suma Teológica hasta 54, pero es muy posible que no tuviera intención de agotar en absoluto el
número de las posibles o realmente existentes”6.
La táctica y el arma de Satán es la mentira. El señor nos dijo que lo reconoceríamos por sus frutos.
Y los frutos y mentiras de Satanás a través de las personas que trabajan para él son: Tratar de vendernos
que la educación sexual en los colegios es para evitar abortos y embarazos cuando en realidad es para
arrasar con lo que pueda existir de pudor y de pureza desde la infancia. Tratar de vendernos que hay que
fomentar la familiaridad y la sinceridad en las relaciones entre alumnos y profesores, padres e hijos,
cuando en realidad lo que se busca es destruir la educación y la búsqueda de la excelencia, para mani-
pular a las personas embruteciéndolas y destruyéndoles el lenguaje, (que es la manera, no sólo que tiene
el hombre de expresar lo que piensa y siente, sino la que tienen de comunicarse las generaciones unas
con otras, recibir y transmitir la historia y la cultura). Tratar de vendernos que con un título bajo el brazo
basta y sobra para enfrentar la vida aunque ignoremos y dejemos de lado el sentido trascendente y
profundo del transitar por ella.
Todas estas ideas contrarias a la ley de Dios y de Su Iglesia son inculcadas constantemente
además por la casi totalidad de la prensa y los medios de comunicación manejados en su mayoría
(salvo honrosas excepciones) por liberales, masones, socialistas, comunistas, gramscianos o
quienes simplemente luchan contra ello. Al mismo tiempo, tanto en nuestro país como en el mundo
entero, se transmite prácticamente una sola visión, que es enemiga de la Verdad y dirigida sólo contra
ella, sin que a nadie se le ocurra, ni pueda, disentir o poner en tela de juicio lo que se dice. En un estado
moderno, la población puede ser inducida en pocos días y aún en pocas horas, mediante la radio, la
prensa, el cine, la televisión e internet, a pensar de una determinada manera en contra o a favor de una
persona, de una idea, o de la sabiduría milenaria de la iglesia y del mismo dios. La revolución tiene tal
potencia que ha amordazado a la opinión pública casi en su totalidad (aún en los países que se “creen”
que gozan de las todas las libertades) al mismo tiempo que se les repite y se les vende hasta el cansancio
que son “libres para expresarse”.

Con profundo dolor tenemos que aceptar que el mal se ha infiltrado aun en la misma Iglesia de Cristo.
Esta Iglesia clandestina dentro de la propia Iglesia lo que pone en juego no es ni más ni menos que toda
la doctrina del hombre, de la vida y de la civilización cristiana, haciendo exclamar aun al propio Pablo VI
el 7/12/69:
“La Iglesia se encuentra en una hora de inquietud y de autocrítica y hasta, podría decirse, de autodestruc-
ción. Es como una perturbación interna, aguda y compleja, es como si la misma iglesia se hiriera a sí
misma”. Por fin, el mismo papa lanzó aquel grito de alarma el 29/6/72 que retumbó en el mundo entero:
“El humo de Satanás entró en alguna hendidura en el templo de Dios: la duda, la incertidumbre,
la problemática, la inquietud, la insatisfacción, el enfrentamiento se manifiestan…la duda ha

6
“Teología de la perfección cristiana”. Antonio Royo Marín. Editorial B.A.C. pág 539.

26
entrado en nuestras conciencias”. Lo cual nos lleva a pensar que la crisis es tan profunda y está
tan bien organizada que su director no puede ser un hombre, sino el propio Satanás...
Digan lo que digan todos los revolucionarios enemigos de Jesucristo, la Historia y la experiencia nos han
demostrado que fue sólo la Iglesia de Cristo quien derramó su propia sangre y no la ajena (como lo
hicieron los liberales, masones, socialistas y comunistas) para restaurar en el mundo la dignidad humana
y enseñarle a todos los hombres que son iguales ante Dios.
Fue Ella sola la que introdujo la libertad e igualdad civil y política aboliendo la esclavitud del paganismo.
Ella sola devolvió la libertad, el honor y la dignidad a la mujer, al niño, al esclavo y a todos los pueblos
sometidos, librándolos del yugo del hombre, porque, quiérase aceptarlo o no, fuera de Jesucristo y de su
Iglesia, no hay más que dominación, despotismo y tiranía del hombre sobre el hombre. “Homo homini
lupus” decía Hobbes, “el hombre es un lobo para el hombre”.
Y será solo Ella, la Iglesia de Cristo, la de raíces eternas Quien, fiel a su historia, se tomará la
titánica, colosal y desinteresada labor de reconstruir los despojos humanos que la revolución
anticristiana ha dejado de la persona, explicándole nuevamente paso a paso y hasta la fatiga total
el valor, el brillo de cada virtud y cuál es el sentido de conquistarlas para nuestra alma.

27
Gramsci y la revolución cultural
El ataque al sentido común

Dijimos que Luzbel, en el inicio de la creación, al rebelarse ante Dios, se convirtió en Satán y fue arrojado
del paraíso junto a los demás ángeles rebeldes que subvirtieron por primera vez el orden creado. Satanás
fue, al negarse a obedecer a Dios, el primer subversivo de la Creación. Este mismo espíritu de subver-
sión saltaría el cerco del paraíso para hacer caer a Adán y Eva. Entraría después en el mismo corazón del
sagrado colegio apostólico y se ganaría a Judas. San Agustín denunció este combate en el siglo IV en sus
“Dos ciudades” y San Ignacio en el siglo XVI en su batalla de las “Dos banderas”.
Satanás acrecentó su ofensiva en el siglo XVI invadiendo la celda y el corazón del fraile agustino Martín
Lutero, quien se levantó contra Roma y fundó su Iglesia protestante, “protestando” y partiendo la
conciencia europea en dos. La Iglesia como madre vio partir hacia el error y la herejía a la tercera parte
de sus hijos... la inigualable España defendió ella sola la integridad de la Fe católica frente a la herejía con
una ametralladora de santos, lo que le valió el honor de ser llamada el “El brazo derecho de la Cristian-
dad”, y contrarrestó la pérdida de millones de almas evangelizando a veinte naciones que hoy, gracias a
ella, rezamos en español.
Esta herida y división que se abrió en la conciencia europea permitiría la entrada de errores y filosofías
enemigas de Cristo y de su Iglesia, que atacarían el mandato de Dios al hombre: “Me amarás con tu
mente”, no sólo desde afuera, sino desde dentro. Dios (desde el Génesis), y la Iglesia recordarían al
hombre que era “polvo” y que en el “polvo” se convertiría. El liberalismo comenzaría a susurrarle al
oído que era un “dios” y que no debía tener, por lo tanto, leyes superiores a sus placeres y a sus intereses...
ganaría Satán lógicamente, con esta mentira, millones de adeptos. Se entiende, es tentador...
La masonería introduciría sus “Caballos de Troya” contra el orden social cristiano infiltrándose camu-
flada y secretamente en las leyes, la política, las Fuerzas armadas, la economía, las finanzas, la justicia, los
sindicatos, la prensa, el cine, la televisión y especialmente en la educación, porque El tesoro que todo
enemigo de Dios ambiciona es la juventud y hasta la infancia. Clemente XII, Benedicto XIV, Pío
VII, VIII y IX, León XII y Gregorio XVI la condenaron, y León XII denunció a esta serpiente que nos
envuelve “en su abrazo cariñoso” para luego estrangularnos como la que nos inyectó “el mortal veneno
que circula por todas las venas de la sociedad”.
El socialismo y el marxismo serían más tarde los instrumentos visibles más brutales de Satán.
El último definido por la Iglesia como “intrínsecamente perverso, prometiéndole al hombre el paraíso
en la tierra, pero privándolo de todos sus derechos naturales, hasta… el de creer en Dios. Como el
hombre no quiso aceptarlo “libremente”, hubo que asesinar en el siglo XX a 100.000.000 de personas
para explicárselo. Pero el marxismo engendraría en el mismo siglo a su hijo más perverso, por lo
sutil: a Antonio Gramsci, quien ideó la estrategia para “tomar” al occidente cristiano. Y con
Gramsci, Satán daría la vuelta de tuerca final en esta revolución anticristiana que intenta, desde el Génesis,
robarle a Dios el alma inmortal del hombre. Antonio Gramsci (uno de los fundadores del Partido Co-
munista Italiano) como Marx y Lenín, buscó la toma del poder total. Satanás le susurró al oído una
estrategia menos violenta que la de aquellos en la soledad de su cárcel mussoliniana. Le inspiró sustituir
el ataque por “el asedio”.

Gramsci creía que la tradición judeo cristiana había hecho irrecuperable para el comunismo el alma occi-
dental. Con la propiedad privada como pilar de la economía, la familia como célula de la sociedad y los
10 mandamientos como ordenador moral, el camino sería inabordable. Este detalle es fundamental para
comprender la esencia de la revolución cultural gramsciana. Habría por lo tanto que buscar otro ca-
mino: cambiar la forma de pensar de Occidente. Su forma de vivir, de relacionarse, hasta de diver-
tirse. La reforma sería, por lo tanto, intelectual y moral. Una vez cambiada y erosionada la men-
talidad de la mayoría, el poder civil como una fruta madura en manos del poder del estado porque
ya no habría choques ni conflictos entre ambos.

28
Las ideas a imponer serían contrarias a una concepción trascendente de la vida. Habría que cerrarse a
toda concepción religiosa que nos recuerde el Juicio Final y hablar solamente de “aquí abajo”, en una
postura de inmanentismo total. La inmanencia es la actitud del hombre que vive en la Tierra como si
fuera su patria definitiva. Es lo contrario de la visión trascendente de la vida. Finalmente hoy, inmersos
en el gramscismo, si bien queda algo de fe en los corazones, se vive cotidianamente como si el mundo
espiritual y sobrenatural no existiera, como si todo empezara y terminara acá abajo. Decimos que
“en el fondo” somos católicos, pero a veces ese fondo tiene tantos metros de profundidad…que en
nuestra vida diaria no se nota.
Habría entonces que corromper, disolver, erosionar, destruir sin ruido y sin descanso, subvir-
tiendo todos y cada uno de los valores enseñados por la cultura judeo cristiana. Burlarse, mofarse,
ridiculizar, menospreciar, corroer, erosionar todas las virtudes y los valores que la Iglesia como madre y
maestra había tendido a sus hijos para ponerlos de pie como personas. Hoy han sido intencionalmente
tan combatidas dentro de la sociedad, que al hombre moderno le resultan hasta desconocidas: la fe, la
esperanza, la caridad, la prudencia, la justicia, la templanza, la fortaleza, la veracidad, la sinceridad, la
honestidad, la austeridad, el respeto, la humildad, la gratitud, la obediencia, el patriotismo, la piedad, el
honor, la lealtad, el valor, el pudor, la virginidad, la castidad, la fidelidad... etc.
Para esto, había que infiltrarse y tomar todos los ámbitos de la sociedad civil, introduciéndose en las leyes,
la educación, los sindicatos, el arte, la ciencia, las empresas y hasta en la misma parroquia para hacer
“saltar la propia Iglesia por dentro”… Gramsci pensaba que nadie como la Iglesia había contribuido
a formar el “sentido común” de los pueblos, unificando las mentes y los corazones del campesino y del
rey, de los analfabetos y de los intelectuales. Habría que apuntar los cañones otra vez hacia Ella, la
principal responsable de unificar las mentes y los corazones del occidente cristiano.
La destrucción de las instituciones (Iglesia, Fuerzas armadas, Policía, Justicia, educación) demolería a la
sociedad (masificándola y atomizándola) porque son quienes la encuadran y la mantienen de pie. La des-
trucción se haría descabezándolas y desprestigiándolas, para que los ciudadanos llegaran a pensar
que las instituciones no eran necesarias. Sería como quebrar los huesos del esqueleto humano que
arma y sostiene el cuerpo de la persona. Para Gramsci, nada mejor que un intelectual traidor, un militar
manejable o traidor, un clérigo aguado o traidor, o hasta... un obispo cobarde y traidor. No haría falta
que se declarasen marxistas, bastaría que ya no fuesen enemigos.
Mediante su revolución, que Gramsci diseñó hacerla a través de la cultura y los medios de comuni-
cación, se iría volcando el contenido marxista en las cabezas (ya vacías) de las nuevas generaciones.
Nacerían nuevas generaciones amorfas, sin sentido trascendente de la vida, sin Dios, sin Patria, sin raíces
y ahora (con la “perspectiva de género” que niega el sexo impuesto por la naturaleza) hasta sin sexo
definido. Jóvenes “re-programados” por el sistema, ya sin lazos afectivos que los ligasen a nada ni a
nadie y por lo tanto manejables. Sin Dios para adorar, sin Patria que defender (porque ya se la habrían
quitado física y espiritualmente de a pedazos) sin padres que amar y respetar, sin familia que defender (y
que los cuide y los ame por el sólo hecho de existir) serán el producto terminado de más de un siglo de
educación atea y obligatoria en nuestra patria.
Autónomos e independientes, irrespetuosos y anárquicos, repletos de críticas e insatisfechos, resentidos,
violentos (contra los demás y contra sí mismos) con odio y sentimientos de lucha de clases, despreciando
no sólo el enorme tesoro de la civilización cristiana sino el de la vida misma en todos los ámbitos (desde
el aborto, la vida del compañero de clase de la universidad o la eutanasia). Algunos pocos por convicción
libremente elegida, pero millones... por ignorancia por haber sido víctimas de una de una revolución
que primero les envenenó el alma y el corazón vaciándoles de principios y de valores la cabeza. Una
revolución que les habló solamente de sus derechos y jamás de sus deberes y obligaciones como personas.
Una revolución perversa que odia al hombre y les vendió un mundo ficticio a contrapelo con el
corazón y la naturaleza humana.

El mundo actual se encuentra diabólicamente diseñado por Gramsci, gracias, en gran parte, como él
quería, a los intelectuales, a los medios de comunicación e Internet, quienes, (salvo honrosas excepciones),

29
transmiten desde los dibujos animados para niños, sistemáticamente, sin parar y hasta el hartazgo, una
moral enemiga de todo orden natural, de Cristo y de su Iglesia.
La revolución que enfrentamos es un plan total de destrucción de la persona humana. Los que quieran
sobrevivir tendrán que saberlo. Es la misma batalla espiritual en su fase final. Una batalla tan profunda,
tan perfecta y tal bien organizada que su director no puede ser un hombre…sino el propio Satanás.
Porque tomar un país para robarlo y saquearlo, para vivir rodeado de lujos y hasta de orgías, para sentirse
adulado desde un balcón... forma parte de las miserias naturales de los seres humanos que vuelan bajo.
Pero…diseñar un plan de asfixiar el salario del hombre para obligar a la mujer a abandonar su hogar
y aprovechar ahí a corromper la inocencia de los niños desde los jardines de infantes, enseñándoles a
inflar preservativos como globos en las aulas primarias antes que a leer y a escribir, desgarrar las concien-
cias de los jóvenes llevándolos solamente a la perversión sexual, atiborrándolos de pornografía y de
droga (en un camino generalmente sin retorno) para manejarlos, impedirles aprender su propia lengua
para que no puedan en un futuro ni pensar, ni expresar lo que sienten, ni comunicarse con el prójimo o
recibir la cultura y los valores de generaciones anteriores, apagar el fuego que brinda el calor de los hogares
destruyéndolos, convencer a la mujer (naturalmente creada para concebir y guardar la vida que nace, que
crece, que envejece y que muere) que lo peor que le puede pasar es tener un hijo o dedicarse a los suyos,
sacarle al hombre la posibilidad de arrodillarse ante su Dios, de tener la esperanza de reencontrarse con
sus seres queridos en el cielo, de sentir el alivio de recibir el perdón al haber pecado, de amar a sus padres
y a sus abuelos, de respetar y admirar a sus superiores y maestros, de amar la tierra donde han nacido, de
venerar a su bandera y tener el honor de morir por ella...Va más allá de la naturaleza caída… Esto no
es sólo el hombre librado a su naturaleza caída…es un plan que aterra por lo diabólico.
Esta guerra tan hábilmente y diabólicamente concebida en la mente de Satán, este ataque al entendi-
miento y al sentido común (esa facultad interior natural que Dios nos dio a las personas para juzgar
razonablemente las cosas conforme al buen juicio natural para discernir lo bueno de lo malo), es el arma
a utilizar para tomar occidente.
Esta destrucción de los valores que le fueron tan familiares a los hombres durante siglos y que edificaron
nuestra cultura cristiana, fue muy mal enfrentada y resistida desde un principio por quienes tenían el
deber moral de defenderlos, de iluminarnos, de protegernos, de denunciar la mentira y el ataque y
contrarrestarlo enseñando la Verdad, porque en la cadena de responsabilidades ante Dios, siempre hay
instancias superiores a otras.

30
La fe

Las virtudes teologales son tres: Fe, Esperanza y Caridad, y su fin es conducirnos a Dios. Son virtudes
infusas, recibidas directamente de Dios en el Bautismo y nos acercan a Él. Su objetivo es unirnos íntima-
mente a Dios, llevarnos hacia Él, de ahí su excelencia. La fe es “una virtud teologal infundida por
Dios en el entendimiento, por la cual asentimos firmemente a las verdades divinas reveladas por
la autoridad o testimonio del mismo Dios que revela.7
Dicho de otra manera, es la “adhesión de la inteligencia a la verdad revelada por Dios”. Es una luz
y conocimiento sobrenatural por medio del cual, sin ver, podemos creer, lo que Dios nos dice y la Iglesia
nos enseña. “Dios nos hace ver las cosas, por decirlo así, desde su punto de vista divino, tal como
las ve Él.8
Humanamente, sin ayuda sobrenatural, no podremos adquirirlas, de ahí la importancia del Bautismo
donde se nos infunden. Es por eso que una persona no bautizada tendrá más dificultad en acceder a las
verdades sobrenaturales que una que lo está.

La fe es un don gratuito. Creemos en una verdad que nos llega de afuera y que no nace de nuestra
alma. La fe nos viene desde el exterior y Dios nos invita a someternos libremente a ella para salvarnos.
Algunos la tendremos desarrollada desde niños (debido a una sólida formación cristiana) otros la perde-
remos y la recuperaremos a través de nuestra vida y otros la invocaremos en el último instante de la
muerte.
Hoy se sabe que el oído es el último sentido que se pierde, de ahí la importancia de rezarle a los mori-
bundos el acto de contrición al oído, ya que no sabemos con exactitud en el instante preciso en que el
alma abandona el cuerpo. Dios puede, si quiere, detener el juicio de un alma hasta que ella acepte sus
pecados y haga un acto de fe y de contrición, pero este es un secreto que quedará siempre en la intimidad
de Dios y el alma. Lo que sí sabemos, porque la Iglesia nos lo enseña, es que es necesario este acto de
fe interior para salvarse. “Quien creyere y fuere bautizado será salvo, más quien no creyere, será con-
denado” (Mc XVI, 16) afirmó Nuestro Señor en el Evangelio. El acto de fe interior a veces (para la
tranquilidad de los que creemos y nos preocupamos del alma ajena) será público, otras veces no.
Dios no hará responsables de no haberlo aceptado a quienes no lo hayan conocido (por ej: las tribus
salvajes del África que tanto decimos que nos preocupan) precisamente porque para rechazar a alguien,
primero, hay que reconocer que existe, y ellos no lo conocen. Tampoco lo conocen todos los pueblos a
quienes la Verdad no les ha sido presentada. A ellos Dios no les pedirá cuentas, pero a nosotros sí, porque
conociéndola, no hemos trabajado para difundirla y enseñarla.9
A cada uno nos juzgará con infinita justicia, en la exacta proporción de la formación que hayamos tenido,
de las gracias que habremos recibido y de las que habremos rechazado. De ahí la importancia de ense-
ñarles a los niños desde la más tierna infancia, a conocer a Dios para luego poder creer en Él, ya que, de
las tres virtudes teologales infusas en el Bautismo, la fe es la fundamental.
“Mejor tarde que nunca”, dice el refrán, pero es mejor temprano que tarde para conocer a Dios. Es
por eso que la niñez es la etapa ideal, donde el aprendizaje es fácil, sencillo, y la inocencia acepta con
docilidad lo que es simple, como que Dios es el Creador del Universo, que premia a los buenos y que
castiga a los malos. Millones de religiosos y de laicos piadosos lo entendieron así durante veinte siglos, y
muchos de ellos aceptaron hasta el martirio físico y espiritual para difundirla, lo que pertenece al capital
de gloria de la Iglesia.
7
“Teología de la perfección cristiana”. P. Royo Marín. editorial Bac. pág 474.
8
“Teología de la perfección cristiana”. P. Royo Marín. editorial Bac. pág 475.
9
Nota: Lo que aquí intenta resaltar la autora es que “Al que se le dio mucho se le pedirá mucho” (Lc 12, 48). Quiere
recordarnos nuestra gran responsabilidad por los talentos recibidos (cf. Mt. 25, 14-30), pero no debe entenderse esto en
el sentido de que no sea necesaria la misión ad gentes o que todos los salvajes se salvan: también ellos deberán respon-
der por sus actos ("pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se puede venir al conocimiento de su Creador", Sb
13,5), y no hay mejor modo de ayudarlos que predicándoles las enseñanzas de Cristo.

31
Creer significa admitir algo como verdadero. Creemos cuando damos fe a la autoridad del otro. En
cambio, cuando decimos “creo que va a llover” o “creo que ha sido el día más agradable del verano” o
“creo que merece la pena conocer el norte” expresamos simplemente una opinión. Suponemos que
lloverá; tenemos la impresión de que hoy ha sido el día más agradable del verano, pensamos que vale
la pena conocer el norte. Este punto es importante: una opinión no es una creencia. La fe implica
certeza.

Pero no toda certeza es fe. Cuando veo y comprendo claramente algo no es un acto de fe. No creo que
dos más dos son cuatro porque es evidente, puedo comprenderlo y comprobarlo. Esto es comprensión
y no creencia.
Creencia o fe es la aceptación de algo como verdadero basándose en la autoridad de otro. Ej.: nunca he
visto un virus, pero como creo en lo que la ciencia dice y confío en ella es que creo en que el virus existe.
Sé muy poco de física y nada de fusión nuclear pero, a pesar de que nunca he visto un átomo, creo en
sus físicos que aseguran que se produce. No he visto el paso recíproco de los líquidos de distinta densidad
a través de la membrana que los separa, pero la ciencia dice que el proceso de ósmosis se produce y creo
en ella. Estos son todos actos de fe: conocimientos que aceptamos por la autoridad de otros en quienes
confiamos. Hay tantas cosas que no comprendemos, y tan poco tiempo para comprobarlas personal-
mente, que la mayor parte de nuestros conocimientos se basan en la fe. A este tipo de fe se le denomina
fe humana.
Cuando nuestra mente acepta una verdad porque Dios nos la ha manifestado nuestra fe se llama divina.
Las autoridades humanas pueden equivocarse, como ocurrió en la enseñanza universal de que la Tierra
era plana. Otras veces las autoridades humanas engañan y mienten como los dictadores comunistas a los
pueblos por ellos sometidos o toda estructura de poder corrupta que manipula para sus bajos intereses a
sus ciudadanos. Pero Dios es la Verdad y no debemos dudar en las verdades que Dios nos ha revelado.
Por ello, la auténtica fe es siempre firme.

Cuentan que un alpinista, desesperado por conquistar una alta montaña, partió solo hacia la cima. Llegó
la noche y oscureció. La oscuridad le negó toda visibilidad y de pronto, llegando a la cima se resbaló y
cayó en el precipicio. Durante los angustiosos segundos de la caída repasó toda su vida como una pelí-
cula... Ya pensando en la muerte que le esperaba sintió un tirón de la soga quedando colgado de la cintura
a las estacas clavadas en la roca. De pronto exclamó:
-“¡Ayúdame Dios mío!”-... Y entonces se escuchó una voz grave y profunda de los cielos que le decía:
-“¿Qué quieres que haga...?”-
-“Sálvame, Dios mío”-... contestó.
-“¿Realmente crees que Yo soy capaz de salvarte...?”-
-“¡Por supuesto Dios mío! “. –
-“Entonces... corta la cuerda que te sostiene...”- Hubo un momento de silencio... Lo pensó... y el hombre
se aferró más fuerte a la cuerda aún. A la mañana siguiente, el equipo de rescate encontró a un alpinista
colgando muerto congelado, agarradas sus manos fuertemente a la soga a tan sólo 2 metros del suelo...

Haciendo referencia a éste tan gráfico ejemplo debemos comenzar por aceptar que Dios se manifestó en
la persona de Jesucristo, Verdadero Dios y Verdadero Hombre. Si yo creo que Cristo es Dios, entonces
debo creer que sus enseñanzas son divinas. De ahí que, plantearse dudas sobre una verdad de fe revelada
por Cristo sea cuestionar al mismo Dios y a su capacidad de ayudarnos. El cuestionar: “¿Habrá tres
personas en Dios?” o “¿estará Jesús realmente presente en la Eucaristía?” es plantear la credibilidad de
Dios y es negar su autoridad al habérnoslo enseñado como verdadero. Por la misma razón, la fe debe de
ser completa. De la misma manera que al hacernos socios de un club debemos acatar las reglas ya im-
puestas por los fundadores, no podemos elegir las verdades que nos gustan de entre las que Dios ha
revelado. Decir: “Yo creo en el cielo, pero no en el infierno” o “creo en el Bautismo, pero no en la
confesión”, es igual que decir Dios puede equivocarse y yo no…por eso lo corrijo.

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O estamos dentro de la Iglesia de Cristo con los dogmas que El ha revelado o estaremos actuando como
Lutero en el siglo XVI que decidió “elegir” en lo que quería creer y “protestó” contra lo que no, ini-
ciando el desgarro protestante en las conciencias europeas con los saldos que aún hoy vivimos. Es posible
creer en Dios de forma puramente natural incluso en muchas de sus verdades. Por ejemplo: observando
la naturaleza, que nos habla de un ser superior con un poder y sabiduría infinita; o en el testimonio de
quienes lo han podido ver (como los pastorcitos de Fátima que vieron a su madre). Una fe natural de
este tipo es un paso para la auténtica virtud sobrenatural, que nos es infundida junto con la gracia santi-
ficante en la pila bautismal. Pero es sólo esta fe sobrenatural, que se nos infunde en el Bautismo, la que
nos posibilita creer firme y completamente todas las verdades, aun las más profundas y misteriosas, que
Dios nos ha revelado. Sin esta fe los que hemos alcanzado el uso de razón no podríamos salvarnos.
La virtud de la fe salva al niño bautizado, pero, a partir del uso de razón, debe haber también un acto de
fe. Con la fe sobrenatural Dios nos comunica su vida íntima y los grandes misterios haciéndonos ver
las cosas, por decirlo así desde su punto divino, tal como Él las ve. Eleva nuestro entendimiento
para hacernos comprender verdades sobrenaturales y divinas que jamás hubiéramos podido llegar a per-
cibir naturalmente. Es la que establece el primer contacto entre nosotros y Dios.

Fuimos creados libres y responsables de nuestros actos. Nuestra voluntad debe aceptarlo, tratar de
conocerlo, de amarlo y de cumplir sus mandamientos. Pero todo esto requiere trato e intimidad que
lo lograremos frecuentando los sacramentos y mediante la oración. Según el tamaño del corazón que le
presentemos y nuestras ansias de conocerlo es que recibiremos las gracias en la misma proporción. Dios
respeta hasta sus últimas instancias la libertad del hombre, y permanecerá detrás de la puerta de nuestro
corazón durante toda nuestra vida, llamándonos sí, pero jamás derrumbando la puerta. Él esperará que
el picaporte lo giremos nosotros libremente, y no lo hará él por la fuerza. Dios se presenta con cuatro
atributos: la Verdad, el Bien, la Justicia y la Belleza. Millones de almas lo han encontrado transitando
alguno de estos cuatro caminos. Millones eligieron la belleza (aún dentro de construcciones pobres y
simples pero siempre armoniosas porque respetaban las formas, las proporciones y los estilos) no sólo
para expresarse, sino para glorificarlo y hacer que las almas se elevasen hacia Él. La Europa cristiana e
Hispanoamérica son testigos de esta fe que durante siglos alimentó, elevó e inspiró al alma humana. Fue
el creer que Dios era el Creador del Universo y que estaba presente en el sagrario lo que llevó a los
hombres a través de los siglos a levantar millares de gloriosas Iglesias y Catedrales y todo el caudal de
incalculable valor del arte sacro acumulado durante 20 siglos para darle a Dios el culto debido. En épocas
más cristianas se proclamaba que todo se hacía para la “mayor gloria de Dios”. De ahí la búsqueda infa-
tigable de la belleza, que es uno de sus atributos, y por lo tanto uno de los caminos que nos conducen a
él. Nuestra naturaleza humana necesita de signos exteriores para elevarse y no importa el estribo o la
escalera que le pongamos con tal de que el alma se eleve hacia Dios y no que planee hacia abajo.
Es por eso que en los siglos de fe, se ofrecía a Dios lo que el hombre tenía de más precioso y valioso.
En toda Hispanoamérica, y especialmente en las ciudades y pueblos de Méjico, Perú o Ecuador hasta en
los pequeños pueblos del norte argentino (dentro de su sencillez) abundan cantidad de detalles de belleza
que pertenecían al mundo de lo cotidiano. Piezas de orfebrería, obras de arte simples pero bellas, encajes
y bordados en las estatuas de la Virgen coronadas de joyas. Los cristianos en general hacían hasta sacrifi-
cios financieros para honrar lo mejor que podían al Altísimo. Todo esto contribuía a la oración, a generar
un clima de lo sagrado, ayudaba al alma a elevarse. El sentido de lo sagrado y de la adoración a Dios
y a su Madre quedaba entonces así grabado en el alma de los niños y los marcaban para siempre. Esto es
natural en el hombre. La belleza nos eleva hacia Dios y nos lleva a pensar en Él.

Hoy se nos embrutece. Se nos lleva y hasta se nos obliga a rezar y a escuchar misas en ambientes feos, en
gimnasios o clubes de deportes (con sus aros de básquet en las paredes), carentes de toda belleza, que no
se distinguen de los lugares públicos y a veces son aún peores. Lugares hechos a la medida del hombre y
para su confort, no inspirándose en Dios y menos pensando en Él. La naturaleza del hombre necesita
de signos exteriores para elevarse, y uno sale agobiado de una misa que trata de descendernos al nivel de
los hombres en lugar de elevarnos a Dios.

33
En épocas más cristianas, el camino de la fe estaba perfectamente trazado, se lo seguía o no se lo seguía.
Se tenía fe, se la había perdido, o no se la había tenido nunca. Pero aquel que tenía fe, y el que, por el
bautismo había entrado a pertenecer a la Iglesia católica renovado sus promesas de bautismo mediante el
sacramento de la confirmación, sabía lo que debía creer y lo que no. Hoy, la mayoría de los católicos
bautizados no lo saben. S.S. Juan Pablo II, en una alocución del 6 de Febrero de 1981 se expresó sobre
el tema: “desde todas partes se han difundido ideas que contradicen la verdad que fue revelada y que se
enseñó siempre. En los dominios del dogma y de la moral se han divulgado verdaderas herejías que
suscitan dudas, confusión, rebelión. Hasta la misma liturgia fue violada. Sumergidos en un “relativismo”
intelectual y moral, los cristianos se ven tentados por una ilustración vagamente moralista, por un cristia-
nismo sociológico sin dogma definido ni moral objetiva”.
La caída de la práctica religiosa en estos últimos 50 años es gran parte responsabilidad del espíritu satánico
que se introdujo en la Iglesia y que levantó sospechas sobre toda la vida eclesiástica de tiempos pasados,
de su enseñanza y su moral como estilo de vida. Durante siglos, todo se levantaba sobre los mismos
catecismos que transmitían la fe inmutable de la Iglesia fundada por Jesucristo y reconocida por todos
los episcopados. La fe se construía sobre certezas, y esas verdades inamovibles se tomaban, (por-
que se las reconocía como palabras del Hijo de Dios), se dejaban, (porque resultaban indiferentes), o se
combatían, (porque generaban odio o rechazo).
Hoy, los padres constatan que, aún enviando a sus hijos al catecismo ya no se les enseñan las verdades
de la fe más elementales como: el Juicio Final, la Santísima Trinidad, el misterio de la encarnación, el
pecado original, o la Inmaculada Concepción. Esto genera una tremenda sensación de inestabilidad e
inseguridad, como si nos movieran el centro de gravedad, porque una cosa es alejarse libremente de la
casa del padre, sabiendo que uno puede irse y volver, y otra muy distinta es que se nos enseñe ahora que
la casa del padre, puede o no existir porque de tanto en tanto el padre se muda…Y…si uno lo necesita
no se sabe bien en donde hay que ir a buscarlo…
La fe se ha convertido así en un concepto vago, indefinido, que ya no nos sirve para vivir porque relati-
viza las verdades esenciales. Al negar los dogmas de fe, en la Verdad revelada todo puede ser o no ser.
La caridad se ha transformado en una especie de solidaridad internacional que reparte alimentos o me-
dicamentos, y la esperanza es la de poder vivir mejor en este mundo. Nada de todo esto tiene el
ingrediente sobrenatural que viene de Dios.
Esta no es la doctrina católica que sacia porque no corresponde exactamente a las aspiraciones
del alma humana según Dios la pensó y la creó. Pero es el plan de Satán para el hombre tan bien
expresado en “las cartas del diablo a su sobrino” cuando lo adoctrina para perder a las almas y le dice:
“nuestra tarea consiste en alejarles de lo eterno y del presente”…10
Satán aleja al hombre de lo eterno combatiendo la fe y fomentando el laicismo y el ateísmo en todas sus
facetas, y del presente alejándolo de la realidad, alejándolo de todo lo natural y por lo tanto todo lo real
y sumergiéndolo en un mundo virtual y por lo tanto irreal desde la infancia especialmente a través de
la literatura, del cine, de la televisión, de los video juegos e Internet. Esta falta de fe del mundo actual se
refleja en nuestras actitudes en relación con Dios. Como no se les enseña en general en los colegios ni en
el catecismo a los niños y jóvenes la majestad de Dios, tampoco tiene sentido hacer la genuflexión bien
hecha y respetuosa. Entramos a la Iglesia y nos sentamos como quien entra a un local cualquiera. La
genuflexión bien hecha ya no es tan practicada por una gran mayoría de fieles y se la va reemplazando
poco a poco por una inclinación de cabeza o simplemente nada. La gente entra a una iglesia y se sienta.
Aquí se comprueba una voluntad de modificar las relaciones del hombre con Dios hacia la familiaridad,
la desenvoltura, ir tratando poco a poco que el trato con Dios sea de igual a igual. Se van supri-
miendo todos estos gestos de respeto que materializan la “virtud de la religión” y apuntalan la fe y el
debido respeto a lo sagrado. Gestos externos que nos recuerdan la presencia real del Creador y soberano
en el sagrario y evangelizan tanto a quienes nos observan realizarlos.
Esta actitud de tratar a Dios como a un igual, con esa familiaridad, esa desenvoltura y falta de señales de
respeto (que no es otra cosa que falta de fe) es lo que hizo exclamar a un protestante: “Si yo creyera…lo

10
“Cartas del diablo a su sobrino”. C.S.Lewis. editorial Andrés Bello. pág. 81.

34
que ustedes los católicos dicen creer… que el Dios vivo está escondido con su presencia real en el
Sagrario, yo acamparía de rodillas ante el Santísimo...”.
Valga a su vez como ejemplo cristiano la anécdota de un santo sacerdote ante un grupo de turistas en
Europa que le preguntaron al entrar que era lo más importante de la Iglesia. El sacerdote los llevó en
silencio ante el Santísimo y los hizo ponerse de rodillas diciéndoles: “Aquí estamos ante lo más im-
portante de la Iglesia. Estamos ante el mismo Dios”…
Todo este ambiente de falta de fe, abre las puertas a la invasión de sectas, de hindúes, del yoga y del zen,
de la nueva era o del new age que podrán ser atractivas a quienes no conocen el esplendor de la nuestra,
pero que será una gran responsabilidad ante Dios para los que conocimos la Verdad y hemos permitido
apostatar de ella a tantos. La ritualidad es buena, pero si la vaciamos de contenido no se sostiene en el
tiempo, que es lo que ahora nos sucede y por eso la revolución anticristiana arrasa con nosotros. Esta
Iglesia clandestina dentro de la misma Iglesia es lo que expresa tan bien el diablo viejo cuando alecciona
a su sobrino y le dice. “en la actualidad, la misma Iglesia es uno de nuestros grandes aliados. No me
interpretes mal; no me refiero a la Iglesia de raíces eternas, que vemos extenderse en el tiempo y en el
espacio, temible como un ejército con las banderas desplegadas y ondeando al viento. Confieso que es
un espectáculo que llena de inquietud incluso a nuestros más audaces tentadores; pero, por fortuna, se
trata de un espectáculo completamente invisible para esos humanos”...11

Los pecados contra la fe son:


El ateísmo, que es negar la existencia de Dios. Se agrava cuando lo propagamos públicamente burlán-
donos y persiguiendo al creyente, a Dios y a sus representantes.
La blasfemia, es la palabra injuriosa y ofensiva contra Dios o contra los santos, sobre todo la que va
contra el Espíritu Santo, que puede llegar hasta los hechos. En nuestra querida Argentina, que nació
católica, el gobierno de la ciudad de Bs. As. autorizó una muestra de arte en el antiguo convento francis-
cano de la Recoleta, tan ofensiva en contra de Dios y de la Iglesia (donde el “artista” hizo su apología y
burla del Santo Padre, de Jesucristo y de su Iglesia) que la Iglesia, para desagraviar la ofensa, pidió a los
católicos argentinos un día entero de ayuno.
La apostasía, que es el abandono público y total de la fe cristiana recibida en el Bautismo y de lo que
ella enseña como bueno según la ley de Dios. Cuando es voluntario es el mayor de los pecados después
del odio a Dios. (Habiendo conocido al Dios verdadero, manifestado y revelado en Jesucristo, el Hijo de
Dios, la corriente de pensamiento materialista propio del mundo actual ha elegido adorar a falsos dioses
como el poder, la fama, el éxito, el dinero, la técnica, la ciencia, el confort, etc.).

Europa que nació cristiana no sólo legisla desde hace años en contra de la ley divina, (divorcio, aborto,
matrimonios entre homosexuales, eutanasia, etc.), sino que, ignorando el clamor del papa Juan Pablo II,
acaba de sancionar la constitución europea en la que ni siquiera nombra al Hijo de Dios, negando hasta
sus raíces. Esto se extiende a los gobiernos de los países del occidente cristiano quienes poco a poco han
dado voluntariamente la espalda a Cristo y no quieren que Él reine más en la sociedad ni aceptar su
soberanía sobre las almas de las personas.
Los cristianos apostamos cuando apartamos la mirada de Cristo y nos volvemos a otros lugares
en busca de paz y seguridad. La crisis es profunda, en el fondo es una crisis de fidelidad a nuestra
fe, una crisis de seguimiento a Cristo.
La crisis de los católicos no fue provocada por los fieles a la palabra empeñada sino por los que abdica-
mos de mantener nuestras promesas del bautismo. Es una crisis de seguimiento a la persona de
Jesucristo como el Hijo de Dios, y la respuesta a esta crisis es una mayor fidelidad a nuestra fe,
porque si nosotros, que tenemos cierta formación corremos el riesgo de apostatar... ¿Qué será de los
jóvenes criados en un ambiente psicoanalítico, sin dogma ni principios morales, y sin ningún conoci-
miento de la historia de la Iglesia?

11
“Cartas del diablo a su sobrino”. C.S. Lewis. editorial Andrés Bello. pág. 29.

35
La esperanza

La esperanza es “la virtud sobrenatural con la que deseamos y esperamos la vida eterna que Dios
ha prometido a los que le sirven”12 o “la virtud teologal infundida por Dios en la voluntad por la
cual confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a
ella, apoyados en el auxilio omnipotente de Dios”.13

Sabemos que la tierra es un lugar de destierro para el alma humana, no es la patria definitiva. El dolor y
el sufrimiento nos acompañarán siempre desde la cuna hasta la tumba, pero la esperanza cristiana nos
recuerda que todos los sufrimientos de esta vida no son nada en comparación con la gloria que nos espera
en la vida eterna. La virtud de la esperanza nos habla del premio eterno que dios nos otorgará por nuestros
sacrificios que él tendrá contabilizados y nos prepara para aceptar la voluntad de Dios para con nosotros
(aunque a veces esta realidad nos parezca incomprensible). No lo podemos entender por lo limitado de
nuestro entendimiento y porque no alcanzamos a ver las cosas con la perspectiva que Dios las ve. Dios
escribe derecho en renglones torcidos y siempre para sacar lo bueno de lo que nosotros juzgamos
malo e injusto.
Esta nostalgia de la recompensa en el cielo, es lo que nos debe mantener los ojos dirigidos hacia
lo alto. Para animarnos a ser buenos, a ser mejores, en una palabra a ser virtuosos.
La esperanza nos sostiene y nos alivia en las cruces y las mortificaciones, en momentos en donde nos
parecerá que estamos cansados e imposibilitados de seguir, cuando sentimos que no tenemos más fuerzas.
Ella fortalece la paciencia y la ilumina haciéndole ver que el dolor aceptado cristianamente tiene sentido
y nos hace crecer espiritualmente desarrollando nuestra madurez. Dios también nos ha prometido el
paraíso donde la justicia será satisfecha (si hemos sido víctimas de la mentira, de la calumnia, de la perse-
cución) la Verdad restablecida (la mentira de las falsas doctrinas desenmascaradas, la falsedad de los go-
biernos corruptos por ansias de poder, las falsas apariencias). Todo lo que es verdadero brillará de por sí
y todo lo que es mentira caerá y se desenmascarará.

La esperanza está dentro de un marco racional, coherente, donde lo que esperamos son simplemente los
bienes que Dios nos tiene prometidos. No es un optimismo inconsciente y superficial. La esperanza
es una virtud sobrenatural y será verdadera, firme y serena, si está fundada sobre la fe. Es por eso que el
padre del hijo pródigo pudo resistir no sólo la partida de su hijo, sino que aguardó que “reflexionara” a
la luz de la fe, se arrepintiera de su error y retornara a la casa del padre. Fue la esperanza de que Dios
actuaría en su corazón que le permitió la fortaleza de aguardar durante el tiempo necesario y
permanecer oteando el horizonte para divisar la vuelta de su hijo. Dios nos ha asegurado la felicidad
eterna y el reencuentro con nuestros seres queridos. Agrego para aclararlo esta carta que santa Mónica
inspiró a su hijo San Agustín desde el cielo para acercar un instrumento más de consuelo y esperanza
ante la muerte de un ser querido con la perspectiva de la eternidad. Esta carta leída en un entierro trae
mucha paz porque la esperanza cristiana del reencuentro es un bálsamo para el corazón y lo único capaz
de aliviarlo en esos momentos límites:
“Si tú me amas, no llores
Si tú conocieses el misterio insondable
del cielo donde me encuentro...
Si tú pudieses ver y sentir
lo que yo siento y veo
en estos horizontes sin fin
y en esta luz que todo lo alcanza y lo penetra,
jamás llorarías por mí.

12
“La fe explicada”. Leo J. Trese. pág.145. ed. Patmos.
13
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. pág 496.

36
Yo confronto en esta nueva vida
las cosas del tiempo pasado
y me resultan pequeñas e insignificantes.
Conservo, todavía, mi gran cariño por ti
y una ternura que jamás,
en verdad, podré engrandecer.
Amémonos tiernamente, como nos amábamos antes
aunque todo antes era fugaz y limitado.
Hoy vivo en la serena expectativa de tu llegada
un día... a una hora... en que el Señor quiera.
Piensa en mí así:
En tus luchas, no te olvides de pensar
en esta maravillosa morada,
donde ya no existe la muerte
y donde, juntos, viviremos el amor
más puro y más intenso
junto a esta fuente inagotable
de alegría y amor.
Si realmente me amas, no llores más por mí.
Yo, estoy en paz.”

Este pilar espiritual que significa la virtud de la esperanza, por ejemplo, en el de reencontrar a los nuestros
en el cielo lo expresa maravillosamente el teniente de navío Rafael Gustavo Molini ante su partida a la
guerra de las Malvinas en 1982 en una conversación grabada que mantuvo con su madre. En ella relata
su estado de ánimo, la fuerza espiritual que tenía y, de alguna manera la razón por la cual pudo compor-
tarse como se comportó durante el combate: “Yo estaba en Buenos Aires, de pase en la Escuela Naval
Militar. Mi madre estaba en la ciudad de Punta Alta viviendo. Cuando yo llamé por teléfono para despe-
dirme, la noche anterior de volar a Malvinas (las Malvinas se habían tomado hacía unos días), mi madre
me despidió de una manera muy particular que no sólo me cambió la ida a las Islas, sino que me cambió
la actitud en el resto de mi vida.
Mi padre se despidió de mí con mucha prudencia y me dijo que me cuidara; luego mi señora, también
con mucha prudencia y me dijo que me quedara tranquilo, que siempre iba a cuidar de mis hijos. Al
momento de atender a mi madre, yo estaba quebrado ya, y resulta que me encontré del otro lado del
teléfono con una mujer eufórica.
Yo no podía creer lo que estaba escuchando: ¡una mujer eufórica, orgullosa de que su hijo iba a defender
la Patria en las Islas Malvinas! me decía que era el único representante de la familia que iba a poder
combatir contra los ingleses. Oí algo así como: que le diera con todo en la guerra, que me jugara por
entero, que realmente volviese o no volviese, en muy poquito íbamos a estar juntos de nuevo.
Esto realmente me cambió.
Era algo que yo ya sabía: de lo corto que es esta vida terrenal y, por supuesto, de la espera de la otra gran
vida, la que todos esperamos, los católicos esperamos. Pero resulta que mi madre me lo resaltó tanto y
tan bien en ese momento, que me di cuenta que realmente valía la pena ir y jugarse, porque si faltaba
sabía que con mi madre y mis seres queridos me iba a encontrar en muy cortito tiempo.
Así que, bueno, eso fue, yo creo, el golpe ¡más que apoyo fue un golpazo espiritual! que me supo dar mi
madre; y gracias a Dios yo lo interpreté bien y también lo supe transmitir a todos los que pude; a veces a
algunos pares y a gente que, con poca base espiritual, realmente sufría muchísimo el conflicto, como es
lógico.
Así que ese fue el punto de vista, el más importante”.14

14
“Dios en las trincheras”. Rvdo P. Martínez Torrens. Ediciones Sapienza. pág 273.

37
A lo largo de nuestras vidas, y aún en lo cotidiano, la esperanza nos asistirá siempre. La esperanza humana,
que se funda en la divina, es reflejo de ella. Hacemos los esfuerzos en esta tierra porque creemos y tene-
mos la esperanza de estar trabajando para la eternidad.
Es por eso que aceptamos serenamente que unos trabajan y otros cosechan. De ahí que, cuando enseñe-
mos la Verdad y el Bien, ya sea durante las horas de catecismo en una fría y tal vez hasta incómoda sala
de parroquia, la esperanza nos sostendrá a hacerlo (aunque el que escuche ponga cara de nada) porque
pensaremos que alguien recogerá los frutos y la cosecha de nuestra siembra. Esa misma persona que
vemos bostezar delante de nosotros sabemos que en algún determinado momento de su vida tendrá que
aferrarse a la esperanza cristiana como único sostén y tratar de darle vida a lo que le enseñamos.
Lo mismo sucederá cuando formamos a través de aparentemente interminables años a nuestros hijos o
a los jóvenes que nos rodean. Será la certeza de saber que estaremos transmitiendo lo bueno y verdadero
y que lo necesitarán para vivir bien, o, si viven mal, para reencontrar el camino. La esperanza de que valga
la pena y de que en algún momento la semilla fructificará y dará frutos será lo que nos animará a hacerlo.
Ejemplo: un hijo descarriado, que no estudia, que vive en pecado mortal y no se casa, que ha dejado el
trabajo y vagabundea etc. lo que nos mueve a seguir y no desfallecer es el amor a Dios y a las almas y
estamos convencidos que extender su reino en las mentes y los corazones es lo mejor que podemos hacer
por las personas y por ende por la sociedad. La Iglesia enseña que nuestra esperanza en la salvación de
nuestra alma debe ser firme, porque Dios no retira su gracia ni aún a los pecadores más empedernidos,
pero debe acompañarse con un santo temor de perderla (pero por culpa nuestra, porque no terminamos
de aceptarlo, no de Dios). Es el pecador en ese caso y no Dios quien endurece su corazón.

En simples palabras nadie pierde el cielo si no es por su culpa. Por parte de Dios, nuestra salvación
es segura. Es solamente nuestra parte – nuestra cooperación con la gracia de Dios – lo que la hace incierta.
Por eso decimos que la esperanza reside en la voluntad.
Si por ejemplo, falleciera un ser querido aparentemente sin arrepentimiento, tampoco debemos desespe-
rarnos. Nunca sabremos qué torrente de gracias ha podido derramar Dios sobre esa alma en su último
momento de conciencia. Gracias tal vez obtenidas por oraciones que habremos rezado por esa persona
durante nuestra vida o por oraciones de religiosas y religiosos anónimos quienes (enclaustrados o no)
dedican sus vidas para rezar por la salvación de las almas.
No debemos caer en la desesperanza aunque nuestras vidas aparentemente vayan mal, ya que aunque
nuestros planes se tuerzan y nuestras ilusiones se frustren, Dios escribe derecho con renglones torcidos
y muchas veces permitirá esos tropiezos para hacernos pensar en él. Dios conoce nuestras circunstancias,
sabe mejor que nosotros lo que nos conviene y debemos mantenernos firmes no sólo en cumplir su
voluntad sino en profundizar, en pensar, en confiar y en aceptar que sólo nos dará lo que nos ayude a
nuestra santificación. De ahí el principio de educación y la importancia de ser educados en la aceptación
de la contrariedad, el dolor y el sufrimiento desde la infancia porque el dolor nos va a “acompañar” (nos
guste o no) toda la vida.
Con dolor sabemos y constatamos que la esperanza no se le inculca a los jóvenes de hoy a quienes la
revolución anticristiana les dice hasta el cansancio que la vida es para gozarla y comienza y termina aquí.
Por lo tanto se los forma para rechazar toda mortificación, renuncia de sí y hasta del sufrimiento en todas
sus manifestaciones desde la infancia, quitándoles toda visión sobrenatural y trascendente.
Solamente para los cristianos el dolor tiene sentido, porque nos permite alcanzar la salvación. Es la mo-
neda de cambio que se acumula para alcanzar la gloria. Inculcar desde niños que la vida tiene sentido
aunque aparentemente no la “gocemos” o la “reventemos” (en un lenguaje moderno y vulgar) aquí
abajo, como les vende la revolución anticristiana. Inculcarles que estamos de paso, que el premio está del
otro lado. Para quienes se salven, la esperanza, por lógica, desaparecerá recién en el cielo, donde posee-
remos la felicidad que esperábamos.

Santo Tomás explica que a la esperanza se oponen dos vicios o pecados:


Uno por defecto, la desesperación, que considera imposible la salvación eterna. El mayor ejemplo de
la desesperanza lo tenemos en Judas, quien se ahorcó pensando que ya no habría salida para él. Pedro

38
también había traicionado a Jesús, pero con la virtud de la esperanza en el perdón de Dios, lloró su
pecado. La Tradición supone que seguramente recurrió a la Santísima Virgen, obteniendo así la posibili-
dad que Dios nos da a todos los hombres de recomponer nuestra amistad con él.
No tienen esperanza los condenados en el infierno porque nada tienen para esperar, como tan bien lo
sintetiza en “las cartas del diablo a su sobrino” el diablo viejo y experimentado a su inexperto sobrino,
en la tarea de perder a las almas: “conseguir el alma del hombre y no darle nada a cambio: eso es lo que
realmente alegra el corazón de nuestro padre... (Satanás)”15

El otro es por exceso: la presunción que tiene dos facetas: la que considera la bienaventuranza eterna
como accesible por las propias fuerzas (sin ayuda de la gracia de Dios) como les sucedió a quienes edifi-
caban la Torre de Babel y a los estoicos (que sufrían y aguantaban el dolor sin contar con Dios como
apoyo). La segunda es la que espera salvarse sin arrepentimiento de nuestros pecados u obtener la gloria
sin mérito alguno de nuestras buenas obras como un activo para presentar el día del Juicio (como propuso
Lutero). La presunción suele provenir de la vanagloria y de la soberbia.

15
“Juventud manipulada y seducida”. Christa Meves. Editorial Herder. pág 36.

39
La caridad

La caridad es una “virtud teologal infundida por Dios en la voluntad, por la que amamos a Dios
por sí mismo sobre todas las cosas y a nosotros y al prójimo por Dios”.16 Es una virtud teologal
porque sus actos se enderezan directamente a Dios, el fin sobrenatural del hombre.

Caridad en el hombre se llama al amor sobrenatural es la única virtud teologal que permanecerá siempre
con nosotros, aún en el cielo. La fe dará lugar a la visión de Dios, (y por lo tanto ya no tendrá sentido),
la esperanza no tendrá ya razón de ser, (porque habremos alcanzado el cielo), mientras que la caridad,
recién viendo a Dios cara a cara alcanzará su plenitud. Así como la fe reside en el entendimiento, la
esperanza y la caridad residen en la voluntad. Esta virtud permanece en el alma mientras está en ella la
gracia santificante y dios se la infunde a través de los sacramentos. La gracia y la caridad no son la misma
cosa; pero están siempre juntas en el alma.
Para evitar falsas interpretaciones de la caridad es absolutamente necesario no perder de vista el carácter
esencialmente teológico de esta virtud. Los actos de caridad van directamente dirigidos a Dios. Por
no tener en cuenta el carácter esencialmente teológico, muchas veces se llama caridad a lo que no es,
como por ejemplo al amor natural, a la filantropía o la mera beneficencia natural que, si no va acompañada
de la gracia santificante, no gana méritos para la vida eterna. De ahí que, aunque nuestras obras sean
buenas (como repartir comida a los pobres o visitar a los enfermos) y es mejor hacerlas que no hacerlas,
si estamos en pecado mortal podremos tener actos buenos hacia el prójimo pero no serán de caridad. Las
palabras de San Pablo son terminantes: “aunque repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al
fuego nada me aprovecha si no tengo caridad” (I Cor. XIII, 3).

El campo de la caridad cristiana para con el prójimo se extiende a los que están en el cielo, a las almas
que esperan en el purgatorio y a nuestros prójimos en la tierra. La Iglesia enseña además, la importancia
de rezar por las almas del purgatorio (que no pueden hacer nada por sí solas). Es un deber de caridad que
nos obliga en conciencia. Este amor sobrenatural mandado por Dios incluye a todas las criaturas: los
ángeles y santos del cielo (lo que es fácil), las almas del purgatorio (lo que también es fácil), y todos los
seres humanos vivos, incluso a nuestros enemigos (lo cual ya no es tan fácil)…
Es fácil amar a nuestra familia y amigos, no es difícil amar a “todo el mundo” de una manera general,
universal y abstracta (que no nos compromete ni nos exige nada en concreto). Ahora, querer bien, no
desearle ningún mal, escuchar y estar dispuestos a ayudar a nuestro compañero de clase que nos resulta
insoportable (porque es un pedante y se cree mejor que yo), a quien nos estafó en la venta de la moto (y
no nos dijo que estaba chocada), nos criticó en público o levantó una calumnia contra nosotros que nos
hizo perder el trabajo... ya no es tan fácil.
Si cuesta perdonar todas estas ofensas y rechazos cuánto más costará amar a estas personas. La verdad
es que, naturalmente, no podremos hacerlo, pero con la virtud divina de la caridad, debemos lograrlo ya
que fue éste el mandamiento nuevo que partió a la Historia del hombre en dos, antes y después de Jesu-
cristo, el Hijo de Dios.
Antes de Cristo los hombres también se amaban, pero lo que distinguió al cristianismo y le puso su sello
de superioridad es este amor sobrenatural por los que nos hacen mal. Este amor sobrenatural no debe
ser emotivo, residirá en la voluntad de satisfacer la voluntad de Dios, no en las emociones y lo
obtendremos si se lo pedimos a Él. Jesucristo fue tan caritativo cuando curaba enfermos y devolvía la
vista a los ciegos como cuando echaba a latigazos a los mercaderes del Templo.
Amar a Dios significa que estamos dispuestos a cualquier cosa antes que cometer un pecado mortal. Que
estamos dispuestos a mortificar nuestra voluntad para someterla a la ley de Él. Estamos llamados a amar
a Dios y a los hombres porque el los ama y pagó un alto precio por ellos, no porque a nosotros nos

16
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. pág 510.

40
resulten dignos de ser amados. Si Dios es mi amado, yo debiera querer darle el gusto de amar y sacrifi-
carme por las almas que el tanto amó. En el plano natural es igual. Si amamos, tratamos de complacer al
amado y haremos lo que sabemos que lo hará feliz. De la misma manera, podremos tener un sincero
amor sobrenatural por nuestro prójimo deseándole el bien y hasta haciéndoselo, aunque naturalmente
sintamos cierto rechazo hacia él, de la misma manera que podemos estar dispuestos a morir defendiendo
a la patria aunque sintamos miedo antes de la batalla.

“El padre Maximiliano Kolbe se ha convertido en símbolo internacional del supremo amor al prójimo y
de confortadora esperanza en los valores del espíritu. Ha merecido ser llamado un San Francisco “redi-
vivo”, por su profunda espiritualidad, intenso apostolado, cordialísima devoción a la Virgen y sublime
santidad. A los cuarenta y siete años de edad se ofreció libremente a morir por un presidiario, padre de
familia, desconocido suyo. Es el mártir de la caridad en el campo de concentración y exterminio de
Auschwitz. Este acto supremo fue la culminación de una vida de generosa entrega. Es el santo de la
segunda guerra mundial. Fue un profeta, un pionero, el caballero de la inmaculada, gloria de la Iglesia de
Polonia y de toda la humanidad.
“A finales de Julio de 1941 se fugó un presidiario. Un terror de muerte amenazaba a todos los compañeros
de bloque. Cada fuga se castigaba con la muerte de diez compañeros del fugado, en el búnker del hambre.
Al caer de la tarde del día siguiente, el jefe del campo leyó la orden a los presidiarios, puestos en filas:”al
no hallarse el fugitivo de ayer, diez de vosotros pagarán con sus vidas esta evasión”. Señala a uno de cada
fila. Uno de los señalados, el número 5.659, Francisco Gajowniczec, al dar los tres pasos al frente, ex-
clamó: ¡ay! ¿Qué será ahora de mi mujer y de mis hijos?”. Una chispa se encendió en la mente del padre
Kolbe, y al momento le abrasó el corazón. En una fracción de segundo descubrió que se le acababa de
presentar el momento cumbre de su vida, daría un paso al frente que sería irreversible, al frente que
sería un paso de gigante del que ya no podría retornar. Ante el pasmo de todos, sale de su fila, se cuadra
ante Fritsch, comandante de la SS y le dice: “me ofrezco voluntariamente para morir a cambio de ese
padre de familia... Soy sacerdote católico”. Estas palabras no pueden pensarse seriamente sin sentir que
un escalofrío espeluznante nos penetre hasta las interioridades más profundas de nuestro ser.
“El comandante, confuso y asombrado, da su conformidad y ordena el cambio del número 5.659 por el
16.670, que era el correspondiente al p. Kolbe. En Auschwitz se había llegado al desprecio más absoluto
de la persona humana. El hombre no era más que un número que podía borrarse sin más, por capricho
o por mero entretenimiento. Un simple número. Y el conjunto de hombres, una masa de números...
“...Una vez hecho el trueque, fueron obligados a desnudarse, y así fueron introducidos en el búnker del
hambre, pequeña mazmorra ubicada dentro del bloque de la muerte. El guardia que les acompañó, al
cerrarles la puerta, aún tuvo la bilis para decirles sarcásticamente un refrán alemán: “ahí os marchitareis
como tulipanes”... desde entonces no recibieron nada ni para comer ni para beber. Los límites de sufri-
miento a los que llegaron quedan expresados en las palabras de un testigo ocular: “los baldes estaban
siempre vacíos y secos, cuando pasaban por revisión”... después de tres semanas habían muerto ya todos,
menos el p. Kolbe que seguía vivo, apoyado en la pared y musitando oraciones, después de haber acom-
pañado a los demás en su paso hacia la eternidad.
“... Había que desalojar el local para acoger a otros. Había que desembarazarse de aquel hombre superior
que hasta en las conciencias impermeables de aquellos jefes, inmunizados para el sufrimiento de sus
semejantes, empezaba a hacer mella ya. “Cosa semejante, confesaba uno de ellos, no la había visto jamás”.
“Y el día 14 de agosto, a mediodía, el enfermero le inyectó en el brazo una dosis de ácido muriático para
acelerar la muerte de “una de las páginas más luminosas de la Iglesia de nuestros días” como lo
definió el cardenal Wyszynski... ¡Polonia! “la nación que tiene por costumbre de decir sí únicamente a
Dios, a la Iglesia de Cristo y a su Madre”, como afirmó orgulloso el cardenal Wyszynski. Admirable
nación, tantas veces sometida, humillada, y repartida por las poderosas naciones limítrofes, siempre lu-
chando por su libertad, siempre buscando su identidad en el aglutinamiento unificador de su fe católica.
“... El p. Maximiliano María Kolbe fue beatificado por el Papa Pablo VI el 17 de octubre de 1971. Testigo
excepcional de la beatificación fue el ex sargento del ejército polaco, Francisco Gajowniczec, por quien

41
había ofrecido su vida el nuevo beato en un campo de concentración. Gajowniczec fue recibido en au-
diencia por el Papa. Tuvo que ser para él una jornada de hondas vivencias y de inefables remembranzas.
Hubo una presencia consoladora en la glorificación del beato Kolbe. Junto a la delegación oficial de
Polonia, acudió también una delegación de Alemania, como signo de reconciliación de los dos países,
para rezar juntos a los pies del p. Kolbe.”17

Esto demuestra, aunque en un grado heroico, que el no hacer mal a nadie, no herir, es poco para la
caridad. La caridad cristiana exige más que repartir vestimenta y comida a los necesitados (como nos
quieren hacer creer). No se limita simplemente a eso, que de hecho está muy bien, pero que es sólo una
de las catorce obras de misericordia enseñadas y practicadas por la iglesia. Esto se puede hacer aún para
acallar una conciencia perturbada e intranquila, como pantalla de bien ante la sociedad, o hasta por pro-
paganda política e interés.
Esto lo explica bien la madre Teresa de Calcuta cuando dice: “Hay males que no se remedian sino con
amor. Necesitan que nuestras manos les presenten un servicio, que nuestros corazones les ofrezcan amor
en su soledad. Nuestro atractivo es el amor, en eso nos diferenciamos de las organizaciones asis-
tenciales. No debemos convertirnos en burócratas de la caridad. Las personas suspiran por el amable
sonido de una voz humana. Yo no pienso nunca en términos de muchedumbre, sino de persona. Si
pensase en muchedumbre, no empezaría nunca. Lo que importa es la persona. Creo en el encuentro de
persona a persona. A todo el que sufre, no sólo hemos de ofrecerle ayuda, sino también nuestra sonrisa
alegre y serena. Lo que necesitan los pobres, antes que nada, es que se les ame. No cuenta lo que se le da,
sino el amor con que se da. Jamás hemos de permitir que alguien se pueda alejar de nosotros sin
sentirse mejor y más feliz. Frente a los pobres, nosotras debemos ser como el resplandor de la bondad
de Dios. Debemos tener siempre la sonrisa a flor de labios para cada niño a quien socorremos, para cada
abandonado o enfermo a quien ofrecemos compañía y medicina. Poco importa sólo los cuidados: hemos
de ofrecer a todos nuestro corazón. ...Hay hermosos testimonios de moribundos. “He vivido como un
animal. Muero como un ser humano. Ahora soy feliz.” “¿Por qué lo haces?”, dice un moribundo a Madre
Teresa que lo lavaba y cuidaba. “Por amor”, respondió. Otro diálogo: “¿Cómo puedes soportar el hedor
de mi cuerpo, que a todos ahuyenta? - Esto no es nada comparado con lo que tú sufres. – Gloria a ti
mujer. – No: gloria a ti, que sufres con Cristo”.18

Hay que hacer todo lo posible según la ley de Dios y como Dios quiere que lo hagamos, de ahí que el
apostolado sea el principal deber de caridad. Y es por eso que Predicar la Verdad, llevarle a Dios al
prójimo, es el acto mayor de caridad en el ámbito natural y sobrenatural. En el ámbito natural, por
todo lo que implica en la vida el conocer cómo Dios quiere que vivamos en orden a sus leyes y todo lo
bueno que de ello resulta para la persona y para la sociedad. En el ámbito sobrenatural, porque implica
la salvación eterna, que es para lo que hemos nacido. No basta vivir bien, hay que saber para qué se
vive.
Hay además un mandamiento de Dios de que el hombre ame al prójimo, pero cómo y cuánto y hasta
dónde es la gran pregunta: “amarás a Dios con toda tu alma, con toda tu mente y todo tu corazón, y al
prójimo como a ti mismo”. Esta es la medida con la cual deberemos medirnos.
Dios que nos hizo y nos conoce, sabía que (debido a la naturaleza caída) nos amaríamos en demasía y
desordenadamente. Por lo tanto, para ponerle medida a este amor desordenado y frenarlo en sus justos
límites le puso como referencia el amar al prójimo “como a ti mismo”.
Nos manda a amarnos a nosotros también (para recién poder sentir por el prójimo lo mismo que sentimos
por nosotros mismos) tratando de dar lo mejor y buscando el bien ajeno como nos ha gustad recibir el
nuestro, tanto en lo espiritual y afectivo como en lo material.

Gran parte de los hombres actuales, al llegar a este mundo carentes de afecto porque no han sido deseados
al nacer (o bien recibidos) no aprendieron a amar al no haber sido amados y por ende serán incapaces de

17
“Sin volver atrás”. Justo López Melus. Editorial G.M.S.Iberica, S.A.pág 164.
18
“Sin volver atrás”. Justo López Melus. Editorial G.M.S Ibérica. pág.185.

42
amar al prójimo. Esto lo relata muy bien la psicóloga Christa Meves cuando explica la enfermedad psico-
lógica moderna llamada “desamparo neurótico”: “La psicología profunda sabe desde hace ya veinte
años que esta enfermedad psíquica tiene su origen en la carencia de lazos de unión entre el niño y su
madre. Tal unión es un extraño proceso de aprendizaje que se consuma en el primer año de vida del ser
humano, a través del íntimo contacto entre madre e hijo. Los niños que más pronunciados síntomas de
desamparo muestran, son aquellos que fueron pasando de mano en mano, los que estuvieron largos
intervalos de tiempo desprovistos del regazo maternal y aquellos a los que en el primer año de vida se les
privó de suficientes horas de permanencia junto a la que había de ser su futura educadora. Cada vez que
el niño es separado largo tiempo de su madre, puede producirse la secuela de que ya de por vida queden
reducidas las posibilidades de que ese niño admita posteriormente vinculaciones estables. Es una persona
que no aprendió a “ligarse”.
Al proliferar la ocupación de las madres lactantes en trabajos fuera de casa, con la “tecnificación” de todo
lo infantil, la cual, en lugar de amor y abnegación, ofrece al niño una materia ya premasticada en forma
de unos preparados alimenticios; con tanto juguete, con la televisión siempre al alcance, con el
transporte diario horas seguidas en el fondo del auto, se está practicando tan torcida y tan indolente
crianza que por fuerza tiene que declararse la plaga colectiva del “desamparo neurótico” como un tre-
mendo peligro que se cierne sobre occidente. Porque mientras que antaño morían aquellos niños cuyo
mínimo vital de necesidades quedaba sin satisfacer (y los niños de guardería son mucho más vulnerables
que los que viven al calor de sus madres) la medicina consigue hoy que todos ellos lleguen a mayores”…19
“Para los próximos años hay que contar con una gran proliferación y fuerte crecimiento de los grupos de
desamparados... más bien hay que admitir que el terreno está abonado para la potencialización del fenó-
meno, y que lo único que para ello se necesita es la presencia de un determinado personaje en quien esa
enfermedad se haya cebado con mayor gravedad para que se encienda la chispa, como acabamos de ver
con horror en nuestros días, en el caso del norteamericano Manson, en el de Fuchs, asesino de Lebach,
y en el de la banda Mahler.” 20

En Argentina, en septiembre del 2004, tuvimos el caso de Junior en un colegio secundario de Carmen de
Patagones. Un alumno de 16 años entró una mañana y mató a mansalva con una pistola de 9 mm a cinco
de sus compañeros e hirió a otros tres. Cuando intentó utilizar un segundo cargador que se trabó, su
amigo Dante se abalanzó sobre él preguntándole que hizo. Junior, en silencio, se sentó a esperar que lo
vinieran a buscar. Pero dejó escrito en el banco: “el que encuentre el sentido de la vida, por favor que lo
escriba acá”...
Probablemente a este trágico desenlace habrán influido algunos motivos como: el medio insano para
crecer de la sociedad actual, la idolatría a los conjuntos del rock (cuyas letras muchas veces son satánicas
e incitan a cometer actos perversos) la constante propuesta de violencia a través de los medios de comu-
nicación, los videojuegos que los acostumbran desde chicos a matar personas como una diversión o el
desafío más apasionante delante de los cuales pasan horas interminables, la carencia del sentido de la vida,
la falta total de vida espiritual y sacramental que tanto sostiene a las personas, las malas compañías, el
quiebre de comunicación con sus padres, familiares o quienes los amaban y los hubieran aconsejado bien.

Los adolescentes, los jóvenes y aún hasta los adultos, no terminan de tomar conciencia de la importancia
fundamental de no quebrar la comunicación en el ámbito familiar. Y cuando digo comunicación, me
refiero al diálogo, a contar lo que nos pasa y lo que sentimos, y a estar dispuestos a escuchar los consejos
y puntos de vista de los mayores. No a ladrar, agredir, cruzar monosílabos en un pasillo o lastimar y herir
como único medio de comunicarse.
“La psicología profunda puede demostrar por los antecedentes de muchos delincuentes que tales perso-
nas carecieron ya del amor en su más tierna infancia y no gozaron de la abnegación, de la entrega y de la
incansable atención de una madre para con su hijo lactante que necesita de todo. Aquí está el primero y
más básico peligro de que la apertura se convierta en cerrazón, en una especie de reserva que se parapeta,

19
“Juventud manipulada y seducida”. Christa Meves. Editorial Herder. pág 36.
20
“Juventud manipulada y seducida”. Christa Meves. Editorial Herder. pág 49.

43
ataca por miedo y se venga. Una actitud psíquica en la que no puede tener cabida ni la instancia de una
premonición conciencial ni el sentimiento de culpabilidad; pues las personas que nunca fueron amadas,
que no vivieron la acogedora tibieza de un paraíso, tampoco sienten mala conciencia cuando les toca
desprenderse de los que los abastecieron de todo menos de amor.” 21
“Aunque llegáramos a realizar un sistema de convivencia socialmente perfecto, seguiría siendo cierto que
enfermedades como la llamada “desamparo neurótico” y la reunión de esos enfermos en bandas no
podrían ser exterminadas mientras no proporcionásemos a las personas en su niñez una educación y un
desarrollo adecuado, que es exigido por su propia configuración biológica.
Y en ese sentido vamos por mal camino al separar a las jóvenes madres de sus hijos recién nacidos y
mandarlas a los puestos de trabajo que tenían antes de su maternidad; al introducir el concepto de “solo
ama de casa” como un minusvalor, al propagarse cada día la costumbre de que los lactantes pasen
continuamente de unas manos a otras.
¿Qué ocurrirá cuando esa ahora recién nacida generación sea mayor?... los psiquiatras y los psicoterapeu-
tas, entretanto, han investigado tan a fondo el problema que ya pueden demostrar científicamente que
este sentimiento es el que está de acuerdo con la verdad. Hoy sabemos que los niños en período de
lactancia establecen una vinculación con la persona que los atiende; que es esa persona a quien obedecen,
a quien imitan y por amor a la cual se sienten capaces de desarrollar en sí unos sentimientos de respon-
sabilidad y una conciencia. Sabemos que estos preciosos factores de regulación anímica se ven diezmados
y pueden llegar a desaparecer completamente cuando las personas con las que el niño tiene contacto
directo cambian constantemente en el primer período de vida.” 22

Todo esto podría resumirse en la historia de Moisés, 1.200 años antes de Cristo. El faraón de Egipto
temía que los hebreos estuviesen fortaleciendo mucho su poder porque crecían en número. Decidió en-
tonces que no dejaría vivos a los varones que habían nacido. Ordenó que fuesen arrojados al río para
ahogarlos. La madre de Moisés, Jojebed, amamantó a su hijo tres meses mientras lo tuvo escondido. Ante
la imposibilidad de conservarlo, decidió entregarlo a la divina providencia. Construyó una canasta con
ramas de papiro, la cubrió con brea para que no se hundiera y puso a su hijo de tres meses dentro. Dejó
la canasta entre las cañas del río Nilo y mandó a su hermana mayor Miriam a observar el destino de su
hijo. Con este simple acto confió a Dios el cuidado de su criatura.
Las criadas del Faraón que acompañaban a la princesa cerca de la orilla rescataron la canasta. Miriam
luego se acercó a la princesa y le ofreció a una mujer hebrea para que amamantase al niño (que resultó
ser la propia madre de Moisés). Esta unión entre madre e hijo los primeros años hizo que, si bien moisés
fue criado como un príncipe egipcio en el palacio, nunca pudo olvidar el llamado de su sangre judía.
Ni el trono de Egipto (lo que no era poco para la época) pudo con ello.
Resumiendo el tema: el futuro de los pueblos civilizados en el mundo occidental está seriamente amena-
zado por este quiebre de derecho y orden natural entre los lactantes, la primera infancia y sus madres.
Una ruptura y carencia de afecto antinatural que acusará el daño años más tarde y se manifestará en
desequilibrios e inestabilidades afectivas, crisis de identidad, y/o violencia. Crisis de identidad que Moisés
no tuvo. En este siglo se han acrecentado todos los pecados contra la caridad, no sólo la discordia, el
rencor, el enfrentamiento entre las personas, el odio y la calumnia (que siempre existió) sino la industria
de la mofa, de la burla del prójimo, la falta de caridad a unos niveles de escándalo nunca vistos, por
la dimensión que cobran a través de la difusión de los medios de comunicación.
La revolución anticristiana tan enormemente lejos de la caridad, no sólo ha borrado el amor sobrenatural
al prójimo sino hasta el amor natural más elemental. Para escándalo de los pueblos, los medios de comu-
nicación crean programas que ganan cifras millonarias solamente por burlarse, maltratar, mofarse y ridi-
culizar al prójimo, aún con nombre y apellido, sin importar su cargo o dignidad por el lugar que ocupan
en la sociedad.

21
“Juventud manipulada y seducida”. Christa Meves. Editorial Herder. pág.207.
22
“Juventud manipulada y seducida”. Christa Meves.Editorial Herder. pág 99.

44
La prudencia

La prudencia es una virtud “especial infundida por Dios en el entendimiento práctico para el recto
gobierno de nuestras acciones particularmente en el orden al fin sobrenatural”. 23
Es una de las cuatro virtudes cardinales que consiste “en discernir y distinguir lo que es bueno o
malo en cada uno de nuestros actos, para seguirlo o huir de ello”.
Ya Aristóteles definía a la prudencia con mucha exactitud y precisión, como “la recta precisión en el
obrar”. De ahí que sea desacertado asociar a la prudencia con el no hacer o no decir nada, con el elegir
situaciones acomodaticias y fáciles. Es un error. Hay que asociarla con el acierto en el obrar, ya que quien
obra prudentemente es quien acierta en sus decisiones y quien elige la mejor opción analizando
las posibles consecuencias futuras.
La mejor opción a tomar ante cada situación o problema siempre será a la luz de la Verdad y del Bien, ya
que Jesús dijo: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida”. Es como si Dios mismo nos dijera: “Síganme,
es por acá… De ahí que lo que Dios enseña como el verdadero camino (a través de él y de su Iglesia) es
lo bueno, y lo prudente será seguirlo. Lo que no, lo que prohíbe, es y será lo malo para nosotros.

Tampoco hay que asociar a la prudencia con el ser desconfiado de todos y por todo. El dicho: “piensa
mal y acertarás” no es propio de un espíritu noble ni es cristiano. Lo noble y lo cristiano es analizar
prudentemente con objetividad la situación, el tema a definir o la persona con la que realizaremos un
trato antes de tomar una decisión que siempre tendrá consecuencias. Existe en nuestra vida cotidiana una
ausencia casi total de la virtud de la prudencia que nos hace meditar primero, analizar y sopesar luego las
consecuencias de cada uno de nuestros actos, porque la cultura actual ha despojado al hombre del
hábito de utilizar la razón y la inteligencia. Se le ha impuesto a rajatabla el manejarse por los
sentidos, por las “ganas”. Es por eso que no entiende esta virtud superior que pertenece al ámbito de
la voluntad y de la inteligencia. Sin embargo es la clave para achicar todo margen de error y para la
convivencia en paz. La prudencia, que es la madre de las virtudes, es imprescindible en todas las rela-
ciones humanas, de ahí que el nivel de nuestra prudencia marcará el termómetro de nuestra madurez
como personas y nos otorgará el modo de ser equilibrado y sereno. Lamentablemente nos limitamos a
pensar en ella solamente cuando nos referimos a manejar automóviles. Fuera de este concepto, rara vez
la palabra prudencia está presente en la filosofa de nuestras vidas.
Se asocia por lógica a la prudencia con los adultos y a los jóvenes con la imprudencia (debido a la falta de
experiencia). De hecho no siempre es así. Debería ser así… porque los años debieran enseñarnos a
sopesar nuestras decisiones con objetividad (por haber comprobado por experiencia que todas nuestras
decisiones tienen consecuencias para bien o para mal en mayor o menor grado, no sólo sobre nues-
tras vidas sino sobre las vidas ajenas). Pero la realidad es que hay jóvenes prudentes en su forma de vivir
y comportarse porque son virtuosos y personas mayores que se conducen imprudentemente porque no
lo son.

La prudencia es la virtud clave de los gobernantes. Es el juego entre el que sabe y entre el que sabe
que no sabe. Hay gente que sabe y no sabe mandar. Gente que sabe mandar y obedecer pero no sabe.
Porque no maneja el tema. Tiene que saber pedir consejo. Hay gente que no sabe que no sabe, es el necio
y el torpe en el ejercicio del mando. El Bien común de la sociedad depende de la correcta distribución de
las funciones del poder. Que el que sepa pueda aconsejar, y que el que manda, quiera preguntar al que
sabe. Aunar el poder más el saber qué mandar porque se averigua, “eso” es prudencia. Y esta es la
virtud por excelencia del gobernante. Es por eso que la mayoría de los gobiernos que presenciamos van
de banquina en banquina, de negociado en negociado, porque las decisiones que se toman no las rige la
prudencia sino en general los intereses y negociados personales. Los griegos se harían una fiesta con gran

23
“Teología de la perfección cristiana”. p. Royo Marín. Editorial Bac. pág. 540.

45
parte de los políticos actuales y los descalificarían en su gran mayoría por su ordinariez, su vulgaridad, su
falta de virtudes y por ende su incapacidad.

La mujer necesita ejercitar una doble dosis de prudencia en sus relaciones con los demás ya que de
ella depende, en principio, el orden moral y los usos y costumbres de la sociedad. Muchas veces tendrá
que privarse de lo lícito (como será por ejemplo, no bajar en la casa de su amiga si ella salió y el marido
está solo), en aras de evitar cualquier riesgo de incomodidad en su amiga, y, mucho menos algo más grave
(como el inicio de una relación). Esperar a nuestra amiga en su casa si está su marido solo no es ni será
pecado, pero si no es necesario hacerlo (debido a una urgencia o imprevisto) no “corresponde” simple-
mente porque no es prudente pasar por esta situación de intimidad. No todo es pecado, pero prestarle
atención a este tipo de comportamiento es lo que nos protegerá de cometer faltas más graves. De estos
actos de exquisita prudencia y dominio de sí dependerá el evitar muchos problemas futuros. El único
modo de no generar daños morales es no empezar, y para no empezar situaciones que tal vez nos des-
bordarán, tenemos que dejarnos aconsejar por la virtud de la prudencia, tratando de actuar siempre
como “corresponde”.

Dijimos que la persona prudente es la que toma la mejor decisión, en el momento oportuno. No
cabe duda de que hay en la prudencia una nota moral. Lo que se debe hacer o decir según la ley de Dios
y no cualquier cosa, ni lo que a mí me parece. Incluso lo bueno puede no ser prudente si no se hace
en el momento adecuado. Por ej.:
- Hacerle una comida muy elaborada a quien queremos, con afecto y dedicación, (es bueno), pero no será
prudente si la misma persona está enferma o tiene que bajar de peso por orden médica.
- Corregir una falta a quien yerra, (es bueno), pero no será prudente cuando la persona está alterada,
cansada o en público, si no es necesario.
- Crear una sociedad laboral con un familiar o amigo para ayudarlo, (es bueno), pero no será prudente si
conocemos su falta de honestidad que al final destrozará nuestra relación y la de toda la familia.
- Elogiar a uno de los hijos por sus logros, (es bueno), pero no será prudente hacerlo frente a los que
tienen serias dificultades con su baja auto estima.
- Decidir estudiar una materia, jugar al tenis, etc., (es bueno), pero no será prudente hacerlo con la novia
de mi amigo porque me gusta mucho... y menos pasarle los apuntes que necesita (no en el colegio delante
de todos sino a solas en la confitería de la vuelta).
- Elegir como grupo de estudio a mis amigos, (es bueno), pero no actuaré con prudencia si son los más
vagos del curso.
- Tomar un empleado con dudosos antecedentes, (puede ser bueno para darle una segunda oportunidad),
pero no seré prudente si le doy cargos de responsabilidad.
- Ofrecerme gentilmente a manejar, (es bueno), pero no seré prudente ni responsable si lo hago sólo para
lucirme cuando sé que he tomado de más y hay otros que pueden hacerlo mejor.
- Permitir que nuestros hijos tengan amigos que piensen distinto, (puede ser bueno para enseñarles a
confrontar distintas realidades), pero no será prudente en la primera infancia que es cuando tienen que
crecer, formarse y apuntalarse.
- Regalar una caja de bombones, (es bueno), pero no es prudente a quien sufre del hígado o insistir en
llenarle la copa a quien sabemos que toma de más.
- Dejar que los niños jueguen libremente (es bueno), pero no será prudente dejarlos correr alrededor de
las hornallas encendidas de la cocina al alcance del mango de la sartén.
- Visitar a nuestros amigos o familiares, (es bueno), pero no cuando sabemos que tenemos una enferme-
dad contagiosa como la conjuntivitis.
- Tener un perro, (es bueno), pero, si es de gran kilaje y raza agresiva no actuaremos prudentemente si lo
llevamos suelto por la calle, sin mordaza, cometiendo además la injusticia de exponer la seguridad de
otros.
- Verme con mi novio, (es bueno), pero no es prudente subir a visitarlo si sé que está estudiando solo.

46
- Salir con alguien, (puede ser bueno), pero no es prudente si voy sola, si no sé quién es, ni tengo medios
para informarme.
- Tener buena relación con mis compañeros de trabajo, (es bueno), pero no es prudente aceptar tomar
un café fuera de la oficina con nuestro compañero de trabajo (que es padre de familia y está pasando por
una seria crisis en su matrimonio) etc.

Un comportamiento prudente siempre será un comportamiento equilibrado, que tomará decisiones co-
tidianas y serias, pero siempre midiendo y analizando el margen y sus consecuencias y eligiendo,
en base a esto la mejor opción.
Es una actitud prudente rodearse de personas sólidas a quienes poder pedir consejos, o personas capaci-
tadas en distintos temas para reducir los márgenes de error en los distintos frentes que nos presenta la
vida. Un buen amigo no necesariamente podrá aconsejarnos en todo ni tiene porqué saber de
todos los temas. Habrá que seleccionar para cada materia la persona adecuada que nos habrá hecho
ganar su confianza por la manera en que se ha conducido en la vida.
“No consultes, dice el Eclesiástico (37, 12) las cosas santas con un hombre sin religión, la justicia con un
injusto, la guerra con un cobarde, la gratitud con un envidioso, un trabajo cualquiera con un perezoso:
no le hagas caso en ningún consejo. Más sé asiduo en escuchar a un hombre piadoso.” 24 Siempre será
una actitud prudente el abrirnos a recibir un consejo de los que saben, mientras que el transmitir todo
resuelto sin jamás aceptar un consejo demuestra además de imprudencia, necedad.

El individualismo y el aislamiento de las personas no son buenos. Cuatro ojos, como línea general, siem-
pre ven más que dos... pero claro, estamos pensando en ojos que vean... porque si “un ciego guía a otro
ciego, ambos caerán en el pozo” como nos advierte el Evangelio.
Para los temas espirituales y familiares estarán los sacerdotes (habrá que seleccionar uno fiel a la buena
doctrina) que nos ayudarán a tomar las mejores decisiones en cada situación, ya que generalmente, en su
mayoría, todos estos temas (cuando los profundizamos) tocan el orden moral y espiritual. Moral, porque
todos nuestros actos humanos tocan el obrar bien o mal de acuerdo a la ley de Dios. Espiritual, porque
según obremos objetivamente bien o mal tendremos problemas de conciencia o no porque habremos o
no pecado. Tendremos problemas de conciencia a veces personales y otras sociales, si atañen al Bien
Común. Otras veces será el no haber actuado cuando pudimos o debimos. Nuestro cargo de conciencia
será entonces, nuestro pecado de omisión.
Entonces, o nos regimos por la prudencia, que es el actuar “aquí y ahora” según lo que es recto y bueno
para todos o nos regimos por las “ganas” que son antojadizas, inestables, egoístas y... hasta asesinas...
porque muchas veces la gente mata físicamente o espiritualmente porque siente “ganas” de matar... Por
último: ¿Quién no sintió “ganas” de matar alguna vez? ... Si no hay otro elemento que frene nuestras
“ganas” (en todos los órdenes) nuestro accionar será siempre peligroso. Una madre nunca tiene “ganas”
de levantarse a medianoche cruzando una casa tal vez helada para cambiar un pañal o alimentar a su bebé.
Lo hace porque sabe que dormirá mejor o porque sabe que su hijo tiene hambre. Como así también, lo
bueno es visitar a mi abuela aunque no tenga “ganas” porque presiento que ella estará esperando mi
visita que le dará tal vez sentido a toda su tarde.

Es necesario destacar la importancia de la prudencia en el hablar en donde cometemos tantísimas faltas


de prudencia. Esta es la faceta que atañe a la virtud de la discreción donde nos desordenamos con
comentarios fuera de lugar, intransigentes y terminantes que incomodan y podríamos haber evitado. Co-
mentarios y preguntas indiscretas hechas en público sobre temas delicados y privados, elogios a otros
ante personas muy susceptibles, inflexibilidad en los juicios cuando hablamos de temas que no merecen
la pena.
La intransigencia hay que reservarla sólo para lo que no se puede conceder, que es el terreno de los
principios religiosos y morales. Por ej: que la Santísima Virgen no puede ser ofendida públicamente. Que

24
“Pureza y juventud”. Monseñor Tihamér Toth. Ediciones Gladius. Pág. 84.

47
el aborto es un crimen. Que no se puede quebrar impunemente el principio de autoridad. Que las rela-
ciones pre-matrimoniales (y peor las extra-matrimoniales) están prohibidas en la Ley de Dios. Que vivir
alegremente en pareja para Dios es concubinato. Que la Iglesia no acepta la anticoncepción. Que la ho-
mosexualidad es un pecado contra natura y no es una “opción” más de vida.
La falta de prudencia en el hablar no sólo es por lo que decimos sobre lo que pensamos, sino por lo
que repetimos de lo que escuchamos. Muchas veces, corazones desbordados o angustiados nos hacen
confidencias que son para ser guardadas bajo llave dentro de nuestro corazón, pero no para ser transmi-
tidas al resto, violando la intimidad ajena.
Mucho peor, muchísimo peor es si dejamos correr lo que escuchamos de una conversación ajena y pri-
vada, ya sea porque levantamos un teléfono y nos quedamos escuchando lo que no debíamos, o porque
lo oímos del cuarto de al lado o porque la ventana del departamento vecino estaba abierta o porque en el
piso de arriba discutían en voz alta.

En una época como la nuestra, en que lo emotivo y lo sensible es lo que prima (porque la revolución
anticristiana lo fomenta) y todo está incentivado a que nos manejemos según lo que sentimos, la virtud
de la prudencia (que pertenece al reino de la razón y de la inteligencia) no goza de mucha popula-
ridad.
Lo que nos transmite la cultura actual es el manejarnos por el día a día según lo que nos dicten las “ganas”
y lo sensible. Hacer lo que nos gusta y rechazar lo que no nos gusta, ese es en general actualmente nuestro
timón y consejero.
Nuestra guía debería ser, por el contrario, nuestro juicio final ante Dios. Aquello que nos pesará
haber hecho cuando tengamos que enfrentar la muerte será lo malo que no deberemos cometer, y lo que
estará en nuestro activo para presentar como buenas obras al final será lo bueno, porque como reza el
sabio refrán: “Al final de la jornada, aquel que se salva sabe, y el que no, no sabe nada…”

48
La justicia

La justicia es “un hábito sobrenatural que inclina constante y perpetuamente a la voluntad a dar
a cada uno lo que le pertenece estrictamente”.25 Es “la virtud moral que consiste en la constante
y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le es debido”. Dicho en otras palabras, nos lleva
a “dar a cada uno lo suyo, lo que le corresponde, a lo que tiene derecho”.

