Nuestra vida está asentada sobre normas, principios, valores, etcétera. Aunque a muchos no les gusta que se les diga qué hacer o cómo comportarse, es un hecho que, para llevar una sana convivencia entre los miembros de un grupo, es necesario que existan parámetros básicos de convivencia y buenas formas en las relaciones interpersonales. Jesús y sus discípulos, como grupo humano, también tenían una convivencia sostenida por normas y valores de convivencia; así nos lo muestran algunas narraciones evangélicas, por ejemplo, este pasaje de Lucas en el que Jesús les advierte a sus discípulos que al seguirlo son llamados a un nuevo estilo de vida que exige, sobre todas las cosas, ejercer la autoridad como servicio: Entre ustedes, el más importante sea como el menor, y el que manda como el que sirve. ¿Quién es más importante, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pues bien, yo estoy entre ustedes como el que sirve. Ustedes son los que han perseverado conmigo en mis pruebas. Y yo les confiero la dignidad real que mi Padre dispuso para mí, para que coman y beban en mi mesa cuando yo reine… Lc 22,26 ss Además de encontrarse con las normas externas— heteronomías—, cada uno tiene también criterios personales, que ha ido interiorizando a lo largo de su vida o que ha adquirido conforme se va haciendo persona (vocación a ser persona). Lo importante en esta interiorización de normas de conducta es que ellas tienen implícitos ciertos valores éticos. Esto se refleja en el actuar cotidiano de cada persona, de tal manera que cuando vemos que alguien se comporta de tal o cual manera, decimos que tiene o no valores; es decir, estos son abstractos y la única forma de palparlos o descubrirlos es a través del comportamiento humano. Cabe decir que aunque existe una variedad de valores (económicos, sociales, culturales, etcétera), aquí nos referiremos a los valores éticos o morales. En el comportamiento u obrar humano estos principios son fundamentales, ya que provocan nuestras acciones dependiendo de las circunstancias en que nos encontremos; así, generan nuevas y distintas maneras de actuar en reacción a aquello novedoso que se va presentando en nuestras vidas. De tal manera, cuando reflexionamos sobre nuestro comportamiento y vemos retrospectivamente alguna acción determinada, llegamos a ese valor o valores que, en lo profundo de nuestra persona, la provocaron. En el comportamiento humano en general, esos valores dinamizan e impulsan los pasos de toda persona y armonizan su proceso de humanización. Por medio del mensaje de Dios en la Biblia —como el que hemos mencionado, de Jesús con sus discípulos—, podemos tener un sinnúmero de paradigmas sobre los valores o principios que debemos aplicar en nuestra vida diaria. Las parábolas son quizá los ejemplos más evidentes y que abarcan múltiples temas, por mencionar algunas: la del buen samaritano (Lc 10,30-37) nos habla sobre la dignidad y generosidad; la de las dos casas (Mt 7,24-27), sobre la prudencia; la de los talentos (Mt 25,14-30); sobre reconocer nuestros errores o ser humildes, la del hijo pródigo (Lc 15,11-32), la de los dos hijos (Mt 21,28-32), y la del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14) hablan sobre el trabajo, el compromiso y la responsabilidad; la de la oveja perdida (Mt 18,10-14), sobre la corrección fraterna y el perdón. Finalmente, cabe menciona que en este nivel ético, el principio fundamental del actuar es este valor que provoca a la persona, que la llama a la acción y a la reacción, confrontada por la realidad en la que está inmersa y ante la cual no puede quedar pasiva o indiferente. Descubrimos, pues, que los principios o valores motivan el movimiento de una acción, la praxis del individuo o del grupo humano. 1.2.2 El ser humano a la búsqueda de los valores Como hemos visto, la persona va encontrando valores expresados en el comportamiento de los demás, de ahí la importancia de la relacionalidad y apertura que tenemos: solo viviendo en comunidad o sociedad podemos ir aprendiendo y aprehendiendo aquello que ha llevado a los demás a vivir de forma plena o a sentirse realizados. Podemos decir que una de las características fundamentales del valor, en nuestro caso el valor humano-ético, es que permanece «oculto a nuestros ojos»; en efecto, está velado ante una mirada ordinaria, pasa desapercibido para quienes no están acostumbrados a ver en lo profundo de las personas. En suma, no se manifiesta ante aquellos que solo están acostumbrados a ver la exterioridad y se entretienen en lo superficial de los otros. Por ello, quien está realizando su vocación de ser persona y toma en serio su vocación a vivir su existencia, debe buscar aquellos valores que lo orientarán en su vida cotidiana. La búsqueda de estos valores humano-éticos requiere de cierta estima moral, de