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Antes que se acabe el verano

Angie y Nathan se conocieron cuando él tenia ocho años. Desde entonces, se


veían una vez al año en cada verano, cuando la familia de Nathan llegaba de
visita a la pequeña finca de sus abuelos en el norte del país. Dicha finca se
encontraba al final de un desvío de tierra al lado del pavimento unos kilómetros
antes de llegar al pueblo. Era una casa de dos pisos, con un largo corredor al
frente que terminaba en el pequeño cuarto de cocina ubicado al costado
derecho de la casa. El inmueble era completamente de madera, de ese tipo de
madera que aparenta estar desde hace años y que pretende seguir estándolo,
de esas que ya no se encuentran fácilmente.

El último año había sido pintada de un tenue tono azul, que combinaba con las
vigas y las columnas de color blanco. Tal combinación hacia un contraste
perfecto con las tonalidades del paisaje. El terreno estaba embellecido por el
verde más intenso de la vida, el camino de tierra estaba acompañado por
amplios espacios de césped, que parecían no haber sido podados hace tiempo,
habían arbustos, altos árboles; muchos de ellos llenos de frutas, habían plantas
y matorrales llenos de flores.

Atrás de la casa, un modesto bosque ocultaba el tesoro del lugar, un pequeño


río lleno de vigor pero de poco caudal avanzaba chocando con las rocas. El
agua era tan clara que podía verse un universo lleno vida a simple vista, a pesar
de las pequeñas turbulencias que se formaban durante su recorrido. Era un
lugar tan mágico que podría afirmarse que estaba alejado de toda intervención
humana de no ser por un delgado puente de metal color rojo que servía para
cruzar al otro lado del río, pues ahí se encontraba el sostén económico de los
abuelos de Nathan, “la milpa" tres manzanas repletas de matas de maíz tan
alegres como el lugar al que pertenecían.

El día de la llegada de Nathan y sus padres, Angie llegó a la finca en la mañana.


Había viajado desde el pueblo para ayudar a arreglar el lugar para los invitados.
Las familias de Nathan y Angie llevaban siendo amigas varias generaciones
atrás. Los padres de Angie ayudaban a los ancianos con la cosecha del maíz, a
veces contrataban mozos y otra veces ellos mismo hacían la tarea de cultivarlo;
pues esta, era una tarea familiar para ellos, se habían dedicado a la actividad
agrícola hasta que pudieron ahorrar lo suficiente y abrir el primer supermercado
del pueblo, que benefició gran medida a todos los habitantes; ya que, además
de brindar un espacio para que todos vendieran lo que producían, ofreció
nuevos empleos a varios jóvenes y ayudo ahorrar dinero y tiempo que se
gastaba haciendo compras yendo hasta la capital.
Ella estaba muy feliz y ansiosa por la llegada de su amigo. Las vacaciones de
verano era su época favorita del año, no por descansar de los labores escolares,
sino por que vería a Nathan una vez más. Mientras ayudaba con la limpieza
recordaba los mejores momentos que había pasado junto a él, sobre todo
aquellos en los que Nathan hacia evidente su poca destreza para el campo. Él le
contaba muchas cosas asombrosas sobre la capital y ella le enseñaba todo
sobre la vida del campo; le enseñó a distinguir distintos tipos de plantas, le
enseñó con que insectos debía tener cuidado, que hacer si se encontraba con
un serpiente, y aunque fracasó tratando de enseñarle el oficio de la siembra, se
enorgullecía de que su estudiante finalmente hubiera aprendido a nadar en su
última visita. Ella era dos año mayor que él, y este verano había más que
celebrar que el simple hecho de su encuentro, pues ambos habían terminado
sus estudios, y habían prometido que este sería su mejor verano.

Seguido de todos estos recuerdos Angie tuvo que enfrentar la aflicción que le
producía pensar en que seguramente, este sería su último verano juntos y que
todo cambiaría, pues ambos debían ir a la universidad. De pronto se sentía
demasiado adulta y demasiado triste, por un instante odió el hecho de tener
que crecer, quiso poder detener el tiempo ahí mismo, en ese verano y que
repitiera para siempre, pero se limitó a terminar con la limpieza y dejar darle
vueltas la asunto.