Después de la prudencia, la justicia es la más importante de las virtudes cardinales porque abarca a toda
la persona, en todas las dimensiones aunque es inferior a las teologales y a la piedad, cuyo objetivo es
la reverencia al mismo Dios.
Como el resto de las virtudes, para ejercerla es necesario practicarla en todas las situaciones, de ahí la
importancia de formar una recta conciencia. Así como la prudencia está ordenada a la inteligencia (a elegir
lo mejor en el “aquí y ahora” de cada situación midiendo las consecuencias futuras) la justicia reside en
la voluntad, regulando, ordenando y perfeccionando las relaciones debidas con los demás, dirigi-
das al bien del otro. La justicia abarca a toda la persona en todas sus dimensiones. En relación con lo
que cree (por lo tanto su relación con Dios), en relación con la sociedad en la cual está inmerso y con el
prójimo. Como abarca tantas aéreas es una virtud muy amplia y es complejo explicarla.
De jóvenes todos somos muy sensibles a la justicia pero sólo aplicada a lo que nos es debido a nosotros.
Despreciamos e ignoramos lo que nosotros le debemos dar al otro según cada circunstancia. Es tanto lo
que debemos al otro que la explicación es larga y compleja. Ser justo no es fácil. Debemos respetar los
derechos de ambas partes (y escuchar las dos campanas) como el Rey Salomón quien, para poder decidir
de quién era el hijo escuchó a las dos madres y recién ahí pudo discernir con sabiduría y tomar una
decisión correcta. La ignorancia de respetar el derecho de ambas partes es lo que vivimos como desorden
que degenera en la injusticia social. Este desorden no sólo es responsabilidad de los que gobiernan (que
sí tienen mayor responsabilidad en la escala de responsabilidades), sino de todos los gobernados según el
lugar que ocupamos en la sociedad.

La justicia se divide en justicia general o legal y justicia particular. La justicia legal se refiere a la
relación entre las personas dentro de la sociedad y está orientada a organizar la sociedad sobre la ley.
Atañe especialmente a los gobernantes y de manera secundaria a los ciudadanos. Está fundada en el
cumplimiento de las leyes que, cuando son justas (y únicamente así son verdaderas) obligan en con-
ciencia a ser cumplidas. Por el contrario, cuando las leyes son injustas y van en contra de los derechos de
Dios y los derechos naturales de las personas (por ejemplo educación sexual obligatoria que arrasará con
el derecho a la inocencia, a la pureza y a la virginidad espiritual de los niños e implica repartir preservativos
en los colegios mofándose del sexto mandamiento) los padres no estamos obligados en conciencia
a obedecer y podemos recurrir los ciudadanos a la desobediencia civil.

Kant ya independizó el derecho de la moral y, por lo tanto, de la virtud de la justicia. De ahí que, en
nuestro mundo moderno, la virtud de la justicia, el “dar a cada uno lo suyo”, pareciera no tener ya sentido.
Sólo cuenta la ganancia y el poder de unos pocos, para quienes la moral es sólo un obstáculo para avanzar
en sus ansias de imperialismo económico.
Constantemente se niegan los derechos de Dios y los derechos naturales de las personas porque se ha
renunciado a la regla objetiva y superior de los diez mandamientos. Los actos de los hombres han que-
dado a la merced de sus intereses y de las leyes de los más fuertes. Así constatamos cómo las injusticias
más grandes quedan aplastadas en el altar de los dioses “economía” y “poder”.
Al negar que la persona es un ser creado por Dios (compuesto por un cuerpo material que muere y un
alma inmortal que no) se desprecian los derechos naturales comunes a todas las personas que
derivan de su propia naturaleza. Como el derecho a la vida, a conocer a Dios, a tener padre y

25
“Teología moral para la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág.553.

49
madre siempre juntos, a tener un trabajo digno que le permita sostenerse, a la propiedad privada,
a la seguridad. Basta con que las leyes (positivas) escritas por los hombres lo amparen. En nuestra
sociedad actual, será bueno y justo lo que la ley escrita por los hombres diga que es bueno (derecho
positivo) aunque vaya en contra de la ley natural y de la ley de Dios (la ley de educación sexual integral
obligatoria en todas las escuelas, el divorcio, el aborto, el matrimonio entre homosexuales, la eutanasia,
los impuestos confiscatorios que atentan contra la propiedad privada, etc.)

La justicia social cuyo objetivo es el bien común político, se refiere al mayor bien de las personas. Este
es superior al bienestar particular porque el bien de muchos es superior al bien de uno. Hay casos en que
los ciudadanos están obligados, a veces, a sacrificar parte de sus bienes y hasta de poner en peligro su
vida, en aras del bien común. (Ej.: una guerra justa en defensa de la Patria que requiere no sólo nuestra
vida sino nuestro trigo para alimentar a los soldados que nos defienden del enemigo hasta con el precio
de sus vidas).
La justicia social verdadera no es otra que la que surge de aplicar la doctrina social de la Iglesia,
quien, como Madre y Maestra durante 20 siglos enseñó y enseña el camino para ejercer la justicia dentro
de la sociedad, fundamentada sobre la dignidad de la persona humana por ser hija de Dios y redimida
por Jesucristo. Fue sólo la Iglesia de Cristo la que abogó y levantó la voz desde su nacimiento defendiendo
los derechos del hombre y denunciando a todos los que atentaban contra de él. Fue sólo ella que impuso
a cada uno (según su responsabilidad y situación en la sociedad) sus deberes y obligaciones para con el
prójimo (que es lo que garantiza la justicia). No los socialistas, ni los comunistas, ni los voraces políticos
de turno como nos quieren hacer creer.

Los objetivos de la justicia legal para lograr el orden social son tres:
1- Tratar de restituir (en la medida de lo posible) el daño hecho. Cada injusticia exige una reparación.
Es un deber moral. Ej.: si rompemos un vidrio del vecino debemos no sólo pedir disculpas sino pagar
uno nuevo. Si chocamos una moto ajena lo justo es que la arreglemos. Si robamos un auto debemos
pagar una condena. Si asesinamos a una persona es justo tratar de restituir el daño hecho con los años de
cárcel que corresponden por el sólo hecho de asesinar, de disponer de la vida ajena. De todos modos no
es lo mismo asesinar a un anciano de 90 años que a un padre de familia de 40 años por las consecuencias.
Asesinar siempre es asesinar. La vida de ambos tienen el mismo valor, pero las consecuencias serán
distintas. Si asesinamos a un padre de familia de 40 años le estamos quitando tal vez 40 años más de
presencia paterna a los hijos con todo lo que ello implica en ausencia, falta de seguridad, falta de consejo,
falta de protección, falta de afecto, falta de ayuda y hasta de sostén económico. Mientras que a los 90 es
evidente que estamos ya al final de nuestras vidas. Aún con la cárcel o la condena no siempre podemos
hacerlo porque hay bienes que no se pueden restituir. No se puede restituir la vida, ni la virginidad
física y espiritual violada, ni la fama en su totalidad, ni la honra. Si decimos que una persona abusó
de un menor es difícil (aunque sea mentira) devolverle su buen nombre en su totalidad. “Miente, miente,
que algo quedará”… decía el impío Voltaire. Si mancillamos brutalmente la inocencia y la pureza de la
infancia con pornografía difundiendo preservativos y videos pornográficos con distintas perversiones
sexuales explícitas en los colegios jamás podremos volver a restituirla en las tiernas mentes y corazones
de la infancia, la adolescencia y la juventud.
2- Servir de ejemplo a los demás. Los castigos deben ser proporcionados al daño, para que desalienten
y acobarden a los demás a cometerlos. Y no al revés. Si por vagancia he fracasado en mis exámenes y se
me priva de mis vacaciones, mis hermanos aprenderán de mis errores y las consecuencias. Si como
alumno llego regularmente tarde a mi clase y el profesor me sanciona los demás compañeros se cuidarán
de llegar a horario. Si robo en la empresa y me quedo sin trabajo los demás empleados se cuidarán de
robar. Por el contrario la impunidad que vemos en todos los órdenes y todos los días demuele el estí-
mulo a comportarnos bien. Ej.: el mal alumno que jamás estudia pero igualmente lo pasan de grado por
disposiciones injustas, el periodista que miente y le quita brutalmente la fama a alguien y continúa tran-
quilamente en su trabajo, el funcionario que roba y jamás es obligado a renunciar, las moratorias imposi-
tivas que invitan a no pagar impuestos a los que pagan puntualmente, etc.

50
3- Restablecer la paz social. La justicia tiene una enorme importancia en el orden social porque “la paz
es fruto de la justicia” y en la medida en que haya justicia habrá paz. Al poner orden en las relaciones
entre las personas generamos paz y bienestar para todos. Santo Tomás afirma que “la paz es la tranqui-
lidad en el orden” y el derecho es un instrumento de la justicia y no un capricho del legislador. Por lo
tanto la ley injusta es violencia. Genera violencia. En la medida en que haya injusticias sin resolver el clima
social se enardecerá, porque las injusticias no reparadas generan rebelión y violencia en todos los órdenes.

La justicia particular (cuyo objeto es el derecho). Sus notas o características son tres:
1- Se refiere siempre a otra persona. Un niño puede romper un juguete de otro y un adolescente puede
estropear o perder el buzo de un compañero, pero si no se reponen será una falta de justicia. Si el juguete
o el buzo en cuestión fuesen los propios se pecará sólo contra la pobreza.
2- No es un regalo sino algo debido estrictamente. Para que alguien sea justo no basta con que no
perjudique al prójimo sino que le dé lo que le pertenece, lo que es de él. Tiene que reconocer el
débito hacia la otra persona. No puede haber justicia si la persona no reconoce el débito. Por
ejemplo: Amar y respetar a los padres, obedecer a un superior, pagar un salario digno y proporcional por
un trabajo, respetar el silencio en momentos de sueño o de estudio ajeno no es un derroche de nuestro
amor ni de nuestra generosidad, sino simplemente haremos justicia con el derecho natural del prójimo
de ser amado, obedecido, pagado, respetado en sus horas de sueño o estudio. Si bien la filiación es el
modelo de deuda impagable y no se salda jamás porque a los padres les debemos desde el existir, el amor,
el respeto, y la honra debida a los padres nace de que representan (aunque a veces reconozcamos que
muy mal) la paternidad divina. Se es hijo siempre, aunque los padres hayan muerto. Es un verdadero
drama que muchas veces los padres, con nuestra falta de virtud, deformamos y empañamos la bondad de
la paternidad y la maternidad divina que debería reflejarse en nosotros. De todos modos (aunque los
padres dejemos mucho que desear) agradaremos a Dios cumpliendo el cuarto mandamiento (que se ex-
tiende a la Patria y a la religión con la virtud de la piedad) y no rebelándonos en contra de él.
3- Ni más ni menos que lo debido. Pagar un trabajo de más sería generosidad, de menos sería una
injusticia que, tratándose de dinero, sería como robarle al prójimo lo que le pertenece. Ser el mejor alumno
de la clase es digno de todo elogio, no aprobar el año es una injusticia hacia quienes nos mantienen. Pero
aprobar el curso es simplemente un deber de justicia hacia nuestros padres que nos pagan los estudios.
Ser fiel a nuestro cónyuge muerto es destacable, serle infiel al cónyuge vivo es una injusticia, pero serle
fiel en y durante el matrimonio no es más ni menos que cumplir con lo debido y prometido ante el altar.
Que un profesor enseñe la verdad histórica (y no lo que “intencionalmente” quiere transmitir) no es más
que cumplir con su deber. Un trato amable es mi primer deber (u obligación) y el derecho de mi prójimo
a ser bien tratado con respeto y sin insultos o agresiones gratuitas.

Yo debo cumplir con mi deber para que mi prójimo reciba su derecho y viceversa. El cristianismo
naciente hizo exclamar a los demás el famoso: “¡Mirad cómo se aman!”... Y el amarse no se refería sim-
plemente a las caricias y a los besos, sino a la justicia, a la hospitalidad, a la caridad, a la solidaridad, a la
lealtad, a la fidelidad, a la misericordia con que se trataban. Fruto de aplicar el Evangelio a la vida cotidiana
resultó (entre otros) el trato amable y las buenas maneras de la cortesía y del “don de gentes” que fue lo
que distinguió a la Cristiandad. En general, trataremos al prójimo como hemos sido tratados en nuestro
hogar y volvemos al mismo punto de partida: la importancia de la familia como primera educadora de la
persona. Cuando tomamos conciencia desde la realidad (que es la verdad) lo mucho que le debemos a
nuestros padres que nos criaron, al país donde nacimos, a los familiares que colaboraron con nuestra
formación, a los amigos que nos tendieron una mano, nos sentimos deudores con ellos y motivados a
retribuirles. En eso se basa la virtud de la gratitud. Y la gratitud es un acto de justicia, del alma humilde
que reconoce lo que le ha sido dado y está en deuda. El hombre actual, que sólo habla de derechos no
acepta ser deudor de nada ni de nadie. No acepta hasta la necedad lo más evidente, que la vida le fue dada
y por ello es deudor y no lo quiere ser. Quiere ser el autor de su vida para no tener que rendirle cuentas
a nadie de sus actos y menos a Dios. Y, si acepta a Dios, no será un Dios personal sino una idea vaga e
indefinida que no ponga las reglas de juego.

51
Hoy sólo escuchamos hablar de los derechos de las personas y nunca de las obligaciones y deberes.
Lo que omitimos es que mis obligaciones y deberes son los derechos del prójimo, porque los
derechos nacen de los deberes. A partir de que de la negación de nuestros deberes y obligaciones para
con el prójimo y de la aceptación de que la justicia debida al otro depende mis actos, es que hoy
vivimos este caos social y presenciamos a una “justicia” que es una farsa, desorbitada e incontrolable. Su
base es la soberbia del hombre que no se somete y que pretende convertirse en autor de la ley moral que
es, en definitiva, lo que define a Dios.

La justicia particular se divide en:

a- Justicia distributiva. Su objetivo es defender los derechos de los ciudadanos. Obliga a “distribuir”
los bienes, o cargas comunes en proporción a la dignidad, a la capacidad, a los méritos y a las necesidades
de cada uno. Toda persona que trabaja debiera tener acceso a sus derechos naturales como son a una
vivienda digna, a un salario justo, a una seguridad social. Es responsabilidad de los gobernantes el legislar
para una correcta distribución de la riqueza entre las personas para que nadie se quede afuera del sistema
social. Es justo que paguen impuestos los que más tienen, pero es justo a su vez que estos impuestos
no sean confiscatorios y permitan a los pequeños y medianos empresarios crecer y generar fuen-
tes de trabajo para el resto de las personas.
El dinero debe ser para la economía lo que la sangre es al cuerpo humano. Debe fluir a través
de todo el cuerpo social para que todos los sectores tengan vida. Sabemos que el corazón o el
estómago durante la digestión requieren más cantidad de sangre por su excesivo trabajo y res-
ponsabilidad. Pero el dedo gordo del pie, aunque al lado del corazón parezca insignificante,
también cumple su función de darle estabilidad a todo el cuerpo al caminar. Es justo y necesario
que la sangre le llegue, aunque sea en menor cantidad, para no gangrenarse y poder vivir sana-
mente.
La civilización romana ya representaba a la justicia como a una mujer ciega que buscaba el equilibrio en
una balanza. De ahí que debamos superar las afinidades y simpatías que por ejemplo los padres podamos
tener con cada uno de nuestros hijos para distribuir los beneficios en la familia, hacer recaer las cargas
fiscales mayores sobre quienes más tienen y no sobre todos igual. Dar los cargos más importantes de
responsabilidad (como educadores y miembros del gobierno) a las personas más capaces y virtuosas, los
grados de mayor jerarquía a los militares más valientes y que más amen la Patria dentro de las Fuerzas
Armadas, etc.
A la justicia distributiva se opone el pecado de la acepción de personas, que distribuye los bienes so-
ciales y comunes por capricho, simpatía, favoritismo o intereses puramente personales, sin tener para
nada en cuenta los verdaderos méritos de los individuos ni las reglas de la equidad (o justicia natural). Las
famosas recomendaciones y “acomodos” como elegir para representar al colegio, al club o al país a
nuestros amigos (y no a quienes se lo merecen y lo harán mejor) generan un enorme daño en los demás
y a la misma institución. Sólo complacen a los interesados, son un pecado y atropello contra la justicia
distributiva.

b- La justicia conmutativa. Es la que regula los derechos y deberes de las personas privadas entre sí.
Tratando de darle al otro lo que le pertenece por derecho, dando y recibiendo lo igual por lo igual.
Tiene lugar sobre todo en contratos y compra ventas o intercambios. Aristóteles la llamaba la “justicia
aritmética”, a diferencia de la distributiva que es la “geométrica” o proporcional. Ej: Si hemos recibido
dinero prestado deberemos devolverlo. El dueño del dinero es el otro. Si hemos usado un auto ajeno
limpio y con el tanque lleno de combustible debemos devolverlo en las mismas condiciones. (Siempre
estará la obligación de restituir).
Si hemos alquilado una vivienda debemos devolverla en el mismo estado y no destruida.

52
Los medios para perfeccionar la justicia son: Evitar cualquier pequeña injusticia por insignificante
que parezca. No contraer deudas y liquidar cuanto antes las que hayamos contraído ya. Tratar
las cosas ajenas con mayor cuidado que si fueran propias.
Son innumerables los actos de injusticia cometidos en este ámbito. El poco cuidado que a veces ponemos
en el trato de lo que es ajeno (libros, autos, ropa, muebles, uso del teléfono). Además de mala educación
es un acto de injusticia maltratar lo ajeno, porque si destrozamos lo propio faltaremos a la virtud de
la pobreza, pero maltratando lo ajeno faltaremos a la justicia que es una virtud superior.
Esto tiene infinidad de aplicaciones diarias como: pagar el boleto del ómnibus aunque podamos no ha-
cerlo, devolver un vuelto mal dado a nuestro favor, tratar de tener a mano el valor del boleto para no
demorar al prójimo ni incomodar al conductor, tratar de buscar el legítimo dueño de un objeto perdido
y no quedárnoslo como si nada pasase. No siendo estrictamente necesario, es preferible no tener algo
que tenerlo basándose en deudas que tal vez no podremos pagar. Es una injusticia no pagar las deudas
contraídas con el pretexto de que no se puede, cuando en realidad se está malgastando en muchos
otros aspectos. Lo que especialmente clama al cielo es la defraudación o el retraso del justo salario a los
obreros o empleados cuando se gasta en otras cosas superfluas. Si no se les puede pagar no se deben
contratar, pero si lo hacemos, el pago a término debe considerarse como algo sagrado que es necesario
cumplir a toda costa. Primero se pagan los sueldos, después cambiamos el auto.
Debemos tener un especialísimo cuidado en no perjudicar jamás en lo más mínimo el buen
nombre o fama del prójimo. Mucho más que las cosas vale la buena fama entre los hombres. Por eso,
perjudicarla directa o indirectamente es una injusticia mayor que el robo de algo material. Habremos de
cuidarnos de los juicios temerarios que condenan al prójimo por apariencias infundadas. De las injurias que
con palabras o hechos mortifican, humillan y entristecen al prójimo gratuitamente. De la burla o irrisión
que lo deja en ridículo ante los demás, víctima de nuestras “gracias”. De la maldición, porque deseamos
con la palabra algún mal al prójimo. De la murmuración que parece el tema obligado de nuestras conversa-
ciones. De la difamación, que se complace en sacar a la luz los defectos ocultos de los demás, echando por
tierra su reputación y buena fama con el pretexto tan anticristiano de que “todos lo saben”.
Hay que tener en cuenta que en cuanto a la difamación y la calumnia no basta con arrepentirse y confesarse
sino que hay que restituir la fama robada, y eso muchas veces es imposible, de ahí la enorme injusticia. San
Felipe Neri confesaba semana tras semana a una señora que difamaba. Cierto día, ya cansado, le dijo que
fuese un día de viento a una colina y desplumara una gallina. Cuando la señora volvió una semana después
al confesionario y le dijo que ya lo había hecho, San Felipe le contestó: “Bueno, ahora vaya y junte todas
las plumas”... Lo que indica que hay daños morales irreparables.

53
La templanza

La templanza es una de las cuatro virtudes cardinales. “Una virtud sobrenatural que modera la incli-
nación a los placeres sensibles, especialmente del tacto y del gusto, conteniéndola dentro de los
límites de la razón iluminada por la fe”. 26
Dicho de otra manera, consiste en moderar los apetitos y el uso excesivo de los sentidos sujetándolos a
la razón.
Nos conduce a evitar toda clase de excesos ya sea en la comida, en la bebida, en el tabaco, en los medi-
camentos, en nuestras reacciones ante las contrariedades, en la sexualidad o aún en el descanso. Este
dominio de sí interior se reflejará en nuestra reacción ante los embates de la vida y en el uso y posesión
de las cosas con calma y serenidad. Nos lleva a prescindir de lo innecesario.

Por medio de la templanza yo me mantengo firme y sereno. Todo lo que está dentro de límites se
serena, transmite seguridad. Un jardín cercado es uno de los lugares más tranquilos y descansado en
el mundo. De igual modo, si el alma del hombre se conserva dentro de ciertos límites, adquiere seguridad
de saber qué es lo que puede y lo que no y cuál es el lugar que realmente le pertenece. La templanza nos
lleva a permanecer sin alterarnos ante las rigurosidades del clima, del frío, del calor, de la sed, hasta del
hambre. Si me despojan por ej: de la fama por una calumnia, haré lo que esté a mi alcance para defenderla,
pero mi reacción será racional y objetiva y no emocional ni descontrolada. Deberíamos poder comer
todos los días, pero si un día no pude almorzar porque tuve que terminar un trabajo o dedicarle un tiempo
extra a una persona que me necesitaba, no debiera alterarme por ello. En todos los órdenes, la templanza
nos lleva a la moderación, a la mesura, al dominio de sí y a la sobriedad.
“Templanza es señorío” decía San José María Escribá de Balaguer y a continuación: “No todo lo que
experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se
puede hacer se debe hacer”. Algunos no desean negar nada al estómago, a los ojos, a las manos; se
niegan a escuchar a quien aconseje vivir una vida limpia... La templanza no supone limitación sino gran-
deza, pues cría el alma sobria, modesta, comprensiva: le facilita un natural dominio que es siempre atrac-
tivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. Hay mucha más privación en la des-
templanza, en la que el hombre abdica de sí mismo”. 27
Abdicar de sí mismo es renunciar a ser hombre. Renunciar a ser aquello para lo cual fui hecho, pensado
y creado por Dios. La condición humana es la de ser inteligente (que puedo hacer un juicio correcto
mediante la inteligencia) y libre (que puedo elegir entre lo bueno y lo malo y por ello hacerme responsable
de lo que elijo). Mi propia naturaleza me exige actos acordes a los que no puedo renunciar. Soy creado
por Dios un ser racional no puedo “elegir” ser “irracional”.

El error primero siempre es intelectual. Si pensamos o juzgamos mal, actuaremos en consecuencia y


pondremos la voluntad en un camino equivocado. El intelecto entonces lo usaremos para justificar
nuestras acciones equivocadas. Debería ser al revés. La conciencia bien formada debe utilizar la
inteligencia para discernir lo verdadero y lo bueno y poner la voluntad en orden a conseguirlo.
De ahí que el juicio correcto sea el objetivo, el que está fuera de nosotros. Dios y Su ley nos dicen qué es
lo bueno para la persona. Nuestra inteligencia fue creada para discernirlo. Y nuestra voluntad para
llegar a poner los medios para lograrlo, aun en contra de nuestros sentidos que, a veces, nos pedirán lo
contrario. ¿Cómo se educa en la templanza para que el hombre tenga el señorío y el temple propio de
quien gobierna sus acciones? ¿Un hombre que sea dueño y señor de su comportamiento, que tenga do-
minio de sí? ¿Cómo se educa para que el hombre no abdique de sí mismo, es decir, que no renuncie
voluntariamente a comportarse como quien es, un hijo de Dios con un alma inmortal dentro de sí? Habrá

26
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 603.
27
“Educar la conciencia” Colección de “Hacer familia” educar en valores. José Luis Aberasturi y Martínez. Ediciones
Palabra. Pág.167.

54
que ir poniendo las bases desde la infancia para aprender a vivir sujetando nuestro accionar a la razón,
en detalles aparentemente pequeños pero que, si no se educan y se corrigen, permitirán desórdenes con
el correr de los años en todos los ámbitos.
Deberíamos ser enseñados, porque tenemos derecho a que se nos enseñe. Que se nos enseñe desde
pequeños a que no se puede comer ni todos los caramelos que tengamos a la vista (porque nos harán
mal) ni antes de almorzar (porque nos quitará el apetito) ni cuando mamá tenga el dinero solamente para
comprar los alimentos básicos y no los superfluos.
Aunque no parezca, si aprendemos a controlarnos y negarnos pequeños placeres, haciendo renuncia-
mientos desde niños, podremos adquirir el control de nosotros mismos al llegar a la edad adulta. Por eso
hay que enseñar desde la niñez a distinguir los caprichos, los antojos o los gustos, de las cosas verdade-
ramente necesarias. Se trata de educar a la persona desde pequeña mostrándole lo que es bueno para ella
y lo que realmente necesita y de todo aquello que pueda prescindir. De inculcar la serena aceptación
ante las contrariedades y diferenciarlas de las que podemos o debemos prescindir. Por ej: un par de za-
patillas que no necesitamos (aunque se usen a rabiar), el tiempo indefinido de la luz prendida en la habi-
tación al irnos a dormir, un reloj de marca, un tercer celular nuevo o un segundo equipo de música. El
controlarme ante estos apetitos desordenados (aparentemente pequeños), es lo que me llevará más tarde
a poder dominarme ante otros de mayores consecuencias (como puede ser una relación sexual prematri-
monial o, mucho más grave, una extra matrimonial). Para defender años más tarde valores importantes
como la virginidad, la castidad o la fidelidad, tendremos que haber aprendido mucho antes a negarnos
un caramelo o varios.

Esta costumbre (copiada de países como Estados Unidos e impuesta a rajatabla por la televisión) de
comer todo el día, a toda hora y en cualquier lugar (ya sea en la calle, por los pasillos del colegio, en el
cine, en el auto, o mientras atendemos en un despacho de cualquier institución), es una manifestación de
falta de dominio absoluto, de señorío, de saber esperar a hacer lo apropiado en el lugar que corresponde.
Comer para vivir es bueno y necesario. Compartir la comida como una oportunidad para dialogar
y comunicarse con los demás, para hablar de nuestra jornada, escuchar lo que ha pasado con la
ajena y colaborar con nuestros consejos y experiencias es una costumbre cristiana. Invitar a nues-
tros amigos a nuestra mesa es además un signo de hospitalidad. Ahora, vivir para comer y además comer
solo por la calle, por el pasillo de la universidad, en todo momento y cuando tengo “ganas”, no sólo es
un comportamiento vulgar y ordinario sino que es un atentado a la salud que no cumple con ninguno de
los objetivos de nuestra cultura cristiana enunciados anteriormente.
Tampoco se les debe dar a los niños y jóvenes de todo (aunque materialmente se pueda) porque educar
en la templanza y en el autodominio no es un problema de poder o no poder económicamente. Se
trata de negarse de lo superfluo, de dominarse, de acostumbrarse a vivir con lo esencial.
Lo que está en juego es la formación de la persona, que deberá manejarse a través de la vida como
quien es: un hijo de Dios consciente que las cosas y los placeres serán para él, si no los domina, como el
agua salada: cuanto más se toman, más sed producen. Erraremos el camino buscando en las cosas mate-
riales y en los placeres desordenados saciar esa sed de Dios que tiene nuestra alma inmortal. San Agustín,
siglo IV, entendió muy bien la clave de este problema con aquella célebre frase: “Señor, nos has hecho
para Ti, y nuestro corazón estará siempre inquieto hasta que descanse en Ti”...

Educar la voluntad constituye la educación de las educaciones. Es un camino que nos exige forta-
leza para ir venciendo cada una de las contrariedades con la que nos encontramos a través de la vida. Nos
quejamos de lo exigentes que son los niños y los jóvenes con el tema de las cosas de marca. Es verdad,
tanto a los chicos como a los adultos la revolución anticristiana nos bombardea con propagandas comer-
ciales para que el hábito de consumir nos gane desde la infancia. Pero los primeros que caemos muchas
veces en la trampa no son tanto los chicos como nosotros los padres y educadores. Lo mismo deberíamos
hacer en el tema de las comidas, de las chucherías, de los antojos, de los programas, de las diversiones,
del uso del teléfono (aunque podamos pagarlo) del tiempo (del cual habremos de rendir cuentas segundo
a segundo), de la pequeña mortificación y señal de respeto que significa el esperar que un adulto termine

55
de hablar sin interrumpirlo y del ejercicio de paciencia que necesitamos para esperar a que se sirva el
resto en la mesa para empezar a comer, etc.
Los hijos aprenden mucho observando a los padres y a los adultos que los rodean, ya que hemos dicho
que todos los adultos forman o deforman. Los niños observan si los adultos piensan antes de comprar
algo, si son capaces de privarse de las cosas por más que puedan comprarlas (como un tapado de más o
un auto último modelo). Si alguna vez ceden o no a sus caprichos personales. Si apagan las luces cuando
se retiran del cuarto, si cuando compran exigen coherencia entre calidad y precio o pagan por cualquier
cosa. Si beben y comen en exceso, si hablan horas interminables de estupideces por teléfono, si se pasan
el día tirados mirando videos sin hacer nada útil. Si son incapaces de esperar hasta el horario de las
comidas para comer o si picotean todo día. Si se compran todas las revistas de los quioscos, etc. Si cuidan
y aprovechan bien de lo que tienen, si lavan con cuidado la ropa para que no se estropee y dure, si
controlan los gastos y administran bien el dinero y la comida o gastan y dilapidan irresponsablemente. Si
por ejemplo: para no tener que cocinar habitualmente compran comida hecha, si además la compran en
exceso para después tirar la mitad (o porque se enfrió en el camino, o porque no saben aprovechar lo que
quedó poniéndolo en el freezer).

Este despilfarro se agrava ante la falta de conciencia de que tantos millones se mueren de hambre. En la
cultura cristiana el principio que transmitía el respeto reverencial a la comida era: “el pan es sagrado” y
por lo tanto “la comida no se tira”. De ahí que, a través de los siglos, la buena administración del
hogar y especialmente en los alimentos era motivo de orgullo. Si sobraba comida uno debía to-
marse el trabajo de que se aprovechara, de que lo aprovechara alguien. Pero no se tiraba, por conside-
ración a aquellos millones que no tienen qué comer. Era un reconocimiento que, si bien uno no podía
solucionar el hambre del mundo, tenía presente (en la mente y en el corazón) a esos millones y respetaba
a quienes no tenían qué comer. Y con lo que sobraba en el hogar o se guardaba, o se podía solucionar
las necesidades de algún “prójimo”. El desperdiciar la comida, el no valorarla, el no saber optimizar los
elementos que tenemos, no es cristiano. Clama al cielo.
Hay que sentir la experiencia de que se puede vivir bien con pocas cosas, para después moverse con
verdadera libertad, aun en la abundancia cuando la haya. La templanza nos permitirá manejar nosotros
desde adentro el timón de nuestras vidas y no ser manejados desde afuera.

56
La fortaleza

La fortaleza es la “virtud cardinal infundida con la gracia Santificante que enardece el apetito
irascible y la voluntad para que no desistan de conseguir el bien arduo o difícil ni siquiera por el
máximo peligro de la vida corporal”. 28
Es la “disposición para realizar el bien, a costa de cualquier sacrificio y venciendo todas las difi-
cultades”.
Dicho en otras palabras, la fortaleza “es una virtud sobrenatural que da fuerzas al alma para correr
tras el bien difícil, sin detenerse por el miedo ni siquiera por el temor de la muerte”.
Los actos de la fortaleza son dos: emprender cosas arduas y soportarlas. Emprender es acometer,
tomar el camino del bien para vencer, intentarlo, y tener la valentía para encararlo. Y soportar es tener a
su vez la fuerza y la paciencia para resistir, tolerar y sobrellevar todas las dificultades y los sufrimientos,
aunque sea la muerte.

La sociedad moderna está tan intoxicada moralmente y nos contraría tanto el sentido común que el obrar
diariamente según la virtud se ha vuelto una empresa heroica. Hoy hacen falta virtudes heroicas para
resistir a la propuesta general que nos impone la revolución anticristiana desde los medios de comunica-
ción, los colegios, las universidades y las expresiones culturales de todo tipo.
Para educar en la fortaleza a los jóvenes habrá que insistir en inculcarles desde la infancia infinidad de
actos pequeños. Habrá que escuchar llorar a la niña en vez de comprarle la décima muñeca que acaba de
salir (aunque sea más fácil para nosotros comprársela, pero mucho más formativo y provechoso para ella
quedarse sin ella). Habrá que negarse a cebarlo con caramelos para que se quede tranquilo y no grite,
habrá que dejarlo a la hora de dormir en su dormitorio con las luces apagadas y no con toda una batería
de luces para que no tenga miedo, habrá que enseñarles a comer lo que tienen delante y de todo y no
“elegir” sólo lo que les gusta, etc.
Estos pequeños renunciamientos, de los cuales la vida cotidiana está llena, ordenan toda la vida de un
niño y lo preparan para pruebas mayores que tal vez los esperen y habrá que poder superarlas viril-
mente. Ese era el sentido de la famosa frase que se decía antaño a los varones desde pequeños “los
hombres no lloran”… En realidad los hombres pueden y deben llorar legítimamente sus tristezas cuando
la causa lo valga. Tienen derecho a hacerlo. Lo que se trataba de transmitirles con estas palabras era un
mensaje de fortaleza. De darles ánimo para desarrollar esa capacidad de mantener el dominio de sí frente
a la adversidad, por su natural función de protector a la que el varón está llamado.

Como cabeza de familia a futuro, el varón deberá tener desarrollado el ejercicio de la fortaleza, para
permanecer fuerte y transmitir seguridad a su alrededor. Debe saber sacar de circulación las grandes
preocupaciones para resguardar la tranquilidad del ambiente familiar tan necesario para que los ni-
ños crezcan felices. Todos los niños deberían poder sentir esa maravillosa experiencia de la infancia que
es cuando uno siente que su padre es el hombre más poderoso de la tierra… Y para esto hay que ser
fuertes. La vida presenta muchos embates. Y quienes están llamados a estar al frente de (ya sea de una
familia, de una comunidad religiosa, de una institución o de un país) tendrán que estar preparados para
enfrentarlos. Y la fortaleza no se improvisa en la vida adulta, se debe ejercitar desde la niñez.

Pensemos en actos sencillos como:


- Ofrecer y llevar nuestras penas y sufrimientos diarios en silencio y hasta con una sonrisa (resistiendo la
tentación de hacernos las víctimas continuamente y ante todo el mundo).
- No quejarnos por todo, por el frío, el calor, la humedad, los ruidos, la temperatura del agua, porque la
ensalada tiene rabanitos y no nos gustan, por cada pequeña incomodidad.

28
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 588.

57
- Dominar el sueño, el cansancio, la rotura del auto, las inclemencias del tiempo (que contradicen nuestros
planes).
- Controlar nuestras ganas de reaccionar ante todos los comentarios vanos y superficiales que nos toca
soportar (producto muchas veces de las limitaciones del prójimo).
- Aceptar la llegada de una vida nueva (aún dentro del matrimonio bien constituido) en una sociedad que
la condena.

Para después pasar a otros ya no tan sencillos como:


- Saber guardar un secreto o confidencia sin sentir la necesidad imperiosa de levantar el teléfono y con-
társelo a todos. Muchas veces la vida nos presentará situaciones en las cuales deberemos guardar confi-
dencias que nos habrán hecho corazones desbordados (pero que confiaron en nosotros) que debiéramos
saber llevar hasta la tumba. Como: un tercer hijo que no es hijo de su aparente padre sino de un amante
de su madre, una homosexualidad que no es conocida públicamente, una violación que ha sufrido una
persona pero que quiere conservar como su secreto, etc. Ser capaces de romper una relación o noviazgo
cuando no conviene o sabemos que no funciona y saber mantenernos firmes, con dignidad, sin llamar
desbordados todos los días por teléfono o mandar docenas de mensajitos por el celular...
- Conservar y defender la virginidad como Dios nos manda aunque la propuesta general sea de mofa y
burla ante nuestros valores cristianos.
- Aceptar las contrariedades y lo que pueda ocurrirnos con fortaleza porque puede resultar una cruz muy
pesada a través de toda la vida como: tener una mujer que resultó ser una haragana y no se hace cargo
del hogar, que no sabe administrarlo y malgasta el sueldo de su marido. Una madre que descuida enor-
memente la educación de sus hijos y que obliga al padre a un doble esfuerzo (a hacer de padre y madre)
durante años. Un marido que no se hace cargo de la responsabilidad de sostener su hogar, que tira el
dinero en el juego o en sus gustos y caprichos desprotegiendo y rifando la seguridad de los suyos gene-
rando una enorme inestabilidad, etc. Un jefe con dinero pero indigno e incapaz que da órdenes capricho-
sas y humillantes pero que debemos soportar para llevar el sustento a nuestro hogar. Un superior de una
comunidad religiosa a quien cuesta respetar por su conducta indebida pero que el voto de obediencia nos
lo exige, etc.

Todas estas situaciones van surgiendo en las vidas de las personas. De ahí que debamos educar en el
esfuerzo, en los proyectos que deben defenderse y llevarse a cabo (no los que se abandonan en el camino)
y estimular a los jóvenes a proponerse metas pequeñas pero reales que, aunque les cueste, valdrán la pena.
Toda meta debe ser proporcionada para que sea atractiva (como levantarse cuando suene el despertador,
bañarse aunque el agua no esté lo caliente que quisiéramos, comer la comida aunque le falte sal) pero
saber que nada valioso se consigue sin una enorme cuota de esfuerzo y superación personal, y que co-
mienza desde el ejercicio de lo pequeño.
Por el contrario, “malcriar” es, como la palabra indica, criar mal. Es no limitar los deseos, es dar la
impresión a un ser, desde la infancia, de que todo le está permitido y a nada está obligado. La persona
que crece en este desorden ni se fortalece ni adquiere la experiencia de sus propios límites.
Presionando desde la adolescencia sólo sobre sus derechos y no tomando en cuenta sus obligaciones (y
mucho menos los derechos del prójimo) llega a creer que sólo él existe, y se acostumbra a no obedecer
ni someterse a los demás, a no considerar a nadie como superior, con más jerarquía y autoridad. Si criamos
mal, consintiendo en los caprichos, estaremos cercando a la persona en sí misma y construyendo futuros
monstruos de egoísmo.
“La supresión de las obligaciones y de las contradicciones exteriores entrega al hombre a la tiranía de lo
que hay de menos humano en él: sus apetitos inferiores, sus caprichos y, lo que es peor aún, su repug-
nancia al esfuerzo, que le sumen en un estado de indiferencia y de aburrimiento”. 29 Recordemos que la
felicidad es una puerta que se abre hacia fuera, hacia los demás.

29
“Educar para el trabajo”. Antonio J. Alcalá. Ediciones Palabra. Pág. 227.

58
Leamos con voluntad de comprender este profundísimo texto que nos describe hasta qué punto es ne-
cesaria la fortaleza para prepararse a poder permanecer de pie como personas ante los embates de la vida.
“...El cristiano necesita fortaleza. Jesús no lo disimula ni nos engaña y sentencia: ‘el que quiera ser mi
discípulo que tome su cruz y que me siga’. Jesús te invita a que le sigas por el camino del Calvario; y allá
en la cumbre, junto a la cruz suya, te enseñará la tuya también. Los mandamientos son cruz. El matrimo-
nio es cruz. La vida religiosa es cruz. El cumplimiento del deber, sea cual sea, es cruz. Toda la vida
cristiana vivida según Dios es cruz y es martirio.
“Y la perfección cristiana una cruz incomparablemente mayor. Para emprender el camino, para no des-
fallecer en él hasta la muerte, hace falta mucha fortaleza. Para escalar las cumbres de la santidad, la forta-
leza tiene que ser heroica. Si quieres vivir cristianamente tendrás que vencer grandes dificultades. Las
pasiones que se rebelan contra la ley de Dios. El demonio que dará asaltos furibundos. El respeto humano
que hay que pisotear muchas veces: las burlas de las personas mundanas, el temor de desagradar a los
amigos. La perfidia de los enemigos. Las molestias de los indiferentes. De cuando en cuando, una tor-
menta inesperada, que sacude el árbol, como si quisiera arrancarle de raíz.
“Tienes que ser fuerte como el cedro del Líbano. Para eso te da Jesucristo la virtud de la fortaleza. El
cedro es símbolo de la fortaleza por su resistencia a la acción demoledora del tiempo y a la violencia de
los huracanes. ¿Cuál es la causa de esa fortaleza? Resiste a la acción del tiempo porque su madera es
incorruptible. Por esta cualidad del cedro, las joyas y los objetos preciosos se guardan en cajas de cedro,
las estatuas se hacen con madera de cedro; el que quiera asegurar una existencia larga a un objeto lo
fabricará con madera de cedro. Por todos los vasos de esa madera corre un óleo precioso que preserva
de la caries y la polilla. Acaso es también fuerte el cedro porque sus hojas respiran el aire puro de las
montañas y sus raíces beben el agua pura de la nieve que le rodea.
“Se dice que la pureza es fuente de fortaleza. La Virgen fue la más fuerte porque fue la más pura. Exenta
de todo pecado. Por sus venas corría sangre pura sin ardores de concupiscencia. En el Monte Calvario,
durante la tormenta desencadenada por los pecados de los hombres, junto a la cruz de Jesús estaba su
Madre, Reina de las vírgenes, y un solo discípulo, Juan, el discípulo virgen también... Cuanto más puras
son las personas más fuertes son para soportar las penas del alma y los dolores del cuerpo... La fortaleza
del cedro para resistir los vendavales y las tormentas, proviene también de sus raíces. Las raíces del cedro
penetran profundamente en las entrañas de la tierra y se agarran como brazos de acero a la roca viva. Los
vientos las sacuden, pero no le arrancan. Esas raíces profundísimas absorben el jugo de la tierra y con él
alimentan y robustecen las vigorosas ramas para que ellas también resistan la furia de los vendavales.
“Ahí está el secreto de la fortaleza de la Virgen... las raíces profundas de su fe... ¡Qué pocos cedros hay
entre los hombres! Abundan más las cañas superficiales y quebradizas. La razón es porque no hay con-
vicciones arraigadas en las almas. Los motivos de orden natural que son estímulos para obrar bien, qué
fácilmente se resquebrajan: la dignidad humana, el buen nombre de la familia... Pero las raíces consistentes
son los motivos sobrenaturales. El temor del castigo divino. La esperanza de un premio eterno... El amor
agradecido a Jesucristo. Estas son las raíces profundas que sostienen al alma cuando la tormenta la sacude
y el sufrimiento la ahoga. Pero estas raíces tienen que alimentarse con la meditación honda y constante
de las verdades sobrenaturales.
“La vida se va haciendo cada vez más superficial. Se vive de impresiones, no se vive de convicciones; y
las impresiones son inestables. Cuanto más se fomenta la vida de los sentidos, menos abundan las almas
de vida interior. Hay pocas personas que mediten; por eso hay pocos cedros robustos y muchas cañas
que se quiebran con un viento ligero.” 30

El acto mayor visible de la virtud de la fortaleza es el martirio por nuestra fe, de los cuales la historia
de la Iglesia está plagada de ejemplos. Para citar solamente uno lo citaremos a Santo Tomás Moro, Can-
ciller de Inglaterra y gran amigo del rey Enrique VIII. “El rey quería conseguir legalmente del Papa Cle-
mente VII, débil y vacilante, la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón, bajo pretexto reli-
gioso. La causa verdadera era la pasión hacia Ana Bolena, ambiciosa, carnal, y sin escrúpulos. Para ello

30
“Luz” Meditaciones. Juan Rey. S. J Editorial Sal Terrae. Pág 1150.

59
Enrique mueve todos los peones: compra teólogos y canonistas, y consigue, con la ayuda de su secretario,
Tomás Cromwell, que se dobleguen a sus deseos los obispos y el clero de Inglaterra que firman un do-
cumento de sumisión. Ante tanta intriga y cobardía, Moro renuncia a su cargo, entregando el Gran Sello,
en 1532. El nuevo Arzobispo de Canterbury, Cranmer, declara por su cuenta nulo el matrimonio con
Catalina y se celebra en Westminster la boda con Ana Bolena, encinta ya. Moro no asiste. Ante tanta
cobardía se yergue la suave y viril energía de Moro, que sigue luchando en continua vigilia desde su
retiro de Chelsea.
“Clemente VII condena el segundo matrimonio del rey. Enrique VIII reacciona violentamente. Manda
que se predique contra el Papa y se declara cabeza de la Iglesia Anglicana. El clero, excepto Fisher, cede
por miedo. Moro sufre y vigila. Se proclama el Acta de Sucesión, por la que se confirma la independencia
respecto de Roma. Moro es atacado, como árbol caído. Acata la autoridad civil del rey, pero no quiere
ser infiel a su conciencia… Se niega con tenacidad y energía a firmar la parte religiosa del Acta de
Supremacía, a pesar de las amenazas. Ve a los obispos, excepto Fisher, y a los clérigos que van a firmarla.
“La actitud de Moro subleva a Enrique, pues se negaba la persona de más categoría del Reino. Al
no querer ceder, es enviado a la Torre de Londres. Era el año 1534... Los detalles y confidencias que su
hija Margarita captó y vivió en la Torre, los recogió luego fielmente su marido Roper en la vida que
escribió sobre Moro. La soledad, las enfermedades, las tentaciones, la oración y la penitencia maduraban
a aquel hombre, vigoroso en la fe e interiormente enardecido”. 31

Su hija Margarita (con quien se escribía) le pide “por piedad que ceda. Moro dice que no se lo permite su
conciencia, que bien quisiera complacer al rey, pero en este conflicto no puede ceder. : ‘No podría poner
en riesgo mi alma’.”32 Sabemos que Moro fue despojado absolutamente de todo, de sus propiedades,
familia, títulos y honores, aun de sus libros en la celda. Fue presionado en la cárcel aun por su mujer,
quien lo presionaba para que cediera en aquel famoso diálogo del que nos cuenta la historia:
- “Tomás, cede y firma reconociendo al rey como cabeza de la Iglesia– le instaba su esposa Alicia. A lo
que Santo Tomás le contestó:
- Mujer ¿qué negocio me presentas?... Unos pocos años de vida terrena a cambio de una eternidad de
gloria?...”
“¿Qué hacéis aquí, le dice Alicia, conviviendo con ratas y ratones? En Chelsea tenéis una hermosa casa,
biblioteca, libros, galería, jardín, huerta y vuestra familia”. Y el argumento más fuerte era: “Os negáis a
firmar lo que todos los obispos y personajes de este Reino han hecho”. Tomás le respondió: “¿No se
halla esta casa tan cerca del cielo como la mía?”.
A esta escena se suma la fortaleza demostrada por los monjes que también se negaron a firmar. La misma
amenaza dirigieron a dos cartujos que tampoco quisieron ceder: “Si no os declaráis partidarios de la
Reforma, haremos que os arrojen al Támesis“. Ellos respondieron: “A nosotros lo único que nos importa
es ir al cielo, y nos da igual llegar allí por tierra o por mar”. 33
“En 1535 fue juzgado y decapitado Fisher, recién nombrado Cardenal y obispo de Rochester que estaba
en la Torre también. Poco después es juzgado Moro. Se confiesa fiel súbdito del rey, pero no quiere
jurarle como Cabeza de la Iglesia. Es condenado a morir ahorcado, descabezado y descuartizado. Luego,
por “clemencia del rey” fue sólo decapitado. Firme ya la sentencia, el acusado se vuelve acusador y apro-
vecha la ocasión, ante el Parlamento, para justificar su conducta, apoyada con el consentimiento de la
Cristiandad, fuera de la Inglaterra oficial. A ellos en cambio les echa en cara de condenarlo con una ley
injusta que aprobaron por miedo. Encargó que dieran una moneda de oro al verdugo. Terminó diciendo
que moría “como buen súbdito del rey, “but God´s first”, pero antes está Dios”.34 Era el 6 de Julio
de 1535. Santo Tomás, patrono de los gobernantes, pagó con su sangre su fidelidad a la fe, pero no
hubiese podido resistir sin la virtud heroica de la fortaleza.

31
“Sin volver la vista atrás”. Justo López Melús. Editorial G.M.S. IBERICA, S.A. Pág. 49
32
“Sin volver la vista atrás”. Justo López Melús. Editorial G.M.S. IBERICA. S.A. Pág. 49
33
“Sin volver la vista atrás”. Justo López Melús. Editorial G.M.S. IBERICA. Pág.50
34
“Sin volver la vista atrás”. Justo López Melús. Editorial G.M.S. IBERICA. Pág. 51.

60
Su vida nos grita que la independencia y la soberanía de la conciencia son sagradas, y el eco resuena hasta
el siglo XXI. No hay que doblegarse jamás ante las intrusiones injustas de los tiranos. Hay valores que
están por encima de la propia vida. Pío XI lo declaró santo en 1935 en el cuarto centenario de su muerte,
y el obispo Fisher fue canonizado también. El gesto de Santo Tomás Moro, del Cardenal Fisher y de los
cartujos nos recuerdan los clásicos versos que pronuncia Pedro Crespo en “El alcalde de Zalamea”: “Al
rey la hacienda y la vida / se ha de dar, pero el honor / es patrimonio del alma / y el alma sólo
es de Dios”.

La fortaleza a su vez, para resistir los embates de la vida y arremeter en las buenas empresas y en su debida
proporción, para que sea virtud, debe estar regida por la razón e iluminada por la fe. Debe estar gobernada
por la virtud de la prudencia para no correr peligro de caer en la osadía, que desprecia lo que le indica
la prudencia y sale al encuentro del peligro sin reflexionar, de una manera desproporcionada como lo
sería: tratar de apagar nosotros solos un bosque o un edificio en llamas.

61
El orden

La virtud del orden “se comporta de acuerdo a unas normas lógicas, necesarias para el logro de
algún objetivo deseado y previsto, en la organización de las cosas, en la distribución del tiempo
y en la realización de las actividades, por iniciativa propia, sin que sea necesario recordárselo”.
35

Dicho en otras palabras, el orden es la recta disposición de las cosas y es la virtud que nos lleva a
poner cada cosa en su lugar, a distribuir correctamente el tiempo y nuestras actividades.
El orden es además, reducir la multiplicidad a la unidad. Si tengo una cantidad de libros dispersos
(multiplicidad) y los ordeno, tendré como fin y como resultado una biblioteca. Si hay muchos alumnos
jugando en el patio del recreo y toco la campana formando una fila de menor a mayor según la altura
(reduzco la multiplicidad a la unidad). Los alumnos podrán entrar en el aula como personas que son, sin
golpearse y con el debido espacio que cada uno necesita. De ahí deducimos que esta virtud es un principio
de orden natural que colabora al bien de todos. Toda buena organización tiene como principio y base
el orden.
Para poder actuar de un modo ordenado hará falta cierta estructura mental ordenada que se reflejará en
todos los aspectos de nuestras vidas.

En primer lugar el orden en las ideas y en los valores será imprescindible para poder sostener una línea
de conducta en la vida. Empecemos por ordenar la cabeza. Saber qué es lo que habremos de sostener y
defender a través de nuestras vidas exige claridad de principios. Para que nuestras decisiones sean las
correctas, tendremos que saber qué es lo más importante para elegir bien. Si no tenemos una prioridad,
nuestra cabeza será un caos y nos conduciremos como una hoja al viento. Primeramente debemos cono-
cer lo que enseña la religión católica para poder defenderla y cumplir con el mandato de Dios: “Me amarás
con tu mente”. Si somos católicos no podemos ser liberales, masones, racionalistas, relativistas, hedonis-
tas, agnósticos, socialistas o comunistas porque sus principios se contradicen con la doctrina de la Iglesia.
Lo malo en todas ellas es que se oponen al orden natural dado por Dios en la Creación. Únicamente la
doctrina católica se apoya sobre ese orden natural, demostrando que es la válida para todas las personas.
De ahí que, de una cabeza ordenada “católicamente”, saldrá una argumentación en la conversación or-
denada y clara, que nos iluminará en todos los temas. Esto demuestra la importancia de valorar el estudio
con el lícito afán de saber y conocer lo nuestro. Si no conocemos no amaremos el esplendor de lo nuestro
y nos dejaremos convencer por todas las teorías falsas que rondan por ahí.

El orden en la relación con las personas comienza con la familia. Según la importancia y jerarquía
que tiene cada uno, será el lugar debido que habrá que darle dentro de la misma. El padre y la madre
serán los primeros responsables de la educación de los hijos. Y es para eso que Dios les ha dado la
autoridad para poder mandar sobre ellos y a los hijos la obligación moral de obedecerles. Los padres
tendremos que rendir cuentas ante Dios de la educación transmitida a los hijos y de nuestros actos. De
ahí que no debamos pretender jugar el papel de “amigos y cómplices” de los hijos con la misma inma-
durez. Los niños tienen el derecho de saber y de ser enseñados y esta obligación corresponde primero a
los padres y después a todos los adultos que los rodean, porque todos los adultos forman o deforman. El
deber de los padres es “educar”, “dirigir” por el buen camino a los hijos, explicar con razones claras y
objetivas, dar argumentos de peso para las obligaciones, señalarles la diferencia entre viajar por la ruta y
andar por la banquina, enseñarles a mirar las consecuencias de sus actos con luces largas y no con luces
bajas. No “ganárselos” ni “comprárselos”.

El orden en el ámbito del trabajo significa que el empleado del banco no puede atender desde el
despacho del gerente. El gerente no puede estar barriendo la vereda del banco porque no le corresponde

35
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág. 123

62
y tendrá otras responsabilidades. El patrón de la empresa o el general de división no pueden salir de
“farra” con los empleados o los soldados porque estas actitudes desordenadas erosionan y desmerecen
la imagen de la autoridad.
La autoridad bien ejercida siempre implica pagar el precio de una cuota de soledad, porque habremos
de asumir la responsabilidad de muchas decisiones y dar el ejemplo a otros. Muchas veces se deseará tal
vez compartir y disfrutar con ellos distintos acontecimientos, pero en virtud de no olvidarnos del lugar
que ocupamos tendremos que negárnoslo. Deberemos privarnos de algo que puede ser lícito, pero que
no corresponde según el cargo que ocupemos o la jerarquía que tengamos y deberemos hacerlo para
cumplir mejor con nuestra responsabilidad.
Si somos los padres no podremos salir a bailar con los amigos de los hijos o si somos los jefes de la
oficina no podremos estar contando nuestros problemas familiares más íntimos a los empleados. Cada
uno no sólo debe ocupar el lugar que le corresponde sino comportarse como corresponde a su cargo, a
su posición o a su deber de estado. El solo hecho de erosionar las jerarquías, confundir los roles o contar
nuestras intimidades a todos, exponiendo muchas veces la de otros, ya es un grave desorden.

El orden de la sociedad es la función propia del Estado, quien debe velar para que se respete el orden
natural establecido por Dios a todos los ciudadanos. Desde el derecho a nacer, a poder formar una familia
y mantenerla dignamente, a tener un trabajo y sueldo digno que nos permita vivir, a tener la seguridad
jurídica y poder transitar tranquilamente por las calles sin temor a que nos roben o nos maten, etc. Es
función propia del Estado el asegurar el orden y el impedir la anarquía dentro de la sociedad, que es
cuando se transmite que falta gobierno y reina el caos y la confusión dentro de la sociedad. La razón de
ser del Estado es la de ser el activo promotor del Bien común, que es el bien de todos, y no de
algunos.
Una sociedad ordenada, a su vez, se notará por los valores que reconocerá. La ciencia, el estudio, el
conocimiento, la maternidad, debieran ser valores a defender de primer orden. Grecia y Roma entronaban
dentro de la sociedad, dándoles un lugar destacado, a las madres de familia. Podríamos hasta decir que el
pulso de una sociedad puede medirse según el valor que ella le dé a la maternidad. En una sociedad
ordenada, una vocación científica debiera tener más facilidades y reconocimientos que un deportista, ya
que el conocimiento es superior a la habilidad física, por más que ésta sea buena. Un profesor experi-
mentado y sabio debiera tener privilegios acorde a sus conocimientos y una paga superior a una modelo
de publicidad que promociona un champú. Pero hoy constatamos que es totalmente al revés, lo cual
indica el desorden de la nuestra.

El orden en las cosas materiales tiene varias finalidades: guardar bien las cosas para que no se estropeen
y se conserven bien. Por respeto a quien nos las dio y por gratitud de tener lo que otros no tienen. Para
poder encontrarlas cuando las necesitamos y (como siempre nos está mandado) por pensar en el otro,
para que también las encuentre en buen estado cuando las necesite. El maltrato hacia las cosas implica
desprecio hacia el trabajo ajeno. Si trabajo en un taller, es importante que guarde bien las herramientas
porque si no se estropearán, se perderán y tampoco las encontraré cuando las busque porque las necesite.
No las encontraré yo pero, lo que es peor, tampoco mi compañero de trabajo. Si me prestan un libro
o un buzo, la actitud ordenada y justa es devolverlo en el mismo estado en que me lo prestaron, o mejor
si es posible (lavado y planchado).
Para ser ordenados no sólo hace falta poner las cosas en su lugar sino que hay que utilizar bien las cosas.
Si un adolescente guarda la campera húmeda en el ropero no puede decir que sea ordenado, porque
aunque la cuelgue en el armario, la campera se estropeará. Si abre una lata rompiendo la hoja del cuchillo,
por más que tire la lata prolijamente a la basura no actuará ordenadamente, porque habrá estropeado la
hoja del cuchillo. Si no superviso con cuidado los alimentos de mi heladera algunos se echarán a perder
y habrá que tirarlos (lo cual es un desorden) generando un desperdicio que es anticristiano porque hay
muchas personas que nada tienen para comer.

63
Como todos los hábitos, será mejor empezar en la niñez, o cuanto antes, ya que un niño de 3 años tiene
capacidad para comprender que cada cosa debe tener su lugar. Desde la infancia el orden se inculcará con
los horarios, las comidas, los hábitos de higiene, las diversiones medidas y sus propias cosas personales.

La batalla del orden habría que ganarla antes de la adolescencia con infinidad de hábitos como
apagar las luces si dejamos el cuarto, cerrar con cuidado los cajones, tapar el dentífrico para que no se
seque y el que viene lo pueda usar. Utilizar agenda para distribuir mejor nuestro tiempo, planificar el
tiempo libre. Incorporar hábitos básicos de higiene personal (como lavarse la cara y los dientes al levan-
tarse y no después que se ha circulado por toda la casa). Tener puntualidad en los horarios. Fijarse que lo
que se tira no sirva para nada ni para nadie. Dejar la ropa doblada para que no se arrugue y se estropee
de tanto lavado y planchado, etc. El orden está muy emparentado con otras virtudes y especialmente con
el respeto al prójimo, la justicia, con lo que es debido al otro, con la austeridad y la gratitud.
Dejar bien apoyada la bicicleta en su lugar para que no se caiga y se estropee o cuidar los útiles del colegio
implicará, además de orden, respeto por quien trabajó para comprárnosla. No dejar la ropa hecha un
bollo en el piso implicará, además de orden, respeto por quien acaba de limpiar nuestro cuarto y por
quien se supone que tendrá que agacharse a levantarla del suelo. Doblar bien el diario después de haberlo
leído o dejar el baño como nos gustaría encontrarlo implicará no sólo orden, sino respeto por quien
vendrá después que nosotros.
Escribir claro y bien (para que no sea un verdadero sacrificio para los demás entender nuestra letra) es
no sólo un principio de orden, sino de justicia hacia quien lee. Comprar lo que nos hace falta, pensán-
dolo y con criterio (ya sea en la ropa, los alimentos, o la música) es no sólo orden sino austeridad, respeto
y gratitud hacia quien nos proporciona los medios para hacerlo.

El orden en la administración y el uso del dinero y en la administración de los bienes propios y


ajenos toca muy de cerca el mundo de la justicia. Irme a veranear si no he pagado mis cuentas al
verdulero o poner el cable en vez de pagar la cuota del colegio es un gran acto de injusticia hacia ambos
porque les estoy robando el dinero que de hecho les pertenece. Si cambio la moto antes de pagarle a mi
amigo el dinero que le debo es un acto de injusticia porque estoy utilizando (en algo superfluo) un dinero
que ya no me pertenece. Así como la transparencia en el manejo del dinero ajeno, no sólo me quita
responsabilidad ante el prójimo, sino que es un derecho que tiene el prójimo de saber cómo se maneja su
dinero (aunque sea un simple vuelto de una entrada al cine).
Administrar bien nuestros gastos (independientemente de que sean grandes o chicos según nuestro es-
tado) siempre implicará no sólo el respeto debido a quien ha trabajado por nosotros, sino a quienes
carecen hasta de lo elemental para vivir. El orden en la administración de los alimentos es fundamental,
porque la comida es un don de Dios que debemos agradecer, y hay quienes, por carecer de ella se mueren
de hambre.
En todos los órdenes el desperdicio es anticristiano. Debemos usar de las cosas en actitud de gratitud
por poder tenerlas y conscientes de que la gran mayoría de las personas carece hasta de lo necesario para
subsistir no sólo en comida sino medicamentos, electricidad, calefacción, etc. En toda administración
pública o privada la transparencia en el manejo de los fondos no sólo nos está moralmente exigida porque
nos quita responsabilidad, sino que es un acto de justicia hacia los demás, ya que el dinero a administrar
es producto del trabajo, el esfuerzo y las privaciones de muchos. No es verdad que los fondos públicos
no son de nadie en especial. Los fondos públicos son producto de las privaciones de millones con nombre
y apellido y deberían ser administrados con esa conciencia.

El orden en el uso del tiempo merece una consideración. Dios nos ha dado un tiempo limitado de vida
en esta tierra y, aunque no sepamos cuando será el día y la hora, sabemos que no somos inmortales. El
tiempo que nos fue dado debe ser utilizado como un tesoro a administrar para salvarnos y debiera ser
utilizado según la parábola de los talentos. Algún día deberemos rendir cuenta de cómo lo hemos inver-
tido. Levantarnos todos los días a cualquier hora, pasarnos horas delante del televisor, hablar pavadas de
manera desmedida por teléfono, mandar y recibir innumerables mensajitos en el celular (que quitan el

64
sabor del encuentro y la expectativa de contarse las cosas personalmente, invadiendo continuamente la
intimidad ajena para informar al otro no solo que “estamos comiendo en lo de la abuela” sino que vol-
vemos a mandar otro a los cinco minutos para decirle que “estamos comiendo pollo”…) Elegir durante
días un par de zapatillas, quedarse gastando tontamente el tiempo al salir del colegio sin tener el día
planificado para nada, pasar horas interminables delante del espejo mirándonos las cejas, navegando por
internet o chateando, no son actitudes de provecho que nos harán sentir bien el día que nos presentemos
ante Dios para rendir cuentas sobre nuestras vidas. Este desorden del tiempo tampoco nos hará sentir
bien al final del día. Esa insatisfacción que nos irrita, que nos deja disconformes con nosotros mismos y
los demás, tiene mucho que ver con constatar al final del día que no hemos hecho nada de provecho
en la jornada, ni para nosotros mismos, ni para el prójimo.

Todos tendemos a tener algunas áreas ordenadas y otras en las cuales aflojamos. Podemos ser muy orde-
nados en los gastos y no en los horarios, o muy ordenados en las ideas y no en los horarios ni en los
placares. Pero el orden nos ayudará a tener más tiempo libre y, si lo tenemos, a utilizarlo mejor. Nos dará
tranquilidad, nos evitará disgustos y contratiempos y le sacaremos mayor fruto a nuestros días. Si dejamos
nuestro auto a la sombra se estropeará menos, si no lo conducimos a máxima velocidad el motor nos
rendirá más tiempo. Los horarios, el uso correcto del tiempo, los presupuestos familiares, las diversiones,
la convivencia con los demás, el cuidado de las cosas materiales (que a alguien habrá costado comprar)
en todas las facetas de la vida, necesitamos poner cada cosa en su lugar.
Fruto del orden en las prioridades respecto al manejo del tiempo, en el ser parejo en los afectos, en el
trato cálido, en la capacidad de escucharnos, en el no interrumpir continuamente las conversaciones,
debiera convertirse la convivencia familiar en más pacífica y agradable. Lo importante es generar y fruc-
tificar en un ambiente donde se vuelva a cultivar el trato personal y nos interese lo que le pasa al prójimo
(empezando por los de nuestra familia). Un oasis de armonía y buen gusto, que convoque a estar en él,
ya que naturalmente el orden, la agradable convivencia y la calidez atraen y el desorden expulsa y genera
rechazo. Nunca será tarde para empezar a ordenarnos si contamos con la voluntad de hacerlo. El orden
se encuentra prácticamente en la base de todos los valores cristianos a quienes sirve de apoyo, ya que el
mismo pecado es un desorden que alteró el plan original de Dios.

Pensemos simplemente que a Dios le gusta el orden. Basta con mirar la Creación para entender que es
así. La armonía de la naturaleza entera, el cuerpo humano y su maravilloso funcionamiento, el instinto
dado a los animales para que se condujeran ordenadamente y los 10 Mandamientos dados al hombre para
su bien nos hablan de una composición total de orden. La naturaleza entera desde el microcosmos al
macrocosmos es un canto al orden del creador.
Los vicios contrarios al orden por lo tanto, son: el desorden por un lado (que si es muy acentuado
dentro de la sociedad puede degenerar hasta en la anarquía) y el exceso de orden o la manía del orden
por el otro (que parecerá virtud pero no lo es, y que siempre tendrá como origen desviaciones psicológicas
o espirituales).
El exceso de orden, lo sabemos, será convertir a nuestras casas en museos de exposición. Ya no serán
hogares en donde nos dará placer vivir sino fríos muestrarios de decoración para los demás o para nuestra
propia desordenada satisfacción estética. Así no se podrá vivir ni disfrutar porque habrá que cuidar las
cosas desordenadamente. Esto ya no será virtud sino lo contrario, es un desorden, porque los valores
estarán invertidos. Las cosas son para el hombre y no el hombre para las cosas.

65
La obediencia

La obediencia es una virtud moral “que hace pronta la voluntad para ejecutar los preceptos del
superior” 36
Dicho en otras palabras: obedecer es cumplir en primera instancia la voluntad del superior, pero
en la concepción cristiana la autoridad viene de Dios. Quien manda es responsable ante Dios
de lo mandado. Representa la voluntad de Dios que tiene derechos de autor por ser Quien nos
hizo y por quién existimos.
De ahí que al analizar la virtud de la obediencia lo primero que debemos hacer sea restaurar el principio
de autoridad. La autoridad es el poder que tiene una persona sobre la otra que le está subordinada, como
el padre sobre los hijos, el maestro sobre los alumnos, el director del colegio sobre los profesores, el
policía que es responsable de mantener el orden sobre los ciudadanos, el general sobre sus soldados, el
superior de una comunidad religiosa sobre sus hermanos, el obispo sobre el clero de su diócesis, etc. Hay
una razón de orden natural y otra de orden sobrenatural que exigen que uno mande y otro obe-
dezca. Es de sentido común, por un principio de orden. La milenaria experiencia de la historia humana
nos demuestra que siempre existió algún tipo de autoridad en la sociedad. Es un principio de orden
natural. La voluntad de Dios se encarna en todo el orden social que El ha dispuesto al crear y se manifiesta
en el orden natural. En otras palabras, la naturaleza social del hombre exige necesariamente que en la
sociedad haya autoridad para decidir las normas de convivencia que faciliten la libertad de todos y cada
uno y garanticen dicho cumplimiento; y para que la libertad sea posible. Es evidente que todos los ciuda-
danos tienen derecho a cruzar la calle libremente o de circular en auto, pero alguien tiene que regular
ese derecho para que se haga ordenadamente y todos puedan ejercerlo.

La razón sobrenatural es porque Dios quiso que, para nuestro bien y para dominar nuestras ansias
de autonomía y rebeldía heredadas de Adán y Eva, nos acostumbráramos a tener siempre una vo-
luntad ajena por encima de la nuestra, obligándonos a obedecer desde pequeños. Esto nos ejercitaría a
mortificar nuestra voluntad propia para poder obedecerle más tarde, y de por vida, a Él. Para tratar de
ser como Dios me pensó, como una obra terminada y en plenitud, Dios dispuso que nos hiciera falta
mortificar nuestra voluntad propia y obedecer desde pequeños.
La rebeldía tiene antecedentes. Se remonta al Paraíso. En nada somos originales. Ya hubo otros, anterio-
res a nosotros que se llamaron Adán y Eva que la encarnaron. Esta cadena de autoridad que exige obe-
diencia en todos los ámbitos debe necesariamente llegar hasta Dios, fuente de toda autoridad, quien
juzgará las acciones de los hombres sobre otros hombres con infinita justicia. Dios ha dispuesto las cosas
de manera tal que toda autoridad humana deberá responder ante Él, el día del Juicio, de su ejercicio. Si
se rompe esta cadena de autoridad y responsabilidad de responder ante Dios sobre nuestras
acciones, la obediencia pierde sentido.
En realidad es a Dios a quien obedecemos en nuestros superiores, ya que todo poder viene de Él. Dios
es la fuente y el origen de toda autoridad. Jesús se lo dijo a Pilatos: “No tendrías sobre Mí ningún poder,
si no te hubiera sido dado desde lo alto; por eso quien me entregó a ti, tiene mayor pecado” (S. Juan XIX,
11) De ahí que, en la cadena de mando, los sumos sacerdotes tuvieran mayor pecado ante Dios que
Pilatos. Desde ahí que el ejercer el poder y la autoridad negando este concepto y el fundar la autoridad
sólo en mandar arbitrariamente deriva en autoritarismo, que es pretender la sumisión total y absoluta
de los otros sin responder nosotros ante Dios.

Erróneamente se asocia el mando como algo “apetecible”, que todos ambicionamos, el hecho de poder
mandar sobre otros cuando, al contrario, ejercer esta responsabilidad en todos los ámbitos es una pesada
carga de la cual habremos de rendir cuentas el día del Juicio. De ahí que el ejercicio del mando tenga que
asociarse con una “Carga” a cumplir en esta vida y a responder de su ejercicio en la otra, en la vida

36
“Teología de la perfección cristiana”. A. Royo Marín. Pág.578 Ed BAC

66
eterna. Ya dijimos que lo que existen en primer lugar son obligaciones, responsabilidades y deberes (el
tener que hacer lo que debo y no lo que quiero). Es para cumplir con mis obligaciones que surgen mis
derechos. Mis derechos son como el espacio necesario para que yo pueda cumplir con mis deberes que
están en primer lugar.
Dios le da en principio a la familia, la célula básica de la sociedad, una misión, un deber, una meta a
alcanzar: traer hijos a la vida y conducirlos lo más cerca posible a lo que El espera de ellos en esta vida
para alcanzar su salvación eterna.
Primero existen por lo tanto para los padres los deberes, las obligaciones, las responsabilidades de la
misión que les ha sido encargada. Pero para cumplir con esta misión Dios les da a los padres la autoridad
de mando sobre sus hijos. Todo aprendizaje sujeta al que no sabe respecto del que sabe. En todos los
órdenes. Si los hijos no son enseñados no podrán conocer a Dios ni Sus leyes. De ahí la obligación de
los padres de educar y la de los hijos de aprender obedeciendo como Nuestro Señor, Quien, aún siendo
Dios, obedecía a sus padres y les “estaba sujeto”. Después constataremos que en todos los ámbitos no
se aprende si primero no se aprende a obedecer.
Puede ocurrir que los padres tengan que establecer límites en un determinado momento y no por ello
será autoritario, sino que estarán haciendo lo que deben. Quienes comparten el mando, en este caso los
padres, a su vez, no deben desautorizarse entre sí frente a los hijos que están llamados a obedecer. En
primer lugar, por respeto a la misión encomendada y compartida, y en segundo lugar por el respeto que
se deben entre sí. Además porque el medio adecuado para educar a un hijo implica “mostrar un frente
cerrado”, un acuerdo profundo entre los padres, y no contradicciones y fisuras, que debilitan la orden
dada por cualquiera de los dos.

En el caso del 4to mandamiento que manda “Honrar padre y madre”, no condiciona a que éstos sean
buenos o los mejores. Aunque sean muy imperfectos, se falta al cuarto mandamiento si no lo hacemos.
Si los padres no cumplen con sus hijos, si los abandonan, si no los cuidan, si se emborrachan o tienen
vicios, esos serán pecados de ellos de los cuales tendrán que responder ante Dios el día del Juicio. En ese
caso se degradan a sí mismos y pierden autoridad ante sus hijos, pero no nos liberan a nosotros los hijos
de obedecerles y de cumplir con lo mandado en el 4to mandamiento. Para estos casos difíciles y dolorosos
hay que acudir al consejo de los buenos sacerdotes y de las personas sabias y experimentadas quienes nos
orientarán en cómo manejar las distintas situaciones.
La obediencia obliga a los hijos para con sus padres, a las mujeres para con sus maridos, a los alumnos
para con sus maestros y profesores, a los empleados para con sus jefes, a los soldados para con sus
superiores, a los ciudadanos para con sus gobernantes, a los sacerdotes para con los obispos, y a los
obispos para con el Papa. Y al Papa para con Dios (a Quien representa) porque ni aún el Papa puede
hacer lo que tiene ganas. Mejor dicho, el Papa menos que nadie, ya que representa a Dios sobre
la tierra y tiene una misión sobrenatural bien pesada de cumplir.

Lo ideal es llegar a obedecer por amor. Obedecer a los padres y superiores porque los amamos, les que-
remos hacer el gusto y confiamos en que saben más que nosotros. Esa sería la razón por la cual un
niño cruza una enorme avenida tranquilamente y sin mirar porque va fuertemente agarrado de la mano
de su padre, o comerá lo que su madre le sirva sin temer que le haga mal. Porque confía que quienes
están a su cuidado y lo aman saben protegerlo. Cuando una madre le dice a su hijo que deje el cuchillo
no está “atentando contra su libertad” sino que lo está defendiendo del peligro que él (como niño) no
ve, pero ella (que sabe más) conoce. Así constatamos que, el que no sabe está sujeto al que sabe, al menos
hasta que aprenda.
También puede pasar que el que ocupa el lugar de mando lo ejerza de manera inadecuada, errónea y/o
abusiva, ya sea en el hogar, en el trabajo, en un colegio, organismo del Estado o institución. Por ejemplo
en un hogar en donde ambos padres trabajan afuera debiera compartirse el trabajo de adentro. Si el varón
no hace más que dar órdenes y pretender solamente que obedezcan sus órdenes y sólo ser servido desde
que llega, no estará ejerciendo la autoridad de una manera noble sino que estará abusando de ella. Si en
la oficina el jefe es autoritario, injusto, llega siempre tarde y no hace prácticamente nada porque se escuda

67
en su cargo, tampoco estará ejerciendo su autoridad debidamente, porque el ejercicio de la autoridad
debería ser ejemplar. El que no da ejemplo se desautoriza solo.
Pero a un nivel de vida cotidiana, este cumplimiento de las órdenes dadas por quien tiene legítima auto-
ridad para darlas, genera paz individual, familiar y social porque es descanso saber que uno está cum-
pliendo, en el fondo, con la voluntad de Dios. Es un descanso saber que la responsabilidad es
“del otro”. Es un principio del orden, el superior mandando y el súbdito obedeciendo. El resultado es
paz y libertad, porque nada esclaviza tanto a la persona como el apego a la propia voluntad. Modelo
de obediencia fue, entre otros, una Santa Teresita, quien, cuando sentía la campana, dejaba la palabra aún
a medio escribir y acudía a donde debía.
La obediencia será correcta siempre y cuando estas órdenes no traspasen el campo que les corresponde
en donde será legítimo ante Dios desobedecer. La obediencia ciega no es católica, uno no está exento de
responsabilidad si obedece a los hombres antes que a Dios. A los padres que obligan a sus hijos a estudiar
una carrera que va en contra de su natural vocación, que les impiden seguir su vocación religiosa. A los
directores de un hospital que coaccionan a los médicos y enfermeras a practicar un aborto o una eutanasia
es lícito desobedecerles porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Sirva como uno de los ejemplos más gloriosos en nombre de la libertad y la soberanía de la recta
conciencia contra las leyes civiles injustas el de Santo Tomás Moro, Canciller de Inglaterra. Fue de-
capitado en 1535 por Enrique VIII al no querer firmar el Acta de Supremacía que reconocía al rey como
cabeza de la Iglesia, lo que ponía en juego su alma. Sus últimas palabras fueron: “Muero como buen
súbdito del rey, pero antes, de Dios”.

La familia es, a su vez, una institución natural con un orden jerárquico funcional que exige una cabeza.
La función exige una cabeza. Porque el matrimonio hace de la unión entre el varón y la mujer una nueva
realidad, “una sola carne”. Y en el orden natural todo cuerpo lleva una cabeza y no dos. Por eso decimos
que es “funcional”, para funcionar como uno solo. Lo vemos en la Sagrada Familia. San José no era ni el
más importante ni el más santo, pero su jerarquía de cabeza de familia fue siempre respetada y el ángel
se dirige a él, y no a la Santísima Virgen para decirle que debía huir a Egipto. La obediencia de la
Santísima Virgen a San José, a su vez, restablece la nobleza de la condición de la mujer.
La revolución anticristiana, en esta fase final, para destruir a la familia ha puesto su objetivo subversivo
en la mujer, quien estaba, desde el Génesis, subordinada al varón, creada por Dios como su “ayuda y
compañera”, guardiana de la vida física y espiritual.
Al varón, a su vez, Dios le había mandado custodiarla, cuidarla, protegerla y sostenerla, para que ésta, a
su vez, defendiera la vida. El cristianismo liberó a la mujer de la esclavitud a la que estaba sometida desde
el principio de los tiempos. Desde el fondo de la historia la condición de la mujer era la esclavitud. Se la
trataba como una cosa. Tenía muy poco espacio. Estaba para el placer del hombre y limitada al ámbito
del hogar, como sucede hoy en día en gran parte del mundo o en todo el mundo islámico en donde el
cristianismo no ha llegado y no ha modificado las costumbres. En el mundo griego y romano, si bien se
les daban consideraciones de respeto en el orden social, no se le confiaba la educación de los hijos. Para
el cristianismo, la mujer es capaz de ser la madre de Dios, es el signo de la fidelidad al Verbo Encarnado,
al seguimiento de Cristo Hombre a Quien no dejaron nunca solo ni en la Pasión. Es a las mujeres a
quienes el Señor Resucitado las distingue con las primeras apariciones antes que a sus Apóstoles.
Y en la cristiandad no sólo va ser venerada la Virgen Santísima sino que la mujer será honrada con ho-
nores por el sólo hecho de serlo. Ella es reconocida como la mediadora natural, la que tiene la misión de
hacer la Verdad dulce tierna y accesible, entendible. La que hace las costumbres, la que civiliza. La pre-
sencia de la mujer femenina en la sociedad siempre fue un límite para la rusticidad del varón, que no está
mal que sea rústico “entre varones”.
Existen cantidad de documentos que prueban la vastedad de la cultura de la mujer durante los siglos V al
XII. Es inmensa la cantidad de cartas y documentos manuscritos por la mujer culta. La mujer aldeana era
propietaria de sus bienes, capaz ante la ley para administrarlos. Es en los siglos XVIII y XIX del libera-
lismo y romanticismo donde se excluye a la mujer de la vida pública y se limita su espacio sólo al hogar
y a la casa. El mundo liberal y burgués no quiere la presencia del “corazón de la sociedad”, que es la

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mujer, mediadora natural y defensora de todo lo que es pequeño y reclama atención. Su presencia es un
reproche en conciencia ante sus abusos.

La mujer es la portadora de la vida, es la que es capaz de engendrar las generaciones futuras. Por la
educación engarza una generación con otra porque enseña a venerar “las canas” de los abuelos. Ella es
la que une, la que liga, es la portadora del símbolo religioso, “re-ligio” (reunir la creatura con el Crea-
dor a través de la educación) la que transmite la religión en la familia porque no sólo concibe un hijo sino
que está llamada a transmitirle el sentido profundo de su vida, su razón de ser. Y para eso tiene que
tener las respuestas. Es la que trasmite el sentido del amor a la tierra. La mujer es la que “arraiga” al
varón, el que la hace “echar raíces” para establecer el “hogar” donde criar a los hijos que ella le da, si
no naturalmente el varón tiende a dar vueltas de un lugar a otro.
Aquellas a las que Dios no les da hijos biológicos están igualmente llamadas a proyectar su “ser madres”
en la educación y maternidad espiritual (maestras, profesoras, enfermeras y todo el voluntariado de orga-
nizaciones que se cuentan por miles de mujeres que se dedican a auxiliar los grupos sociales necesitados
y marginados). Porque ella tiene un natural sentido de justicia y no le es indiferente la necesidad del otro.
El diablo, que odia la vida, sabía donde apuntaba, y ha logrado que el común de las mujeres no quiera
tener hijos ni sientan que tener un hijo o desarrollar su maternidad espiritual sea lo más grande que puedan
hacer en la vida. Porque ser una brillante médica, abogada, o científica no nos realiza como mujer, o no
le agrega nada a nuestro “ser mujer”.
Nuestro mundo es seco y violento por la ausencia de la maternidad espiritual, por la ausencia de la mujer
en el orden social ocupándose del otro. Hoy la mujer (que no es femenina) está “en todos lados” pero
ocupada de sí misma, realizándose “a lo varón”, porque es lo que la revolución nos impuso.
Hoy, al inicio del siglo XXI, en lugar de restaurar las heridas cometidas por errores pasados, la revolución
impuso venderle a la mujer la idea de que (por los abusos reales del poder masculino) debía rebelarse
contra el varón, dando un portazo al hogar. Ser autónoma, independiente, autosuficiente, manejando
libremente su propio cuerpo a través de la liberación sexual e incluso tener el manejo de la reproducción.
Venderle que la maternidad era lo peor que le podía pasar. Como siglos atrás en el Paraíso, Satán le
susurró al oído que hasta podría elegir si quisiese un varón para engendrar un hijo. Si no, lo haría com-
prando el semen y llevándolo a una fría y esterilizada probeta de laboratorio. Cabe preguntarse: ¿Por qué
la revolución le vende todo esto a la mujer y la mujer se lo “compra”?
Porque la revolución primero logró que todo lo que es propio de la naturaleza femenina: la vir-
ginidad (como símbolo de la pureza), la maternidad (como la que es capaz de engendrar la vida y
alimentarla luego), la esposa (como símbolo de la entrega incondicional y de la fidelidad), la educación
de los hijos ( y por ende la de los usos y las costumbres de la sociedad, es decir la maternidad espiritual),
la presencia en el hogar (que era el mejor lugar para refugiarse después de la jornada), todo esto se ha
socialmente desprestigiado, des jerarquizado y despreciado…
Por todo lo cual es lógica y entendible la reacción en contra de la mujer en una sociedad en donde no
tiene lugar su femineidad. Por lo contrario la revolución después le impone la inserción en la sociedad al
exclusivo “modo masculino” (ejecutivo, empresario, profesional siempre exitoso). Le presenta la fama,
el poder como un logro. Puede y está demostrado que puede hacerlo, y muy bien, pero no por eso se
“realiza” como mujer.
Nadie duda que la mujer tenga la capacidad más que suficiente para ser una excelente arqui-
tecta, médica, o para desarrollar una brillante carrera científica. Sólo que el trágico final de tanta
autonomía e independencia de la mujer es una pendiente que termina yendo en contra del orden natural.
Y como dijo Jean Marie Vaissière “desde que las mujeres hacen lo que los hombres hacían... ya nadie
hace lo que sólo ellas sabían hacer, y se ve la educación de los hombres corromper”…

La autonomía femenina que parece a veces ser tan inofensiva, puede comenzar con el desorden de salir
a bailar entre “mis” amigas por la noche, seguir por decidir ir a estudiar inglés a Londres y a mi novio ni
le consulto porque es “mi” vida, son “mis” planes y “mis” proyectos y… y con el paso de los años la

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secuencia puede terminar en … “me hice un aborto sin consultarle a mi marido porque es “mi” cuerpo,
“yo” decido y este tercer hijo “yo” no lo quería”…
Y este derrumbe en contra de lo mandado por Dios es lo que puede llevar a un hombre a quebrarse ante
un sacerdote y decirle: “Padre, mi mujer acaba de matar a nuestro tercer hijo sin consultarme porque
decidió que era “su” cuerpo y podía decidir por él. Mi mujer mató a mi tercer hijo manteniéndome al
margen de su decisión... Es tal el rechazo que me genera que ya no puedo ni ponerle una mano encima”...
La ideología del “feminismo de género” (que propone negar el sexo que nos es impuesto por la natu-
raleza) se presenta como una “defensa de la mujer”, pero lo que busca en realidad es la transformación
de toda la sociedad edificada sobre el orden natural y los 10 Mandamientos. Para eso hay que desquiciar
a la mujer a quien Dios le ordenó la custodia de la vida física y espiritual.
Al varón a su vez le fue mandado por Dios amar “virilmente” y “varonilmente” a la mujer, cuidarla,
protegerla y sostenerla con “fuerza”, con fortaleza, con señorío, como Cristo amó a su Iglesia (que se
dejó matar por ella), para contrarrestar su natural egoísmo. Le fue mandado por Dios amarla como a
sí mismo, porque le resulta naturalmente difícil al varón amar a otro más que a sí mismo. Por eso la
fórmula del matrimonio le pide al varón que ame (que es lo que más le cuesta) y a la mujer que obedezca
(que es lo que más le cuesta) porque amar... la mujer sabe… Está hecha para amar. Es natural en ella. Lo
que hoy vivimos es todo antinatural.
Porque al mismo varón muchas veces tampoco le queda espacio, si quiere, para desplegar su masculini-
dad. ¿A quién va salir a “conquistar” y a “proteger”? Si en general la mujer va “al frente” y no le deja
ni tener la gentileza de abrirle una puerta sin burlarse, ni pagarle un café para mantener su autonomía e
independencia.
En ambos casos es el fruto de años de revolución en contra de la naturaleza humana. Este desorden este
enfrentamiento dialéctico, ya es un logro de la revolución. No queda otra que tratar de entenderlo y
enfrentarlo. Algunas cosas tendremos que postergar por el ritmo de vida que se nos ha impuesto, pero
sepamos el valor de lo que postergamos.

En cuanto a la autoridad ejercida por el poder político en la sociedad la Iglesia enseña que lo que hace
legítima esta autoridad a los ojos de Dios es el objetivo de generar el Bien Común (que es el mayor bien
de todos y no de algunos) como por ej: la justicia, generando un orden público justo según Dios lo ha
establecido a través de Sus leyes. Dicho en otras palabras, para Dios, la única “razón de ser” del poder
político es la de generar el Bien Común según las leyes que El ha establecido. Por eso la Iglesia
siempre enseñó que las leyes, para ser legítimas a los ojos de Dios, no deben contradecir a las divinas, y
deben permitir el progreso moral de todas las personas, generando las condiciones necesarias para la
salvación de las almas.
No se trata de hacer lo que más nos conviene o más nos gusta para ganar las elecciones o un puesto
determinado de gobierno, sino de obedecer a Dios quien sentenció “Dad al César lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios”. (Mat. XXII, 21). Y esta es la doctrina de la Iglesia sobre los poderes, en donde
el poder espiritual (el poder de Dios) debe ser superior al temporal (el de los hombres). En el caso actual
de los programas de educación sexual integral obligatorios en los colegios sabemos por experiencia de lo
que ha sucedido y sucede en el resto del mundo y por el temario, que lo que se enseñará irá en contra de
la ley divina. Ya no se educará a los jóvenes para la castidad y el dominio de sí hasta el matrimonio (como
lo manda la ley de Dios) sino para tener relaciones sexuales hasta el hartazgo con toda la información de
una batería de anticonceptivos para hacerlo. En el caso de que se produzcan embarazos, ahí estarán en
un futuro cercano las leyes listas para asesinar dentro del vientre materno o la distribución gratuita de la
píldora del “día después”.
Los conocimientos que debieran adquirir (pero tampoco adquieren) los alumnos sobre las distintas ma-
terias escolares debieran ser en el futuro para el bien del país, pero las almas de los mismos alumnos
pertenecen a Dios, Quien los compró con su Sangre. Sobre ellas los gobernantes enemigos de Dios no
tienen ningún derecho. Es por eso que envenenándolas, corrompiéndolas e impidiéndoles conocer la
libertad que otorga el vivir en la virtud se avasallan sus derechos divinos. Y es por eso que los padres

70
tenemos el derecho natural y el deber de reaccionar, defenderlos y llegar hasta la desobediencia civil si
fuese necesario.

Tan importante es la obediencia y tanto orden genera en el interior de la persona que la revolución anti-
cristiana, en su afán de subvertir todo (el orden individual, familiar, social y político) ha puesto sus caño-
nes para destruir la virtud que permitió la Redención del género humano. La obediencia es el camino
que eligió Cristo para redimirnos. Él infinitamente sabio, eligió obedecer.
La desobediencia de Luzbel había comenzado la batalla inicial contra Dios. La desobediencia de Adán y
Eva dio origen al pecado original y la obediencia de Nuestro Señor hasta la cruz, restableció el orden... A
nosotros nos tocará colaborar en reponer este orden como Dios quiso que fuese, obedeciendo con con-
vencimiento (porque sabremos que estamos cumpliendo con la voluntad de Dios) por amor a Él (morti-
ficando nuestra voluntad propia con prontitud porque a Cristo no se lo tiene esperando) con alegría
(adivinando los deseos de nuestros padres y superiores y adelantándonos a ellos) con humildad (como si
se tratara de la cosa más natural del mundo y experimentando que es descansado) con virilidad (con un
corazón grande y con la energía a veces hasta de un héroe y la fortaleza de un mártir) y con perseverancia
(siempre, con salud o enfermedad, con ánimo o sin él).