que seamos capaces de encontrarlos en una sociedad que se opone a toda propuesta ética o de humanización. Podríamos decir que quien lo hace se convierten así en buscador de tesoros, y lo hace en aquellos lugares en donde ya nadie busca, en sitios abandonados o relegados por los demás. En otras palabras, puede encontrar esos valores en la fragilidad humana, en lo que es despreciable y desechado por la sociedad, que actúa y se orienta por los valores económicos, de producción, de confort, de belleza física superficial. Buscar y encontrar estos valores conducirá a la persona, posteriormente, a jerarquizarlos. Darles ese orden pondrá de manifiesto a cuáles da más importancia, de acuerdo con el momento puntual en el que se encuentra en su proceso íntimo. De esta manera, algunos valores que ha adquirido y hechos suyos son el sostén e impulso de aquellos otros que ocupan los primeros peldaños de esta jerarquía axiológica. Jesús también invita a buscar los valores del reino y centrar ahí toda su existencia cotidiana, pues todo lo que se necesita para bien vivir llega por añadidura: “Busquen primero el reino de Dios y hacer su voluntad, y todo lo demás les vendrá por añadidura” (Mt 6,33s). Es fundamental que los demás vean presentes en nuestra vida cotidiana esa jerarquía de valores, ya que estos están implicados en nuestro día a día, en el comportamiento que tenemos cada uno. Incluso es una responsabilidad que tenemos ante los demás, pues todos podemos ser ejemplo de alguien más, que encontrará en nosotros aquellos valores que lo conducirán en su búsqueda de realización y plenificación como ser humano y como hijo de Dios. Recordemos que también en el cristianismo encontramos valores religiosos, que impulsan nuestra vida y le dan un plus a nuestro obrar humano-ético.
1.2.3 Los valores de la sociedad de hoy
Como ya mencionábamos, la sociedad, en muchos momentos, nos muestra valores sociales, económicos, de producción, etcétera, pero en pocas ocasiones refleja aquellos valores humano-éticos que repercuten en nuestra vida y por ende en el bien de la sociedad, del grupo 13 humano al que pertenecemos o a la comunidad de fe en la que participamos. De ahí que sea necesario, en la vida de toda persona, la capacidad de discernimiento que sopese aquello que la sociedad le ofrece o le manda obedecer mediante las leyes o código de conducta aprobados legislativamente. Aquí cabe retomar y relacionar algunos elementos del apartado anterior. Las leyes que existen en la sociedad orientan la vida de los ciudadanos, y conforman esta manera de vivir; sin embargo, no todo lo que ha sido aprobado o tiene el carácter obligatorio, de ley, es éticamente bueno, correcto o verdadero. Así, la persona tiene que analizar y constatar que no toda ley esconde un valor humano-ético o un valor social que repercuta positivamente en la vida, de ahí la importancia del discernimiento ético. Claro que no está por demás decir que muchas de las leyes (que tocan la dimensión moral y religiosa de muchas personas) sí son éticamente buenas. La sociedad, sobre todo en lo laboral y en las relaciones interpersonales, ha favorecido el individualismo, que actualmente es considerado —en el ámbito psicológico— enfermizo y ha alcanzado niveles inimaginables. Ha provocado un desvío peligroso y destructivo del mismo ser humano y de su dimensión de alteridad. Esto viene desde la posmodernidad en la que se luchaba por alcanzar la realización y plenificación de la persona en todas sus dimensiones, incluso a costa de pisotear a aquel que se encontraba a nuestro lado, con tal de alcanzar alguna meta personal, lo cual ha desembocado en un individualismo sorprendente. Hoy es cada vez más fuerte y clara la capacidad destructora del individualismo narcisista, en los distintos niveles en los que se desarrolla la persona humana: psicológico, social, político, económico, espiritual y ecológico4 . Se han realizado estudios psicológicos con resultados impactantes acerca de los efectos que trae consigo este individualismo: una clara alienación, soledad aterradora, incapacidad de amar al otro (padres, hermanos, compañeros, etcétera), gran infelicidad y nula capacidad para establecer relaciones duraderas. Por ello, siguiendo el ejemplo de Jesús y sus palabras en el Evangelio, nosotros debemos convertirnos en signos de contradicción, con nuestro actuar debemos mostrar la fraternidad de su máximo mandamiento: “Les doy un mandamiento nuevo: Ámense los unos a los otros. Como yo los he amado, así también ámense los unos a los otros. Por el amor que se tengan los unos a los otros reconocerán todos que son discípulos míos” (Jn 13,34-35). En el nivel social, este individualismo lesiona y mata toda capacidad de alteridad, de ser otro. Se ha caído en una indiferencia por la vida social, por la vida comunitaria, por