La camioneta dio unos cuantos saltos al pasar del pavimento a la tierra. Un


pequeño estremecimiento que sirvió para emocionar a Nathan aún más de lo
que ya lo estaba, pues esa era la señal de que finalmente había llegado. Abrió
la venta de la cabina trasera para respirar ese olor a campo que tanto amaba,
unos metros, un par de cuestas y unas cuantas curvas era lo que se interponía
entre su destino y su amiga de la infancia. También evocó varios recuerdos de
ella mientras se acercaba, y estaba emocionado por contarle muchas cosas
nuevas.

Cuando finalmente llegaron, Nathan fue el primero en bajar de la camioneta,


media un metro con setentaicinco centímetros y su piel era de color blanco,
pero no lo suficientemente como para ocultar el bronceado propio del sol de
ciudad. Tenía el cabello semi-lacio y de color negro, al igual que sus ojos. Sus
labios eran de un rosa pálido, pero estaba bien definidos. Era un rostro joven,
carecía de marcas, arrugas o acné, como si quisiera recordar a los demás que
aún no había cumplido la mayoría de edad. Tenía un cuerpo delgado, propio
de alguien que evitaba el ejercicio, pero su porte delicado expresaba a que
pesar de todo, ese cuerpo era uno sano y bello.
Estaba terminando de bajar sus maletas cuando se giró hacia la entrada de la
casa y la vio; esta vez no era como las anteriores, la chica parada ante él, parecía
alguien totalmente distinta y pero a la vez, la misma niña con la que pasaba
todos sus veranos. No supo identificar cuál era ese elemento distintivo en esta
ocasión. A pesar de la distancia que los separaba, él podía notar su aroma, no
lograba ponerse de acuerdo si era un olor a mandarina, a miel o girasol, hasta
que reflexionó sobre que olor tenían estas últimas o si acaso tenían olor. Ella
llevaba un vestido blanco casi transparente y sin mangas, que le llegaba arriba
de la rodilla. Tenia sus manos hacia atrás y su cuerpo oscilaba entre pequeños
intentos de giro hacia un lado y hacia al otro sin moverse del lugar. Tenia una
piel demasiado suave y demasiado blanca, que dejaba ver el mosaico de venas
que le recorrían el cuerpo, a contra luz. Nathan adoraban esa piel, en secreto
desde que la conoció, ocasión en la que le preguntó a su abuela que si acaso
<<ella era una hada>> consideraba que era una piel demasiado bella para los
ojos de los hombres, y que solo podía pertenecer a aquella niña.

Pero no solo su cuerpo se movía y no solo su piel brillaba. Unos tímidos rizo
dorados y semi-formados se movían al ritmo del viento, como si este existiese
solo para dotarles de vida. Tanto el viento como el sol competían haciendo su
mejor esfuerzo por ver quien lograba impregnarle mayor gloria y belleza a
aquel cabello.

Tantos años después de aquel primer encuentro y Nathan seguía creyendo que
aquella era una hada. Una tenue explosión de pecas lo suficientemente
modestas como para no simular que aquel era un cutis manchado, daba el
toque final a un rostro bendecido con unos ojos celestes y llenos de vida, y unos
labios rojos muy bien pronunciado. El vestido ayudaba a marcar su cintura y a
resaltar sus curvas, como si siglos de sastrería hubieran convergido en la
confección de un vestido exclusivamente diseñado para ella. Nathan notó que le
habían crecido el pecho, a sus ojos ya no era una niña. Recordó que ella tenía
diecinueve años y el diecisiete, este hecho lo hizo sentir vulnerable, tímido y
triste; siempre quiso ser un héroe para ella, pero esos dos años de diferencia lo
harían parecer un niño ante aquella mujer.