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La responsabilidad

La responsabilidad es una virtud que nos lleva a “asumir las consecuencias de nuestros actos inten-
cionados, resultado de las decisiones que tomemos o aceptemos; y también de nuestros actos
no intencionados, de tal modo que los demás queden beneficiados lo más posible o, por lo me-
nos, no perjudicados; preocupándonos a la vez de que las otras personas en quienes pueden
influir hagan lo mismo”. 37
Dicho en otras palabras, es el cargo u obligación moral que resulta para uno del posible yerro en
cosa o asunto determinado. Supone el asumir las consecuencias de nuestros propios actos. Ser respon-
sable implica tener que rendir cuentas, no sólo aguantar las consecuencias de la propia actuación.
Ser responsable significa obedecer: obedecer a Dios y a Sus leyes, a la propia conciencia, obedecer a las
autoridades, sabiendo que esa obediencia no es un acto pasivo, sino es la libre respuesta a un compromiso,
a un deber. Es la otra cara de la libertad. Somos responsables precisamente porque fuimos creados libres.
Aparentemente se da por descontado que somos responsables de nuestros actos y ni siquiera los analiza-
mos. No obstante, en la mayoría de los casos, si bien nuestra libertad nos hace a cada uno conscientes de
nuestras acciones, cuando nuestros errores traen consecuencias desagradables, no lo aceptamos tan fácil-
mente así y tratamos de endosarle la responsabilidad que nos corresponde al prójimo.
Esto lo vimos ya desde el Paraíso. Cuando Adán pecó, no asumió la responsabilidad de su falta y ense-
guida se excusó diciendo: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y yo comí”... (Gén.II,
12) que es como decir: “fue por ella… ya que yo hubiese sido incapaz”. Eva, a su vez (siguiendo la
cadena de eludir responsabilidades) al verse acusada como responsable dijo a Dios: “La serpiente me
engañó y comí”… (Gén.II, 13). Es increíble el atrevimiento de Adán quien, en su falta de valor y res-
ponsabilidad para asumir su culpa, llega hasta al exceso de atribuírsela a Dios… (“la mujer que ‘Tu’ me
diste...”) Lo que tácitamente implicaba era decir que, si no hubiese sido porque “Tu” (Dios) me la diste
yo, Adán, no hubiese comido del árbol del Bien y del Mal. En realidad era como endosárselo y decirle
tácitamente a Dios que en principio el responsable y culpable del pecado era Él. Desde entonces, así nos
comportamos en general los hijos de Adán en cuanto tenemos que asumir nuestras responsabilidades.
Instintivamente, desde Adán y Eva, buscamos excusarnos de nuestras faltas detrás de responsabilidades
ajenas.

Nada ha contribuido tanto a bajar el tono moral de la sociedad como la negación de la culpa
personal o pecado. Tenderemos en general a pensar y a querer demostrar que es el otro el que tiene la
culpa de lo nuestro y no nosotros. El psicoanálisis moderno, que niega en general la culpa personal
o pecado, ha destrozado la virtud de la responsabilidad que al hombre le ordenaba la vida.
La psicología moderna ha hecho un daño tremendo en quitarle al hombre la responsabilidad de su
culpa o pecado. Hoy en día, toda la educación gira alrededor de este clima de vivir la vida sin compro-
miso, sin responsabilidad ni culpa alguna (que es la manera en que la conciencia nos indica que hemos
violado la ley de Dios). Y lo más grave es que prácticamente desde la infancia los niños son puestos
masivamente hoy en manos de quienes niegan la responsabilidad de la culpa o pecado y lo que ello re-
percute en el alma humana. Un verdadero Sida para el alma humana.
Una conciencia recta y bien formada es la que nos indicará claramente cuando hemos actuado mal. Aun
si no la tenemos, porque no hemos sido formados, Dios nos ha hecho de manera tal que, en el ámbito
natural, el remordimiento de haber actuado mal en principios básicos como mentir, robar, asesinar, o
quitarle la mujer al prójimo, siempre nos pesarán.
La revolución anticristiana quiere que nos acostumbremos (aún contra natura) a ir viviendo tal cual nos
vamos levantando de la cama, sin ataduras, haciendo nuestra propia voluntad, y sobre todo, muy sobre
todo, sin tener que rendir cuentas a nadie de nuestros actos… sin que nos pesen.

37
"La educación de las virtudes humanas". David Isaacs. Editorial Bello. Pág 139.

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En épocas más cristianas la persona tenía una conciencia formada que le dictaba lo que estaba bien y lo
que estaba mal, sabía que existía un Juicio Final en donde algún día tendría que rendir cuentas de sus
actos, porque había sido creado libre y responsable de sus decisiones y que éstos siempre irían acompa-
ñados de buenas o malas consecuencias. La maravilla del catecismo cristiano había enseñado durante 20
siglos al hombre desde su más tierna infancia que, al igual que en el Paraíso, Dios lo veía todo, aun
nuestros pensamientos, así que no valía la pena actuar como Adán y decir “la mujer que Tú me diste”
es la que me indujo a pecar.
Es la misma actitud que vemos en los chicos (y de los no tan chicos) con el famoso “yo no fui”, fue el
otro... el de al lado, de no haber sido por otra persona yo no hubiese sido capaz de semejante falta...
porque soy incorruptible... pero fue fulano de tal el que me indujo, o aquella situación en la que yo no
tenía otra opción. No obstante, el excusarnos no nos quita la responsabilidad ante Dios del pecado,
porque la Iglesia enseña que Dios lo ve todo, aun nuestros pensamientos, y la conciencia nos lo reafirma
igual.

El primer error lo cometemos desde la más tierna infancia cuando un niño de 3 años se golpea con la
esquina de la mesa y le pegamos a la mesa de madera diciéndole “¡mala la mesa!” No, la responsabilidad
del golpe no es de la mesa, que no es ni buena ni mala. Hay que llamar a las cosas por su nombre. La
responsabilidad es de quien no mira donde camina aunque tenga 3 años. De ahí la enorme importancia
de los padres y educadores de enseñarnos desde pequeños a cada uno a asumir nuestras culpas para poder
corregirlas. Nos golpearemos una o dos veces con la mesa (y hasta es preferible que nos golpeemos) y
después aprenderemos a mirar.
Más tarde será: no pude estudiar porque mis compañeros no me pasaron los deberes de la semana que
falté (y no porque me ocupé de ir a buscarlos recién la noche antes de ir a clase). Me aplazaron en el
examen porque la profesora es “una bruja” (y no porque yo no sabía y no había estudiado). Fue la
“bruja” de geografía la que me aplazó y no yo el que reprobé el examen. Continuaremos con: choqué el
auto porque el otro “venía a mil” (y no porque yo también y no alcancé a frenar). Me emborraché porque
mis amigos me dieron cerveza. (Y no porque no tuve la fortaleza de negarme). Le mentí y le miento a
mi madre porque con ella no se puede hablar (y no porque yo no estoy dispuesta a oír lo que tiene para
decirme). Llegué tarde a inglés porque mi hermana no salía del baño (y no porque me quedé en la cama
hasta último momento). Le fui infiel a mi marido porque no me hacía feliz, fue quien me empujó a ser
infiel (y no porque a mí me faltó la fortaleza y la voluntad de cumplir con mis promesas de fidelidad ante
Dios). Estas actitudes nuestras son cotidianas. El alcohol, el juego y la droga no nos quitan responsabili-
dad moral ante Dios, porque a nosotros nos cabe frenar los vicios antes de que ellos nos controlen.
Es por eso que debemos medirnos en el uso del alcohol, el mal uso del tiempo y todo tipo de tentaciones
como nos enseña la virtud de la templanza. El autodominio sobre nuestras tentaciones en todos los
órdenes es lo cristiano y es a ello a lo que debemos tender siempre.

Es necesario tener la valentía de reconocer nuestra responsabilidad en nuestros actos, ya que, si no lo


hacemos, caeremos en la injusticia de volcar nuestros errores y faltas sobre hombros ajenos. A
mayor cargo, mayor responsabilidad. No es lo mismo el mal ejemplo que puede dar un hermano
emborrachándose, que al mismo hijo ver al propio padre o madre borrachos. No es lo mismo quien
conoció la Verdad y quien no fue evangelizado, quien tuvo posibilidades de conocerla y quien la rechazó,
quien tuvo poder de decisión sobre las vidas de otros (como maestros, profesores, gobernantes) y quienes
no.
El máximo exponente en quitarnos la responsabilidad de nuestros actos son las nuevas leyes “garantistas”
en la justicia penal, donde el énfasis se pone en los derechos y las garantías de los delincuentes y no de
las víctimas. De esta manera, aun si llegamos a matar a alguien a sangre fría, nos permitirán esgrimir que
pudo ser por “emoción violenta”, y no porque hemos actuado como asesinos a sangre fría. Este nuevo
concepto de las leyes garantistas no es más que otra faceta de la subversión anticristiana. Esta vez la
subversión va contra toda la pedagogía divina del premio y del castigo según hayamos actuado
bien o mal.

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Ser responsable significa no sólo hacerse cargo de nuestras propias decisiones sino tener que rendir
cuentas de lo nuestro a otros o a Alguien. Llámese a Dios el día del Juicio, a nuestros padres con
nuestros estudios y salidas, a nuestros profesores con nuestros exámenes sobre lo que nos han enseñado,
a nuestros jefes con nuestros trabajos, a nuestro marido o mujer en nuestro matrimonio, a nuestro socio
con la administración y manejo de la sociedad o simplemente a nuestra propia conciencia (con la cual
habremos de convivir hasta la muerte) y que nos recordará íntimamente sin ruido pero sin pausa nuestros
actos. De ahí que no sea lo mismo tener responsabilidades como llevar el auto a lavar, hacer mis deberes
cuando vuelvo del colegio o cortar el pasto (que puedo cumplir bien o no) que ser responsable, cons-
cientes de que nuestros errores y decisiones siempre beneficiaran o perjudicaran a otras perso-
nas.
Es fundamental tomar conciencia de que nuestras actitudes (para bien o para mal) generalmente afectan
al prójimo Si somos irresponsables como padres y abdicamos en nuestra función de educar, la vida de
nuestros hijos pagará un alto precio en errores por no haber conocido el recto camino a tomar en la vida.
Si somos irresponsables en el manejo de una empresa, podemos modificar para mal la vida de varias
familias o aún de generaciones de ellas. En el caso de un país rico como el nuestro hay responsables con
nombre y apellido de que no haya trabajo, chicos sin educación, desnutridos y sin accesos a la salud. Una
política de salud que emplea los fondos públicos (extraídos de los sueldos, privaciones y ganancias de los
ciudadanos) para gastarlos en preservativos (y no sólo corromper a la juventud sino impedir que los
argentinos nazcan en vez de utilizarlos para medicamentos) tendrá que rendir cuentas ante Dios de se-
mejante injusticia y daño hecho a millones de personas. Pero los responsables de estas políticas no son
anónimos ni para los ciudadanos ni mucho menos para Dios. Tienen nombre y apellido.

La falta de responsabilidad en nuestros actos nos impide totalmente nuestra santificación, porque el pri-
mer paso para mejorar es reconocer que hay errores que corregir y que nosotros libres y responsa-
blemente nos hemos equivocado en nuestras decisiones. La excusa es el camino más fácil para
eludir la responsabilidad que, si bien en un primer momento nos engaña y creemos que nos
salva, nos impide conocernos.
Una cosa es pedir perdón (porque nos reconocemos culpables) y otra muy distinta es excusarnos de lo
que debemos asumir como nuestro y no cumplimos. El primer pecado de Adán en el Paraíso fue el de
soberbia (por haber querido ser como Dios, conocedor de la ciencia del Bien y del Mal) pero acto seguido
fue la falta de responsabilidad de reconocer su falta que le hizo excusarse escudándose detrás de Eva. La
injusticia que cometió con ella fue que quiso endosarle la responsabilidad que era de él, a ella. Pero
para eso, primero buscó una excusa.
Las virtudes, o la falta de ellas, como vemos están todas entrelazadas como un castillo de naipes y es muy
difícil caer en la falta de una sin arrastrar a las demás. En este caso a la falta de responsabilidad se le podrá
añadir la falta de veracidad, de sinceridad, hasta de valentía y de justicia. La responsabilidad siempre será
mayor cuanto mayor sea el cargo que ocupemos o cuanto mayor peso tengan nuestras decisiones. Los
padres tendrán que responder ante Dios por la educación dada a sus hijos aunque esta responsabilidad
en la sociedad actual implique una batalla continua. Una joven o un joven responsable que quiere casarse
deberá responder algún día ante sus hijos moralmente por quién les ha elegido en su momento como
padre o madre. Un maestro también será responsable ante Dios de lo que ha transmitido o ha dejado
de enseñar a quienes le han sido confiados. Un Ministro de Educación tendrá la responsabilidad de
tener que responder ante Dios de lo que se ha trasmitido a los estudiantes durante su gestión así como
de lo que no se les ha enseñado y se les ha impedido que sepan.
Un Ministro de Economía tendrá que rendir cuentas ante Dios de su responsabilidad sobre las medidas
tomadas que han hecho quebrar a miles de ciudadanos de su país con las consecuencias que ello implica.
Los gobernantes, aunque se muestren y actúen como inmortales también serán responsables ante Dios
el día del Juicio de cómo han administrado los bienes de la Nación que les han sido confiados y en qué
medida han contribuido a generar el Bien Común (que es el bien de todos y no sólo de algunos).

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En el ámbito de la Iglesia, esta virtud es esencial por ser especialmente a Ella que le corresponde conducir
a las almas por el camino de la salvación. Por eso los obispos en especial tienen una responsabilidad
enorme, “temible incluso a la espada misma de los ángeles”38 pues el obispo debe responder ante Cristo
sobre la salvación de las almas del rebaño que le ha sido confiado.

38
"La educación de las virtudes humanas". David Isaacs. Editorial Bello. Pág 139.

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El respeto

El respeto es la virtud que “actúa o deja actuar, procurando no perjudicar ni dejar de beneficiarse
a sí mismo ni a los demás de acuerdo con sus derechos, con su condición y con sus circunstan-
cias”.39
Dicho en otras palabras, es la virtud que nos hace reconocer el valor, la consideración y la dignidad
que merece alguien o algo y nos lleva a demostrarlo con nuestras actitudes y acciones. Es la
virtud por la cual reconocemos en cada persona el lugar que le corresponde, su dignidad, el lugar
y la función que Dios ha querido darle ante nosotros.
En principio el respeto teme herir, lastimar a la persona amada, pero si no llegamos a amarla estamos al
menos obligados a recordar a Quien representa.

De ahí que debamos respetar ante todo:


A Dios, a sus leyes y a la Iglesia por ser Su Esposa. El respeto a Dios se expresa especialmente al
cumplir y hacer cumplir (dentro de lo posible) sus Mandamientos, que debieran inculcarse desde la in-
fancia, para aprender a verlo como quien es, el Creador y dueño de las almas y del universo. Lograremos
respetarlo siendo humildes (reconociéndonos creados y moralmente dependientes) y obedientes (morti-
ficando nuestra voluntad propia desde la niñez, preparándonos para aceptar la voluntad de Dios a lo
largo de nuestras vidas).
El respeto a la Iglesia, a su vez, implica no sólo el respeto a sus consagrados (aunque muchas veces dejen
mucho que desear pero igualmente debemos respetar la investidura) sino el saber comportarnos en la
casa de Dios y el trato con las imágenes y elementos sagrados. La Iglesia es un lugar sagrado, diferente y
superior a todos los demás, reservado para el culto divino. Si bien el grado de nuestra fe nos dictará ante
Quien y en la casa de Quien estamos, hay reglas básicas de comportamiento para todas las personas
independientemente del grado de fe que cada uno tenga. Detalles como una vestimenta apropiada, una
genuflexión bien hecha, el mantener el silencio, el no comer chicles ni pastillas, debieran reflejar el respeto
que nos inspira el estar en la casa de Dios.
He leído que en una oportunidad, al entrar un grupo de turistas en una famosa catedral de Europa, se
dirigieron al sacerdote preguntándole qué era lo más importante para visitar en esa iglesia. El Padre les
pidió que lo siguieran en silencio. Cuando llegó frente al Santísimo, se arrodilló ante el Sagrario dicién-
doles: “Aquí hijos míos está lo más importante que tiene esta Iglesia. Es el dueño de la casa, es
el mismo Dios…”
En cuanto al trato con las imágenes y objetos sagrados, siempre deberemos recordar no sólo lo que ellos
representan sino que, en la mayoría de los casos, han sido bendecidos. Si tenemos que reacondicionar
por ejemplo, el vestido de la Virgen del altar Mayor de una Catedral, debiéramos hacerlo en un clima de
piedad y de oración, no ante la vulgaridad de un televisor prendido, fumando y con conversaciones mun-
danas. Los sacerdotes y las catequistas serán los principales responsables de inculcar estas delicadezas,
desde la catequesis, que responden ni más ni menos al grado de fe y de amor con que debieran tratarse
las cosas de Dios y de Su Madre.

Dentro del respeto a Dios, que es la Verdad, queda implícito el respeto a la verdad en todos los órde-
nes. Los periodistas, y todos los que están llamados a transmitir a otros los sucesos, deberán respetar la
verdad de los hechos y no tergiversarlos según sus conveniencias, mintiendo a los ciudadanos y desfigu-
rándoles la realidad. Grave responsabilidad tendrán en este terreno los maestros, profesores e historiado-
res, quienes deberán respetar siempre la veracidad histórica. Porque la historia siempre será a una Nación
lo que la memoria es a la persona. De una verdadera narración de la historia podremos comprender desde
una visión sobrenatural lo que nos sucede en la actualidad, ya que la historia del hombre sobre la Tierra

39
“La educación en las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág 155

76
no es más que las consecuencias de las decisiones tomadas por los hombres en aceptar a Dios o
en rechazarlo.
“Tergiversar la historia. ¿Por qué o para qué? Por motivos ideológicos, ante todo. A veces los datos han
sido modificados para crear opinión pública. Así, por ejemplo, las leyendas contra la labor de España en
tierras americanas (que pasó luego a la posteridad como la leyenda negra por antonomasia) fueron crea-
das, en gran parte, por los enemigos de la corona española –principalmente sus enemigos ingleses y sobre
todo la francmasonería– para suscitar el consenso internacional contra España. Con el tiempo, las leyen-
das pasaron a ocupar un lugar importante en los programas de estudio en nuestras escuelas laicas, e
incluso de las católicas.
“En muchos casos estas leyendas negras han formado parte de campañas denigratorias contra la Iglesia
Católica y contra aquellas instituciones civiles o políticas que la han apoyado en algún momento de su
historia. Es el caso de la España católica del siglo XVI. La tergiversación también ha tenido como móvil
intereses de orden político. Suele decirse que la historia la escriben los vencedores. Tiene esto algo de
verdad; aunque no es toda la verdad, pues la historia a veces se escribe mientras se combate y precisa-
mente como una de las armas más útiles para alcanzar la victoria. Al menos la victoria política y militar;
nunca la victoria moral que sólo puede conseguirse con la verdad. Pero ¿a cuántos políticos, sociólogos
e ideólogos, puede importarle una victoria moral?
“Así pasó con nuestra propia historia, por lo cual el mismo Juan Bautista Alberdi acusaba a los liberales
argentinos de haber desfigurado la historia. Y lo confiesan algunos de ellos, como Mitre cuando escribe
a Vicente López: “usted y yo hemos tenido... la misma repulsión por aquellas (figuras históricas) a quienes
hemos enterrado históricamente”.
Y Sarmiento le escribía al general Paz al ofrecerle su libro “Facundo”: “Lo he escrito con el objeto de
favorecer la revolución y preparar los espíritus. Obra improvisada, llena por necesidad de inexactitudes a
designio (a propósito) a veces, para ayudar a destruir un gobierno y preparar el camino a otro nuevo”.
Las “inexactitudes a designio”, los “entierros históricos” de las grandes figuras... Es triste saber que nues-
tra historia está plagada de mentiras y falsificaciones.
“¿Qué intereses pueden seguirse de una adulteración del pasado? Muchos. El más importante es el do-
minio del presente y del futuro. “La historia de lo que fuimos explica lo que somos”, escribía Hillaire
Belloc. Si cambio la historia te oculto, entonces, lo que realmente eres; y si no sabes lo que eres, serás
lo que yo quiero que seas. Si cambio –en tu mente al menos– tu pasado, puedo hacerte guerrear contra
tu padre y tu madre haciéndote creer que son tus enemigos. Puedo hacerte odiar a tus benefactores y
puedo lograr que me beses las manos lleno de gratitud a pesar de que soy el ladrón que te ha lavado el
cerebro.
“No es de extrañar que el manejo manipulador de la historia se haya convertido en una de las armas más
poderosas en la mentalización de las generaciones. Porque con la historia puedo hacerte amar lo que en
realidad es odioso y hacerte odiar lo que en realidad es amable. Con el dominio de la historia (de la historia
escrita y la historia contada) puedo, como hace en nuestros tiempos la New Age, dibujarte un Jesucristo
diabólico y un diablo benefactor de la humanidad; puedo hacerte creer que quienes trajeron la fe sólo
querían tu sangre y tu oro; puedo vestirte de piratas a los misioneros y angelizarte los tiranos. El marxismo
entendió muy bien el poder destructivo de esta manipulación cultural; especialmente a partir de un
hombre tan inteligente como intelectualmente pervertido como fue Antonio Gramsci, el ideó-
logo de la revolución cultural.”40
Y esta es la gran herida que tenemos a través de la cual nos roban el alma y nos paralizan la
voluntad, porque ya nadie sabe ni se atreve a hacer nada porque no se sabe bien qué es lo que hay que
hacer o defender.

Respeto a uno mismo. Si no empezamos por respetarnos a nosotros mismos y a darnos el lugar que
nos corresponde según la posición que Dios ha querido asignarnos dentro de la sociedad, no respetare-
mos a los demás. El respeto que debemos tener con nosotros mismos se llama la dignidad humana.

40
“Las verdades robadas”. R.P Miguel Angel Fuentes. IVE. Edic. Verbo Encarnado. Pág.259

77
Nace por haber sido creados por Dios a Su imagen y semejanza y haber sido redimidos por Su
sangre y de estar predestinados a compartir con Dios la gloria en el cielo. Nuestras almas ya son
inmortales y nada podemos hacer para impedirlo, de ahí que debamos tratar de conducirnos de la mejor
manera hacia nuestro destino eterno. Diariamente demostraremos nuestra dignidad en nuestra manera
de comportarnos, y en eso se basa la educación aún en los pequeños detalles cotidianos. Presentarnos
limpios desde la mañana, con la cara bien lavada y bien peinados a desayunar, no sólo será por respeto a
quien ha de compartir con nosotros el desayuno (que tiene derecho a tener una visión agradable y no al
revés) sino por nosotros mismos, para comenzar el día de acuerdo a quienes somos, personas educadas
que queremos vivir sin degradarnos.
Dentro de nuestra cultura, el aseo y la forma de vestirnos refleja a su vez cuánto respetamos a la persona
que nos recibe o recibimos y la dignidad de cada evento. De ahí que debamos presentarnos bien vestidos
al colegio con el uniforme o el delantal completo y limpio (por respeto a la institución escolar) a rendir
un examen (por respeto al profesor) a una entrevista de trabajo (por respeto a quien nos entrevista y
para generar una buena imagen de nosotros mismos) a un casamiento (por respeto a la importancia del
sacramento del matrimonio) o a un funeral (por respeto a la despedida que le brindamos a quien acaba
de morir, dejando de lado si lo sentimos o no porque poco lo conocíamos).
Igualmente no debemos prejuzgar, una persona mal vestida puede estar llevando lo único que tiene,
puede haber salido del trabajo y puede ser su única oportunidad de ir a misa o a un velorio, puede tener
grandes problemas personales y haber descuidado su forma de vestir. Incluso la ignorancia y la falta de
formación en todos los niveles sociales pueden llevarnos a vestirnos de manera inadecuada. Pero el tratar
de adquirir costumbres que demuestren nuestro respeto es un trabajo que nos debemos nosotros mismos
como personas y es un complemento importante en la educación que hace a la virtud de la sociabilidad.
Esta forma de comportarnos según nuestra dignidad de hijos de Dios es lo que nos lleva a tratar de vivir
dignamente, tener trabajos humildes pero dignos, tener derecho a sueldos dignos, a un tratamiento digno,
a comportamientos dignos, a posturas dignas, a conversaciones dignas, a la altura de quienes somos.
Por el contrario, hay actitudes que nos degradan (como el de tirarnos en el piso de las terminales para
esperar un ómnibus, o sentarnos en la vereda donde hasta los animales hacen sus necesidades, dejar a los
bebes gatear por el piso de las oficinas públicas o en la misma iglesia como si fuesen animalitos). No
somos animales, como nos representan ahora en los programas de televisión en donde todos juntos en
una misma casa, sin intimidad alguna las personas conviven sin hacer nada, tirados todo el día como
animales.
Esta falta de dominio de sí, de contrariarnos, de fortalecernos ante lo que nos cuesta, es en la raíz la
falta de la virtud de la templanza que, habíamos dicho, es la base del señorío del alma. La revolución la
quiere destruir, para quitar en nosotros todo aquello que nos recuerde “la imagen y semejanza” de Quien
somos y, cuando vemos los programas actuales de televisión, constatamos que Satán ha hecho su trabajo.

Respeto a los padres. En el cristianismo el respeto a los padres se fundamenta en el respeto a Dios ya
que es a Él a quien representan. La historia humana nos demuestra que siempre existió en toda vida
social alguna forma de autoridad para generar el orden necesario para convivir. Los que creemos en Dios
aceptamos además que la autoridad viene de Él y que tendremos que rendirle cuenta sobre el ejercicio
que hemos tenido de la misma. Los pasajes bíblicos que hablan de la obediencia, la sumisión y el respeto
a los padres son abundantes, de ahí que tengamos la obligación moral de respetar a nuestros padres (y a
los mayores) y de obedecerles mientras vivamos bajo su mismo techo. Cuando los hijos se independizan
y se casan, si bien ya no deben obediencia a sus padres, sí le deben respeto de por vida. Tal vez los padres
dejen mucho que desear y no sean el modelo de virtudes y el ejemplo que debieran. No obstante, siguen
siendo los instrumentos que Dios utilizó para cooperar con Él en dar la vida y en cumplir con el deber
que tienen ante Él, de educar a sus hijos. El cuarto mandamiento no pone condiciones. “Honra a tu padre
y a tu madre”, sin que esto esté subordinado a que sean dignos. Es un principio de orden natural.
Lo ideal es que sea con amor pero, si no es así, siempre será más agradable a Dios la obediencia y el
respeto de los hijos hacia sus padres (tal vez indignos) que la rebeldía, el maltrato, el desprecio y la indi-
ferencia.

78
La revolución anticristiana sabe que el respeto y la obediencia a los padres es la clave para darle estabilidad
emocional a una persona, para construir una familia feliz y levantar una sociedad ordenada. Demolerlo
con burlas, menosprecios, enfrentamientos, rebeldías, aires de autonomía, falta de respeto, mentiras, res-
quebrajamiento, siempre será el ataque más certero para destruir no sólo a la sociedad cristiana sino a
la persona misma. Es imposible evitar los desencuentros generacionales y la necesidad de los adolescentes
de poner distancia con sus padres para reafirmar su personalidad, pero se denigra y se lastima a los padres
no sólo tratándolos mal, sino manteniéndolos al margen de nuestras vidas, alejándolos de nues-
tros proyectos, humillándolos al punto de que tengan que informarse siempre por terceros de lo
nuestro, ignorando su presencia en una relación que debiera ser no sólo de sangre sino de arrai-
gados afectos. En el cuarto mandamiento están incluidos además todos los que ejercen algún tipo de
autoridad legítimamente constituida que siempre representará para nosotros la voluntad de Dios como
maestros, profesores, policías, etc. La autoridad legítima siempre nos es dada por Dios para generar el
bien de las personas según Él lo ha establecido.

Respeto al prójimo. El respeto hacia los demás es la primera condición para la convivencia pacífica y
armoniosa de las personas. El respeto a los demás debiera ser interno y externo. La buena educación
no es más que pensar en comportarnos como quien somos y en darle lo mejor de nosotros mismos a
nuestro prójimo para hacer nuestra convivencia agradable y amistosa.
Internamente será reconociendo el lugar y jerarquía que Dios ha querido que ocupen las diferentes
personas que nos rodean y en eso está implícito el respeto a todos los que ostenten algún tipo de autori-
dad. Habrá momentos en que tendremos que decir verdades con valentía, muchos en que, por respeto o
caridad, será necesario que nos callemos. Si creemos que la paz es fruto de la justicia, el respeto de las
autoridades políticas hacia los derechos naturales y legítimos de las personas (como el derecho de
nacer, el de recibir una educación y una vivienda digna, un trabajo y un salario justo, el derecho a la salud,
a la propiedad privada, el de tener protección jurídica del Estado, etc.) será la única base sólida para
construir una sociedad justa y verdaderamente feliz. Dentro del respeto a la ley de Dios está en primer
orden el respeto a la vida concebida (tan atacado hoy en día) ya que, si nos impiden nacer, está implí-
cito que no podemos obtener todos nuestros otros derechos. Al ser humano que llega a este mundo
moderno, hechos tan simples como el nacer, crecer y morir en familia, se le ha convertido en una tarea
titánica, cuando es un derecho natural de todas las personas y debiera ser el ámbito políticamente gene-
rado para todas las personas. Respeto a la vida que nace, a la vida que crece, a la vida que adolece, a la
vida que enferma, a la vida que declina y a la vida que muere. Con esto deduciremos que los gobiernos
debieran ser los primeros en respetar las leyes de Dios, para lograr la paz y la justicia entre los
pueblos.

Externamente el respeto a las personas lo demostraremos aun en los detalles diarios más elementales
como: evitando actitudes, gestos irrespetuosos (como sostener miradas desafiantes), contestaciones in-
juriosas, palabras y tonos despectivos, mortificantes y recriminatorios, interrumpir las conversaciones,
contestar sistemáticamente, no ponerse de pie cuando corresponde hacerlo porque la persona que entra
al lugar tiene más jerarquía que nosotros. A su vez, demostraremos respeto hacia el prójimo en los míni-
mos detalles de la convivencia diaria como: Saludando a nuestros familiares y al personal de servicio al
cruzarlos a la mañana en nuestra casa. Dejando el baño en condiciones después de ducharnos (respe-
tando no sólo a la persona que lo limpió sino a quien vendrá a usarlo después de nosotros). Avisando si
vendremos o no a comer (por respeto a quien cocina y a la comida que otros no tienen y que pudiera
desperdiciarse). Llegando a horario a las comidas (respetando no sólo a los mayores sino al compromiso
familiar de comer juntos). Dejando las zapatillas embarradas en el lavadero (respetando el trabajo ajeno).
Bajando la música en los horarios de descanso (respetando el derecho de los demás al silencio y al sueño).
Si asistimos a un velorio, además de vestirnos correctamente, comportarnos de la misma manera, por
respeto al dolor ajeno, aunque no lo sintamos. A veces no lo sentimos (porque tal vez conocíamos poco
a la persona fallecida) pero hay al lado nuestro gente destrozada por el dolor y es señal de respeto al

79
dolor ajeno no hacer chistes, no mantener conversaciones frívolas e inútiles, no comer papas fritas en la
puerta, o tomar coca cola de la lata... aunque sea a la salida y en la vereda.
Respetaremos al prójimo tratando de tener el cambio justo para el pasaje del ómnibus (respetando al
chofer en su trabajo tan exigido y el tiempo de quién está detrás de nosotros). No tomando una lapicera,
un abrigo, un auto o una cochera ajena (respetando la propiedad privada de otros y su derecho a disponer
de sus cosas) etc. No generando conversaciones ni chistes obscenos o con doble sentido ante los niños
y los jóvenes (respetando su pureza y su derecho a mantenerla). Sabiendo guardar un secreto (por
respeto a la intimidad ajena). El respeto del tiempo ajeno es la base de la virtud de la puntualidad.

El respeto a la intimidad es todo un tema. Respetaremos la intimidad ajena golpeando la puerta antes
de entrar, no abriendo una carta ajena aunque nos la hayan entregado abierta (como corresponde), reti-
rándonos si percibimos que dos personas necesitan decirse algo en privado. No preguntando cosas pri-
vadas que no nos corresponden y menos ante otras personas y a quemarropa (por respeto a la intimidad
y el pudor de los demás). Por ejemplo, no preguntarle a un matrimonio joven en una cena de amigos o
familiares: “¿Para cuándo un bebé?” O si tienen uno: “¿Para cuándo el segundo?”. Mucho peor la insis-
tencia. Y si nos contestan cristianamente: “Cuando Dios quiera”... contestar nosotros: “¿Pero están bus-
cando o no?” “¡Porque a Dios hay que ayudarlo!”... Esto es incisivo... es una falta de respeto y una agre-
sión.
Hay muchos motivos que pueden estar demorando la llegada de un bebé esperado. Que los esposos no
coincidan en los principios, que estén atravesando una crisis, que exista un problema serio físico que lo
impida en alguno de los dos o aun que el problema sólo sea psicológico. Pero es muy violento verse
forzado a dar una explicación tan privada delante de otros. De la misma manera, si ya tienen varios hijos
y ante el anuncio de la llegada de un nuevo bebe exclamar: “¡Otro más!..” invadiendo totalmente un
tema de conciencia privado de los demás.
Una clara señal de respeto al prójimo también sería ponerse de pie y saludar cuando entre al lugar en
donde estamos una persona de mayor jerarquía como: Obispos, sacerdotes, un Presidente de la Nación,
ministros, maestros, profesores, el médico en el hospital, los abuelos, tíos, suegros, un pariente que llegue
de visita y... en la sociedad cristiana nos poníamos de pie para saludar aun a los padres...porque los
queríamos mucho… y (antes de Gramsci) durante generaciones y generaciones, los hijos fuimos
educados sobre la base de la veneración de nuestros padres y hasta sabíamos manifestárselo. El
respeto era una de las tantas formas que teníamos de demostrarlo, que estaba además entrela-
zado con el miedo a lastimarlos o herirlos…
En contrapartida está el respeto humano, ese respeto servil, carente totalmente de libertad intelectual,
moral y religiosa, que impide al hombre vivir de acuerdo con su conciencia y se somete al poder o a la
opinión por intereses, porque nos conviene. Se trata de respetar al prójimo sin respeto humano.

El respeto a la comida merece unas palabras también. Ya lo hemos tocado en otras virtudes pero no
está de más repetirlo. Dentro de la cultura cristiana el “pan sagrado” y “la comida no se tira” responde a
que hay miles de personas que, por carecer de lo necesario se mueren de hambre en el mundo. Si bien
nosotros no podemos solucionar el hambre del mundo, si podemos demostrar nuestra solidaridad con
aquellos que no tienen y nuestra gratitud por tenerla nosotros. Éste era el sentido de la bendición de la
mesa. El agradecer a Dios el proveernos de los alimentos necesarios para vivir. Este derroche que hace-
mos con los alimentos, esta sucesión de caprichos de comer “lo que me gusta” y dejar “lo que no me
gusta” tirando o dejando en los platos alimentos que alimentarían a tantos, permitiendo que se estropeen
alimentos que otros carecen, clama al cielo. Con el nuevo hábito de vivir “hacia fuera” comiendo habi-
tualmente en restaurantes y shoppings (aun con los niños) esto se agrava, porque se pierde toda noción
de cuidado, de la austeridad necesaria, de comer lo “que hay”, lo que mamá dispuso que hubiera para
todos y no “lo que elijo”, especialmente en el período de formación.

A la naturaleza. El respeto a la naturaleza (que implica todo lo creado) tiene sentido sólo si aceptamos
que la naturaleza es obra de Dios y que Él la puso para nuestro bien, nuestro servicio y nuestro

80
disfrute, destinada al bien común de la humanidad, no para nuestro abuso, nuestro maltrato y nuestro
aniquilamiento. De ahí que desde la pequeña hormiga hasta los majestuosos mares (recordando que son
obra de Dios) debieren ser tratados con respeto, reconociendo en ellos una obra de la cual somos simples
administradores de futuras generaciones. Podremos talar árboles para utilizar la madera, pero siempre
será grave prender fuego a un bosque por descuido. De la misma manera los gobernantes están obligados
moralmente a cuidar los bienes naturales de cada país que ha sido dado por Dios para el bienestar de sus
habitantes y no para el enriquecimiento ilícito de los gobernantes de turno ni para que dejen que se los
roben otros países con negociados.
En cuanto al trato con los animales, será lícito servirnos de ellos para nuestro alimento y medicina, así
como domesticarlos para que nos ayuden, pero los experimentos con animales solamente serán moral-
mente aceptables si son razonables y contribuyen a mejorar o salvar vidas humanas. También será lícito
matar animales para defender nuestros alimentos (como el caso de las plagas) pero nunca lo será maltra-
tarlos, aniquilarlos a nuestro arbitrio y menos tratarlos con crueldad y torturarlos para nuestro diverti-
mento. Podremos cazar ballenas para utilizar sus elementos pero nunca será lícito el aniquilar la especie
o ponerla en riesgo por codicia ilimitada de dinero. En contrapartida es indigno a su vez invertir en ellos
sumas de dinero desproporcionadas que debieran utilizarse para remediar la miseria de los hombres. Por
lo tanto debemos amarlos, pero sin desviar hacia ellos un afecto desproporcionado debido únicamente
a los seres humanos.
La revolución anticristiana nos ha hecho creer que debemos cuidar la tierra y no contaminarla para que
vivan bien las focas y los peces, lo cual es subvertir el orden. La orden dada por Dios al hombre en el
Génesis fue: “Dominad la tierra y sometedla. Dominad sobre todos los seres creados”. No hay que con-
taminar la tierra, le debemos respeto porque es obra de Dios, pero el rey de la Creación es el hombre
no los peces ni los pájaros. Dejarles a ellos el medio ambiente bien cuidado e impedir que los hombres
nazcan con los preservativos y el aborto es subversivo.

81
La puntualidad

La puntualidad es una virtud que nos lleva a “actuar con diligencia, que nos lleva a hacer las cosas
que debemos a su debido tiempo y sin dilatarlas”. Es el cuidado, diligencia y exactitud en el tiempo
para cumplir con nuestras obligaciones.
Esta virtud tiene dos ámbitos en donde se apoya: la de valorar el tiempo que Dios nos ha dado y
del cual tendremos que rendir cuentas. Y el respeto del tiempo ajeno.

Sabemos que el tiempo que tenemos de vida terrena es un período que Dios nos ha otorgado para que
ganemos nuestra salvación, de ahí la importancia de usarlo bien y aprovecharlo. Es tiempo de gracia que
se cerrará el día de la muerte. El fruto del orden en el manejo y el uso del tiempo se verá al final de
nuestros días y de nuestras vidas. Su buen o mal uso implicará (como en todas las virtudes) otras virtudes,
como la generosidad, la responsabilidad, el orden y la justicia.
En la medida en que organicemos bien nuestro tiempo le sacaremos mejor provecho y desarrollaremos
al máximo los talentos que Dios nos ha dado para nuestra mejora personal y el bien de las personas que
nos rodean. Si despreciamos nuestro tiempo, no sabremos sacarle el provecho que Dios esperaba de
nosotros y nos lo aclaró en la parábola de los talentos.
Y cuando decimos utilizar bien el tiempo no decimos sólo hacer “grandes cosas”, sino hacer lo diario, lo
cotidiano de manera ordenada optimizando el tiempo que Dios nos dio. La Santísima Virgen en su hogar
estaba abocada a tareas sencillas, pero lo hacía con esmero y dedicación. Lo mismo San José o el mismo
Jesús antes que llegara el momento de dedicarse a “las cosas del Padre”.
Si no valoramos el uso del tiempo en lo cotidiano nos levantaremos a cualquier hora (porque creemos
que podemos hacerlo), daremos vueltas media mañana por la casa sin hacer nada concreto, pasaremos
horas interminables hablando por teléfono y chateando con cualquiera. No tendremos ningún elemento
que nos ordene mejor el tiempo (como una agenda para ir tachando las tareas ya realizadas y las que
falten), elegiremos rodearnos de amigos similares y hasta vagos que no nos sirvan de reproche a nuestras
conciencias y menos nos exigiremos en hacer un examen de conciencia al final del día para ver cómo
hemos empleado el tiempo. Le escaparemos a los horarios, a las agendas, a los compromisos que nos
exijan un cumplimiento.
Lo dramático es que este desorden en el buen uso del tiempo que nos fue dado, de sus frutos y obras (del
cual habremos de rendir cuentas) se genera hábito y puede arrastrarse toda la vida. Se convierte luego en
un estilo de vida de vagancia que nos hará llegar con las manos vacías al Juicio Final.

El segundo ámbito es el respeto al tiempo ajeno. No se trata solamente de llegar a la hora fijada como
una competencia a secas, sino de pensar en respetar los Derechos del prójimo. Esta virtud exige auto
disciplina y consideración hacia los demás. Las personas tienen derecho a disponer de su tiempo en
actividades mejores que esperarnos en una esquina o un café mirando su reloj durante una in-
terminable hora. Nuestra impuntualidad no es una señal de “distinción” como a veces creemos, sino
que puede generar, en la mayoría de los casos, una cascada de situaciones injustas hacia los demás.
Si por ejemplo nos demoramos en llegar a una comida porque nos entretuvimos con la computadora o
chateando con un amigo, tenemos que saber las posibles consecuencias. Esa hora de retraso generará
seguramente inquietud y nerviosismo en la dueña de casa que se preocupará si la comida se le pasará y
dudará en ofrecer o no algo para acortar la espera (que desmerecerá su cena). Tal vez hasta verá en parte
sus ilusiones de lucirse con la comida desvanecidas... Si toda la familia se ha organizado en reunirse para
ver el partido por televisión y nosotros llegamos en la mitad del partido, no sólo nos habremos perdido
los comentarios y el ambiente previo, sino que seguramente molestaremos al llegar interrumpiendo a
todos con los saludos.

82
Hay ocasiones que exigen el especial respeto y consideración de todos los miembros de la familia, porque
el buen clima dependerá de pequeños detalles con los cuales estamos obligados a colaborar. Si no contri-
buimos todos y cada uno en generar este clima, cualquier detalle puede echar todo a perder porque la
paciencia y buena voluntad de los demás se habrán agotado con nuestras desconsideraciones.
Si tenemos que salir juntos en familia para la misa de Nochebuena y nosotros llegamos sucios y con la
pelota de fútbol o la raqueta de tenis en la mano a las nueve de la noche, tenemos que saber que eso les
habrá generado seguramente mucha mortificación a nuestros padres que tenían derecho ese día tan
especial y único del año a poder hacer este programa de familia relajados y en paz y no tensionados
hasta último momento por nuestra injustificable demora. El llegar a último momento implicará que nos
ducharemos y dejaremos el baño empañado y no en óptimas condiciones para cuando volvamos de Misa,
lo que seguramente molestará mucho a nuestra madre que se había preparado para recibir a la familia esa
noche con la casa en óptimas condiciones. Esta actitud tan egoísta (que en este caso se proyectará en
nuestra impuntualidad) puede aún generar mal clima en la cena. Debido a nuestra injusta desconside-
ración y a los trastornos que causaremos inútilmente podremos arruinarles, en parte, la Navidad.
En ese caso el disponer de un margen de tiempo prudente para que nadie se inquiete por nosotros (y no
alterar los derechos de otros a disfrutar en paz) en fechas importantes como aniversarios, cumpleaños,
casamientos, etc., no sólo será puntualidad sino generosidad, orden, responsabilidad y justicia, lo que
redundará en la armonía familiar.

Lo cristiano es tener un alma fina que se preocupa por lo que generamos en el prójimo, no piel de
rinoceronte, gruesa, insensible e impenetrable, indiferente hacia los derechos y preocupaciones
ajenas.
Decir al otro por celular que llegaremos en “cinco minutos” cuando estamos a quince kilómetros del
lugar es una mentira anticipada en la mayoría de los casos. Si estamos llegando en coche, la única manera
de cumplir este plazo es que nos estemos bajando del auto ya estacionado y que el lugar de encuentro sea
a 50 metros y no tengamos que cruzar todavía ninguna avenida o tomar ascensores abarrotados.
Lo mismo cuando decimos “ya llegué” y no nos están viendo porque todavía estamos a dos cuadras. No
hay que confundir la realidad con una expresión de deseo. Querría tal vez llegar en 5 minutos, pero la
realidad es que recién estoy a 10 kilómetros del lugar y no me organicé para lograrlo. El llegar abarrota-
dos de excusas no cambiará para nada que nos hayamos apropiado del tiempo ajeno y se lo hayamos
hecho desperdiciar, lo que va más allá muchas veces de un simple acto de descortesía y desconsideración
al otro.
El dejar a un paciente durante horas sentado en un consultorio cuando tenía su turno confirmado y ha
viajado tal vez cientos de kilómetros para hacer la consulta siempre será una falta de respeto al tiempo
ajeno. Todos entendemos las urgencias, las operaciones imprevistas que pueden surgir, pero por ejemplo,
concretamente en muchos médicos es ya un hábito.
Personalmente en una oportunidad viajé 1.400 kms para una consulta con un oculista muy conocido a
quien además tuve que esperar 8 horas en el consultorio. Después me explicaron que era habitual en él,
que era su estilo de trabajar pero que era muy buen oculista. El nivel académico de una persona (que
puede ser excelente) no le exime de la virtud. En este caso, del respeto al tiempo ajeno. En estas
situaciones, las operaciones o imprevistos que pudieran surgir obligarán a cancelar los turnos con las
debidas explicaciones y los pacientes podrán disponer de todo ese día para tal vez visitar a un familiar
cercano que hace meses que no ven por la distancia, conocer la ciudad, salir de compras, etc.
Esto es también general en todos los espectáculos, ya sean deportivos (partidos, competencias) o cultu-
rales (conferencias, presentaciones de libros, etc.). Como es tan habitual que comiencen una o dos horas
más tarde ya las personas llegan, no al horario previsto, sino para no tener que esperar, otra hora más
tarde también, lo cual genera un caos. La gravedad de la impuntualidad entonces, dependerá de cada caso
y cómo la persona se vio afectada. No es lo mismo dejar plantada media hora a mi amiga del colegio a la
salida de clase (cuando le había pedido que me esperase) que llegar tarde a un asado de 10 personas
(donde probablemente habrán empezado después de esperarme una hora y todos comerán el asado pa-
sado por culpa mía) o que el Presidente de la Nación deje una hora en la antesala de su despacho a un

83
Cardenal, lo cual ya significa algo mucho más grave y más profundo como el desprecio a la institución
que representa.
En la vida de comunidad (desde la vida religiosa, un campamento en la montaña, una reunión de padres
en el colegio o de un simple consorcio del edificio) es importante respetar el tiempo y los horarios para
no interferir en el tiempo de los otros.

Lo contrario de la puntualidad es la impuntualidad. Una sociedad que recibe como único mensaje que
a nadie deberemos rendir cuentas de nuestra vida y menos el día del Juicio y de que nuestro “yo” es el
centro del universo, es evidente que no encuentra ya más sentido en respetar y hacerse cargo del buen
uso de su propio tiempo y menos de responder por haberse “apropiado” del ajeno.

84
La piedad

La virtud de la piedad es “un hábito sobrenatural que nos inclina a tributar a los padres, a la Patria
y a todo los que se relacionan con ellos el honor y servicio debido”.41
Dicho en otras palabras, es la amorosa disposición del corazón que nos lleva a honrar y servir a
Dios, a nuestra Patria, a nuestros padres y a todos los objetos venerables. Sto. Tomas la define
como “cierta manifestación de caridad que alguien tiene hacia los padres y hacia la Patria”.

La religión y la piedad nos conducen ambas al servicio de Dios, pero así como la religión lo considera
como el Creador, la piedad lo ve como a un Padre. Quien ve a Dios sólo como el Creador del universo,
siente hacia el respeto, admiración y reverencia que lo lleva a someterse a sus leyes libremente recono-
ciendo su soberanía. Pero la piedad es fundamentalmente una virtud del corazón, nacida del afecto,
del cariño de sabernos hijos, de entender que es un Padre y muy Padre nuestro el Señor que está
junto a nosotros y en los cielos.
La piedad es una virtud distinta de la caridad hacia el prójimo. Se funda en la estrechísima unión que
resulta de un mismo tronco o estirpe familiar común, mientras que la caridad se funda en los lazos
que unen con Dios a todo el género humano.
La verdadera piedad no está hecha de sensiblerías y gestos superficiales, debe nacer del corazón para que
sea fuerte, para que sea sólida. De ahí que San Agustín nos enseñe que la piedad es una virtud superior a
otras porque los padres son superiores a los hijos en jerarquía, autoridad y responsabilidad ante Dios.
Dios ocupa el primer lugar por ser nuestro Creador, luego viene la Patria y después vienen nuestros
padres que nos dieron la vida, el afecto y la educación y a quienes deberemos dejar, si somos llamados a
servir a Dios o a defender la Patria. Por la piedad, el hombre de bien, el corazón noble, está inclinado a
amar a Dios, a la Patria y a los padres más que a cualquier otra persona.
La piedad supera a la virtud de la justicia, aunque ambas están destinadas a regular las relaciones del
hombre con Dios y el prójimo. La virtud de la piedad se eleva por encima de la justicia porque nos inclina
a dar a Dios el honor y la gloria debida, no por ser el Creador sino porque lo consideramos nuestro
Padre. Con relación a la justicia, nos consideramos deudores, con relación a la piedad como sus hijos.
Pertenece a la religión dar culto a Dios y a la piedad darlo a los padres y a la Patria. El cuarto mandamiento
completo reza: “Honrar padre y madre si quieres que se prolonguen tus días en la Tierra que el Señor tu
Dios te da”. De ahí que la piedad infunda en nuestros corazones ese instinto sobrenatural que quiere para
nosotros el Padre.
Transcribo, como ejemplo de amor filial y de este orden, la carta que el mayor de la Fuerza Aérea Juan
José Falconier, copiloto del Lear Jet LR-35, matrícula T-24 muerto en la guerra de las Malvinas, dejó
escrita a sus dos hijos mayores:

“A Ñequi y Mononi:
Su padre no los abandona, simplemente dio su vida por los demás, por ustedes y vuestros hijos... y los
que hereden mi Patria.
Les va faltar mi compañía y mis consejos, pero les dejo la mejor compañía y el más sabio consejero,
a Dios; aférrense a Él, sientan que lo aman hasta que les estalle el pecho de alegría, y amen limpiamente;
es la única forma de vivir la “buena vida”, y cada vez que luchen para no dejarse tentar, para no alejarse
de Él, para no aflojar, yo estaré junto a ustedes, codo a codo aferrando el amor.
Sean una “familia”, respetando y amando a mamá aunque le vean errores, sean siempre solo “uno”,
siempre unidos.
Les dejo el apellido: “Falconier” para que lo lleven con orgullo y dignifiquen, no con dinero ni bienes
materiales, sino con cultura, con amor, con la belleza de las almas limpias, siendo cada vez más hombre

41
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 566.

85
y menos “animal”, y por sobre todo enfrentando la vida con la “verdad”, asumiendo responsabilidades
aunque les cueste sufrir sinsabores, o la vida misma.
Les dejo: muy poco en el orden material, un apellido: “Falconier”, y a Dios (ante Quien todo lo demás
no importa).
Firmado: PAPÁ.42

La Patria es la tierra de nuestros padres, de donde recibimos nuestra cultura e identidad. Es el lugar en
donde Dios quiso que naciéramos y que “labráramos y que cuidásemos”. No somos masivamente “to-
dos” por estar parados sobre un mismo territorio, ni son sólo “los pobres y los marginados” (como nos
quieren hacer creer ahora nuestros políticos) sino los que estuvieron, los que están y los que vendrán que
se identifican con los valores de nuestra identidad nacional. Nuestra Patria Argentina fue fundada católica,
de ahí que al hablar de Patria haya que hablar de su catolicidad y, si no se hace, es para arrancarnos las
raíces.
La revolución anticristiana sabe que, al aniquilarnos la familia y, por consiguiente, el amor a los padres,
liquidamos el amor a la Patria, que se transmite en una familia estable, unida, generosa, que engarza las
tradiciones de una generación con otra.
Y para ser “padre” no basta con engendrar. La verdadera paternidad implica responsabilidad frente
a la vida que traemos al mundo, su protección, su sustento, la educación, la preocupación y el desvelo
por marcarle el camino y darle un ejemplo. Un padre debiera marcarle con claridad a sus hijos el sentido
de la vida, y los hijos aprender a mirar al padre biológico para convertir luego ese mismo lazo natural
en lazo sobrenatural con Dios Padre… Hemos de ser piadosos como niños, porque los niños son
sencillos, y nosotros delante de Dios somos muy pequeños, como niños.
En el mundo pagano, si bien todavía no habían recibido la Revelación, eran respetuosos de los anteceso-
res y de sus antepasados, cuando ellos llegaban al mundo. La vida de los padres, la tierra en que se había
nacido, tenían un valor religioso. De ahí que, durante siglos, el peor castigo que se podía dar a un hombre
después de la muerte, era el destierro. Es antinatural al hombre que lo echen de su propia patria; de ahí
lo doloroso.

Bajo la Cristiandad, los padres son considerados como representantes de Dios, de quien procede toda
paternidad. El primer deber de los padres hacia los hijos es amarlos, de ahí que sintamos totalmente
antinatural que los padres no amen a sus hijos. Los padres deben además, cuidar que sus hijos tengan una
educación adecuada a su nivel social y cultural, darles buenos ejemplos y corregir sus errores. Los hijos a
su vez tienen la triple obligación de amor, reverencia y obediencia hacia sus padres.
Esto se deduce de la virtud que Santo Tomás llama “píetas”. Así como la religión nos obliga a rendir
culto a Dios, hay una virtud distinta que nos inculca la actitud que debemos tener hacia nuestros padres
en cuanto que a ellos les debemos la vida, la educación y el afecto.
Así como todos los hombres somos hijos de Dios, la virtud de la piedad nos exige un amor fraternal
entre nosotros. Una piedad con respecto al prójimo. Una manera de obrar franca y amable, una inclina-
ción a agradar, a perdonar las ofensas, que nos lleva a tener un semblante bondadoso, una conversación
benévola e inclinada hacia la cordialidad. Soportar con paciencia las flaquezas de los débiles y las miserias
de los imperfectos, reprimiendo el odio y los deseos de venganza que son dureza anticristiana.

Los pecados opuestos a la piedad familiar son: el amor exagerado a los parientes (por exceso) que
nos llevará a dejar de lado nuestros deberes de estado u obligaciones más importantes (por ejemplo no
responder al llamado de una vocación religiosa para no disgustar a los padres, abandonar continuamente
a nuestro marido para estar cerca de nuestra mamá que vive lejos, pasar el día visitando a nuestras her-
manas desatendiendo a nuestro hogar y nuestros hijos, dividir a las familias eligiendo tratar solamente
con una parte, etc.).

42
“Dios en las trincheras”. Rev Padre Vicente Martínez Torrens. Ediciones Sapienza. Pág.194.

86
Y la impiedad familiar (por defecto) que desatiende y se desentiende de los deberes de honor, reveren-
cia, respeto, ayuda económica y espiritual debido a los padres (pudiendo cumplirlos).
Con referencia a la Patria, se oponen: el nacionalismo exagerado (que desprecia con palabras y obras
a todas las demás naciones que no sean la propia) y el cosmopolitismo de los hombres sin Patria, los
hoy llamados (lamentablemente) hasta con orgullo “ciudadanos del mundo”.

En la medida en que hayamos aprendido a amar a nuestros padres, estaremos en condiciones


de amar a la Patria y a Dios Padre. Es por eso que la revolución anticristiana ha hecho tanto hincapié
en destruir a la familia y desautorizar a los padres, para cortar los lazos que unen al hombre no sólo
a su Dios Padre (a quien representan los padres en esta tierra) sino a su Patria, a la que los
enemigos extranjeros pretenden dominar.

87
El patriotismo

La virtud del patriotismo es la que “reconoce lo que la Patria le ha dado y le da. Le tributa el honor
y el servicio debidos, reforzando y defendiendo el conjunto de valores que representa, teniendo
a la vez por suyos los afanes nobles de todos los países”43.
Dicho en otras palabras, el Patriotismo es el amor a la Patria, que es la tierra de nuestros padres.

Santo Tomás la coloca dentro de la virtud de la virtud de la Piedad, la “píetas”, virtud que regula
nuestros deberes de reverencia y honor para con los padres y la Patria en el cuarto mandamiento: “Honra
a tu padre y a tu madre, como el Señor, tu Dios, te lo ha mandado, para que tengas una larga vida y seas
feliz en la tierra que el Señor, tu Dios, te da.” (Det 5,16).
Esta noble virtud de la piedad nos hace deudores de ambos y depende de la justicia, que es el “dar a cada
uno lo que es debido”. El orden por lo tanto es: justicia, piedad, patriotismo. O, dicho de otra manera, la
justicia es como la “abuela” del patriotismo, porque tanto la Patria como los padres tienen derecho a
ser queridos y honrados por sus hijos, ya que después de Dios es a ellos a quienes más le debemos y de
quienes más hemos recibido.
Dios, Patria y Padres conforman la paternidad total. Este amor y reverencia que ellos nos generan
es lo propio de toda alma noble y bien nacida. El patriotismo es una de las virtudes más atacadas hoy en
día, aun desde los ámbitos del gobierno, y si se habla de él es para ridiculizarlo.
La palabra “patria” proviene de “patre” (padres). Al hablar de Patria estamos hablando de una herencia
que hemos recibido, mientras que la “Nación” se refiere al futuro. Si la Patria es una herencia, la Nación
es una misión a realizar. Pasado y futuro son los conceptos de Patria y Nación. La Patria no sólo son los
símbolos patrios, la Bandera, la Escarapela o el Himno Nacional. Estos la representan, pero ellos solos
no son la Patria. Tampoco es solamente un territorio hasta las fronteras físicas. La Patria tiene un
cuerpo, pero también tiene un alma.

Patria física es el territorio. Aunque nos vayamos lejos, siempre llevaremos dentro de nosotros la imagen
de una determinada geografía, de un territorio donde habremos crecido y donde nos habremos arraigado
como lo hace el árbol a la tierra para echar sus raíces y poder desarrollarse, crecer y dar frutos. De ahí
que lo primero que la Patria exige sea un territorio en donde enraizarnos. La idea nace en el Génesis:
“Tomó pues, Jahvé Dios al hombre y lo llevo al jardín del Edén para que lo labrara y lo cuidase”.
(Gen II 15).
Para el hombre antiguo y clásico, la Patria era algo muy concreto, muy real. Para Cicerón, la Patria era “el
lugar donde se ha nacido”. Para los griegos, la Patria se asentaba en una tierra determinada. Los romanos
hablaban de “la terra patrum”, la tierra de los padres, y se sentían inseparablemente ligados a la tierra
de sus antepasados. Cuando Rómulo fundó Roma llevó consigo tierra de su patria natal y de sus dioses.
De ahí nace el concepto de “extranjero”, el que no pertenece a la tierra patria y de ahí que, durante siglos,
el destierro fuera el peor castigo que se podía dar a un hombre después de la muerte.
Pero la Patria es además una casa, un hogar. Como lo describe el P. Alberto Ezcurra: “Cuando pensamos
en la Patria, en el territorio físico de la Patria como en la casa de nuestra familia grande, podemos pensar
más bien en aquella casa solariega, en aquella casa en la cual la familia se aquerenciaba y tenía historia en
sus paredes, en sus árboles, en sus muebles; en aquella casa que había sido habitada durante generaciones,
en la cual se arraigaba de una manera profunda el corazón de una familia”.44

La Patria espiritual es el patrimonio cultural, una asociación espiritual unida por los mismos lazos,
históricos, culturales, religiosos, nacionales. Son los argentinos que viven en ese territorio, más los que lo
han labrado y trabajado. Los presentes que con su esfuerzo diario la sostienen de pie y la llevan adelante.

43
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág. 443.
44
“Las siete virtudes olvidadas” R.P Alfredo Saenz. Ed. Gladius. Pag.401

88
Los que han honrado y han muerto por esa tierra, por esa cultura y esas tradiciones. Los que algún día
vendrán a trabajar y luchar pero todavía no han nacido más los que vendrán después, en un futuro, pero
que también tienen derecho a recibirla en su integridad y no cercenada porque pasó por nuestras
manos. Todo este cúmulo cultural de principios y valores a defender es la Patria espiritual.
Como bien lo describe Jean Ousset: “Recibimos por así decirlo, a granel, el capital material, la herencia
espiritual, intelectual y moral que nos han dejado nuestros abuelos. Ese capital, esa herencia constituye la
patria... Esa unidad humana durable que es la nación, esta continuidad en el tiempo de las generaciones
pasadas, presentes y futuras, sólo puede hacerse sobre los valores, que por ser verdaderos y eternos son
también los que aseguran vida y duración a las sociedades fundadas sobre ellos”45.
La lengua es la expresión más notoria de este patrimonio cultural y probablemente la lengua patria el
mejor medio para transmitir la cultura y el legado cultural que se hereda de los antepasados. La revolución
anticristiana, en su intento de destruir nuestra cultura, ha dado el golpe mortal sobre el lenguaje escrito
(y por ende hablado) en la educación, justamente para romper este eslabón de transmisión de la cul-
tura de una generación a otra.
La juventud actual no conoce su idioma, no tiene vocabulario y esto le impide comunicarse. Se expresa
sólo con monosílabas y de una manera totalmente rudimentaria. Este conocimiento tan primario del
lenguaje los condicionará a una manera primaria de pensar porque ya no podrán manifestar ni sus ideas
ni sus pensamientos. En el orden del embrutecimiento de la persona y de la destrucción de la cultura este
es un puntal clave, porque los jóvenes captarán más de lo que serán capaces de expresar y las palabras no
les alcanzarán para dar a entender sus ideas y sentimientos, lo que les generará una enorme frustración
espiritual y psicológica.
No es igual poder expresar que uno está triste con todos los matices que ello conlleva a decir
que a uno le da “cosa”. No es lo mismo expresar que uno tiene temor ante la muerte y el propio juicio,
con todos los matices de la lengua, que decir que uno tiene “cuiqui”. No es lo mismo decir que algo nos
da vergüenza que decir que nos da “cosa”. Los llevan adrede a manejarse con sólo 200 palabras del idioma
y a desconocer la belleza de los matices que encierra nuestra lengua de más de 10.000 vocablos. Podemos
decir, además, que nuestra familia y todas las familias que viven en esta tierra conforman la Patria
grande.

Hemos visto que a “la Patria no se la elige sino que se la honra. Cuán equivocado estuvo Rousseau al
decir que la Patria es un “contrato social”. No somos miembros de la Patria por un contrato colectivo.
La Patria no es comparable a un partido político o a un club deportivo, a los cuales podemos afiliarnos o
de los que podemos retirarnos libremente. No es así la Patria, un contrato que se puede romper, un
contrato rescindible. La Patria me viene con el nacimiento, previamente a toda elección mía voluntaria.
Es, pues, una mentira del liberalismo, la del contrato social, pero también lo es del marxismo, con sus
“proletarios del mundo unidos”, tan apátrida como aquel. La Patria es una realidad anterior y superior a
las clases sociales. Puedo cambiar de clase, pero no de Patria”46. La revolución cultural ha impuesto para
combatirla el llamado “ciudadano del mundo”, concepto creado por el nuevo orden mundial para que la
persona no se sienta que pertenece a ninguna Patria en especial y sienta menos violencia cuando ellos
se la quiten.
Cuanto más profundas sean las raíces, más recursos tendrá la planta para sobrevivir. De la misma manera,
cuantas más raíces tenga una persona, mejor podrá resistir los embates de los enemigos de su cultura,
como ya hemos especificado en una anécdota muy ilustrativa en otro capítulo. De ahí que sea urgente
educar a los jóvenes en el amor trascendente de la Patria, para que sepan anteponer el bien nacional a sus
intereses personales, particulares o sectoriales.
Ya Aristóteles en su libro sobre Política explica que las virtudes políticas no se improvisan (como nada
de lo que requiere aprendizaje e información) y así es indispensable que la autoridad pública procure
adiestrar a los niños para su futura actuación ciudadana. Santo Tomás, comentando la doctrina aristoté-
lica, también afirma la necesidad de un plan educativo común a todos los jóvenes para que la formación

45
“Las siete virtudes olvidadas”. R.P Alfredo Saenz. Ed. Gladius. Pag.41
46
“Las siete virtudes olvidadas” R.P Alfredo Saenz. Ed. Gladius. Pag.413

89
política en la sociedad sea homogénea. No es que desautorice el lugar prioritario de los padres en la
educación, sino reforzar la idea de que la educación pública y común debe estar enriquecida por las vir-
tudes patrióticas relacionadas con el Bien Común.
Si bien es cierto que los padres son los primeros educadores, los gobernantes debieran tener al menos la
actitud paternal en orden a los ciudadanos por ellos gobernados. De ahí resultará que un buen católico
será siempre el mejor ciudadano, sometido a la autoridad civil legítima constituida en cualquier forma de
gobierno. De ahí concluimos que la educación, ya sea pública como privada, no puede desinteresarse de
la formación del espíritu patriótico que genera el Bien Común. La revolución anticristiana ha penetrado
en la educación y socavado estos valores que estaban en la médula de los jóvenes argentinos, para lograr
sus fines de dominación sobre las personas.

El cristiano debe amar la Patria por dos motivos:


Por la virtud cristiana de la piedad, que está implícita en el 4to mandamiento y nos manda honrar,
venerar y respetar a los padres y a la Patria, es decir, a aquellos de quienes recibimos la vida, los alimentos,
la educación, la lengua, la raza, la fe y toda nuestra cultura. El amarla no es una opción, sino un mandato
del cielo. Después del apostolado de trabajar por la salvación eterna de los hombres, el trabajar por el
Bien Común de la Patria es el más alto ejercicio de caridad que une los dos amores: Dios y el prójimo.
Solamente el cristianismo lleva al patriotismo a su plenitud, ya que quien no ve en la defensa de la Patria
los valores trascendentes y se reconoce peregrino en esta tierra, corre el peligro de caer en un naciona-
lismo pagano (agarrado solamente al suelo como si fuese la Patria definitiva) abierto a desviaciones.
El P. Castellani lo expresó de esta manera:
Amar a la Patria es el amor primero
Y es el postrero amor después de Dios
Y si es crucificado y verdadero
Ya son un solo amor, ya no son dos.
Y San Agustín:
Ama siempre a tus prójimos,
Y más que a tus prójimos, a tus padres,
Y más que a tus padres, a tu Patria,
Y más que a tu Patria, ama a Dios.
El amor a la Patria es el punto de equilibrio entre el amor a nuestra familia, a los nuestros y el amor a la
humanidad. No se puede amar ni respetar a otras Patrias si no se ha aprendido a amar la propia primero.
Hay quienes se preocupan por los problemas de la humanidad, del hambre de otros países, pero son
incapaces de amar el lugar en donde Dios ha querido que nacieran. No hay amor verdadero de lo anónimo
y, mientras más se ama lo anónimo, menos se ama a los hombres en concreto, y esto sirve para las
personas y sirve también para las patrias.
El patriotismo no es alérgico a la integración con otras naciones, lo que le rechaza es el diluirse en un
cosmopolitismo vago y desencarnado. Esta integración nosotros los argentinos la podemos soñar con
los países hispanoamericanos, con quienes tenemos las mismas raíces grecolatinas ibéricas católicas.
Aquella unidad en la diversidad, propia de las patrias cristianas europeas que fue la Cristiandad (hoy en
plena decadencia y apostasía) ha dejado sus hijos en Hispanoamérica tal vez con una misión que la Pro-
videncia quiera asignarnos de reconstrucción...

“Es inútil soñar. Uno podría decir: ¡Cómo me hubiese gustado nacer en tal país, vivir en tal siglo, en tal
lugar de la historia con tales obispos, con tales gobernantes! Pero este es nuestro tiempo, este es nuestro
lugar, el querido por Dios. Lo que debemos amar (digámoslo siguiendo el verbo del P. Escurra) es esta
Patria nuestra que nació cristiana, que amaneció como un sueño en la mente de los Reyes Católicos, que
surcó el océano en las carabelas de Colón, que vio desplegar el celo de los misioneros y el coraje de los
conquistadores. Es ésta la Patria que debemos amar, la Patria de nuestros próceres, los auténticos, aque-
llos que cuando salían al combate, como San Martín y Belgrano, le ofrecían a la Santísima Virgen su
bastón de mando y le dedicaban sus victorias. La Patria de los gauchos, en quienes se encarnó algo del

90
espíritu de la Caballería, ese espíritu generoso y desinteresado, del amigo capaz de tender la mano, capaz
de jugarse en las patriadas. Esta es nuestra Patria concreta. Y también la constituyen aquellos inmigrantes
honestos, que vinieron para arraigarse en nuestra tierra y que, con su trabajo, abrieron surcos a fuerza de
sacrificios, haciendo vergeles de los páramos. Muchas veces sus hijos y nietos fueron más patriotas que
los nacidos en la tierra. También ellos son la patria”47.

Y ya en un lenguaje más actual el P. Ezcurra (haciendo referencia a una anécdota de su vida) nos cuenta
que, estando en Río Gallegos con motivo de la movilización por el problema del Beagle, cuando el peligro
de la guerra ya había cesado, una noche, cenando en una estancia, le preguntó al dueño de casa;
- “Dígame, ¿usted nunca tuvo miedo? – El viejo se quedó pensando y después dijo:
- Si, una noche tuve miedo. Acá, cuando uno planta un árbol en esta tierra dura y de vientos fuertes, no
lo planta para uno, lo planta para los hijos, para los que van a venir. Aquellos álamos de allá los plantó
mi padre, aquellos cerezos grandes los plantó mi abuelo hace ochenta años. Y yo un día me puse a pensar:
si hay guerra, van a bombardear donde hay árboles. Y si destruyen estos árboles que plantaron mi padre
y mi abuelo, yo que tengo 62 años y no tengo hijos, ¿me animaría a hacerlos crecer de vuelta? Tuve miedo
y me quedé dando vueltas en la cama hasta las tres de la mañana. Y a las tres de la mañana dije: “Empezaré
de nuevo”. Comenta Escurra que jamás vio un patriotismo expresado de una forma más sencilla. Aquel
hombre amaba a la tierra porque había sido hecha con el sacrificio de los padres y de los abuelos. No era
sólo un pedazo de tierra. Era su Patria, la tierra de sus padres.”48

De ahí que amar a la Patria sea también un deber de Justicia, al darle “a cada uno lo suyo, lo que le
corresponde, a lo cual tiene derecho”, y la Patria tiene derecho a ser querida y defendida por sus propios
hijos, aunque éstos sean capaces de ver sus miserias. El amor patrio no debe ser ingenuo sino crítico. Así
amó Sócrates a Atenas y Dante a Florencia. Belgrano murió exclamando “¡Hay Patria mía!” Y José An-
tonio al referirse a España decía:
“Nosotros no amamos esta ruina, a esta decadencia de nuestra España física de ahora. Nosotros amamos
a la eterna e inconmovible metafísica de España”49.
Cristo también amaba a su Patria y lloró pensando en la ruina de Jerusalén y Juan Pablo II, cuando era
todavía arzobispo en Polonia, se expresaba así a sus fieles: “No nos desarraiguemos de nuestro pasado,
no dejemos que éste nos sea arrancado del alma. Es éste el contenido de nuestra identidad de hoy. Que-
remos que nuestros jóvenes conozcan toda la verdad sobre la historia de la nación, queremos que la
herencia de la cultura polaca, sin desviación de ninguna clase, sea transmitida siempre a las nuevas gene-
raciones de polacos. Una nación vive de la verdad sobre sí misma, tiene derecho a la verdad sobre sí
misma y, sobre todo, tiene derecho de esperarla de quienes educan... No puede construirse el futuro más
que sobre este fundamento. No se puede forjar el alma del joven polaco si se lo arranca de este suelo
profundo y milenario. Por esta razón nosotros, en este lugar, elevamos una oración por el futuro de
nuestra Patria, porque nosotros la amamos. Ella es nuestro gran amor. Que nadie se atreva a poner en
tela de juicio nuestro amor a la Patria. Que nadie se atreva.”50

¿Por qué tenemos que defenderla y por qué el patriotismo es una virtud?... Porque de la misma manera
que si alguien nos tira una trompada a la cara, el brazo instintivamente (como miembro del cuerpo) se
levanta a defenderlo (aunque lo quiebren), nuestra patria amenazada exige la misma reacción de sus hijos
para defenderla... Si ésta es una reacción instintiva de un cuerpo en el ámbito natural, mucho más lo será
de la Patria que conlleva aún un cuerpo espiritual. Nuestra querida Argentina hoy está atacada por
invasiones peores que la de los ingleses en el siglo pasado. Hoy, bajo la excusa de la globalización, sufri-
mos la invasión cultural. Pío XI, en la misma Encíclica que condenó al comunismo, condenó “el impe-
rialismo internacional del dinero” que erosiona y presiona contra la soberanía de las naciones.

47
“Las siete virtudes olvidadas”. R.P Alfredo Saenz. Ed.Gladius.Pag.417
48
“Las siete virtudes olvidadas” R.P Alfredo Sáenz. Ed. Gladius.Pag.437
49
“Las siete virtudes olvidadas” R.P Alfredo Sáenz. Ed.Gladius.Pag.439
50
“Las siete virtudes olvidadas”. R.P Alfredo Sáenz. Ed.Gladius.Pag.445

91
¿Y cómo logran nuestros enemigos destruirnos?... «Ante todo, mediante la pérdida de nuestra soberanía
cultural. Asistimos a una inteligente campaña de vaciamiento en dicho campo, una auténtica invasión
cultural, sobre todo a través de los medios de comunicación, que van haciendo de nuestros jóvenes una
masa homologada e informe, sin ideales, sin memoria, sin tradiciones, sin amor a la Patria. Y ello con una
música de fondo que, al mismo tiempo que aturde, vacía de ideas las cabezas. No será ya una invasión
armada. Es una invasión pacífica, silenciosa, pero tremendamente eficaz. Será menester enfren-
tarla consolidando el ser nacional. Porque si un pueblo tiene arraigado su espíritu en las raíces más
profundas de la cultura, de la tradición, de la propia lengua, ese pueblo nunca será dominado, porque el
espíritu es más fuerte que la materia.
Se quiere, asimismo, destruir la familia. Lo están haciendo mediante la propagación del divorcio, con la
consiguiente burla de la fidelidad hasta la muerte, propia del matrimonio, la pornografía, el fomento de
la rebelión de los hijos en contra de sus padres, el permisivismo de estos últimos, el envenenamiento del
alma de los niños, la escuela sin Dios... Cuando uno de los llamados “chicos de la calle” comete un delito,
se lo mete en la cárcel, pero no se mira por qué ello sucedió. Ese chico no tuvo familia, no se le inculcó
la moral, se le quitó la enseñanza religiosa, no se le explicó el sentido de su vida, de dónde viene y a dónde
va... Junto con el vaciamiento cultural y la destrucción de la familia viene lo más grave, el atentado contra
la religión que nos dio luz. Recordemos que ya hace años decía el Presidente Roosevelt, refiriéndose a las
Patrias de Ibero América: “Creo que será larga y difícil la absorción de estos países por los Estados Unidos
mientras sean países católicos”. La unidad de fe y el espíritu del catolicismo constituían el principal obs-
táculo para sus planes de hegemonía... La tarea destructiva llega principalmente por la enseñanza, sobre
todo de la historia. No se enseña la historia verdadera. Bien saben los pedagogos que los niños aprenden
sobre todo por el ejemplo... Con facilidad se exaltan próceres equívocos, que frecuentemente vivieron de
espaldas a la patria, que admiraban todo lo que venía de los Estados Unidos, de Inglaterra o de la Francia
revolucionaria, de cualquier lado menos de donde habíamos recibido la fe, la cultura y la lengua, que
creyeron que la Independencia de la Madre Patria no fue la separación de un hijo llegado a su madurez,
sino el repudio de todo lo que nos vino de España, incluida la fe católica.

Ha dicho Castellani: “no es un mal que en la Argentina haya habido traidores y traiciones; el mal está en
hacer estatuas a los traidores y adorar traiciones”... Los santos y los héroes están siendo reemplazados
por los ídolos, los ídolos de la farándula, de la publicidad, de la televisión, de la música, del deporte, de
las películas. Tales son los ejemplos que se proponen a los jóvenes. Frente a esta situación dramática de
un país que parece abocado a su propia demolición por la ruptura con las fuentes de su tradición no nos
queda, como dice Caturelli, sino reafirmar más que nunca el concepto cristiano de la Patria...
El nacionalismo surge y es legítimo cuando la patria esta envenenada, cuando se la arremete seductora-
mente desde afuera y también desde dentro para hacerla cautiva. El imperialismo de hoy, que a eso pre-
cisamente tiende, sabe muy bien que a una patria no se la cautiva con las armas simplemente, si antes no
se la ha vaciado de contenido, no se la ha desvertebrado, descerebrado. Antes que matar el cuerpo,
hay que matar el alma»51.

Todas las patrias cristianas deben ser defendidas ya que todas ellas conservan una parte de herencia de la
Cristiandad. Aunque hubiese un 90% de argentinos que no les importase que nuestra Patria llegase a ser
una estrella más de alguna bandera extranjera, el 10% restante tendría el derecho y el deber moral de
defenderla aún con las armas, como en el Paraíso, en donde Dios puso un ángel, no con una guitarra
eléctrica... sino con una espada... Rogamos para que la Santísima Virgen, quien se empecinó en quedarse
con nosotros (y no hubo bueyes que pudieran moverla) se haya vestido con nuestra bandera para liderar
esta colosal batalla que nos espera.

51
“Las siete virtudes olvidadas” R.P Alfredo Sáenz. Ed. Gladius.Pag.460

92
La lealtad

La lealtad es una virtud que “acepta los vínculos implícitos en su adhesión a otros (amigos, jefes,
familiares, patria, instituciones, etc.) de tal modo que refuerza y protege a lo largo del tiempo,
el conjunto de valores que representan”52.
Dicho en otras palabras, la lealtad es la virtud que nos lleva a mantener los vínculos y compromisos que
hemos contraído con los demás (Dios, Patria, principios, doctrina, superiores, jefes, patrones, afectos,
familiares y amigos) protegiendo y reforzando los valores que hay en ellos.

“Nada hay comparable a un amigo fiel. Su precio es incalculable” nos dice Dios en el Eclesiastés (Ec 5,
1). Porque la lealtad es la virtud propia de los hombres de bien, y nos habla de estabilidad emocional, de
constancia en los afectos, de responsabilidad en los lazos y compromisos contraídos, de seriedad en
nuestra palabra empeñada. La lealtad tiene que ver con los procederes. Es racional. Se elige libremente
ser leal y se paga el precio por ello. No hay términos medios, o se es leal o se es traidor, porque lo
opuesto a la lealtad es la traición.
La lealtad es diferente al compromiso. Podemos decir que la lealtad es la causa que nos lleva a tomar los
compromisos. Una persona es leal cuando protege, apoya y defiende valores que promueve la institución
a la que se haya vinculado. La Iglesia, la Armada, el Ejército, una institución, un colegio, un club o una
familia. De ahí que, cuando el buen nombre o el honor de una institución a la que se pertenecen y que
uno ama es atacado, la obligación moral de quienes la amamos es defenderla. Por supuesto que no es lo
mismo referirse a la Iglesia, a la Patria, a un movimiento de parroquia, a un club de deporte o a una
agrupación de trabajo. Como en todo hay escalas de respuestas a cada caso. Nadie me pide que dé la vida
por el club de golf. Pero en el caso de que se tratase de la Iglesia, quienes la integran deben defenderla
hasta el martirio físico o espiritual. En el caso de las Fuerzas Armadas (que defienden el patrimonio físico
y cultural de la Nación) quienes la integran han jurado ante la bandera defender a la Patria hasta entregar
su vida por ella y, si ésta es amenazada, entonces será necesario ofrendarla.

La lealtad es una virtud relacionada con la veracidad. Si lo que defendemos no es ni bueno ni verdadero
ya no será lealtad, sino complicidad que, además de ser un arma de doble filo, no es virtud sino error e
injusticia. En el caso de que surgiere un conflicto con un amigo y nuestro club de siempre, la lealtad nos
llevará a decidir con objetividad (según la importancia de los valores en juego) no caprichosamente, a
favor de nuestro amigo o en defensa de nuestro club. La lealtad no implica que un amigo apañe o sea
cómplice de otro en su falta de responsabilidad en el estudio o en el trabajo, en la droga o en la homose-
xualidad, para que el padre no se entere. Eso no es lealtad sino grave complicidad, que además implica
una grave responsabilidad ante Dios y el prójimo. La corrección fraterna es el primer deber de la
caridad.
Las palabras vincularse o pertenencia son muy importantes para la lealtad. Hay vínculos explícitos y
evidentes como pertenecer a la misma institución, otros serán implícitos como la familia y no será nece-
sario aclararlos. Una persona es leal cuando mantiene un compromiso y se siente que pertenece o está
vinculada a una determinada familia, colegio o club, enfrentando las consecuencias de sus actos para
mantenerse fiel a ellos y sin cambiarlos por mejoras superficiales o traicionar lo que se ha propuesto.
La verdadera lealtad aflora cuando hay contratiempos, ataques, traiciones, equivocaciones o malas deci-
siones. Será lealtad no irse a jugar al fútbol caprichosamente por otro club que no sea el nuestro aunque
nos convenga más porque es un club mejor. No irnos a trabajar con la competencia por una mínima
diferencia que no nos cambiará la vida. Si me independizo de una empresa y me voy por cuenta propia
no será lealtad aprovecharme valiéndome de toda la información aprendida confidencialmente. La lealtad
exige cierta renuncia a una mejora en aras de la fidelidad, de la gratitud, de otros valores que no
se miden con el dinero.

52
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág.239

93
Nos vendrán momentos de dudas y de angustias, de olvidos y traiciones, tal vez hasta de persecuciones
y castigos, pero la regla del bien obrar, que es la de la verdad y de la lealtad, tarde o temprano tendrá su
recompensa cuando blanqueamos nuestras intenciones. Nuestro Señor nos lo avala en el Evangelio
cuando dice: “Dichoso el criado a quien su amo, cuando llega, lo encuentra cumpliendo con su deber”.
(Mat. 24, 45-46).

La máxima: “El que avisa no es traidor” tiene cierta rectitud, pero... le falta hidalguía Si aviso y comu-
nico que me voy a trabajar a otra empresa porque me han mejorado las condiciones laborales, a jugar en
otro equipo que no sea el de mi club por un determinado motivo, no falto a la lealtad, pero el despreciar
lo que otros me han enseñado durante años por una poca mejora simplemente material que no me cam-
biará la vida es una actitud de poco vuelo.
Cuando expongo las razones y los motivos que me hacen inclinarme en una determinada actitud no
traiciono. No actuó con engaño, sino que pongo las cartas sobre la mesa. Pero hay una instancia supe-
rior, que es la lealtad, que me lleva a sacrificar algo que me puede beneficiar y me inclina a
quedarme (mis compañeros de trabajo, mi socio en los momentos difíciles, la empresa que me enseñó
y pagó por mis errores y aprendizajes durante años, la institución que me dio posibilidades de crecimiento
o mis compañeros de equipo que tanto me apoyaron al comenzar mi carrera deportiva) aun a costa de la
pérdida de mejoras.
La lealtad no se limita al “toma y daca”. La lealtad surge de una obligatoriedad moral interior y se
asume libremente. Digamos, el ir como veletas, sin arraigo, y al salto continuo de lo que nos brindará
solamente mayores beneficios económicos no es la actitud superior de una persona leal y será mezquino
de nuestra parte el no devolver en la medida en que hemos recibido.
Un ejemplo conocido (aunque muy imperfecto para un humano) de la lealtad es un perro o un caballo.
Si bien los animales actúan por instinto, si le aseguramos a un perro la comida y cierto bienestar sabemos
que no nos traicionará por otro amo que lo alimente mejor y no nos morderá. Es antinatural que un perro
muerda a su dueño, quien le brinda afecto, lo alimenta y lo protege. El hombre es capaz de traicionar
pero, como hijo de Dios que es, también es capaz de actuar de manera muy superior a los animales que,
si bien son fieles por instinto, no saben ni lo que arriesgan ni lo que ponen en juego, y el hombre sí.
El dolor de experimentar la traición humana lo expresa bien el corazón de Dios cuando dice en boca del
profeta Isaías en el Antiguo Testamento, preanunciando a Cristo: “Crié hijos, y los engrandecí, y ellos se
rebelaron contra Mí. El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su Señor”. (Is. 1, 2-3).
El ansia de superación personal es lícita y no es incompatible con la lealtad. La necesidad de superarse o
aun de ser el primero, no implica necesariamente arrogancia o soberbia; puede responder a una profunda
necesidad espiritual de lograrlo través de una entrega absoluta y en competencia leal con los demás
compañeros de clase, de deporte o de cualquier otra actividad. Escuchar atentamente a los maestros,
estudiar en los libros para ahondar conocimientos y tomar conciencia del placer que se siente al compartir
lo que se sabe con los demás, puede desarrollarse en un ámbito de sincera lealtad.
En el caso de un soldado o militar, donde la lealtad juega un papel fundamental y donde la ausencia de
esta virtud tiene consecuencias desastrosas, ellos obedecen por disciplina. No debiera ni ponerse en duda
una orden recibida por el superior, pero la rectitud moral de los superiores debería ordenar todas
las órdenes de un militar. Esto generará una relación de lealtad recíproca. Porque ambas partes com-
partirán los principios de honor. Esto hace que la obediencia sea la primera virtud de un soldado. Por
medio de la obediencia se consolida la confianza y la lealtad entre los jefes y los subalternos, modela el
espíritu de cuerpo de la unidad militar alrededor de una sola voluntad que no debiera traicionar y debiera
cubrir las espaldas de sus subalternos.
Cuenta la historia que dos amigos combatían en Francia en un campo de batalla en la misma compañía.
Al encontrarse uno de ellos con riesgo de muerte bajo el fuego enemigo, el otro pidió permiso a su
superior para ir a rescatarlo, aun sabiendo que tendría pocas probabilidades de sobrevivir. Al llegar hasta
él, lo encontró muriéndose y lo arrastró hasta un lugar más seguro. No pudo salvarle la vida, pero sí pudo
oír de boca del soldado amigo moribundo las palabras que lo justificaron todo: “Sabía que vendrías,
presentía que vendrías…”

94
El pecado contrario a la lealtad es la traición, el quebrantar la lealtad o fidelidad que debemos tener a
nuestro Dios, a nuestros principios, a nuestros afectos y a las personas que confían en nosotros No hay
términos medios, o se es leal, o se es traidor, aunque las traiciones muchas veces aparentemente no sean
de gran envergadura. A partir de Judas con su traición a Cristo esta miseria humana es considerada natu-
ralmente como una de las más bajas. Tanto es así que nadie ha puesto ni pone ese nombre a un hijo.

95
El valor

El valor es una virtud que nos capacita y nos prepara el ánimo para enfrentar las dificultades, los
peligros y los obstáculos que se nos presentan en la vida ayudándonos a superar el miedo.
El valor es hijo de la fortaleza, que la asiste para resistir y afrontar los peligros que se presentan.
La naturaleza humana, debido al instinto de conservación que le ordena cuidar su vida, responde ante el
peligro y se defiende sintiendo miedo, porque advierte que algo grave o irreversible puede pasarle. Natu-
ralmente, toma conciencia de la amenaza que tiene frente a ella y del riesgo que corre su vida o su persona.
Ser fuerte y valiente no es lo mismo que no tener miedo. El miedo es lícito. El valor es la virtud que vence
al miedo cuando el motivo a defender lo vale. No es la ausencia del miedo, sino vencerlo porque la
causa lo vale. Sirva como ejemplo de lo que decimos el texto de la carta que en medio del combate de
la Guerra de las Malvinas en 1982 escribió el sargento Acosta (fallecido) para su hijo:

“PUERTO ARGENTINO 2/6/82.


Querido hijo Diego, ¿Qué tal muchacho? ¿Cómo te encuentras? Perdóname que no me haya despedido
de ti, pero es que no tuve tiempo, por eso te escribo para que sepas que te quiero mucho y te considero
todo un hombrecito y sabrás ocupar mi lugar en casa cuando yo no estoy. Te escribo desde mi posición
y te cuento que hace dos días iba en un helicóptero y me bombardearon, cayó el helicóptero y se incendió,
murieron varios compañeros míos pero yo me salvé, y ahora estamos esperando el ataque final.
Yo salvé a tres compañeros de entre las llamas. Te cuento para que sepas que tienes un padre del que
puedes sentirte orgulloso y quiero que guardes esta carta como un documento por si yo no vuelvo, o si
vuelvo para que el día de mañana cuando estemos juntos me la leas en casa.
Nosotros no nos entregaremos, pelearemos hasta el final y si Dios y la Virgen lo permiten, nos
salvaremos. En estos momentos estamos rodeados y será lo que Dios y la Virgen quieran. Recen
por nosotros y fuerza hasta la victoria final. Un gran abrazo a tu madre y a tu hermana, cuídalos mucho,
como un verdadero Acosta.
Estudia mucho.
“VIVA LA PATRIA”
Cariñosamente.
Ramón Acosta.” 53

Que una persona se anime solamente a enfrentar un peligro tampoco quiere decir que sea un valiente. Lo
que hace que el valor sea virtud es la defensa de un bien mayor, como los jóvenes que, encontrándose
ya a salvo y afuera, volvieron a entrar en la discoteca en llamas para salvar a los demás. O el salvavidas
que se arroja a las aguas embravecidas del mar para salvar a una persona a punto de ahogarse. Como en
estas y otras muchas circunstancias similares, cuando un hombre despega en un avión para combatir en
una guerra sabiendo que probablemente no volverá pero que está defendiendo a su Patria, su soberanía
y la causa lo vale, entonces el valor se convierte en heroísmo. Los argentinos contamos, entre otros
tantos héroes anónimos, con los aviadores de la Fuerza Aérea Argentina y de la Armada, quienes escri-
bieron una página de gloria, valor y coraje durante la guerra de las Malvinas en 1982, enfrentando con
heroísmo y altísima moral al enemigo que debieron combatir.
A través de nuestras vidas tendremos cotidianamente oportunidades de desarrollar actitudes valientes sin
necesidad de tener que estar arriesgando la vida, pero que necesitarán también su cuota de valor. Necesi-
taremos una buena cuota de valentía para examinar nuestra conciencia y confesarnos (y ver las miserias
que no queremos ver). Para reconocer nuestras faltas ante terceros y pedirles perdón. Para corregir a
nuestros empleados o subalternos cuando lo debemos hacer porque han faltado a su deber (y preferiría-
mos dejarlo pasar, jugar a ser amistosos y no decir nada). Para no hacer sistemáticamente la “vista gorda”
cuando tenemos que enfrentar y tomar decisiones difíciles y desagradables. Para hablar cuando queremos

53
“Dios en las trincheras”. Rev P. Vicente Martínez Torrens. Ediciones Sapienza. Pág 201.