la preocupación y acción política (por el «bien común»). Se trata de un ensimismamiento anquilosado, que nos impide abrirnos al otro; es una indiferencia egoísta ante su presencia, que no nos permite ocuparnos de él cuando así debiera ser. Por tanto, podemos decir también que este individualismo nos conduce a un alejamiento espacial o a una anulación de la proximidad con el otro (desaparece el acercamiento sensorial: oír, ver, palpar, oler al otro). Se olvida la dimensión esencial de la alteridad humana, los principios éticos de la solidaridad, de la compasión, hay una precipitación vertiginosa hacia el sótano del olvido personal y comunitario. Si continuamos en este camino, no tardaremos en caer en un vacío existencial, en un sinsentido colectivo y en una ausencia angustiante de horizonte existencial para el género humano. Podemos concluir, a partir de lo dicho en lo referente a los valores sociales y a ese fomento 4 Nos dice Albert Nolan que «el individualismo no es un fenómeno nuevo. Lo nuevo es la conciencia creciente de que el individualismo narcisista es psicológica, social, política, económica, espiritual y ecológicamente destructivo». Esta toma de conciencia la estamos realizando en este momento, pues vemos cómo se ha caído en esta radicalización enfermiza del fenómeno posmoderno del individualismo. (2007, p. 37). Discernimiento: Acción y efecto de discernir, que es, en el habla común, distinguir una cosa de otra, señalando la diferencia que hay entre ambas cosas; en el plano espiritual, es tomar buenas decisiones con sabiduría, juzgar las opciones que se presentan estando conscientes de que hay fuerzas opuestas que buscan alejarnos de Dios, pero finalmente escoger el camino más alineado a Él, por uno mismo y por el mundo. 14 del individualismo atroz, que en general la sociedad actual es renuente a la cuestión ética y a todo aquello que atente en contra de lo material y de la comodidad. Es por ello que no dudamos en calificar a la sociedad actual como relativista.
1.2.4 El compromiso temporal y el permanente
Ante esta la sociedad reacia a todo lo ético y ante su fomento del individualismo, la persona se enfrenta con una seria dificultad: una incapacidad para cumplir aquello que promete, los compromisos que ha adquirido libre y conscientemente. Recientemente, el papa Francisco ha evidenciado que estamos en una «cultura del descarte», pues con la mano en la cintura somos capaces de desechar aquello que no nos sirve o que no es productivo de acuerdo con las leyes del mercado; lo tiramos, como los envases, los platos y vasos que usamos en nuestras fiestas o reuniones. La ley del «úsese y tírese» ha alcanzado a las personas, a las relaciones interpersonales y a las opciones sobre nuestra vida: carrera, profesión y matrimonio. Quizá esta falta de seriedad, formalidad y firmeza en el cumplimiento de nuestros compromisos —temporales, o a corto plazo, y de los permanentes, o para toda la vida— sea la consecuencia lógica de una educación carente de valores, principios y convicciones, pues estos no se han transmitido de las generaciones inmediatas anteriores a las nuevas. Podemos decir que se ha abierto una gran brecha entre aquellas generaciones que eran capaces incluso de dar la vida por sus convicciones, por sus ideales; ni qué decir de aquellos que daban su vida en martirio por su fe, como ha sido el ejemplo de Jesús (Mt 27, 45-50 y paralelos) y quienes han muerto en fidelidad a su fe como el protomártir Esteban y cuyo martirio encontramos narrado en el libro de los Hechos de los apóstoles (7, 55-60). La responsabilidad de todos aquellos que hemos tomado en serio nuestro llamado a la vida, a ser personas, y que buscamos ser cada vez mejores a partir de nuestros valores, es educar a las nuevas generaciones a cumplir aquello que hemos «prometido ante otro». En esto hemos empeñado no solo nuestra palabra, sino toda nuestra persona, nuestra buena fama, prestigio y honor. Lo anterior, nuevamente, nos lleva a reflexionar sobre nosotros mismos, nuestras convicciones, valores, principios y leyes de vida. La pedagogía del compromiso es un aspecto que debe implementarse en las distintas esferas educativas, tanto en el ámbito social, como en el civil, y sobre todo, el religioso. La escuela de inspiración cristiana debe mostrar, mediante el ejemplo y mediante el testimonio fehaciente, que sí se puede ser fiel en los compromisos que se han adquirido y que los beneficios a nivel personal van más allá de una mera satisfacción ególatra. Desde esta formación se está educando a las personas jóvenes en la responsabilidad ética, es decir, para que puedan ser capaces de responder ante los otros, ante su conciencia y ante Dios por el comportamiento que han llevado y por el cumplimiento o no de sus compromisos adquiridos a lo largo de su vida.