Nathan avanzó torpemente cargando su equipaje hasta que su abuelo salió a su


encuentro para ayudarle y abrazarle, amaban a su único nieto y amaban sus
visitas, detrás del anciano venía su abuela quien hizo lo mismo pero con el
toque empalagoso propio de las abuelitas. Una vez libre del afecto familiar, no
había ya nada que lo separara entre el y “el hada". Cuando la distancia se había
acortado lo suficiente, ella se tiró hacia él, confiando en que este la atraparía,
tarea en la cual por poco falla.
Después de todo un año de espera, finalmente ella estaba en sus brazos, y el en
los de ella. Olía mucho mejor de cerca. Ella lo abrazó demasiado fuerte, como si
no quisiera soltarlo. Él intentaba igualar el esfuerzo pero una corriente de
pequeños cosquilles de dolor y placer alrededor de su cuerpo se lo impedían.

—¡No sabes cuanto te extrañé! —dijo Angie llena de alegría—. ¡Ihhhh! —


dejando escapar un pequeño chillido de emoción al final. El corazón le latía con
rapidez y se le escapaba el aire el hablar.

—¡Y yo a ti! —respondió Nathan—. Mírate cuanto has crecido —Agregó.

—Me vas a hacer sonrojar. Si nada más ha sido un año.

—¿Segura? Para mi ha sido una eternidad.

Ella lo miró mientras se mordía el labio interior, había sido un movimiento


involuntario y agradecía que él no lo hubiera notado, pues no quería sentirse
aún más apenada. Su rostro tenía la expresión de un niño cuando se le da un
regalo deseado en navidad. Con todo ese brillo de la infancia en los ojos,
dispuestos a conocer el mundo.

—Para mi también lo fue —Dijo finalmente.

Ella entrelazo su abrazo al de Nathan, y colocó su cabeza sobre el hombro de él,


y ambos avanzaron hacia el interior de la casa

En la sala, la mesa estaba servida para seis personas. Angie y Nathan se habían
sentado juntos, y ambos fueron regañando más de una vez para que dejaran de
hablar y comieran. Al terminar, Angie ayudó a Nathan a desempacar. Él se
quedaría en piso de arriba, su habitación tenía un pequeña ventanilla por cual
se podía salir al techo.

Nathan la observó detenidamente por unos minutos—. No se si me estas


ayudando a desempacar o estas buscando algo —Le dijo.

—De hecho —Respondió ella—. Estoy buscando tu ropa interior.

—¿Para qué? —Preguntó él, algo desconcertado.

—¿Cómo qué para que? Te la esconderé, tontito —le dijo intentando esconder
la sonrisa divertida que se había formado en su rostro.

El se tiró a la cama contra ella intentando alejar la maleta. Ella lo atacó con una
almohada y él intentó sujetarla las manos sin lograrlo, pues Angie demostró
tener más fuerza cuando logró tumbarlo sobre la cama quedando sobre él,
sentada en su torso y sujetándolo de las manos. Se quedaron viendo fijamente
por unos segundos hasta que ella interrumpió el silencio:
—¿Lo trajiste verdad?

—¿Qué cosa?

—¡Nath! No te hagas el tonto. Sabes de que hablo.

—Lo sé.

—¿Entonces? ¿Lo trajiste?

—No —Nathan notó como la desilusión empezaba a dibujarse en el rostro de la


chica que acaba de tumbarlo—. No te traje el libro… —agregó—. Te traje toda
la saga, los seis libros, cariño.

—¡Baboso, te odio! —Ella estaba gritando de la emoción—. ¿Dónde están?

—En aquella caja —Dijo Nathan, señalando un paquete en la esquina de la


cama.

—¡Ahhh! —Volvió a gritar—. ¡Te amo! —Le dijo, mientras se acercaba a él para
besarle la mejía y posteriormente lanzarse en busca de su regalo.

—¿Me odias o me amas? Decídete —Dijo Nathan intentando mostrarse


desinteresado.

—Puedo hacer ambas —Le respondió ella, volteándose para verlo haciendo un
puchero, desde el otro extremo de la cama.