96
callar. Para defender cuando la verdad o alguna persona es injustamente atacada (ya sea física como ver-
balmente delante de otros o aún detrás de otros en una crítica o calumnia).

Callar cuando debemos hablar muchas veces es cobardía, que es la cara opuesta del valor. Puede haber
otras causas para callar (como comodidad, falta de compromiso, falta de amor a la verdad, a la justicia
etc.) pero en general es falta de valor, falta de temple o de animarse a exponerse a sufrir las posibles
consecuencias. Esto ocurre en todos los ámbitos cuando tenemos que defender una posición compro-
metida o defender a una persona que tiene razón en lo que dice pero que es la única que sostiene esa
posición. Esto se da habitualmente, y cada vez más, debido a la pérdida de las virtudes. Ya sea en una
comisión de un club en donde un miembro de la comisión defiende solo la posición adecuada, o en el
mismo ambiente parroquial en donde uno solo lucha contra la desacralización, o en un grupo de amigos
en que uno solo detiene a los otros para no emborracharse o para no drogarse. La defensa de la Verdad,
que es Dios, merece un llamado de atención aparte, ya que está expresamente mandada en el Evangelio.
El mismo Jesucristo nos sentencia: “el que me defiende delante de los hombres Yo lo defenderé
delante de mi Padre Celestial” y dos evangelistas lo citan. (Mt 10:32, Lc 9:6). El Señor lo marca como
una actitud a recompensar, porque sabía que muchas veces iría acompañado del martirio
cruento o incruento, y siempre de soledad e incomprensión. El primer deber de un cristiano es no
renegar de su fe, pero el mayor es defenderla y confesarla públicamente para dar mayor gloria a Dios y
edificar a otros. Y, para esto, además de fe, hace falta valor que se nos infunde en el Sacramento de la
Confirmación.
La historia de la Iglesia desde su inicio está plagada de testimonios de personas que aceptaron con valor
la muerte antes que negarlo a Cristo. La Iglesia de los primeros tiempos durante los tres primeros siglos
fue la Iglesia de la persecución y del martirio. Los cristianos fueron perseguidos por orden de los empe-
radores romanos. Celebraban el divino sacrificio de la misa en lugares oscuros y subterráneos que aún
subsisten en Roma y se llaman las catacumbas.
A partir de ahí, y durante estos XXI siglos millones de personas han sido asesinadas por no querer renegar
de la fe cristiana. En la historia de los guerreros existieron dos tipos de conductas ante el peligro. Una era
la de los hombres rudos, primarios y valientes hasta la temeridad, hombres endurecidos física y psíquica-
mente. Pero el modelo de valentía en la historia fue el caballero cristiano cuyo valor fue sublimado por
una mística especial y fue encarnado magistralmente en el alma hispánica.
El caballero cristiano era valeroso e intrépido. No sentía miedo más que de Dios y de sí mismo y de
sus miserias que podrían traicionarlo. Pero lo que hacía característica al alma hispana es que el caba-
llero cristiano iba a la lucha y a la muerte sostenido por una idea, por un ideal o una convicción. Combatía
por amor. Amor a Dios, a la Patria, a los suyos, a su hogar.
La fortaleza del caballero y la tenacidad de sus convicciones nacen en que él no toma sus armas de afuera,
sino de adentro de sí mismo, de su propia convicción y de su propia conciencia. Es por ello que es capaz
de levantar su corazón al cielo y sostenerlo ante cualquier obstáculo. De nadie espera la fuerza sino de
Dios, y a nadie le teme sino a Él y a no permanecerle fiel. De ahí que el caballero cristiano no duda, no
vacila como el hombre moderno, que anda por la vida como un náufrago buscando apoyo en tal o cual
novedosa teoría o en la opinión de la mayoría.
El alma hispana cree en lo que piensa y piensa en lo que cree. El caballero cristiano sabía muy bien lo que
había en juego (que era su propia vida) pero también sabía lo que defendía. De ahí que su aparente
desprecio ante la muerte no fuese ni fatalismo, ni abatimiento, sino firme convicción religiosa que le
dirigía la vida. Sabe que el paso sobre esta tierra es efímero y recuerda que hay un cielo que ganar y un
infierno en donde podemos caer eternamente. Más tarde, a través de los siglos, millones de hombres
tomarán el alma hispánica y cristiana como modelo a seguir para batallar en defensa de Dios, la Patria
y los valores morales que ellos encarnan, dentro de los cuales los ejemplos máximos fueron los mártires.
Aún hoy, en el siglo XXI, en las guerras justas que se libran en defensa de la soberanía de una Nación o
en contra del comunismo ateo hay sobrados ejemplos de aquel espíritu noble, hispano, dueño de sí y que
está dispuesto a ofrecer su vida por bienes mayores. México con el martirio de sus cristeros y España con

97
su millón de muertos en la Guerra Civil antes de rendirse al comunismo ateo han dejado escrito en el
siglo XX, entre otros, páginas de gloria.

La valentía necesita a su vez de la prudencia para no caer en la osadía que sería afrontar peligros despro-
porcionados a nuestras fuerzas sin ninguna reflexión, como pretender apagar el fuego de un edificio en
llamas nosotros solos con unos matafuegos o enfrentar desarmados a diez malhechores con armas que
nos asaltan en nuestra propia casa.
Otro exceso es la temeridad, que se arroja a los peligros sin siquiera haber considerado si el riesgo y las
consecuencias lo valen. Si un padre de 7 hijos vive arriesgando su vida en un auto de carrera porque le
gusta la velocidad, no será un valiente, será un temerario que se arroja a los peligros sin meditar y sin
fundamento o motivos que lo justifiquen y además, un irresponsable porque su deber de estado le exige
cuidar su vida para sostener su familia y educar a sus hijos. A lo sumo será valiente si, prendiéndose fuego
el auto de un compañero que ha volcado en la carrera, detiene el suyo y entra para salvarlo. Si un piloto
de un avión con doscientos pasajeros a bordo desafía el cruzar una tormenta sólo porque él lo decide así
(desoyendo las advertencias de la torre de control) no será un valiente, sino un temerario asesino en
potencia. El diablo ha “hecho que los hombres se enorgullezcan de la mayor parte de sus vicios,
pero no de la cobardía” 54
El coraje bien encauzado formará parte de la idiosincrasia militar, y la muerte digna siempre será preferible
y superior a la muerte de un cobarde, porque es preferible morir permaneciendo moralmente de pie que
vivir de rodillas…ante los hombres…claro.

54
“Cartas del diablo a su sobrino”. C. S. Lewis. Editorial bello. Pág 137.

98
La humildad

La humildad es una virtud “derivada de la templanza, que nos inclina a cohibir el desordenado
apetito de la propia excelencia, donándonos el justo conocimiento de nuestra pequeñez y mise-
ria principalmente con relación a Dios”. 55
Dicho en otras palabras consiste en el conocimiento de nuestra bajeza, miseria y de nuestro obrar
con referencia a Dios.
La humildad deriva de la templanza, porque refrena y sujeta nuestros deseos exagerados de la propia
grandeza, haciéndonos conscientes de nuestra pequeñez ante Dios.

Contrariamente a lo que se cree, la humildad se refiere a nuestra relación con Dios y no con el
prójimo. Nace del aceptar que el hombre es un ser creado por Dios. Esta dependencia, esta
subordinación y vasallaje es el primer y fundamental acto de humildad. La humildad es tan solo
eso: sabernos creados y pecadores, y por eso libremente nos sometemos a la voluntad de Dios.
Al reconocer cómo es Dios y quienes somos nosotros, combatiremos nuestro afán de independencia,
y de autosuficiencia, de autonomía, de sentirnos dioses, de olvidarnos de lo que realmente so-
mos: creaturas y pecadores.
La creación del hombre ha sido un proyecto de Dios desde su origen, y no nuestro. Admitir que cuando
llegamos a este mundo las reglas morales ya estaban escritas, que nada bueno podemos hacer sin la ayuda
de Dios, ya no es tan fácil. La persona humana tendrá derechos naturales comunes a todos los hombres
ya pensados por el Creador para su propio bien, pero habrá asimismo derechos divinos que respetar que
siempre serán superiores y anteriores a nuestra llegada.
“Humildad es andar en verdad” decía Santa Teresa. De ahí que la humildad sea la virtud por la cual
adquirimos el sentido de la realidad y del juicio objetivo de la inteligencia. Lo paradójico de la humildad
es que nos permite vernos como quienes realmente somos: seres mortales con un alma inmortal, elevados
por la gracia santificante y destinados a llamar al propio Dios...Padre... a contar siempre con Su ayuda y
a vivir eternamente con Él en el cielo... lo cual no es poco... sólo que todo esto, gracias a Él...

“Humus” significa “tierra” y este “abajarse a la tierra”, sentirse pequeño, es lo que transmite Abraham
cuando dice: “Hablaré a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza” (Gen 18,27). Abraham reconoce que existe
una dignidad superior, la de Dios.
“La humildad es la verdad sobre nosotros mismos. Un hombre que mide un metro ochenta de alto pero
que dice “sólo mido un metro cincuenta de alto” no es humilde. El que es un buen escritor no es humilde
si dice “soy un mal escritor”. Tales afirmaciones se hacen para que alguien pueda negarlas y, en conse-
cuencia, obtener un elogio a partir de dicha negación. Sería humildad más bien quien dice: “Cualquiera
sea el talento que tenga, éste es un don de Dios y se lo agradezco”... Así dijo Juan el Bautista cuando vio
a Nuestro Señor: “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya”. Sólo se puede llenar una caja
cuando está vacía; Dios puede derramar sus bendiciones cuando el hombre se desinfla. Algunos ya están
tan llenos con su propio ego que es imposible que entre en ellos el amor al prójimo o el amor a Dios”. 56
Conocerse en el sentido cristiano no es sólo como lo pensaban los griegos, sino el saberse pecador. En
el templo de Delfos, está escrito: “Conócete a ti mismo”, que era como decirle a los hombres: “Conócete
y asume que no eres un dios. Conócete y conoce tus limitaciones, ya que todo no lo puedes. Ten cuidado
y toma conciencia de tus límites.” El cristianismo le agregó a esto el saberse y reconocerse creatura suya
y pecador.
El hombre antiguo y clásico tenía la sabiduría natural del hombre teocéntrico que se admiraba ante el
cosmos y la naturaleza. Se sabía pequeño ante la inmensidad del cosmos y era respetuoso de las leyes

55
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 612.
56
“Camino hacia la felicidad”. Monseñor Fulton Sheen. Colección Pilares. Pág.16

99
naturales, ya fuesen ordenadas (como la belleza y magnificencia del firmamento y sus estrellas) o desor-
denadas (como las tormentas, los huracanes, los maremotos, las erupciones o el fuego arrasador). Si bien
se sabía por debajo de los dioses, dependiente de ellos, no podían concebirse como creatura suya.
Sólo después de la encarnación del Hijo de Dios, Jesucristo, podrá creer en un Dios personal,
trascendente y Creador y adquirir la verdadera noción de humildad.

Pocas virtudes han sido tan mal entendidas como la humildad. Para muchos, el ser “humilde” es la imagen
de un individuo mal vestido, que no se hace notar, que no habla, que no opina de nada y aparenta no
estar a la altura de ningún tema, que cree no tener ningún talento, que se menosprecia, que ocupará
siempre el último lugar y se complacerá en ser pisoteado por todo el mundo. “A miles de hombres se les
ha hecho pensar que la humildad significa mujeres bonitas tratando de creer que son feas y hombres
inteligentes tratando de creer que son tontos” 57 cuando no es así. Para otros, los humildes son los pobres,
y la realidad es que hay pobres que son humildes (los que aceptan con resignación y mansedumbre su
pobreza porque Dios así lo ha permitido para ellos) y otros pobres que no lo son.
Tampoco será humildad el menospreciarse, el degradarse falsamente o el negar los talentos que Dios nos
ha dado. Gracias a Dios, Miguel Ángel, Murillo y Mozart (entre tantos otros en el mundo de las artes, de
la ciencia y de la técnica) lo entendieron así y desarrollaron al máximo los talentos que Dios les había
dado. Para gloria de Él, de la Iglesia y de la enorme contribución que le hicieron a la humanidad y para
que, durante siglos, los hombres pudiéramos gozar de sus maravillas y beneficios.
Dios ha hecho en nosotros algo realmente grande. El sano anhelo de destacarse, de sobresalir, de aban-
donar la mediocridad general, de hacerse de una buena posición para la seguridad y el bienestar de los
nuestros y de nosotros mismos con el fruto de nuestro sacrificio y de nuestro trabajo no está para nada
reñido con la humildad. Nuestras capacidades morales, intelectuales, y artísticas deben desarrollarse y es
normal y bueno que las personas (especialmente los jóvenes) tengan deseos de progresar en bien de los
suyos y de los demás.
Si Dios nos ha otorgado algún don, está muy bien que lo valoremos y desarrollemos nuestros talentos.
El Evangelio es claro en este aspecto: “Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras
buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16). Ya dijimos pero insistiremos
que ser humildes no significa despreciarnos sino tener el sentido exacto de lo que somos en
relación con Dios. De ahí que la humildad sea una virtud profundamente religiosa. Es más, sobre los
talentos que nos han sido dados, deberemos rendir cuentas el día del Juicio. Seguramente Fray Angélico,
Miguel Ángel, Murillo y Mozart (por citar tan sólo algunos) aprobaron el examen. Es más, algunas almas
tímidas y poco seguras de sí mismas, hasta necesitarán de cierto estímulo y alabanza, sólo que en este
tema hay que tener mucho cuidado porque es un terreno resbaladizo.
Estas sanas ambiciones de descollar se desordenan cuando el hombre se desorbita y cree que todos sus
dones (como la inteligencia que tanto lo confunde) son por sus propios méritos y los utiliza para pecar
de soberbia apropiándose de talentos que le han sido dados. Por ejemplo: Si nos destacamos en un de-
porte (porque tenemos los talentos para ello) está bien que lo hagamos, tanto y cuanto sea para una causa
buena y noble (para representar bien al país y ser un buen modelo para los demás). No lo contrario,
que el éxito y el dinero obtenido nos trastornen y nos lleven a la droga porque no habremos podido
resistirnos a la presión de los malos ambientes. Si tenemos una buena voz (porque tenemos ese don
natural) busquemos que las letras de nuestras canciones no confundan ni hagan la apología del amor
libre, de la droga, de la homosexualidad y del delito.
Si estamos dotados para las ciencias biológicas dentro del ámbito de la medicina (por nuestra gran inteli-
gencia), que no nos manejemos con total autonomía en materia de ética y de moral sino que recordemos
que las leyes de Dios nos pondrán límites a nuestro accionar. Ya sea en la genética humana o en la
reproducción artificial.

57
“Cartas del diablo a su sobrino”. C.S. Lewis.Editorial Andrés Bello. Pág.77.

100
Digámoslo claro, Dios no compite con nuestro éxito. Nuestro desarrollo y excelencia no le quita ni poder
ni soberanía en la Creación. Él es el Creador del Universo. Y nuestro. Simplemente espera que no olvi-
demos éste nuestro origen. Espera que no nos apropiemos de algo que nos fue dado y también espera
que lo utilicemos para el bien de los demás. Lo que Dios pretende de nosotros es que lo reconozcamos
como Quien es. Que tengamos a través de nuestras vidas la actitud de la humildad, expresada ma-
gistralmente en el poema que se encontró en el cadáver de un soldado norteamericano muerto
en acción:

“¡Escucha Dios! Yo nunca hablé contigo.


Hoy quiero saludarte: ¿Cómo estás?
¿Tú sabes?, me decían que no existes...
Y yo, tonto, creí que era verdad.

Anoche vi tu cielo. Me encontraba


oculto en un hoyo de granada...
¡Quién iba a creer que para verte
bastaba con tenderse uno de espaldas!

No sé si aún querrás darme la mano;


al menos, creo que me entiendes...
Es raro que no te haya encontrado antes,
sino en un infierno como éste.

Pues bien... ya todo te lo he dicho.


Aunque la ofensiva nos espera
para muy pronto, ¡Dios, no tengo miedo
desde que descubrí que estabas cerca!

¡La señal!... Bien, Dios, ya debo irme.


Olvidaba decirte que te quiero...
El choque será horrible... en esta noche,
¡Quién sabe!, tal vez llame a tu cielo.

Comprendo que no he sido amigo tuyo,


¿pero... me esperarás si hasta ti llego?

¡Cómo, mira Dios, estoy llorando!


¡Tarde te descubrí... !¡Cuánto lo siento!

Dispensa; debo irme... ¡Buena suerte!


(¡Qué raro! Sin temor voy a la muerte...) 58

En líneas generales, cotidianas, y en situaciones menos límites que una guerra en que el hombre se tutea
con la muerte, una actitud humilde es la que nos permitirá:
Pedir un consejo y estar preparado para escucharlo, demostrando así que otros saben en algunos temas
(o en muchos temas) más que nosotros (o tanto como nosotros) y que necesitamos ayuda para equivo-
carnos menos. Es muy importante no creer que sabemos todo; recibir la experiencia ajena nos achicará
además el margen de error en nuestras decisiones.

58
“Dios en las trincheras”. Rev. Padre Vicente Martínez Torrens. Ediciones Sapienza. Pág.83

101
Dar la posibilidad a que se nos corrijan nuestras faltas transmitiendo que estamos abiertos a escu-
char... sin reaccionar como fieras y... a modificar. Pedir disculpas, aceptando que hemos actuado mal y
que lo lamentamos. Si además logramos hacerlo personalmente o levantando un teléfono, esta virtud
estará coronada de otras como el valor, la veracidad, la nobleza de espíritu y la justicia.
Pedir ayuda o un simple favor que nos hará deudores bienhechores aunque más no sea moralmente
(lo que a veces nos resulta intolerable de aceptar, que estamos en deuda con alguien).
Agradecer un bien recibido, porque pondremos en evidencia que nuestra actuación no fue sólo obra
nuestra. Ej: que me regalaron el capital inicial para fundar mi empresa actual tan exitosa. Que me presen-
taron a la persona adecuada, que me invitaron a un lugar exclusivo, especial (deportivo, académico, labo-
ral, intelectual) al cual yo no hubiese podido acceder solo.
Respetar al prójimo y darle su debido espacio. No sentirnos desplazados al hacerlo porque nuestro
afán de protagonismo nos lleve a querer brillar en todas las situaciones siempre nosotros y, en el caso de
las conversaciones, imponiendo siempre nosotros los temas a los demás.
Combatir y estar atentos a la vanidad intelectual. Mortificar el deseo de brillar y auto complacencia
en el saber, propio de las inteligencias que buscan el saber más para lucirse que para transmitir y enseñar
el Bien y la Verdad.
Reconocer el buen trabajo ajeno aunque no hayamos tenido parte y ni siquiera se mencione el nuestro
porque no fue idea nuestra y simplemente hemos desarrollado una idea de otro. Recordemos que las
maravillosas catedrales góticas que nos quedaron de la Edad Media son anónimas...
Someternos a los 10 mandamientos (porque es lo que nos está mandado) donde se nos indica el camino
moral a seguir, sin que nos moleste.
Reconocer la ley de Dios y encarnarla en el orden social, en el mundo de la política, de la economía,
de la justicia, de la ciencia, de la educación, de las letras, de los medios de comunicación, para salvar
nuestra alma inmortal, colaborar con la salvación de las ajenas y acercarnos a la felicidad en esta tierra.

A su vez será falsa humildad el hacerse rogar y decir por ejemplo:


“No me pidan que cante” (si realmente sabemos que podemos cantar muy bien) o decir: “No me pidan
que dirija el club” si sabemos que lo haríamos bien porque tenemos dones para hacerlo. Esta falsa hu-
mildad sería lo que se ha llamado la humildad “con compensación” que es una forma de buscar alabanzas.
Remar dándole la espalda al lugar adonde queremos dirigirnos con todas nuestras fuerzas.
“La construcción de un edificio supone, ante todo, la excavación de un terreno, cuyo vacío se llena de
hormigón; sobre él se erigen las columnas y paredes, que soportan el techo. El vaciamiento inicial del
terreno es comparable a la humildad. El hombre, al aceptar su nada, deja abierto el campo a la edifi-
cación de Dios. Los cimientos son las virtudes cardinales, que sostienen las columnas de las virtudes
teologales, las cuales de alguna manera tocan el cielo. Sin la humildad es absolutamente imposible cons-
truir el edificio; pero sin las virtudes cardinales y teologales no se rellena el vacío. Es cierto que las virtudes
teologales son las más importantes, ya que unen al hombre con Dios. Pero el hombre es un ser tan voluble
y tornadizo que Dios ha provisto bondadosamente de un enjambre de virtudes morales, entre las cuales
está la humildad, para que el edificio se mantenga incólume” 59
San Agustín, por su parte, compara la gracia con la lluvia abundante, que si bien las cumbres altivas (como
la soberbia) no pueden retenerla, sí lo hacen los valles (como la humildad). San Agustín nos exhorta a
que seamos valles y recibamos la gracia de Dios que fecunda el alma y le permite florecer, ya que, a mayor
humildad, mayor gracia se recibe.

El pecado opuesto a la humildad es la soberbia. Fue por falta de humildad, por soberbia y rebeldía que
Luzbel se insubordinó contra la orden dada por Dios dando origen a la eterna batalla entre el Bien y el
Mal. Fue por falta de humildad y de obediencia que Adán y Eva pecaron dando origen al pecado original
que sufriríamos por siempre todo el género humano. Fue por falta de humildad que Lutero, monje
católico agustino (creyéndose superior a la propia autoridad de Roma) se fue “protestando” de la Iglesia

59
“Siete virtudes olvidadas”. P. Alfredo Sáenz. Ed.Gladius.Pág.68

102
de Cristo y fundó la suya protestante partiendo la conciencia de la Europa cristiana en dos con las con-
secuencias que hasta hoy vivimos. Y fue por falta de humildad que, a partir de ahí los pueblos cristianos
nos hemos ido alejando de las Leyes de Dios para levantar la ciudad del hombre, legislando en contra de
Dios y echándolo de la sociedad y de nuestras vidas (por ese desordenado amor a nuestra propia opinión
y a lo que nosotros creemos) con los resultados que hoy sufrimos.

103
La gratitud

La virtud de la gratitud “tiene por objeto recompensar de algún modo al bienhechor por el bene-
ficio recibido”. 60
Hija potencial de la justicia y de la humildad, la gratitud es el sentimiento por el cual nos sentimos obli-
gados a estimar el beneficio o favor recibido y a corresponder a él de alguna manera. El bienhechor,
dándonos gratuitamente alguna cosa a la que teníamos derecho o no, se hace acreedor de nuestra gratitud
y, en todo corazón noble, brota espontáneamente la necesidad de demostrárselo cuando tengamos oca-
sión de hacerlo.
La gratitud nos hace tomar conciencia de que somos deudores y nos lleva a admitir que los dones,
gracias, favores y ayudas recibidas cada día merecen un reconocimiento Esta virtud por lo tanto, valora
la generosidad de quien nos lo ha dado y mueve nuestra voluntad para corresponder a estos dones, apro-
vechándolos, desarrollándolos y poniéndolos al servicio de los demás. De ahí que sea vil y nos degrade
el feo pecado de la ingratitud.

La verdadera gratitud no es sólo decir gracias. Es agradecer con el corazón es la respuesta que brindan
las personas nobles ante los beneficios recibidos. Hay algo innoble en el permanecer impasible ante un
beneficio recibido. Séneca, que era pagano, ya decía que: “Es ingrato el que niega el beneficio recibido;
ingrato es quien lo disimula; más ingrato quien no lo descubre y más ingrato de todos quien se olvida de
él”. También reza el refrán popular: “No es bien nacido quien no es agradecido”.
La gratitud también nos moverá a valorar lo que tenemos y a no enumerar lo que nos falta. Agradecer
lo que se tiene y lo que se ha recibido debiera ser una actitud inteligente y positiva ante la vida.
Primero Dios (con quien tenemos contraída la mayor deuda) que nos ha dado la vida sacándonos de la
nada. Agradecerle que si bien nuestro hijo está mirando televisión en el sofá y su cuarto no está todo lo
ordenado que quisiéramos, signifique que está en casa y no en la calle... Que todo el trabajo que tengo en
mi hogar significa que tengo una familia con seres queridos de quienes tengo que ocuparme... Que si los
pantalones me quedan ajustados y me ponen de mal humor significa que tengo mas para comer de lo que
realmente necesito... Que si tengo que cortar el césped, podar la enredadera y arreglar las persianas signi-
fica que tengo una casa... Que si a la noche estoy cansado de trabajar significa que tengo trabajo... Que si
no tolero a la señora que desafina en el banco de atrás cuando canta en misa significa que puedo oír...
Que si no soporto el despertador a la mañana es porque significa que estoy vivo...
Agradecer a Dios que nos permitió la maravilla de poder ver... de poder caminar... De poder oír el mur-
mullo de las olas y el canto de los pájaros... De poder experimentar la inigualable experiencia de enamo-
rarnos... De disfrutar de los sentidos mientras que otros muchos no pueden.
Sirva esta anécdota como ejemplo a lo que digo. Había un ciego sentado en la vereda con una gorra a sus
pies y una tabla de madera donde se leía: “Por favor, ayúdeme. Soy ciego.” Una persona que pasaba se
detuvo delante de él y vio las pocas monedas que había en la gorra. Le pidió permiso para escribir algo
distinto. Tomó la tabla de madera, borró el anuncio y escribió otro con una tiza, volviendo a ponerlo
sobre los pies del ciego y se fue. Al día siguiente, al pasar por el mismo lugar frente al ciego, vio que la
gorra estaba llena de monedas y billetes. El ciego, que reconoció sus pasos le preguntó que había escrito
en el cartel: “Nada que no sea tan cierto como tu anuncio, sólo que con otras palabras”. El ciego nunca
lo supo pero su cartel ahora decía: “¡Hoy es primavera y no la puedo ver!”...

En segundo lugar, debemos sentir gratitud hacia nuestros padres que nos trajeron al mundo, que nos
cuidaron, que nos alimentaron y que seguramente nos han brindado afecto, seguridad, protección y edu-
cación. En el caso de que nada de esto nos hayan dado, igualmente les debemos la vida. Este sentimiento
tan noble de la gratitud hacia su padre quedó maravillosamente expresado en la carta que el teniente
Roberto Néstor Estévez, muerto en 1982 en la guerra de Malvinas, dejó escrita a su padre:

60
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 583.

104
“Querido Pipo61:
Cuando recibas esta carta, yo ya estaré rindiendo cuentas de mis acciones a Dios nuestro Señor. Él que
sabe lo que hace, así lo ha dispuesto: que muera en el cumplimiento de mi misión; pero fijate vos ¡qué
misión! ¿No es cierto? ¿Te acordás cuando era chico y hacía planes, diseñaba vehículos y armas para
recuperar las islas Malvinas y restaurar en ellas nuestra soberanía? Dios, que es un Padre generoso, ha
querido que este su hijo, totalmente carente de méritos, viva esta experiencia única y deje su vida en
ofrenda a nuestra Patria.
Lo único que a todos quiero pedirles es: 1) Que restauren una sincera unidad en la familia bajo la Cruz
de Cristo, 2) que me recuerden con alegría y no que mi evocación sea la apertura a la tristeza y, muy
importante, 3) que recen por mí.
Pipo, hay cosas que, en un día cualquiera, no se dicen entre hombres, pero hoy debo decírtelas: Gracias
por tenerte como modelo de bien nacido, gracias por creer en el honor, gracias por tener tu apellido,
gracias por ser católico, argentino e hijo de sangre española, gracias por ser soldado, gracias a Dios
por ser como soy y que es fruto de ese hogar donde vos sos el pilar.
Hasta el reencuentro, si Dios lo permite.
Un fuerte abrazo.
Dios y Patria ¡o Muerte!
Roberto” 62

De camino hacia Jerusalén, Jesús pasaba entre Samaria y Galilea. Al entrar a una aldea vinieron a su
encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y comenzaron a gritar: “Jesús, maestro, ten piedad
de nosotros!”. Él, al verlos, les dijo: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Y, mientras iban de camino
quedaron limpios. Uno de ellos, al verse curado, volvió alabando a Dios en alta voz y se postró a los pies
de Jesús dándole gracias. Era un samaritano. Jesús preguntó: “¿No quedaron limpios los diez? ¿Dónde
están los otros nueve? ¿Tan solo ha vuelto a dar gracias a Dios este extranjero? Y le dijo: “Levántate,
vete: Tu fe te ha salvado”. (Luc. 17, 11- 19). Jesús lo puso de ejemplo pero se entristeció por los
otros nueve. Los otros nueve se fueron con el cuerpo sano a rehacer su vida, seguramente a abrazar a
los suyos y recomenzar una vida nueva, pero el samaritano no sólo quedó curado en el cuerpo sino en el
alma: “Tu fe te ha salvado”.
La narración es más impresionante si recordamos lo que significaba la lepra en el siglo primero. No sólo
era repugnante, destructiva e incurable. Era también temible por sus efectos sociales. El leproso era ais-
lado de su familia y del resto de la sociedad junto con los otros leprosos. Tan riguroso era este aislamiento
físico y el terror de contagiarse que el leproso debía gritar al acercarse a cualquiera: ¡Inmundo!. Padecer
lepra en aquella época era como estar muerto en vida. Ningún médico humano podía curarla. Pero un
día hubo 10 leprosos que se encontraron con Jesús y fueron curados. Tan sólo uno se dio vuelta a agra-
decerle, lo cual marca una proporción de un 10% de personas que son agradecidas. ¿Qué explicación
tiene el comportamiento de los otros nueve? La falta de humildad de reconocerse deudores del bien
recibido, que a veces nos resulta insufrible. Desgraciadamente el comportamiento de estos nueve des-
agradecidos tendrá millones de seguidores en el resto de los siglos. La gratitud hace la convivencia hu-
mana más pacífica y armoniosa, introduce la cortesía, el buen orden y la serenidad, llevándonos a valorar
los sacrificios ajenos. Desde actos cotidianos y sencillos como quién cocinó la torta que comemos, quién
nos trajo un regalo de cumpleaños o hasta quién nos cuida cuando estamos enfermos.
Es un deber moral el sentir y demostrar nuestra gratitud hacia los sacerdotes que nos administraron los
Sacramentos y nos reconciliaron tantas veces con Cristo, hacia las catequistas que nos enseñaron durante
horas y en salones muchas veces fríos y destemplados las bases de nuestra fe (que nos han servido para
vivir). Hacia los amigos y colaboradores que nos hacen la vida tanto más agradable con su compañía y
sus experiencias agradables compartidas. Hacia los maestros que nos sacaron de la ignorancia y nos faci-
litaron el apasionante mundo del saber, muchos de ellos por míseros sueldos o llegando a la escuela rural

61
En su edición pública se reemplazó el sobrenombre filial “Pipo” por “Papá”.
62
“Dios en las trincheras”. Rev. Padre Vicente Martínez Torrens. Ediciones Sapienza.

105
después de haber hecho dedo en la ruta por horas y diariamente. Hacia nuestros soldados que nos defen-
dieron del enemigo en las gélidas aguas y tierras de las Malvinas cuando estuvimos en guerra. Agradecer
y sentirse en deuda con todo esto y con todos ellos nos harán mejores personas y más felices.

El tema es entender que lo que nos ennoblece y nos mejora como personas no es el exigir sino el
agradecer. El tener una actitud siempre de gratitud nos llevará a cuidar también las cosas (desde los
muebles del colegio, mi cartuchera y mi mochila, hasta los árboles y los bancos de la plaza pública) porque
alguien hubo en algún momento que se ocupó de comprarlos y (en el caso de los árboles) de ponerlos
para que nosotros disfrutáramos de ellos. Tomar conciencia además que hay millones de personas que
no los tienen. Tantas veces las personas que hemos sido beneficiadas no hemos sabido detenernos y
darnos vuelta para agradecer los beneficios recibidos como aquellos nueve leprosos y nos resulta más
fácil decir superficialmente que fue “la vida” quien nos lo dio todo y no alguien en concreto que nos
hará deudores. Oímos decir muchas veces: “La vida me ha dado mucho”, pero la vida es solamente un
camino por el cual transitamos, y lo que vamos recibiendo en ella no es circunstancial sino providencial.
Dios está detrás del don de la vida, de los padres que nos educaron y nos generaron un hogar y un
bienestar, de los profesores que nos enseñaron, de los amigos que nos ayudaron, de los dones recibidos
como el poder ver, oír, caminar, entender, amar.
La gratitud ni humilla ni esclaviza, simplemente es la memoria del alma. Es grandeza de espíritu, es
magnanimidad. Entre la persona que da y la que recibe se establece una corriente de afecto que une y
enriquece a las personas. De ahí que no se trata de transitar por la vida creyéndonos merecedores de todo,
llenos de exigencias, insatisfechos y desagradecidos, sino recordando la sentencia: “Si das olvídalo, si
recibes recuérdalo”.
Lo que nos esclaviza es nuestro orgullo, de ahí que empieza por “ponerte de rodillas para agradecer
a Dios que estás de pie”. ¿Por qué esa resistencia a reconocernos en deuda? ¿Por qué nuestra
ingratitud, nuestra falta de reconocernos deudores? Muchas veces es por falta de formación y por ende
de educación, pero otras muchas veces es por soberbia, por falta de humildad en reconocer que nos
han ayudado y estamos en deuda.

106
La veracidad

La veracidad es la virtud que “inclina a decir siempre la verdad y de manifestarnos al exterior tal
como somos interiormente” 63
Es la virtud que marca el amor a la verdad, que nos lleva a decir y manifestar siempre la realidad que
hemos descubierto con la inteligencia y aplicarla primeramente a nosotros mismos. Principio básico para
confesarnos bien, el de llamar a las cosas por su nombre. Aún a costa de nuestra propia imagen (principal
motivo por el cual generalmente mentimos).

La existencia de la Verdad superior (que es Dios) es la máxima aspiración de la inteligencia humana y


marca la vida del hombre, según la aceptamos o la rechazamos. Lo más profundo, las decisiones
más importantes y radicales en la vida de una persona, siempre tendrán que ver con la postura que el
hombre tome frente a la Verdad, que no nace ni nació de la cabeza de ningún filósofo sino del mismo
Jesucristo que se autodefinió: “Yo soy la Verdad”.
Hubo épocas (aún paganas) en que las mejores inteligencias estaban dedicadas a la búsqueda de la verdad,
concretamente a la filosofía. Estaba “de moda” buscar la verdad. Era la propuesta social. En la época de
los griegos (que eran paganos) 500 años antes de que el Hijo de Dios se proclamara como “La Verdad”,
los griegos ya la buscaron, la intuyeron y la descubrieron con Aristóteles como su máximo exponente.
Los griegos dieron lo máximo de sí. Faltaba la Encarnación y la Revelación.
Aquella persona plena y de pie, con su inteligencia desarrollada, decía: “esto es una flor”. Con el paso
de los siglos los hombres comenzaron a dudar y decir: “yo creo que es una flor”. Ya la flor no impuso
más la verdad objetiva al intelecto. Ahora, con nuestro intelecto en decadencia decimos: “Yo siento
que es una flor”… Esto muestra la decadencia que ha sufrido la persona.
“Sentir” es una tarea de los sentidos, cuyo fin no es informar sobre lo que es falso y verdadero (tarea
propia de la inteligencia) ni juzgar. Si voy a misa, no es porque los sentidos me dicen que me “gusta” y
porque tengo ganas, sino porque el intelecto, mi inteligencia adhiere al mandato de la Iglesia de
rendir culto externo a Dios y mi voluntad lo ejecuta. Si no “sentimos” nada, pero cumplimos con el
mandamiento de dar culto público a Dios, tiene igual valor, o más.
Quien conoce la Verdad, (que es Dios), y se somete a ella, no es una persona que se cree superior, sino
una persona que conoce mejor la compleja naturaleza de la persona humana y su destino tras-
cendente. Conocerla, aceptarla y predicarla tampoco significa que encarnemos a la perfección lo que
predicamos. Nosotros no somos la medida de la verdad. Podemos y debemos transmitir más de lo
que encarnamos. Haremos con nuestras vidas privadas lo que podamos o lo que queramos pero, si co-
nocemos la Verdad, debemos transmitirla intacta a los demás.
Los consagrados, especialmente los sacerdotes y religiosas, como han optado públicamente por el modelo
de Jesucristo, (que es la Verdad), tienen mucho más compromiso y responsabilidad que el resto de los
fieles de transmitirla tal cual es con el testimonio de sus vidas.

A partir de la aceptación de la Verdad, reconoceremos las verdades objetivas que derivan de la ley de
Dios. Dios es la verdad. Todo lo que El enseña es verdadero. Lo que El enseña como bueno es
lo bueno y lo que El enseña como malo es lo malo. Dios nos enseña lo que las cosas son en sí. Las
cosas no son malas porque Dios las prohíbe, sino que Dios las prohíbe porque son malas para nosotros.
Por ejemplo: me está prohibido darle un beso apasionado al señor que tengo al lado. ¿El beso es malo en
sí? No. En ese caso es malo porque el señor de al lado es el marido de otra mujer y no el mío. Si fuese el
mío estaría bien.
Dios nos ha dado leyes porque nos cuida y sabe qué es lo bueno para nosotros. Negar la Ley de Dios
como el Bien objetivo quiere decir que nos levantaremos nosotros como legisladores de lo verdadero, lo
bueno y lo malo y entonces las arenas comenzarán a ser movedizas y nos tragarán. Esta fue la tentación

63
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 585.

107
que Satanás utilizó con Adán en el Paraíso. No le dijo la verdad y le mintió. Indagar en el árbol del Bien
y del Mal, ser legislador del Bien y del Mal era y es el dominio total de Dios.
Lamentablemente el que no está en la verdad está en el error, aunque hoy nos guste llamarlo “pos-
turas personales” para darle un tinte más informal, para hacerlo menos trágico, porque en el fondo lo
que queremos hacer es tapar el drama de la posibilidad de nuestra propia condenación eterna.
La verdad es la realidad de las cosas. Está íntimamente relacionada con la simplicidad, que rectifica la
intención apartándonos de la doblez, que es manifestarnos exteriormente en contra de nuestras verdade-
ras intenciones, y con la fidelidad, que inclina a la voluntad a cumplir con lo prometido, conformando así
la promesa con los hechos.
Debemos aprender a amar la verdad desde la más tierna infancia ya que, como todas las virtudes, para
que se nos haga natural el hábito del bien, hay que ejercerlo continuamente y cuanto antes comencemos
mejor. Lo dijimos al hablar de la responsabilidad. Si al caminar un niño de 3 años se choca con la mesa,
la culpa no será de la mesa que “es mala” (como le decimos en voz alta y pegándole a la mesa). La verdad
será que se chocó con la mesa porque calculó mal y que debe aprender a mirar por donde camina. De a
poquito hay que decirle al ser humano que no cometa torpezas, tratando de hacerle la verdad dulce, tierna
y accesible para que aprenda y no la rechace, pero no tan dulce para llevarla hasta la mentira. Enten-
der y comprender el por qué de nuestros comportamientos para corregirlos (lo que San Ignacio llamaba
“el desorden de nuestras operaciones”) nos ordenará y nos hará más fácil la vida.
No siempre estaremos obligados a ser veraces, pero sí estamos obligados a no mentir jamás. Se debe
decir la verdad a nuestro prójimo siempre y únicamente que sirva para su bien. Cuando la caridad, la
justicia u otra virtud nos exijan no decir la verdad siempre podremos buscar un pretexto para no decirla
totalmente y crudamente porque primero está la caridad. Pero jamás es lícito mentir directamente ni
siquiera para conservar la vida u otro bien temporal. La caridad, por ejemplo, nos impedirá decirle a
nuestro amigo que sabemos que es hijo de otro padre, o que su madre tiene un amante. Curiosamente en
general es en estos ámbitos en donde somos veraces y no deberíamos serlo, porque en estos ejemplos
generalmente ni ayuda ni es necesario.

Debemos amar la veracidad y el hábito de llamar a las cosas por su nombre y no endosar nuestras faltas
a nuestro prójimo cuando somos también responsables de las situaciones. Por ejemplo: No acusar a
nuestra madre del desorden en nuestro hogar (cuando ella trabaja todo el día afuera para mantenerme) si
yo soy incapaz de dar una mano y de colaborar en la casa. La verdad es que mi falta de colaboración
agrava el desorden. Acusar al profesor de ser demasiado exigente y aplazarme, cuando la verdad es que
no he estudiado lo suficiente. Acusarse entre padres de no poner límites a los hijos cuando la verdad es
que ninguno de los dos lo hace. De ahí la importancia de aplicarnos la verdad objetiva de cada situación
para con nosotros mismos (para conocer nuestras faltas, confesarlas y corregirlas).
La Verdad compromete y nos obliga. Nos exige tomar partido. Hay algo dentro de nosotros que nos
reclama coherencia entre lo que pienso y lo que hago. Si acepto que la Verdad existe no puedo liviana-
mente actuar en contra. Si lo hago, la conciencia me pesará y me remorderá, reprochándome mi accionar.
Tengo que vivir como pienso porque si no terminaré pensando como vivo. El hombre moderno es muy
reacio a sacrificar sus ideas personales en aras de una verdad objetiva. Ni siquiera está habituado a
hacerlo pero, como necesita justificar sus actos, si no son coherentes con su manera de pensar, modificará
la manera de pensar para no renunciar a lo que está haciendo (drogándose, robando, emborrachándose,
robándole al socio o saliendo con un separado). De ahí que tomará el vuelto que hay en el cajón pensando
“total es de mamá y si es de ella.... es como si fuese mío”... Se pasará horas chateando con la amiga en la
oficina “porque total soy tan eficiente que me lo merezco”... Se llevará la toalla del hotel “porque todos
se la llevan...” Y así se empieza.. Las generaciones más jóvenes ya se han criado en un relativismo, escep-
ticismo y un subjetivismo que ha resultado ser un verdadero sida para el alma quitándole todas las defen-
sas morales.

Los errores más comunes contra la Verdad son:

108
El relativismo en la filosofía que niega las verdades absolutas (como Dios y Sus leyes) y dice que
todo es relativo, que todo puede ser de una manera u otra. Por ejemplo: que es igual casarse que juntarse.
Que es igual lo que opine sobre energía nuclear el físico especialista que el futbolista que llega de jugar el
mundial y lo entrevistan en el aeropuerto. Al negar lo Absoluto (que es Dios) todo puede ser de una
manera u otra, todo depende del color del “cristal con que se mira”.
El subjetivismo que es cuando prevalece nuestro modo de pensar o sentir y no lo que es bueno o
malo según la verdad objetiva (que es Dios y sus Leyes). Lo que “yo” creo que es bueno, será bueno
(como emborracharme, dormir hasta mediodía, gastarme todo mi sueldo en ropa, drogarme, cambiar de
pareja a mi antojo y continuamente, atiborrarme de pornografía o quedarme el día entero tirado en una
cama mirando un video). Si yo lo quiero bastará. Ese será el fundamento suficiente. La Iglesia que es
Madre y Maestra enseña que el trabajo dignifica al hombre porque contribuye a mejorar la Creación y
debo esforzarme para ganar mi sustento. Pero si “yo creo” que es mejor para mí robar para obtenerlo,
eso es lo que haré, independientemente de lo que enseñe la ley moral objetiva superior a la mía.
El escepticismo es la falta de aceptación de una verdad objetiva. Primero tomo una postura relativa
(todo puede ser igual, depende de como se lo mire) luego una subjetiva (todo depende de si a mí me
parece bueno o no, y no que lo sea en sí) y termino en el escepticismo, que es la doctrina que dice que
la verdad no existe y que el hombre es incapaz de conocerla, aún en el caso de que existiera. Esta incre-
dulidad es insana para el hombre porque lo deja sin las certezas que lo arman espiritualmente y le dan
sentido a su vida. Y es por eso que, en las “Cartas del diablo a su sobrino”, el diablo viejo, cuando
alecciona a su inexperto sobrino, el diablo joven, para perder a las almas, le dice a modo de consejo
experimentado: “Acuérdate que estás ahí para embarullarle; por cómo habláis algunos demonios jó-
venes, cualquiera creería que nuestro trabajo consiste en enseñar”...64 “Mantén sus ideas vagas y con-
fusas y tendrás toda la eternidad para divertirte…65

Los pecados opuestos a la veracidad son: la mentira, (que es decir lo contrario de lo que se piensa
interiormente), la hipocresía (que es mentir no sólo con palabras sino con los hechos, queriendo hacerse
pasar por lo que uno no es), la jactancia (que es atribuirse excelencias o méritos que no se tienen para
elevarse por sobre lo que uno es), la ironía (que es la burla fina y disimulada por medio de la cual se
intenta dar a entender lo contrario de lo que se cree), y la falsa humildad (negar conocimientos que en
realidad se tienen).

64
“Cartas del diablo a su sobrino”. C.S. Lewis. Editorial Andrés Bello. Pág.28.
65
“Cartas del diablo a su sobrino”. C.S.Lewis. Editorial Andrés Bello. Pág.30.

109
La sinceridad

La sinceridad es la virtud que “manifiesta, si es conveniente, a la persona idónea y en el momento


adecuado, lo que ha hecho, lo que ha visto, lo que piensa, lo que siente, con claridad, respeto a
su situación personal o a la de los demás” 66
Dicho en otras palabras, la sinceridad nos permite expresarnos libres de todo fingimiento con el
prójimo. Es lo que nos permite manifestarnos exteriormente como somos interiormente, (sin dobleces),
en nuestra relación con los demás. Es la claridad y transparencia en lo que se hace, en lo que se piensa y
en cómo se vive. Comienza con nosotros mismos. Cuando no hemos sido sinceros, pasado el primer
momento, la conciencia nos lo reclama. De ahí que seremos sinceros en la medida en que no especulemos
con lo que decimos o hacemos buscando nuestra propia conveniencia, resguardando nuestra propia ima-
gen (la que le vendemos al prójimo) y eludiendo responsabilidades.

La sinceridad es menos exigente que la veracidad (que es el amor a la verdad hasta sus últimas conse-
cuencias y dispuestos a pagar el precio que ello implica) pero se convierte en una manera de ser trans-
parente y natural. Las personas sinceras tienen el encanto especial que da la naturalidad con que se
mueven, libres de astucias para fingir lo que en realidad no son, ni piensan. San Francisco, siglo XIII,
exhortaba a sus frailes a ser muy sinceros “Porque cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es, y no
más.” 67 A eso tiende la sinceridad, a no vender una imagen que no se es, ni en la forma de actuar, ni en
la forma de pensar, ni en la forma de sentir.
La sinceridad en nuestras palabras siempre tendrá que ser moderada por otras virtudes como la caridad
(para no herir gratuitamente), la discreción (para no decir en público lo que debamos decir en privado),
la amabilidad (buscando la mejor forma de hacerlo para que nuestras palabras no sean rechazadas de
plano), y la prudencia (a la persona adecuada y a quien habrá de servirle), etc.
Las virtudes están todas entrelazadas y el tener una implica estar rozando o necesitando otras para
lograr el equilibrio. Por ejemplo, ser sincero no quiere decir necesariamente expresar cosas hirientes todo
el tiempo, ni lo primero que pensamos ni todo lo que pensamos. Tampoco es lo mismo que ser espon-
táneo. El decir la verdad es lícito siempre que sea bueno para esa persona escucharla y le sirva
para corregir una actitud. Hay que decir lo que se piensa, pero hay que pensar lo que se dice.
Por ejemplo: Si nos encontramos con alguien que acaba de enterrar a su padre y le decimos que estamos
apurados porque nos queremos ir al cine, no seremos sinceros (aunque sea la verdad) sino unos salvajes.
La circunstancia y la caridad exigen que invirtamos nuestro tiempo con nuestro prójimo que en ese mo-
mento lo reclama para desahogar su corazón.
Si nos encontramos con una amiga que hace tiempo que no vemos y le decimos que está gorda (algo que
seguro que ella ya lo sabe porque el espejo se lo recuerda diariamente), por más que sea cierto es una
grosería gratuita.
Si nos invitan de veraneo y comentamos que el colchón es incómodo tampoco seremos sinceros (aunque
sea verdad), sino unos mal educados, porque primero está la gratitud hacia quien nos invitó y la cortesía.
Si viene a visitarnos una tía que generalmente no vemos y le decimos que cayó en mal momento porque
nos íbamos a la peluquería (aunque fuese verdad), es una grosería, una falta de caridad y de generosidad
con nuestro tiempo. Siempre habrá prioridades, y una cosa es tener que estudiar porque rendimos al otro
día un final y otro muy distinto es irnos a la peluquería que puede esperar.
Si estudiamos con un compañero cuyo ritmo de comprensión es más lento que el nuestro y hemos deci-
dido dejarlo (y está bien y es comprensible que lo hagamos), no necesitamos lastimarlo queriendo ser
sinceros y diciéndole puntualmente el motivo: que es lento para aprender. Siempre podremos decirle que
preferimos probar solos para exigirnos más disciplina y no tener que salir de casa, que no será mentir,
pero tampoco estamos obligados a decirle todas las razones.

66
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág. 171.
67
“Sin volver la vista atrás”. Justo López Medús. Editorial G.M.S IBERICA, S.A.Pág.23

110
Esta anécdota piadosa nos servirá para entenderlo mejor:
Un joven discípulo de un sabio filósofo llega a casa de éste y le dice:
- Maestro, un amigo tuyo estuvo hablando de ti con malevolencia...
- ¡Espera! –Lo interrumpe el filósofo– ¿Ya hiciste pasar por las tres rejas lo que vas a contarme?
- ¿Las tres rejas?
- Sí. La primera es la VERDAD ¿Estás seguro de que lo que quieres decirme es absolutamente cierto?
- No. Lo oí comentar a unos vecinos...
- Al menos lo habrás hecho pasar por la segunda reja, que es la BONDAD. Eso que deseas decirme, ¿es
bueno para alguien?
- No, en realidad no. Al contrario...
- Ah, vaya. La última reja es la NECESIDAD. ¿Es necesario hacerme saber eso que tanto te inquieta?
- A decir verdad, no.
Entonces –dijo el sabio sonriendo– si no es verdadero, ni bueno, ni necesario, sepultémoslo en el
olvido.

Ser sincero tampoco quiere decir publicar los pecados propios y los ajenos con una falta de pudor e
intimidad que nos degrada. Las intimidades de la familia, como regla general, no deben tratarse con las
personas ajenas a ella. Y los pecados propios deben confesarse a los sacerdotes porque representan a
Dios, que jamás lo dirán porque tienen el voto de sigilo sacramental (por el cual el sacerdote está obligado
a guardar secreto absoluto de los pecados del penitente y sellarlos con el Sacramento bajo penas muy
severas) y no andar ventilándoselos a todo el mundo. Esta exposición de la propia intimidad responde a
la necesidad de descargar el peso de nuestra conciencia violentada por los pecados. El ámbito apropiado
es la privacidad inviolable de la confesión, ante un cura, que se llama “cura” porque su misión es curar
a las almas.
La degradación de la sociedad moderna y su ataque brutal a todas las virtudes es lo que ha arrasado con
esa joya humana que era la propia intimidad. En épocas, ya no digamos cristianas, sino más humanas, uno
elegía a determinada y muy seleccionada persona, en los momentos apropiados y también seleccionados,
para compartir una confidencia. La confidencia bien hecha (y en el lugar apropiado) de un corazón a otro,
siempre debe ser tomada como una distinción que se nos hace, de un corazón sobrecargado por un pesar
y que necesita aliviarse, y hay que responder a esto con reserva y mucho celo.
La revolución anticristiana, para atacar el núcleo de la sinceridad y demolerla, ha impuesto (especialmente
a través del psicoanálisis y de los medios de comunicación masiva) en nombre de ser “auténtico”, de estar
a la “moda”, el decir las barbaridades y las intimidades más grandes (propias y ajenas) en público, sin
tapujos, ni delicadezas. En aras de una falsa sinceridad hasta la intimidad del otro es violada, sin discre-
ción, sin caridad, sin modestia ni pudor, sin prudencia, avasallando sin piedad con el honor, la fama y la
vida privada de las personas.
Reina como soberana desde los medios de comunicación social la vulgaridad, la ordinariez, el maltrato,
la grosería como expresión de sinceridad y de autenticidad cuando es la antítesis de lo que en realidad es.
La antítesis de la sinceridad es la hipocresía, que es el fingimiento y la apariencia de cualidades o senti-
mientos que no se tienen ni se experimentan, que Nuestro Señor condenó en el Evangelio.

111
La honestidad

La honestidad es la virtud que nos lleva a “actuar con rectitud de intención”.


Así como la veracidad es el amor y la fidelidad a la verdad intelectual, descubierta por la inteligencia (y es
la aspiración suprema del intelecto) y la sinceridad es la transparencia entre lo que pensamos y lo que
decimos a los demás, la honestidad está dirigida a nuestras acciones.
Una persona honesta es la que permanentemente busca lo correcto, lo honrado, lo justo, lo que se debe
hacer, que pone las cartas sobre la mesa y no pretende aprovecharse de la confianza ni de la inocencia o
ingenuidad de los demás. Como sentencia Patrón Luján: “Ser hombre es tener vergüenza, sentir pena de
burlarse de una mujer, de abusar del débil o de mentir al ingenuo”. La honestidad nace y crece en la
familia y durante los siglos cristianos fue motivo de orgullo para una familia que podía contar con ese
escudo de nobleza. Significaba haber hecho multitud de sacrificios, de haber superado retos, de haber
hecho elecciones y sobre todo renuncias (visibles o a veces invisibles) con las cuales se templaba el alma
y se fortalecía el espíritu.

La persona honesta sabe cuántos sacrificios y renuncias se hacen por tener una vida de bien, ordenada,
limitada a vivir con lo que tenemos sin robar o aceptar coimas, con solvencia económica honestamente
ganada, con alegría y tristezas compartidas, con la tranquilidad que brinda una conciencia en paz durante
la vida y especialmente a la hora de la muerte. Durante los siglos cristianos, y en una sociedad impregnada
por sus valores, la honestidad fue siempre un motivo de orgullo que las personas y las familias llevaban
como un galardón sobre su apellido y sobre sí mismas. “Pobres pero honestos” era toda una consigna a
seguir con orgullo que marcaba el orden de prioridades.
Es la virtud que nos lleva (aunque a veces nos cueste mucho) a cumplir con la palabra empeñada, con
nuestros compromisos, a pagar nuestras deudas puntualmente (aunque podamos no hacerlo porque
sabemos que nos esperan). A no contraer deudas o pedir plata prestada al amigo (si sabemos de
antemano que no podemos devolverla). A comentarle a nuestro novio/a si hemos tenido un pasado
indigno, si somos infértiles genéticamente (por un aborto previo o cualquier otra enfermedad que pueda
afectar en un futuro nuestro matrimonio y no podremos tener hijos). Si hemos tenido un hijo natural
(aunque viva en otro país y no lo veamos, pero existe). Si nos avergonzamos de algún miembro de nuestra
familia porque nos deshonra y tratamos de ocultarlo pero que igualmente integrará la futura familia. Si
por distintos motivos queremos negarle nuestro propio origen y aparentar una realidad falsa a quien nos
ha hecho un voto de confianza incondicional y aspira a compartir su vida con nosotros.
Los argentinos hemos conocido y vivido años atrás una sociedad que, si bien no era perfecta, valoraba la
honestidad. La mayoría hemos crecido con las puertas de las casas abiertas (algunas hasta de noche),
dejábamos las llaves puestas en los coches y nadie sacaba nada; al verdulero se le pagaba a fin de mes y
su famosa “libreta” estaba siempre correcta; el médico mandaba sus honorarios a fin de año y no por
esto se perjudicaba porque había estabilidad; los negocios (especialmente en el ámbito agropecuario) se
hacían de palabra y la palabra era sagrada. La palabra para los hombres de bien tenía el valor casi de
un documento. Nosotros conocimos esa Argentina. No fue una ficción. Lo cual nos indica que se puede
vivir de esa manera y no como hoy en que los ciudadanos honestos nos vemos forzados a vivir tras las
rejas y bajo llaves y alarmas de seguridad.
Por el contrario, el vicio o pecado opuesto es la deshonestidad en nuestras acciones. Es la que nos
llevará a manipular a los demás para obtener beneficios, a chantajear y especular para controlar a las
personas. A engañar en el noviazgo y casarnos por interés haciéndole creer que lo amamos con locura
cuando lo que amamos es su dinero o la vida que nos dará. A mostrar exagerado interés por ayudar a mi
compañera/o de trabajo casada/o cuando en realidad lo que queremos es seducirla/o.
Es deshonesto mantener o alargar una relación sentimental sabiendo que uno no está dispuesto a ca-
sarse, creándole a la otra persona falsas expectativas de matrimonio y jugando con sus sentimientos. Es
deshonesto eternizar relaciones sentimentales que no estamos dispuestos a cortar por nuestra flojera,
placer o interés. Es deshonesto mudarnos de nuestra ciudad a otra haciéndole creer a nuestro cónyuge

112
que lo hacemos por el bien de los hijos cuando en realidad es porque queremos estar cerca de nuestras
amigas y de nuestra madre, y le presentamos como bueno lo que en realidad es sólo nuestro propio
interés. Es deshonesto pedir becas en el colegio para nuestros hijos (que recaerán en las cuotas de otros
padres que nos mantendrán) si podemos pagarlas y gastamos en otras cosas superfluas. Es deshonesto
si tenemos un almacén o una fábrica y vendemos 800 grs. de azúcar por un kilo, o ponemos fechas falsas
de vencimiento en los productos obligando a los consumidores a comprar nuevos por temor a intoxi-
carse.
Otro mecanismo psicológico que determina la deshonestidad es la negación, el no aceptar nuestra pro-
pia realidad (en todos los órdenes). Esto puede constituir la raíz de nuestra tendencia a la deshonestidad,
y de ahí que la honestidad sea hija de la veracidad. Auto engañarnos por no aceptar nuestra propia
realidad nos llevará al mal hábito de engañar a los demás y a comportarnos, muchas veces, muy injusta-
mente con el prójimo.
Los griegos ya decían: “Excusa no pedida, acusación manifiesta”, porque la tendencia a la excusa no sólo
indica debilidad de carácter, sino un espíritu acostumbrado a maniobrar para defenderse. Por no
aceptar que no hemos estudiado, nos excusaremos ante nuestros padres de que no sabíamos la lección
porque la profesora explica mal. No seremos sinceros con nuestros padres y seremos deshonestos para
con la profesora. Nos excusaremos que estamos sin un peso por no aceptar que hemos malgastado el
dinero desordenadamente y acusaremos a nuestro cónyuge de mala administración, lo cual es deshonesto
hacia él o ella. Nos excusaremos que vivimos llenos de privaciones porque no nos pagan lo justo y no
asumiremos que es porque gastamos más de los debido, lo que es una actitud deshonesta hacia nuestros
patrones que nos pagan puntualmente y bien.
Otro mecanismo deshonesto es la racionalización. Racionalizar la necesidad de nuestras actitudes des-
honestas y tratar de encontrar razones para justificarlas con continuos pretextos. A decir verdad, encon-
traremos siempre una razón por la cual estamos desordenados. Pero lo grave es cuando la verdadera
razón se convierte en una excusa para justificarnos y no aceptar nuestra realidad, que es la verdad, para
no tener que modificarnos y corregirnos. Encontramos razones para justificar que no colaboramos en el
hogar, que llegamos tarde al trabajo, que no somos felices en nuestro matrimonio cuando somos los
grandes responsables de estas faltas. En general, la mente de un alcohólico, de un jugador empedernido,
de un infiel o de un irresponsable está habituada por años a justificarse y lo lleva al auto engaño, de
ahí la imposibilidad de corregirse.
Aún detalles que parecen ínfimos (como el vestirnos habitualmente con la ropa ajena, porque es mejor
que la nuestra) en el fondo tratan de vender una imagen que no es real, que es falsa, porque pretendemos
disfrutar de un guardarropa que no es nuestro, cuando nuestra realidad es que contamos con tan solo
pocas cosas y se nos debiera aceptar por quienes somos y no por lo que llevamos encima que, además,
es ajeno. Las modas no debieran imponernos necesidades que no tenemos, como variar continuamente
de ropa, practicar todos los deportes posibles que practican otros o veranear en lugares que no podemos.
La revolución ha calado muy hondo aún en esta ruptura y erosión de la propiedad privada y los jóvenes
hoy en día, envueltos en una sociedad tremendamente consumista, no sólo no saben el esfuerzo que
normalmente cuesta adquirir las cosas, sino que creen que es igual usar el buzo propio que el ajeno.
Otra forma deshonesta de excusarnos es la proyección. Proyectarse es ver en los otros nuestros
propios defectos, debilidades y miserias. Cuando pensamos más en los defectos de las otras personas
que en los nuestros propios, terminamos cayendo en un mecanismo de evasión de nuestra propia reali-
dad que no es más que una deshonestidad con nosotros mismos. Si somos avaros, hablaremos continua-
mente de la avaricia del prójimo, si somos egoístas pondremos la lupa sobre el egoísmo de determinada
persona, para que los ojos ajenos se dirijan al otro y no a nosotros. Ni siquiera los nuestros sobre
nosotros mismos. Es una forma sutil y perversa de autoprotección (muy común) que nos permite
seguir cómodamente con nuestros defectos.

Sólo Dios puede leer nuestras conciencias y nuestro corazón, de ahí que sólo Él podrá medir el grado de
honestidad en nuestras palabras y nuestras acciones. Cada uno sabrá en su interior si actúa con honestidad

113
en la vida, si es coherente con lo que piensa, dice y hace y si utiliza la verdad como herramienta funda-
mental de su existencia o si, por el contrario, la mentira es su hábito existencial y su herramienta para
manejarse.
Hay una anécdota simple pero muy ilustrativa que explica la honestidad en el proceder. Un emperador
que convocó a todos los solteros del reino para encontrar un marido digno para su hija. A quienes asis-
tieron les repartió una semilla diferente a cada uno y les pidió que volvieran a los seis meses con la planta
en una maceta. La planta más bella ganaría la mano de su hija. Así se hizo, pero había un joven cuya
semilla no germinaba mientras que las del resto se habían convertido en hermosas plantas. A los seis
meses todos debían asistir al palacio pero el joven cuya maceta estaba vacía estaba triste y no quería asistir.
Su madre, con una visión transparente, limpia, y apostando a que su hijo había actuado bien y honesta-
mente, lo instó a asistir de todas maneras con la maceta vacía, ya que también era un participante. Finali-
zada la inspección, el rey hizo llamar a su hija y le otorgó la mano al pretendiente con la maceta vacía
diciéndole: “Este es el heredero al trono y se casará con mi hija. A todos les han dado una semilla infértil
y todos trataron de engañarme plantando otras plantas, pero este joven tuvo el valor y la honestidad de
mostrar su maceta vacía. Su honestidad y valentía son las virtudes que un futuro rey necesita, lo mismo
que mi hija”.

114
La modestia

La modestia es la virtud “derivada de la templanza que inclina al hombre a comportarse en los


movimientos internos y externos y en el aparato exterior de sus cosas dentro de los justos límites
que corresponden a su estado, ingenio y fortuna”68.
Dicho en otras palabras, es la virtud que modera los movimientos internos ordenando la apariencia ex-
terna de la persona. Es el espíritu prudente y cauto que nos marca los pasos que no debemos dar ni
seguir para no caer en situaciones peligrosas que nos afecten. Es la cautela y la reserva en nuestras ma-
neras.

La modestia, hija de la templanza y de la prudencia, se refleja en el comportamiento en general, en el


lenguaje del cuerpo, en los ademanes, en los modales y en el vestir. La modestia nos lleva a comportarnos
dentro de ciertos límites. Modera nuestro modo de actuar, regula nuestras acciones, nuestras miradas,
nuestros gestos y nuestro comportamiento en general, manteniéndonos en los límites que nos correspon-
den por ser quienes somos, el lugar y jerarquía que ocupamos en la sociedad y nuestra dignidad sobrena-
tural de hijos de Dios ya que la persona tiene un cuerpo que encierra un alma inmortal.
La modestia no es un adorno superficial, sino la defensora de la virtud del pudor (que es la piel del alma
que envuelve el misterio de la vida física y espiritual) mediante la custodia de los sentidos. La modestia
nos protege en esos primeros pasos que no debemos dar y está relacionada con las virtudes mayores
del pudor, la castidad, la virginidad y la fidelidad.
Para que el pudor pueda cumplir su objetivo necesita de la virtud menor de la modestia, hija de la pru-
dencia, que le indicará lo que no debemos hacer para comportarnos imprudentemente.
Nos lleva a tomar conciencia de lo que nuestro cuerpo puede transmitir como lenguaje al otro. El cuerpo
tiene un lenguaje. Nos comunicamos mediante el cuerpo y, a veces, sin quererlo (o queriéndolo) el
lenguaje puede ser sensual, convocando sólo a lo sensual en el otro. Por ejemplo, en el colegio, en am-
bientes de familia o de trabajo, no debo confundir con mis mensajes, poses y vestimenta, para que la
atención de mis profesores o jefes vayan a mi intelecto y no a mi físico. Que mi abuela, mi madre o mis
tías puedan seguir, distendidas, mis conversaciones, y no sientan sólo ansias de corregirme.
De ahí que las formas, los movimientos, la manera de mirar, expresen a veces un “llamado” al otro, que
puede sentirse “llamado” y entonces... responder a nuestras miradas, sintiéndose parte de un juego, y
provocado... a mayor intimidad. Es muy importante que, sobre todo las mujeres, comprendan el poder
que tienen sobre el varón y ser conscientes de que todo lo suyo manda mensajes. Debemos al menos
conocer la psicología masculina más elemental y los efectos que producen nuestras actitudes en los otros.
Saber que la naturaleza es así.
Si nos vestimos de una manera provocativa tenemos que saber que eso puede generar reacciones en la
otra persona que tenemos enfrente. San Agustín decía: “En todos tus movimientos que nada sea evidente
que ofendiere los ojos de otro”. De ahí que deberíamos vestirnos tan sólo para ser agradables a quienes
nos miran. Si nos presentamos bien, discretos, limpios y elegantes seremos un encanto y un adorno en
una reunión. Si no, nuestro mensaje será distinto.
Existe una forma de vestir adecuada a nuestro estado de vida y a cada situación y no debemos dejarnos
llevar totalmente por las modas. Es comprensible respetar las tendencias, pero todo con la debida mesura
y de acuerdo a la situación. No es lo mismo vestirse para ir al cine que para un velorio. Tal vez no sintamos
un dolor profundo por la muerte de tal o cual persona, pero la forma de presentarnos indicará que res-
petamos, al menos, el dolor de los que sí lo sienten.

La modestia en los movimientos del cuerpo ordena a la persona a observar el decoro (que es el saber
comportarse y respetar a una persona según su condición y jerarquía). No será la misma exigencia la de
un adolescente que espera en la fila del correo para despachar una carta y se apoya en una columna porque

68
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 612

115
está cansado, a la del mismo adolescente si está en clase (y debe estar bien sentado en el pupitre), a la de
un ministro que recibe a otro o la de un obispo que atiende a un fiel en su despacho.
Regar una planta en traje de baño está muy bien si lo hago en mi jardín, si lo hago en la plaza ya no es lo
mismo. La semi desnudez de un traje de baño exige el lugar adecuado que es una pileta, la playa o mi
jardín. Lo que chocaría si lo hago en la plaza o en el patio del colegio, es que el ámbito no es el adecuado.
Este ejemplo sirve para infinitos casos donde el pudor y la modestia nos irán dictando los pasos que no
debemos dar.
También decimos que un hogar es modesto, que una persona tiene un estilo de vida modesto, cuando
queremos decir que carece de ostentación, de cosas superfluas, pero sí tiene el orden, la sencillez y la
medida de lo justo y de lo digno. Modelos y artistas en general (salvo honrosas excepciones) colaboraron
en destruir el pudor con la propaganda de la ropa interior, con poses, posturas, gestos, acostumbrando a
los jóvenes (víctimas de la revolución) a la falta de pudor que hoy llega hasta la infancia.
La corrupción de la moral ha encontrado en la moda un instrumento enormemente eficaz para
destruir las virtudes. Ya no hay opciones, o las hay muy escasas, para elegir en los negocios ropa interior
o trajes de baño decentes, que no violenten las conciencias de las madres al comprarlos. A veces es al
revés y las violentadas son las hijas, porque son las madres quienes las incitan a exponerse para estar a la
moda y bien sensuales.
Es tremendamente antinatural que sean las madres, quienes, arrastradas por las imposiciones de las mo-
das, “arrastren” a sus hijas consigo. Remeras que muestran los breteles de los corpiños, pantalones con
el tiro tan bajo que muestran a propósito la ropa interior (en ambos sexos), telas transparentes que mues-
tran más que lo que tapan inundan los negocios como la única opción para vestirse. El desnudo y el
erotismo han sido llevados a todos los ámbitos, y no se han escapado a este ambiente de sensualidad
ni las mujeres embarazadas, que siempre tuvieron ese halo de misterio que envolvía la intimidad de su
estado. Hoy las vemos por la calle con sus vientres expuestos impúdicamente al aire y las más famosas
modelos posando hasta desnudas estando embarazadas aún con sus otros hijos también desnudos... sobre
las camas... transmitiendo sólo mensajes cargados de sensualidad...

Esta falta de celo por la intimidad en todos los ámbitos, que expone al público el cuerpo y todo lo que
está destinado al maravilloso misterio de engendrar la vida, es el termómetro que nos indica el nivel de
enfermedad de nuestra sociedad.
Hemos leído que la Madre Teresa de Calcuta dijo que le “hubiese dado el premio Nobel al diablo” por
lo bien que hizo su trabajo. A decir verdad... hizo un gran trabajo de destrucción de todos los valores
hasta niveles que hace años hubiesen sido impensables. Los cantantes modernos y las tan promocionadas
modelos y artistas de televisión y la farándula local e internacional, poco conocen de esta virtud ya que
en general se podría decir que todos sus movimientos tienden solamente a la sensualidad y a despertar
los sentidos y las pasiones más bajas en los otros.
La vida que durante siglos estuvo reservada al ámbito de los cabaret se ha puesto ahora como el ejemplo
a seguir, y las modelos y artistas de cine se exhiben como modelos actuales de lo femenino, vulgarizándolo
todo, con risotadas y comportamientos desmesurados y frívolos (como bailar arriba de las mesas con
gestos vulgares, aún en ambientes de familia) poses impúdicas, obscenas, como la única propuesta para
seguir siendo “joven y moderno” y no ser descalificado.
El problema es que los medios de comunicación imponen esta farándula a los padres y madres quienes
sienten que, o se compran este estilo de comportamiento o se quedan afuera del sistema social, o tienen
miedo a sentirse desautorizados ante sus propios hijos. La caída es en picada libre, sin paracaídas y en
esta caída entran los políticos de turno, los medios de comunicación y hasta los que debieran ser puntos
de referencia para la juventud.

Para el cristiano que vive en un ambiente en que no se respeta a Dios, la modestia no se puede limitar a
no ofender a otros ni a lo que se considere aceptable en la sociedad. Se debe más bien recordar que el
cuerpo es templo del Espíritu Santo.

116
El misterio de la vida, en el cual hasta el propio Dios interviene infundiendo un alma inmortal a la persona
creada, requiere la intimidad de dos, varón y mujer. Todo lo demás, exponerse o sumarse a este acto, es
enfermo.
Dios, en su plan original, reservó al hombre y a la mujer el deber y el derecho de transmitir la vida en un
ámbito de intimidad. Es por eso que, cuando Adán pecó, sintió vergüenza de su desnudez y se cubrió.
La Virgen María, en las apariciones de Fátima, nos pide con urgencia la virtud de la modestia. En pleno
siglo XX lo anunció la Santísima Virgen en Fátima en 1917: “Se introducirán ciertas modas que ofenderán
mucho a Nuestro Señor... y más almas se van al infierno a causa de los pecados de la carne que por
cualquier otra razón”. A 90 años de Sus palabras podemos constatar cómo se han cumplido, porque hoy
hasta las jóvenes de familia se atreven a llevar modas que los que hemos sido educados cristianamente y
sabemos distinguir entre lo sacro y lo profano reconocemos ofensivas y escandalosas.
Las familias actuales, por diversos motivos, (ignorancia, superficialidad, debilidad, amor hacia los hijos
mal entendidos, condescendencia, etc.), han cortado la transmisión de estos valores que protegían la mo-
ral de las personas y elevaban hacia Dios los usos y costumbres de los pueblos.

117
El pudor

El pudor es una virtud innata en toda persona que “reconoce el valor de su propia intimidad y respeta
la de los demás. Mantiene su intimidad a cubierto de extraños, rechazando lo que puede dañarla
y la descubre únicamente en circunstancias que sirvan para la mejora propia o ajena”.69
Dicho en otras palabras, el pudor es la virtud que nos enseña a descubrir y a preservar nuestra
propia intimidad. Es el respeto por la persona y su misterio. Es la tendencia y el hábito de conservar
la propia intimidad a cubierto de los extraños y tiene una nota esencial: no mostrar lo que debe
permanecer escondido.

El pudor es la piel del alma que, cuando es invadida o avasallada, nos produce vergüenza. Es por eso
que el extraño no debe pasar a través de este espacio que resguarda y protege nuestra intimidad, y cuando
se nos acerca más de lo debido (ya sea física o espiritualmente) nos genera violencia. A esto responde la
necesaria distancia y espacio, aun en el trato con el prójimo, que debe ser cortés, gentil y amable pero
hidalgo y no vulgar. Hidalgo, porque demostramos que somos alguien, con pertenencia a un hogar o a
una familia determinada, que somos hijos de “alguien” (por más sencilla y humilde que sea nuestra familia
pero será la nuestra), y porque no estamos accesibles para el común, para cualquiera, como transmitimos
con la vulgaridad de la excesiva familiaridad, del tuteo y del besuqueo indiscriminado con todo
el mundo.
Existe un pudor interno que atañe al mundo de los sentimientos y otro pudor externo que se refiere al
cuerpo. Ambos enseñan todo sobre el mundo de la delicadeza y parten de la virtud de la templanza. El
pudor va ligado a nuestra propia intimidad, que es la zona reservada de cada uno. Constituye el núcleo
más hondo y arraigado de nuestra personalidad, de lo que nos pertenece, de ese mundo interior que nos
hace ser personas únicas e irrepetibles por nuestro ser. La supresión de la intimidad, a su vez, implica
masificación y quedamos convertidos en cosas, destruyéndonos como personas.
El pudor es además la conciencia que tenemos de la propia intimidad, de que la sexualidad humana es
la sede, la morada, de un misterio que no puede ser desvelado a cualquiera. De ahí que natural-
mente rechace el mostrar lo que debe permanecer velado. “Existe un pudor instintivo, ligado a la consti-
tución psicológica del hombre y por tanto universal, que se manifiesta como sentimiento de miedo, de
vergüenza, ligado de algún modo a la emoción sexual.” 70
La castidad y la virginidad siempre exigirán al pudor como aliado y guardián. Lo necesitarán como un
radar que detectará y las protegerá de los peligros. Ambas virtudes necesitarán de la virtud del pudor para
generar el clima propicio “para protegerse”. El pudor, a su vez, necesitará de la pequeña virtud de la
modestia como aliada, que le indicará los primeros pasos que no deben darse para no caer.

“El pudor en cubrir el propio cuerpo significa que el propio cuerpo se tiene en posesión que no está
disponible para nadie más que para uno mismo. Que no se está dispuesto a compartirlo con todo el
mundo y que, por consiguiente, se está en condiciones de entregarlo a una persona o de no entregarlo a
nadie”. 71
Este debiera ser el sentido por el cual la desnudez de su novia o su mujer no debiera serle indiferente al
novio o al esposo. Porque si ella pudorosamente se posee a sí misma será para entregarse a su propio
marido, mientras que si se desnuda fácilmente o circula semidesnuda ante los extraños está tácitamente
convocando “a más” a todos los demás, lo cual desde siempre fue una actitud sólo reservada a la
prostitución. Si los hombres se mantienen fieles a su naturaleza, la desnudez femenina los tiene que
conmover. Si no se conmueven, ni con la mujer propia ni con la ajena, habrá que alarmarse.

69
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág 189.
70
“Las verdades robadas”. R.P. Miguel Angel Fuentes. IVE. Ediciones IVE. Pág.229
71
“La supresión del pudor”. Jacinto Chozas. Eunsa Pamplona. Pág.24

118
Los mandamientos sexto y noveno fueron dados por Dios para contribuir a que las personas sean más
dueñas de sí mismas en el recto uso del sexo, ayudándolas a ordenarse, a elevarse y preservar las sanas
costumbres de los pueblos. De ahí que educar en el sentido del pudor signifique educar en el resguardo
de la propia intimidad, del modo de vestir, del modo de hablar, de la modestia de los gestos y los movi-
mientos corporales.
Una conciencia bien formada, serena, vigilante, equilibrada y consciente de las consecuencias de sus actos,
defenderá la dignidad e intimidad del hombre en una actitud de respeto, no sólo hacia el propio cuerpo,
sino hacia el de los demás. De lo contrario, despreciando estos dos mandamientos, los hechos nos de-
muestran que las personas se embrutecen y se degradan peor que las bestias, ya que el ser humano es el
único ser creado que puede vivir debajo de su condición. Los animales, por ejemplo, no pueden. La vaca
nace como vaca, crece como vaca, se desarrolla como vaca y muere como vaca. No puede ni elevarse ni
degradarse debajo de su condición de vaca como fue creada.
“Se dice que una persona no tiene pudor cuando manifiesta en público situaciones afectivas o sucesos
autobiográficos íntimos y en general cuando se comporta en público de la manera en que las demás
personas suelen hacerlo solamente en privado. Así, hay determinadas formas de comportamiento que se
consideran anormales en la vía pública y se consideran adecuadas dentro del recinto doméstico, y otras
que ni siquiera se consideran correctas dentro del recinto doméstico en presencia de “los íntimos” y
requieren la soledad más estricta.
Por ejemplo, para llorar, una persona preferirá su casa a la calle y, aún más, antes que la sala de estar
elegirá la soledad de su habitación. Del mismo modo un sujeto normal no puede pasearse en pijama por
la vía pública sin que resulte chocante para él mismo y sí puede hacerlo por los pasillos de su casa. Sin
embargo, en el momento de desnudarse, tampoco estos resultarán adecuados y elegirá la soledad más
estricta. Se podrían seguir amontonando ejemplos, pero con los aducidos hasta ahora es suficiente para
percatarnos de que “pudor” es la “tendencia a mantener la propia intimidad a cubierto de los
extraños”.
La “intimidad puede quedar protegida o desamparada en función del lenguaje, del vestido y de la
vivienda”. 72

Intimidad y vivienda. El hombre construye una casa no sólo para protegerse del clima sino que necesita
proteger su propia intimidad, necesita sentirse seguro y protegido en un ámbito que le sea propio. Uno
no invita a pasar a su casa a cualquiera porque naturalmente resguarda su propia intimidad, su lugar
íntimo. De ahí que nuestra casa sea nuestro lugar más reservado. La tendencia, a su vez, que tenemos de
cuidar nuestro hogar y mantenerlo limpio y acogedor también atañe a la virtud del pudor, porque inten-
tamos darle a los demás lo mejor de nosotros mismos. La ausencia de pudor en nuestro hogar se refleja
con descuido de nuestra propia intimidad, porque demostramos que nuestra intimidad ya no nos perte-
nece, sino que la hemos “abandonado”.
Cuando abrimos las puertas de nuestra casa a cualquiera no estamos preservando nuestro hogar, sino que
lo estamos abriendo y exponiéndolo a todos, sin discernir quién debe compartir nuestra intimidad y quién
no. Esta moda hoy en día comienza desde los jardines de infantes y los colegios, en donde se ha impuesto
como obligación (porque la moda así lo impone) el invitar a todo el curso a los cumpleaños, sin elegir,
sin seleccionar quienes pueden ser buenas o malas compañías para nuestros hijos. A lo sumo, siempre
podremos mandar una torta al colegio para compartir y festejar ese día con todos los compañeros de
curso.
Por otro lado, cuando nos enteramos, a su vez, que alguien que ha sido nuestro huésped murmura o
critica nuestra casa o algo de nuestra intimidad lo vivimos mal, como una traición (que lo es) porque le
hemos brindado lo máximo de nosotros mismos. De ahí que nos sea más fácil criticar a una persona en
público que criticarle su propio hogar íntimo y hospitalidad que nos ha brindado, porque naturalmente
percibimos nuestra bajeza en hacerlo. Igualmente un robo en nuestro hogar tiene la sensación de la vio-
lación de nuestra intimidad, al ser violentado por la fuerza lo que creíamos nos pertenecía en exclusividad.

72
“La supresión del pudor”. Jacinto Chozas. Eunsa Pamplona. Pág.18

119
Intimidad y vestido. El pudor cuida el misterio de las personas, de su amor y de su intimidad. Nace con
el despertar de la conciencia frente al pecado, como le pasó a Adán en el Paraíso. Antes de pecar, Adán
estaba tranquilo en su desnudez, pero después de la caída, sintió vergüenza. La naturaleza ya había sido
violentada. A partir de ahí, el pudor consistirá en rehusar a mostrar lo que tiene que estar escondido.
Las formas varían de una cultura a otra. El pudor de cubrir nuestro cuerpo significa que lo poseemos y
que no está a disposición de nadie más que de nosotros mismos, que no estamos dispuestos a compartirlo
con todo el mundo y lo podemos compartir con alguien, o con nadie, según nuestra decisión. Este es el
argumento más atacado, porque se dice que nuestro cuerpo es la señal de la libertad, lo que no es así. La
pérdida del pudor no nos hace más libres sino más manipulables, más fáciles de caer porque
nos arranca los principios y valores que nos protegían como las capas de la cebolla.
La moda (desde la infancia) debiera responder a la exigencia de custodiar la intimidad personal sin estar
reñida con el buen gusto y la elegancia. La persona debiera vestirse resguardando ante los demás la “pro-
piedad” de su cuerpo, protegiéndolo y conservándolo para ser entregado, en caso de matrimonio, a la
persona elegida a compartir con nosotros la vida.
Una persona pudorosa elegirá las telas, los distintos modelos de vestidos, los escotes, las transparencias,
las posturas, los modales y el lenguaje que más resguarden su intimidad. Utilizará el vestuario del club o
el camarín de negocio para desvestirse detrás de la cortina, no exponiéndose gratuitamente delante de la
vendedora o la cuidadora del vestuario. Si tiene cita con el médico elegirá la ropa interior más adecuada
y más discreta posible. Si tiene que internarse para una operación o si tiene que compartir con alguien
(una amiga o un familiar) el cuarto no se paseará desvestida violentando tal vez a la otra persona con su
desnudez.
El pudor en el hombre y en la mujer es natural, y es la sociedad moderna quien le impone lo contrario a
través de las modas desde la infancia. La ropa interior impuesta con talle bajo desde la más tierna edad,
los pantalones de tiro bajo para que se les vean los calzoncillo a los varones, los breteles de los corpiños
que se usan expuestos a propósito y los trajes de baño y bikinis minúsculos. Todo tiende a bajar la guardia,
a erosionar el pudor, a eliminar la diferencia entre la intimidad (ropa íntima para uno) y lo que es público
(ropa de vestir para todos).
La complicidad y el instrumento de la moda en la revolución cultural no son para menospreciar
sino para destacar. Satán, que conoce muy bien a quien ha de perder, ha puesto sus cañones en primer
lugar en desvestir a la mujer para degradarla.
La moda provocativa siempre será además una responsabilidad ante Dios ya que incita a otros a pecar.
Es la sociedad moderna quien, a fuerza de desvestir hasta el máximo a la mujer, ha atentado contra la
natural virilidad y respuesta del varón que, con la naturaleza ya atrofiada, lee tranquilo e indiferente el
diario en la playa rodeado de mujeres prácticamente desnudas... Es la revolución sexual que, como un
instrumento más de la revolución anticristiana, al odiar al hombre intenta destruirlo.

Intimidad en el lenguaje. Dijimos que el pudor es la virtud que nos socorre para preservar la intimidad
de toda la persona, no sólo la física. Nuestra intimidad engloba un conjunto de emociones, senti-
mientos y estados de ánimo que constituyen la vida afectiva de la persona.
Las personas comunicamos intimidad por medio del lenguaje. Nuestra interioridad es tan delicada, que
debemos seleccionar a quien consideramos que serán merecedoras de nuestras confidencias y que no
harán mal uso de ellas publicándolas. Aun en los sentimientos nobles y buenos, sentimos muchas veces
pudor de revelarlos, como nos sucede a veces al decirle o al no poder decirles a personas que queremos
(como padres, hijos, hermanos o amigos) que los amamos.
Decimos que una persona no tiene pudor de su intimidad cuando cuenta indiscriminadamente su vida
íntima haciéndola de dominio público. Hoy en día, copiando los medios de comunicación, uno escucha
las intimidades más grandes en las conversaciones ajenas (que ya no son privadas sino públicas) ya sea en
la oficina, el colectivo, las confiterías, las peluquerías, los vestuarios de los clubs o hasta en las reuniones
sociales

120
A medida que perdemos el sentido de la existencia del alma perdemos también el sentido del cuerpo que
es lo que sucede en las discotecas. Con el ruido ensordecedor no se puede hablar. La discoteca es el lugar
de los cuerpos sin alma, donde todo está calculado para hacernos bajar las defensas, (porque el ser hu-
mano posee naturalmente defensas que lo alertan) y perder la noción y el sentido de lo que está bien y de
lo que está mal. El volumen de la música cierra algunos canales de comunicación como el verbal, y abre
otros: el de los sentidos. Se estimula el baile, se evidencia el cuerpo, se encienden los sentidos. Y se nos
expropia de nuestra propia identidad, de nuestra intimidad, de nuestro misterio, de nuestros valores in-
culcados, de nuestra historia familiar y personal. En la discoteca, ante la imposibilidad de comunicarnos,
de conocer nuestra intimidad espiritual, de conversar y transmitir nuestras inquietudes y anhelos más
profundos, prevalece lo puramente físico.

“Se debe educar en el pudor con prudencia. Una educación demasiado estrecha en este campo multipli-
caría las dificultades y no haría sino agravar la inquietud y el malestar de los adolescentes y de los jóvenes.
Es un hecho innegable que, mediante una educación demasiado rígida, los siglos pasados llevaron el
pudor a terrenos en los que no entra para nada y de esta manera hicieron ver el mal en todas partes.
Lamentablemente este tipo de “mala educación del pudor” no puede causar sino reacciones contrarias,
es decir, conducen a la impudicia. Educar en el pudor significa, pues, al mismo tiempo que cultivarlo,
también defenderlo de toda mezquindad que tan fácilmente se confunde con el pudor. Justamente la
falsificación del pudor tiene un nombre y éste es pudibundez. Se denomina así al pudor desequilibrado
o excesivo, causado en general por una falsa educación. La pudibundez no hace a las personas castas sino
caricaturas de la castidad.” 73
La angustia, la inseguridad, la soledad física y espiritual, la soledad interior, la falta del sentido de la vida,
el anhelo profundo de ser amado del hombre moderno lo ha llevado a disgregar su ser interior. El hombre
ya no sabe quién es. La moral ya no rige su conducta ni lo orienta el sentido del deber.
Los jóvenes hoy encuentran normales cosas que durante siglos fueron consideradas propias de la “mala
vida”. Espectáculos obscenos gratis, en vivo y en directo en cualquier espacio público de la ciudad. Las
relaciones sexuales son generalmente provocadas por la parte femenina. Los anticonceptivos han fomen-
tado el uso indiscriminado del sexo. El SIDA mentirosamente se combate con preservativos y todo esto
lleva a toda una cultura de la genitalidad. La liberación sexual, especialmente para la mujer, quien se ha
sacudido de “la opresión del varón” también ha “sacudido” el pudor. Al quedarse sin pudor, se ha que-
dado sin la virtud mediante la cual la mujer manejaba prácticamente la medida de la relación con el
varón mediante el cortejo, la seducción y el romanticismo. Todo un mundo de delicadezas y
emociones profundas.
Los famosos reality shows de la televisión son la expresión más alarmante y manifiesta de la degradación
humana (llamada procacidad) en donde la supresión del pudor es total. Desde un principio el hombre
muestra una intimidad inhumana a niveles impensables de degradación y pura pornografía. No sólo se
hace todo explícito, sin ocultar nada, sino que se actúa de manera impensable en la forma de vivir y
comportarse de las personas sanas. Convertidas y degradadas en la animalidad, ya no se poseen a sí mis-
mas sino que se abandonan.

Para recuperar el pudor que no se tiene o que se ha perdido hay que empezar por entender que
la persona no es igual que un animal. Que tiene un cuerpo y un alma y lo que esto significa. Que
así como el cuerpo tiene sus necesidades el alma tiene las propias. ¡Si tomáramos conciencia de la maravilla
que es el alma que hoy ya nos hace inmortales!..
Tenemos que recuperar el respeto por nosotros mismos, la autoestima. No somos un “elemento más de
la biodiversidad”… dentro de la cual nos quieren rebajar a la condición de igualdad con las piedras,
con las plantas y con el perro… No.
Cada uno de nosotros es un ser único, singular e irrepetible y superior a todas las demás cosas y elemen-
tos creados, creados a “imagen y semejanza de Dios”. ¿En qué consiste esta semejanza? No en el

73
“Las verdades robadas”. R.P.Miguel Angel Fuentes. Ediciones IVE.Pág.231

121
cuerpo sino en el espíritu, que es un soplo del aliento divino. Santo Tomás enseñó que el alma inmortal
de cada persona es superior a todo el universo creado. Si éste es el valor de una persona, debo primero
tomar conciencia yo de lo que valgo.
La supresión del pudor de nuestro tiempo responde a una faceta más del plan gramsciano para
lograr la masificación y la destrucción de la persona.

122
La virginidad

La virtud de la virginidad “es una virtud especial, distinta y más perfecta que la castidad que con-
siste en el propósito firme de conservar perpetuamente la integridad de la carne por un motivo
sobrenatural” 74
Dicho en otras palabras, es la persona que no ha tenido experiencia sexual, pero sólo será virtud cristiana
cuando se guarda por amor al Reino de los cielos. Está compuesta por dos aspectos, el físico y el espi-
ritual.
El aspecto físico es cuando la persona no ha tenido ningún acto sexual. El aspecto espiritual es la
resolución de abstenerse de todo acto sexual hasta el matrimonio o la vida consagrada y va más allá de la
integridad corporal porque es un acto de la voluntad. La virginidad es un estado natural. Se nace virgen,
se debe crecer virgen y se puede vivir virgen toda la vida. ¿Se puede ser siempre virgen y feliz? Abso-
lutamente. Ejercer la sexualidad no es obligatorio como nos quieren hacer creer ahora.
La virginidad no es ignorancia, es pureza. Pureza física y espiritual, libremente elegida. Para ser virgen
hay que saber lo que yo “protejo”. La Santísima Virgen era virgen pero no ignorante. Sabía que para
concebir un hijo hacía falta una mujer y un varón. Por eso le contestó al ángel en la Anunciación: “¿Cómo
podrá ser eso si yo no conozco varón?”.
En épocas más cristianas la inocencia y la pureza tenían su “espacio”. Dios, los padres y todos los adultos
que querían a la infancia, la protegían. Es y fue desde siempre de orden natural el proteger la
inocencia que implicaba pureza. Se cuidaban hasta las conversaciones en la mesa, las imágenes, se
vigilaban a las personas que estaban cerca de los niños, evitando situaciones de peligro. Aun los adultos
más licenciosos y desordenados moralmente respetaban este ámbito sagrado de la inocencia de los niños.
Hoy, la violencia pornográfica es casi inmanejable porque nos bombardea constantemente y penetra por
ley aun desde los ámbitos de la educación.
Las leyes que impulsan la educación sexual obligatoria en los colegios desde la primaria están hechas
para pervertir la pureza y arrasaran con la virginidad espiritual de millones de niños y adoles-
centes que tenían el “derecho” a no “saber” a no presenciar actos sexuales en afiches y videos, a que
no le bajaran el velo del misterio y de la pureza espiritual en “clases” de pornografía que los incentivarán
a perder luego la virginidad física desde la adolescencia, sin saber siquiera que tenían “derecho” a con-
servarla .
Porque debemos recordar que para Dios, el acto sexual fue pensado para dos, varón y mujer, en com-
pleta intimidad. Según el plan natural y divino, el exponerlo y compartirlo con un tercero es, no sólo
inmoral, sino enfermo. A esto se sumará además, la exposición de todas las perversiones sexuales que se
les explicarán con la excusa de prevenirlos de los abusos sexuales de los mayores. Imágenes perversas
darán vueltas en sus tiernas cabezas con un mundo de adultos que les es ajeno, que no les per-
tenece, que no les interesa, que los violenta, que los convulsionará de por vida (aun cuando
fueran niños normales y sanos).
Nada puede llegar a compararse con el daño criminal que esta ley en contra del derecho natural
de los padres y de la ley divina hará en nuestra Patria. Una hecatombe moral y espiritual en la
vida de millones de niños y adolescentes vendrá después.

Tenemos una naturaleza sexuada y está ordenada a la procreación dentro del legítimo matrimonio. Hay
que batallar para conservar la virginidad y será virtud cuando yo, libremente, elija defenderla para entre-
garla por amor en el matrimonio (y no perderla sin saber bien por qué ni con quién en el camino) o
entregarla por amor a Dios, conservándola para y por Él en la vida consagrada. La virginidad debe com-
pararse a la persona que se posee en plenitud, así como un cántaro lleno de agua, que no se derrama,
está listo para ser entregado.

74
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 608

123
Las personas que tienen vocación al matrimonio también están llamadas por Dios a permanecer vírgenes
hasta casarse por el sexto mandamiento: “No cometer actos impuros”. No es un mandamiento capri-
choso, como no lo es ninguno. Dios sabe que las pasiones obnubilan y manejan al hombre. Mientras que
la persona se mantenga virgen verá con más claridad, será más libre para elegir y tomar un compromiso
de por vida como es el matrimonio.
“Las relaciones prematrimoniales están mal en sí mismas, y, si bien no puede negarse que los novios se
amen, sí puede afirmarse que la relación sexual no es una manifestación auténtica del amor en esa etapa
de sus vidas. ¿Por qué? Fundamentalmente porque la “relación sexual” es la manifestación plena y exclu-
siva de la conyugalidad (la conyugalidad es la unión física, psíquica y espiritual entre personas de distinto
sexo unidas en matrimonio indisoluble), y los novios carecen de la conyugalidad aunque se ordenen a ella
y se estén preparando para ella.
La relación sexual es la manifestación plena del amor conyugal, porque es en ella en donde los esposos
alcanzan la máxima unión física y, a través de ella, fomentan la máxima unidad afectiva y espiritual. Allí
son “una sola carne” y mediante este acto también “un solo espíritu”. Pero es también la manifesta-
ción exclusiva de la conyugalidad porque sólo dentro del matrimonio es lícito realizar la sexualidad.
¿Por qué sólo dentro del matrimonio? Por el lenguaje del cuerpo. El acto sexual es parte del lenguaje
humano; tiene un significado único, irrepetible e irrenunciable; y lo que ese acto “dice” sólo es verdad
cuando hay de por medio un compromiso matrimonial definitivo. ¿Qué es lo que dice ese acto?
Dice donación total. Una donación es total cuando incluye:
Todo cuanto se tiene.
De modo exclusivo.
En el estado más perfecto en que puede estar lo que se dona.
Para toda la vida.

Ahora bien, la donación entre esposos es total cuando incluye todo cuanto se tiene (cuerpo, alma,
afectividad, presente y futuro); de modo exclusivo (es decir, a una sola persona con exclusión de todas
las demás); en estado perfecto (no disminuido o deteriorado, como ocurre cuando las capacidades han
sido anuladas previamente por medio de anticonceptivos o esterilizantes); para toda la vida (lo cual es
garantizado sólo tras el compromiso público que se da en el consentimiento matrimonial). Estos elemen-
tos sólo pueden ser vividos en el matrimonio válidamente celebrado.
En la relación prematrimonial, en cambio:
no se da todo lo que se tiene porque no ha dado todo quien aún no ha pronunciado públicamente el
“sí matrimonial” ante la sociedad: no ha dado su futuro, no ha dado su nombre, no ha dado su compro-
miso: de hecho el verdadero amor es un acto “oblativo”, un don total de sí al otro; en cambio, en la
relación sexual prematrimonial (y lo mismo se diga de la extramatrimonial) lo que prima psicológicamente
no es la oblatividad sino la búsqueda egoísta del placer: el “otro” no es aquel a quien se da sino aquello
que se toma para uno.
No es exclusivo o al menos no es necesariamente exclusivo: pues la falta del compromiso matrimonial
lleva muchas veces a la ruptura del noviazgo (incluso los más serios), y a la instauración de nuevos no-
viazgos; de este modo las relaciones prematrimoniales se tienen con distintas mujeres o distintos hom-
bres.
No se da generalmente en el estado más perfecto, las más de las veces excluyen la prole;
No es para toda la vida pues falta rubricarlo por el único acto que hace irretractable el compromiso, el
cual es la celebración válida del matrimonio”. 75

Esta costumbre tan inmoral y hasta suicida (por el daño físico y moral) al que se exponen los jóvenes de
convivir o tener relaciones ni bien se conocen (que ha impuesto y propagado la revolución anticristiana),
hace que las personas no lleguen ni siquiera a conocerse. Se queman todas las etapas previas naturales.

75
“Los hizo varón y mujer”. Miguel Angel Fuentes. V. E. Ediciones V. Encarnado. Pág. 11

124
El noviazgo es precisamente para conocerse, para compartir un proyecto de vida, para comunicarnos
espiritualmente y psíquicamente. Debiera existir, en el noviazgo, una personalidad que me atrae por sus
proyectos, por sus intereses, por la manera en que resuelve las situaciones, por la forma en que toma las
decisiones de su vida, por los principios que defiende y por lo que se niega a sí mismo. Es, prime-
ramente, de toda esta personalidad que me atrae que yo me enamoro. Las relaciones prematrimoniales
detienen, cortan, interrumpen este proceso natural de conocerse que es indispensable para proyec-
tar formar una familia.
Las consecuencias de las relaciones prematrimoniales abarcan: el orden biológico (frigidez, lesbianismo
u homosexualidad por haber sufrido decepciones con el sexo opuesto). “En el orden psicológico crea
temor. Como por lo general las relaciones tienen lugar en la clandestinidad, crean un clima de temor:
temor a ser descubiertos, temor a ser traicionados después, temor a la fecundación, temor a la infamia
social. Además crea otra alteración pasional que es el temperamento celoso: la falta de vínculo legal hace
siempre temer el abandono o desencanto del novio o la novia y la búsqueda de satisfacción en otra
persona; de hecho no hay ningún vínculo que lo pueda impedir; por eso la vida sexual prematrimonial
engendra en los novios un clima de sistemática sospecha de infidelidad. Da excesiva importancia al sexo,
al instinto sexual, al goce sexual. Esto produce un detrimento en las otras dimensiones del amor: la afec-
tiva y la espiritual. Normalmente esto resiente el mismo noviazgo y luego el matrimonio. Asimismo, esta
centralización del amor en el sexo frena el proceso de maduración emocional e intelectual.” 76

El pecado contra el sexto mandamiento como pecado es igual para el hombre que para la mujer, sólo
que en la mujer las consecuencias son más graves. “Nadie puede negar que en la práctica de las relaciones
prematrimoniales quien lleva la peor parte es la mujer. Ésta en efecto: “pierde la virginidad; se siente
esclavizada al novio que busca tener relaciones cada vez con mayor frecuencia; no puede decirle que no,
porque tiene miedo que él la deje, reprochándole que ella ya no lo quiere; vive con gran angustia de que
sus padres se enteren de sus relaciones; participa de las molestias del acto matrimonial, sin tener la segu-
ridad y la tranquilidad del matrimonio, vive en el temor de quedar embarazada; si queda embarazada es
presionada para que aborte por el novio que la deja sola ante los problemas del embarazo, por familiares
y amigos e incluso por instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan por la difusión
del aborto en el mundo.” 77
La naturaleza femenina está hecha de manera que la mujer en el acto sexual se involucra físicamente
(porque puede quedar embarazada), psíquicamente (porque quedará marcada para siempre por su pri-
mera relación), afectivamente (porque puede enamorarse y ser abandonada) y espiritualmente (porque
cometerá un pecado mortal que probablemente le hará cometer muchos otros como mentir o abortar).
En su naturaleza, según fue creada, todo en ella tiende a la interioridad, de ahí que quede más marcada.
Ella lleva además la responsabilidad de transmitir la certeza de la paternidad, de ahí que para la mujer lo
que ocurre en este plano tenga consecuencias mayores.

Todas las virtudes se conectan y, si bien la virginidad y la castidad no son las únicas, el saber conservar la
pureza es un entrenamiento para adquirir otras virtudes que nos harán dueños de nosotros mismos como
la paciencia y la tolerancia durante los años de matrimonio. El no consentir en tener relaciones prematri-
moniales ayuda a una futura fidelidad; lo contrario puede ser un signo de infidelidad. La prudencia es la
virtud que debe regir a la virtud del pudor para cuidar a la virginidad, porque la prudencia detectará los
peligros y evitará que ella se exponga a situaciones peligrosas de pecado.
Los novios, en el tema de la pureza, tienen el mismo compromiso que los solteros, pero a muchos jóvenes
les han hecho creer que la esencia del noviazgo es la convivencia o el andar colgados como ventosas.
“Una de las más funestas costumbres que se han ido imponiendo en el noviazgo, es la gran frecuencia
con que se encuentran. Ello es generalmente nocivo porque, muchas veces, hace perder frescura al amor,
los somete a la rutina y va matando la ilusión. En gran parte se debe a que los hombres nos hemos
olvidado del sentido profundo de los ritos y del sentido profundo de la fiesta.

76
“Los hizo varón y mujer”. Miguel Angel Fuentes. V. E. Ediciones V. Encarnado. Pág. 13
77
“Los hizo varón y mujer”. Miguel Angel Fuentes. V. E. Ediciones V. Encarnado. Pág. 14

125
Sobre el primero escribe admirablemente Saint - Exupéry:
‘Hubiese sido mejor venir a la misma hora –dijo el zorro–. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde,
comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me
sentiré agotado e inquieto: ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca
sabré a qué hora preparar mi corazón… los ritos son necesarios.
¿Qué es un rito?– dijo el principito.
- Es también algo demasiado olvidado –dijo el zorro–. Es lo que hace que un día sea diferente de los
otros días; una hora, de las otras horas...’
Respecto de la fiesta, dice, también magistralmente Hans Wirtz: ‘El hábito, la costumbre, es la escarcha
del amor. Lo que vemos, lo que oímos y tenemos a diario, pierde su matiz de inusitado y raro, deleitoso.
Al final llegamos a beberlo sin apreciarlo, sin sentir su sabor, como si fuera agua. Los novios no pueden
cometer mayor error que el estar juntos con excesiva frecuencia. Cuanto más escaso, tanto más apreciado.
Pensar siempre uno en el otro; anhelar continuamente la presencia del otro, pero... estar juntos lo menos
posible. El encuentro ha de ser siempre una fiesta’. Y no pueden celebrarse fiestas todos los días. ¡Cómo
aburren esos pretendientes de todos los días, a todo el resto de la familia! Muchas veces se pierde la
intimidad del hogar.” 78

En el orden social las relaciones prematrimoniales engendran casamientos apurados, precipitados. Dis-
gustos y humillaciones familiares. Abortos o hijos naturales que llegan al mundo sin las condiciones na-
turales a las cuales tenían derecho para crecer en salud mental, psíquica y espiritual que es en el seno
de una familia estable con padre y madre. La familia no fue pensada por Dios para solos y solas.
La revolución anticristiana ha hecho de la corrupción de las costumbres, especialmente en materia sexual,
su bandera preferida (donde Freud con su liberación sexual trabajó y trabaja junto y para Marx subvir-
tiendo el orden natural), porque el sexo es la parte por donde los jóvenes caen con mayor facilidad.
Las consecuencias de este derrumbe muchas veces son un camino sin retorno. Los jóvenes hoy en día
son incitados a perder su virginidad de una manera brutal y superficial, sin haberles permitido tan siquiera
saber que tenían el “derecho a conservarla”.
Lo que el marxismo quiere destruir en realidad es la espiritualidad del sexo ya que la importancia del
sexo no está sólo en la parte moral sino en toda la persona en su fase más profunda: la espiritual. De la
mano de la promiscuidad sexual va la tumba del diálogo entre los jóvenes (que ya no intentan ni cono-
cerse, ni profundizar en lo que piensan), la carga de tensiones, nervios y preocupaciones que traen apa-
rejados el temor constante del embarazo, las malas caras, las peores contestaciones, la amenaza sobre la
posibilidad de un aborto, las mentiras, las traiciones, la falta de propósitos serios y objetivos claros a
lograr en la vida, las frustraciones, los quiebres emocionales que llevan al alcoholismo, a las drogas etc.
Pero Satán, que odia al hombre, lo sabe y como lo que quiere es llevarlo a la infelicidad...
Aún dentro de nuestros hogares, a través de la televisión, internet, libros y revistas, las imágenes de todo
tipo de sexo nos invaden y se nos imponen, nos alteran las conversaciones de las reuniones y comidas
familiares. Se agravan con lo que se lee, con lo que se mira, con los temas de conversaciones, con las
modas totalmente provocativas que han arrasado con el pudor, con el trato irrespetuoso con cualquiera,
la excesiva familiaridad, con la falta de mortificación en la comida, en la bebida y las formas de divertirse.
Se puede decir sin temor a exagerar que toda la propuesta moderna de vida es totalmente revolucionaria
y anticristiana.

La virginidad en la vida consagrada y su valor nace porque la persona se priva de algo que es huma-
namente legítimo (como ejercer la sexualidad dentro del matrimonio) para ofrecerlo por algo superior,
que es el amor incondicional e indiviso a Dios. Es cuando la persona se enamora de Dios y decide libre-
mente entregarle todo su ser, física y espiritualmente.
Los consagrados no renuncian al amor humano para quedarse vacíos. Renuncian al amor humano porque
están enamorados con un Amor Superior que sacia, que llama, que posee en exclusivo y que invita a

78
“El noviazgo católico”. Rev. Padre Carlos Miguel Buela. Revista Mikael Nº 15. Pág. 7

126
una milicia sobrenatural. La doctrina constante de la Iglesia sostiene que el sacerdote está revestido de un
carácter sagrado indeleble: Tú eres sacerdote para siempre. Y ante los ángeles y ante Dios continuará
siendo sacerdote para toda la eternidad. Esa condición no se alterará nunca por más que el sacerdote
cuelgue la sotana, que lleve un pulóver colorado o que cometa los peores crímenes. El sacramento del
orden sagrado lo modificó en su naturaleza.
Asimismo el sacerdote, por las palabras que pronuncia en la Consagración, hace descender a Dios a la
tierra. El sacerdote tiene una proximidad tal con Dios, Ser espiritual, espíritu ante todo, que es bueno, es
justo y eminentemente conveniente que también sea virgen y permanezca célibe.
La naturaleza humana está hecha para la complementariedad, para complementarse con el otro. De ahí
que una persona renuncie a lo que es legítimo y que lo complementa naturalmente (como el hombre a la
mujer o la mujer al varón) por algo superior que es lo que da valor a esta elección.
Dios, que conoce la naturaleza humana, sabe que las mujeres consagradas podrán desposarse con Cristo,
y a los consagrados varones les puso a la Santísima Virgen como su Dama a venerar. Solamente quien lo
valora puede ofrecer semejante renuncia de por vida. Nuestro Señor en el Evangelio ya dijo que muy
pocos lo entenderían: “Hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos. El que
pueda entender que entienda”. (Mat. 19,11). De ahí que no sea un tema para todos, es una instancia
superior de vida y no puede estar sujeta a discusiones comunes ni vulgares.
La Iglesia siempre consideró el estado virginal superior al estado del matrimonio, porque el estado vir-
ginal no sólo habla de plenitud, de dominio de sí, de señorío sobre la propia vida sino que todo esto se
ofrece para el mejor servicio a Jesucristo y a su Iglesia. El que no tiene un corazón dividido acá
abajo, tiene mayores fuerzas para entregarse a un amor divino.

Jesús eligió tener a su lado y ofrecerle la distinción de recostarse sobre su pecho escuchando las palpita-
ciones de Su corazón a Juan, el discípulo virgen, porque sería quien mejor penetraría en los secretos
profundos de su alma, envuelta esa noche en los misterios, la tristeza, la desazón y el dolor de la traición.
Era él quien más sintonizaba con el corazón de Cristo, porque era el corazón más puro, el del
discípulo virgen.
Los fieles con fe sentimos que esto solo, esta ofrenda de la propia virginidad de por vida para dedi-
carse a extender el Reino de los Cielos, constituye una de las perlas más preciosas de la corona
de la Esposa de Cristo y que han dado mayor gloria a la Iglesia Católica. Ha hecho que, durante
siglos, los fieles nos inclináramos con respeto antes quienes han sido capaces de hacerlo para vivir un
estado superior de vida, para transmitirnos a Jesucristo, para que nosotros entendiéramos el Evangelio
y nos salvásemos.
Este caudal de gracias que atesoran los consagrados con sus votos es los que luego la Iglesia distribuye a
los que las necesitan. Una persona virgen puede ser peor que una casada, menos virtuosa, pero la expe-
riencia enseña que los frutos espirituales producidos por los hombres y mujeres que han renunciado a
todo por amor a Dios y han permanecido vírgenes son superiores.
En la antigüedad, los paganos no exigían a las vestales (doncellas romanas consagradas a la diosa Vesta)
la virginidad de por vida y en el Antiguo Testamento se exigía la virginidad hasta el matrimonio. La
virginidad perpetua nació en el cristianismo y fue predicada por Cristo con su propia vida. El
lugar que Dios da a la virginidad está marcado por las primeras palabras que se conocen de la Santísima
Virgen en el Evangelio, en el momento más trascendental para la historia de la humanidad, el día de la
Encarnación del Hijo de Dios, que son un cántico a la virginidad: “No conozco varón”.

A la revolución anticristiana hay que agregarle la claudicación de gran parte del clero en las enseñanzas
firmes y claras de la moral cristiana y de los mandamientos. A la confusión reinante en las mentes y en
los corazones porque desconocen el catecismo básico y sus enseñanzas, se suman en general la falta de
sacramentos en los jóvenes (como la confesión y la comunión) que les impide tener el alimento sobrena-
tural para combatir las tentaciones. A esto se suma la falta de devoción a la Virgen y el sentido que tienen
para la persona humana el defender los principios que arman toda la arquitectura del orden moral que
derivan de la ley de Dios.

127
La castidad

La castidad es la virtud que “robustece la voluntad para resistir las concupiscencias desordenadas
muy vehementes” 79
Dicho en otras palabras, es la virtud que gobierna y modera el deseo del placer sexual según los principios
de la ley natural, de la ley de Dios y del respeto hacia el otro. Es el hábito de usar del sexo correctamente,
moderando y ordenando las apetencias sexuales para que sean razonables.
La lujuria es el goce desordenado de las mismas, separándolas de las finalidades de la procreación y de la
unión dentro del matrimonio (único ámbito lícito de la sexualidad según la ley de Dios).
Por medio de la castidad, hija de la templanza y de la fortaleza, la persona adquiere dominio de su sexua-
lidad, integrándola a una personalidad sana, equilibrada y madura y la prepara para el amor. La castidad
no es la negación de lo sexual sino el dominio de sí, de la capacidad de orientar el instinto sexual al servicio
del amor y de integrarlo al desarrollo de la persona. Supone un esfuerzo que fortalece el carácter y la
voluntad, entrena a la persona en el sacrificio y el renunciamiento y forma su personalidad en el sentido
del deber, purificando el amor y elevándolo, aumentando la energía física y moral y dando mayor rendi-
miento a la persona en el deporte, en el trabajo y en el estudio, preparándolo para el amor conyugal.

Es un trabajo eminentemente personal, e implica una educación desde la niñez a la cual toda persona
tiene derecho. En la vida hay que entrenarse a hacer esfuerzos cuando no hace falta, para saber esforzarse
cuando haga falta. El que no aprende a privarse de lo lícito, no sabrá privarse de lo ilícito cuando le sea
necesario. Le faltará carácter, porque no habrá entrenado su espíritu para el combate. “La maduración
psicológica es un trabajo de toda la vida. Consiste en forjar una voluntad capaz de aferrarse al bien a pesar
de las grandes dificultades. Así como los padres se preocupan de ayudar a sus hijos a lograr esta madura-
ción, también el novio debe ayudar a su novia, (y viceversa), y el esposo a su esposa. El trabajo sobre la
castidad es esencial para ello; porque es una de las principales fuentes de tentaciones para el hombre;
consecuentemente es uno de los principales terrenos donde se ejercita el dominio de sí. Quien no trabaja
en esto no sólo es un impuro sino que puede llegar a ser un hombre o una mujer despersonalizados, sin
carácter”.80
“Ya vimos en su momento los planes de Dios respecto al hombre y a la mujer. Una vez creados a su
imagen y semejanza, hombre y mujer, y de unirlos en matrimonio, les da un encargo preciso: “Creced y
multiplicaos” (Gén,1,28) revelándose así el sentido, la finalidad, el por qué de la sexualidad humana. De
la unión marital, del amor humano, nacen todas las generaciones humanas. Este es el dato no solo bioló-
gico, real, histórico, sino también revelado. Las cosas son así, desde el hombre -desde la naturaleza- y
desde Dios. Todo bautizado está llamado a la castidad. La castidad implica un aprendizaje del dominio
de sí -obra que dura toda la vida y está orientada al don de sí mismo- que es una pedagogía de la libertad
humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar
por ellas y se hace desgraciado.”81
La castidad, (ayudada desde la infancia por la educación de las virtudes menores de la modestia y del
pudor en el lenguaje, en la vestimenta y en los usos y costumbres de la vida diaria), tiene que ver con lo
que se lee, con lo que se ve, con lo que se habla, con lo que se enseña, con lo que se corrige y lo que no,
siéndonos necesaria en todos los estados de la vida.
Los solteros están llamados a practicar la castidad en la continencia mutua, rechazando cualquier placer
sexual desordenado y consentido, defendiendo y educando el propio corazón, ayudándose y cumpliendo
el sexto mandamiento: “No cometer actos impuros” y el noveno: “No codiciar la mujer de tu prójimo”.
Los novios especialmente deben abstenerse de las relaciones prematrimoniales como una preparación

79
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 608.
80
“Los hizo varón y mujer”. Miguel Angel Fuentes. V.E. Ediciones V. Encarnado. Pág 17
81
“Educar la conciencia”. José Luis Abérasturi y Martínez. Ediciones palabra. Pág.185.

128
para lograr la madurez y la castidad en el matrimonio. Deben a su vez hablar profunda y seriamente estos
temas durante el noviazgo, para que el matrimonio después no sea una guerra.
“Me dirás: Estos mandamientos están en sexto y noveno lugar, ¿Son tan importantes? Te contesto: Es
verdad que están en el sexto y noveno lugar por razón de la gravedad de los mismos. Es más grave la
apostasía y la blasfemia que la impureza. Pero también hay que leer los mandamientos de abajo para
arriba, no atendiendo a la gravedad moral sino al sustento, o al cimiento de los más importantes. Los
mandamientos que están ubicados numéricamente después son los que sostienen a los principales. No se
da el orden sobrenatural sin el orden natural. No se dan, o se dan muertas, las virtudes teologales sin las
morales”. 82

Este combate tiene una raíz de error profunda, como lo explica muy bien en las “Cartas del diablo a su
sobrino” el experimentado diablo a su inexperto sobrino para perder a las almas: “Gran parte de la resis-
tencia moderna a la castidad procede de la creencia de que los hombres son “propietarios” de sus cuer-
pos... Es como si un infante a quien su padre ha colocado, por cariño, como gobernador de una gran
provincia, bajo el mando de sabios consejeros, llegase a imaginar que realmente son suyas las ciudades,
los bosques y los maizales, del mismo modo que son suyos los ladrillos del suelo de su cuarto.”83 Contra-
riamente a este concepto, la Iglesia enseña que los hombres son templos del Espíritu Santo y deben
tratarlo como tal. “La educadora natural de la castidad debiera ser la familia. Pero la legislación del divor-
cio ha contribuido a debilitar el vínculo matrimonial y su consistencia social, alentando de hecho las
conductas de infidelidad. Los jóvenes y hasta los niños son iniciados e impulsados a comportamientos
eróticos o sexuales prematuros y perversos. La familia ha visto disminuida su autoridad y su capacidad
formativa y educativa de las nuevas generaciones por múltiples factores: laboral, social, económico, legal,
(recortes de la patria potestad y adelanto de la mayoría de edad), escolar, cultural. Los educadores sexuales
son hoy, de hecho, los medios de comunicación y hasta la escuela, (laica y atea desde 1884 por la ley 1420
del gobierno de Roca), que quiere convencer a los padres de que ellos no saben lo necesario para enseñar
a sus hijos y que deben delegar el ejercicio de ese derecho natural e inalienable.

En cuestiones sexuales la adolescencia y preadolescencia son las edades de la curiosidad, más que de la
pasión, y mucho menos del amor verdadero, que es el generoso, el amor que es capaz de olvidarse de sí
mismo para pensar y buscar el bien del otro. El resultado de esto es que las relaciones prematrimoniales
entre adolescentes no son actos de amor, sino la mayor parte de las veces de curiosidad y de instrumen-
tación del otro a la búsqueda de sí mismo, en la que está embarcado el adolescente y el joven debido a su
edad y al proceso de descubrimiento de sí mismo. Son también actos de irresponsabilidad respecto de su
propio cuerpo, y del hijo que ya son capaces de engendrar, pero aún no son capaces de recibir ni de
educar ni de sostener y sustentar. El que peca contra uno solo de los mandamientos está, en realidad,
pecando contra todos... Así, por ejemplo, la joven que permite que se inflame la pasión de su novio,
contribuye a encenderla y por fin condesciende. Así el novio que induce a su novia a mantener relaciones
sexuales prematrimoniales pretextando que debe darle una prueba de amor. Faltan directamente contra
la virtud de la castidad y contra el sexto mandamiento, pero también faltan, indirectamente, contra los
demás mandamientos y virtudes.

Pecan contra la piedad familiar porque generan enormes sufrimientos a sus padres y familiares, pecan
contra el quinto mandamiento porque incitan a otros al pecado mortal, pecan contra la justicia porque
arriesgan de traer al mundo una criatura cuyo derecho natural de tener una familia estable con padre y
madre no se respetará etc.84 A veces, las relaciones prematrimoniales dan amargos frutos, a largo plazo,
dentro del matrimonio. Cuando surgen las tensiones y conflictos de pareja, las relaciones sexuales man-
tenidas antes del matrimonio pueden ser fuente de rencores o reproches. Unas veces puede ser ella la que
le reprocha a él que le haya exigido la prueba de amor antes de tiempo. Otras veces puede ser él quien

82
“Pureza y juventud”. Monseñor Tihamér Toth. Ediciones Gladius. Pág.6.
83
“Cartas del diablo a su sobrino”. C.S Lewis. Editorial Andrés Bello. Pág. 106
84
“El lazo se rompió y volamos”. Horacio Bojorge. Editorial Lumen. Pág. 43.

129
reprocha a ella que se le entregó para atarlo. Con los años, las semillas de mentira o de insinceridad que
se mezclaron con el trigo del noviazgo, crecen como cizaña que infecta la amistad matrimonial y puede
llegar a sofocarla.

Las relaciones sexuales entre adolescentes, a veces púberes, tienen lugar por curiosidad más que por
pasión, ni que digamos por amor altruista. Otras veces el motivo es de orden social, “para hacer lo que
todos” o “para no ser el único que aún no lo hizo”. Hay, a esa edad, un uso o instrumentación del otro y
de su cuerpo. Y no siempre lo que se averigua movido por la curiosidad, contribuye a hacer feliz. La
promesa del conocimiento funciona aquí como tentación, a semejanza de la tentación del paraíso... la
desilusión y las frustraciones de este tipo se mantienen en secreto, mientras que la propaganda
para inducir a los jóvenes a las relaciones prematrimoniales, se bocinea. Los pedazos se recogen
en secreto o se barren bajo la alfombra. Para los que están habituados a recoger los pedazos y enterrar a
los muertos, el mítico: “está bien con tal de que sea por amor”, haría reír si no fuese porque hace llorar.
Y lo más triste es que ese mito lo repiten en forma irresponsable algunos padres, muchos educadores,
religiosas y hasta sacerdotes en el confesionario. No hay peores ciegos que los que no quieren ver. Y éstos
arrastran consigo a la fosa a los que guían y pretenden conducir”.85

Los casados. Las personas casadas también están llamadas a vivir la castidad matrimonial usando co-
rrectamente el sexo con su propio cónyuge, rechazando placeres sexuales individuales y con personas
distintas del propio cónyuge. “El estado matrimonial no significa una patente de libre curso para relacio-
nes egoístas de lujuria de una parte o de ambas. El matrimonio debe precisamente contribuir, por la gracia
del sacramento, a curar la herida de la concupiscencia en la naturaleza. Siendo el hombre el que padece
más fuertemente el embate del deseo sexual y más expuesto está a la lujuria, (tanto en el noviazgo como
en el matrimonio), es la mujer la llamada a ayudarlo a lograr el autodominio que lo hace verdaderamente
hombre, y le permite integrar su personalidad de varón mediante la virtud de la castidad. La regulación
de la natalidad representa uno de los aspectos de la paternidad y la maternidad responsables. La legitimi-
dad de las intenciones de los esposos no justifica el recurso a medios moralmente reprobables, (la esteri-
lización directa, la contracepción). Aquí tiene su lugar la virtud de la castidad matrimonial que, dominando
la pasión, libra de la lujuria y profundiza aún más la amistad matrimonial.”86

La práctica de la castidad nos hará falta como entrenamiento ya que, en casos extremos de la vida tal vez
nos tocará vivir situaciones que nos serán impuestas, como una enfermedad o accidente de un cónyuge
que lo confine a una silla de ruedas y el otro deba permanecerle fiel en total abstinencia, por un viaje por
motivos de trabajo en el caso de un marino, años de cárcel etc.

En los consagrados la virginidad o celibato apostólico es la manera de dedicarse a Dios solo con el
corazón indiviso, como la perla y una de las mayores glorias de la Iglesia Católica, por parte de quienes
están dispuestos a ofrecerlo en favor de una entrega superior a Jesucristo y a su misión en la Iglesia. Este
lenguaje no puede someterse al común de los mortales ya que Nuestro Señor Jesucristo anunció en el
Evangelio que sólo que unos pocos lo entenderían. “Hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos
por el reino de los cielos. El que pueda entender que entienda.” (Mat 19,11). Estamos hablando de una
instancia superior de la vida. El voto de castidad nace de la entrega voluntaria a Dios y dedicarse a
extender Su Reino con un corazón indiviso. Es un amor que implica servir a los hijos de Dios y no a
los propios. La castidad le dará una comunión más plena con Él, le asemejará a Cristo célibe. Y su
amor se potenciará liberándolo de los problemas que trae aparejado la formación de una familia. Por
ejemplo, la renuncia a tantos compromisos, hasta del sustento material de los suyos. Si las preocupaciones
desvelan a los padres, esto demuestra la cantidad de tiempo y preocupaciones que absorberían al sacer-
dote y religiosas y que tendrían que quitárselo al rebaño que Dios les ha encargado. Los consagrados por
lo tanto tienen mayor responsabilidad para velar por su castidad. Todo su estilo de vida debe ser guiado
85
“El lazo se rompió y volamos”. Horacio Bojorge. Editorial Lumen. Pág.39
86
“El lazo se rompió y volamos”. Horacio Bojorge. Editorial Lumen. Pág.42

130
especialmente por la prudencia para no exponerse a tentaciones cuyas caídas tendrán mayores conse-
cuencias morales y de escándalo, ya que su consagración a Dios es pública.

San Agustín (siglo IV) tuvo en su juventud una dependencia desordenada con una mujer con la que
convivía. El amor a la mujer con quien tuvo un hijo era natural, sólo que ilegítimo porque vivía en con-
cubinato. Mientras la lujuria lo tenía preso, era simplemente Agustín, pero potencialmente también era
“San” Agustín. Una vez que venció el llamado de la carne y respondió al llamado que Dios le hizo a una
vida superior, se convirtió en el santo que todos conocemos.

“El amor cristiano tiene dos vocaciones, dos llamadas de Dios: uno a la vida consagrada y el otro al
matrimonio. En la vida consagrada la sexualidad no se expresa genitalmente, sino que permanece como
fuente de energía afectiva al servicio del amor a Dios y al prójimo, que se expresa en el apostolado y el
servicio. Este amor engendra nuevas vidas en el sentido espiritual, pues a través del testimonio evangélico
logra ganar nuevas almas para Cristo y Su Iglesia. En la vida matrimonial nuestra sexualidad sí se expresa
genitalmente, además de espiritualmente, ya que los valores inherentes a ella son la expresión y renovación
del amor conyugal, así como la transmisión generosa de la vida humana, vida que luego debe ser educada
con esmero por los padres para que alcance la madurez humana y cristiana...De todo ello se deduce que
la castidad no es simplemente una virtud “privada”, sino que tiene evidentes implicaciones sociales. Si en
una sociedad no se vive la castidad, antes y dentro del matrimonio, entonces aumentarán las fornicacio-
nes, los adulterios, la anticoncepción, el aborto y, en consecuencia, los casos de enfermedades de trans-
misión sexual, incluyendo el SIDA, los corazones rotos (para los cuales no hay ningún preservativo que
sirva, aunque a decir verdad, ninguno sirve tampoco para proteger del SIDA) así como niños sin papás.

El SIDA y las demás enfermedades de transmisión sexual, además de las secuelas de sufrimiento y muerte,
traen consigo un enorme gasto social y económico (por supuesto a ningún enfermo se le debe dejar de
atender). Los niños sin papás pueden llegar a convertirse con más facilidad en drogadictos y pandilleros.
Más sufrimientos y más gastos (por supuesto, a los drogadictos y a los pandilleros también hay que ayu-
darlos).”87

Conocemos una anécdota ilustrativa sobre lo que acabamos de decir. Un campesino que encontró un
huevo de cóndor en la montaña. Lo llevó a su casa y lo puso en el nido de las gallinas que estaban cluecas.
Una vez nacidos los pollitos, el pichón de cóndor se criaba entre ellos, pero cada vez que veía volar aves
a gran altura, el pichón de cóndor sentía una nostalgia infinita. Su genética le decía que había sido creado
para volar a grandes alturas y no como las gallinas...

Esto explica que, cuando se nos lleva a pensar que hemos sido creados nada más que para tener sexo
desde la adolescencia sin parar y hasta el hartazgo, se nos está tratando como a los pollitos, nacidos para
dar apenas saltitos, y no como a los cóndores, nacidos para volar a grandes alturas. El amor humano
es noble, lícito y maravilloso pero dentro del marco pensado por Dios.

Hoy los jóvenes nos transmiten en su mayoría esa añoranza del haber podido volar a grandes alturas
como habían sido llamados y a lo cual tenían derecho. Así como al cóndor se lo impidió el estar dentro
del gallinero, la revolución anticristiana les corta las alas a millones y ahora, (con la educación
sexual integral obligatoria en las escuelas), desde la infancia.

Paradójicamente la Iglesia, que es la única que acusa los malos comportamientos de la sociedad, luego se
ocupa Ella sola de recoger los saldos que el pecado ha dejado en el alma y en el cuerpo de las personas y
las cuida, pero primero les advirtió que no correspondía el comportamiento.

87
“La castidad como virtud social”. Adolfo Castañeda.

131
La fidelidad

La virtud de la fidelidad en general “no es otra cosa que la lealtad, la cumplida adhesión, la obser-
vancia exacta de la fe que uno le debe al otro”.88

Es la virtud que “inclina a la voluntad a cumplir exactamente lo que prometió, conformando de


este modo las palabras a los hechos”.89
O dicho en otras palabras, nos lleva a mantener a través del tiempo el compromiso tomado en un mo-
mento determinado de la vida. La fidelidad, hija de la fortaleza, es la constancia en un comportamiento
determinado. Se refiere a lo que creemos, a nuestros principios y a nuestro prójimo. Es la coherencia en
el vivir acorde con los principios aún en las pequeñas decisiones diarias.

Abarca lo que se cree, lo que se piensa y se valora, aceptando incomprensiones, desafíos, burlas, silencios
y aún calumnias antes que permitir renunciar o poner en conflicto lo que se piensa, lo que se cree y lo
que se vive en el ámbito de las creencias religiosas, del amor a la Patria, a nuestra vocación religiosa, a la
familia, a nuestro cónyuge, a nuestros amigos y afectos más cercanos, a nuestras ideas, principios, con-
vicciones o a nuestra palabra empeñada.

El ser humano elige y decide libremente ser fiel, casi cotidianamente, en elecciones diarias. Es una
decisión interna, y lo sostiene o no a través del tiempo según su propia voluntad. Todo esto tiene aplica-
ción (y en grado máximo) al tratarse de la fidelidad a la gracia, que no es, en fin de cuentas, más que la
“lealtad o docilidad en seguir las inspiraciones del Espíritu Santo en cualquier forma en que se nos mani-
fiesten”.90

La fidelidad no se refiere a los apegos triviales y superficiales de las modas (como el apego a una marca
de reloj o de auto determinado). Va hasta lo más profundo del corazón humano y reside en la voluntad.
Es algo mucho más elevado y serio. Es mantener vivo en todo momento lo que uno prometió en un
momento de su vida, aunque cambien las circunstancias y aun los sentimientos. Puede pasar dentro de
un matrimonio mal avenido, respecto al juramento hipocrático para un médico, frente a la palabra em-
peñada en un negocio que podría beneficiarnos el dejar de hacerlo (porque el valor de nuestro producto
ha variado), ante los propios principios cuando el dinero nos tiente a traicionarlos, o ante el juramento
de defender la Patria y su bandera.

La fidelidad implica tomar el timón moral de nuestras vidas y no soltarlo para que el rumbo se mantenga
a pesar de las tempestades. Todos los días de nuestras vidas tendremos que optar en pequeñas decisiones
en permanecer fieles a lo que aprendimos como bueno en nuestra infancia, a nuestros afectos, a nuestro
camino elegido. De ahí que cada uno de nosotros fuere al final de su vida, y en gran parte, su propia
historia de fidelidades y de traiciones. El cúmulo de pequeñas fidelidades o infidelidades a la palabra
empeñada, a los compromisos asumidos, a nuestra propia vocación o tarea, es lo que nos dará el resultado
de lo que en realidad somos.

La fidelidad tiene que ver con el arraigo y es una piedra angular para lograr la estabilidad emocional y
psicológica de la persona. Lo bueno para la persona es el tener raíces. Arraigo a su tierra, a su Patria, a
sus antepasados, a su familia, al lugar donde se ha nacido. El arraigo, que es el “echar raíces” en afectos,
virtudes, principios y costumbres, tiene gran importancia en el logro de la plenitud de la persona.

88
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo.P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 777
89
“Teología moral para seglares”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 616.
90
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 777.

132
Para desplegarse y desarrollarse, la persona primero tiene que aprender a “quedarse”. A “estarse quieta”
en un lugar, a quererlo, a pertenecer, a permanecer. Una vez que ha aprendido a echar raíces, recién ahí
podrá emprender vuelo y moverse, pero no antes. Es de orden natural que el árbol para crecer necesita
raíces y que las raíces, si bien no se ven son las que sostienen y dan vida a la planta y las que la
mantienen de pie ante las tormentas.

Y debemos observar la naturaleza para comprenderla y comprendernos. Si no logramos echar nuestras


raíces espirituales y afectivas en la etapa del crecimiento, haremos jirones de nuestro ser. Este quedará en
el camino inconcluso como un “bonsái”, (esa amputación que los japoneses hacen con las raíces de los
árboles para que queden enanos), por no haberle dado el tiempo necesario para desarrollarse y alcanzar
la plenitud. Sería el caso de un gran amor que, para alcanzar su madurez en la felicidad y aún en la adver-
sidad, puede llevarnos para desplegarse hasta una vida entera.
La fidelidad está también vinculada a la fe que uno le debe a otro. Es cuidarse de no fallarle al otro. En
el derecho feudal, era la obligación que tenía el vasallo de presentarse a su señor y rendirle homenaje,
quedándole sujeto y llamándose desde entonces “hombre del señor X, del duque tal o cual”, o sea, to-
mando el nombre de su señor y quedando enteramente y libremente comprometido a servirle y obede-
cerle.

Es observar todos los actos que realizo y los que el otro realiza y no poner en duda la fe y la confianza
que uno le debe al otro. Si alguien me comenta que vio a mi marido (o a mi novia) muy sonriente por
la calle con una mujer, yo instintivamente debo tener una lista de motivos para pensar bien, ya que él me
ha demostrado su fidelidad. Podría ser tal vez que se encontró con una prima o una amiga del primario
y recordaban sonrientes las épocas del colegio. Desconfiar en primera instancia y dudar de él/ella es
ofensivo hacia la otra persona. Esto debe aplicarse para ambos sexos, cuando ambos son fieles.

No obstante, es una prueba tan importante para afrontar en millones de noviazgos y matrimonios que
Dios le dedicó todo un mandamiento, el noveno: “No codiciarás la mujer de tu prójimo”. A diferencia
de las mujeres, que naturalmente para traicionar necesitan un motivo, los varones pueden naturalmente
llegar a ser infieles de una manera más superficial, hasta por impulso. Esto es porque la psicología feme-
nina es distinta a la del varón. El pecado es el mismo a los ojos de Dios, (y el dolor de la traición también),
pero para la psicología femenina no, y de ahí que las consecuencias no sean las mismas. Por naturaleza, cuando
la mujer se entrega, se involucra totalmente. Físicamente, (porque puede quedar embarazada), afectiva-
mente, (porque puede enamorarse y ser abandonada), psíquicamente, (porque quedará siempre marcada
por su primer entrega), y espiritualmente, (porque cometerá pecado mortal que violentará su conciencia).
Es contra natura exigir la igualdad en lo que es naturalmente desigual. Hay desigualdades que
son naturales. La mujer por estar preparada a engendrar la vida y comprender el misterio y la
responsabilidad, que ello conlleva, llega antes a la madurez.

La revolución ha subvertido de tal manera el orden natural que ha destrozado esta naturaleza del mundo
femenino. Hoy, el nivel de perversión y de degradación de las mujeres, aún de las adolescentes, es anti-
natural, y responde a que han sido víctimas (aún sin saberlo) de este satánico plan. A diferencia de la
mujer, el varón puede traicionar sin involucrar sus sentimientos más profundos. ¿Que busca un varón
siendo infiel muchas veces con una mujer distinta cada vez y no siempre mejor que la propia? Simple-
mente una que no sea la suya…El varón para traicionar necesita apenas una mujer. La necesidad de
autoafirmarse, de subir su autoestima, de probarse y confirmar que todavía puede conquistar, que es
deseado, son justificaciones (no justificables) para su infidelidad. Como son naturalmente más capaces de
separar el sexo del amor, pueden más fácilmente traicionar con menos remordimientos. Al menos ante
sí mismos.

Para contrarrestar su naturaleza, la Iglesia les recordó que: “Cristo afirmó que cuando un hombre se
casaba con una mujer se casaba tanto con el cuerpo como con el alma de ella; se casaba con toda la

133
persona. Si se cansaba del cuerpo, no podía apartarlo para tomar otro, ya que todavía seguía siendo res-
ponsable de aquella alma.”91 Es por eso que la fidelidad no es “aguante” ya que aguantar significa resistir
el peso de una carga, como lo hacen las mulas, los muros y las columnas. Es algo mucho más noble,
señorial y elevado.

Hoy en día las posibilidades y tentaciones para la fidelidad se han agravado hasta descontrolarse
totalmente, vicio que ya está incentivado y traído hoy desde la niñez. Los celulares, los mensajitos de
texto, los mensajes en las computadoras con distintas casillas y contraseñas que permiten llevar a todos
una vida paralela, sin control, pulverizan las vallas naturales que antes contenían a la persona. La familia,
o el mismo teléfono que atendía uno de los miembros de la familia y servían de filtro y control, hoy están
totalmente arrasados por la tecnología. Una tecnología gigantesca en este caso puesta al servicio de
una sociedad sin valores, sin virtudes y especialmente sin fortaleza. No hay que tocar el timbre ya
más para contactarse con una persona y poner la cara, hacerse cargo y rendir examen ante los padres o
los mayores antes de retirar a una adolescente de un hogar. Hay una enorme y basta tecnología al
servicio de la infidelidad, de la doble vida, de lo oculto, de lo anónimo, de la autonomía, de este nuevo
hombre -que quiere generar la revolución- que no rinde cuentas, que no depende de nadie, au-
tónomo como quiso ser Satán…

En épocas donde la familia existía, y su presencia en la sociedad era fuerte, se consideraba un orgullo el
mantener fidelidad en las amistades familiares por varias generaciones, contactos comerciales con las
mismas empresas durante años, ser clientes de tal o cual negocio a través del tiempo o el permanecer
años en el mismo empleo. La estabilidad y la fidelidad en cualquier ámbito era una carta de presentación
que se lucía con orgullo. Hablaba de un señorío por encima de los meros intereses materiales y
especulativos del momento.

Hoy todo esto está tremendamente combatido y la propuesta es la inversa. La realidad actual hace prác-
ticamente imposible esta estabilidad. Hoy en día esta mentalidad que apreciaba la fidelidad y la estabilidad
retrocede debido a la cultura dominante de la revolución anticristiana que sobrevalora los cambios irre-
flexivos y continuos en todos los órdenes.

La revolución, para erosionar la virtud de la fidelidad y destruirla, ha endiosado la necesidad del cam-
bio. Esta mentalidad nació con el consumo, el use y tire, y el “american way of life” impuesto a rajatabla.
Llegó hasta Europa, como un valor dentro de la llamada cultura moderna, que no es más que la cultura
anticristiana. Todo pueblo tocado por el “american way of life” está actualmente tocado por el consumo
que lleva implícito el continuo cambio. Es casi imposible permanecer al margen de ello hoy en día.

Europa se resistió durante años al espíritu consumista que hablaba del ansia de gastar, de comprar y de
tirar y de cambiar y solo admitía lo nuevo como lo bueno, sin valorar y saber conservar lo que todavía
servía. Pero finalmente Europa cedió a la presión… porque primero había claudicado en su es-
piritualidad… que le daba la fortaleza necesaria para mantenerse por encima de las cosas…

A lo antiguo y tradicional se lo descalificó como viejo. Este estilo de usar y tirar lo invadió todo. Esta
mentalidad de “use y tire” arrasó hasta con las personas, imponiendo como norma las relaciones sexuales
sin compromiso, las parejas que conviven por temporadas, el divorcio, el aborto, la eutanasia, los em-
briones congelados, (donde se selecciona sólo el mejor), y tantas facetas de los usos y costumbres de la
sociedad.

Poco a poco, lo que quedaba de la familia se vio privada hasta de las comidas familiares, donde se com-
partían las experiencias de cada día, sustituida y reemplazada por la comida de plástico consumida cada

91
“Vida de Cristo” Fulton J. Sheen. Ediciones Herder. Pág 121.

134
uno con “su” lata y por la calle... La vestimenta de calidad, elaborada con materiales nobles, que todavía
estaba en buen estado, poco a poco también fue renovada por la de última moda, aunque ordinaria. Hoy
se endiosa el cambio y el afán de novedades en todos los órdenes de tal manera que pareciera encerrar el
talismán de la felicidad y nadie se anima ni siquiera a cuestionarlo. Cambio del guardarropa, de la carrera
comenzada, del lugar de vacaciones cada año, de la casa, de los muebles familiares heredados, (que nos
hablan de nuestra historia y nos arraigan a un pasado), por nuevos y modernos, de la decoración, del país
donde se ha nacido, de la ciudad donde se ha crecido y vivido, del propio cónyuge, de la propia naciona-
lidad, de la religión y (con la perspectiva de género que se inculcará) hasta del propio sexo con el que se
ha nacido...

De ahí que a los jóvenes nacidos y criados en esta inestabilidad constante como propuesta el tomar
un compromiso de por vida a veces les genere no solo rechazo sino hasta pánico. Pueden tomar com-
promisos consigo mismos, terminarán sus carreras, tendrán compromisos laborales, pero claudicarán en
el compromiso “con el otro”. Porque al “otro” le tengo que brindar un espacio en mi vida y ceder
a mis gustos, mis libertades, mis preferencias, mis comodidades y hasta aceptar constantemente
sus posibles cuestionamientos.

Se estimula a cambiar todo. Especialmente los medios de comunicación presentan personas que cambian
continuamente de pareja, se separan y se plantean la infidelidad como una opción que no deja traumas ni
secuelas interiores en el alma. Pero sin hacer notar que el ser humano es el mismo de siempre y sus
necesidades básicas de estabilidad emocional, afectiva y del terruño, son las mismas. Porque cabe pre-
guntarse: ¿Qué pasará cuando nadie en la sociedad pueda ya confiar en el otro y pensemos que la persona
que tenemos a nuestro lado ante la primera dificultad seria tal vez se alejará de nosotros?

Debemos empezar por ser fieles a nuestro Dios y a sus Mandamientos, a las gracias recibidas por Dios
para salvarnos, (de las cuales tendremos que rendir cuentas el día del Juicio). Fieles a nuestras tradiciones,
a nuestros principios y valores que deberemos transmitir de generación en generación, para que nuestros
hijos a su vez puedan también transmitirlos a los que vienen después y tienen derecho a saberlo. El modo
de actuar fiel, leal, heroico a veces, no sólo nos dará felicidad y tranquilidad de conciencia, sino que será
la mejor manera de darle valor a nuestra propia vida que fue creada para la grandeza. La revolución
anticristiana, con Satán a la cabeza, ha hecho gran hincapié en este tema, y bien lo expresa el viejo y
experimentado diablo a su joven sobrino diablo a quien alecciona para perder a las almas en las “Cartas
del diablo a su sobrino”:
“Trabajar sobre el Horror a lo Mismo de Siempre. El Horror a lo Mismo de Siempre es una de
las pasiones más valiosas que hemos producido en el corazón humano: una fuente sin fin de
herejías en lo religioso, de locuras en los consejos, de infidelidades en el matrimonio, de incons-
tancia en la amistad”… “Pero el mayor triunfo de todos es elevar este Horror a lo Mismo de
Siempre a una filosofía”…92 Porque Satanás, que conoce bien la esencia inmutable de Dios ha puesto
sus cañones contra todo lo divino que hay en nosotros.

Lo contrario a la fidelidad es la infidelidad. Herodes, al mandar matar a San Juan Bautista, fue infiel para
con Dios, infiel a su conciencia, (que le reprochaba el crimen), a sí mismo porque reconocía la injusticia,
pero, sintiendo vergüenza ante el qué dirán, decidió ser fiel a un juramento proferido en un momento de
embriaguez... Y sobre todo... porque temblaba ante la ira de su segunda mujer... cuestionada públicamente
por San Juan Bautista. Quince siglos más tarde Enrique VIII de Inglaterra repetiría la historia y también
quebrantaría la fidelidad a su fe y haría rodar la cabeza de Santo Tomás Moro porque le recordaba que
su segundo matrimonio con Ana Bolena era ilícito.

92
“Cartas del diablo a su sobrino”. C.S.Lewis. Editorial Andrés Bello. Pág 122/ 123.

135
La laboriosidad

La laboriosidad es la virtud del que “cumple diligentemente las actividades necesarias para alcanzar
progresivamente su propia madurez natural y sobrenatural, y ayuda a los demás a hacer lo
mismo, en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los demás deberes”.93

Dicho en otras palabras, la laboriosidad es la virtud del que se empeña en hacer un trabajo bien hecho,
en sacar partido de los dones y talentos que Dios nos ha dado a cada uno. No es sólo hacer las cosas,
sino hacerlas bien. Implica esmero y fuerza de voluntad, para que lo que hacemos lo hagamos lo mejor
posible, reiniciando el trabajo tantas veces como sea necesario hasta alcanzar el mejor resultado.

Laboriosidad no significa únicamente “cumplir” con nuestro trabajo para terminarlo cuanto antes. Im-
plica hacerlo bien y finalizarlo, ayudando aun a los que nos rodean en el trabajo, en la escuela, en el hogar
e incluso en los momentos de descanso. De ahí que la laboriosidad necesite de otras virtudes como la
responsabilidad, la justicia (hacia y para quien trabajamos en el caso de que estemos contratados), la
honestidad, la constancia, la perseverancia y la paciencia. La laboriosidad significa hacer con cuidado y
esmero las tareas, labores y deberes que son propios a nuestro estado. Si dejamos los deberes del colegio
por la mitad y nos vamos a dormir (porque no nos salían los ejercicios de matemáticas), o el tacho de
pintura abierto con los pinceles dentro y nos vamos a visitar a un amigo (porque nos cansamos de pintar),
o la ropa mojada dentro del lavarropas (porque no teníamos ganas de colgarla) hasta el día siguiente, no
estaremos trabajando virtuosamente.

Tampoco significa trabajar sólo a cambio de una paga. Se puede trabajar bien y mucho (como una
madre en su hogar lavando, planchando y cocinando, o un hijo que colabora con el arreglo del jardín, o
un bombero voluntario que arriesga durante horas su vida, o un sacerdote que confiesa todo el día o una
catequista que enseña durante años el catecismo) sin por ello recibir dinero a cambio. No por eso deja de
ser una labor valiosa si está bien hecha.

Trabajar tampoco quiere decir trabajar sólo fuera de casa A decir verdad, Su Santidad Juan Pablo II
exhortó a las mujeres a salir del hogar “sólo para defenderlo”, ya que la Iglesia siempre valoró y prio-
rizó el trabajo de la mujer en el hogar y en la educación de los hijos.

Que es como decir: si el trabajo afuera del hogar y su ganancia lo defiende, está justificado moralmente.
Si el trabajo fuera del hogar significa su abandono innecesario y el descuido en la educación de los hijos
por objetivos más superficiales o para realizarse “a lo hombre” habrá que cuestionárselo ante sí misma y
ante Dios. Y para resolver esos temas tan delicados de conciencia y tan puntuales en cada persona están
los buenos sacerdotes, no la amiga, el peluquero o lo que se usa y dice la mayoría.

El laborioso aprovecha al máximo el tiempo y los talentos que Dios le ha dado. El estudiante
laborioso que va a la escuela no sólo estará sentado en clase, sino que tratará de aprovechar y estar atento
a todo lo que se le enseña. El ama de casa que se ocupa de las tareas del hogar no las hará sólo para
terminar y sacárselas de encima lo antes posible, sino que se preocupará en los miles de detalles que
implican la buena administración de las cosas y que su hogar resulte acogedor.

Los profesionales que desarrollan sus actividades y los servicios que prestan lo harán lo mejor y más
seriamente posible, no sólo tratando de terminarlas cuánto antes para cobrar. El tractorista que siembra
no sólo manejará durante horas el tractor, sino que vigilará atentamente el aceite y el combustible para
no fundir el motor de su patrón. El camionero no sólo llevará su carga de una punta a la otra del país

93
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág 255.

136
sino que tendrá los frenos en condiciones para no correr riesgos con su vida y las ajenas. El sacerdote
que está llamado a evangelizar las almas que le han sido confiadas no mirará el reloj, ni escatimará sueño
ni sacrificios para velar por ellas, aunque ello implique confesar durante horas o dar la unción de los
enfermos a altas horas de la noche.

Por el sólo hecho de ser cristianos, ya seamos amas de casa, estudiantes, investigadores, literatos, cientí-
ficos, políticos, docentes o trabajadores en cualquier tarea, tenemos el deber de santificar nuestras reali-
dades cotidianas. El trabajo profesional santificado constantemente con el ejercicio de las virtudes cris-
tianas coopera en perfeccionar el orden y la armonía entre la Creación y la vida de la gracia, entre la fe y
la razón, entre las verdades reveladas y las conclusiones científicas. Por ejemplo un profesor de medicina,
al enseñar a sus discípulos, deberá transferir tanto sus conocimientos como la manera de dedicarse a los
pacientes para ser humanitarios. Así lo expresó un brillante profesor de medicina a sus alumnos al empe-
zar el curso de primer año: “lo esencial en el hombre es el alma pero tiene un cuerpo”.

Por el contrario, todas y cada una de las realidades (materiales, técnicas, científicas, económicas, sociales,
políticas y culturales) abandonadas a sí mismas y autónomas o en manos de quienes carecen de la luz
de la fe se convierten en obstáculos formidables para la vida sobrenatural y ponen un coto hostil a la
Iglesia. Nuestro Señor, hombre perfecto, eligió el trabajo manual que realizó durante casi todos los años
que permaneció con sus padres, lo que nos demuestra que no hay trabajo de poco valor si se hace con
amor y con esmero, como lo que es, un medio de santificación. No hay trabajo sin importancia.
Cristo trabajó “con mano de hombre”. En El, verdadero Dios y verdadero Hombre, el trabajo hu-
mano tiene valor redentor.

En una cátedra universitaria, en un taller, sobre un camión de limpieza, en una escuela o en el hogar, lo
que da al trabajo su valor no es el sueldo o el renombre social sino que el ser humano que trabaja deja en
él parte de su propia vida y colabora a mejorar la Creación. Cuando el hombre trabaja virtuosamente no
sólo deja un poco de sí mismo, sino todo lo que puede. Pero hay que aprender desde la niñez el hacer
todo con sumo cuidado y perfección, usando siempre la ley del mayor esfuerzo. Si no nos esforzamos
no nos desarrollaremos y no creceremos.

Juan Pablo II escribió en 1981 en su encíclica “Laborem Exercens”: “El trabajo es un bien del hombre,
porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesi-
dades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido “se hace más hombre”.
Ciertamente las bestias no trabajan, a lo sumo tiran un carro y aprovechamos su fuerza física. Sólo el ser
humano trabaja, porque en cada cosa que hace, aunque sea la más insignificante, deja algo de su ingenio,
de su esfuerzo y de su propia impronta. Esto se evidencia en las artesanías, en donde detrás de cada pieza
“vemos” a la persona humana que la hizo, lo que no pasa con las piezas hechas en serie por las máquinas.
El hombre humaniza el mundo mediante su trabajo. No trabajar sólo para ganar dinero, sino para reali-
zarnos como seres humanos y embellecer la tierra. Al trabajar, además, le devolvemos a la comunidad
algo de bienestar por lo que ella ha invertido en nosotros al contribuir a nuestra educación.

Por el trabajo el hombre se provee la subsistencia, la provee a los suyos, se perfecciona y embellece el
universo. Quien trabaje, dé gracias a Dios y a quién se lo posibilita, y debe cumplir con lo suyo generosa
y responsablemente. Una sociedad sana y una Nación grande están hechas de hombres y mujeres labo-
riosos. Sin trabajo el hombre se entristece, la sociedad se resquebraja y comienzan los desórdenes sociales.
De ahí la responsabilidad del Estado de generar las condiciones para que todas las personas accedan a
este derecho natural, mediante leyes justas, sabias y prudentes.

Todo el hombre tiene el deber y el derecho de trabajar. Es responsabilidad de la familia, de la escuela,


de la sociedad y del Estado el incentivar el hábito del trabajo, el enseñar a trabajar y a valorar el fruto

137
de nuestros esfuerzos. No basta tener trabajo, es necesario tener el hábito del trabajo aprendido desde
la niñez y la juventud viendo el ejemplo dentro de la familia.

Cuando alguien se refiere a nosotros por ser muy trabajadores nos sentimos honrados y distinguidos
porque los demás ven en nosotros una capacidad de estar horas frente a una labor determinada. Efecti-
vamente esa puede ser la razón, pero existe la posibilidad de carecer de un sistema de trabajo lo que nos
lleva a invertir más tiempo del previsto. Eso se nota cuando iniciamos varias tareas y sólo terminamos
algunas. Tal vez las menos importantes (las que más nos gustan o se nos facilitan), además de ir acumu-
lando trabajos que luego se convertirán en urgentes. Entonces se hace necesario analizar con sinceridad
los verdaderos motivos por los cuales actuamos, para no engañarnos ni pretender engañar a los demás
cubriendo nuestra falta de responsabilidad. También podemos fácilmente dar apariencia de laboriosidad
cuando tenemos desordenadas las prioridades y adquirimos demasiadas obligaciones para quedar bien
(aun sabiendo que no podremos cumplirlas). Si tomamos como pretexto el pasar demasiado tiempo en
la oficina o en la escuela, para dejar de hacer cosas que debemos en el hogar o evitar llegar temprano a
casa y así no ayudar al cónyuge o a los padres, no estaremos trabajando virtuosamente. Los padres velan
por el bienestar de su familia y el cuidado material de sus bienes, pero es justo también que los hijos,
además del estudio, proporcionen ayuda en los quehaceres domésticos.

El crear una imagen de mucha actividad y enredarnos con muchos compromisos pero con pocos resul-
tados se llama activismo popularmente expresado con un “mucho ruido y pocas nueces”. La ley general
es que hay que trabajar mucho y bien y a veces durante décadas, antes de ver el fruto de nuestro trabajo.

Para hacer rendir el tiempo siempre es mejor organizarse y crear un sistema. Podemos y debemos
establecer pequeñas hábitos y métodos que, poco a poco y con constancia, nos ayudarán a trabajar y a
cultivar mejor la laboriosidad, como por ejemplo:

Comenzar y terminar de trabajar en las horas previstas aunque en un primer momento nos parezca
monótono, en la práctica no es así. Generalmente cuesta mucho vencerse, pero nos garantiza orden para
poder cubrir más actividades. Por ejemplo: ventilar el cuarto después de ducharnos y vestirnos, mientras
desayunamos.

Tener un horario y una agenda de actividades en donde se contempla el tiempo dedicado al estudio,
al descanso, a los deportes, a la familia y a cumplir con obligaciones sociales (como cumpleaños, aniver-
sarios, casamientos) domésticas o encargos.

Terminar en orden y de acuerdo a su importancia todo lo empezado. Encargues, trabajos, repara-


ciones. Desde lavar el auto, arreglar la rueda de la bicicleta o seleccionar las fotos en el álbum. Empezar
y terminar lo empezado.

Cumplir con todos nuestros deberes venciéndonos aún con los que no nos gusten e impliquen más
esfuerzo, como lustrarnos los zapatos o guardar los bolsos y las valijas en su lugar después de un viaje y
no dejarlos en el cuarto durante días.

Tener ordenadas nuestras herramientas de trabajo, nuestros libros, antes de iniciar cualquier actividad
evitando no sólo el maltrato a las mismas sino la pérdida de tiempo al tener que buscarlas.

Esmerarnos en presentar nuestro trabajo limpio y ordenado. No es igual entregar tan sólo una fotocopia
a último momento que haber hecho una investigación seria y profunda y entregar el trabajo en una carpeta
prolija, con nombre y apellido y bien señalada.

138
El pecado que se opone a la laboriosidad es la pereza la desidia o negligencia en hacer lo que debemos,
con sus nefastas consecuencias. Así como las máquinas cuando no se usan pueden quedar inservibles o
funcionar de manera inadecuada, de igual forma sucede con las personas. Lo que no se usa se atrofia.
Tanto las rodillas, los músculos o el cerebro. Quien, con el pretexto de descansar de su intensa actividad,
cualquier día y a cualquier hora, pasa demasiado tiempo tirado en el sofá o en la cama viendo televisión
hasta que el cuerpo reclame movimiento poco a poco perderá su capacidad de esfuerzo.

Nada explicará mejor la virtud de la laboriosidad que aquella anécdota famosa de San Ignacio de Loyola
cuando se detuvo frente a un hermano que estaba barriendo mal y con desgano en el convento. San
Ignacio le preguntó:
- “Dígame hermano ¿usted para quien trabaja?”
El hermano, haciendo pronta referencia al lema de la Compañía de Jesús le contestó:
- “Para la Mayor Gloria de Dios”
-“Entonces, si es así, si así trabaja usted para darle Mayor Gloria a Dios, le ruego que recoja sus cosas y
se vaya”, le contestó el santo.

139
El espíritu de sacrificio

El espíritu de sacrificio es la virtud que nos “predispone a sujetar nuestras pasiones y voluntad en
aras de un bien superior”.94

El espíritu de sacrificio nos lleva a “rigorear” al cuerpo impidiendo darle satisfacción en todo a los senti-
dos hasta que nos permita elevarnos hacia la sed de infinito que todos llevamos dentro. Debemos sacar-
nos el “lastre” que implica nuestra naturaleza caída para ponernos de pie como personas. Su objetivo es
lograr el señorío del espíritu sobre sí mismo, del espíritu sobre la materia.

La vida espiritual es superior a la vida material, de ahí que debamos someter y hacer callar al cuerpo hasta
que se someta y sea dócil en llevarnos a una instancia superior de vida, y no nos esté tirando siempre
hacia abajo. El sacrificio es importante si nos conduce al amor al prójimo o a nuestra santificación. En sí
y de sí mismo no es nada. San Pablo nos dice: “Si entrego todo lo que poseo, y si doy mi cuerpo de modo
que pueda jactarme, pero no tengo amor, no tengo nada”. Lo que importa es el espíritu y el objetivo
con que hacemos el sacrificio. No es lo mismo ayunar en Cuaresma porque lo manda la Iglesia, que
para que nos entre el pantalón que nos gusta. No es lo mismo callarnos cuando tenemos ganas de con-
testar a un comentario hiriente para no generar tensiones que porque no nos importa. No es lo mismo
levantarnos de noche para controlar si al bebé enfermo le subió la fiebre que hacerlo porque estábamos
desvelados y nos pusimos a ver televisión.

El espíritu de sacrificio es la ley del mayor esfuerzo. El que nos lleva a elegir la mejor opción, la que
dará mejores resultados aunque nos cueste más. Un ejemplo claro es la hora de levantarse de la cama.
Casi todas las personas tenemos la experiencia de lo que significa dejarse llevar por la pereza y los más
jóvenes de manera más viva. Si al sonar el despertador uno se levanta, va creando un hábito de vencerse
que hace que después resulte más fácil hacerlo.

El sacrificio fortalece el espíritu. El saber decir y decirse “no” a pequeños placeres (como levantarnos
cuando entra alguno de mayor jerarquía y saludarlos en vez de quedarnos cómodamente tirados en el
sofá, negarnos a un segundo helado, a la tercera milanesa, al décimo cigarrillo de la mañana, a comprarnos
la segunda revista (que nada nos deja aunque podamos hacerlo) a la larga y aun a la corta nos fortalecerá.
La persona con espíritu de sacrificio después será capaz de renunciar a algo que le guste (pero que no le
conviene), como dejar de fumar, mantener el buen humor aunque tenga frío, trabajar cuando esté can-
sado, no contestar cuando quiera, saber detenerse en la bebida, controlar sus gastos para generar cierto
ahorro que le dará seguridad a la familia, privarse de cambiar el auto en aras de una prioridad familiar o
estudiar de noche para terminar los estudios que no ha finalizado. Logrará que en su accionar prime la
voluntad y la racionalidad.

El espíritu de sacrificio debiera generar un estilo de vida de pequeñas pero múltiples renuncias en gustos,
ataduras, compromisos por un bien superior. En cada decisión diaria a tomar siempre tendremos que
elegir entre la puerta ancha y la puerta angosta. La persona con espíritu de sacrificio sabrá elegir lo que
sea bueno y mejor no lo más cómodo y lo más fácil, lo que le genere menos esfuerzo.

Elegirá estudiar con el mejor alumno que sabe que le exigirá llegar temprano y siempre a horario. No lo
detendrá -para trasladarse de un lado al otro de la ciudad- el medio de transporte, si persigue un objetivo
bueno como es escuchar a alguien que sabe. Cumplirá aunque llueva o truene con sus obligaciones. Dirá
“sí” a visitar un enfermo, (aunque no tenga ganas y prefiera quedarse mirando el partido). Lavará todos
los platos para dejar la cocina impecable antes de irse a dormir aunque esté muy cansada. Dirá “sí”

94

140
también a actos espiritualmente superiores como rezar, leer el Evangelio (aunque le parezca que no le
sirve). Eso finalmente creará un espacio en el corazón de la persona para que Dios more ahí. La inten-
ción de rezar al menos con jaculatorias es para el alma lo que la leña es al fuego, la mantiene
viva, la hace arder, impide que se apague… Y cuando Dios mora en el corazón de una persona lo
impulsa a buscar el bien ajeno y aún el propio. Quien no tenga espíritu de sacrificio será incapaz aún de
hacer lo que quiera. Los vicios decidirán por él. Hará lo que tiene “ganas” pero las “ganas” no son lo
mismo que la libertad. Será incapaz, por ejemplo, de ayunar, de ahorrar, de privarse de ver la novia todos
los días y entonces elegirá un trabajo que se lo permita, de romper un noviazgo o una relación que sabe
sin futuro, de pasar frío o calor.

El espíritu de sacrificio no es ni significa siempre solamente “aguantar”. No es sufrir un peso o llevar


una carga a través de la vida como un burro de tiro. Hay cosas que no debo aguantar, y aguantarlas no
implica espíritu de sacrificio, sino tal vez: debilidad, inseguridad, falta de prudencia, evitar lícitos enfren-
tamientos donde debo contrariar (aunque me acarreen problemas). Un padre de familia que no pueda
mantener a los suyos porque tiene muchos hijos ya mayores, no es lícito ni bueno que soporte solo el
peso y la carga económica sin exigirles a sus hijos que colaboren en la medida en que puedan. Esto no
sería espíritu de sacrificio. Sería sobrellevar una carga indebida y desproporcionada que altera y de-
forma su responsabilidad de educador. El espíritu de sacrificio, para que sea virtud, siempre es en aras de
un bien mayor. En ese caso acostumbrar a los hijos en capacidad de sostenerse a vivir sobre el esfuerzo
desproporcionado de las espaldas de un padre no es formar en la virtud.

Decirle que sí a un hijo que quiere reunirse con sus amigos en casa (aunque me implique trabajo y un
esfuerzo extra) es tener espíritu de sacrificio (sacrifico mi comodidad de estar tranquila). Pero decirle
que sí a todos sus caprichos y aguantárselos es abdicar de mi responsabilidad de padre o madre. Todos
deberemos sacrificarnos para lograr algo en la vida. Debemos educar enseñando a sacrificarse, a privarse,
a sacar partido del tiempo y de los talentos dados, vencer nuestros defectos e incorporar virtudes. La
vida cristiana exige colocar a Jesús en el centro de nuestros deseos. Esto no se puede sin sacri-
ficio.

Muchas veces después, a través de los años le pediremos a Dios que nos quite nuestros malos hábitos, y
El tal vez nos responderá: “No. Esa es responsabilidad tuya, no mía.” Le pediremos que sane a nuestro
hijo paralítico y El tal vez nos responderá:
“No. Su espíritu es sano, su cuerpo es sólo temporal.”
Le pediremos felicidad y El tal vez nos responderá: “No. Te doy gracias, bendiciones y te muestro el
camino, la felicidad depende de ti.”
Le pediremos que nos quite las tribulaciones y tal vez Él nos contestará:
“No. Ellas fortalecen tu espíritu.”
Le pediremos que nos quite el dolor físico o espiritual tan agudo que sentimos y El tal vez nos responderá:
“No. El dolor te aleja de los placeres mundanos y te acerca más a Mí.”
Le pediremos que nos otorgue lo que queremos sin sufrir, y El tal vez nos contestará: “No. Yo te podaré
para que seas fructífero.”
Le pediremos que salve de la muerte a nuestro ser querido y muchas veces tal vez Él nos contestará: “No.
El te ligará con el cielo, la vida eterna y el mundo sobrenatural.”
Le pediremos muchas cosas para gozar de la vida y Él seguramente nos contestará: “No. Yo te daré la
Vida para que puedas disfrutar de todas las cosas...”

Aprender a decir “no” a nuestras ataduras, opiniones, gustos, caprichos, para poder decir “sí” a Jesús en
lo que nos pida a través de la vida y lograr el señorío propio de quienes somos, personas, creadas a imagen
y semejanza de Dios.

141
La estudiosidad

La estudiosidad “se nos presenta como una virtud moral que modera el apetito de conocer la
verdad”.95

Dicho en otras palabras, la estudiosidad nos modera el apetito de conocer, ordenándolo. En una época
tan confusa, oscura y anárquica en el mundo de las ideas es muy importante la posibilidad que Dios nos
brinda de ser luz en el mundo. “Cuanto más nos interesemos por el estudio, mejor preparados nos en-
contraremos para hablar a este mundo jadeante, que espera más que nunca la proclamación valiente de
la verdad y si es posible, de la verdad integral. En este sentido es prójimo, para nosotros, todo aquel que
tiene apremio de verdad”.96

La estudiosidad deriva de la virtud de la templanza, que modera la tendencia instintiva a los deseos y
placeres. Por ser seres racionales tendemos naturalmente al conocimiento y debemos ordenar el ansia
excesiva de saber para evitar caer en la soberbia y en la superficialidad. Es decir, debemos buscar el
término medio. No es bueno buscar demasiado conocimiento, querer saberlo todo. Tampoco es bueno
tratar de conocer y comprender todo porque nuestra mente es limitada, pero es conveniente que utilice-
mos y desarrollemos nuestro intelecto y nuestros talentos. La estudiosidad tiene que ver con la seriedad
que implica el estudiar un tema, conocerlo en profundidad hasta llegar a la verdad.

Lo que importa es el espíritu con que usemos nuestro intelecto. Si aprendemos para saber y hacer el
bien, estará ordenado. Si lo hacemos para independizarnos de la ética y de la moral ya no será
virtud el trabajo y el conocimiento acumulado. Sirvan como ejemplo las palabras de aquel catedrático de
Medicina que les dijo a sus alumnos el primer día de clase: “Lo esencial en la persona es el alma, pero
tiene un cuerpo”. Esto es ordenar los conocimientos a la verdad. Así como la comida es el alimento de
nuestro cuerpo, todo conocimiento es el alimento espiritual que debe estar ordenado hacia la Verdad que
es Dios.

Nuestra alma aspira naturalmente a conocer todas las cosas, pero la moderación del deseo de saber es la
virtud de la estudiosidad. Esta moderación tendrá dos ámbitos: el fin que buscamos al estudiar y el modo
en que lo hacemos. En cuanto al fin si lo que nosotros buscamos es saber y conocer la Verdad y lo que
Ella ilumina, la estudiosidad nos ayudará a evitar los errores intelectuales y filosóficos, rechazándolos. En
cuanto al modo, seremos perseverantes. La estudiosidad nos estimulará en ir para adelante. Ni abando-
naremos los estudios por pereza, ni nos desbocaremos con total independencia de la ética y la moral por
soberbia.

La estudiosidad necesita de ciertas condiciones:


En primer lugar del silencio. Es necesario y casi imprescindible generar un clima de silencio para el
trabajo intelectual. Como decía Saint Exupéry, el silencio “es el espacio donde el espíritu puede desplegar
las alas”. Es imposible imaginar a un Mozart, a un Beethoven componiendo, o a un Miguel Ángel dise-
ñando la cúpula de San Pedro con la radio a todo volumen o la televisión prendida.

En segundo lugar la estudiosidad necesita recogimiento. En una oportunidad un discípulo de Santo


Tomás le pidió consejo para ordenarse en los estudios. De los 16 consejos que el santo le dio (y si bien
estaban dirigidos a un religioso pueden aplicarse a todos nosotros) 7 de ellos se referían al recogi-
miento. Algunos de ellos eran:

95 “Siete virtudes olvidadas”. Rev P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág. 136
96 “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág. 133

142
“Deseo que seas tardo para hablar y tardo para acudir allí donde se habla”. Dicho en otras palabras,
debemos huir de los lugares en donde la charla es continua, vana y superficial, en donde es sólo cháchara
y el espíritu no se alimenta sino que se desparrama.
“No quieras andar averiguando hechos ajenos”. El vivir indagando en las vidas ajenas no es bueno
para el alma, porque nos dispersa y nos introduce en intimidades que no nos corresponden y por eso nos
sentimos mal. La enorme insatisfacción reinante de la gente desbordada lleva hoy en día a que se cuenten
todas las intimidades a cualquiera y aun en público, lo que es mucho más grave, porque se expone a veces
la intimidad de otros o se nos involucra en la de ellos.
“Muéstrate amable con todos pero no seas demasiado familiar con nadie, pues el exceso de
familiaridad engendra el menosprecio y da la ocasión de sustraer tiempo al estudio”. La excesiva
familiaridad pone en peligro la intimidad propia y ajena, porque generalmente terminamos hablando de
más y contando lo que deberíamos reservar a personas que no son las indicadas. Los subordinados, en
general, tampoco respetan a quien debe mantener su lugar en función de su jerarquía y no lo hace. Cierta
distancia en el trato genera respeto. En un mundo tan vulgar como el nuestro, donde predominan los
medios de comunicación ordinarios y los niveles de los programas son soeces, esto es común y ha sido
exacerbado continuamente por la revolución para embrutecer a las personas y degradarlas, destruir las
jerarquías, la autoridad, el pudor y masificar.
“No te entrometas de manera alguna en palabras y obras de los hombres del mundo”. El querer
estar al tanto de todo lo que sucede en el mundo, de las últimas noticias, el perder horas hablando de las
anécdotas cotidianas que son irrelevantes, resulta nocivo para la concentración que necesita el estudio.
“Huye de todo vano activismo”. El afán febril y desmedido de la acción se contrapone con la serena
investigación y contemplación de la verdad.
Y por último, Santo Tomás le dijo: “Gusta de frecuentar tu celda, si quieres ser introducido en la
celda del vino” (Cant 2,4). Si bien esto se refiere a un texto del Cantar de los Cantares y está especial-
mente dirigido a los religiosos, lo que en profundidad nos quiere decir Santo Tomás es la necesidad del
recogimiento para llegar a paladear profundamente el Bien, la Verdad y la Belleza. Todas las grandes
obras, empezando desde la Redención del mundo, las obras de literatura, de música, de pintura, de arqui-
tectura y de la ciencia, fueron gestadas en un ambiente de serenidad y silencio. Unido al recogimiento está
la soledad que es el precio que hay que pagar para crecer en la vida del espíritu. Lo que San Agustín
llamaba la “pureza de la soledad” que se puede conservar aún en medio de una gran ciudad y Platón
ya lo decía: “puedes estar en una ciudad como un pastor en su cabaña situada en lo más alto de
la colina”.97

Hubo quien dijo que: “El hombre vale en proporción a la cantidad de soledad que puede aguantar”... Y
cuando hablamos de soledad no sólo hablamos de soledad física sino espiritual. Esto es lo que llamamos
el saber estar a solas consigo mismo (que al principio nos puede costar porque estamos vacíos). Nuestro
Señor nos dio sobrados ejemplos de la necesidad de retirarse en soledad para hablar con Su Padre.

Finalmente, para lograr la virtud de la estudiosidad hará falta una buena dosis de carácter. La inteligencia
es sólo un instrumento, nuestro carácter le dará buen uso o no. Es por eso que el estudiante puede
compararse al atleta, quien sólo con un entrenamiento constante y firme logrará la meta. La voluntad es
por lo tanto imprescindible. Es preferible no ser tan brillante y tener una voluntad férrea.

La virtud de la estudiosidad también requerirá ciertas virtudes morales. Para desarrollar la vida espiritual
e intelectual en plenitud deberá hacer falta cierto orden y ejercicio de virtudes morales para que los vicios
y los desórdenes (como la pereza, el orgullo, la ira o la lujuria) no nos arrastren y nos tironeen impidién-
donos concentrarnos y crear. Hay que darle al espíritu el espacio adecuado, las condiciones necesarias
para que pueda desarrollarse. Nuestro Señor nos recordó: “Bienaventurados los corazones puros porque
ellos verán a Dios”. (Mt 5, 8).

97 “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág. 140

143
Entre las virtudes morales, la más importante es la humildad. “Será preciso estar siempre abierto a la
verdad, venga de donde viniere, sobre todo la que nos llega a través de los grandes. No es perder la
dignidad saberse como enanos sentados en las espaldas de un gigante. Bien ha dicho Pascal: “Quien sube
sobre los hombros de otro ve más lejos, aun cuando sea más pequeño”. El Cardenal Luciani, por su parte,
escribe que “ser confidentes de grandes ideas vale más que ser inventores mediocres”. Lo mismo se diga
cuando la verdad nos llega por boca de una persona simple. “No mires de quién oyes las cosas -reco-
mienda Santo Tomás al estudiante que lo consultaba- mas lo que diga de bueno confíalo a tu memoria”.
Lo importante no es la persona, sea Aristóteles, San Agustín, Bossuet, Pascal o el portero del departa-
mento, sino la verdad. Cuanto más preciosa es una idea, tanto menos interesa saber de dónde viene. Sólo
la verdad tiene derechos y los tiene doquiera se manifieste.

Pero al mismo tiempo será preciso odiar el error, venga de donde viniere. A este respecto escribe Ernest
Hello: “Quienquiera que ama la verdad aborrece el error y este aborrecimiento del error es la piedra de
toque mediante la cual se reconoce el amor a la verdad. Si no amas la verdad, podrás decir que la amas e
incluso hacerlo creer a los demás, pero puedes estar seguro de que, en ese caso, carecerás de horror hacia
lo que es falso, y por esta señal se reconocerá que no amas la verdad”. La humildad nos llevará a no
aferrarnos a nuestras propias ideas sobre todo cuando se apartan de la verdad. Somos herederos de una
tradición de verdad, de una verdad que no hemos inventado sino que hemos recibido para profundizarla
cada vez más. De ninguna manera deben ser conmovidas las firmes certezas sobre las cuales descansa
todo el trabajo de la inteligencia”.98 Servimos a un Dios que dijo: “Yo soy la Verdad” y, si no podemos
anunciar lo mismo, es mejor que nos callemos y Lo escuchemos.

La oración. Todo estudio serio y verdadero debiera estar ligado a la trascendencia; y la inteligencia sólo
encontrará reposo y verdadera plenitud cuando se incline ante la Verdad. No se trata sólo de rezar antes
de estudiar, sino de impregnar de Dios el contenido, de estar abierto a la partícula de verdad que
cada rama de ciencia encierra.

No es lo mismo estudiar en Biología que las langostas ponen huevos resistentes a la sequía (como la
muestra del poder y de la maravilla de la Creación de Dios) que hacerlo como quien simplemente estudia
las características de un insecto. Detrás de ese insecto debemos “ver” la maravilla y la perfección de Dios.
De ahí que el espíritu de oración debiera de impregnar el estudio y he ahí el fundamento de rezar antes
de clase en los colegios católicos, para hacernos abrir la mente a las maravilla de la Creación y
ver al Creador en todo lo que aprendiéramos en la aula.

En cuanto a los ingredientes de la estudiosidad, son los siguientes:


La concentración: De la misma manera que la lupa concentra tanto el calor de un haz de luz que llega
hasta a prender fuego, la inteligencia y la voluntad deben concentrarse en el estudio para dar fruto y evitar
dispersarse.

La lectura: La lectura es el medio universal de aprender. Gracias a los libros nos llegan los conocimientos
y el pensamiento de todas las generaciones anteriores. En la actualidad, los libros han sido desplazados
casi en su totalidad por internet. Pero internet sirve para investigar, no para aprender. Para aprender se
necesita un maestro delante de uno que nos pueda explicar las inquietudes que surgen. Tampoco es bueno
ni leer de todo, ni demasiado. Hay que leer lo bueno, eligiendo las lecturas, seleccionando los
grandes maestros que siguieron la línea de la verdad, y profundizando en los conceptos para apren-
der. La lectura superficial (y mucho peor si son sólo revistas y novelas de actualidad cuyo único valor es
que sea un best-seller) vulgariza el espíritu y la pasión por leer y la avidez intelectual nos juegan en contra.
Tampoco hay que limitarse sólo a los grandes maestros de la vida espiritual y los clásicos. “Una obra
magistral es una cuna, no una tumba”.99
98
“Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág. 142
99
“Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág. 146

144
La memoria: Si bien el “memorismo” no es recomendable, la memoria es una potencia del alma me-
diante la cual se retiene y se recuerda lo aprendido. Se la puede ayudar con la memoria escrita (para no
sobrecargarla) pero lo más importante, como quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos, cuál es
el sentido de nuestra vida y lo que debemos hacer para ganarnos la vida eterna, deberá quedar grabado
en nuestra memoria. En una época esto se grababa con el catecismo. Hoy ya no es así y de ahí, en
gran parte, la confusión en que vivimos. Entre los consejos que Santo Tomás dio a su discípulo
estaba: “Esfuérzate por ubicar todo lo que puedas en el cofre de tu mente, como quien desea
llenar un vaso”.100 Es fundamental recordar lo más importante, los grandes lineamientos de los hechos
que le darán claridad a nuestras ideas.

La profundización. El examinar un tema hasta su raíz para comprenderlo mejor es necesario para tener
solidez en nuestro conocimiento. No obstante, tenemos que temer al exceso de especialización por el
riesgo de perder la visión de conjunto. De ahí la importancia de tener cierta formación humanística,
literaria, histórica y filosófica que nos da una apertura a lo universal. Está bien estudiar una sola pieza
del cuerpo humano para lograr conocerla mejor, mientras no nos olvidemos que forma parte de la per-
sona en su totalidad. Todas las ramas de las ciencias deben apoyarse y relacionarse unas con otras
en referencia a la Verdad suprema que es Dios. Es imposible saber y manejar bien la política de un
país si no sabemos su historia, y la historia sin conocer su religión, ni estudiar filosofía sin la teología que
la ilumina, porque cuando la política, la historia y la filosofía cortan sus raíces se enloquecen, que es lo
que vemos hoy en día.

Una dosis de acción. El peligro de una ciencia sin una cuota de acción es que pierda el sentido de la
realidad. El pensamiento debe apoyarse en los hechos como los pies se apoyan en el suelo. De ahí que la
gente sencilla y simple del campo conserve una sabiduría y un sentido común a veces superior al de los
grandes intelectuales.

Escribir. Si uno tiene condiciones, vale la pena escribir para dejar escrito a otros los frutos de nuestros
trabajos y conclusiones. Es muy importante publicar. Lo escrito, escrito está y puede conservarse durante
siglos, mientras que las palabras puede erosionarlas el tiempo.

Los vicios contra la estudiosidad son la negligencia (por defecto), y la curiosidad (por exceso).
La negligencia. La pereza (o la ignorancia culpable en no aprender) dependerá de nuestra responsabili-
dad en saber. Muchas veces podemos pasar horas frente a los libros sin que por ello aprendamos algo.
El conocimiento no entra por ósmosis. Si no ponemos nuestra voluntad de aprender y nuestra atención,
todo puede servirnos para distraernos: el teléfono, el timbre, la mosca que vuela o el sol que atraviesa la
ventana. Para saber hace falta estudiar, aunque todo en la actualidad nos transmita que todos podemos
hablar de cualquier tema. Hoy en día la “docta incultura” permite que cualquiera se sienta habilitado
para tratar de los temas superiores, más delicados y sublimes (como el celibato sacerdotal) sin ningún
conocimiento previo, remitiéndose a su propia opinión o lo que han dicho los llamados “formadores de
opinión” como los periodistas, los artistas, los deportistas o los políticos. Atónitos, escuchamos en la
televisión a las artistas y modelos semidesnudas hablar de temas delicados y profundos como la soberanía
o la defensa de la Patria. Con dolor vemos cómo una novela escrita por un pseudo hereje de moda
cualquiera, es devorada por millones por el solo atractivo de que difama y ataca a la Iglesia de Cristo. A
su vez, los lectores de estas novelas creen que ya con el solo hecho de haberla leído es suficiente para
saber de historia, de Teología y de los mismos Concilios. Una sola novela poniendo en discusión y tela
de juicio los 20 siglos de historia. Documentada con sangre de la Iglesia... los milagros... la vida de
los santos... las órdenes religiosas... ¡Patético! y… doloroso. Paradójicamente “para enseñar la ignorancia
pueden ser instrumentos adecuados los colegios y las universidades. La ignorancia se puede enseñar”.101
100
“Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág. 146
101
“Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág. 156

145
“Podría decirse que la educación actualmente en los colegios y universidades tiene no poco de ello. Se
estudia todo, menos lo necesario: el sentido mismo de la existencia “.102

La curiosidad. La curiosidad es el vicio que nos lleva a indagar sobre lo que no debiera importarnos.
Puede nacer del ansia de conocer, pero desordenado y desorbitado. No es malo buscar la verdad, pero
no es bueno dedicarse a cuestiones secundarias que tapan y nos distraen de la esencia. Dedicar horas a
estudiar cuántos soldados murieron en una batalla no es lo importante, sino conocemos por qué se pe-
leaban. El dato puede ser verdadero, pero la clave es saber por qué se peleaba, cuál era el motivo
que había generado la batalla.
Este espíritu se ha metido aún en la Iglesia, donde pseudo teólogos no hacen más que estudiar para ver
cómo combatir al Magisterio. Los teólogos fieles sólo se nutren de la Verdad, que es Dios y de lo que Él
nos ha revelado como verdadero. San León Magno dice al referirse a los pseudo teólogos: “Son maestros
del error porque no fueron discípulos de la verdad”. Necesitan convertirse, agrega, como se convirtió
Roma, “que era maestra del error y se volvió discípula de la verdad”. Conocer la Verdad no implica
cualquier verdad, sino la Verdad suprema, que es Dios.

Por último, Santo Tomás aconsejó a su discípulo: “No investigues las cosas que te superan”, que tan
bien nos clarifica aquella anécdota de San Agustín cuando trataba de entender el misterio de la Santísima
Trinidad y se encontró en la playa con un niño que llenaba su balde. San Agustín le preguntó qué trataba
de hacer. Y el niño le contestó:
-“Estoy tratando de volcar el agua del océano en mi balde”.
El Santo le contestó que eso era imposible. A lo cual el niño respondió:
- “Lo mismo es que tú quieras comprender con tu mente el misterio de la Santísima Trinidad”.

102
“Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág. 162

146
La constancia

La constancia, hija de la fortaleza, es la virtud que “nos conduce a llevar a cabo lo necesario para
alcanzar las metas que nos hemos propuesto, pese a las dificultades internas o externas o a la
disminución de la motivación personal por el tiempo transcurrido, sustentando el trabajo a
fuerza de voluntad sólida que nos lleva a un esfuerzo continuado, venciendo las dificultades y
venciéndonos a nosotros mismos”.

Dicho en otras palabras, la constancia es lo que fortalece nuestra voluntad para continuar en una meta
que nos hemos propuesto y nos ayuda a vencernos a nosotros mismos para no flaquear en lo cotidiano.
Así como la tolerancia y la paciencia están dirigidas hacia las personas, la constancia está dirigida hacia
un objetivo bueno, una meta o tarea a lograr.

Es una virtud íntimamente relacionada con la perseverancia. Las distinguen las distintas dificultades y el
tiempo que conlleva el tratar de superar a cada una. Así como la perseverancia es más firme y se
prolonga a través del tiempo, la constancia robustece al alma contra los impedimentos y dificultades
menores y de todos los días que nos llegan del exterior, del medio en que nos movemos. Necesitaremos
ser constantes para lograr cualquier meta o hábito bueno que nos permitirá adelantar en la virtud. La
constancia nos hará realizar todo lo que debemos hacer aunque nos resulte pequeño e insignificante el
no hacerlo. Desde hacer todos los días los deberes y tareas ni bien llegamos del colegio, (y descansamos
un rato mientras tomamos algo), guardar nuestros libros y cuadernos, después de hacer los deberes, en la
mochila o continuar con el buen hábito de coser los botones que hacen falta cada vez que planchamos y
vemos que se han caído. Si lo hacemos así, con constancia, un poco todos los días, poco tendremos que
estudiar para los exámenes porque será un fuerte repaso. Nos lucirá el haber sido constantes durante el
año y podremos disfrutar de las vacaciones. De la misma manera tendremos siempre la ropa con los
botones al día.

Necesitaremos constancia para ordenar la pila de remeras del ropero cada vez que sacamos una de abajo
o del fondo, sin dejarla toda caída sabiendo que sólo nos llevará medio minuto hacerlo pero preferimos
irnos a jugar con nuestros amigos o tomar mate con la vecina. Para agradecer cada vez que recibimos un
regalo, contestar una carta o un mail. Ser constantes para no interrumpir el tratamiento médico ni bien
lo comenzamos porque nos parece que ese remedio que nos recetó no nos hace nada. Con las sesiones
de rehabilitación que nos recomendó la kinesióloga porque creemos que esa gimnasia de una hora dos
veces por semana no es significativa. Para visitar dos veces por año al dentista como el mismo nos lo
aconsejó. Para practicar un deporte si lo queremos hacer bien o aprender un idioma si lo queremos hablar
sin acento extranjero.

Para esto hace falta generar desde la infancia un clima de orden, de trabajo y de esfuerzo (tan erosionado
hoy en día), donde cada uno sea responsable de sus cosas y ejercitar la voluntad con pequeños hechos.
No basta con tener buen corazón, habremos de formarlos en la constancia y la fuerza de voluntad con
actos simples como: levantarse siempre con el despertador, bañarse todos los días aunque no tengamos
ganas, peinarnos varias veces al día para no andar desaliñados y desprolijos (pensando principalmente
en agradar a los demás) y especialmente antes de sentarse a la mesa, dejar la mochila en el lugar que
corresponde, todos los días, cuando volvemos del colegio, (y no tirada sobre la mesa de entrada), llevar
las zapatillas embarradas hasta el lavadero cada vez que volvemos de jugar al rugby. Obligar a los hijos
pequeños y adolescentes a estos pequeños actos que ordenan y fortalecen la voluntad, aunque estemos
cansadas de hacerlo y de repetirlo todos los días. Porque esa es la parte que nos toca a los padres, y a
todos los adultos en general, la constancia en la formación y educación diaria de los más jóvenes, sin
claudicar. Más adelante, ya adultos, la constancia será la virtud clave de lo que llamamos el
mantenimiento de las cosas. Ya sea el auto, nos llevará a revisar periódicamente el aceite para que no

147
se estropee el motor, a lavarlo tal vez semanalmente para mantenerlo limpio. Al buen mantenimiento de
la casa, ya sea podando las enredaderas en el invierno, limpiando las canaletas varias veces en el otoño,
cambiando los cueritos de las canillas cada vez que haga falta o en llamar el plomero cada vez que sea
necesario y no dejar que las pérdidas de agua se agraven, pintando las persianas o llamando al carpintero
o al herrero para que nos arregle las que se vencieron con el uso. Para mantener nuestra salud nos llevará
a privarnos de comer chocolate ni frituras porque sufrimos del hígado y nos hace mal, etc. Todo buen
mantenimiento necesita imperiosamente de la virtud de la constancia, de lo diario, de lo cotidiano, de lo
que aparenta ser poco importante pero no lo es.

La constancia suprimirá el “me gustaría” o el “podría” por el “puedo y lo lograré” y su premio será
constatar el premio, la satisfacción y el orgullo que brinda el deber cumplido, aún en las pequeñas cosas.

Los vicios opuestos a la constancia son: la inconstancia (por defecto), que Santo Tomás llama molicie
o blandura, debido a la pereza, a la mediocridad, al desaliento y a la ausencia de metas claras. El otro es la
terquedad (por exceso) que se obstina en no ceder o cambiar la decisión cuando lo razonable es hacerlo.
Empecinarnos en querer pintar el cuarto, (lo que está bien), pero un día húmedo de lluvia, cuando todos
nos dicen (apoyados en el sentido común y la experiencia) que la humedad impedirá que la pintura se
seque y retrasará el trabajo durante días complicando a todos los de la casa.

148
La perseverancia

La perseverancia es “una virtud que inclina a persistir en el ejercicio del bien a pesar de la molestia
que su prolongación nos ocasione”103

Dicho en otras palabras, es la firmeza y constancia en los propósitos y en las resoluciones de


ánimo. La perseverancia es la firmeza que nos hace resistir y continuar en nuestras metas, nuestros
objetivos o nuestros trabajos, que generalmente estarán plagados de obstáculos en el camino de nuestras
vidas y de nuestra salvación. “Se distingue de la longanimidad (que es la grandeza y constancia de ánimo
en las adversidades) en que ésta se refiere más bien al comienzo de una obra virtuosa que no se
consumará del todo hasta pasado largo tiempo; mientras que la perseverancia se refiere a
la continuación del camino ya emprendido, a pesar de los obstáculos y molestias que vayan surgiendo
en él. Lanzarse a una empresa virtuosa de larga y difícil ejecución es propio de la longanimidad;
permanecer inquebrantablemente en el camino emprendido un día y otro día, sin desfallecer jamás, es
propio de la perseverancia. Todas las virtudes necesitan de la ayuda y complemento de la perseverancia,
sin la cual ninguna podría ser perfecta ni siquiera mantenerse mucho tiempo.”104 Porque toda virtud, para
ser incorporada a una vida virtuosa, necesita de la perseverancia. Es por eso que la Iglesia siempre enseñó
el catecismo de la perseverancia.

Dios es inmutable y siempre igual a sí mismo. Nosotros somos los variables y mudables de principios,
metas y opiniones. Nuestra naturaleza se cansa, es inconstante. Ya San Pablo decía: “No hago el bien que
quiero sino el mal que no quiero”. De ahí que el combate nos fortalezca. La perseverancia, indispensable
para cumplir cualquier meta que nos propongamos, nos ayudará a pelear contra nuestra propia naturaleza.
Como quien bien nos conoce, el diablo viejo, le aconseja en las “Cartas del diablo a su sobrino” el arte
de hacer caer a las almas: “Es tan difícil para estas criaturas el perseverar”.105

Ese rever constante con el espejo retrovisor genera angustia y desazón. Si he decidido dar la vida para
defender la Patria o contraer matrimonio, no es bueno para la paz de mi alma revisar mi decisión a cada
paso y cada instante, sino centrar mis fuerzas en mantener mi objetivo según lo haya valorado en su
momento como lo mejor y más importante. De ahí que la perseverancia deba estar asistida de la
virtud cardinal de la fortaleza, para no desmayar en el objetivo emprendido a través del tiempo.
Muchas veces la duda se instalará en nuestro camino como una elección más pero, salvo que tengamos
una verdadera opción mejor con sólidos argumentos, (y aunque seamos autónomos y nos auto
abastezcamos), el terminar lo que hemos empezado (desde lijar y pintar todas las puertas de la casa como
nos habíamos comprometido a hacer que tal vez nos llevará el año entero, el rehacer todos los planos
que hemos perdido o el terminar una carrera), es un problema de principios que nos ordenará y nos
fortalecerá. No quiere decir que no habremos de pedir ayuda en el camino. Es más. Vacilaremos,
dudaremos, nos sentiremos cansados y nos preguntaremos si vale la pena continuar con el esfuerzo... La
prudencia, (indispensable en todas las decisiones humanas), nos hará pedir consejo en más de una
oportunidad achicando el margen de error. Para esto, nos hará falta además humildad, para reconocer
que los seres humanos solos no podemos, que necesitamos ayuda. Con estas ayudas naturales, (consejos
de padres, familiares y buenos amigos), y sobre todo, las sobrenaturales, (consejos y apoyo de sacerdotes
y Sacramentos) nos mantendremos en nuestros buenos propósitos hasta alcanzar la meta. La persona
perseverante no es la rutinaria que hace las cosas de una manera metódica, casi sin pensarlas ni razonarlas,
que encuentra una huella y la sigue sin plantearse nada. La persona perseverante a elegido un camino
bueno, se ha decidido a alcanzar una meta que primero ha visto y analizado como buena. La

103
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 593
104
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 593.
105
“Cartas del diablo a su sobrino”. C.S.Lewis. Editorial Andrés Bello. Pág 133

149
abrazará, enfrentará los obstáculos y no mermará su esfuerzo por alcanzarla. Volverá a empezar
a pesar de la contrariedad. Su meta es el logro del objetivo a alcanzar. “Persevera y triunfarás” dice
el sabio refrán popular. Y la persona perseverante mira siempre su objetivo con luces largas, no
con las cortas.

Para ser perseverantes como padres, deberemos insistir en educar hasta la fatiga en un clima totalmente
adverso no sólo a la educación cristiana, sino a todo orden natural como personas. Imposible educar
sin perseverancia. Como cónyuges deberemos ser perseverantes en llevar adelante nuestros
matrimonios hasta que la muerte nos separe, como habremos jurado un día ante Dios a Quien sólo le
habrá bastado nuestra palabra. Ser perseverantes en mantenernos fieles durante años aunque nuestro
cónyuge no lo merezca o no nos lo inspire. Porque ser fiel es un acto de la voluntad, pero serlo durante
años (con motivos en contra y con oportunidades de no serlo) requiere muchas veces de una dosis
heroica de fortaleza y perseverancia en los principios. Hoy más que nunca ya que nada nos ayuda.

Para ser perseverantes como estudiantes, deberemos luchar contra la pereza, las diversiones que nos
alejarán de los estudios, los pseudo amigos que nos llamarán por teléfono incitándonos a dejar de estudiar
y sobreponernos a nuestros fracasos en los exámenes.

Para ser perseverantes como pacientes tendremos que mantener un tratamiento médico o de
rehabilitación cuando y durante todo el tiempo que el médico nos lo pida. Hay accidentados en sillas de
ruedas que trabajan años para volver a caminar. Para terminar de pagar un crédito (para lo cual habremos
de privarnos de otros placeres y gratificaciones tal vez durante años). Para cumplir con una meta
espiritual, laboral, intelectual, deportiva o económica. Aún detrás de cualquier campeón en el mundo del
deporte que nos lo presentan rodeado de gloria habrá horas de entrenamiento perseverante en soledad.

La perseverancia no es terquedad que es cuando nos obstinamos o nos mantenemos inflexibles en


cambiar de opinión o en reconocer que nos hemos equivocado sin siquiera analizarlo, cuando todo nos
indica que estamos en el error. A la perseverancia se opone la inconstancia, que es la superficialidad con
que cambiamos de opinión, de amigos, de trabajo o de objetivos, y demuestra, entre otras cosas, una gran
superficialidad e inestabilidad en nuestras vidas. Lo grave de este vicio es que generalmente tampoco lo
aceptamos, y nos vivimos disculpando ante los demás y ante nosotros mismos de todos nuestros vaivenes,
tratando de dar explicaciones que justifiquen nuestra actitud. Si no conocemos a nuestros defectos
interiores no podremos combatirlos. Hay empresas inmersas en condiciones tan desfavorables que
necesitan de individuos con temple de acero para contrarrestarlas y salir adelante. Para ello hará falta la
virtud de la tenacidad, superior aún a la perseverancia, por ser más aguda y la meta a lograr más ardua y
difícil.

La tenacidad es la capacidad para superar esfuerzos psicológicos superiores, sin que ellos nos venzan o
nos fracturen. Es la resistencia relacionada con las tensiones del alma y de la voluntad, que conlleva una
lucha espiritual, la que se opone a que nuestro objetivo sea roto, partido o pulverizado. Podremos ser
perseverantes en aprender bien y sin acento extranjero un idioma, o en ganar una carrera de natación.
Ahora, si queremos recibirnos de abogados siendo ciegos de nacimiento, pintar cuadros con los dedos
de los pies, (porque nos faltan las manos), lograr méritos deportivos siendo paralíticos o volver a caminar
(cuando aún los médicos han perdido las esperanzas) necesitaremos enormes dosis
de tenacidad. Siempre nos generarán enorme respeto las personas que, aún con grandes limitaciones, se
imponen a sí mismas un objetivo y nada las detiene.

¿Qué forja la tenacidad? La disciplina, la constancia practicada como estilo de vida, la perseverancia, el
optimismo, la esperanza, pero en dosis superiores a lo normal y prolongadas en el tiempo. La tenacidad
florece sobre todas estas virtudes. La tenacidad no es obstinación, porfía, terquedad, mantenerse
enceguecido sin escuchar argumentos que nos persuaden de una postura que no es razonable. Esta no es

150
una actitud cristiana, sino necia. La persona tenaz tiene ideales y objetivos elevados que la sostienen
(naturales y sobrenaturales) pero ideales, metas buenas y positivas como dijimos anteriormente.

Nando Parrado tenía tan sólo veinte años cuando el 13 de octubre de 1972 el avión en el que viajaba con
su equipo de rugby se estrelló en la Cordillera de los Andes. Protagonizó una de las tragedias aéreas más
dramáticas de la historia. Cuarenta personas iban a bordo, entre ellas, su madre y su hermana menor. Sólo
dieciséis sobrevivieron al frío de los 6.000 metros de altura y al hambre extrema. La carne congelada de
sus compañeros muertos, les salvaron la vida. Después de setenta y dos días en la cordillera, Parrado y
Canessa decidieron caminar para tratar de salvar al resto de sus compañeros de morir de hambre. Después
de una tenaz travesía de varios días, y ante la inminencia de llegar a una cima de una montañas en donde
pensaron que se encontrarían finalmente con verdes valles que los llevarían a la salvación, se encontraron
nuevamente con una enorme cadena de montañas.

Ante la dramática situación Nando Parrado relata a los medios: “Tomar decisiones; aunque suene extraño,
eso fue lo más importante. Siempre digo que allá arriba tomé la decisión más importante de mi vida en
veinte segundos. Estábamos en la expedición con Roberto Canessa; desde hacía días caminábamos para
tratar de llegar a algún lado, pero lo único que veíamos era nieve y montañas. En una de las escaladas
llegamos hasta una cumbre convencidos de que del otro lado veríamos algo que nos diera una mínima
esperanza. Subimos hasta lo más alto, levantamos la cabeza y, en lugar de ver un valle verde, nos dimos
cuenta de que seguíamos en medio de la cordillera. En ese momento yo elegí cómo morir, me paré frente
a Roberto y le dije: ‘O nos morimos mirándonos a los ojos o nos morimos caminando. Yo quiero morir
luchando’. Fue la decisión más importante que tomé en mi vida: cómo morir. Decisiones, de eso se trata
la vida. De tomar decisiones. La gente tiene miedo de decidir, miedo de hacer. Yo las decisiones más
difíciles de mi vida las tomé allí.”106 Después de diez días de una maratónica y tenaz caminata a través de
inmensas montañas, y de una odisea que parecía imposible de lograr, Nando Parrado y Roberto Canessa
vieron a un hombre, al campesino que los ayudaría y que finalmente permitiría la salvación de todos los
sobrevivientes.

A los 46 años, y luego de perder paulatinamente la audición, el compositor alemán Ludwig van Beethoven
quedó completamente sordo. Aun así, y a pesar de sus preocupaciones financieras, disgustos familiares y
enfermedades, gracias a su tenacidad compuso gran parte de su obra. Nos legó así la maravillosa música
que Dios quiso que tuviera adentro para elevar de manera prodigiosa nuestros espíritus hacia Él.

Luis Pasteur, químico francés, fue quien dio un golpe mortal a la teoría de la generación espontánea de
los microbios, demostrando que tenían progenitores. Fue quien sentó el principio de la técnica aséptica
que desarrollaría después el Dr. Lister, y descubrió la vacuna contra la rabia. Con una vida laboriosa y
fecunda y una existencia austera y monacal, como acompaña en general a los hombres de ciencia,
trabajando en un edificio que no era apto ni siquiera para alojar a conejillos de la India, Pasteur emprendió
su maravillosa aventura para demostrar que los microbios debían tener progenitores. Vivía entre los
sabios escépticos, botánicos incrédulos y evolucionistas, de la margen izquierda del Sena. Hombres sin
Dios, partidarios de la generación espontánea y evolucionistas quienes, sentados cómodamente en sus
despachos, vociferaban, pero no hacían un solo experimento. No obstante, Pasteur como buen cristiano
decía: “Mi convicción viene del corazón y no de la inteligencia. Me entrego a aquellos sentimientos acerca
de la eternidad que surgen naturalmente en mí. Hay algo en lo profundo de nuestra alma que nos dice
que el mundo debe ser algo más que una combinación de hechos”.

En el año 1892 Pasteur cumplió 70 años y se celebró en la Sorbona un gran homenaje en su honor.
Cuando Pasteur cruzaba la sala cojeando, apoyado en el brazo del Presidente de la República, Lister, el
más famoso de los cirujanos de Francia, se levantó de su asiento y lo abrazó, y tanto los preclaros hombres

106
Revista del diario “La Nación” (8/ 10/ 06). Pág 27.

151
de barbas grises como los estudiantes en las altas graderías gritaron e hicieron retemblar las paredes con
sus vítores. Por fin llegó el momento en que el anciano cazador de microbios tenía que pronunciar su
discurso, pero estaba tan emocionado que su hijo tuvo que leerlo en su lugar. Sus últimas palabras
fueron una llamada religiosa a favor de una nueva forma de vida para los hombres. Era a los estudiantes
a quienes se dirigía cuando dijo: “No os dejéis corromper por el escepticismo desaprobador y estéril, no
os dejéis desalentar por la tristeza de ciertas horas que pasan sobre las naciones. Vivid en la quieta paz de
las bibliotecas y los laboratorios. Preguntaos primero: ¿Qué he hecho para formarme?... y, a medida que
vayáis avanzando en vuestra formación: ¿Qué he hecho por mi país? Hasta que llegue el momento en
que podáis sentir la alegría inmensa de pensar que habéis contribuida de algún modo al progreso y al bien
de la humanidad”.107

Tomas Edison, expulsado 3 veces de la escuela porque debido a su sordera parcial, (producida por la
escarlatina), la maestra lo consideraba un retrasado, hizo 2000 experiencias hasta inventar la lamparita.
Un periodista le preguntó el porqué de tantos fracasos. Y Edison respondió: “¡No fracasé!... ¡Inventé la
lamparita!!! Ocurre que fue un proceso de 2000 pasos”...

Nosotros hoy disfrutamos en todos los órdenes de los logros de estos hombres de ciencia que han
tomado, como tantos otros en la vida, estas posturas de esfuerzo, sacrificio, perseverancia y tenacidad.

107
“Los cazadores de microbios”. Paul de Kowif

152
La paciencia

La paciencia, hija de la fortaleza, es la virtud “que inclina a soportar sin tristeza de espíritu ni
abatimiento del corazón los padecimientos físicos y morales”108
“La paciencia es una virtud que nos dispone a soportar sin tristeza, sin abatimiento, sin alteración de
espíritu los males que caen sobre el hombre. Es una virtud necesaria. La tierra es el valle de lágrimas para
todos. Los jóvenes fácilmente se crean en su imaginación un mundo de color de rosa: todo placer, toda
alegría. Los años van diciendo todo lo contrario. A las puertas de todos va llamando día tras día el ejército
innumerable de sufrimientos físicos: enfermedades, incomodidades, privaciones, la vejez con sus
dolencias, la muerte con sus dolores. Y con ellos los sufrimientos morales más numerosos, más
persistentes: inquietudes, zozobras, contratiempos, injusticias, ingratitudes, desatenciones, pérdidas de
personas queridas. Los sufrimientos de la conciencia: remordimientos que acompañan a nuestras faltas;
perplejidades en los momentos difíciles de la vida ante el temor de acertar o equivocarnos en una elección
transcendental. Inquietudes sobre el estado de nuestra alma.

Todos los hombres tenemos que sufrir; pero unos tienen la virtud de la paciencia y sufren con
provecho; otros no la tienen y sufren con perjuicios para su alma.

La paciencia es una virtud que todos deberíamos tener, porque todos tenemos que sufrir; y, sin embargo,
es una virtud que escasea mucho en la tierra. Es que presupone la existencia de otras virtudes muy
importantes. Presupone la fe, y fe viva, para ver en todo las disposiciones divinas.
Presupone la esperanza de que nuestros sufrimientos hayan de tener una recompensa eterna.
Presupone el amor a Dios, a quien se quiere servir y agradar en todo: en la prosperidad y en la adversidad.

Presupone la fortaleza pues la paciencia no es más que una manifestación de ella.


Cuanto más arraigadas estén en el alma estas virtudes, florecerá con más vigor la virtud de la paciencia.
Virtud divina. Todos los santos nos han dado ejemplos admirables de paciencia; pero el que nos da
mayores ejemplos es el mismo Dios. ¡Qué paciente es Dios con el hombre! ¡Cuántos beneficios le hace y
cuánto desagradecimiento recibe por ellos!... Para sufrir con paciencia tenemos que conocer los bienes
que se nos siguen de ello.

El sufrimiento sobrellevado con paciencia tiene valor expiatorio. Si unimos nuestros sufrimientos a los
de Cristo, les damos un valor expiatorio. Expiamos con ellos nuestras faltas. Tanto como tenemos que
expiar. Aunque se nos perdone la culpa, tenemos que pagar la pena del pecado. La pagaremos ciertamente
en el purgatorio. Podemos expiar también los pecados ajenos. Nos asociaríamos a la obra redentora de
Jesucristo. Expiaríamos los pecados de nuestros parientes y del mundo entero. Nuestra expiación llegaría
hasta el mismo purgatorio. Los sufrimientos llevados con paciencia son un gran apostolado. ¡Cómo
edifica a todos el ejemplo de una persona muy atribulada que lleva con paciencia heroica sus
padecimientos!...

En la paciencia, como en todas las virtudes, cabe mayor o menor perfección. Es paciencia sufrir con
resignación. Someterse a la mano de Dios que hiere, sin murmurar, sin quejarse, ni rebelarse
interiormente. La pasión protesta, pero la voluntad la hace callar. Es paciencia más perfecta el abandono
en la voluntad divina. Se ofrece el alma a recibir lo que Dios le envíe. Todavía hay una paciencia más
perfecta: recibir con alegría los sufrimientos que envía Dios.” 109

108
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 592.
109
“Luz”. Juan Rey, S. J. Editorial Sal Terrae. Tomo II. Pág. 649

153
La paciencia que hemos tenido en leer este texto hasta terminarlo es lo que nos hará poder comprenderlo.
Esta virtud, derivada de la fortaleza, nos ayudará a paliar la tristeza para no decaer ante los sufrimientos
físicos y espirituales propios de la vida. Las contrariedades son un entrenamiento espiritual para
mantenernos en estado de lucha, ya que un combate es la vida del hombre sobre la tierra y no otra cosa. Aunque
la paciencia es una virtud que se presenta sin brillo y silenciosa porque aparentemente no luce, es muchas
veces, (por eso mismo), una virtud heroica.

La diferencia entre la paciencia y la fortaleza es que la paciencia nos ayuda a sobrellevar males menores,
inherentes a la vida diaria, que nos producen tristeza y agobio (porque a veces tardamos en ver los
resultados) como los defectos del prójimo en la convivencia diaria. La paciencia nos hace fuertes,
desarrolla nuestra fortaleza. En cambio, la fortaleza nos ayuda a soportar males mayores, incluso el
martirio o la muerte. Toda la vida cotidiana es un aprendizaje de paciencia. Tiene que ver con el saber
esperar, con la resignación sin quejas ni impaciencia ante las cruces y mortificaciones diarias, con la paz
y la serenidad ante esas mismas penas. Tiene que ver con el saber escuchar y soportar a veces una
conversación que nos resulta interminable, en esperar media hora en el auto a una persona que nos dijo
que estaría lista enseguida, el colectivo que se demora, las dificultades en el trabajo, en las relaciones
familiares. En lo desgastante que será muchas veces el enseñar a otro un oficio o una tarea. En el educar
a los hijos contra toda corriente anticristiana. En la paciencia que nos requiere toda la vida que empieza
(la crianza diaria de los hijos) y la vida que declina (con sus limitaciones físicas como el no ver
bien, el no oír, el no poder caminar o vestirse solo y necesitar ayuda, etc.)

Debemos ser pacientes para poder respetar nuestro turno en la fila como corresponde aunque se nos
haga interminable, para escuchar varias veces el mismo cuento, (por amor, cariño y respeto) para no abrir
la puerta del horno hasta que la torta se cocine, (o no comerla cruda por no poder aguantar). Para no
pellizcar de la fuente todo el tiempo antes de la hora de la comida, (y no andar picoteando todo el día o
comiendo por la calle). Para poder controlarse para verse con la amiga, el novio o la novia sin estarse
mandando a cada hora mensajitos por teléfono que quitan todo el sabor a la expectativa del encuentro.
Las personas que tienen paciencia saben esperar con calma a que las cosas sucedan, ya que piensan que a
las cosas que no dependen estrictamente de uno hay que darles el tiempo necesario (como que adelante
la fila de personas que estaban primero que nosotros, la torta en el horno para cocinarse, la hora de la
comida dispuesta por la dueña de casa o la prevista para encontrarnos con alguien).

Lo que no se puede evitar (como un familiar difícil, un marido con mal carácter, un hijo descarriado, un
matrimonio equivocado de un hijo o un alumno que no aprende porque no le pone interés al estudio)
hay que soportarlo con paciencia. Es un rasgo de una personalidad virtuosa y madura. Para que el hombre
no se detenga y no se deje vencer por la depresión y la opresión que le produce la tristeza, le hará falta la
paciencia que, según la gran Santa Teresa, “todo lo alcanza”. Comprender el sentido del sufrimiento
cristiano y su valor ante Dios es lo que calmará nuestra inteligencia cuando se vea contrariada por tantas
situaciones que alteran nuestros planes, que nos contradicen en el diario vivir. Siempre será digno de
alabanzas el que el hombre soporte con paciencia las propias injurias y mortificaciones de la vida diaria y
no reaccione como una fiera. Por el contrario, será de suma impiedad tolerar pacientemente las injurias
y las ofensas hechas contra Dios, las películas blasfemas, las muestras de arte que lo burlan y las leyes que
lo atacan.

Los dos vicios opuestos a la paciencia son: la impaciencia (por defecto), que se manifiesta al exterior
con quejas, murmuraciones y expresiones de ira. Y la insensibilidad o dureza de corazón. Esta última
no es virtud sino falta de sentido humano y social, ya que permanecemos impasibles porque nadie nos
preocupa ni nada nos inmuta.

El cuadro psicológico de la época es el del individualismo exacerbado (que a nadie ni a nada soporta) y
la persona transita por la vida como un elefante en un bazar, destrozando afectos y personas a su paso,

154
aun sin darse cuenta. Es por ello que al hombre actual le cuesta mucho que se le hable de paciencia frente
a la contrariedad, porque él no la enfrenta sino que, a falta de virtud (como el respeto, la puntualidad, la
generosidad o la responsabilidad) la genera para que otros la tengan con él.

155
La tolerancia

La tolerancia es la virtud que nos lleva “a respetar y a considerar las opiniones y conductas de los
demás aunque nos genere violencia”

La tolerancia debe ser con las personas, NO con el error. “Combatir el error y amar al que yerra”,
decía San Agustín. No es tolerante quien lo permite todo sino quien, defendiendo una postura verdadera, respeta a otro
que mantiene una opinión diferente o equivocada. La persona tolerante cree en la verdad objetiva y en los valores que ella
sostiene. De ahí el mérito de soportar situaciones que le generan violencia en aras de evitar un mal mayor.
Un error muy difundido en nuestro mundo moderno, (causado por la falta de fe y de formación), es
afirmar que no existen verdades objetivas. El escéptico, quien no cree en nada, quien no se compromete
con ningún valor o principio, no es tolerante, porque al no creer en una verdad objetiva no tiene nada
que defender o soportar. Su falta de compromiso ante los valores y principios lo presenta como una
persona tolerante pero en realidad no lo es.

El mantenerse al margen de las situaciones y el no involucrarse, muchas veces puede significar protegerse
para tal vez actuar igual en circunstancias parecidas. Si mi amiga sale con el jefe casado de la oficina, padre
de tres hijos y yo la escucho alegremente y le “tolero” todos sus comentarios al respecto haciéndome
cómplice, no soy tolerante. Tal vez en el fondo lo que estoy haciendo es previniéndome de no juzgarla
para no comprometerme en definirme en una posición moral, y dejar las puertas abiertas por si en un
futuro... si se me presenta a mí otro jefe... tal vez hacer yo lo mismo.

Los católicos sabemos que sí existe la Verdad, y todos los matices morales que Ella defina como
verdaderos serán los que habrá que defender (con sus respectivos usos y costumbres). Los que se
opongan serán los que habrá que tolerar si la caridad lo exige (si no tengo que hablar), por respeto al
prójimo otras veces y sólo para evitar un mal mayor.

Sobran oportunidades diariamente para ejercitar la tolerancia ya que el campo donde nos mostramos
tolerantes o intolerantes es en las relaciones humanas diarias. Por ejemplo: Si tenemos un familiar
alcohólico deberemos tolerar sus excesos en las reuniones familiares por afecto hacia él y hacia nuestra
hermana por más que nos genere violencia. Si tenemos otro cuyo afán de protagonismo lo lleva a
monopolizar la conversación deberemos ser tolerantes, en aras de continuar con las reuniones familiares
que tanto unen y tanto bien generan y son escuela para los más chicos. Los jóvenes deberán en general
bajar la música para respetar el sueño de los mayores y de los vecinos del edificio. Pero los mayores
deberemos también ser tolerantes si, una vez al año, los jóvenes festejan alguna fecha importante como
la entrega de un diploma o una despedida de solteros. Es justo exigir puntualidad en el cumplimiento de
los horarios, pero debemos ser tolerantes si es un día de lluvia y hay mucho tráfico. Debemos
ser tolerantes si alguno (empleado, o aun alguien en un cargo de mando) está aprendiendo con firme
voluntad un trabajo nuevo (por ej: computación o el manejo de una radio para comunicarse) y comete
errores. Una esposa tiene derecho a elegir un programa de televisión, pero deberá ser tolerante durante
el mundial de fútbol porque lo único que los hombres de la familia querrán ver serán los partidos y no
habrá ninguna consideración hacia ella.

La tolerancia es una virtud más difícil para la gente rica y con poder, acostumbrada a mandar y, en general,
a no tolerar contradicciones. A veces es necesario soportar situaciones intolerables que chocan
abiertamente con nuestros principios cristianos pero lo haremos buscando un mal menor. Dijimos que
tolerar significa permitir algo sin aprobarlo y que, aunque no estemos de acuerdo, pensamos que al
hacerlo moderamos el daño. La tolerancia en la convivencia familiar es por afecto, pero debemos seguir
haciendo defensa de lo verdadero. Ejemplo: un hijo rebelde que se muestra transgresor e insoportable
porque está pasando un mal momento y no encuentra su camino. Pero, como yo prefiero y quiero que

156
esté en casa porque está menos expuesto a todos los peligros, es por eso que le tolero su áspera y difícil
convivencia. Toleramos la falta de comprensión en tantas contestaciones de los hijos, la falta de respeto
en sus miradas, la impuntualidad del prójimo, los gastos excesivos del cónyuge en rubros que no son de
primera necesidad. Seremos tolerantes con los amigos de la familia que no son de nuestro agrado (pero
con los cuales tenemos que tratar y por lo tanto toleramos su presencia), en los familiares que nos
imponen y nos llevan a situaciones totalmente irregulares, etc. Son todas situaciones que muchas veces
debemos tolerar pensando que estaremos defendiendo un bien mayor (como podría ser en un
determinado caso la unión de la familia, los afectos familiares de nuestros hijos que le dan estabilidad, la
seguridad que les brinda vivir en el hogar paterno defendiéndolos de mayores riesgos, etc.). Cada uno
deberá consultar con un buen sacerdote hasta dónde deben permitirse la tolerancia en determinadas
situaciones, porque varían mucho.

Debemos prestar atención en que, por tratar de ser tolerantes, no rodemos por la pendiente
del permisivismo, donde no se ofrece ninguna resistencia a ninguna situación ni a ninguna opinión por
equivocada que sea. Porque no todo es tolerable. Sólo se justifica tolerar en aras de un bien mayor.
No debo tolerar que si me he demorado una hora en ir a mi trabajo aparezca desenfadadamente la novia
de mi hijo a desayunar junto a él porque durmieron juntos en mi casa y en el cuarto de al lado. No debo
tolerar que mis hijos me impongan veranear con sus novios/as conviviendo todos juntos durante el
veraneo familiar porque ahora se usa así. No debo tolerar que mi marido o mujer lleguen a cualquier
hora de la madrugada sin darme explicaciones. Si estoy a cargo de alguna oficina pública o institución del
estado no debo tolerar que los empleados lleguen habitualmente a cualquier horario a trabajar porque
esos sueldos los pagan los ciudadanos y ver que se utilizan bien es mi responsabilidad.

En general llegamos a esta falta de límites porque no creemos realmente que existan verdades objetivas
y absolutas en las cuales creer ni valores para defender. Se prefiere no tener problemas y llevarse bien con
todo el mundo que definirse en algún ámbito. El “ser jóvenes”, el “estar actualizados” o “el ser abiertos
”, el “no tener problemas”, el “llevarse bien con todo el mundo”, el “no granjearse enemigos” no son
valores para defender sino más bien la señal de que, en gran parte, moralmente ya hemos
claudicado. Es una tolerancia bastarda. Este subjetivismo moral generalmente nos lleva a un
escepticismo en donde las normas de conducta son indefinidas y perdemos los puntos de referencia que
nos definen y ayudan a vivir en el bien. Lo que produce este tipo de actitudes cuando se generalizan es
una sociedad permisiva como la actual en donde, ya sea en el ámbito religioso, en el político o en el social,
los hombres modernos nos escandalizamos por pocas cosas. Es más, me animaría a decir que es al revés,
que ya no reaccionamos ante los mismos hechos que nos destruyen. Quienes escandalizan hoy en día son
las personas que sostienen los valores cristianos como el matrimonio indisoluble, el respeto a los mayores,
el respeto a la autoridad y a las jerarquías, la educación en las virtudes. Es por eso que, si bien la sociedad
moderna recrimina todas las posturas rígidas “creyéndose” y “presentándose” como muy tolerante, lo
que en realidad enfrentamos es una sociedad descristianizada, permisiva, decadente y arrasada en sus
valores de 20 siglos en franco retroceso. Es irónico que esta sociedad que por nada ya se escandaliza se
rasgue las vestiduras, por ejemplo, ante una familia numerosa.

El subjetivismo moral siempre nos llevará tarde o temprano a la destrucción de los valores, porque
habremos ido seleccionando con el tiempo los que más nos gustaban y habremos ido descartando los
que nos incomodaban, convirtiéndonos en los legisladores morales de nuestras conciencias.
Intencionalmente los modelos que se nos presentan y nos proponen hoy en día son personas sin
convencimientos ni principios profundos, que puedan generar algún tipo de cuestionamiento. De allí
que llegamos a pensar que todo está bien porque nada está mal. Esta es la postura relativista.

La Iglesia afirma la existencia de la Verdad y no concede ningún derecho al error, pero sí respeta,
ama y espera la conversión del que yerra. La medida del amor a la Verdad será el rechazo que
tengamos hacia el error. Es agradable transitar por la vida llevándose bien con todos y no teniendo

157
enfrentamientos, pero si tenemos principios es casi imposible, porque siempre habrá en nuestras actitudes
o en nuestras opiniones (si son buenas) cierto reproche al mal. Aún sin hablar, si nos mantenemos firmes
en nuestros valores, lo que hagamos en silencio, si fuese bueno, generará aprobación en unos y reproches
en algunas conciencias que nos atacarán.

Los hombres que definieron el mundo siempre dividieron las aguas, empezando por San Juan Bautista,
a quien no tolerar el error le costó la cabeza. Jesucristo subió a los Cielos sin entenderse con los escribas
y fariseos por no tolerar sus mentiras. A partir de entonces, el aceptar la Verdad o rechazarla, siempre
condicionará la vida del hombre. La tolerancia frente a ideas y posiciones contrarias siempre será con
relación a esta Verdad y a la postura que frente a Ella hayamos adoptado.

La tolerancia difiere de la paciencia en que ésta última tiene un ingrediente sobrenatural que la lleva
a soportar las contradicciones, esperando los bienes futuros del cielo, mientras que la tolerancia se limita
al ámbito de lo terrenal. El vicio que se opone a la tolerancia es la intolerancia, que dificulta
enormemente la convivencia.

Abrazada a la virtud de la tolerancia está la virtud de la flexibilidad. La flexibilidad es la virtud que “adapta
su comportamiento con agilidad a las circunstancias de cada persona o situación, sin abandonar por ello
los criterios de actuación personal”. La flexibilidad, que es un matiz de la tolerancia, es una virtud que
está de moda y bien vista en la sociedad de hoy, pero especialmente porque se la entiende como un
“dejarse llevar”, como una invitación a probarlo todo, a aceptarlo todo, a no generar conflictos con nada
ni con nadie, porque ninguna causa vale realmente la pena. Así entendida, la flexibilidad no tiene sentido
y tampoco es virtud. Para ser flexible hace falta tener criterios, valores, principios que nos orienten y
saber reflexionar para relacionar en cada caso lo que debemos ceder y lo que ponemos en juego, ya
sea en temas opinables o no, en el modo de escuchar al otro cuando no se ha expresado bien o difiere,
en el modo de actuar cotidiano, con los compañeros de clase o en el ámbito laboral.

La flexibilidad, como todas las virtudes, está muy relacionada con otras virtudes, la del respeto y la
tolerancia, y tiene sentido cuando va dirigida intencionalmente a la búsqueda de la verdad y del bien de
la persona. Ser flexible no significa dejarse llevar por las modas y opiniones del momento, sino aprender
a decir que sí y decir que no en el momento oportuno pero sin ceder a lo esencial. San Agustín lo
resumió bien en pocas palabras: “En lo esencial, unidad. En lo opinable, libertad. En el resto,
caridad”.

Lo primero que tendremos que diferenciar es la verdad objetiva de los temas opinables. Por ejemplo:
será distinta la flexibilidad que debe tener un padre de familia (que está llamado a formar a sus hijos, y
que habla y comparte opiniones diversas con ellos sobre temas importantes como religión, políticas o
deportes) en una conversación, a la que habrá de tener la misma persona en una charla entre amigos
hablando de fútbol. Un padre ante sus hijos, hablando sobre deportes, deberá ser flexible y dar libertad
de opinión porque son temas opinables. Son temas secundarios los distintos gustos que cada uno pueda
tener sobre tal o cual deportista y cómo juega. En temas de política deberá tener cierta flexibilidad sobre
los candidatos, pero siempre manteniéndose firme en los principios básicos, en lo esencial como por
ejemplo: que la Argentina nació católica y que ésa es su identidad, de ahí que el primer deber de un
gobernante sea defender su cultura fundacional. En temas de fe y de moral deberá mantenerse firme,
porque la verdad es objetiva, no es ni discutible ni opinable. Si bien podrá tolerar comentarios dolorosos
y ser flexible en escuchar sobre las circunstancias difíciles por las que atraviesa la Iglesia (como por
ejemplo, que muchos sacerdotes predican o confiesan mal, sin fidelidad a la buena doctrina, sin exigencias
ni profundidad o que simplemente no les gusta ni evangelizar ni confesar), no podrá ceder en lo que
refiere a la doctrina. En el ámbito de las relaciones laborales o sociales hará falta mayor flexibilidad ya
que la persona humana es libre de aceptar o no las verdades objetivas.

158
La persona que posea la virtud de la flexibilidad sabrá manejar las distintas situaciones, permaneciendo
leal y fiel a los valores permanentes, defendiéndolos como debe. Es una virtud que uno practica con
naturalidad en los viajes, en donde habrá que contemporizar y ser flexible con los distintos hábitos y
costumbres de los diferentes países. En España por ejemplo, se almuerza y se cena muy tarde y si estamos
invitados por españoles habrá que adaptarse, mientras que en Inglaterra se lo hace en otros horarios,
mucho más temprano. Si el tema que se está tratando no es muy importante debemos ser flexibles, ya
que no tiene sentido no hacerlo. No siempre hay que hablar de temas importantes y profundos y muchas
veces habrá que saber adaptarse a los intereses del grupo o de la mayoría para contemporizar y entender
que la generalidad de las personas prefiere hablar de temas más superficiales. Aún en esto debemos ser
flexibles. La flexibilidad también nos llevará a veces a modificar nuestro comportamiento a través de los
años, cuando hayamos analizado nuestra intransigencia y hayamos aprendido de nuestros errores en el
trato hacia los demás. Es por eso que, en general, los jóvenes son más intransigentes y, por el contrario,
los años hacen a las personas más flexibles, porque se comprende la infinidad de matices que mueven a
los corazones y las personas a actuar de determinadas maneras.

La espontaneidad (esa expresión natural y fácil del pensamiento) con la que se confunde la flexibilidad,
no es un fin. En todo caso es una condición conveniente para conseguir el desarrollo de otras virtudes,
especialmente la sinceridad, la naturalidad, la franqueza. Los niños, no obstante, deben ser educados
desde pequeños en su ámbito familiar cercano para consolidar los valores, usos y costumbres de cada
familia. Poco a poco se tendrán que ir incorporando a vivir en sociedad. Cabe a los padres la
responsabilidad de vigilar sus amistades para que no se vean comprometidos estos valores. Más adelante
tendrán que entender que hay distintos matices en las vidas de las familias y ser flexibles (algunas ven más
televisión que otras, en otras hacen más deportes, algunas son más comunicativas y todo lo comentan,
otras son más reservadas, en algunas se habla más de política, en otras no). Los dos extremos opuestos a
la flexibilidad son primero: la rigidez en lo que es opinable o transitorio (que no debe confundirse con
la firmeza en los valores fundamentales). Por ejemplo: sabemos que el cigarrillo es malo para la salud.
Pero es desordenado y desproporcionado que una sociedad sea tan intolerante e inflexible con quien
fuma aún en espacios inmensos (como una estación) y sea tolerante y flexible votando libremente a quien
legisla que matar niños inocentes está bien. O que sea flexible y tolerante con quien sostiene que es lo
mismo ser varón o mujer que homosexual. Dicho en otras palabras, que sostenga que sea lo mismo el
sexo ya definido por la naturaleza (varón o mujer) que el “construido culturalmente” por la “teoría del
género” donde el sexo de cada uno es opcional, se “construye”… a “libre elección”.

De ahí que para ordenarnos volvamos a San Agustín: “En lo esencial, unidad. En lo opinable, libertad.
En el resto, caridad.” Otro extremo contrario a la flexibilidad es la fragilidad, que es cuando la persona
es tan influenciable que se deja llevar por la opinión de cualquiera o de todos. Esto implica debilidad
psicológica, carencia de firmeza para defender los principios ya sea por confusión o ignorancia.

159
La mansedumbre

La mansedumbre es la virtud “que tiene por objeto moderar la ira según la recta razón”.110

Hija de la templanza, la mansedumbre nos modera los arrebatos de cólera, de furia o de ira, que se
levantarán sólo en los momentos necesarios y en la medida debida. Nos permite canalizar nuestras
pasiones e impulsos, no para reprimirlos, sino para sacarles provecho, ayudándonos a vencer la
indignación y el enojo (justo e injusto) y a soportar las molestias y contrariedades con serenidad,
otorgándonos suavidad en el trato.

La mansedumbre no es una opción, sino que está mandado en el evangelio. Es el control sobre sí
mismo, es el cómo reaccionamos ante lo que nos violenta o nos irrita. Manso es el que logra interiormente
la paz, el que no se irrita gratuitamente, el que se domina, que no se altera en forma desmedida ni se
descontrola aunque le sobren motivos para hacerlo. Toda la antigüedad educó en las virtudes
especialmente a los guerreros, que debían ser valientes, austeros, leales, apuntando a una dimensión
superior del hombre. Ya los paganos reconocían la importancia de inculcar las virtudes para
mejorar y elevar la naturaleza humana. Moisés, por ejemplo, no era un hombre manso por naturaleza,
pero las escuelas militares de Egipto le habían enseñado a dominarse. Aristóteles decía que la persona
mansa (que es la virtuosa) se encuentra en medio de dos extremos igualmente viciosos.
El “colérico” (que se enoja por todo y no sabe ni puede medir sus acciones o sus palabras debido al
desorden y el desborde de su alma ofendida), y el “impasible” (el que es incapaz de padecer ni bien ni
mal, o todo le da igual). En su “Ética a Nicómaco” Aristóteles ya decía: “Cualquiera puede enojarse.
Eso es algo muy sencillo. Pero enojarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el
momento oportuno, con el propósito justo y en el modo correcto, eso ciertamente no resulta tan
sencillo”.

Comúnmente se asocia a la mansedumbre con la timidez, la debilidad y la falta de carácter, pero la


mansedumbre no significa debilidad, por más que esté adornada de bondad, paciencia y comprensión. La
mansedumbre es la virtud de los fuertes que saben dominarse en aras de un bien mayor, los que saben
soportar con paciencia las contrariedades y tienen dominio de sí por sobre las pasiones desordenadas y
los impulsos violentos. Es una virtud muy importante que lima las asperezas cotidianas y contribuye
enormemente a la armonía y a la paz familiar. Tiene mucho de paciencia y de fortaleza interior. El débil
generalmente actúa con violencia para que no se descubra su debilidad (fruto muchas veces de su
inseguridad). El débil llega a ser a veces duro y dominante con los débiles, pero cede ante los poderosos
y se enoja sin motivo para demostrar una fortaleza que no tiene. El manso, al contrario, se domina, medita
y frena sus reacciones hasta que el autocontrol se hace hábito y por lo tanto virtud.

La mansedumbre es la virtud de los pacíficos, que son valientes sin violencia, que son fuertes sin ser
duros. Los pacíficos son contrarios a la violencia innecesaria, a las guerras injustas, a la agresividad como
sistema de comunicación, a la brutalidad y a la crueldad. Pero no son cobardes, es la fuerza apacible y
serena de los que logran dominar su temperamento y modelar su carácter y reaccionan sólo cuando hace
falta. Dicen que la música amansa a las fieras, pero no toda la música. La paz se percibe al oír a Schubert
y no a Wagner, que enardecía a las multitudes nazis.111 La virtud de la mansedumbre debe estar en el justo
término medio. Debiera ser como una cumbre entre dos valles, como el punto culminante entre dos
precipicios: el de la cólera irascible y el de la sumisión servil.

110
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 609.
111
N. de GdE: la opinión de la autora sobre la música de Wagner es discutible, pero se entiende lo que quiere ejemplificar:
hay música que, más que pacificar, altera el alma.

160
La virtud es un hábito y los hábitos no se logran sino con actos frecuentemente reiterados. No basta
abstenerse de acciones provocadas por la pasión de la ira para tener mansedumbre: es preciso además
repetir con frecuencia actos de esa virtud en circunstancias propias para encender la ira. Huir del vicio es
caminar hacia la virtud, pero no es propiamente la virtud. No es nada del otro mundo que alguien sea
manso sin que haya nada que lo irrite, ofenda o contradiga. Al contrario, sería muy extraño que se
mostrara áspero y enojadizo en cuanto se le rodee de contemplaciones, cortesías y miramientos. Las
abejas clavan el aguijón a los que las irritan, pero son inofensivas para quienes, alrededor de la colmena,
procuran no alborotarlas. El gato esconde sus uñas para jugar con el que le acaricia, pero hay que ver
cómo se las enseña a los que lo maltratan.

La mansedumbre se gana con la lucha diaria contra uno mismo. “No digas: ‘Es mi genio así... son cosas
de mi carácter’. Son cosas de tu falta de carácter.” nos recuerda Monseñor Escrivá de Balaguer en
“Camino”. De ahí que haya personas que parecen de carácter muy apacible mientras todos les llevan la
corriente, pero no bien se los contradice uno se da cuenta el fuego que hay debajo de las cenizas. Por
desgracia, los espíritus poco expertos en las cosas de Dios no alcanzamos a entender esta verdad y
ponemos la virtud en una calma y serenidad sin escollos ni combates. Creemos que estamos bien cuando
no hay conflictos porque no los enfrentamos, lo cual es falso. Tal ignorancia es un peligro serio y puede
resultarnos funestísimo. Nos hace considerar como obstáculo para la perfección lo que es un medio
necesario, (probar nuestra mansedumbre soportando los defectos del prójimo), y nos induce a faltas de
caridad por escandalizarnos de sus defectos. De ahí que: “No es extraño” dice San Francisco de Sales
“que un religioso sea manso y cometa pocas faltas cuando nada hay que pueda enojarle o probar su
paciencia. Cuando me dicen: ‘He aquí un religioso santo’, enseguida pregunto: ¿Ejerce algún cargo en la
comunidad? Si me responden negativamente, poco admiro semejante santidad, pues hay gran diferencia
entre la virtud de ese religioso y la del que haya sido probado, ora interiormente por tentaciones, ora
exteriormente por las contradicciones que se le hacen aguantar. La virtud sólida no se adquiere nunca en
tiempos de paz, mientras no hay contrariedad de las tentaciones”.

Esto, en la vida cotidiana nos exige a esforzarnos en dominarnos y no montar en cólera si nuestro
hermano perdió (por primera vez y sin querer) las llaves de la moto, si nos sacó la raqueta de tenis sin
pedirnos permiso (porque teníamos el celular apagado), si nos usó el buzo que más nos gusta (porque
salió por primera vez con la chica que le gustaba) y lo dejó en un auto ajeno, si nos contestó mal porque
está alterado y nervioso porque rendía al día siguiente una materia que le podía costar el año.

Debemos ser mansos ante las ofensas hechas hacia nuestra persona (si pensamos en sacar un bien mayor
soportándolas). Ahora, si el ofendido es Dios, Su Madre o la Iglesia, cabe la furia y el látigo. Podemos y
hasta debemos tener una santa ira cuando las ofensas van dirigidas a Dios. Ahí no cabe la mansedumbre,
ahí prima otra virtud, la virtud de piedad que exige nuestro testimonio y nos obliga a salir en defensa de
Dios como sus hijos que somos. En algunas ocasiones, se impone la santa ira, y renunciar a ella en estos
casos sería faltar a la justicia o a la caridad, que son virtudes más importantes que la mansedumbre. El
mismo Cristo, modelo incomparable de mansedumbre, arrojó con el látigo a los profanadores del
Templo. Nuestro Señor no perdió la virtud de la mansedumbre. Sólo manifestó las prioridades y
lo que la justicia exigía, defender ante todo los derechos de su Padre. La ira a veces es necesaria
para que, utilizada de manera conveniente, permita el ejercicio de otras virtudes cristianas.

La tolerancia es un problema intelectual. Surge de un planteo intelectual y moral. Es por el mandato de


amar al prójimo que toleramos sus defectos, como el prójimo está llamado a tolerar los nuestros. En lo
que no estoy de acuerdo, lo tolero. Nada de voces intempestivas, de gritos desacompasados, de amenazas
furibundas. En cambio la mansedumbre hace que domine mi propio temperamento hasta un punto en
que no se note lo que me altera y lo que no. La mansedumbre controla nuestras pasiones para encauzarlas
oportunamente y bien. Lo que generalmente ocurre es que es muy fácil equivocarse en discernir si
los motivos de nuestra ira son justos o si no lo son, y cuándo nos habremos excedido. Nuestro

161
Señor se presentó como “manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 29) y más adelante nos
recuerda: “Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra” (Mateo 5, 4) lo cual nos
marca este camino como necesario para encontrar la paz del corazón. “Con sus apóstoles, Nuestro señor
sufre sus mil impertinencias, su ignorancia, su egoísmo, su incomprensión. Les instruye gradualmente,
sin exigirles demasiado pronto una perfección superior a sus fuerzas. Les defiende de las acusaciones de
los fariseos, pero les reprende cuando tratan de apartarle los niños o cuando piden fuego del cielo para
castigar a un pueblo. Reprende a Pedro su ira en el huerto, pero le perdona fácilmente su triple negación,
que le hace reparar con tres manifestaciones de amor. Les aconseja la mansedumbre para con
todos, perdonar hasta setenta veces siete (es decir, siempre), ser sencillos como palomas, corderos en
medio de lobos, devolver bien por mal, ofrecer la otra mejilla a quien les hiera en una de ellas, dar su capa
y su túnica antes que andar con pleitos y rogar por los mismos que les persiguen y maldicen...” “Con las
turbas, les habla con dulzura y serenidad. No apaga la mecha que todavía humea, ni quiebra del todo la
caña ya cascada. Ofrece a todos el perdón y la paz, multiplica las parábolas de la misericordia, bendice y
acaricia a los niños, abre Su Corazón de par en par para que encuentren en El alivio y reposo todos los
que sufren, oprimidos por las tribulaciones de la vida.

Con los pecadores, extrema hasta lo increíble su dulzura y mansedumbre. Perdona en el acto a la
Magdalena, a la adúltera, a Zaqueo, a Mateo el publicano. A fuerza de bondad y delicadeza convierte a la
samaritana. Como Buen Pastor va en busca de la oveja extraviada y se la pone gozoso sobre los hombros
y hace al hijo pródigo una acogida tan cordial que levanta la envidia de su hermano. No ha venido a llamar
a los justos, sino a los pecadores a penitencia. Ofrece el perdón al mismo Judas, a quien trata con el dulce
nombre de amigo, perdona al buen ladrón y muere en lo alto de la cruz perdonando y excusando a sus
verdugos”.112 En un espíritu manso, apacible, tranquilo, calmo, sosegado, sin turbación moral, fruto de
un dominio interior, de una vida espiritual florecerá la serenidad. Esta serenidad que debiéramos irradiar
en nuestro trato con el prójimo, es fruto del dominio y mortificación interior, de ser conscientes de
sabernos en manos de Dios y no de un destino ciego y caprichoso. A la mansedumbre y a la serenidad se
oponen la ira o iracundia, el espíritu indomable, el griterío, la blasfemia, la injuria y la riña.

En nuestra sociedad moderna, la revolución anticristiana ha impuesto adrede el desprecio por la


mansedumbre y la serenidad. Estas virtudes también han desaparecido en nuestra sociedad, que ya no
cuenta con Dios como eje de su vida. La subordinación a cualquier autoridad ha puesto en su lugar un
espíritu rebelde e indomable en todos los órdenes, con la violencia y la insubordinación como la propuesta
a seguir. Violencia en todas las manifestaciones de la cultura. En la música, en el cine, en la pintura, en la
escultura, a través del culto de lo feo, de lo deforme, en contraposición a Dios cuyo atributo es la Belleza.
Violencia en la ambición exacerbada y desmedida por tener. Violencia en las agresiones verbales de las
conversaciones. En el trato diario entre las personas, en los gestos, en los modos, en las poses que
tomamos hasta para vender un producto en una propaganda de una revista (en cómo nos sentamos,
caminamos o miramos). Hay una forma violenta hasta de mirar, con desafío, insolente, una forma de
sostener la mirada que es más una provocación que simple curiosidad. El sabio consejo de bajar la vista
(que nos daban nuestros mayores en épocas más cristianas) no sólo nos protegía de ver muchas veces lo
que no debíamos, sino que nos evitaban de meternos en problemas más serios. El sostener la mirada no
sólo es un desafío sino que implica una provocación “a más”. Violencia es la forma agresiva de vestirnos
o de mostrarnos semidesnudos. Violencia son las injusticias diarias en todos los órdenes de la vida. Este
clima de violencia, sumado a nuestra falta de virtud en general, nos lleva a una sociedad en donde
la mansedumbre y la serenidad brillan por su ausencia porque se nos presentan como carentes de
sentido.

Esta violencia está impuesta diabólicamente desde los dibujitos animados para niños en donde todo es
pelea, choque, agresividad y fealdad. El cine, la televisión e internet (en gran parte al servicio de la

112
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 610.

162
revolución) presentan a la juventud como héroes o modelos a seguir a personajes totalmente opuestos a
la mansedumbre y la serenidad. En su gran mayoría son histéricos, excitados, descontrolados, que toman
decisiones jamás calmos sino siempre exacerbados, en situaciones límites y llenos de adrenalina. Todo
esto es enfermo, es lo opuesto de la actitud sana de la persona que toma las decisiones como se
debe con el juicio sereno, manso y tranquilo.

163
La docilidad

La docilidad es la virtud que nos lleva a hacer “lo que se nos manda o aconseja tranquilamente sin
violentarnos, ni oponerle resistencia, y la que hace fácil que se nos enseñe. Es la predisposición
para aceptar las indicaciones que recibimos para encaminarnos hacia el bien.”

La docilidad es hija de la prudencia y de la humildad, porque la actitud dócil es la que está abierta al
aprendizaje a la corrección, al consejo, a aceptar que otros saben más que nosotros y que pueden y
deben enseñarnos y nosotros debemos dejarnos enseñar sin resistirnos como fieras. La persona dócil no
ofrece resistencia a aprender, a ser aconsejada, a ser corregida. Más bien lo acepta con humildad e interés.
La docilidad hace que no nos altere que nos manden y, si entendemos esta virtud, el acatar la autoridad
en todos los órdenes no nos resultará tan áspero. El entender nos aliviará, nos facilitará y nos suavizará
el obedecer y el dejarnos enseñar. Aun en el mundo de los seres inanimados como el de los materiales
podemos hablar de materiales “dóciles”, haciendo referencia a los que se dejan trabajar, moldear, tallar,
esculpir (como la madera, el barro, la arcilla), y los que no son fáciles y generan resistencia (como la piedra
y la roca).

Pedir y escuchar un consejo a las personas capacitadas de darlo es una actitud en la vida no sólo humilde
sino inteligente. Achica el margen de error en todos los órdenes. No tendremos que pagar tan altos
precios por pensar que siempre nuestro propio parecer es superior al del que sabe. Los adultos que han
vivido mucho, y sobre todo si han vivido bien, siempre tendrán luces más largas para divisar el camino a
seguir que los jóvenes, que generalmente utilizan sólo luces cortas. Estarán en condiciones de
aconsejarnos en las distintas decisiones que habremos de ir tomando a medida que crezcamos. La carrera
a seguir, el trabajo a aceptar, el lugar donde habremos de comprar nuestra casa, el médico que nos
conviene por su seriedad académica. Siempre estaremos más iluminados por el consejo de los que saben
que por nuestra sola opinión. Ser dócil a los ojos de Dios es hacer fácil que se nos enseñe lo que es bueno
o malo según Su Ley, y no lo que a nosotros nos parece que la docilidad es. Dejarse enseñar sin rebeldía
en todos los órdenes, no sólo en los modos, que pueden ser muy dóciles, sino en nuestro interior,
empezando por observar las simples leyes de la naturaleza. La actitud de rebeldía, de soberbia, de rechazo,
de autonomía, mal dispone a la persona a ser enseñada, aconsejada y a escuchar.

Ser dócil es aceptar que el profesor del deporte que practico me pueda corregir algún defecto, aunque yo
me haya destacado igual haciéndolo mal. Ser dócil es no empecinarnos en hacer el campamento en un
lugar inapropiado en el período de lluvias debajo del cartel que nos indica “No acampar”. Aceptar que la
bandera colorada que ha levantado el guarda vidas me indica que el mar está peligroso (aunque a mí me
parezca que está igual que siempre y que yo sé nadar muy bien). Aceptar que las hortensias necesitan
mayormente sombra y mucha agua, porque la verdad objetiva de la floricultura nos enseña que es así, y
no lo que a nosotros nos parece que es bueno para esas flores. Si nos encaprichamos en contra de esa
verdad (demostrada por años de experiencia) y las ponemos al rayo del sol todo el día y las regamos solo
de vez en cuando, simplemente se marchitarán.

La ignorancia no es falta de docilidad, porque la ignorancia a veces puede ser culpa nuestra y otras veces
no. Lo mismo que ocurre con las hortensias y en todos los ámbitos también ocurre con al alma humana
y sus necesidades. La naturaleza tiene sus leyes, aun para la persona humana. Si nos empecinamos en
llevarle la contra a lo sumo resistiremos un tiempo, porque tanto la naturaleza como la naturaleza humana,
a la corta o a la larga, nos pasarán la cuenta. Por ejemplo, la Iglesia nos enseña que lo bueno para el
hombre es cumplir con los Mandamientos. Si somos dóciles a esta verdad y tratamos al menos de caminar
(sino en el camino al menos por la banquina) dejándonos guiar por ellos seremos más felices que si los
ignoramos continuamente e ignoramos adrede que existe siquiera un rumbo a seguir.

164
La docilidad es fundamental en el mundo de la docencia, en donde los alumnos deben tener la actitud
abierta hacia la necesidad de aprender. Antes que el maestro comience a enseñar el alumno debe
ser “enseñable”. El alumno dócil vuela en el aprendizaje. De la misma manera que la condición para
comer algo es que primero ese algo sea “comestible” y para transitar por un lugar el camino primero tiene
que ser “transitable”. Los docentes necesitan frente a sí alumnos dóciles, educados, respetuosos para
poder empezar con su tarea.

Hoy la revolución anticristiana ha generado una falta de autoridad, obediencia, respeto hacia la jerarquía
del maestro o profesor y disciplina en las aulas que hace imposible la enseñanza y los resultados están
a la vista. Escuchamos en los medios que los alumnos rompen a patadas los calefactores para no tener
calefacción y por ende no tener clases, que a fin de año tiran los bancos por las ventanas del colegio y
salvajadas antinaturales por el estilo. De ahí que no sólo se hable de deserción escolar por los alumnos,
sino que son los profesores y maestros quienes abandonan sus cursos por sentir que los alumnos que
tienen adelante ya “no son enseñables”. En nuestra Patria, sabemos que la violencia ha llegado a un
grado en que un alumno entró una mañana al curso y mató a mansalva a cinco de sus compañeros de
clase e hiriendo a otros tres más con una pistola de 9 mm, (como sucedió en 2004 en Carmen de
Patagones). Pero lo grave es que esta violencia ya es antinatural. Está generada por la revolución para
ser utilizada con otros fines.

La revolución anticristiana ha cortado adrede ese nexo que siempre existió entre el maestro o profesor
que enseña y el alumno que respetuosamente, reconociendo la superioridad de conocimientos del
profesor, aprende. La revolución lo fomenta para que el alumno no reciba ni la cultura de generaciones
anteriores (y por lo tanto, al no saber ni quién es ni de dónde viene, ni su propia historia, no tenga ni
arraigo ni raíces que lo sostengan), ni desarrolle sus talentos y eso le genere una frustración y una violencia
que luego será “manejable”, con objetivos políticos.

La destrucción de la lectoescritura también merece unas palabras. Es destruir el idioma y su riqueza,


el nivelar para abajo, el minimizar el vocabulario, el sacar de circulación las mayúsculas y escribir todo
con minúsculas, todo forma parte del mismo plan. Incluso el sistema de cambiar sistemáticamente todos
los libros de texto todos los años que imposibilita a los hermanos y familiares heredar y compartir los
libros de colegio, con textos incomprensibles para la mayoría de los padres, tiene su explicación. Se trata
otra vez de cortar los lazos que unían a los padres que podían colaborar con sus hijos en tareas y deberes
escolares. Hoy esto es casi un imposible para la mayoría de los padres por lo incomprensible y la falta de
sentido común de los textos. Aun en materias como matemáticas los adultos nos vemos imposibilitados
de ayudar.

Dócil fue Nuestro Señor Jesucristo a la voluntad de Su Padre. Dócil fue la Santísima Virgen para aceptar
su maternidad divina que no estaba en sus planes. Dócil fue San José en seguir los dictados del ángel para
salvar al Niño Dios y a Su Madre y huir a Egipto. Dóciles han sido los santos a las inspiraciones divinas
y hemos visto los resultados. Dóciles tenemos que ser nosotros para respetar los 10 Mandamientos, para
aceptar los consejos de nuestros padres y superiores que representan la voluntad de Dios, para obedecer
a los consejos de sacerdotes y directores espirituales (de buena doctrina) en confesión, que nos ayudarán
a transitar el mejor camino sin temor a equivocarnos. Para dejarnos enseñar y corregir por nuestros
padres, maestros, hermanos mayores y buenos amigos que tan sólo estarán cumpliendo con nosotros los
consejos evangélicos de las obras espirituales de misericordia de “corregir al que yerra” y de “enseñar
al que no sabe”.

Es fácil constatar que, en todos los ámbitos de la vida, y mucho más para crecer en la vida espiritual y
crecer en santidad, sin la docilidad es imposible que demos ni tan siquiera un paso adelante en orden a
nuestra santificación y mejora personal. La revolución anticristiana ha impuesto el vicio opuesto a la
docilidad, la rebeldía como norma a seguir. Presenta al hombre como una vasija llena que no tiene nada

165
ya más que recibir en sabiduría de nada ni de nadie, para que nadie se deje enseñar por el que sabe,
para que no se acepte la cultura y la sabiduría heredada de siglos anteriores, para cortar lazos
con todo y con todos, empezando y terminando con el Divino Maestro que es Dios y de su
Iglesia, Madre y Maestra.

166
La sociabilidad

La sociabilidad es la virtud que “que aprovecha y crea los cauces adecuados para relacionarse con
distintas personas y grupos, consiguiendo comunicarse con ellas a partir del interés y
preocupación que muestran por lo que son , por lo que dicen, por lo que hacen, por lo que
piensan y por lo que sienten”.113
El hombre es un ser sociable por naturaleza. Fue el mismo Dios quien, desde el inicio de la Creación,
reflexionó y dijo: “No es bueno que el hombre esté sólo” (Génesis). De ahí que haya una necesidad
natural dentro de la persona humana de comunicarse y relacionarse con sus semejantes para lograr
distintos fines, ya sea comunes o individuales.

La tendencia humana del hombre lo inclina a formar una familia, a educar a sus hijos y elevarlos, a tener
amigos, a amar al prójimo, a sentirse amado por otras personas, etc. Y es evidente que la persona necesita
de los demás para su propio proceso de mejora, y tiene el deber de ayudar a los demás a desarrollarse lo
mejor posible. Ya Platón decía que la sociedad es el medio de vida “natural” del hombre, porque es
evidente que el hombre no es autosuficiente y no puede producir por sí mismo todos los bienes
materiales (vivienda, alimento, vestido, que necesita del prójimo capacitado que se los provea), morales
(adquisición de virtudes para las cuales necesita del prójimo que las enseñe) y espirituales (educación y
asistencia espiritual por medio de los sacerdotes que le administrarán los Sacramentos) que necesita para
su pleno desarrollo. La misma tendencia a la sociabilidad será sostenida por Aristóteles quien expresaba
también que la naturaleza humana es esencialmente social y que la sociedad bien organizada (o la polis),
generadora del Bien Común, es la forma más perfecta de sociedad para lograr y facilitar una vida buena,
digna y satisfactoria. Es responsabilidad del Estado generar las condiciones de vidas dignas y justas para
que el hombre logre su perfección y viva una vida plenamente humana.

La persona humana, si no es por ayuda de otra persona, muere. De otro recibimos la vida, el amor, los
afectos, la ternura, la comida, el aprendizaje, el habla. Lo que nos permite pensar, desarrollarnos y
pensarnos a nosotros mismos, tomando conciencia de que existimos y conociendo el fin para el cual
fuimos creados.

El ser humano necesita del otro para su propia mejora como individuo y su tendencia a la perfección,
para desarrollar sus virtudes. Tenemos derecho a ser enseñados y a aprender, para poder desplegar nuestra
persona y llegar a ser lo que en potencia somos, pero para eso necesitamos del prójimo. Tenemos a la
vez el deber de ayudar al prójimo a desarrollarse y a vivir con la mayor dignidad posible. Incluso la fe y
los Sacramentos se reciben del “otro”.

La sociabilidad no quiere decir compartir nuestra intimidad con los demás y no tener prácticamente ya
vida privada (como sucede muy a menudo). Implica aprender a interesarse por los demás, a compartir
con ellos para mejorar nosotros y ayudarlos en lo que podamos. Y esto a su vez debe ser gradual. Un
niño primero (hasta los 5 años), tendrá que aprender a afirmar su propio yo y recién ahí estará preparado
a prestar lo que es suyo, lo que le pertenece. La revolución ha impuesto la moda y la obligatoriedad de
forzar a los niños a “socializarse” en los jardines de infantes en una edad que es anormal, porque es
prematura, porque quema las etapas naturales que hay que respetar.

Lo propio y lo natural para socializarse en la infancia es la familia, los hermanos, los primos y no
los amiguitos impuestos por el Estado en los jardines de infantes, y seleccionados por edad. Mucho y
bueno se aprendía al estar entre hermanos y primos de distintas edades, si bien siempre hay una tendencia
a buscar con quienes compartir los mismos juegos e intereses. De ahí que educar en la sociabilidad

113 “La educación en las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág 395.

167
implique hacerle notar ya desde la infancia que el niño no es el único ser en esta tierra ni que le pertenece
en exclusivo. Que se tiene que relacionar con otros para hacer algunas actividades como alimentarse,
dejarse bañar, vestirse y educar. Habrá que ir respetando los pasos que se darán gradualmente. Al
principio jugará en el mismo lugar que los otros niños pero no jugará con ellos, y poco a poco se irá
integrando al mundo del compartir con los demás sus actividades.

Un elemento fundamental en el mundo de la sociabilidad es el de la comunicación oral. Saber


comunicarse con los demás es un arte que requiere ante todo respeto por el prójimo, por los temas que
le pueden interesar y los que no. Para esto hay que saber preguntar y sobre todo, muy por encima
de todo, saber escuchar.

Pero para esto habrá que interesarse por la persona que tengamos enfrente, por sus gustos, sus
inquietudes, sus proyectos y sus sentimientos. El saber preguntar implica, además, escuchar la
contestación y continuar la conversación con cierto interés. Si una persona ama la música clásica, la
lastimaremos y la rechazaremos si comenzamos diciendo que a nosotros nos aburre a morir.
Habremos cerrado el diálogo y la comunicación antes de empezar siquiera. Si estamos frente a un
deportista, no lograremos iniciar una buena conversación si empezamos por preguntarle si ha leído a
Santo Tomás de Aquino. Tal vez lo haya hecho, pero convengamos que no es lo habitual. Deberemos
comenzar por preguntarle por los temas que él conoce, donde se destaca y se siente integrado.

Ser sociable significa generar un clima armonioso con el prójimo y esto jamás lo lograremos cuando
monopolizamos la conversación e imponemos los temas durante horas, privando al resto de expresarse
y obligándonos a que nos escuchen por educación. Uno de los problemas de los que carecen de esta
virtud es que no saben callarse. Una persona educada, adornada por la virtud de la sociabilidad, respetuosa
de los intereses ajenos y generosos de su tiempo y su persona, mortificará sus ansias de hablar y de
explayarse y no monopolizará la palabra en una reunión, sino que se interesará por las inquietudes de los
demás y tratará de generar temas interesantes y agradables para todos.

Los problemas más importantes referentes a la comunicación son: hablar demasiado o hablar mal por
falta de vocabulario o reflexión. Hablar solamente de nuestros propios intereses sin tener jamás en cuenta
los intereses del prójimo. No hablar nada por timidez o por soberbia. No saber preguntar para generar
temas interesantes o no saber escuchar. El más grave de todos es el no saber escuchar, porque
escuchar es lo que nos comunica con el alma del otro. Dos o más monólogos entrecruzados no lo
logran.

La timidez de los niños y aún de los adultos es muchas veces un obstáculo que nos impide asumir
nuestras obligaciones sociales y fomenta el individualismo. Este conflicto interno de la personalidad,
(debido a veces a la inseguridad de una persona), es nocivo para el desarrollo de la persona humana,
porque nos inclina a auto abastecernos y a no contar con el prójimo para nada o lo menos posible. La
persona tímida se retrae, tiende a encerrarse sobre sí misma que es donde se siente más cómoda y menos
exigida. No obstante tenemos que tratar de luchar en contra de la timidez para vencerla porque nos limita
enormemente. La timidez o se vence o nos inhabilita en muchos aspectos de la vida. Es normal y muy
común por otra parte el sentirse incómodo o cohibido ante una situación especial en donde somos
expuestos a personas que no conocemos como: entrar en un comedor de un club buscando a un amigo
en donde la mayoría de la gente que está comiendo nos es extraña. Hablar en público ante muchas
personas cuando no estamos habituados, o levantar un teléfono para saludar a alguien que nos intimida.
Anotarse en una facultad enorme en una gran ciudad, buscar trabajo en una empresa, rendir examen ante
un tribunal de profesores, ponernos por primera vez al frente de un aula (si somos ayudantes). Son todas
situaciones que nos presentarán su dificultad, pero ante las cuales deberemos trabajar para vencer. ¿Cómo
se vencen? Como todas las virtudes que nos cuestan: esforzándose, empeñándose en hacerlo una y otra

168
vez hasta que lo hagamos con naturalidad. No elegir siempre la opción más cómoda, para eso nos habrá
servido el haber ejercitado el espíritu de sacrificio.

Las virtudes, como en el deporte, es cuestión de entrenamiento. Empezando por los ámbitos conocidos
y familiares para pasar después, en un segundo paso a los ámbitos desconocidos y ajenos. Es un aspecto
que la educación ha abandonado pero tanto la familia, el colegio como la parroquia son los primeros
lugares donde debo paso a paso ensayarme en manifestarme para aprender a exponer mis ideas y
defenderlas. Los padres deben luchar contra este problema tratando de fomentar desde la infancia la
virtud de la sociabilidad, que implica las buenas relaciones de sus hijos dentro de la sociedad, para hacerlos
crecer en un ámbito que les sea bueno y propicio. A su vez, el fomentar buenas amistades dentro del
ambiente indicado desde la adolescencia les facilitará más tarde el conocer a sus probables y apropiados
futuros cónyuges.

Lo opuesto a la sociabilidad es la persona insociable, huraña que se siente incómoda en la sociedad y


por lo tanto se retrae y huye de la gente y de la vida social. Aunque no lo parezca, el hombre aislado,
individualista, sufre, porque está haciendo una pulseada a su propia naturaleza sociable que
necesita de los otros para lograr su pleno desarrollo, y la revolución anticristiana también lo sabe.
De ahí que habremos de luchar contra ello.

169
La solidaridad

La solidaridad es la virtud de la caridad llevada al ámbito social. Está muy ligada al amor al prójimo
e implica unidad, colaboración y compartir con el prójimo sus necesidades primarias. Así como la caridad
es el amor sobrenatural, la solidaridad es una de sus manifestaciones en el ámbito social.

La solidaridad es la tendencia humana a asociarse en busca de bienes comunes. Debe entenderse como
principio ordenador de las instituciones y de las relaciones entre las personas en la sociedad.

Es la inclinación a sentirse vinculados con el prójimo ya sea por semejanzas o por intereses comunes. La
solidaridad está emparentada con la misericordia, que es llevar en el corazón los problemas del prójimo.
Habla de buenos sentimientos, de corazones responsables, nobles y generosos, que se involucran en los
problemas ajenos y se entristecen cuando las personas sufren un mal y tratan de solucionarlos o amenguar
sus penas.

En una oportunidad, ante una situación límite y grave que estaban pasando los hacendados argentinos en
la Patagonia, mi padre, que también era hacendado y agricultor (sólo que en las provincias de La Pampa
y Buenos Aires), se lamentaba con dolor de que el gobierno no ayudara con medidas económicas a tantos
ganaderos que se fundían sin remedio por la caída del valor de la lana. Me acuerdo que yo le dije: “Bueno,
papá, pero a nosotros nos va bien”... Y mi padre... mirando hacia abajo como quien reflexiona
serenamente y dicta una sentencia profunda desde el corazón me contestó: “Pero no es así Martita... les
tiene que ir bien a todos.”

Lo que mi padre me dijo en tan pocas palabras no es más que el resumen total de toda la doctrina
social de la Iglesia. De la misma manera que si un miembro del cuerpo se enferma y se gangrena todo
el cuerpo se infecta y se enferma, en el entretejido social, para que el cuerpo social esté sano, el dinero en
el ámbito económico debe correr en todos los ámbitos de la sociedad como la sangre a través de
las venas del cuerpo humano. Algunos órganos (como el hígado o el corazón), por ser más importantes
para vivir y tener más responsabilidad, necesitarán de más cantidad de sangre. Pero el dedo del pie, por
más que sea pequeño y aparentemente insignificante para la vida como lo es el corazón, también cumple
su función de darle estabilidad a todo el cuerpo y para no gangrenarse necesita que la sangre le
llegue…

Para que la solidaridad sea virtud debe pasar de ser un sentimiento superficial y convertirse en una
decisión firme y perseverante de comprometerse con el Bien Común. La solidaridad abarca dos grupos:

Las razones humanas o naturales, por la necesidad de apoyarse como puede ser en caso de catástrofes
naturales, inundaciones, sequías, terremotos o hambrunas. En situaciones difíciles (inundaciones,
terremotos) los argentinos nos hemos mostrado siempre generosamente solidarios. Aún en el
ámbito de los discapacitados encontramos ejemplos conmovedores. Este es el caso de las Olimpíadas en
Seattle para discapacitados llamadas “Olimpíadas especiales”, donde nueve participantes, todos con
grandes deficiencias corporales, participaban en una carrera. Al oír la señal de largada todos fueron
disparados, no exactamente igual debido a sus discapacidades, pero todos con los mismos deseos de
vencer y de dar lo mejor de sí. Ni bien comenzó la carrera, uno de ellos tropezó y se cayó y, al verse
tan impedido de continuar se largó a llorar. Una participante con síndrome de down se detuvo, se
arrodilló, lo ayudó a ponerse de pie para continuar la carrera y le dijo: “Ahora podrás vencer”. El resto
de los participantes discapacitados al verla y al oírla, se detuvieron también para colaborar con ella. Así
fue que, a partir de ahí, todos juntos retomaron la carrera y llegaron juntos hasta la meta. El estadio en
pleno se puso de pie y no quedó un par de ojos secos... Las lágrimas corrían en todos los que observaron
la escena. ¿Por qué?... Porque en el fondo de nuestro corazón todos sabemos que es lícito y muy meritorio

170
ganar una carrera de forma individual. Pero el disminuir nuestro paso... cambiar nuestro rumbo... y
detenerse para ayudar a otros a vencer también... es una instancia superior de vida.

Por razones sobrenaturales, que es la verdadera virtud, por considerarnos todos hijos de Dios, iguales
en dignidad y derechos naturales, viendo al prójimo como un hermano en Cristo y sentirse unido a él en
un mismo destino eterno y una idéntica Redención, buscando por ello la igualdad de oportunidades para
todos.
La solidaridad debe aplicarse entre los más necesitados entre sí, entre los que más tienen hacia los que
menos tienen y, curiosamente, entre los que menos tienen hacia los que más tienen. Por ejemplo, así
como quien más tiene podrá dar de sus bienes materiales a los que no tienen, quienes carezcan de
bienes materiales siempre podrán responder con las virtudes de la gratitud, de la fidelidad y de
la lealtad hacia quien les dio.

La solidaridad debe ejercerse entre los empresarios hacia sus empleados, y de los empleados hacia sus
patrones. Así como los patrones deben por justicia pagar salarios justos, dignos y puntualmente, los
empleados deben responder con honestidad y lealtad. Le corresponde al Estado el velar por una
distribución equitativa de los bienes. Por ejemplo: Las zonas más pobres y desfavorecidas del país
debieran tener menos cargas impositivas y los ciudadanos condiciones más favorables para alentarlos a
instalarse en las zonas más marginales, ayudando a descentralizar las zonas más pobladas. No se trata de
crear sólo un gran polo de desarrollo para centralizar a toda la población en grandes centros y manejarla
políticamente sino al revés. Se trata de descentralizar, de crear múltiples centros de producción que
ayuden a poblar toda la Patria y ayudar a las personas a su vez a vivir en condiciones más dignas, más
cerca de la naturaleza y del aire libre y no hacinados en las grandes ciudades.

Se trata de redistribuir la población en múltiples centros a medida humana, donde las condiciones de vida
se hagan más dignas y sanas para vivir, crecer, desarrollarse, producir y hasta poder morir rodeados de
los suyos. Está muy bien que se hable de solidaridad entre las personas, pero hay que ejecutarla para
hacerlas realidad. Estas situaciones para mejorar las condiciones de vida pueden y debieran prevenirse
con medidas sabiamente tomadas desde el gobierno y políticas de Estado coherentes. La solidaridad debe
extenderse a los distintos países, razas y naciones, ayudando los países más ricos a los más pobres y no
aprovechándose de sus debilidades y limitaciones. Si bien el amor a la propia Patria debe primar sobre las
demás, después de la propia Patria debe extenderse hacia los otros países más desfavorecidos.

Los ejemplos opuestos a las actitudes solidarias que fortalecen el tejido social estableciendo lazos entre
las personas son: la lucha de clases (la bandera de socialistas y comunistas), tan anticristiana que
suprime a Dios de las conciencias mediante el laicismo y se erige en educador de las personas. Que niega
los derechos naturales de los hombres, como el conocer la Verdad, el derecho natural primordial e
inalienable de los padres a la educación de sus hijos o el acceso a la propiedad privada. Que todo plan
divino lo enfrenta, lo rompe, lo destruye y lo subvierte. Y la explotación humana que es sacar en
provecho propio, por lo general de un modo abusivo, las cualidades o sentimientos de una persona, ya
sea de las empresas multinacionales, de las naciones entre sí o de uno hacia el otro.

171
La amistad

La amistad es la virtud que “lleva a tener con algunas personas, que ya conoce previamente por
intereses comunes de tipo profesional o de tiempo libre, diversos contactos periódicos
personales a causa de una simpatía mutua, interesándose, ambos, por la persona del otro y por
su mejora”.114
Dicho en otras palabras, la amistad es la virtud que nos lleva a tener una relación de afecto sólida,
profunda, desinteresada y recíproca con otra persona. Somos seres incompletos y necesitados de afecto.
Necesitamos recibir y dar afecto a nuestros semejantes para realizarnos como personas. Vivir una buena
amistad implica, además, el desarrollo de varias virtudes: la generosidad, la disponibilidad, el desinterés,
la prudencia, la discreción, la lealtad.

La amistad es una relación basada en intereses y metas comunes y no termina con el tiempo ni con la
distancia. Lleva a ambas partes a enriquecerse mutuamente, a ayudarse y a crecer como personas
desarrollando todas las potencialidades. La persona humana es el único ser creado que puede dar todo
de sí sin perder nada sino al revés, enriqueciéndose a su vez. La amistad va más allá de compartir juegos
y gustos, de divertirse o de pasar buenos momentos que, si bien no está mal, es insuficiente y más
superficial. Tampoco se basa en la utilidad o servicio que nos presta una determinada persona, sino en la
búsqueda del bien mutuo a través del tiempo y la distancia. La amistad es una relación noble y
virtuosa con el prójimo, y el hombre será más feliz en su vida con amigos que sin ellos. Aristóteles ya
definía a la amistad diciendo. “¿Qué es un amigo? Son dos cuerpos con una sola alma”. Siglos después,
en el siglo IV diría San Agustín: “Bien dijo alguno cuando llamó a su amigo ‘la mitad de mi alma’.”

Si bien la tendencia del hombre a la sociabilidad es natural, la amistad no es algo innato y no se logra sin
esfuerzos. Hay que invertir mucho en ella. Hay que trabajarla, conquistarla para alcanzarla y mantenerla.
Hay que hacer además esfuerzos para mantenerla a través de los años, para continuar el contacto ya
iniciado con visitas, llamadas telefónicas, cartas o mails, demostrando interés en saber cómo va la vida de
nuestro amigo, compartir y mostrarnos interesados por lo suyo, para alegrarnos si le va bien y apuntalarlo
si nos necesita.
La amistad necesita su desarrollo y crecimiento, esfuerzo, dedicación, de ganarse la confianza del amigo,
y de hacernos dignos de él. Todo esto requiere tiempo, trato e intimidad. La amistad no empezará a crecer
y consolidarse hasta que no abramos nuestro corazón y nuestro mundo interior. Si no lo hacemos nuestra
amistad será siempre superficial, porque la naturaleza humana necesita compartir sus angustias, sus
inquietudes, sus anhelos, sus sueños y sus alegrías con “otro corazón”, con otra persona. Hay que darse
a conocer para que el otro me conozca.

No forma parte del ideal de la amistad el estar de acuerdo en todo. Podemos disentir con respeto,
tolerancia y flexibilidad, siempre y cuando haya supuestos básicos que nos unen. De ahí el papel
preponderante que juega el diálogo franco y sincero en la construcción de lazos afectivos. La amistad
necesita comunicación, compartir ideas, sentimientos, angustias, tristezas y alegrías. Necesita expresarse
y saber escuchar, pero para esto hay que tener no sólo el alma en paz y sosegada sino interesarse por
el prójimo a quien hemos seleccionado y elegido como amigo.

De la franqueza y de la lealtad se desprenderá la corrección fraterna mandada en el Evangelio: “Si tu


hermano peca ve y corrígelo a solas. Si te escucha habrás ganado a tu hermano”. Lo mismo aconseja
Monseñor Escrivá de Balaguer: “Cuando veáis una desviación en un hermano nuestro, un error que

114 “La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág 409.

172
pueda significar un peligro para su alma o una rémora para su eficacia, habladle con claridad y os lo
agradecerá”.115

La corrección fraterna obliga a todos, pero a mi amigo se lo debo aun a riesgo de perderlo. La lealtad
me condiciona de una manera especial. Espiritualmente siempre será así, aunque a veces la relación entre
las personas genera choques y divisiones y haya que hacerse amigo del tiempo y saber esperar, porque
nuestras palabras muchas veces implicarán alejamientos durante años de personas que queremos mucho,
pero el que corrige siempre lo hará pensando en la responsabilidad que tendrá ante Dios si no lo hace.
Primero lógicamente debemos analizar la situación que tenemos enfrente. Saber si corregimos para el
bien de la persona (que es la caridad) y hacerlo con prudencia y discreción. No en público y cuando el
otro está enojado.

Los amigos son determinantes en la vida de una persona y esto vale tanto para el bien como para
el mal. Serán las personas a quienes tendremos al lado en lo cotidiano y en los momentos cruciales. De
quienes escucharemos los buenos consejos (como continuar con un buen trabajo aunque tengamos
tentaciones de dejarlo y cambiarlo, de cortar con una relación inadecuada, tener la fortaleza de romper
un noviazgo que sabemos equivocado, de terminar nuestros estudios aunque nos implique trabajar de
noche, de esforzarnos en ahorrar para comprarnos la casa o hacer un viaje que ampliará nuestra cultura)
o los malos (tomar de más y emborracharnos, jugar por plata, probar la droga o empezar una infidelidad
para sentir “la adrenalina de lo prohibido” aunque con eso pongamos en juego todo nuestro hogar).

Los amigos que habremos ido seleccionando a través de la vida serán quienes nos edificarán con su
conducta o nos arrastrarán por la mala senda, de ahí que el sabio refrán: “Dime con quién andas y te
diré quién eres” tiene mucho de verdad, porque la selección de los amigos que iremos haciendo a través
de nuestras vidas hablará mucho de nuestras prioridades. Así como las buenas amistades favorecen el
desarrollo de las virtudes y aún las conversaciones cotidianas nos edificarán, las malas amistades nos
influencian enormemente hacia los vicios.

Aristóteles definía a su vez tres clases de amistad:


La amistad de utilidad: La que se basa en nuestra propia utilidad, nuestro provecho o interés. Es lícito,
aceptable y comprensible que un gerente de un banco o un comerciante se acercarán a nosotros
amistosamente tratando de ganar nuestra simpatía para hacernos clientes del Banco o para vendernos su
producto ya que viven de eso.

La amistad de placer: Es la amistad que se basa en el placer que obtenemos disfrutando con nuestros
amigos las cosas que tenemos en común como el deporte, los lugares de veraneo, los hobbies, la guitarra
o la pasión por los caballos. Esta clase de amistad no es mala, pero es incompleta, y es propia de la infancia
y de la adolescencia, donde los amigos se juntan más para compartir gustos y afinidades naturales que
para ayudarse, corregirse y ser mejores personas.

La amistad de virtud: que es la más perfecta. Es la que está basada en el aprecio y el afecto de dos
personas que se ayudan, se aconsejan, se escuchan, se apuntala y se desean el bien mutuo. Este tipo de
amistad es la que San Agustín definió como “esa amistad verdadera con la que tú aglutinas las almas que
viven unidas a ti” y siglos más tarde Santa Teresa definía tener con Dios cuando decía “estarse bien con
su amigo en su compañía”. Suele y puede darse entre padres e hijos, entre hermanos y familiares y entre
amigos que hemos ido haciendo y seleccionando a través de nuestras vidas. Desearse el bien mutuo y
quererse bien no es perder la propia identidad sino, desde la propia, enriquecerse con la ajena. Como
define San Agustín su amistad con Alipio: “esa amistad era dulcísima, inspirada como estaba por el fervor
de idénticos ideales”.

“Ascética meditada” Salvador Canals. Editorial Rialp. Monseñor Escribá de Balaguer 29/
115

IX/57

173
Vivir una buena amistad es ser feliz en compañía de un amigo, ayudarse espiritualmente, afectivamente
o materialmente cuando lo necesitemos. Darle lo mejor de nosotros mismos, comprenderle y ser
misericordioso con él, aceptarse el uno y el otro con nuestras virtudes y defectos. Para tener buenos
amigos primero hay que ser uno mismo un buen amigo, y significa llevar a la otra persona a crecer
mutuamente en la virtud. En épocas más cristianas, las familias y las amistades familiares eran un bastión
en donde los jóvenes no solo podían refugiarse sino tomar como punto de referencia y nutrirse de los
valores a seguir. Hoy ello se torna muy difícil, porque la demolición es tanto de dentro como de fuera.
En las relaciones que requieren un orden jerárquico (como padres e hijos, jefes y subalternos, patrones y
empleados) puede llegar a darse luego de años esta maravillosa relación de amistad consolidada. El
desorden aparece cuando esta amistad se quiere comenzar desde el principio de la relación, sin hacer
la necesaria inversión de autoridad, jerarquía y soledad (que implica tener una cuota de poder sobre
los otros para enseñar y mandar). Padre e hijo, alumno y profesor, jefe y soldado, patrón y empleado no
son palabras sinónimas. Hay una jerarquía que las ordena y debe respetarse. Una cosa es estar además
ligado por profundos afectos (lo cual es lícito y muy bueno) y otra es no respetar las jerarquías porque no
soportamos la soledad de las distancias. No se comienza a formar a un hijo, a un alumno, a un empleado
a un soldado o a un religioso siendo su amigo. Se comienza siendo y actuando como padre, como
profesor, como patrón responsable, como jefe y como superior de la comunidad religiosa con las
virtudes que ello implica y que educan. A través de los años, y si nos hemos ganado el debido respeto,
la madurez de nuestros hijos, alumnos, empleados, subalternos y religiosos se transformarán en afecto y
amistad, pero siguiendo este orden y no subvirtiéndolo. Hay que saber pagar el precio de la soledad
y la distancia durante el “mientras tanto”.

Lo contrario y la antítesis de la amistad son las malas compañías tan dañinas en la vida de las personas,
pero mucho más en la juventud y adolescencia, cuando los jóvenes ya tienen cierta independencia de los
padres y comienzan a llevar su propia vida. Los padres no tienen el derecho de entrar en la vida íntima
de sus hijos, pero sí el deber moral de tratar de ayudarlos (debido a que lo exige la prudencia) a seleccionar
buenos amigos y a mantenerlos a través de la vida por la buena influencia que ellos ejercerán sobre sus
hijos. Tampoco deben tratar de sustituir a los amigos: los padres deben ser ante todo padres, esto es
educadores del camino. Pero es gran responsabilidad de los padres el vigilar las amistades de sus hijos
desde la más tierna infancia, ya que los amigos en general pueden influenciar mucho en hacernos hacer
lo que no queremos hacer. Pero si además son malas compañías, es mucho más peligroso.
Recordemos que la amistad verdadera siempre es en el bien y en la verdad y busca el bien y la
mejora de la persona. No se da cuando las compañías son malas y están cargadas de complicidad,
mentiras y apañamientos.

Los jóvenes pueden inclinarse hacia malas compañías por varios motivos: por atraer la atención de los
padres, por la emoción que causa introducirse en un ambiente ajeno al propio y peligroso; por rebeldía
en contra de sus padres y de su estructura familiar; por una lealtad mal entendida o por tener baja
autoestima. Es importante ayudar a los hijos a comprender la influencia que tienen las malas
compañías y las consecuencias que ello conlleva. Mucho más en los tiempos actuales en los que, al
estar las familias pulverizadas, los jóvenes están más expuestos a los peligros exteriores, como la droga.
A veces es contraproducente criticarles a los amigos porque nuevamente, por una lealtad mal entendida,
los defenderán y se atrincherarán con ellos. Es preferible entonces hacerles comentarios como: “Cuando
Julia viene a estudiar no estudian nada” o “Cuando Tomás te llama siempre llegas tardísimo y no dicen
adónde van”.

La Sagrada Escritura nos advierte en varias ocasiones sobre la importancia de las malas compañías por
boca del profeta Jeremías: “Mejor solo que mal acompañado” (Jer. 15:17). “Las malas amistades
traen ruinas” (Prov.1:14,13:20,22:24) y es más dura aún cuando dice: “Aun entre los hermanos se
debe escoger” (Cor. I, 5:11).

174
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La hospitalidad

La hospitalidad es la virtud que “nos induce a dar techo y alimento a las personas que lo necesiten”.

Es tratar a los demás con respeto y dignidad, con importancia de invitado de honor en nuestro hogar,
sea quien sea. Es abrirle las puertas a alguno de una parte de nuestro mundo. En la antigüedad clásica ya
la hospitalidad brindada al extranjero que pedía asilo y amparo era considerada como muestra de
civilización, como una virtud y un deber. Durante milenios los pueblos prestaron este servicio. Se
ejercitaba con los peregrinos, menesterosos y desvalidos, recibiéndoles y prestándoles la debida asistencia
a sus necesidades. Entre otras cosas, debido a las distancias y los escasos medios de transporte con los
que se contaban, el negar a un viajero la hospitalidad (dar de comer, beber y albergar para pernoctar),
podía muy fácilmente matar al viajero de hambre y/o de frío antes de que encontrara otro lugar donde
pudieran ayudarle. De ahí que era importante para el otro esa mano que se tendía y que había que tender.

La Odisea de Homero dice: “Los dioses recorren las ciudades en forma de mortales, observando quiénes
son los que tratan con violencia y los que reciben con bondad a los forasteros”. También los romanos
consideraban la hospitalidad como una alta virtud. Aun para los estoicos, el hombre era un ciudadano del
mundo, por lo cual nunca un extranjero; de ahí que fuese inhumano no concederle hospitalidad.

El Nuevo Testamento aporta una profundización teológica al concepto de hospitalidad. La vida de Jesús
fue una constante petición de alojamiento. Desde horas antes de su nacimiento en Belén, pasando por
otros muchos momentos en que le vemos solicitar acogida en casa como la de Zaqueo o la de Lázaro. Su
mensaje también es un canto a la hospitalidad. A partir de ahí, la hospitalidad será la obra de misericordia
que los buenos cristianos estarán obligados a practicar con sus semejantes más menesterosos. Dar de
comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, que son las tres necesidades
básicas de un forastero: la de alimentarse, la de hidratarse o beber y la del descanso o pernoctar. En la
Edad Media comienzan las grandes peregrinaciones en Europa identificadas mayormente con el camino
de Santiago de Compostela. Toda la asistencialidad la enseña especialmente la Iglesia. Obispos, abades,
condes, duques o reyes y hasta la gente común, acudían a Compostela desde lugares lejanos. Eran
peregrinos que viajaban con comitiva y a caballo, con recursos y protección propia.

A mediados del siglo XI, finalizados los siglos de guerra y de las invasiones, comienzan las personas a
moverse para enriquecerse viajando y comunicándose en una multitud de actividades. Comienza una gran
corriente migratoria y se establece la ruta que, con ligeras variantes, se mantendrá hasta nuestros días. Los
sectores de más interés se hicieron cargo de atender el camino. Fueron los monjes, especialmente los
cluniacenses, los benedictinos, la nobleza y los obispos, quienes tomaron poco a poco a su cargo esta
tarea. Pero serán los monjes, especialmente los benedictinos, quienes marcarán un antes y un después en
el desarrollo hospitalario del camino. Los reyes a su vez, promovieron la fundación y dotación de
hospitalidad, ya sea usando el patrimonio real u obispos como Pedro Pelayo que lo hicieron en España
en la ciudad de León.

San Benito, en el siglo VI, la gran figura monástica de la Edad Media, había dicho una y otra vez que la
hospitalidad tenía que ser la primera virtud de los monjes. Esto queda definido en sus reglas: “A todos
los huéspedes que se presenten en el monasterio ha de acogérseles como al mismo Cristo en persona,
porque Él le dirá un día: “Era peregrino y me hospedasteis”. El comentario de la Regla especifica:
“Que a los peregrinos se les saldrá a recibir con una muestra de sincera caridad saludándoles con una
humildad profunda. Una vez acogidos, se leerá ante ellos la ley divina y luego se les obsequiará con todos
los signos de la más humana hospitalidad”.

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A finales del siglo XI había una red asistencial en todas las etapas del camino construida por la Iglesia,
quien se hizo cargo de todos aquellos pequeños que reclamaban atención, (como los pobres, los
huérfanos, las viudas, los ancianos y heridos que habían dejado las guerras), creando orfanatos, asilos,
hospederías monacales y hospitales que servían de cobijo a los caminantes, especialmente en aquellos
parajes más extraños y difíciles.

Los siglos XII y XIII significaron el apogeo de las peregrinaciones, de ahí que contaran con el apoyo de
los religiosos y de los poderosos fundando hospitales. Hospitales que aún siguen siendo los fundacionales
y que estaban en su mayoría bajo el control de monasterios benedictinos, más o menos directamente
vinculados a Cluny. Más tarde se incorporan los laicos acaudalados, convirtiendo a las parroquias en
centros de asistencia. La gente rica dejaba en sus testamentos bienes para la asistencia. Todos los centros
hospitalarios contaban con un lugar a cubierto para dormir y un fogón para calentarse y cocinar.
Monasterios, iglesias, capillas, hospitales y cofradías, con sus reliquias de santos e imágenes, eran el paso
obligado en donde los peregrinos recibían asistencia material y espiritual.

La beneficencia estaba sacralizada. De hecho, desde el momento en que se atravesaba la puerta de


un hospital, los peregrinos participaban de los oficios religiosos. Antes y después de comer se rezaba por
el alma de los bienhechores y reanudaban la marcha después de haber escuchado misa. San Francisco,
siglo XIII, “en la Regla manda a los frailes que practiquen la hospitalidad: ‘cualquiera que a ellos viniere,
amigo o enemigo, ladrón o salteador, con benignidad sea recibido’.” 116

La hospitalidad es abrir su propia casa, su propio mundo al prójimo. No depende de los bienes
económicos, sino de la actitud generosa y receptiva para con el otro. Es el recibir compañeros de
deportes en nuestras casas cuando vienen a competir y se trasladan de una ciudad a otra por unos días.
Es la persona que en un club se acercará a quienes vinieron a competir de las ciudades vecinas y les
preguntará como están, si necesitan algo, y compartirá con ellos algún almuerzo o momento. Es la que
pasará por el hotel donde se alojan y les preguntará como están organizados para desplazarse, si tiene
contratados vehículos o si prefieren que los pasen a buscar. Es la que, si puede, los irá a buscar a la
estación de ómnibus, de tren o al aeropuerto, y los despedirá también ahí, lo que es tan agradable. Es el
que siempre está dispuesto a ofrecer un mate o un café en su oficina, demostrándole al prójimo que está
dispuesto a concederle algunos minutos de su tiempo. Es el que dejará de lado lo suyo para hacer sentir
al otro que es importante, que es bien recibido, honrado y apreciado. Es el que abre su casa con facilidad
y generosidad para todas las reuniones familiares, para Navidad, para los bautismos y aniversarios o hasta
las reuniones de la Sociedad de Fomento. Es la persona que siempre está dispuesta a armar unas camas
para que se queden a dormir un hijo casado con su familia que están de paso, un sobrino o unos nietos
que vinieron a visitarlo, haciéndolos sentir, además, que son bienvenidos. Estas son actitudes de
hospitalidad adaptadas a la vida moderna. Hay gente que siempre tiene en la boca: “Lo organizamos en
casa” y no necesariamente son los que más medios tienen. Simplemente son los que piensan en los demás
y comparten lo que tienen, aunque sea unos momentos para que el otro se sienta bien recibido, como el
ejemplo del club.

En nuestra Patria, que nació católica, esta virtud estuvo muy arraigada especialmente en el campo
argentino, en donde existía una matera con el fuego prendido para que todo caminante o forastero que
anduviera de paso pudiera parar y alimentarse y aun quedarse a dormir si fuese necesario. Otra costumbre
natural en el campo era el levantar a las personas en la ruta para trasladarlas de un lado a otro. Conocemos
infinidad de maestras rurales que han trabajado años de esta manera, habiendo sido transportadas a las
escuelas por la gente que transitaba por las rutas y las llevaba.

Todo esto estuvo en vigencia hasta hace pocos años, en que la industria de los juicios y de los
seguros por accidentes amenazaron y hasta arrasaron la buena voluntad y la virtud de la hospitalidad
116 “Sin volver la vista atrás”. Justo López Melús. Editorial G.M.S Ibérica. S. A. Pág. 23.

177
hacia las personas. Hoy, el temor y hasta el miedo de un injusto pero certero posible juicio y un
despojo de todos los bienes por causa de un accidente, más los problemas que esto trae consigo,
arrasaron, acorralaron, inhibieron y ataron de manos a la famosa “gauchada” y hospitalidad argentina.

La revolución anticristiana en su ataque a todas las virtudes también ha arrasado con esta virtud que hacía
tan agradable la vida... En la actualidad, ante la inseguridad reinante, la violencia, los ladrones que ya no
saben robar sino matan, la droga tan dramáticamente extendida en la sociedad convierte en una gran falta
de prudencia abrirle las puertas a cualquiera y hacerlo pasar o levantarlo en la ruta para trasladarlo de un
pueblo a otro. Lamentablemente la prudencia nos exige limitarnos, encerrarnos y protegernos de esta
sociedad violenta que ha engendrado la revolución anticristiana. La hospitalidad entonces tendremos
que limitarla solamente a la gente que conocemos y nos es familiar, pero en esos casos sí deberemos
ejercitarla.

Lo contrario de la hospitalidad es la falta de hospitalidad que es la antítesis de lo que hemos descripto.


El no abrir jamás nuestras casas para nada ni para nadie. En no organizar jamás ningún acontecimiento
familiar poniendo miles de excusas para no hacerlo, ni un plato en la mesa para recibir a un amigo o
conocido que está de paso en la ciudad. En los casos extremos este comportamiento se extiende hasta
con los familiares y con los hijos casados que ya se han ido del hogar. La falta de hospitalidad nos hace
incapaces de brindar algo de lo nuestro, de nuestra intimidad, de nuestro tiempo para que el otro se sienta
bien recibido.

178
La afabilidad

La afabilidad es la virtud que nos impulsa “a poner en nuestras palabras y acciones exteriores cuanto
pueda contribuir a hacer amable y placentero el trato con nuestros semejantes” 117

Es una virtud social por excelencia y una de las más exquisitas muestra de un espíritu cristiano, que ayuda
mucho a la agradable y sana convivencia en todos los ámbitos, haciendo agradable, suave, ameno, fácil y
dulce el trato y la conversación.

El hombre es un ser sociable por naturaleza. Todos y cada uno estamos obligados a tratar de ser afables
con quienes nos rodean, salvo en el caso de que sea útil corregir y amonestar a alguno de ellos. En ese
caso Santo Tomás nos dice que no debemos mostrarnos afables con quienes pecan continuamente
tratando de serles agradables y mostrarnos condescendientes con sus vicios, porque los confundiremos
y les daremos ánimo para continuar pecando.

Pero en general es necesario y conveniente que exista entre los hombres, tanto en sus palabras como en
sus obras, un comportamiento como es debido. Este buen trato, afable, exige autodominio, tacto (para
callarnos lo que puede herir gratuitamente sin hacer el bien a nadie) y tratar de pronunciar las palabras
que resulten más convenientes y adecuadas para cada circunstancia. Muchas veces un simple saludo, una
sonrisa, una palabra de aliento o un gesto amable puede alegrar el corazón de una persona y levantarle el
ánimo.

La afabilidad ordena las relaciones de los hombres con sus semejantes, tanto en los hechos como en las
palabras, contribuyendo a hacer la vida más agradable a quienes vemos todos los días. Una persona afable
sonreirá y generará un trato fácil, cálido, cordial, indulgente con las faltas del prójimo, paciente, afectuoso
y amable, especialmente en las conversaciones, tratando de agradar, ya que a veces las respuestas
cortantes, ásperas y los silencios prolongados producen un ambiente cortante y distante, que no ayuda a
proseguir el diálogo para ninguna de las dos partes.

La conversación afable no es hablar frivolidades para quedar bien (que es espíritu mundano y no es
virtuoso), sino hablar de lo verdadero con buenas maneras, con naturalidad, con calidez, con sencillez,
que no es lo mismo. Se debe tratar de hacer comprender la verdad y corregir siempre con dulzura y
afabilidad para predisponer al otro a ser corregido y a aceptarlo.

El elogio oportuno, el ponderar adecuadamente a una persona por un trabajo o una virtud que haya
demostrado es muestra de afabilidad y estimula al bien, siempre y cuando la alabanza pretenda contentar
y ser motivo de aliento para continuar en las buenas obras. Es bueno y justo esforzarse en destacar lo
que otros han hecho bien (como dejar el cuarto ordenado, ayudar a un ciego a cruzar la calle, cederle el
asiento a una embarazada, ponerle buena cara a la prima que no se soporta o dejar pasar primero a una
señora mayor), porque además de estimular al otro lo predispone a aceptar una crítica constructiva.

El espíritu afable y de dulzura es el espíritu de Dios.


La dulzura es una de las llamadas “pequeñas” virtudes que contribuyen a que nuestro trato y convivencia
sea amable, afable y delicado hacia los demás, virtud que también debemos aplicárnosla a nosotros
mismos. Esta pequeña virtud en la convivencia diaria se agiganta porque el trato se suaviza
armoniosamente. Hay en nosotros un poder de irritación y de reacción que nos permite luchar contra los
obstáculos reaccionando contra los males presentes. Esta pasión en sí misma no es mala, pero

117 “Teología de la perfección cristiana”. Rvdo.P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 586

179
rápidamente se desordena si nos enojamos por cosas de poca importancia o que no valen la pena. Nace
entonces en nuestra alma un pequeño deseo de venganza.

Cuando alguien nos ha contrariado o herido, sufrimos, y porque sufrimos guardamos en el fondo de
nuestro corazón un deseo (aunque secreto) de devolverle lo mismo en la primera oportunidad, olvidando
aquello de que una gota de miel puede hacer lo que no hace una tinaja de vinagre. Si bien es razonable
que cuando cometemos una falta nos aflijamos o nos entristezcamos, sin embargo, hemos de procurar
no ser víctimas de un mal humor desagradable y triste, despechado y colérico. Hay que sentir indignación
por el mal y estar resuelto a no transigir con él, pero hay que tratar de convivir dulcemente con nosotros
mismos y afablemente con el prójimo.

Los defectos que se oponen a la dulzura son la impaciencia y el mal humor, la excesiva severidad,
la adulación o lisonja y el espíritu de contradicción.

La impaciencia y el malhumor lo demostraremos cuando contrarían nuestro juicio u opinión y


entonces mostraremos nuestra pequeña cólera. Puede ser un simple gusto, un programa, una elección en
la televisión, pero enseguida mostramos nuestro descontento con gestos, miradas agrias o enojadas,
movimientos de hombros despectivos o levantando la voz. Aquí la dulzura debiera intervenir para
paralizar el apetito irascible e impedir que salga afuera.

Un alma no disciplinada no puede tener paz. Según los temperamentos es más o menos difícil, pero esos
movimientos tumultuosos del alma deben ser dominados por largos y pacientes esfuerzos. Hemos de
comportarnos de manera tal que las personas amen nuestra conversación y estar en nuestra
compañía por el ambiente agradable que generamos. Aristóteles ya decía que “nadie puede aguantar
un solo día de trato con un triste o con una persona desagradable”.

San Francisco de Sales era desde su juventud hombre de carácter muy irascible. Es por eso que en su
biografía, es una constante la lucha ascética para lograr el autodominio. Se cuenta que cuando murió, al
realizarle la autopsia, le encontraron el hígado endurecido como una piedra. Esto probablemente sería
causado por la enorme violencia que se hizo este hombre de fuerte carácter para dominar su natural,
propenso fácilmente a la ira, contenerse, y hacerse para con los demás dulce, afable, amable, delicado
y bondadoso en el trato, cuando le sobraban motivos para no serlo.

Y en un caso más sencillo contaremos la historia de un joven que tenía muy mal carácter. Un día su padre
le dio una bolsa de clavos y le dijo que cada vez que perdiera la paciencia y se violentara contra el prójimo
debería clavar un clavo detrás de una puerta. El primer día el muchacho clavó 37 clavos detrás de la
puerta. A medida que aprendía a controlar su temperamento y a modelar su carácter clavaba cada vez
menos clavos. Después descubrió que era más fácil controlar su mal carácter que clavar clavos detrás de
la puerta. Llegó un día en que pudo controlarse y así se lo informó a su padre. Su padre le sugirió entonces
que retirara un clavo cada día que sintiera dominio total sobre sí. Pasados los días no quedaron más clavos
en la puerta y así se lo informó. Entonces el padre lo tomó de la mano y lo llevó hasta la puerta diciéndole:
“Has trabajado duro hijo mío, pero mira estos hoyos en la puerta. Nunca más será la misma. Cada vez
que tú te descontrolas contra alguien dejas cicatrices exactamente como las que ves aquí. Tú puedes
insultar a alguien y retirar lo dicho, pero del modo en que se lo digas tal vez lo devastarás y la cicatriz
perdurará para siempre. Una ofensa verbal es tan dañina como una ofensa física. Ten la imagen de esta
puerta siempre presente”.

Hoy está comprobada la enorme influencia que tienen los problemas psicológicos y espirituales en la
salud. Se lo llama “somatizar”. Problemas de piel, úlceras, causados por stress y disgustos, diabetes por
temas nerviosos, cánceres por grandes violencias morales, etc. Responde a que somos una unidad
sustancial de cuerpo y alma. Repetimos por lo claras las palabras de aquel catedrático de Medicina que

180
les dijo a sus alumnos el primer día de clase: “Lo esencial en el hombre es el alma, pero tiene un
cuerpo”.

Santo Tomás ya lo planteaba en el siglo XIII en la Suma en el “Tratado de la Tristeza”, donde recomienda
al que está triste: darle cierta satisfacción a los sentidos (como darse un buen baño caliente, ponerse ropas
suaves y confortables, comer algo agradable) y, lo más importante: descargar el corazón contando “las
cuitas” (o penas) a algún amigo.

La excesiva severidad se demostrará en los gestos destemplados, en los juicios severos y cortantes, en
el tono de voz terminante, en la falta de flexibilidad para contemplar los temas de interés de los demás,
en no tener en cuenta los gustos, los problemas, las debilidades, las preocupaciones y los intereses del
prójimo.

Pero el exceso de elogios es la adulación o lisonja, que generalmente pretende conseguir ventajas
basándose en lisonjas excesivas y desordenadas, y en cuya raíz siempre hay hipocresía, interés y doblez.
El adulador generalmente se desborda y miente porque no busca la verdad sino la conveniencia.

El espíritu de contradicción estará siempre en actitud de contradecir al prójimo, con motivo o sin él,
generando discusiones inútiles e interminables, lo que genera mucho malestar en todas las reuniones e
impide la sana convivencia y la armonía. El espíritu de contradicción corta todos y cada uno de los inicios
de diálogo y de las conversaciones, genera mal clima, rompe la armonía entre las personas, las lleva a
discutir por horas interminables sin llegar a ninguna conclusión.

Habitualmente destruye todas las posibilidades de hablar temas serios, interesantes o simplemente
familiares, porque no se busca la verdad en cada tema sino el simple enfrentamiento inmaduro,
caprichoso, la dialéctica o ser el centro de atención. Hay gente que hace de esto un deporte intelectual en
todas las reuniones, pero no dimensionan ni toman conciencia de que rompen y frustran interminables
encuentros entre familiares y amigos, muchas veces irrepetibles.

181
La generosidad

La generosidad es la virtud que nos impulsa a actuar “en favor de otras personas desinteresadamente
y con alegría, teniendo en cuenta la utilidad y la necesidad de la aportación para esas personas,
aunque cueste un esfuerzo” 118

Dicho en otras palabras, la virtud de la generosidad nos hace tener en cuenta más la necesidad del
otro que nuestra conveniencia, sabiendo la importancia que nuestra ayuda tiene para esa persona, aunque
nos signifique un esfuerzo o una privación.

No consiste sólo en dar cosas sino en darse a sí mismo, y es una de las virtudes que más acerca al hombre
a la felicidad, porque habremos oído decir que la felicidad es una puerta que se abre hacia fuera. La
generosidad es la disposición de dar lo que se puede (según las necesidades del prójimo) aun
sobrepasando la medida de lo justo. La justicia exige dar a cada uno lo suyo pero la generosidad va más
allá y pone el acento en dar más de lo que la justicia reclama. Es la necesidad del otro (espiritual o
material) la que no los demanda. Esta carencia que sufre el prójimo se mete con nosotros mismos, y
podemos responder con esfuerzo o sin él, con afecto, con violencia hacia nuestra voluntad, haciendo
todo un trabajo para ser generosos, o con naturalidad.

Se trata de una entrega, de una decisión libre de entregar lo que uno tiene, ya sea tiempo, inteligencia,
conocimientos, conexiones, dinero, o hasta la misteriosa y valiosísima receta de cocina, para que nuestra
vecina también pueda lucirse cuando invita a comer. Se busca el bien de una persona necesitada en un
determinado momento. Pero para ser generosos deberemos ante todo valorar lo que tenemos, porque si
no le damos valor a lo que tenemos, no habrá mérito en ofrecerlo.

La medida de la generosidad será sólo en función de lo que se podía dar y se dio o no, y uno no la conoce.
De ahí que Dios sea el único justo Juez capaz de juzgar la medida de la generosidad de cada uno y las
intenciones que lo movilizaron a dar. Y es por eso que esta virtud es muy difícil de distinguir cuando la
observamos desde afuera, porque en general no sabremos las intenciones que llevan a las personas a
realizar actos aparentemente generosos.

La importancia del óbolo (la limosna) de la viuda que destaca Nuestro Señor en el Evangelio no fue por
la cantidad que dio, que eran tan sólo unas monedas, sino porque Dios vio que había dado todo lo que
tenía.

Para comprenderlo mejor tomemos esta anécdota como ejemplo: “Una mujer rica llegó al cielo, y allí San
Pedro le señaló la mansión de su chofer. Ella pensó: ‘Si ése es el hogar de mi chofer, pienso cómo será el
mío’. San Pedro le señaló una de las chozas más humildes, y le dijo: ‘Ése es su hogar’. ‘Oh -dijo ella-.
Nunca podría vivir allí’. Y San Pedro le respondió: ‘Disculpe señora, pero es lo mejor que pude hacer
con los materiales que me envió’.”119

La generosidad no es una virtud opcional de la cual podremos prescindir. Si no somos generosos, seremos
egoístas. En esto no hay un terreno neutral. Es el alimento del alma y, si le queremos dar a nuestra alma
el oxígeno que necesita para respirar, tendremos que practicarla. Pero para que sea virtud cristiana debe
ser ofrecido por una razón divina. El hombre de Dios cree que lo más bajo debe ser utilizado para lo más
elevado, es decir, el dinero debe ser utilizado en primer lugar para ayudar a expandir la Verdad divina,

118 “La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág.61.
119 “Camino hacia la felicidad”. Monseñor Fulton Sheen. Colección Pilates. Pág 93.

182
para evangelizar, para que las almas puedan ser libres y para procurar su salvación, para consolar al
afligido, para curar al enfermo, para dar de comer al hambriento y de beber al sediento.

En el fondo, sin un sentido trascendente de la vida, y sin estar convencidos de que tenemos el deber
moral de ayudar y amar al prójimo como a nosotros mismos, es difícil que adquiramos esta virtud de
sacrificarnos en aras del bien ajeno. De ahí que sea más importante “darse” que “dar”, (si bien ambas
son necesarias), ya que todos tenemos oportunidad de darnos al prójimo y no todos tendremos
oportunidad de dar cosas materiales porque a veces no las tendremos.

Lo que más necesita el prójimo generalmente es nuestro tiempo, nuestra atención, el ser escuchado (y no
el escucharnos a nosotros hablar de nuestras cosas a borbotones). Si queremos escuchar a alguien y nos
divierte, nos interesa o nos conviene hacer sociales no será virtud. Pero si no lo queremos escuchar,
porque tenemos otras prioridades, y postergamos nuestros intereses para hacerlo, recién ahí
entraremos en el terreno de la virtud de la generosidad con nuestro tiempo.

Hacer algo por las personas puede significar muchas cosas distintas y no necesariamente generosidad,
preocupación por el prójimo o desinterés. Podemos tener a veces actitudes generosas sin por ello ser
generosos, ya que para que sea virtud hace falta que sea habitual y natural en nosotros el practicarla en
todos los órdenes. La virtud necesita rectitud de motivos para que lo sea.

Por ejemplo, decir siempre que sí puede ser por distintos motivos (sentimientos de culpa que
queremos compensar, falta de compromiso con la verdad, indiferencia, desinterés, pereza,
indolencia, irresponsabilidad, no querer confrontar contradicciones, querer esquivar los
problemas, etc.), pero no necesariamente generosidad. En los actos de generosidad, por ser virtud, no
sólo cuenta lo que damos, sino si lo que damos es bueno para esa persona, y si en realidad es lo que
necesita.

Los niños pequeños no podemos decir que sean generosos porque en general no tienen noción de lo que
poseen. De todos modos, hay que enseñarles poco a poco a dar de lo que les pertenece. Si tienen cuatro
caramelos, siempre podrán ofrecer uno o dos. Pero la generosidad es un acto libre. Es una invitación
a compartir nuestros bienes con otros que tienen menos. Para entender bien esto hay un ejemplo muy
gráfico:
Una madre le regala a su hijo una caja de caramelos para su cumpleaños y le pide que los reparta entre
los 50 invitados. Como su hijo no lo hace, le saca la caja a la fuerza y le dice:
“Yo te enseñaré a ser generoso” repartiéndola entera mientras su hijo ve partir, con enorme sufrimiento,
todos sus caramelos... Ante este avasallo de lo que era legítimamente suyo el niño piensa: “Si esto es la
generosidad, a mí no me gusta, no la quiero”... Como pedagogía es desastrosa, porque todo requiere
su justa medida, y habría que haber sugerido al niño compartir los caramelos regalados, en primer
lugar, con los 2 primos de afuera que se quedaron a dormir esa noche.

La escuela de la generosidad, como todas las virtudes, debe ser paulatina. “Estamos haciendo niños
egoístas e incapaces porque se lo damos todo hecho. Si el abuelo acompaña al niño al colegio, lo primero
que hace es llevarle la mochila; si subimos al metro, el primero – y el único, si nos descuidamos – que se
sienta es el niño; si tiene que hacer algo más complicado: “ya lo hará tu padre”; si cuando entra en casa
va sembrando pasillos y suelos con sus cosas, va su mamá detrás poniéndolas en su sitio... y así
sucesivamente.

Ciertamente, sobre todo cuando son pequeños, habrá que empezar por hacer con ellos las cosas que les
mandamos, para enseñarles cómo se hacen, para que las hagan bien; tardaríamos menos si lo hiciésemos
directamente, pues como dice el refrán: “es más fácil hacerlo que mandarlo a hacer”, pero así no
educamos.

183
Al contrario, los incapacitamos, los empequeñecemos, los egolatramos, aprenden que estamos para su
servicio, que sus deseos son órdenes, que son el centro de la casa... Y todo esto se acentúa más cuanto
más reducida es la familia. Y al revés; se les vacuna contra esto en las familias numerosas... 120

A los niños, desde que son pequeños, habrá que enseñarles a ser generosos no sólo con sus cosas sino
hasta con su tiempo. Escuchar por segunda vez el cuento de la abuela sin poner caras de aburridos, visitar
algún pariente enfermo, esperar a que otros se bañen primero porque están más apurados y necesitan
cambiarse, colaborar con alguna sociedad de beneficencia aunque sea una vez por mes, etc.

Todas estas actitudes ante la vida y actos cotidianos pequeños de generosidad nos irán entrenando para
las grandes decisiones de generosidad que se nos pueden presentar como: decir que sí a una maternidad
abierta a la vida, a una llamada a la vida consagrada, o a defender la Patria hasta las últimas consecuencias.

Los jóvenes tienden a reducir su generosidad al mundo de sus amigos. Pero esto no es virtud cuando
sólo se limita a ellos (o cuando sólo dan el buzo y la remera que no se han comprado y no les importa
perder), y a la par son incapaces de renunciar a un programa que han organizado para acompañar a su
madre o a un hermano, que los necesita. Muchas veces los padres o los abuelos los necesitan más que los
amigos, pero ellos se auto engañan justificándose ya que el mundo de la generosidad en los jóvenes y
en los adolescentes es fragmentado y generalmente pasa por los amigos. Al ser parcial, no es virtud
sino simplemente son actitudes y actos generosos.

Dijimos que un acto generoso tiene que ver con la necesidad del otro y no la nuestra, aunque nosotros
nos veamos beneficiados en hacer el bien. En general tendemos a dar lo que a nosotros nos gusta dar o
lo que no nos cuesta (a veces aun con cierto interés), sin considerar la necesidad de otras personas.
Por ejemplo:

Podremos aparentar ayudar a nuestro compañero de clase con los estudios (que de hecho está bien),
cuando en realidad estamos especulando con que nos invite el fin de semana a la pileta o que nos presente
a su hermana. En ese caso no seremos generosos sino interesados.

Podremos ser generosos cuando regalamos nuestra ropa (que de hecho está muy bien), cuando en realidad
lo que nos mueve es hacer orden en nuestro ropero y la otra persona lo que realmente necesita es
medicamentos que le podremos comprar, o que le demos unos días de franco para descansar y acompañar
a un familiar con problemas graves.

Podremos aparentar generosidad en regalarle un tapado de piel a nuestra mujer o en llevarla de vacaciones
(porque se luce y nos lucimos nosotros ante los demás), cuando en realidad estaremos tratando de acallar
nuestra conciencia por nuestras infidelidades. Tanto ayudar a un compañero en los estudios, como regalar
la ropa que no usamos, invitar a comer, regalar un tapado u organizar unas vacaciones en familia son
actos buenos en sí mismos, lícitos y generosos (y es mejor hacerlos que no hacerlos) pero el fin que nos
moverá a hacerlo será lo que los definirá como virtuosos. Para que sean virtuosos tiene que
haber “rectitud de intención”.

Seremos generosos de corazón, en cambio, cuando:


Estemos dispuestos a hacerles la vida fácil y agradable a los demás, especialmente en las familias, limando
conflictos y enfrentamientos estériles y haciéndonos cargo de nuestras propias responsabilidades para
evitarles problemas y sufrimientos.

120 “Educar la conciencia”. José Luis Aberasturi y Martinez. Ediciones Palabra. Pág.147

184
Cuando sacrifiquemos nuestros propios gustos, nuestros programas, nuestras mezquindades, nuestros
intereses para darles satisfacción a otros (siempre y cuando sea bueno lo que quieren). Ayudas como
cortarles el pasto, podarles la enredadera, arreglarles un enchufe, arreglarles la biblioteca, llevarles una
carta al correo, ir a pagarles una cuenta, ayudarles en la mudanza o colaborar en firmar un testamento si
no hay herederos para que el cónyuge pueda morirse en paz.

Cuando tratemos bien a alguien que no nos guste, para evitar tensiones y malestares familiares que causan
mucho dolor en el corazón.
Cuando escuchemos a una persona que nos aburre a morir pero que sabemos tiene necesidad de ser
escuchada.
Cuando nos privemos de comprarnos algo que nos gusta para comprarle al prójimo lo que necesita y no
se lo hagamos sentir.
Cuando sacrifiquemos algún programa que nos encanta para acompañar a alguien que se queda solo,
como puede ser nuestra abuela. Visitar a una abuela es antes que nada un deber moral que está mandado
en el cuarto mandamiento. Puede además ser un placer porque la queremos. Pero sería generosidad
dejar de lado el programa que teníamos organizado (como ir al cine o al partido) porque sabemos
que está sola y nuestra visita le cambiara la tarde.

Cuando tratemos de quedarnos en casa y hacer vida de familia (aunque esto nos implique no pasarnos
todo el día perdiendo el tiempo en la calle con nuestros amigos) especialmente si nos damos cuenta de
que en nuestra casa hay alguna tristeza que consolar, o un vacío espiritual para rellenar con
nuestra presencia. Tal vez un padre o una madre que acaba de enviudar, o una hermana a quien
le dejo el novio por otra después de cinco años de noviazgo.

Tendremos que ser generosos además en otras actitudes como esperar para no corregir en público porque
humilla, no magnificar los errores ajenos, tratar de sonreír cuando no tenemos motivos, etc. Esto
lógicamente debe aplicarse a todas las relaciones entre las personas.

La generosidad nunca nos debe llevar a satisfacer los caprichos de los demás, de ahí que la prudencia sea
la que debe regir para iluminarnos cuando debemos ayudar buscando un bien y cuando no deberemos
hacerlo, porque haremos un mal. Hace falta saber y analizar cuáles son las necesidades reales y no ficticias
de la otra persona, para no generar un hábito de ayuda que socave la dignidad de la persona
perjudicándola.

También hará falta analizar las consecuencias positivas y negativas de nuestra ayuda, y nos
sorprenderemos en constatar la cantidad de veces que, habiendo deseado o habiendo pensado hacer un
bien, habremos hecho un mal. Por ejemplo, pagando cuentas de hijos ya mayores de edad que no nos
corresponden, erosionándoles la responsabilidad de administrarse en sus propios gastos, o levantando a
un hijo dormilón durante meses para que no llegue tarde al trabajo. Con estas actitudes se impide que el
hijo asuma sus propias responsabilidades, crezca y madure. Es mejor que afronte sus deudas y que lo
echen del trabajo por llegar tarde. Y cuanto antes aprenda, mejor.

Concluimos entonces que para ser generosos y hacer el bien debemos recordar siempre qué es una
persona y qué es lo bueno para ella según Dios la pensó y la creó. Muchas veces lo bueno para una
persona no será decirle que sí, sino contradecirla todas las veces que sea necesario para fortalecer
su voluntad, lo que la mantendrá en su sitio y en un buen rumbo en la vida. Y nuestra generosidad
consistirá en hacérselo notar, porque lo que la persona necesita es un buen consejo o una brújula que le
marque el rumbo correcto, aunque nos cueste su alejamiento.
El mayor acto de amor es dar la vida por otro. Pero el acto de máxima generosidad espiritual es el de
saber perdonar el daño que se nos ha hecho, demostrando a la otra persona que le damos la oportunidad
de mejorar y recomponerse, totalmente entrelazado con la virtud de la caridad. El perdonar las ofensas

185
está mandado, pero implica una enorme generosidad el poder perdonar (por amor a Dios) a quienes nos
han injuriado, nos han dañado y nos han hecho mal, dándoles una segunda oportunidad... Y, según lo
mandado, “setenta veces siete...”.

Esta escuela del perdón es importante que la ejerciten especialmente los padres cuando los hijos son
testigos de peleas y discusiones. Los chicos saben que cuando ellos se pelean nada grave sucede, pero
cuando los grandes se pelean muchas veces se separan. Si los hijos ven que los padres se pelean
pero luego hacen las paces el daño hecho será menor. Mantener la alta estima del matrimonio ante los
hijos (si bien es un deber de estado y está mandado) es un acto de generosidad enorme, porque sabemos
que a veces cuesta muchísimo, pero dejará menos heridas en los hijos y, sobre todo, los ayudará a que
ambos sean respetados.

Lo opuesto a la generosidad en el orden espiritual es el pecado de egoísmo. Ese amor desordenado


que tenemos por nosotros mismos que nos lleva a pensar sólo en nosotros.

Otro exceso será no permitir que nadie nos ayude, ya que todos tenemos necesidad de ayudar y darle la
oportunidad a otros también de poder ser generosos con nosotros.

Lo opuesto a la generosidad en el uso de los bienes es el pecado de avaricia, ese afán desordenado de
poseer y adquirir bienes tan sólo para atesorarlos y no para compartirlos y dar trabajo, estabilidad y
bienestar a muchos.

Pero la prodigalidad, que aparenta ser virtud, no lo es, (por exceso) porque somos administradores de
los bienes que Dios ha permitido que tengamos y debemos hacer un uso responsable de ellos. El
manirroto, que dilapida los bienes sin control, es lo contrario a la virtud. Abandonar la buena
administración de nuestros bienes sería además falta de gratitud a quienes nos los han dado,
falta de responsabilidad social en descuidar bienes que bien administrados podrían generar
trabajo a los demás, y falta de justicia hacia quienes deberían heredarlos después de nosotros.

De ahí que no sea generosidad renunciar, desperdiciar lo propio, abandonar o entregar lo que
legítimamente nos pertenece. Que nos saquen lo nuestro, lo que nos pertenece legítimamente (ya sea
espiritual, cultural, nuestra propia identidad nacional o bienes materiales como hacen muchos gobiernos
liberales, masones, socialistas y comunistas), es un atentado a la justicia y a la propiedad privada a las
cuales somos muy sensibles desde pequeños, porque son derechos naturales básicos de las personas.

186
La liberalidad

La liberalidad, que parte de la justicia, es la virtud que “tiene por objeto moderar el amor a las cosas
exteriores, principalmente de las riquezas, e inclina al hombre a desprenderse fácilmente de
ellas, dentro del recto orden, en bien de los demás”121

Dicho de otra manera, es “el medio prudente en todo lo relativo a la riqueza”. Es la virtud que tiene que
ver con el “recto uso de dichos bienes”. El buen uso del dinero es el acto propio de la virtud de la
liberalidad.

San Agustín decía que “es virtuoso el usar bien de aquellas cosas que podemos usar mal”, porque
podemos usar bien o mal no sólo de lo que tenemos en nuestro interior (como las potencias y las
pasiones) sino de nuestros bienes materiales externos. Virtud noble y señorial, que mejora
enormemente las relaciones humanas, otorgando armonía, excelencia y belleza al trato social.

“Dado que los bienes o riquezas afectan nuestro corazón de tal o cual manera, cabe la posibilidad de
usarlos bien o mal. La liberalidad es la virtud por la cual el hombre emplea virtuosamente los bienes que
posee o, si se prefiere, se trata de una disposición interior que ordena el amor, la complacencia y el deseo
relativo a dichos bienes, de acuerdo a la razón. Se refiere, por lo tanto, a un desapego interior, y no será
virtud si no damos con alegría, porque “Dios ama al que da con alegría” dice San Pablo.
Por eso, como enseña Santo Tomás, la esencia “de la liberalidad son los afectos, es decir, las actitudes o
disposiciones interiores frente a las riquezas. El principio de la liberalidad es un cierto desapego, por el
que no se desea ni se ama tanto al dinero (como para) que uno se cierre a toda generosidad para
con el prójimo. De ahí la posibilidad de que también los pobres, cuando son realmente virtuosos, puedan
ser liberales, ya que la liberalidad no consiste tanto en dar cuanto en la disposición del donante.” 122

Sirva esta simple anécdota a lo que digo. Una vez un hombre rico fue a pedirle consejo sobre el manejo
justo que debía hacer de sus bienes a un piadoso fraile. El fraile lo acercó a la ventana y le dijo:
“Mira.-
El hombre rico miró por la ventana a la calle. El fraile le preguntó:
- ¿Qué ves?-
El hombre le contestó:
Veo gente, personas.-
El fraile entonces lo condujo ante un espejo y le dijo:
Y ahora. ¿Qué ves? -
Ahora me veo yo. -
¿Entiendes? Le dijo el fraile. En la ventana hay vidrio y en el espejo hay vidrio. El peligro está en que el
espejo tiene un poco de plata, y cuando hay plata uno deja de ver personas y comienza a verse a sí mismo.”

La historia humana ha demostrado la cantidad de ricos que llegaron a los altares como San Luis rey de
Francia, Santa Isabel de Hungría, San Wenceslao de Bohemia o Santa Margarita de Escocia. Lo cual
prueba que ni el dinero, ni aún un trono, impiden la santidad. Lo que la dificulta y el peligro consiste en
el mal uso que podemos hacer del mismo. De ahí que haya ricos santos y pobres que no lo son.

El dinero se puede recibir o dar, acumular o prodigar. El hombre liberal, según Aristóteles, recibirá
lo que corresponde y dará lo que deba. Gastar en beneficio de otro es liberalidad pero para
poder dar es necesario saber generar dinero y conservarlo de ahí que los tres actos sean importantes.

121 “Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 586
122 “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J. Editorial Gladius. Pág. 276

187
Nuestro Señor no pretende que demos todos nuestros bienes (salvo que seamos llamados a un
desprendimiento de virtud superior como la vida religiosa) pero sí nos aconseja que ordenemos el recto
uso de ellos, desde nuestro corazón.

La naturaleza humana es más propicia a acumular que a dar, de ahí que la virtud consista en manejar con
equilibrio estas dos actitudes y, entre ambas, es más virtuoso el acto de dar (para hacer con ello cosas
buenas) que el de guardar para sí. Tampoco dependerá esta virtud de los bienes que se posean, sino de la
proporción entre lo que tengamos acceso y lo que demos, como el Señor nos enseña en el Evangelio con
el óbolo (limosna) de la viuda, que dio tan sólo una moneda pero el Señor lo destacó porque ella dio todo
lo que tenía.

Ser justo es darle a otro lo que es suyo. De ahí que no se sea liberal porque se paga un sueldo que
corresponde a un trabajo acordado previamente de manera puntual. La paga, la suma de dinero en ese
caso, ya es del otro. Ser liberal, en cambio, es darle de lo que es nuestro, un reconocimiento extra por
su esfuerzo notorio. Por haber venido bajo la lluvia y en bicicleta y aún con fiebre porque sabía que lo
necesitábamos ese día de nuestro aniversario. Ese reconocimiento del esfuerzo ajeno (que demostraremos
con una paga extra) es lo que nos hará liberales con el dinero.

Cuando hablamos de dinero no nos referimos solamente a la moneda sino a todo lo que se mide con
valor monetario. Santo Tomás nos enseña que el dinero no es un fin en sí mismo, pero cuando sirve a
un bien (crear fuentes de trabajo, plantar un monte para obtener madera, hacer un dique para tener una
reserva de agua, edificar su propia casa al construir una familia, levantar un colegio o una Universidad)
proporciona una gran satisfacción, algo parecido a la felicidad, por habernos constatado capaces de
construir y ver nuestro esfuerzo realizado.

El dinero es un bien útil, ni malo ni bueno en sí mismo, pero el bien o el mal dependen del uso
que nosotros le demos con nuestro corazón.
La doctrina social de la Iglesia (o sea, la propuesta católica al correcto orden social) enseña que el derecho
sobre la propiedad no es absoluto, sino que tiene un fin social. Somos dueños de nuestros bienes pero
con el fin de proveernos nuestro sostén personal y familiar y generar trabajo y bienestar a otros. Aunque
poseamos una propiedad legalmente, moralmente no podremos destruirla. Nuestro derecho sobre la
propiedad moralmente no llega hasta la destrucción del bien.

Podemos poseer un monte en nuestras tierras, que podremos talar y vender toda la madera dando trabajo
y bienestar, pero moralmente no podremos prenderle fuego por el simple hecho de que sea nuestro.
Podemos tener una pileta en nuestro jardín para bañarnos o para invitar amigos y familiares, pero no
podremos moralmente llenarla de champagne para una fiesta aunque tengamos medios para hacerlo.
Podemos regalar nuestra bicicleta si no la usamos, pero no podremos moralmente saltarle encima,
porque ese día estábamos rabiosos, hasta romperla. Podemos disponer de nuestro cuarto en nuestro
hogar, pero no podremos moralmente escribir las paredes ni subirnos a la cama con las zapatillas sucias
hasta destruir la colcha y la pintura. Esto es lo que nos quiere decir la Iglesia cuando nos enseña que el
derecho a la propiedad privada no es absoluto. Detrás del buen o mal uso que damos a nuestros bienes
hay una connotación moral.

Este concepto es mucho más grave cuando atañe al sustento porque tocan al alimento y hay millones de
personas en el mundo que carecen de lo necesario para vivir. Si bien puedo ser dueño de una plantación
de manzanas, moralmente no puedo tirarla a los chanchos para que suba el precio. Puedo ser dueño de
un tambo y defender legítimamente el valor de mi producción de leche, pero moralmente no
puedo tirarla para que suba el precio. Podremos poseer un campo y venderlo por distintas circunstancias
(dificultades económicas, deudas, problemas familiares, etc.) que nos obliguen a hacerlo. Pero si lo
hacemos solamente para tener la plata puesta a interés y vivir de rentas o especulando tenemos que saber

188
que habremos rematado nuestra cultura, nuestras raíces, nuestras tradiciones, el esfuerzo de tal vez varias
generaciones de nuestros antepasados, a quienes pertenecieron las tierras. Aquí tocaríamos además las
virtudes de la responsabilidad, de la gratitud, y de la piedad, que nos manda venerar lo que hicieron
nuestros mayores.

El Estado, como ente regulador, debiera velar para que estos desórdenes en el ámbito social no ocurran
y que la gente no se vea en situaciones desesperadas hasta tener que desprenderse de lo propio por
impuestos distorsivos. Corresponde al Estado el generar precios que justifiquen a los profesionales
desarrollar dignamente y sin coacciones morales sus profesiones, a los agricultores levantar sus cosechas,
a los trabajadores hacer valer su trabajo, a los empleados sus sueldos, etc.

“La liberalidad se diferencia de la misericordia y de la beneficencia por el motivo que las impulsa: a
la misericordia la mueve la compasión, el amor, y a la liberalidad el poco aprecio que se hace del dinero,
lo que lo mueve a darlo fácilmente no sólo a los amigos, sino también a los desconocidos. Se distingue
también de la magnificencia en que ésta se refiere a grandes y cuantiosos gastos invertidos en obras
espléndidas, mientras que la liberalidad se refiere a cantidades más modestas.
Su nombre de liberalidad le viene del hecho de que, desprendiéndose del dinero y de las cosas exteriores,
el hombre se libera de esos impedimentos, que embargarían su atención y sus cuidados. El vulgo (o sea
el común de la gente) suele calificar a estas personas de desprendidas y dadivosas.” 123

Tampoco será liberal quien descuide su propio sostenimiento y el de los suyos. Los bienes generan
estabilidad y seguridad a una familia, ayudándola a campear los momentos difíciles que puedan
sobrevenirle y, mientras este concepto esté ordenado, es bueno tratar de adquirirlos. Así como la propia
naturaleza “ahorra” (el agua ahorra el calor del día, las plantas en zonas áridas el agua, etc., cuando
le “sobran”) para lograr ella también estabilidad, es la principal responsabilidad de las cabezas de familia
(dentro de las posibilidades de cada uno) el tratar de generar ahorros para la seguridad y protección de
los suyos y el no ser el día de mañana una carga para los demás. De ahí que el liberal no despreciará sus
bienes personales, porque con ellos podrá no sólo sostener a los suyos, sino también auxiliar a los demás.
Tampoco los repartirá a cualquiera y de manera indiscriminada, sino que los dará según el buen criterio
de la razón a quien mejor lo merezca o los necesite.

Entre las virtudes, la liberalidad es una de las que más nos hace ser amados, porque ayudamos al bienestar
del prójimo y somos útiles para quienes nos rodean. Generalmente el dar, si damos bien, lo acompaña el
amor, la comprensión, la comunicación con el prójimo. Poder dar genera sumo placer, pero hay que
discernir lo que es bueno para el otro de lo que no lo es. Se trata de pensar en hacer el bien al otro y no
de lucirnos nosotros con nuestras posibilidades.

“Todas las acciones que la virtud inspira son bellas y todas ellas están hechas en vista del Bien y de la
Belleza. Así el hombre liberal y generoso dará porque es bello dar; y dará convenientemente, es decir, a
los que debe dar, lo que se debe dar, cuando debe dar, y con todas las demás condiciones que constituyen
una donación bien hecha. Añádase a esto que hará sus donativos con gusto o, por lo menos, sin sentirlo,
porque todo acto que es conforme con la virtud es agradable o, por lo menos, está exento de dolor y no
puede ser nunca verdaderamente penoso.
Cuando se da a quien no debe darse, o cuando no se da siendo bueno dar, y se hace un donativo por
cualquier otro modo, no es uno realmente liberal, y debe dársele otro nombre, cualquiera sea. El que da
con tristeza no es tampoco liberal, porque prefiere el dinero a obrar el bien, y esto no es lo que debe
sentir un hombre verdaderamente liberal.”124

123 “Teología de la perfección cristiana”. Rvdo.P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 586
124 “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J.Ediciones Gladius. Pág. 280

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No será liberal quien reparta sus bienes sin ton ni son, porque a veces no es bueno ayudar cuando las
causas no son buenas. Gastar fortunas en artículos de lujo de uno de los cónyuges, caprichos
totalmente superfluos como son todos los últimos modelos de todo lo que aparece diariamente, en malas
lecturas, revistas o espectáculos ajenos a la moral cristiana no es liberalidad sino derroche anticristiano.

Recordemos que la virtud siempre tiende al bien de la persona, y malgastar en caprichos no lo es.

Regalarle a un nieto de 15 años una moto (tal vez hasta en contra de la voluntad de los padres),
simplemente porque podemos hacerlo, no es liberalidad. Es no sólo una imprudencia, sino un atropello
a la autoridad paterna, y el regalo, además de erosionar la autoridad de los padres ante los hijos (por los
mismos abuelos) seguramente le traerá más problemas que satisfacciones por los riesgos que conlleva.

Los dos pecados que se oponen a la virtud de la liberalidad son: la avaricia (por defecto)
y prodigalidad (por exceso).

La avaricia es un pecado capital y tiene dos aspectos: el personal y el social.

En el plano personal, es pecado capital no por su maldad intrínseca sino porque genera otros pecados
como la falta de justicia, de misericordia, de caridad y de espíritu de fe. “Avaro es aquel que teniendo el
corazón apegado a las riquezas, está abocado a su búsqueda y acumulación, en la idea de acrecentarlas
incesantemente.”
“Se distingue del “interesado”, que no hace nada gratuitamente; del “parsimonioso”, que está siempre
ahorrando; del “tacaño”, que trata de gastar lo menos posible. Lo propio del avaro es preocuparse tan
sólo por poseer en una medida cada vez mayor.125

Si bien es legítimo que el hombre busque una posición económica y bienes, el avaro tiene un afán
desmesurado de acumular riquezas tan sólo para poseerlas, no para ordenarlas a su legítimo bien. “Ha
dicho Gustave Thibon que por lo general los ricos (entendiendo por ricos a todos los que tienen
superioridad social, capacidad de decisión política, altos cargos, celebridad) son buscados, rodeados,
adulados, sea por interés, temor o vanidad. ‘Poderoso caballero es Don Dinero’. Pero la verdad es que
alrededor de ellos se congrega una selección al revés. ‘El pobre humillado ve la verdad de quien le humilla.
Pero el rico adulado difícilmente discierne la mentira de quien le adula’.”126

El exceso de acumular también es una forma de avaricia, ya que debemos tener un ansia medida de las
cosas. Hay distintos grados dentro de la avaricia. Desde la simple tacañería hasta la idolatría del
dinero. De ahí que la avaricia sea un pecado espiritual. “León Bloy dice que el dinero es un misterio, que
hay algo de misterioso en el poder ejercido por el dinero”.127 A decir verdad el misterio es que el hombre
busca en el afán desmedido de poseer dinero el poder que genera o matar el ansia insatisfecha de felicidad
que está impresa en el corazón humano. Dios la puso expresamente en el corazón del hombre para que
no cejáramos de buscarlo aunque viviésemos rodeados de dinero.

En el plano social el espíritu anticatólico de la Reforma protestante dio nacimiento a un hombre que
puso el enriquecerse como un importante objetivo (ya que esto era una señal de predestinación). Para
Lutero y Calvino los ricos eran los predestinados y favorecidos por Dios para salvarse. Lutero incitó a
los hombres a que se enriquecieran pero sacándoles la responsabilidad moral que implica el tener riquezas
por la responsabilidad de su función social. A través de los siglos este espíritu dio lugar a la proliferación
de los “bancos” en sustitución de las catedrales como el corazón de las ciudades.

125 “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J. Ediciones Gladius. Pág.294
126 “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J. Ediciones Gladius. Pág. 298
127 “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J. Ediciones Gladius. Pág. 297

190
Las riquezas auténticas y sanas para el hombre siempre serán los frutos del trabajo de la tierra, de la
industria y del hombre desarrollando sus potencialidades. No del fruto del trabajo del mismo dinero. El
dinero, por su propia naturaleza, es infecundo, no puede tener cría. No obstante la Iglesia, que siempre
ha condenado todo préstamo a interés y la usura, ahora lo tolera, no porque haya olvidado su doctrina,
sino porque permite a sus hijos (en virtud de la falta de firmeza de los tiempos nuevos) y la enorme
inestabilidad reinante, una defensa más a la sana productividad.

En épocas más cristianas, los hombres se batían y morían en guerras religiosas (como las Cruzadas).
Más tarde serían políticas, y morirían en defensa del cambio de ideas. Hoy los hombres van a morir y
son mandados a pelear en defensa de los intereses de los grupos económicos que manejan el
dinero mundial… Esto demuestra la importancia que quienes gobiernan a nuestra sociedad le conceden
al dinero y la decadencia de los valores. No hay otra manera de salir de este círculo satánico que volver a
poner al dinero en su lugar, como mero instrumento de intercambio.

El otro vicio en contra de la liberalidad (esta vez por exceso) es la prodigalidad. Cristo calificó de
“pródigo” al hijo menor de la parábola, que malgastó los bienes heredados. “Aristóteles enseña que lo
propio del pródigo es la tendencia a disipar sus bienes. Pródigo es, dice más expresamente, ‘el que se
arruina por su gusto’. Porque la disipación insensata de los propios bienes es una especie de
autodestrucción, ya que uno sólo puede vivir cuando tiene algo. Comentando este texto, dice Santo
Tomás, que la palabra pródigo tiene que ver con “perdido”, en cuanto que el hombre, al disipar las propias
riquezas, con las que debe vivir, pareciera estar destruyendo su ser, que justamente se conserva por dichas
riquezas”.128

Los pródigos, generalmente, en su desorden, dan a quienes no debieran, lo cual también es un desperdicio.

En realidad lo que el dinero da (especialmente en grandes cantidades) es simplemente poder, y nos hace
sentirnos como “dioses”, que es en realidad lo que quería Satán, el poder de ser como Dios para ser el
autor de la ley y no tener que someterse. No se explica de otra manera que los humanos queramos
acumular o robar cantidades de dinero desproporcionadas (saqueando países enteros con negociados),
imposibles de gastar en generaciones enteras, o generar negocios gigantescos declarando guerras sólo
para vender armamentos y reconstruir, más tarde, las ciudades arrasadas por ellas. Tampoco se explica,
ni aún en el ámbito natural solamente, el llevar a la muerte y a la mutilación de por vida y al sufrimiento
a millones de personas solamente para robar los bienes naturales de otros países (como el petróleo, el
gas, minerales o las reservas de agua.). Hay una guerra satánica y un espíritu diabólico detrás de esto.

128 “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J. Ediciones Gladius. Pág. 316

191
La magnanimidad

La magnanimidad es la virtud que “inclina a emprender obras grandes, esplendidas y dignas de


honor en todo género de virtudes”. 129

La magnanimidad implica grandeza de alma y empuja siempre a lo grande, a lo espléndido, y es


incompatible con la mediocridad. Se refiere sólo a las grandes ideas, a las grandes empresas, porque
supone siempre lo grande. Es la virtud que implica grandeza de espíritu, anchura y altura de miras,
nobleza de carácter, fortaleza para resistir las contrariedades y valentía para enfrentar los riesgos.

“La magnanimidad es la característica de las almas superiores, que sueñan con lo óptimo, que se saben
dignas de cosas excelsas. O, más exactamente, es magnánimo quien aspira a lo que es grande en las cosas.
Su objeto principal, su objeto por excelencia, es lo más grande. Por debajo de ese objeto principal, tiene
objetos secundarios: las otras cosas grandes.
¿Qué es lo que se encubre en ese objeto anhelado, qué es lo que el magnánimo busca en el fondo?
Aristóteles contesta sin vacilar: el honor. En la “Ética” de Nicómaco, las “cosas grandes” se refieren a
los bienes exteriores, y el más grande de ellos es el honor, puesto que es el bien ofrecido a los dioses, el
bien que acompaña a las más altas dignidades, el bien que recompensa las acciones nobles. Es el honor
un bien exterior, el mayor de todos ellos, que responde y se debe a la excelencia interior. El magnánimo
está por encima tanto de los aduladores como de los que lo desprecian sin razón. No le importa que el
honor provenga de uno o de muchos: le interesa más la opinión aislada de un solo individuo que sea
realmente de bien, que lo que piensa la multitud”.130

El honor, el ser homenajeado, distinguido y honrado según nuestra dignidad, es el mayor bien de un
hombre, por encima de la riqueza y del poder. Es por eso que el hombre magnánimo mira con mucho
respeto al honor, porque sabe que es lo máximo que se le puede tributar a las personas y a las instituciones,
como recompensa de lo que han dado.

El honor puede y debe buscarse y darse legítimamente, mediante gestos, manifestaciones y privilegios,
como ceder el mejor asiento o inclinarse ante el paso de alguien o ponerse de pie en su presencia. Pero
puesto que toda dignidad viene de Dios, debe siempre estar referida a Él para que no se desordene.

Según Santo Tomás, el magnánimo busca el honor por tres motivos: para sí mismo (para su buen nombre
y prestigio, lo cual es lícito) y porque le gusta que se sepa. Para el prójimo (dirigido a una institución,
desde un colegio, un club o una ciudad) y para Dios (defendiendo el honor de Su Iglesia y evangelizando
almas que le tributarán la mayor gloria). Los honores, como las riquezas, son muy peligrosos si uno pierde
su objetivo.

Se debe honrar a Dios (por ser el Creador del universo y de nuestras propias vidas), a la Patria (por ser la
tierra de nuestros padres), a los símbolos patrios como la bandera, el himno o la escarapela (por lo que
representan), a los sacerdotes y consagrados (por ser los legítimos representantes de Dios en la Tierra), a
los padres (por ser quienes nos dieron la vida, la educación y el afecto), al valor moral (de quienes han
pagado un alto precio para mantenerlo), a los mayores (por su supuesta sabiduría y experiencia), a las
personas con mayor talento intelectual o artístico (si lo han puesto al servicio del Bien Común), e incluso
a los ricos y poderosos (si han puesto sus medios al servicio de las personas generando trabajo y
estabilidad).

129
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Pág. 591.
130
“Siete virtudes olvidadas” Editorial Gladius. Rev. Padre Alfredo Sáenz. Pág. 80.

192
Las personas envestidas de un cargo importante en la sociedad (Obispos, superiores de las comunidades,
religiosos, Presidentes, ministros, embajadores, etc.), debieran ser dignas del honor que dicho cargo
conlleva, para que naturalmente se lo rindamos sin que nos genere violencia, pero no siempre es así, y
menos en una sociedad desordenada, convulsionada y revolucionaria como la nuestra.

La magnanimidad necesita de tres ingredientes: confianza (en que podrá, con la ayuda de Dios y sus
talentos recibidos) llevar a cabo su misión, seguridad y bienes de fortuna (que, si bien no son
indispensables, sabemos y es evidente que mucho ayudan a realizar las grandes obras). Se puede ser
magnánimo en la pobreza, pero sabemos que los bienes, el poder y las amistades permiten trabajar y
consolidar mejor los buenos emprendimientos. La Iglesia siempre lo entendió así, de ahí que considerara
muy importante (y hasta prioritario) la conversión de los reyes y los poderosos, porque sabía que ello
generaría mayor irradiación de Bien (y con mayor rapidez) en la sociedad. Así lo demuestra la historia
con la conversión del emperador romano Constantino I y su edicto de Milán en 313 de nuestra era, lo
que puso fin a la persecución de los cristianos, devolviéndoles sus propiedades confiscadas y permitiendo
la difusión del cristianismo en el imperio romano. Igual trascendencia fue la del bautismo de Clodoveo
(el rey de los francos) y sus soldados la noche de Navidad del año 496, dando nacimiento a la Francia
cristiana, llamada por ese hecho la “Hija primogénita de la Iglesia”, y tantos otros ejemplos más.

Esta vocación de grandeza ha sido una constante en la historia humana. Esta fascinante atracción
ha convocado a los mejores hombres, a las almas más nobles y generosas ante su llamado. Desde
un San Francisco de Asís (que fundó una orden para demostrar que debíamos vivir colgados de la
Providencia y no de la seguridad de los bienes temporales), al emperador Carlos V convocando al Concilio
de Trento frente a la convulsión de la Reforma, a un San Ignacio de Loyola (que fundó un “ejército de
evangelización” para combatir a la Reforma protestante y que tenía siempre presente como meta a
alcanzar y como lema de su Compañía “A la Mayor Gloria de Dios”), a un Cristóbal Colón que desplegó
sus velas hacia el nuevo mundo bajo el amparo de los Reyes Católicos, o un Don Bosco tratando de
recoger a todos los chicos de la calle de Turín (para sacarlos del vicio y educarlos en la fe cristiana). Todos
y cada uno han tenido un ideal altísimo que han clavado como bandera para batallar y defender
en sus vidas.

La bandera más alta y la empresa mayor la puso Nuestro Señor Jesucristo, cuando ante sus doce
apóstoles que enfrentaban el mundo pagano (y sus consecuencias) les ordenó: “Id, pues, y enseñad, haced
discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y el Espíritu Santo”.

El Medioevo presentó al caballero cristiano con las figuras de Carlomagno o del Cid como los hombres
que encarnan la magnanimidad por excelencia, listos a combatir por la defensa y la extensión de la
Cristiandad. La caballería era todo un estilo de vida, cuya virtud distintiva era el honor, pero no
el propio, sino el de la causa emprendida.

Los apóstoles, los santos, los fundadores de las grandes órdenes de la Iglesia (que tantísimo bien han
hecho), los misioneros (que enfrentaron los peligros de la selva y de los indios salvajes, soportando toda
clase de penurias y soledades); los reyes santos que generó la monarquía católica empeñados en darle a
sus pueblos un orden social justo (como el rey San Luis, sentado codo a codo con Santo Tomás para
redactar las leyes de Francia); los soldados,(dispuestos a morir en defensa de la Patria); los científicos (que
para el bien de la humanidad pasan sus vidas en la soledad de los húmedos y fríos laboratorios y las
penurias económicas que generalmente los acompañan); los intelectuales, maestros y profesores que
dedican años de su vida a transmitir conocimientos a otros, contribuyendo a difundir el esplendor de la
Verdad; los bomberos (que arriesgan su vida al precio de morirse quemados para salvar la vida de
otros), son todos ejemplos de almas magnánimas. Almas que, en su momento, y después, durante la
perseverancia a través de los años, no dudaron en dejarlo todo para responder a una gran vocación, a

193
un gran llamado. Ni amenazas, ni castigos, ni peligros les impidieron llevar adelante la misión que
habían emprendido en su momento.

“Más importante que lo que se hace, es el cómo se lo hace. Se puede pelar papas con espíritu magnánimo
y construir catedrales con espíritu mezquino... No hay cosas pequeñas. Sólo hay una manera pequeña de
hacer las cosas. Se necesita grandeza de corazón para hacer las cosas pequeñas con un gran amor, hacer
lo ordinario, sí, pero de manera extraordinaria”.131 De acá deducimos que todas las vocaciones de servicio
(médicos, enfermeros, bomberos, soldados, maestros, profesores, religiosos, etc.) tienden a generar almas
magnánimas.

A primera vista parecería que el magnánimo es un soberbio y que el pusilánime es humilde, pero no es
así. La magnanimidad implica mucha humildad. Humildad de “andar en verdad” como decía Santa
Teresa. Así como la magnanimidad impulsa el espíritu a las cosas grandes, la humildad vacía al hombre
de sí mismo. De lo contrario, correremos peligro de caer en los vicios que se oponen a la magnanimidad
que son: la presunción, la ambición y la vanagloria (por exceso) y la pusilanimidad (por defecto).

La presunción, que es cuando, desconociendo nuestras posibilidades, y sin contar con la ayuda divina,
nos creemos capaces de emprender solos empresas enormes (como evangelizar el mundo o ponerlo en
orden nosotros solos con nuestros propios medios). Es muy bueno y noble tener grandes ideales y
aspiraciones, pero no pretender hacerlo sin ayuda de Dios (como lo sería tratar de convertir a las personas
y revertir corazones, con nuestros solos elementos humanos). Los presuntuosos o vanidosos tienen
grandes pretensiones pero, como ni se conocen a sí mismos ni confían en la ayuda de Dios (porque no
quiere compartir honores), terminan haciendo el ridículo.

La ambición desmedida es el deseo desordenado del honor buscado en las cosas materiales (como un
cargo, una posición social, o una enorme fortuna). Ambicionamos la gloria para nosotros mismos y no
para Dios. La ambición desmedida siempre tiene un precio y se opone al lícito y sano deseo de superarse
y mejorar nuestra posición cultural, social o económica para el bien de los nuestros.

La vanagloria, con sus hijas la jactancia (con la cual el vanidoso exalta de continuo su propia
excelencia), el afán de novedades (que tanto nos atrae), la hipocresía, la tendencia a las peleas
inútiles (ya que el magnánimo sólo pelea por temas grandes), la tozudez en el propio juicio, etc.

La pusilanimidad (por defecto), que es el vicio que se opone más frontalmente a la magnanimidad, es
cuando teniendo condiciones para grandes empresas (como podría ser fundar un colegio para gloria de
Dios y el bien de los hombres), nos consideramos incapaces y no lo hacemos por una falta de confianza
en nosotros mismos o una humildad mal entendida. El pusilánime es digno y tiene capacidad de hacer
grandes cosas pero, como ni se conoce, y prescinde de la ayuda de Dios, tampoco las hace y no hace
fructificar los talentos que Dios le dio. Priva de este modo en contribuir con los demás hombres con los
talentos que, para el bien de todos, Dios le había otorgado.

“En esta época tan ardua en que nos toca vivir, por una insondable disposición de la Divina Providencia,
no es difícil que el temor, el desánimo, la cobardía, se apoderen de nosotros. El alma se estrecha, el
espíritu se mezquina, perdiéndose el coraje requerido para enfrentar los grandes desafíos de nuestro
tiempo. Pío XII hablaba del “cansancio de los buenos”. Hoy podríamos hablar de la “pusilanimidad
de los buenos”. Por esto se hace más necesario que nunca ahondar en el contenido de esta hermosa como
preterida virtud de la magnanimidad”.132

131
“Siete virtudes olvidadas” Editorial Gladius. Rev. Padre Alfredo Sáenz. Pág. 79
132
“Siete virtudes olvidadas” Editorial Gladius. Rev. Padre Alfredo Sáenz. Pág. 89.

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“Tales son los hombres que los tiempos recios de hoy parecieran requerir, hombres del más que deberán
ser también, y a al mismo tiempo, hombres humildes, conscientes de su pequeñez, vaciados de sí, que
hagan suya la expresión del Apóstol: Sé en quien me he confiado”. (2 Tm 1:12).133

“El magnánimo moderno deberá tener la grandeza de mantener los principios, renunciando a la gloria,
no por menosprecio o por indiferencia, sino simplemente porque de hecho contará tan sólo con la estima
de un puñado, de algunos que, como él, se esfuerzan por practicar el retorno a las raíces de la cultura y
de la fe, y que saben que las grandes cosas comenzaron por ser pequeñas. No recibirá, por cierto, la gloria
de los hombres, pero indudablemente la recibirá de Dios, y con creces”.134

133
“Siete virtudes olvidadas” Editorial Gladius. Rev. Padre Alfredo Sáenz. Pág. 127.
134
“Siete virtudes olvidadas” Editorial Gladius. Rev. Padre Alfredo Sáenz. Pág. 129.

195
La magnificencia

La magnificencia es la virtud “que inclina a emprender obras espléndidas y difíciles de ejecutar sin
arredrarse ante la magnitud del trabajo o de los grandes gastos que sea necesario invertir”.135

Así como la liberalidad es la virtud que modera el uso del dinero en general (tanto del que es regalado
como el que se administra o se gasta) la magnificencia se ocupa de los grandes gastos en las grandes
obras. El magnífico “hace del dinero un instrumento con el que realiza grandes obras, lo cual supone
grandes dispendios o gastos.

Según puede verse, trátase de la actitud frente al dinero. Como éste es un bien útil, lo que interesa, más
que el bien en sí, es el modo de usarlo. La justicia considera los bienes desde el ángulo del derecho,
según lo debido; la magnificencia ve en el dinero la materia adecuada para hacer grandes
obras… La liberalidad entra en todos los casos en que hay relación con el dinero, mientras que la mag-
nificencia sólo cuando se trata de grandes riquezas en orden a su aplicación para obras de relevancia.136

Tanto Aristóteles como Santo Tomás consideran a la magnificencia como una virtud emparentada con
la liberalidad porque se refiere al empleo de las riquezas, pero la magnificencia supera a la liberali-
dad porque es un gasto suntuoso que se materializa en grandes y bellas obras que quedan para el
bien y el disfrute de la belleza en muchos. Es importante que además de grandes las obras sean bellas,
porque si son tan sólo grandes no serán magníficas. Recordemos que toda virtud tiende al Bien, a la
Verdad, a la Justicia y a la Belleza.

La magnificencia es una prolongación de la liberalidad. El magnífico es siempre liberal, pero el liberal no


necesariamente es magnífico. El alma magnánima lo será cuando sus acciones sean grandes y bellas,
mientras que la magnificencia se refiere solamente a lo que se puede hacer. “Hacer” significa ejecutar
una obra o acción exterior, materializada en una casa, en un monumento, una iglesia o algo parecido. El
magnífico tenderá siempre a hacer grandes obras de pintura, arquitectura, esculturas, edificios, grandes
templos, catedrales. Sus gastos serán siempre grandes y convenientes. Las obras serán dignas del gasto a
realizar y el gasto será digno de las obras en vistas al Bien y la Belleza.

Mientras el magnánimo sólo se fija en el mejor bien a hacer y no se queda en los detalles, el magnífico no
mirará con mucho detenimiento los gastos ya que para él son signo de pequeñez y por lo tanto sus obras
serán siempre dignas de admiración por su elegancia y belleza, porque la búsqueda del Bien, de lo
Bueno, de lo Justo y de la Belleza es lo que caracteriza en el fondo a todas las virtudes.

Si bien los pobres pueden y deben poseer su espíritu, la magnificencia es la virtud propia de los ricos, que
en nada mejor pueden emplear sus riquezas que en el culto a Dios y en provecho de sus prójimos. La
historia nos demuestra que la mayoría de los grandes artistas han tenido grandes mecenas y hombres
magníficos que los han apoyado en sus obras. Beethoven, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Rafael o
Bramante han contado con quienes les han encomendado empresas fantásticas y que nos han hecho
posible que durante siglos millones de personas pudiéramos disfrutar de tanta belleza y hermosura. Ya
en el siglo XV los Papas convocaban a grandes artistas como Masaccio, Donatello, Fray Angélico, Pin-
turicchio y Mantegna a Roma para darle esplendor y belleza al arte sacro con sus obras.

En el siglo XVI, el Papa Julio II, hombre de mucho ingenio y de refinado gusto, le encargó a Miguel
Ángel 40 esculturas para su propia tumba, obra que quedó inconclusa pero que dejó el Moisés como

135
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 591.
136
“Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. Ediciones Gladius. Pág. 321.

196
testimonio. Una actitud vanidosa tal vez, de quien, aun siendo Papa, quiso inmortalizarse en esta tie-
rra... pero la humanidad se lo agradece. Porque, si bien este Papa no fue un santo, fue al menos un
gran mecenas apoyando no sólo al genial Miguel Ángel sino, además, a Rafael y a Bramante. También le
encargó pintar a Miguel Ángel en contra de su voluntad (porque él se consideraba un escultor y no un
pintor...) el techo de la Capilla Sixtina. Clemente VIII a su vez, otro Papa mecenas, encargó a Miguel
Ángel pintar el Juicio Final sobre el altar principal de la Capilla Sixtina, que resultó una de sus posteriores
obras.

Lorenzo de Médici, que pasó a la historia como Lorenzo el Magnífico, si bien tuvo una vida azarosa y
con actitudes incluso en contra de la Iglesia, fue un gran mecenas para Florencia en el siglo XV, de ahí
que pasara a la historia con dicho nombre. El último tercio del siglo XV fue enormemente enriquecido
con su apoyo y recomendó a grandes artistas como Botticelli, Pallaiolo, Leonardo da Vinci, Giuliano de
Maino y Verrochio para trabajar con los distintos príncipes. Impulsó así, en gran medida, al naciente
Renacimiento florentino, que después sería el Renacimiento italiano y más tarde el Renacimiento europeo.
De esa manera, entre los hombres con fe y extraordinariamente dotados para las artes y otros
magníficos que creyeron en ellos y los exigieron hasta situaciones límites para hacerlo (como el
Papa Julio II a Miguel Ángel) es que el Occidente cristiano se ha podido nutrir y se sigue nu-
triendo de tanta belleza desde hace siglos.

Dijimos que la diferencia entre el magnánimo y el magnífico es que: la magnanimidad es el actuar con
espíritu de grandeza en todas las virtudes, mientras que el magnífico lo hará con relación a las obras. Po-
demos decir sin temor a equivocarnos que la evangelización de América fue obra de almas magnáni-
mas porque pensaron con mente universal, y el reinado de los Reyes Católicos fue además magní-
fico por sus obras. Todo el siglo XVII español (llamado con justicia el Siglo de Oro) estuvo plagado de
almas magnánimas que tendían a la gran acción con una finalidad religiosa. El ideal de hombre era en-
tonces el del caballero cristiano: el hombre entero por el cúmulo de virtudes y valores que encarnaba su
personalidad.

España, si bien poseía su poderío económico, fundó su imperio con su sola fe, dando de lo que tenía,
que era fe, cultura, tradición, usos y costumbres, sistema político y social. El espíritu era de
servir, no de servirse. No eran hombres de negocios sino hombres que arriesgaban diariamente sus
vidas en empresas de conquista y evangelización. Aún el ansia del oro era para la acción, para financiar
grandes conquistas y descubrimientos, no como el hombre moderno que lo ansía para acumularlo, mos-
trárselo a los demás, tirárselo encima o sólo para sí mismo.

Distinto fue el espíritu anglosajón protestante, que levantó su imperio en el siglo XIX saqueando y apo-
derándose de los bienes de otros países y no dando nada a cambio. Inglaterra no sólo no se mezcló con
los nativos en los lugares en donde puso su pie, sino que creó toda una infraestructura para llevarse los
bienes que éstos tenían. Es bien visible la huella dejada por ellos no sólo en nuestra Patria sino en Egipto,
en Grecia y en la India, en que nada ha sido modificado para el bien de los pobladores del lugar durante
los dos siglos de su estadía. En la India, donde estuvieron 200 años dominando, tuvo que llegar la Madre
Teresa de Calcuta con el solo capital de su fe en Cristo para intentar recoger lo que los indios tiraban
a las calles como los despojos de los seres humanos. Aun sabiendo que poco o nada podía modificar en
la vida de millones de personas, fue el único faro de caridad que tendió una mano para sostener, ante
la muerte, a los millones que morían sin haberla recibido.

En el siglo XX tenemos como ejemplo al actor y director de cine Mel Gibson, que hizo una obra mag-
nífica con “La Pasión de Cristo”. Según los medios nos informan, la financió personalmente. Millones
de almas tienen que haberse movilizado hacia la fe al verla, otros millones se habrán confesado y otros
tantos millones se habrán replanteado su posición con respecto a Dios. No sabemos cuáles habrán sido

197
las razones íntimas del actor para financiar y realizar esta obra magnífica ayudado por la técnica de nues-
tro siglo. No nos corresponde juzgar si lo habrá hecho por evangelizar o por negocio. Lo que sí sabemos
es que ha hecho una obra magnífica que ha irradiado y seguirá irradiando un enorme bien a las almas,
dándole inmensa gloria a Dios y a Su Iglesia por la repercusión que ha tenido y el acceso a millones de
personas, y nosotros se lo agradecemos.

Los vicios contrarios a la magnificencia son: la tacañería o mezquindad (por defecto) y el despilfa-
rro (por exceso).

En cuanto al vicio de la tacañería o mezquindad sabemos que: “A todo el mundo le gustaría hacer
cosas grandes, si no costasen nada. Pero mientras el magnífico está dispuesto a hacer grandes gastos en
aras de grandes resultados, el mezquino se resiste a ello, por lo que toma partido a favor de las cosas
pequeñas. El mezquino se caracteriza por ser lento en obrar, cuando se trata de cualquier desembolso;
por querer gastar siempre lo menos posible; por entristecerse cuando se ve obligado a pagar algo, pen-
sando que ha puesto más de lo que hubiera convenido. El hombre mezquino, que incesantemente peca
por defecto, lo único que logra es que las cosas, aunque en sí sean grandes, por la miserable pequeñez de
su espíritu pierdan toda su sublimidad y toda su belleza.”137

Antes hemos relacionado la magnificencia con la belleza, ahora podemos señalar el vínculo que une la
tacañería con la fealdad. Una demostración más de la unión que existe entre la moral y la estética.

En cuanto al despilfarro, es cuando se gasta en lo que no corresponde o en cosas superfluas y caprichos


excesivos; se contrapone con los límites de lo prudente y lo virtuoso. Aristóteles ha descrito al despilfa-
rrador como un hombre que peca por derroche, carente de buen gusto, que gasta sin límite ni oportuni-
dad, porque gasta, no por amor a lo bello, sino para hacer alarde de su fortuna y hacerse admirar.

Es muy grave el despilfarro en las cabezas de familia que debieran pensar en el bienestar y en la seguridad
de los suyos. Pero mucho más grave es el despilfarro cuando el dinero que se malgasta es público (como
el dinero de los ciudadanos recolectado por impuestos muchas veces distorsivos) o de muchos en enti-
dades en principio de bien público (como la parroquia, el club, cooperadoras del colegio). No es verdad
que lo público no es de nadie, sino que siempre es producto del esfuerzo y las privaciones de
muchos. Atrás de los ahorros públicos hay pequeñas y grandes privaciones de millones de per-
sonas que pagan sus impuestos.

137
“Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. Ediciones Gladius. Pág. 329

198
La eutrapelia y la alegría

La virtud de la eutrapelia “tiene por objeto regular según el recto orden de la razón, los juegos y
diversiones”.138

La eutrapelia “tiene que ver con el reposo, el juego, la diversión. La vida del hombre no es concebible sin
descansos, distracciones, tertulias. Por algo los antiguos calificaron al ser humano como homo lu-
dens, hombre que juega, o también homo ridens, hombre que ríe. Pues bien la eutrapelia es la virtud
que rige esos momentos de esparcimiento”.139

La eutrapelia pertenece también a la modestia exterior, que es toda una forma de comportarse, y ésta a
su vez deriva de la virtud de la templanza.

“En la “Ética a Nicómaco” comienza Aristóteles su inquisición preguntándose si al hombre culto y per-
teneciente a una civilización refinada le es lícito buscar descanso en la broma placentera y el juego. Y
responde afirmativamente.
Santo Tomás retoma su razonamiento: Tiene el juego cierta razón de bien, en cuanto que es útil a la vida
humana. Porque así como el hombre necesita a veces descansar de los trabajos corporales desistiendo de
ellos, así también se necesita a veces que el alma del hombre descanse de la tensión del alma, con la que
el hombre encara las cosas serias, lo que se hace por el juego. Tal sería su primera aproximación a la
materia.

El hombre tiene la experiencia del cansancio, sintiendo necesidad de reposo, de distracción. El descanso
del cuerpo lo obtiene suspendiendo el ejercicio corporal; la mente, en cambio, encuentra su solaz en la
“diversión” (diversio = apartamiento) de la atención hacia objetos agradables, distintos de los que inte-
gran su trabajo habitual.

En la Suma Teológica vuelve sobre lo mismo: “Así como la fatiga corporal se repone por el descanso
orgánico, también la fatiga espiritual se restaura por el reposo espiritual. Sabiendo, pues, que el reposo
del espíritu se halla en el placer, como hemos visto anteriormente, debemos buscar un placer apro-
piado que alivie la tensión del espíritu”.140

“Lo que los antiguos llamaban el ocio (otium) era, como vimos, algo noble. Al ocio se lo consideraba
como una suerte de recogimiento espiritual, de re-concentración del hombre en lo más íntimo y profundo
de su ser; de ahí su relación con la fiesta, con el culto y con el descanso dominical.
Hoy el ocio no es plenitud de riqueza sino vacío interior, que se lo rellena con ruido, ya que el hombre
moderno no es capaz de soportar el tiempo libre y el silencio. La televisión ha asumido dicha función:
cubrir el vacío del hombre “di-vertiéndolo”, es decir, quitándole lo poco que le queda de vida interior,
e incitándolo a la disipación y dispersión de sus facultades”.141

De ahí concluimos que “la eutrapelia es la virtud del que “gira bien, del que sabe ubicarse como conviene
al momento, una virtud aristocrática, propia de quien posee agilidad espiritual, por la que es capaz de
“volverse” fácilmente a las cosas bellas, joviales y recreativas, sin lastimar por ello la elegancia espiritual
del movimiento, sin perder la debida seriedad y su rectitud moral”.142

138
“Teología moral para la perfección cristiana”. Rvdo.P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 62
139
“Siete virtudes olvidadas”. Rvdo P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág 351
140
“Siete virtudes olvidadas”. Rvdo P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág 370
141
“Siete virtudes olvidadas”. Rvdo P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág 385
142
“Siete virtudes olvidadas”. Rvdo.P. Alfredo Sáenz. Editorial Gladius. Pág 372

199
Lo que Santo Tomás describe es la “teología de las diversiones” explicando que el cuerpo tiene necesidad
de descanso corporal y espiritual para rehacer las fuerzas consumidas en el trabajo. De ahí que el recreo,
el descanso y las pausas en las actividades y el trabajo sean sanas y necesarios.

Pero hay que divertirse con señorío, con elegancia. Comportarse bien, sin olvidarnos de quienes
somos, de que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. “¿Y en qué consiste la semejanza
del hombre con Dios? No en el cuerpo, sino en el Espíritu, que es un soplo de Dios, una centella del
espíritu divino”.143

Teniendo esto siempre presente debemos evitar entonces recrearnos con actividades torpes, vulgares y
ordinarias que nos degradan como personas (como embadurnarse con huevos y harina), o perder la com-
postura que nos recuerda nuestra condición de seres humanos (como emborracharse, reírse toda pinta-
rrajeada y a carcajadas, hacer el ridículo, desnudarse en público, bailar sobre las mesas, etc.)

La alegría proviene del espíritu y la fortaleza con que encaramos la vida y sus contradicciones. Pensamos
que el hecho de estar alegres se debe a vivir una sucesión de acontecimientos positivos en nuestras vidas
que nos generan ese estado, pero la alegría genuina se construye cada día desde dentro. La fuente más
profunda de alegría es el amor, el saberse amado por Dios, Quien nos sacó de la nada y que sabemos se
dejó matar por mí. Es Él quien restaurará todas mis heridas, y la esperanza cristiana nos enseña que existe
un más allá en donde seremos eternamente felices, porque en esta tierra estamos de paso.

La sana alegría será entonces el resumen que se exteriorizará en nuestro modo de ser, fruto de otras
virtudes interiores. Es muy fácil apreciar o diferenciar a una persona alegre, pero tratar de serlo, si no lo
somos, ya no es tan simple. Y dicho sea de paso, la expresión genuina de la alegría es la sonrisa, un rostro
iluminado, no la carcajada histérica.

La virtud y la santidad no se compaginan con caras largas y ceños fruncidos. “Un santo triste es un triste
santo” decía Santa Teresa de Jesús. En realidad los santos son los que más conocen el secreto de la
“perfecta alegría” de la que hablaba san Francisco de Asís. En el siglo XIII, “recomienda a sus frailes la
alegría: ‘Y guárdense de aparecer tristes, ceñudos o hipócritas, antes muéstrense contentos en el Señor,
alegres y religiosamente graciosos’.”144

Es en la familia en donde se debe aprender a vivir alegres compartiendo lo que se tiene o sobrellevando
mejor lo que se carece. Si llegamos enojados, no saludamos a nadie y nos encerramos en nuestra habita-
ción dando un portazo sin compartir nada de lo nuestro con ninguno de la familia no podremos decir
que estaremos contribuyendo a generar un clima de alegría.

No es lo mismo ser alegre que hacer ruido, o generar el alboroto mundano que puede ser una forma de
aturdirnos del vacío interior que sentimos. Para vivir alegres debemos empezar por ser agradecidos por
todo lo que tenemos, ser sencillos, no desear (ni vivir) añorando grandes cosas que no necesitamos para
vivir, hacer el bien, ser solidarios con el prójimo.

Contra esta virtud hay dos vicios opuestos: la necia o falsa alegría, por exceso, (que se entrega a diver-
siones ilícitas, risotadas exageradas, obscenidades o burlas al prójimo que atentan contra la caridad), y la
manía de hacer bromas ridículas.

A veces nuestra falta de comunicación o nuestros problemas para comunicarnos con el prójimo de una
manera natural hace que tengamos el hábito de hacer chistes y burlas todo el tiempo. Muchas veces se
143
“La Santa Biblia”. Mons. Juan Straubinger. Club de lectores. Tomo I. Pág. 19
144
“Sin volver la vista atrás”. Justo López Melús. Editorial G.M.S IBERICA, S.A.Pág.23.

200
bromea aún en lugares donde no corresponden (como durante una conferencia, en clase, en misa o aún
en un velorio). También al margen de las conversaciones que se están tratando en el momento (por
ejemplo en la mesa, haciendo bromas y chistes con el de al lado, cometiendo no sólo la grosería de no
escuchar a quien habla sino comprometiendo con mi comportamiento al resto de los comensales que se
ven obligados a prestarme atención). En estos casos la vana alegría se hace necia, tonta, impropia de un
comportamiento maduro que sabe discernir lo que corresponde a cada circunstancia.

Hay momentos para reír y divertirse porque requieren festejo. Hay otros que exigirán atención
de nuestra parte porque son importantes, y hay momentos que requieren seriedad porque son
graves. La virtud estará en comportarse como corresponde y de acuerdo a cada uno.

El otro es la austeridad excesiva de los que no quieren ni divertirse nunca ni dejar que los otros lo
hagan. Este extremo de las personas agrias y hoscas también es lamentable.

201
El optimismo

La virtud del optimismo es la que “confía, razonablemente, en sus propias posibilidades y en la


ayuda que le pueden prestar los demás y confía en las posibilidades de los demás, de tal modo
que en cualquier situación distingue, en primer lugar, lo que es positivo en sí y las posibilidades
de mejora que existen y, a continuación, las dificultades que se oponen a esa mejora, y los
obstáculos, aprovechando lo que se puede y afrontando lo demás con deportividad y alegría.”145

Dicho de otra manera, el optimismo es la propensión que nos lleva a ver y a juzgar las cosas bajo el
aspecto más favorable.
La persona optimista es realista y parte de un supuesto básico de una situación real, no de una utopía, de
ahí que sea virtud. No piensa que el médico siempre la va a curar, ni que terminará su carrera sin estudiar,
ni que la vida matrimonial no tiene dificultades.

A veces cuesta entender los matices de los contratiempos que enfrentamos, pero ser optimista no es no
haber fracasado nunca ni que todo nos salga como lo queremos. Ser optimista no es negar lo que puede
haber de dificultoso en una situación, ni levantar castillos sobre la arena ni soñar con imposibles.
Es analizar la situación difícil que tenemos adelante pero tener confianza en que podremos
arremeter contra ella, sabiendo en el fondo que no estamos solos, porque nuestro Padre, que está en
los cielos, no nos desamparará. Y aún nuestros seres queridos que ya se han ido intercederán por nosotros
ante Dios para ayudarnos. Esta actitud, que pertenece a la virtud de la esperanza, es el sustento del
optimismo.

“En primer lugar vamos a considerar lo que es el optimismo entendido como virtud, porque en el uso
normal se entiende de diversos modos. Por ejemplo, en un día de lluvia, con el cielo totalmente
encapotado, una persona opina: “Dentro de poco podremos dar ese paseo que tenemos previsto, porque
seguro que saldrá el sol”. Y otro dice: “Vamos a encender el fuego y jugar a algo que me han enseñado.
Así seguro que lo pasaremos bien”.

¿Cuál de estas dos personas es optimista, en un sentido positivo? La primera está falsificando la
realidad, y la segunda sabe aprovechar las circunstancias reales. La primera intenta cambiar lo
real en favor de la meta concreta establecida -dar el paseo-. La segunda se centra en un fin más elevado,
pasarlo bien juntos, y reconoce que el paseo o el juego son medios.

Por eso se puede considerar el optimismo como una condición personal que permite a cada
uno optimizar la situación con realismo. El desarrollo de la virtud del optimismo supone ser realista
y conscientemente buscar lo positivo antes de centrarse en las dificultades. O ver lo que pueden
ofrecer las dificultades en sí.”

“La intensidad con la que se vive esta virtud dependerá de la capacidad de la persona de distinguir lo que
es positivo, en situaciones que presentan más o menos dificultades.”146

La persona optimista es la que, en cualquier situación, destaca lo que es positivo en sí y las posibilidades
de mejora que existen, y recién después analiza lo negativo, aprovechando lo bueno y aceptando lo demás
con buen ánimo. Es el famoso caso de dos personas que estaban en una mesa ante una botella que tenía
vino hasta la mitad. El optimista veía la mitad llena, mientras que el pesimista veía solo la mitad
vacía.

145
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs”. Edición EUNSA. Pág 93.
146
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Edición Eunsa. Pág. 93.

202
Que seamos optimistas tampoco quiere decir necesariamente que estemos siempre alegres y contentos.
El optimismo no exige necesariamente que estemos todo el día hecho unas pascuas, porque a veces la
vida presenta momentos muy difíciles.

El optimismo, para que sea virtud, necesita confianza en Dios, en los demás y en nosotros mismos, para
salir de una determinada situación. Si confiamos solamente en nuestras propias fuerzas, seguramente
llegará un día en que la situación nos superará, probablemente porque Dios permitirá que así sea, para
demostrarnos que solos no podemos. No es bueno para la persona pensar que puede salir sola de
todas las situaciones, y Dios, tarde o temprano, nos lo hará saber. Lo ideal es actuar como si todo
dependiera de nosotros, sabiendo que no depende sólo de nosotros.

Como lo definió en su momento el Cardenal Ratzinger (hoy S.S. Benedicto XVI) en su libro “Mirar a
Cristo”: “El temperamento optimista es algo muy hermoso y útil ante las zozobras de la vida. Cuando
una persona irradia alegría y confianza, ¿quién no se alegra con ella? ¿Quién no desea ese optimismo para
sí? Como todas las disposiciones naturales, el optimismo es una cualidad moralmente neutra, que cada
persona desarrolla y cultiva por su cuenta, del mismo modo que el resto de sus disposiciones personales
para formar de modo positivo su propia fisonomía moral. Ahora bien, el optimismo puede ir
engrandeciéndose mediante la esperanza cristiana, hasta convertirse en algo más puro y profundo; o
puede quedarse en una fachada, si esa persona lleva una existencia vacía y falsa”.

El optimismo es pariente cercano de la fortaleza, de la esperanza, de la alegría y de la generosidad, ya que


las actitudes optimistas hacen mucho bien al prójimo y generan muy buen clima alrededor. Ayuda a bien
vivir el estar rodeado de personas optimistas, así como resulta muy pesado estar con personas pesimistas
que ven sólo el lado negativo de las cosas y a quienes hay que llevar a cuestas (a ellas y a sus lamentos)
toda la vida.

El ambiente de familia puede colaborar a aprender a ver los problemas con una actitud favorable, en
donde todos colaboran para buscar la parte positiva. Si bien hay tendencias naturales en las personas, hay
ambientes optimistas para crecer (en donde existen críticas pero constructivas), y donde el optimismo
ante las situaciones se fomenta. Donde se festejan los acontecimientos alegres como bautismos,
casamientos, cumpleaños, aniversarios, entregas de diplomas, etc., que generan un ambiente agradable de
sana convivencia.

También hay ambientes pesimistas, tristes, en donde las críticas son destructivas porque nada construyen
en su lugar, en donde las personas se convierten en máquinas de impedir los pequeños o grandes
proyectos de cada uno, donde se ponen siempre palos en la rueda para llevarlos adelante y en donde el
momento en que se hacen, aunque pudieran ser oportunas y justificadas por reales y necesarias, nunca es
el apropiado.

Está de más decir que lo bueno es crecer en un ambiente optimista en donde se aprenda a confiar en la
ayuda de Dios, en nuestros seres queridos quienes interceden por nosotros ante Él en el cielo (porque
nos han precedido), en los demás y en sí mismo y a encarar los problemas de la vida con firmeza y visión
sobrenatural. Lo que la Iglesia enseña como la comunión de los santos.

Se aprende a ser optimista y se ejercita en la confianza, buscando ayuda y consejo en las personas fuertes
y sabias, festejando los buenos momentos, generando un clima de bienestar y armonía alrededor. Las
personas necesitamos saber que hay quien confía en nosotros y sobre todo en nuestro hogar, donde
necesitamos tener la certeza de que se nos querrá de manera incondicional. Es una actitud que se puede
aprender sobreponiéndose a nuestras inclinaciones naturales, que muchas veces pueden ser contrarias.
Hay tendencias naturales contrarias.

203
Una persona optimista estará dispuesta a volver a empezar otra carrera, a buscar un nuevo trabajo
aunque tenga sus años, a iniciar una nueva vida en una ciudad extraña porque ha tenido que mudarse a
un ambiente nuevo, a una ciudad ajena, contando con sus posibilidades y esfuerzo para salir adelante.

Mientras que su contraria, la pesimista, verá sólo la parte negativa y no verá una salida a ninguna
situación porque no contará con la ayuda de Dios. El fundamento del optimismo es precisamente la
confianza en Dios, que es Padre, bueno y providente. La vida nos presenta diariamente situaciones
en las que deberemos volver a recomenzar y necesitaremos de esa cuota de optimismo necesaria y de
confianza en Dios.

204
La sencillez

La sencillez es la virtud que “cuida de que el comportamiento habitual en el hablar, en el vestir, en


el actuar, esté en concordancia con sus intenciones íntimas, de tal modo que los demás, puedan
conocerle claramente, tal como es”.147

Dicho en otras palabras, la sencillez es la virtud de la inteligencia que nos hace rechazar todo lo que sea
complejo y complicado innecesariamente. Es el arte de saber reducir lo complicado a lo escueto
y sustancial. Aunque la vida es compleja, su conocimiento, el fin para el cual hemos sido creados y el
camino a seguir es sencillo.

La persona sencilla carecerá de artificios y complicaciones desde su interior, sus pensamientos y sus
razonamientos serán simples y profundos, no tendrá doblez, ni engaños. Sencillez es transparencia,
limpieza interior, soltura, espontaneidad, ausencia de cálculo y de especulaciones en nuestros actos. La
sencillez dará lugar a la naturalidad, que es esa vertiente aristocrática de la conducta, que se entreteje con
la llaneza, la sinceridad, la franqueza, la falta de doblez y de artificios.

“La naturalidad y la sencillez son dos maravillosas virtudes humanas, que hacen al hombre capaz de
recibir el mensaje de Cristo. Y, al contrario, todo lo enmarañado, lo complicado, las vueltas y revueltas
en torno a uno mismo, construyen un muro que impide con frecuencia oír la voz del Señor”.148

Es la virtud característica de los niños, que se presentan sin especulaciones y tal como son, diciendo lo
que sienten con la naturalidad propia de la inocencia, de la buena fe y del candor, de quien no ha sido
corrompido todavía.

En los niños no han aparecido los mecanismos complejos que se cierran a aceptar la Verdad. Sirva como
ejemplo a lo que digo:
En una oportunidad una catequista les pidió a los niños que le escribieran una carta a Dios. Entre las
cartas de esos pequeños filósofos había una que decía: “Dios, mañana me toca disfrazarme de diablo.
¿No te importa, no?...”

Atrás de esta aparente sencillez hay mucha teología... Los niños con su catecismo bien aprendido habían
comprendido que Satanás es el enemigo de Dios y su preocupación era que al Señor pudiera dolerle o
mortificarlo que uno fuese cómplice de él, o minimice el enfrentamiento y el gran daño que el diablo
produce en las almas.

De ahí la importancia de enseñar el catecismo a los niños, porque sus corazones y mentes inocentes y
sencillas les permiten mejor aceptar sin problemas las enseñanzas de Dios. Es por eso que no les
costará nada a los niños aceptar por ejemplo el dogma de la Santísima Trinidad, cuando se les explica que
son Tres Personas distintas en un solo Dios verdadero, de la misma manera que tres fósforos juntos
pueden fundirse en una sola llama. Sirva para entender lo que digo este relato que me consta verídico.
En una oportunidad, a una joven madre a días de enterrar a su bebé de cinco meses (nacido vivo por
medio de una cesárea), su hija de siete años le preguntó:
“Mamá, cuántos hijos tenés? Ella le contestó: “Tres”. Su hijita la corrigió y le dijo: “No mamá, tenés
cuatro”.

147
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaac. Editorial Eunsa. Pág. 379.
148
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaac. Editorial Eunsa. Pag. 384.

205
“Bueno,” - le contestó la madre - “uno muerto y tres vivos”. Su hijita de siete años volvió a corregirla
por segunda vez y le dijo: “No mamá, tenés cuatro. Sólo que uno vive con Jesús y los otros tres vivimos
con vos.”...

A esta sencillez de los niños, tan abierta y tan dócil a las grandes verdades es a la que se refirió Nuestro
Señor cuando dijo que hasta que no nos hiciésemos como niños no entraríamos en el Reino de los cielos.
Más tarde, esta virtud que es tan genuina y permeable en la niñez y que les permite aceptar las verdades
reveladas sin resistencias, será la que nos permitirá afrontar mejor los avatares de la vida, asumir los
sufrimientos y las dificultades como permitidas desde lo alto, y nos ayudará a sanar y curar mejor las
heridas del corazón y de la mente.

La sencillez es también la virtud de los sabios, de los que conocen lo esencial de las cosas y se limitan
a ello. De ahí que fueran los pastores (hombres sencillos) y los Reyes Magos (los sabios de Oriente)
quienes encontraron al Niño Dios. La sencillez tiene sabiduría, y los sabios son sencillos porque conocen
sus limitaciones de criaturas y la buscan de lo alto [a la sabiduría].

Es por eso que una persona sencilla aceptará más fácilmente el plan de Dios sin regateos, sin cerrarle la
puerta de su corazón con tacañerías, y responderá ante las situaciones con la simpleza de la Santísima
Virgen: “Hágase en mí Tu voluntad” o, como en las bodas de Caná: “No tienen vino”. Aceptará a sus
padres y superiores como lo son, con sus virtudes y defectos, y llamará al pan, pan, y al vino, vino.

El alma sencilla no es el incauto que es fácil de engañar, el ingenuo en el trato, que dice lo que siente sin
filtro ni prudencia alguna. Esta será una persona indiscreta, ingenua e imprudente. Casualmente, uno de
los motivos por los cuales es necesaria la sencillez es para “no hacer el ridículo”. Una persona que quiere
aparentar lo que no es, siempre estará fuera de lugar y generará menosprecio en los demás. “Dime de
qué presumes y te diré de qué careces”, dice el refrán.

La importancia de la sencillez en nuestras vidas está bien explicada en las “Cartas del diablo a su sobrino”
cuando el diablo viejo Escrutopo adoctrina a su inexperto sobrino Orugario en el arte de perder a las
almas y le dice: “Muchas son las conclusiones que saca de su estudio; y hay una en la que insiste con
frecuencia: lo natural, lo sencillo estorba en sus planes infernales. Al demonio le ayuda todo lo que
es rebuscado y artificial. En cambio, algo tan simple como un paseo por el campo puede inspirar en
el hombre el deseo de pensar más profundamente y sustraerlo así al influjo diabólico”.149
“Si su conciencia se resiste ¡atúrdele!”150

El alma sencilla simplemente será en su exterior como en su interior. Si escribe, su lenguaje será sencillo
y comprensible de manera que su lectura será amena y nos permitirá comprender lo que nos quiere decir.
Cuando hable, su vocabulario en general será rico pero no artificioso, rebuscado y complejo. Nos
permitirá entender su conversación y las ideas que nos quiera transmitir. Será lo contrario de lo que
aconseja el diablo a su sobrino para perder a las almas: “Mantén sus ideas vagas y confusas, y tendrás
toda la eternidad para divertirte”.151

En toda su apariencia carecerá de adornos superfluos, excesivos y ostentosos que la hagan aparecer más
rica, más joven, más moderna, más divertida, más grande de lo que es. La sencillez no complica
innecesariamente sino que simplifica todos los aspectos de la vida cotidiana. Va a lo esencial.

Esto lo constatamos en la tranquila vida de los pueblos donde las personas viven todavía en esa felicidad
serena que da una vida sana, y el trabajo produce lo que podríamos llamar las alegrías comunes y sencillas

149
“Cartas del diablo a su sobrino” C.Lewis. Editorial Andrés Bello. Pág. 7.
150
“Cartas del diablo a su sobrino” C.Lewis. Editorial Andrés Bello. Pág. 137.
151
“Cartas del diablo a su sobrino” C.Lewis. Editorial Andrés Bello. Pág. 30.

206
de una mesa bien puesta, de un mantel limpio, de una comida sabrosa, de compartir un mate o unas tortas
fritas recién hechas en un día de lluvia, del placer indescriptible de ver ponerse serenamente el sol en el
horizonte encendido como un fuego... De la crianza sana y despreocupada que provee estabilidad
emocional de por vida en los niños que viven alrededor de sus madres en un mundo de cariño y ternura,
difícil de comprender para esta sociedad moderna donde al primer problema se recurre al psicoanalista
para que nos solucione los problemas que el hogar tan lastimado y convulsionado de nuestro tiempo ha
gestado y no puede resolver.

Quienes hemos tenido la experiencia de conocer la vida sencilla de los pueblos y ciudades pequeñas del
interior hemos constatado que los niños se criaban sanos y fuertes al aire y al sol en contacto diario con
la naturaleza. Y si habían cometido alguna travesura no dejaban de recibir una buena llamada de atención
o castigo en la zona justa para llamarlos a la realidad. Los juguetes eran en su mayoría caseros y su belleza
consistía más en la imaginación que en la realidad. Una sola muñeca podía acompañar durante años
inolvidables de la infancia. Un palo podía ser un caballo, un sable, una lanza para luchar contra los indios
imaginarios. Varios palitos podían servir a su vez, para armar un barrilete.

La casa de la persona sencilla tenderá a ser sencilla, con todas las cosas necesarias para vivir (por más que
tenga objetos de calidad según su condición social y cultural), y lo mismo llevará (dentro de lo posible y
de su condición) una vida sencilla, sin ostentación, sin artificios, ni grandes complicaciones que sólo
implican un lastre para vivir diariamente, y a nada llevan. Sabemos que no es lo mismo ser Embajador de
un país que el portero de la embajada. Pero ambos, cada cual en su nivel y situación, pueden ser sencillos
y no vivir agobiados por lo innecesario. Cada uno tendrá que tener el orden de prioridades de lo superfluo
y de lo que necesita según su función en la vida.

La persona sencilla será sencilla aún en sus conversaciones, sin tratar de aparentar ser más inteligente,
más culta que los demás (nombrando distintos autores y hablando en difícil) o más divertida de lo que
en realidad es. Simplificará aún su modo de actuar. No pretenderá mostrarse tremendamente ocupada en
cosas muy importantes, no tratará de hacer creer que ha leído de todo, que sabe de todo, que está al tanto
de todo, cuando nada de eso hace falta en realidad para vivir bien.

Será sencilla hasta en sus diversiones (no necesitará ni programas exóticos, ni rebuscados
innecesariamente para distraerse, ni dar la vuelta al mundo para sentir que se tomó sus merecidas
vacaciones). En sus actitudes, en su vestimenta, hasta en la elección de sus comidas, disfrutará de lo poco,
de lo simple, de lo esencial, de lo que no genere un trabajo y un desgaste desproporcionado y estéril. Hay
quien dijo sabiamente: “Necesitamos vivir simplemente para que otros puedan simplemente
vivir”.

El vicio contrario a la sencillez es lo complicado. El alma que no es sencilla siempre estará


complicándose, torciendo todas las situaciones y planteos, llenándose de angustias sin sentido, viendo
problemas donde no los hay, pidiendo explicaciones de todo y por todo, vivirá llena de susceptibilidades
que harán muy dificultoso tratarla. Se ofenderá continuamente por pequeñeces. Por eso aconseja el diablo
viejo a su inexperto sobrino: “Todo ha de ser retorcido para que nos sirva de algo a nosotros. Luchamos
en cruel desventaja: nada está naturalmente de nuestra parte”.152 Y más adelante agrega: “Acentúa la más
sutil de las características humanas, el horror a lo obvio y su tendencia a descuidarlo”.153

A veces, lo obvio puede ser que mi amiga no pudo llegar al velorio de mi padre porque no había tiempo
material de hacerlo, o porque contaba con los medios justos y probablemente en ese momento no tendría
dinero para el pasaje, o no se lo autorizaron en el trabajo. Esto puede ser lo “obvio”. Lo obvio es lo que
es claro ante nuestros ojos, que no tenemos dificultad en comprender. Antes de prejuzgar y ofenderme
152
“Cartas del diablo a su sobrino” C.Lewis. Editorial Andrés Bello. Pág. 109
153
“Cartas del diablo a su sobrino” C.Lewis. Editorial Andrés Bello. Pág. 33.

207
porque no vino (aunque me llamó por teléfono varias veces desde larga distancia y me avisó que pidió
una misa por el alma de mi padre) debo tratar de comprender sus razones.

Una persona que no es sencilla, que es complicada, también cruzará toda la ciudad para ir a buscar los
tomates que le gustan, que venden únicamente en tal o cual verdulería especial que abre a una hora
determinada. Llevará en auto veinte cuadras a la modista un pantalón para que le levante un ruedo, porque
considerará que únicamente esa persona que vive en la otra punta de la ciudad y atiende sólo dos veces
por semana, sabrá hacerlo. Vestirá a su hijita de dos años a la última moda, con camperas con siete
bolsillos, con recortes, llenas de ojales, botones, cintas, recortes y pespuntes y todo lo que complique para
lavar, planchar y eventualmente coser cuando se descosa. Habrá en sus actitudes y elecciones una
continua desproporción entre el esfuerzo a realizar y el objetivo.

Para ir al colegio y aprender a leer y escribir hace falta una cartuchera con sus lápices, pero no ayuda a la
sencillez el pararse en una librería frente a la posibilidad de elegir entre docenas de modelos distintos de
cartucheras según nos quieren imponer con cada personaje de moda nuevo que aparece. Para hacer
deporte nos hacen falta unas zapatillas. Si son buenas, mejor. Pero el poder elegir entre docenas y docenas
de opciones genera más inquietud que seguridad, porque nunca estaremos conformes con la opción
elegida y siempre aparecerá otra que nos parecerá mejor y nos hará dudar si habremos comprado bien. Si
tenemos sed, un vaso de agua fresca nos la saciará, pero el poder elegir entre docenas de góndolas de un
supermercado una bebida no colabora a la sencillez de simplemente saciar la sed.

La sociedad moderna, con su consumismo exacerbado por la multiplicidad de propuestas en todos los
órdenes, arrasa también con esta virtud de la sencillez.

208
La discreción

La virtud de la discreción, hija de la prudencia, es “la reserva en las acciones”.

La reserva del que no hace sino aquello que conviene hacer, que no dice sino aquello que conviene decir,
que sabe callar aquello que le ha sido confiado y no debe decirlo. Es la sensatez para formar un juicio y
el tacto para hablar u obrar. Atañe al modo de ser y de comportarse.

La discreción es la pequeña virtud de la delicadeza, de la fineza espiritual, de la prudencia en el juzgar, en


el obrar, en el hablar, en el mirar, la que nos lleva actuar y hablar con oportunidad. Discreción es el mundo
de la medida, de la mesura. Es famosa la oración de San Fernando de Castilla que rezaba más o menos
así: “Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, inspírame siempre lo que debo pensar, lo que debo decir,
cómo lo debo decir, lo que debo callar, lo que debo escribir”... y estamos hablando de un rey... (Sólo que
de un rey cristiano que aspiraba a la sabiduría que otorga la santidad... para reinar...) y no de un monje de
clausura.

Discreción es saber proteger las intimidades de la vida propia y la vida ajena, que pueden ser desde
secretos que sabemos del prójimo, deseos inconclusos de otras personas, frustraciones, miedos,
insatisfacciones, ambiciones no logradas, etc. Ya lo dice el sabio refrán: “Tu amigo tiene un amigo, y el
amigo de tu amigo, otro. Por lo tanto, sé discreto”.

Una persona discreta no invadirá ni violentará además, la intimidad ajena. No hará comentarios que
irriten al prójimo, que lo incomoden, que lo violenten (y menos en un ambiente especial como puede ser
en la mesa familiar). No hará preguntas inoportunas ni en público ni en privado. No preguntará a una
persona a quemarropa cuánto gana, ni quién la llamó por teléfono, cuánto le costó lo que tiene puesto o
si sigue enamorada de su marido, si su hermana se casó embarazada o si es feliz en su matrimonio.

No comentará lo que debe callar (si hay alguien que él sabía que no ha querido venir a un festejo familiar
pero lo ha hecho solamente para armonizar, si escuchó una conversación privada que no le correspondía
y aun así tiene ganas de comentarla).

Repito por la claridad del ejemplo sobre la importancia de la discreción (y las consecuencias de no serlo)
una anécdota de San Felipe Neri quien confesaba asiduamente a una señora por sus críticas y
murmuraciones. Un día, San Felipe Neri finalmente cansado de ver su falta del propósito de enmienda,
le dijo en el confesionario: “Señora, vaya un día de viento a la cima de una colina y desplume una gallina”.
A la semana siguiente, cuando la señora volvió a confesarse, el santo le contestó: “Vaya ahora señora y
recoja las plumas...” Lo cual quiere decir que una indiscreción, como en el resto de las virtudes, puede
ser irremediable. Nunca sabremos hasta dónde habrá llegado el daño que habremos hecho y tal vez nos
será imposible repararlo.

Si comentamos por ejemplo en una mesa de un club o en reunión de amigos alegremente y jactándonos
de saber algunas confidencias, que fulanito de tal tiene una crisis matrimonial y que le gusta otra persona,
tal vez ese comentario llegue en poco tiempo a uno de sus hijos y pulverizará ante él la imagen que tenía
de su padre. Daño irremediable en ese corazón tal vez adolescente. Porque ¿cómo se repara este daño
hecho tal vez para siempre en el corazón de ese hijo?...

Una persona discreta se retirará sin hacerse notar, cuando sienta que su presencia pueda interrumpir la
intimidad de una conversación ajena. Por ejemplo si acompañó a una amiga al médico la esperará afuera,
si es un familiar hablará con el médico en privado, pero siempre elegirá retirarse, proteger la intimidad
ajena y no estar de más. Entre las dos opciones elegirá la de mantenerse a un lado y estar alerta en caso

209
de que se la necesite. Si ha sido invitada en una casa de vacaciones tratará de retirarse siempre antes (si es
que escuchó que vendrían otros invitados) o al menos cuando se cumpla la fecha prevista y no prolongará
su estadía hasta molestar. No pedirá nada que pueda incomodar a los dueños de casa (como un trato
especial, una comida determinada, una almohada más dura o más blanda) y se adecuará a los usos de la
casa.

Golpeará siempre una puerta antes de entrar, para no interrumpir la intimidad ajena. Tratará de no hacer
ruidos al caminar, al abrir y cerrar las puertas. Tratará de pasar inadvertida. No abrirá jamás una carta
que estuviese dirigida hacia otra persona respetando su intimidad (aunque sea de la familia o el propio
cónyuge). Esto lo puede hacer una madre con un hijo menor de edad si sospecha algo extraño de sus
amigos o en su comportamiento, pero para aconsejar en estos casos puntuales están los buenos
sacerdotes.

Una persona discreta tampoco querrá llamar la atención en toda su manera de comportarse (y por lo
tanto evitará gesticular y cuidará las posturas y la presencia). Se preocupará más en entonar con el
ambiente que en reinar sobre él, ese afán de protagonismo que es lo que ridiculiza, expone y desfigura
tanto a las personas.

El discreto tendrá además un estilo de vida sobrio y moderado en todos los órdenes. Evitará todos los
excesos. Tendrá lo que hoy en día definimos comúnmente como “perfil bajo”. Esto se notará desde los
colores de su vestimenta (porque tomará de la moda lo más clásico y menos llamativo), hasta su casa, el
auto que use (que no será ostentoso sino bueno y confortable), los lugares que elija para veranear (que
serán los más apropiados para su familia y no los que dicten las modas del momento) y el modo en que
lo haga. La persona discreta, y por lo tanto educada, tenderá a lo sobrio, a lo elegante en las formas, en el
modo de vestir, en la decoración de su hogar y hasta en su lenguaje.

Es muy importante la discreción en orden a la convivencia con respecto a la vida de los demás, familiar
y laboralmente. Se puede ser discreto o indiscreto con un gesto (demostrando con un bostezo que
estamos aburridos en una conferencia o en clase), con una mirada (clavándola sobre una persona que
accidentalmente se está cambiando en un vestuario o tiene un defecto físico como una renguera, una
joroba o es enana), comentando con la vecina o el peluquero la intimidad de nuestra propia casa, los
problemas familiares o las limitaciones de cada uno de sus miembros.

Laboralmente, la discreción es una virtud muy importante y toca el mundo de la ética. Por ejemplo un
médico, deberá ser muy reservado con referencia al estado de salud y problemas personales de cada uno
de sus pacientes y no pasar información de los mismos a otras personas. Un empleado deberá también
tener sumo cuidado con el manejo de la información de una empresa o las intimidades de sus patrones a
las cuales haya accedido por distintos medios.

Para ganarnos la confianza de las personas (especialmente de los adolescentes) las claves están en la
comunicación, la sinceridad y discreción. El saber guardar las confidencias que nos hagan. Muchos
jóvenes se sienten traicionados por sus padres quienes, a veces, para vanagloriarse de lo que le han
confiado o por no darle la debida importancia que tienen las revelaciones secretas de los hijos, las revelan
y las publican a amigos y familiares.

El vicio opuesto a la discreción es la indiscreción. La revolución anticristiana, que ha vaciado al hombre


interiormente y lo ha desbordado totalmente, ha arrasado con la discreción.

En nombre de una falsa “sinceridad” y “autenticidad” y de rechazar la “hipocresía”, todo lo más


bajo, y los aspectos peores del hombre, está desbordado y expuesto hacia lo externo.

210
La revolución anticristiana ha expuesto la intimidad de las personas, con todas sus mezquindades al
dominio público para presentarla en su faceta en que menos se asemeja al Creador. Miserias, debilidades
y pecados que durante siglos estuvieron reservados al ámbito de la intimidad de los confesionarios ahora
son expuestos al común de una manera grotesca. Esta explosión de vulgaridad y de ordinariez es llevada
a su máxima expresión en la televisión, con programas en donde se muestra la intimidad de “personas”
(que ya han dejado de serlo), totalmente abandonadas de sí mismas, sin otros objetivos que estar tiradas
como animales.

211
La sobriedad

La virtud de la sobriedad, hija de la templanza, “entendida de una manera general, significa la


moderación y templanza en cualquier materia, pero en sentido propio o estricto, es una virtud
especial que tiene por objeto moderar, de acuerdo con la razón iluminada por la fe, el uso de las
bebidas embriagantes”.154
La virtud de la sobriedad “distingue entre lo que es razonable y lo que es inmoderado y utiliza
razonablemente sus cinco sentidos, su dinero, sus esfuerzos, etc., de acuerdo con criterios rectos
y verdaderos”.155
Dicho en otras palabras, es la virtud que modera y distingue entre lo que es razonable y lo que es
inmoderado, para que utilicemos razonablemente los cinco sentidos, el tiempo, el dinero, y hasta los
esfuerzos.

La sobriedad es el mundo de la mesura. Tiene que ver con la “medida”, con el “tanto y cuanto” de San
Ignacio. Puedo utilizar de las cosas y los sentidos “en tanto y en cuanto” me ayuden a ir a Dios y al
Bien, “y debo quitarme de ellas en tanto y en cuanto me impidan o desvíen de alcanzar el Bien”.

Es imposible vivir cristianamente y crecer en la vida espiritual si estoy atado a los placeres humanos de
una manera desordenada, ya que el embotamiento de los sentidos impide y entorpece sobremanera la
vida del espíritu. Es lícito tener buen gusto, cultivar el poder rodearse de cosas bellas y disfrutar de los
bienes y placeres que Dios nos ha permitido que tuviéramos, pero para vivir en cristiano el placer no
debe ser la meta de la vida, sino usar de ellos moderadamente de manera que no me distraigan de mi
camino al cielo.

Para vivir en cristiano hay que luchar contra la esclavitud de los sentidos. Hay que conocer y vivir los
valores que permitan mirar hacia arriba, hacia lo que perdura, hacia el cielo. Por lo tanto hay que buscarlos,
usando la inteligencia y la voluntad.

Lo que constatamos con más facilidad son los placeres, la comodidad, la satisfacción de los sentidos, los
caprichos y lo que sentimos es lo que llevamos en nuestro cuerpo. No quiere decir que el hombre
virtuoso, sobrio, no pueda ser espontáneo, ni pueda disfrutar, ni llorar, ni expresar lo que siente. No es
que deba ser insensible, indiferente, como si fuera de hielo o de piedra. La sobriedad es luchar contra el
deseo de dar al cuerpo siempre lo que quiere en orden al placer.

La falta de sobriedad estará en relación a la importancia que cada uno le dé a sus propios placeres y
caprichos. Entendemos como caprichos a los deseos superficiales, innecesarios, desproporcionados, sin
la reflexión necesaria, que nacen de decisiones momentáneas sin justificación alguna. Como el hacerme
la cirugía estética a los ochenta años porque quiero verme más joven, o el mandarme a hacer los zapatos
a mi medida (salvo que tengamos un problema específico) porque ninguna zapatería del país me satisface.

No es bueno para el alma ver todo lo que puede verse, ni oír todo lo que puede oírse, ni comprar
todo lo que podemos comprarnos, ni aún comer y beber todo lo que tengamos enfrente.
La persona sobria se quedará siempre con lo necesario, y es la sobriedad, hija de la prudencia y de la
templanza, la que lo llevará a tomar los debidos recaudos para no pasar la medida en donde el hombre
pierde el control de sí mismo. Esto es evidente en la comida y en la bebida. Cuando nos excedemos en
la medida el cuerpo se “venga” y nos sentimos mal. Pero esto se extiende en todos los órdenes: en los
gastos, en las diversiones, en los gastos superfluos como revistas, hebillas, pulseritas, anillitos, remeras,

154
“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 607.
155
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág. 209.

212
bebidas, CDs. En los gustos y caprichos que nos demos, en el uso del tiempo, del teléfono, de las docenas
de mensajitos diarios en los celulares y hasta en las demostraciones efusivas y desproporcionadas de los
afectos. La sobriedad nos permite manejar esa medida en todos los órdenes, pero se nota especialmente
en el comer y en el beber.

No se trata de no poder comer ni tomar lo que nos guste sino en la cantidad y con la mesura con que lo
hagamos. La persona sobria sabrá distinguir entre lo que puede y lo que debe con naturalidad en todas
las pequeñas opciones de la vida diaria.
Los jóvenes, especialmente, consideran esta virtud intrascendente, porque tienden a no privarse de los
placeres que tienen al alcance de sus manos. Toda la cultura actual tan anticristiana los incita nada más
que a satisfacer todos sus deseos y caprichos sin privarse de nada. Viven envueltos e inmersos en la
cultura de las “ganas” y del “me gusta”. Lo han oído y lo escuchan todo el día desde todos los medios
de comunicación, en las conversaciones aun de los adultos y hasta en el ámbito de la educación y lo tienen
ya impregnado. Hacen lo que tienen “ganas”, leen hasta donde tienen “ganas”, toman lo que tienen
“ganas” y dejan en el plato de comida también lo que tienen “ganas”. Vemos en los supermercados aun
a los niños de tres años haciéndole comprar a los padres lo que tienen “ganas” de tener y a los padres
cediendo al mandato...

Debido a los avances de la técnica y el confort, el ataque a la sobriedad en estos últimos años se ha
desbordado en todos los órdenes. Desde el no poder saciar jamás la sed tomando simplemente agua
fresca, hasta las gomas de borrar para el colegio con distintos olores (a frutilla, a banana o a mandarina),
las mochilas del colegio con infinitos detalles superfluos e innecesarios, hasta las zapatillas con luces
fluorescentes que se encienden y se apagan, celulares con todo tipo de opciones musicales como llamado,
las calcomanías que se pegan en las piernas y en el cuerpo. Todo esto que parece inofensivo es altamente
destructivo para la virtud de la sobriedad. Todo esto se agrava porque está inculcado especialmente y
desde la etapa de formación, generando una saturación de los sentidos en todos los órdenes.

El vicio opuesto a la sobriedad es lo inmoderado, lo exagerado. Esta falta de sobriedad hoy es


estimulada desde la infancia, con cuartos repletos de juguetes de moda, con la interminable cadena de
mensajitos constantes en los celulares para estar comunicados todo el tiempo, continuamente y para decir
que estamos “en casa de Mariana”... y al rato otro mensaje “tomando un mate”... Este hábito se ha llevado
hasta los celulares en manos aun de criaturas de dos años que aprietan un botón y se comunican con sus
madres. Todo esto atenta aun contra la virtud cardinal de la templanza, del saber dominarse, de la
paciencia que debiera inculcarse desde la infancia, y genera una intemperancia de darle satisfacción
inmediata a los sentidos, a los deseos, a los caprichos que invaden nuestras vidas y las ajenas. Un
celular recibiendo mensajitos continuamente invade los almuerzos familiares, las conversaciones y los
momentos de confidencias que pueden generarse, interrumpiendo constantemente las vidas ajenas. Todo
es superfluo, inmediato, y genera una dependencia innecesaria. Ata al espíritu y lo somete a la
materia, arrasando con el señorío propio de las personas que se conducen en la vida sobriamente
y dueñas de sí.

213
La austeridad

La austeridad es la virtud que “nos independiza de las cosas, que nos lleva a conformarnos con
poco, que nos mortifica nuestras ansias de poseer cosas y darnos gustos desordenadamente y
nos limita a lo esencial”. La austeridad nace y muere en el espíritu de la persona.
El hombre austero se arregla con poco, tiene pocas necesidades y por lo tanto pocas cosas lo
desestabilizan. El austero no se altera por la abundancia o ante la carencia.

La civilización greco romana dejará en herencia a la civilización cristiana al hombre de Roma, cuya virtud
característica era la fortaleza, acostumbrado a las inclemencias del tiempo y con el ánimo siempre parejo.

La cristiandad tomará este modelo y le sacará brillo dándole sentido al señorío del espíritu sobre la
materia. Desarrollará esta virtud interior que nace desde adentro y está relacionada con el estado de
ánimo de la persona que no se altera y permanece en paz aunque las cosas le sobren o le falten. Es parte
de una lucha ascética, y el tomar distancia y desapego sobre las cosas y tiene una raíz espiritual. De ahí
que la austeridad sea una virtud a practicar en todas las personas, no sólo en las que tienen bienes.

La austeridad nos recuerda que no hemos nacido para poseer bienes únicamente ni para fabricarnos un
mundo de bienestar, sino que la persona humana tiene un fin más alto en su existencia que es salvar su
alma y por lo tanto tiene necesidades superiores a las materiales. Hay que aprender y saber vivir en la
abundancia como en la carencia, con el mismo señorío sobre las cosas. Nos invita a una vida sobria,
serena, medida, sencilla, con una cuota de mortificación en todos los órdenes que, aunque aparente ser
desagradable, nos dará una gran libertad de espíritu. San Agustín nos dice: “Buscad lo que basta, y
no queráis más. Lo demás es agobio, no alivio. Apesadumbra, no levanta”.

Como el romano, el hombre de campo, en contacto con la naturaleza y acostumbrado a soportar las
inclemencias del tiempo, así como quienes tienen sus mentes en preocupaciones superiores (como la
ciencia, la investigación seria o la enseñanza), estarán mejor dotados para desarrollar la virtud de la
austeridad. Los argentinos, al tener más fácil acceso a vivir rodeados de la naturaleza y la vida rural,
podemos constatar que, aun siendo las mismas personas, ni bien nos encontramos en el campo, en pocos
kilómetros de distancia que recorremos, nuestras necesidades bajan al mínimo.

Es real que se necesitan medios materiales mínimos para vivir dignamente y bien, pero lujos y caprichos
no se necesitan. El peligro aparece cuando las lícitas necesidades se desordenan y comienza el
materialismo a engendrar a su hijo desordenado: el consumismo, porque la persona busca y tiende a
satisfacer su ansiedad (que no es más que su sed de Dios) adquiriendo sin parar cosas materiales y placeres.
Entonces aparecen necesidades como zapatillas de deporte para un adolescente que cuestan lo mismo
que gasta una familia entera para vivir un mes, lo cual es un despropósito.

No es cristiano vivir rodeados de los tesoros de Alí Babá, y los grandes almacenes a los que somos tan
adictos debieran servir para facilitarnos la selección de productos, no para llevárnoslos puestos todos
encima. Es por eso que, para recordarnos este principio de mortificación, la Iglesia propone dos épocas
de mayor austeridad en el año: el Adviento (para prepararnos para la venida del Niño Jesús) y la Cuaresma
(para prepararnos para la Semana Santa y recordar la Pasión de Cristo, su Muerte y Resurrección).

La austeridad además nos dará mayor capacidad de gozar de los bienes cuando los tengamos y de no
sufrir cuando los carezcamos. Santo Tomás nos dice que un mínimo de bienestar material es necesario
aun para ejercitar la virtud. El bienestar mínimo de la persona humana es una vivienda digna y buena,
alimento, abrigo y educación garantizado por medio del trabajo. Más adelante se hará necesario el poder
ejercitar otras virtudes que requieren intimidad. Por ejemplo, el pudor exige que varones y mujeres (aun

214
hermanos) duerman a partir de una determinada edad en cuartos separados, y la prudencia nos indica que
aun los hermanos del mismo sexo deben dormir en camas separadas. De ahí que un acceso y un consumo
razonable de bienes sean necesarios y buenos para lograr cierto bienestar no solo material sino
espiritual para la persona humana.

La austeridad en el modo de vivir y la necesidad y cuidado que demostramos tener sobre las cosas se
manifestará además en muchos detalles de la vida diaria y cotidiana como: usar un frasco de champú a la
vez y no tener varios abiertos (aunque podamos comprarlos), utilizar la cantidad necesaria de detergente,
jabón de lavar, papel para escribir y no hacer un derroche caprichoso en todo aunque podamos pagarlo.
El cuidar de las cosas, el no estropearlas y el no derrochar por haraganería o descuido como: apagar las
luces, cerrar las canillas, no darnos baños interminables derrochando una cantidad innecesaria de agua,
aprovechar y organizar los viajes en auto (cuando varias personas van al mismo lugar y a la misma hora),
sacrificando un poco de independencia y autonomía, serán detalles que demostrarán que valoramos el
tener tantas cosas que otros no tienen.

Recordemos que la austeridad es una virtud que nos ordena a utilizar lo esencial, a liberarnos de lo
superfluo y frívolo, de la ostentación en todos los órdenes, de ahí que el tener acceso a comprar muchas
cosas o lo que queramos no la contradiga ni la suprime, si no que debiera ordenarnos más. La cantidad
de elementos a tener en una casa, de ropa en el guardarropa, aun de comida en la heladera, debe guardar
siempre una cierta proporción entre las necesidades y lo que compramos o tenemos.

Es un deber de los padres el inculcar esta virtud en los hijos de tener lo justo, lo que necesitan y, sobre
todo, de disfrutar de lo cotidiano y ordinario como una ducha de agua caliente en un día frío y
destemplado, una cama con sábanas limpias, una frutera con distintas frutas para elegir, un buen fuego
encendido en invierno, una buena charla en familia. Porque o se enseña a valorar estas pequeñas
cosas o no se aprenderá a valorar nada y nos sentiremos con derecho a tenerlo todo y mucho
más.

Cada persona puede tener distintas necesidades según el cargo o dignidad que represente en la vida. No
es lo mismo ser la Primera Dama de un país o la señora del Embajador que la maestra de una escuela
rural. Ambos puestos o trabajos son igualmente dignos, importantes y necesarios, pero una posición
requerirá más elementos materiales (como vestidos, alhajas, autos, empleados) que otra. Cada cual en su
puesto y en su vida puede aún guardar un orden, una proporción, una medida y una cuota de equilibrio
que no ofenda a Dios y al prójimo que poco o nada tiene.

No obstante, aun dentro de lo lícito, el austero da un paso más que toca la virtud. Si en público disfruta
de los bienes porque le es debido por su estado (como el Papa, Felipe II de España o San Luis rey de
Francia) en privado se privarán seguramente para mantener su equilibrio y su dominio sobre la materia.
Si bien estos personajes sabemos que tuvieron y tienen disponibilidad sobre todas las cosas, se privaron
y se privarán en privado (con ayunos y mortificaciones materiales y espirituales) para tomar distancia
sobre ellas.

En el comer y en el beber la austeridad es un deber de justicia hacia Dios en primer lugar, y de gratitud,
por tener lo que tantos carecen aun para subsistir. En segundo lugar por respeto y recuerdo de tantos
millones de personas que nada tienen y mueren de hambre. Esto nos llevará a servirnos tan sólo lo que
habremos de comer, a no prepararnos manjares muy elaborados y costosísimos, a cuidar que la comida
no se tire y lo que sobre se aproveche. Lo cristiano es optimizar la utilización de las cosas en todos
los órdenes. El no desperdiciar lo que otros necesitan abarca todos los órdenes para la conciencia
cristiana, pero es en la comida donde toma mayor relevancia porque sabemos que hay millones que
mueren por carecer de lo necesario.

215
Todo lo que digamos sobre la austeridad y el respeto que debiéramos tener sobre la comida
resultará poco. En épocas más cristianas se inculcaba a los hijos en las familias no sólo a elaborar en
casa la comida sino que había lemas que pasaban de generación en generación como: “la comida no se
tira” y “el pan es sagrado” por respeto a quienes no lo tenían delante de sí. Ese es por último el sentido
de la bendición de la mesa. El agradecer a Dios providente que tenemos los alimentos necesarios para
alimentarnos que otros carecen. Tanto era así, y tan impregnado estaba este concepto cristiano en los
usos y costumbres de la sociedad, que aún en ambientes pudientes nadie osaba tirar un trozo de pan al
tacho de basura, más bien se lo guardaba para que, una vez seco, se pudiera rayar y se utilizara.

Hoy en día, con el sistema impuesto a rajatabla de comprar la comida hecha (que siempre es mucho más
cara y menos sana que la casera), a veces en cantidades desproporcionadas y además tirar a la basura lo
que sobra porque “se enfrió” en el trayecto hasta casa, o porque no estaba “todo lo rico” que quisiéramos,
clama al cielo. Hay circunstancias especiales a veces en que es lícito hacerlo (porque no hubo tiempo,
porque nos sorprendieron con un festejo, porque se agregaron muchos familiares de improviso, porque
hay días en que uno está sobrepasado de trabajo, porque queremos darle un respiro a nuestra mujer o a
nuestra madre ese día y la invitamos a comer afuera, etc.)
Pero este nuevo hábito del use y tire que se impone aún en el comprar como sistema la comida hecha,
de criar a los niños desde la infancia comiendo en los shoppings con luces artificiales en pleno día y un
ruido ensordecedor, se convierte en un estilo de vida equivocado por comodidad. Hace que finalmente
uno ruede por la pendiente que hemos descripto anteriormente. Lo bueno para la persona, como regla
general, será el ámbito de la casa, de lo casero, de lo elaborado, de los elementos frescos y sanos para
cocinar, de la buena administración del presupuesto familiar para que, si nos sobra, lo utilicemos mejor y
no lo derrochemos. Todo este desorden actual es anticristiano.

La austeridad en la administración pública, donde se manejan bienes de todos los ciudadanos es


primordial. Es un delito grave en un gobernante el manejar desordenadamente los fondos públicos, sin
transparencia o administración. El despilfarro y el derroche en todos los órdenes es un pecado grave,
pero más cuando lo hacemos con dinero ajeno que a muchos les habrán costado enormes privaciones
(con el pago de impuestos o tasas excesivas). Este es otro pecado que clama al cielo. Aun en la abundancia
de bienes de una Nación es responsabilidad de los gobernantes mantener una administración austera y
cuidadosa, reservando para los momentos de carencia que siempre pudieren sobrevenir.

La austeridad en la función pública y en la administración de los bienes públicos debiera ser básica entre
los gobernantes, quienes en épocas más cristianas lo entendieron así. La función pública empobrecía, y
servir a la Patria no era la oportunidad para enriquecerse y hacer negocios. Por eso se le
llamaba “cargo” público, porque era una “carga”, un peso a llevar para el Bien Común. Gracias a Dios
nuestra Argentina cuenta con una lista de hombres que pasaron por los organismos del Estado y aun por
la Presidencia de la Nación y se retiraron a vivir en completa austeridad.

La cultura cristiana siempre predicó el ahorro no sólo como disciplina y autodominio sino como un gesto
de responsabilidad hacia el bienestar y estabilidad de quienes están a cargo nuestro. La Historia nos enseña
que la austeridad fue la virtud propia de nuestros patriotas, y hombres como Belgrano y San Martín
vivieron y murieron austeramente. Nos relata que el Gral. Belgrano tuvo que pagar con su reloj de oro al
médico que lo asistió en la hora de su muerte, y que la lápida de su tumba fue extraída de su cómoda.

Uno de los vicios contrarios a la austeridad es el consumismo tan condenado por la Iglesia, ya que lanza
al hombre en una carrera interminable de posesión de bienes y en un espejismo irreal que lo hace creer
que las cosas y los placeres saciarán su sed de eternidad y de felicidad infinita. La persona vacía de Dios
y de vida espiritual siente que al comprar y comprar, su vida “cambiará”. Se distrae al menos por unos
instantes, con el placer real que genera el adquirir. Si está deprimida/o, si fracasó en el ingreso, si se
rompió un noviazgo, si discutió con sus padres etc., el hombre moderno siente que la primera reacción

216
para gratificarse es comprar… Así confesaba una paciente a su psiquiatra: “A mí me gusta comprar
porque me libero, es como si mi vida cambiara en esos momentos”.

Quien haya pasado en los Estados Unidos las fiestas de fin de año, principalmente la Navidad, habrá
experimentado lo que significa una sociedad consumista en acción. Comienzan a celebrarse con varias
semanas de anticipación. Ya desde noviembre todo el mundo no hace más que hablar de ellas. Es
corriente oír: ¿Cómo te preparas para las Fiestas? ¿Qué planes tienes? ¿Cómo vas a decorar tu casa? ¿Has
comprado los regalos? ¿Lo pasarás con tu familia o vas a tomarte unos días vacaciones y te irás a alguna
parte?, etc. Los negocios compiten con adornos y la decoración, entre los que sobresalen enormes árboles
de varios años que han sido cortados para colocarlos y decorarlos de distintas formas. Tanto el interior
como el exterior de las casas y de los negocios se transforman. Los Papá Noel compiten con las plantas
y las flores, especialmente con la estrella federal y los crisantemos. Canciones navideñas se escuchan por
doquier y contribuyen al “espíritu navideño”. Las personas, a su vez, decoran los frentes de sus casas
según su arquitectura y colocan cientos de luces cuidadosamente distribuidas. En el interior de las casas
se destaca el arbolito de Navidad que se compra en los supermercados o los viveros. Arboles naturales
cultivados por millones para ser vendidos en las Fiestas. Los diarios ya en noviembre se inundan de avisos
de toda índole que incitan al consumo. Páginas y páginas están dedicadas a ofrecer con una publicidad
bien organizada toda clase de artículos para comprar y vender. Como se ve, los sentimientos religiosos
de la Navidad pasan a un segundo o tercer plano… siendo desvirtuados por esa actividad y ámbito
festivo que en el trasfondo tiene un solo fin: vender, vender y vender… Y por ende comprar, comprar
y comprar… En enero, las estadísticas que aparecen en los diarios, revistas y la televisión demostrarán
los récords alcanzados por la venta de los distintos artículos y demostrarán cuales fueron los más
vendidos. Este es un reflejo más y uno de los tantos aspectos de la sociedad de consumo.

Esto, que durante años lo hemos visto como extraño a nuestra cultura, si bien nos hemos resistido, hoy
también lo hemos “comprado” en nuestra Patria, y sin darnos cuenta este espíritu de consumo
que “ahoga” el espíritu de Navidad y lo desplaza se ha hecho poco a poco costumbre también entre
nosotros. El replanteo de vida (que debiera ser el tema del Adviento), las confesiones anuales y el espíritu
de perdón de las relaciones familiares rotas o lastimadas son dejados de lado por la febril actitud de
comprar. Lo cual no está mal si viniesen después de haber hecho nuestros deberes para con Dios, Quien,
en primer lugar es Quien cumple los años que festejamos. El aniversario del nacimiento de Dios es
lo que en principio festejamos. Festejarlo, recordarlo y homenajearlo a Él. Esa es la Navidad.

La revolución anticristiana ha impuesto además del consumismo y junto a él, una filosofía de vida
hedonista que prioriza el placer, el adquirir y el disfrutar como los mayores objetivos a lograr en esta vida,
que se convierten en un cáncer para el alma del hombre. Las cosas son para el alma humana insatisfecha
y alejada de Dios como el agua salada, más se toma y más sed produce. El “use y tire” de la sociedad
moderna no es un concepto cristiano sino importado de la sociedad materialista y consumista del mundo
desarrollado, ajeno a nuestra idiosincrasia.

En la actualidad, entre una sociedad occidental opulenta y el resto del mundo que muere de hambre, el
consumismo exacerbado de los países ricos clama al cielo. El consumismo del primer mundo (que deja
enormes edificios enteros encendidos de noche porque les sobra energía eléctrica), frente a la total
carencia de bienes primordiales para una vida digna del tercer mundo es un pecado de escándalo. Pero
son las condiciones que el primer mundo ha decidido imponer al resto de los países, para impedir que se
desarrollen y aspiren a consumir las riquezas naturales que ellos quieren conservar sólo para sí. Así de
simple y así de sencillo.

El primer mundo opulento y rico no está dispuesto a compartir las riquezas que Dios ha puesto en la
Tierra para todos los hombres y está decidido a mantener en la pobreza a millones de personas con tal
de no tener que compartir los bienes y modificar su “estilo de vida” de pleno derroche y consumo.

217
Pretende seguir con su nivel de vida y que el resto del mundo subdesarrollado “ahorre” los bienes
naturales para ellos después consumirlos. Lo primero que hay que hacer entonces es impedir que los
hombres en esos países subdesarrollados (como nosotros) nazcan... De ahí las políticas anti natalistas
impuestas por ellos.

Por el contrario, la Iglesia enseña que los bienes han sido puestos por Dios en la tierra para el bienestar
de todos los hombres y aquellos que más tienen deben compartir libremente y solidariamente con los que
tienen menos, para usarlos con prudencia y generar, dentro de la medida que cada uno pueda, el mayor
bienestar posible a sus semejantes, generando fuentes de trabajo, que es, además, un acto de justicia.

Si bien el ahorro siempre fue enseñado en la cultura cristiana como un bien que hace a la estabilidad de
la persona, de las familias y aun de los Estados, para subsistir a través de los malos momentos, ello no
implica el caer en vicios o pecados opuestos. Uno es la tacañería, el usar triquiñuelas y manejos con los
cuales uno se aprovecha del otro económicamente. Si vivo en el cuarto piso de un edificio horizontal
cuyo sistema de calefacción está previsto para que todos los pisos al encenderla se templen unos con
otros y pudiendo hacerlo, yo no la prendo nunca porque me basta con al calor del tercero y del quinto,
no seré austero sino tacaño, porque con esta “astucia” estaré perjudicando a los que viven arriba y abajo.
Me estaré aprovechando de ellos para que me paguen la calefacción sin contribuir yo con nada.
La austeridad por lo tanto no es tacañería (que es tener el alma mezquina del usurero). Con la
austeridad me privo y me libero yo de lo material, con la tacañería perjudico al prójimo con el cual no
comparto ni ayudo a aliviar sus necesidades o simplemente le quito lo debido y me aprovecho de sus
bienes.

La tacañería si se agrava puede degenerar en el pecado de avaricia. Y la avaricia es querer acumular y


acumular, sin compartir ni tan siquiera poder y saber disfrutar de las riquezas.

218
La bondad

La bondad es “ la disposición permanente que nos inclina a hacer el bien de manera amable,
generosa y firme, con una profunda comprensión de las personas y sus necesidades”.

No es un sentimiento dulzarrón y flojo como se lo presenta generalmente, sino fuerte. El que ama bien
quiere el bien de quien ama, por eso, si es necesario, sabe mostrarse duro.

Lo bueno tiene que estar ordenado al bien del otro. Muchas veces hay una tendencia natural hacia la
bondad con más énfasis en algunas personas, pero la bondad para que sea virtud debe ordenarse al bien
del otro. Nuestros actos serán buenos y haremos el bien siempre y cuando lo que hagamos con el prójimo
sea bueno para él a los ojos de Dios.

El Bien a veces puede estar mal hecho. A veces, aun las personas “buenas” no hacen el bien. Sería el
caso de los padres que no ponen límites a sus hijos y les permiten hacer de todo (pensando que lo hacen
por amor y que así les demuestran más afecto), cuando en realidad es un mal para ellos. Para crecer seguro
hacen falta los límites que contienen y marcan el camino a seguir. Si los padres creen que hacen un bien
quitándolos, en realidad estarán haciendo un mal. Si una chica sabe que su hermano se droga y se cree
que es “buena” con su hermano porque no se lo dice a los padres, en realidad lo que le está haciendo es
un mal, ya que evita que sus padres, sabiéndolo, tal vez lo puedan ayudar.

Otras veces el Mal tendrá apariencia de Bien. Este es el caso de las leyes de educación sexual
obligatoria en los colegios. Se “presentan”, nos las “venden” y nos las “imponen” como buenas, cuando
en realidad sabemos que son diabólicas. Lo que harán es arrasar con la virtud, la pureza, la inocencia
y toda la ley de Dios desde la infancia y la adolescencia, lo cual indica que son un Mal. A decir
verdad el mayor Mal que ha sufrido la Patria en toda su historia.

Podemos tener actitudes buenas o acciones bondadosas y hasta grandes sin por ello ser personas buenas.
Para ser verdaderamente buenos, hay que actuar a través de nuestra vida y con naturalidad con esa
tendencia constante de hacer el bien, desde el corazón y desde la mente. Todos conocemos personas a
quienes pareciera que naturalmente están dispuestas a ayudar a quienes necesitan, a quienes pareciera que
jamás se les ocurre ningún acto de malicia y tienden naturalmente a comprender las circunstancias de las
personas con una tendencia a ver lo bueno en los demás. A todos nos ha sucedido conocer seres humanos
así.

Bondad es, además, la fortaleza que tiene quien sabe controlar su carácter, sus pasiones, y sus arranques
para convertirlos en buenas acciones. Si no somos buenos naturalmente, siempre
podremos ejercitarnos en esta virtud, empezando por no hacer el mal y siguiendo el ejercicio según lo
decía Platón: “Buscando el bien en nuestros semejantes encontraremos el nuestro”, tratando de ver lo
bueno en las personas, ponderando y exaltando sus virtudes públicamente (aunque nos cueste), tratando
a los demás como quisiéramos que nos trataren a nosotros mismos, con amabilidad educación, respeto y
justicia, correspondiendo a la confianza que los demás han depositado en nosotros, visitando y
solidarizándonos con nuestros amigos, familiares o empleados más necesitados o afectados por distintos
problemas, explicándoles lo que les cuesta aprender y nosotros ya sabemos, sirviendo al prójimo
desinteresadamente, etc.

San Agustín decía que: “Cuanto mejor es el bueno, tanto más molesto es para el malo”. Es por eso que
la bondad de otros muchas veces es motivo de burla o de desprecio, porque genera malestar
y reproche en nuestras conciencias. De ahí que se tienda, para quitarnos este reproche de encima, a
descalificar a los buenos, confundiendo su bondad con debilidad y el ser personas manejables.

219
A nadie le gusta que lo ridiculicen por ser el “buenito” del aula, de la oficina, de quien todo el mundo se
aprovecha y se presenta como el bobo. A nadie le cae bien que se aprovechen de su buena disposición y
ser el continuo blanco de “vos que sos bueno andá a prender el fuego del asado” o “vos que sos bueno,
tráeme un mate”, etc. No deberíamos entonces generar esta confusión. Deberíamos decir entonces: “Vos
que sos siempre tan servicial, ¿no me prepararías un mate?”.

El ser bueno no quiere decir ser condescendiente con la injusticia o indiferente con lo que está bien o
mal en las actitudes o acciones de quienes nos rodean. El ser condescendiente con todas las actitudes y
situaciones que nos rodean muchas veces es falta de compromiso, flojera o falta de carácter. Nuestro
Señor fue tan bueno cuando le devolvía la vista a los ciegos como cuando echaba a los
mercaderes del Templo. No dejó de ser bueno. Simplemente dentro de su bondad, la prioridad
era la gloria de Su Padre.

Tampoco será bondad el vivir exaltando nuestras buenas acciones, porque la bondad, como la
generosidad, no espera nada a cambio. Dijimos que la gratitud es la virtud que nos hace reconocer las
deudas que hemos adquirido con el prójimo por el bien que nos ha hecho en determinadas circunstancias.
Pero lo que nos obliga a reconocer como deuda hacia nuestro prójimo no nos exige a nosotros pregonar
nuestras buenas acciones y gestos ante los demás. Serán los demás quienes estarán obligados en
conciencia a reconocerlo. No necesitaremos hacernos propaganda porque entonces nuestras buenas
acciones se verán empañadas y las echaremos a perder. Serán buenas acciones tal vez, pero se
desmerecerán con nuestra falta de humildad.

El hacer el bien calladamente también tiene que ver con la modestia, que modera el accionar de las
personas y frena la ostentación (lo suntuoso y aparatoso que quiere llamar la atención desmedida) y la
jactancia (la alabanza propia desordenada y pretenciosa).

Lo contrario a la bondad es la maldad, la dureza de corazón.


Nuestro siglo XXI, tan alejado de Dios que es la suma Bondad, ha endurecido el corazón de las personas
y se manifiesta en todo su accionar y hasta en el ámbito de las leyes. La industria del juicio, que despoja
injustamente a las personas de sus bienes con falsas excusas o las hace vivir atemorizadas de perderlo
todo. La legalidad de matar desde el vientre materno y en un futuro próximo hasta a los ancianos por
descartables. El fomentar la corrupción de los niños y los adolescentes de manera obligatoria desde el
ámbito de la educación, son todas manifestaciones diabólicas de la maldad llevadas hasta sus
máximas consecuencias.

220
La comprensión

La comprensión es la virtud “que reconoce los distintos factores que influye en los sentimientos o
en el comportamiento de una persona, y profundiza en el significado de cada factor y en su
interrelación, ayudando a los demás a hacer lo mismo, y adecua su actuación a esa realidad”.156
Dicho en otras palabras, es la facultad de entender los problemas, los comportamientos, las decisiones y
las miserias del prójimo, tratando de captar las razones que lo llevaron a las mismas.

Lo que hace valiosa a la virtud de la comprensión es que, para comprender al otro, hay que, primero, dejar
de pensar sólo en uno mismo. El deseo de ayudar al prójimo será el motor principal que nos llevará a
desarrollar esta virtud. Nos permitirá hacer los esfuerzos necesarios para ponernos en el lugar del otro y
comprender los estados de ánimo de las personas, a quienes, el sólo hecho de sentirse escuchadas y
comprendidas las predispondrá a hablar y a sentirse mejor.

Lo más importante para la otra persona será constatar que alguien se preocupa por ella, pero que, a su
vez, respeta su intimidad. El ser humano muchas veces se siente comprendido cuando la otra persona
simplemente repite los mismos hechos con otras palabras, como si ella también hubiese vivido situaciones
similares. No es lo mismo decir: “vamos a ver cómo podemos solucionarlo” a decir: “tendrías que haber
hecho esto y no aquello”.

Comprender no quiere decir avalar o estar de acuerdo con un comportamiento incorrecto o desordenado
del prójimo. Implica escuchar, con reserva, sin juzgar a la persona por lo que nos cuenta y las confidencias
que un corazón angustiado pueda hacernos. No se trata de demostrar que uno está “por encima” del
otro, y transmitirle que uno jamás hubiese sido capaz de un comportamiento semejante. Es tratar de
ponerse en el lugar del otro para que, desde su situación, podamos ayudarlo a superarlo. Tendremos
siempre presente que Santa Teresa de Ávila, la Grande, decía que: “No hay pecado por más bajo que sea
que yo no sea capaz de cometer si la gracia de Dios no me sostiene”...

Para poder llegar a comprender al prójimo y que éste nos haga una confidencia, primero habrá que
generar un clima propicio. No será el ambiente adecuado para una confidencia cuando no tengamos cierta
intimidad. Cuando el teléfono suene a toda hora y haya que atenderlo. Cuando nos lleguen los mensajitos
continuos a los celulares y estemos más atentos a leerlos que a quien nos habla, o cuando estemos
expuestos a que cualquiera en cualquier momento pueda interrumpir la conversación, (como el recreo
del colegio, la pileta de un club o la mesa que compartimos al final de un torneo deportivo).

La comprensión, como el resto de las virtudes, deberá ser inculcada desde la infancia. Un niño deberá
“comprender” que su madre cuando llega a la noche a su casa estará más cansada y no tendrá tanta
paciencia para escucharlo pelearse con su hermano. Deberá “comprender” que su padre tiene todo el
derecho a recibir el diario en condiciones para ser leído y que, entregárselo todo revuelto, no sólo será
una falta de respeto sino que lo disgustará. Deberá “comprender” que su hermano esté triste y taciturno
porque su novia lo dejó, o porque le robaron la bicicleta y tardará meses en reponerla, de ahí que no
pudiere contar con él para divertirse por el momento. Deberá “comprender” que su madre esté
preocupada y por lo tanto nerviosa, porque su padre está tardando más de lo habitual en llegar del trabajo
y la ruta los días de lluvia se torna más peligrosa.

Más adelante, en la vida, nos sobrarán situaciones mayores en las que deberemos hacer un esfuerzo para
comprender las flaquezas, miserias y debilidades del prójimo, así como el prójimo deberá comprender y
aceptar las nuestras. Comprender que tal vez nuestro padre nos abandonó y se fue de casa con otra mujer,

156
“La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág. 427

221
respondiendo más a sus pasiones que a su deber de padre y marido aunque nos haya dejado heridas y
cicatrices muy profundas. Comprender que nuestra madre fue o es alcohólica porque sus penas las ahogó
en el alcohol y no en los confesionarios. Comprender que nuestro hermano mayor, por irresponsable,
por falta de formación o por vanidad, se gastó la fortuna familiar, para tratar de perdonarlo en caso de
que estuviese seriamente arrepentido de tanto daño hecho. Estas situaciones no implican que estos no
sean vicios y pecados con gravísimas consecuencias en las vidas de muchos, pero la comprensión nos
hará penetrar en las causas que los llevaron a ellos y facilitará el que podamos perdonarlos.

En 1972, cuando los 16 jóvenes uruguayos sobrevivientes de la tragedia de los Andes confesaron que
para sobrevivir al frío de los 6.000 metros de altura y a la falta de comida durante setenta y dos días se
habían visto obligados a comerse los muertos del accidente congelados, tanto los familiares de las víctimas
como el resto del mundo “comprendimos” que lo habían hecho debido a la situación límite a la que
habían sido expuestos para sobrevivir.

Modelo de comprensión para con el prójimo y sus miserias es Nuestro Señor Jesucristo clavado en
la Cruz, Quien, aun desangrándose, trató de explicar y excusar ante Su Padre a quienes lo habían
crucificado con la plegaria más dulce y suave que jamás se haya escuchado: “Padre, perdónalos, porque
no saben lo que hacen”. (Lc. 23,34).

“Perdonar... ¿A quién? ¿Perdonar a los enemigos? ¿Al soldado que en el palacio de Caifás le había
golpeado con el puño? ¿A Pilato, el político que había condenado a Dios para conservar la amistad del
César? ¿A Herodes, que había disfrazado la Sabiduría con las ropas de un rey de burla? ¿A los soldados
que estaban balanceando al Rey de Reyes en un madero levantado entre el cielo y la tierra? ¿Perdonarlos?
¿Por qué perdonarlos? ¿Porque saben lo que hacen? No, sino porque no saben lo que están haciendo. Si
supieran lo que estaban haciendo y continuaran haciéndolo, si supieran el terrible crimen que estaban
cometiendo al condenar a muerte a la Vida; si supieran la perversión de la justicia que constituía el hecho
de preferir Barrabás a Cristo; si supieran la crueldad que suponía clavar al tronco de un árbol unos pies
que hollaban los montes eternos; si supieran lo que hacían y aun continuaran haciéndolo, sin pensar que
la misma sangre que estaban derramando podía redimirlos a ellos... ¡ jamás se salvarían! ¡Más bien serían
condenados! Sólo la ignorancia de su enorme pecado era capaz de brindarles una posibilidad de
salvación. No es la sabiduría la que salva, sino la ignorancia.”157

El vicio opuesto a la comprensión es la incomprensión, la comodidad de ser egoísta, de ser indiferente


a las pesadas cargas del otro. La indiferencia, el rigorismo, el descartar a las personas como cosas es
egoísmo e impide la comprensión.

La revolución anticristiana, con su acento puesto en un exacerbado individualismo lleva al hombre a


ocuparse sólo de sí mismo. No hay tiempo, voluntad, ni ejercicio mental o afectivo de ocuparse del
prójimo y menos de involucrarse y profundizar en sus problemas. No hay tiempo para ocuparse del otro,
dedicarle tiempo y comprenderlo. La revolución ha acostumbrado al hombre moderno a pensar que él
es el ombligo del mundo y que no necesita de nadie, que puede auto abastecerse aun afectivamente.

Por otro lado, como instinto de conservación, ante tantos ataques que recibe diariamente la persona en
una sociedad tan desordenada y convulsionada, la persona se “cierra” sobre sí misma para tratar de
sobrevivir.

157
"Vida de Cristo". Monseñor Fulton Sheen. Editorial Herder. Pág 414.

222
La misericordia

La misericordia es “la compasión que experimenta nuestro corazón ante la miseria espiritual o
material de otro, sentimiento que nos compele a socorrerlo si podemos”.
Significa colocar la miseria del prójimo en nuestro corazón. En un corazón que se compadece y que actúa.
Es tener un corazón compasivo, que se duele por la miseria, la desgracia, el infortunio, la estrechez de
otro, por su falta de lo necesario para sus necesidades básicas, por su extrema pobreza material y espiritual.

No está la misericordia solamente en socorrer al materialmente pobre, sino a todo el que es pobre, que
padece cualquier otro tipo de pobreza. La pobreza no es siempre solamente pobreza material, falta
exterior de alimento o de vestido. Hay otras carencias interiores que no se “ven” si no se tienen los “ojos
de misericordia”, otras miserias que atentan contra la dignidad humana.

Dios dijo que “no sólo de pan vive el hombre”, y el acento hay que ponerlo tanto en la
palabra “pan” como en las palabras “no sólo”. De ahí que lo que nos debiera movilizar a mayor celo
sea la miseria espiritual, la persona que vive enemistada con Dios, que lo desconoce o que lo ignora.

Como decía Saint Exùpery, lo “esencial es invisible a los ojos”, de ahí que haya que esforzarse en
penetrar en ese misterio que es el alma y el corazón del hombre que sufre. Los que sufren privaciones
espirituales o intelectuales, los que sufren de ignorancia, desconcierto, incertidumbre y confusión por no
conocer la verdad, los que sufren desorientados y confundidos porque necesitan luz y consejo, los que
sufren sin saber por qué ni para qué sufren… que hoy (por la falta de sentido trascendente de la vida)
son una gran mayoría.

Sería más fácil que algo nos indicara que el prójimo está en grado de “miseria interior”, esa pobreza
profunda y escondida por la cual uno sabe que tiene el corazón herido. La prueba de que una persona sin
carencias materiales es alguien necesitado de misericordia son sus síntomas de infelicidad, confesados o
encubiertos. Allá donde una persona padece infelicidad está precisando de misericordia. Otra cuestión es
que el que está necesitado de ella, lo sepa o no, lo confiese o lo calle, quiera aceptar la misericordia o la
rechace, pero si hay falta de alegría la señal es inequívoca.

Tan importante es la misericordia que Jesús nos la presenta como una llave más para entrar al Reino de
los cielos: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia”, sentenció
en el Sermón de la Montaña. La misericordia que habremos tenido con nuestro prójimo (no
necesariamente porque se lo merezca, sino porque es el “próximo” y porque está mandado) será una llave
para abrir la puerta de los cielos.

Jesús refuerza el concepto con la parábola del Buen Samaritano, quien se compadece de un hombre
asaltado por los ladrones a la vera del camino. El buen samaritano también tenía sus propios planes, sus
problemas y sus preocupaciones. Pero abandona el camino, se para, se detiene, sale de su comodidad, de
su propio yo y se acerca al otro, al necesitado, tomando en cuenta que está herido.

El buen samaritano tuvo “compasión”, se compadeció, fue tocado en lo más profundo de su corazón
por el sufrimiento ajeno. Tomó conciencia de la necesidad ajena y se detuvo. El sacerdote y el levita
también lo habían visto, pero no habían penetrado en su necesidad y por eso siguieron de largo. No se
dejaron involucrar con la necesidad ajena. El buen Samaritano presentará un nuevo sacerdocio:
la actitud cristiana.

Este viaje entre Jerusalén y Jericó cambió los planes del buen samaritano, lo liberó de su egoísmo, de su
propia preocupación, de sus propios planes, salió de sí y se volcó hacia el necesitado. “Ve y haz tú lo

223
mismo” nos señala Jesús a todos en el Evangelio, mostrándonos el ejemplo a seguir, caminando por la
vida y mirando a nuestro prójimo tratando de ver, de profundizar si nos necesita, y apoyarlo (en lo
posible) hasta dejarlo en la posada (que es Dios) para que pueda seguir de pie el camino de esta vida
terrena.

Estamos obligados a tener misericordia con los parientes y con los extraños, con los buenos y con los
malos, con los que nos hacen favores y con los que nos agravian y la recompensa será, según Dios nos
promete, ser tratados el día del Juicio de la misma manera en que habremos tratado a los demás.

Es importante recordar que el prójimo no se encuentra en África ni en la India, sino que es el más
“próximo” a nosotros. Dios no nos pide que nos ocupemos metafóricamente del “hambre del mundo”
sino concretamente del hambriento que nos golpea la puerta. Del que tenemos al lado, enfrente, delante,
a la vista, a quien podemos solucionarle el problema del hambre, de la sed, de un trabajo u otra necesidad.

Dios nos pide que le tendamos la mano a quien está a nuestro alcance, no los que viven en otro continente
y por quienes seguramente nunca haremos nada. Nuestros prójimos serán los que tenemos codo a codo
en nuestra casa, en nuestro barrio, en nuestro círculo de amistades, en nuestra ciudad y, como máxima
extensión, quienes viven en nuestra Patria, para no caer en la tentación de evadirnos de nuestra realidad
concreta por soñar con enormes empresas que jamás haremos.

Nada más abstracto y menos concreto como acción de misericordia que vivir hablando de nuestra
preocupación por el “hambre en el mundo”, por los que “no conocen a Dios” en el África, cuando
estamos rodeados de “prójimos”, por lo “próximos” que están, que tampoco Lo conocen y que
también tienen hambre espiritual y material.

La revolución anticristiana, en su propuesta de individualismo feroz, nos induce a pasar por la vida
haciendo exclusivamente lo nuestro, lo que nos atañe, lo que nos conviene, a lo sumo sirviéndonos del
prójimo y no involucrándonos con él. Para contrarrestar este ataque brutal a la persona humana y a su
naturaleza, la Iglesia, tomando como referencia los consejos evangélicos del Sermón de la Montaña,
enseña que las obras de misericordia a practicar son 14: (7 corporales y 7 espirituales).

Las obras de misericordia corporales son:

Visitar y cuidar enfermos.


Dar de comer al hambriento.
Dar de beber al sediento.
Dar posada al peregrino.
Vestir al desnudo.
Redimir al cautivo.
Enterrar a los muertos.

Las obras de misericordia espirituales son:

Enseñar al que no sabe.


Dar buen consejo al que lo necesita.
Corregir al que yerra.
Perdonar las injurias.
Consolar al triste.
Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
Rogar a Dios por los vivos y difuntos.

224
El pecado opuesto a la misericordia es la dureza de corazón, la crueldad. Nuestra sociedad actual es
dura, seca y violenta porque poco o nada de esto existe en general (especialmente las obras de misericordia
espirituales), ni se enseña a los niños y jóvenes para que se las practique. En todos los ámbitos de la
sociedad tiene puesto el acento no en el prójimo sino en el individualismo exacerbado que arrasa con
todas ellas. La propuesta que les llega a través de los medios de comunicación es totalmente materialista
y en franca oposición a lo predicado por Cristo.

225
La clemencia

La clemencia, hija menor de la templanza, es la virtud que “inclina al superior a mitigar, según el
recto orden de la razón, la pena o castigo”.158

Dicho en otras palabras, es la virtud que nos lleva a moderar un justo castigo.
La clemencia no trata del perdón total de la pena, sino del perdón parcial o mitigación de un justo
castigo. Se trata de quitar lo que puede haber de exceso en un castigo merecido, pero no quiere decir
anularlo. Para que sea virtud debe ejercerse por indulgencia, misericordia y bondad de corazón y sin
comprometer los fueros de la justicia. No debe hacerse por dinero (que sería soborno) u otro motivo
bastardo como, por ejemplo, ideológico.

La clemencia hace que las personas tengan sentimientos de compasión y misericordia que moderen el
rigor de la justicia en cuanto al castigo que deba aplicarse sea debido y ganado. Es la suavidad y dulzura
de ánimo que hace que el hombre rebaje las penas. Es la virtud que se opone a la crueldad. Fue la virtud
propia de los príncipes cristianos, quienes la ejercían con los reos de muerte, especialmente los Viernes
Santos en memoria del Divino Crucificado.

Ya Séneca decía: “La clemencia es la templanza en el poder de castigar” y los romanos también la tenían
entre las virtudes a las cuales querían aspirar. La llamaban la “clementia” o merced. Era una de las virtudes
que dieron a la manera romana la fuerza moral necesaria para conquistar y civilizar el mundo.

Así como la misericordia socorre las miserias del prójimo mediante beneficios, la mansedumbre apacigua
la pasión o la ira interna, la clemencia, si bien reconoce la falta, rebaja la dureza del castigo por
bondad.

Un gesto de clemencia sería el mejorar las condiciones de vida en las cárceles, vigilar que la limpieza y la
comida sean dignas o dejar asistir a un prisionero (con las debidas custodias de seguridad) al entierro de
sus padres, mujer o hijos. Pero no soltar los presos. Este tema es necesario aclararlo bien por su actual
confusión.

La pedagogía divina enseña que hay un premio (el cielo) para quienes actuaron bien y un castigo
(el infierno) para quienes libremente eligieron actuar mal. Toda estructura legal para que sea justa
y defienda los derechos de ambas partes debe estar edificada respetando este principio de justicia
divino. De ahí que la justicia para que sea virtud deba estar regida por este principio, o sea, “dar a cada
uno lo suyo, lo que le corresponde, a lo que tiene derecho”, y para edificar una sociedad justa y ordenada
con un orden justo en sus leyes se debe respetar este principio divino.

El que delinque debe ser castigado. En primer lugar por un acto de justicia, de “darle a cada uno lo
suyo, lo que le corresponde”. En segundo lugar para tratar de restituir con la pena el daño hecho a
otra persona “a lo que tiene derecho” (aunque muchas veces sabemos que es imposible e irremediable).
En tercer lugar para que su castigo o pena sea ejemplar, es decir sirva de ejemplo, sea un llamado de
atención al resto de la sociedad para no cometer los mismos delitos y no tener que pagar el mismo precio
del castigo.

Por exceso a la clemencia se opone la demasiada blandura que perdona y mitiga imprudentemente las
justas penas que es necesario imponer a los culpables para ordenar la sociedad. Es muy

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“Teología de la perfección cristiana”. Rvdo P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág. 611.

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pernicioso y subversivo para el bien público, según la ley natural y la ley divina, esta impunidad
ante el delito, porque lo fomenta atentando contra la paz y el bienestar de los ciudadanos.

El mejor ejemplo de esto es lo que sucedió con el atentado a S.S. Juan Pablo II por el terrorista turco Alí
Agca el 13 de Mayo de 1981 en la Plaza de San Pedro, ciudad del Vaticano. El Papa recibió un balazo en
el vientre y otro en la mano izquierda intentando matarlo. Años después, el 27 de diciembre de 1983,
Juan Pablo II visitó en la cárcel de Regina Coeli en Roma a quien quiso matarlo y lo perdonó, pero no
impidió que se quedara allí 25 años presos y cumpliera su condena.

De ahí que sea contraria a la virtud de la clemencia “el garantismo” moderno que otorga todos los
derechos y “garantías” a quienes delinquen.
Visto desde el ángulo de la ley natural y de la ley de Dios es subversivo. Es subvertir, trastornar,
trastocar el orden público levantado sobre la pedagogía divina del premio y del castigo, enseñado
en el catecismo básico de la Iglesia: “Dios premia a los buenos y castiga a los malos”.

Subvertir este orden es generar muchas injusticias y malestares (que causan gran inestabilidad social),
corazones resentidos (y con razón), con una sed insatisfecha de justicia que genera caos, desprotección e
inseguridad y descreimiento frente a la ley en los ciudadanos. Los gobiernos enemigos de Dios
expresamente generan este malestar y este descreimiento para manejar esa violencia que siembran en los
corazones por tantas injusticias insatisfechas. Esta anarquía es “manejable” a futuro para sus propios
fines.

Lo opuesto a un espíritu clemente es el espíritu cruel. La crueldad es la dureza de corazón en la


imposición de las penas, traspasando los límites de lo justo, de la lealtad, del código de honor que existe
aun dentro de los límites de combate de una guerra. Porque aun las guerras tienen su código de honor.
Desde antiguo se sostiene universalmente que aun en la guerra legítima y justa el daño enemigo no debe
exceder una cierta proporcionalidad de la función bélica. Hay crueldades mayores, aun en la
deshumanización que implican las guerras, como lo fueron los campos de concentración de los nazis en
la segunda guerra.

Pero la crueldad, que es el placer de la persona que se deleita en hacer el mal a un ser vivo, tiene
muchas manifestaciones sociales aun a niveles dantescos. La colosal crueldad de inventar guerras para
generar negocios gigantescos vendiendo las armas y reconstruyendo después las ciudades arrasadas por
ellas… Iniciar en la droga y en el submundo de la pornografía a los niños, adolescentes y jóvenes
en un camino generalmente sin retorno… sabiendo y conociendo el daño y el océano de
lágrimas que esto causará en millones de personas… Y todo esto por plata…

Y hay también crueldades que podemos cometer en la vida diaria aun desde niños con los animales como
por ejemplo: enterrar un gato vivo o arrojarle nosotros un canario para que se lo devore, meter a un ratón
dentro de un secarropas o dentro de un tarro de pintura sintética y verlo después caminar agonizando
mientras nos divertimos con el espectáculo... Porque una cosa es matar animales para alimentarse,
que es lícito, y otra cosa es hacerlos sufrir y hasta morir para divertirse.

Más adelante, ya mayores, podemos ser muy crueles aun con las palabras. Si somos mujeres, diciéndole
a nuestro amigo del colegio que no queremos salir con él porque es “gordo”, o un día que estamos
enojados recordarle que él no es hijo de quien cree que es su padre... Los adolescentes en el colegio son
a veces muy crueles, haciendo resaltar los defectos físicos de sus compañeros y llamándolos el “tuerto”
(si no ve bien), el “enano” (si es petiso), el “burro” (si le cuesta entender), etc. Esto, que parece muy
inofensivo, tal vez puede generar enormes complejos de inferioridad que costarán superar y
producirán heridas muy profundas que pueden marcarnos toda una vida.

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Otra faceta más grave aún es la ferocidad (que es cuando los hombres se complacen en hacer sufrir a
otros). Los hombres crueles y feroces se complacen en castigar y en hacer sufrir, y muchas veces lo hacen
sin medida e innecesariamente, tanto a las personas como a los animales.

Una de las grandes batallas del cristianismo fue luchar contra la ferocidad del mundo pagano. Los paganos
no sólo “mataban” a los cristianos. Los “martirizaban”, que era el provocarles el mayor dolor posible.
San Lorenzo fue asado en una parrilla vuelta y vuelta. A Santa Águeda le arrancaron los pechos con
tenazas hirviendo, a Santa Lucía le arrancaron los ojos y se los pusieron en una bandeja. Los mártires
devorados por fieras que se los comían mientras estaban vivos... y de algún modo hasta gozaban de ello...
Porque uno se pregunta... ¿Cómo puede ser que mientras los leones se comían a las personas por el sólo
delito de “creer” en Dios el circo entero gritaba y disfrutaba del espectáculo?... La Iglesia logró a través
de los siglos suavizar y enternecer los corazones y las costumbres de estos bárbaros... Del siglo V al X
sigue moderando las costumbres de las guerras y poniendo clemencia a su ferocidad con trabas concretas
como: preferir el duelo de dos adalides que la masacre de miles, prohibir el uso de determinadas armas,
prohibir la guerra los domingos, durante Semana Santa y las fiestas litúrgicas, etc.

Nuestra sociedad moderna a través del cine, de la televisión e internet nos bombardea continuamente
con imágenes violentas y crueles, con escenas de una violencia inusitada. Desde los dibujitos animados
para niños vemos a hombres y monstruos que matan a diestra y a siniestra por venganza sin piedad, litros
de sangre que brotan a borbotones de todo tipo de heridas, bombas que hacen saltar a los seres humanos
por los aires. Tanta frialdad con la que se asesina y tanta sangre a borbotones lo que busca es
insensibilizar a las personas. Hacerlas crueles.

Valga esta simple y sencilla anécdota a modo de conclusión de este libro. Un abuelo sabio estaba teniendo
una charla con sus pequeños nietos acerca de la vida y les dijo:
- “Una gran pelea está ocurriendo dentro de ustedes. Hay dos “lobos”. Un lobo representa el
Mal, encarnado en la rebeldía, el desorden, la ira, la envidia, la avaricia, el rencor, la crueldad, la soberbia,
el orgullo, la mentira, la traición y el resentimiento.
El otro lobo representa la Bondad, encarnada en la obediencia, el orden, la mansedumbre, el amor, la
prudencia, el respeto, el perdón, la gratitud, la esperanza, la alegría, la fidelidad, la lealtad, la humildad y
la verdad. Estos dos lobos están en continua lucha dentro de cada uno de ustedes y dentro de cada uno
de todos los hombres de la tierra.”

Sus nietos se quedaron reflexionando en silencio... y después de unos minutos el más pequeño preguntó:
- “Abuelo... ¿Y cuál de los dos lobos crees tú que vencerá?...”
- “El que alimentes”... -contestó el abuelo.

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ÍNDICE
Prólogo ................................................................................................................................................. 3
¿Por qué Dios quiso a la Familia? ........................................................................................................ 5
La revolución anticristiana ................................................................................................................. 19
Gramsci y la revolución cultural ........................................................................................................ 28
La fe ................................................................................................................................................... 31
La esperanza ....................................................................................................................................... 36
La caridad ........................................................................................................................................... 40
La prudencia ....................................................................................................................................... 45
La justicia ........................................................................................................................................... 49
La templanza ...................................................................................................................................... 54
La fortaleza ........................................................................................................................................ 57
El orden .............................................................................................................................................. 62
La obediencia ..................................................................................................................................... 66
La responsabilidad ............................................................................................................................. 72
El respeto............................................................................................................................................ 76
La puntualidad.................................................................................................................................... 82
La piedad ............................................................................................................................................ 85
El patriotismo ..................................................................................................................................... 88
La lealtad ............................................................................................................................................ 93
El valor ............................................................................................................................................... 96
La humildad ....................................................................................................................................... 99
La gratitud ........................................................................................................................................ 104
La veracidad ..................................................................................................................................... 107
La sinceridad .................................................................................................................................... 110
La honestidad ................................................................................................................................... 112
La modestia ...................................................................................................................................... 115
El pudor ............................................................................................................................................ 118
La virginidad .................................................................................................................................... 123
La castidad ....................................................................................................................................... 128
La fidelidad ...................................................................................................................................... 132
La laboriosidad ................................................................................................................................. 136
El espíritu de sacrificio .................................................................................................................... 140
La estudiosidad ................................................................................................................................ 142
La constancia.................................................................................................................................... 147
La perseverancia .............................................................................................................................. 149

229
La paciencia ..................................................................................................................................... 153
La tolerancia ..................................................................................................................................... 156
La mansedumbre .............................................................................................................................. 160
La docilidad...................................................................................................................................... 164
La sociabilidad ................................................................................................................................. 167
La solidaridad ................................................................................................................................... 170
La amistad ........................................................................................................................................ 172
La hospitalidad ................................................................................................................................. 176
La afabilidad .................................................................................................................................... 179
La generosidad ................................................................................................................................. 182
La liberalidad ................................................................................................................................... 187
La magnanimidad ............................................................................................................................. 192
La magnificencia .............................................................................................................................. 196
La eutrapelia y la alegría .................................................................................................................. 199
El optimismo .................................................................................................................................... 202
La sencillez ...................................................................................................................................... 205
La discreción .................................................................................................................................... 209
La sobriedad ..................................................................................................................................... 212
La austeridad .................................................................................................................................... 214
La bondad ......................................................................................................................................... 219
La comprensión ................................................................................................................................ 221
La misericordia ................................................................................................................................ 223
La clemencia .................................................................................................................................... 226

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