Sus pies estaban al lado de Nathan. Se vio tentado a tocarlos pero no quiso
interrumpirla de su alegría y se limitó a observarla. Siguió la curva que subía
desde la planta de su pie izquierdo, pasando por el talón y avanzando por sus
tobillos. Por primera vez pensó en que la geometría es realmente atractiva y en
que gran secreto matemático debía encontrar oculto en ese hecho. Las curvas
seguían avanzando, eran cada vez más peligrosas, y él un conductor inexperto.
Había llegado hasta sus piernas, el vestido parecía más corto que antes, la
brusquedad de sus movimientos había hecho que este se recogiera, de manera
que había alcanzado una notable elevación sobre la horizontal del cuerpo de la
chica sobre la cama. Nathan pensó que si seguía viendo podría irse contra un
acantilado. Sin embargo, su curiosidad siguió, atrapada, observando aquel ser.
Había algo des consonante entre en la tela y la piel, un color rosado que no
había hecho presencia anteriormente, y supo que esta era la señal de peligro
que le indicaba parar.

El aparto la vista y la dirigió hacia el techo. Ella volvió hacia el y recostó la


cabeza en su pecho, abrazándolo nuevamente.

—Gracias Nath —Agregó.


—Sabes que para ti, lo que sea —Dijo él.

—Lo sé.

—Hay que salir —Dijo ella luego de unos minutos de silencio.

Salieron de la casa y se dirigieron hacia una camioneta roja parqueado en el


patio. La camioneta era de Angie, sus padres se la habían dado luego de la
graduación. Nathan aún no había aprendido a conducir, quizás sería esta la
nueva actividad que aprendería este verano. Ya con ambos dentro, la camioneta
empezó su movimiento, precedido por el rugido del motor.

Eran las cinco de la tarde cuando llegaron el pueblo. Las luces y los carteles de
neones de la tiendas empezaban a cobrar vida. Era todo un espectáculo ver el
mosaico de colores que ofrecían los locales del pueblo. Un pequeño cine, unos
cuantos bares, un árcade, el banco municipal y unas modestas tiendas de
abarrotes recibían a los viajeros. En la calle principal, una fila de restaurantes y
puestos de comida se extendía a ambos lados de la calle, la cual terminaba al
llegar al supermercado, lugar hacía donde se dirigían Angie y Nathan.

Los padres de Angie aún se encontraban atendiendo, y Nathan pudo saludarlos.


Ellos lo apreciaban mucho, y siempre decían a modo de chiste que él sería quien
se casara con su hija. Mientras ellos hablaban y se ponían al corriente de los
detalles más relevantes del último año de Nathan, Angie aprovechó para hacer
unas compras. Él estaba muy distraído como para notar lo que había comprado
y abandonaron el lugar una vez que ella terminó de pagar.

El río terminaba en el pueblo desembocando en una pequeña laguna formada


hace unas décadas. La municipalidad construyó un modesto malecón alrededor
de la laguna para hacer de ella un atractivo turístico, aunque casi nadie visitaba
aquel lugar.

Nathan y Angie estaban sentados sobre el muelle de madera y tenían los pies
sumergidos en el agua fría de la laguna. Tenían botanas, bebidas y su
compañía. Angie metió una mano bajo su vestido y sacó una botella de vino
escogido aleatoriamente.

—Hay que brindar —dijo ella, meneando la botella en el aire—. Por nosotros y
porque empezaremos una nueva etapa de la vida —agregó.

Quitó el tapón de la botella para posteriormente beber de ella torpemente.


Parte del liquido se había derramado por la comisura de sus labios. Paso la
mano por su boca intentando limpiarse. Y luego le cedió la botella a Nathan.

Nathan tenía más experiencia que ella para el vino y bebió de la botella sin
dificultad. Los niños de la ciudad son más osados en lo que a probar licor
respecta. Fue hasta que bebió el segundo trago que casi se ahoga con el vino al
ver como Angie encendía un cigarrillo, pero a diferencia de la bebida, lo había
encendido de forma magistral, y fumaba con la misma destreza.

—¿Qué haces? —Preguntó él con un tono alterado.

—¿Fumando? —Respondió ella, como quien expresa una obviedad.

—¿Por qué? No es sano.

—Lo sé. —contesto ella con cara de fastidio—. No es como si pretenda fumar
toda la vida. Solo quiero poder hacer este tipo de cosas ahora que tengo la
edad. Además me tranquiliza. No sabría como describirlo, pero el humo
entrando y saliendo de tu cuerpo es un malestar placentero.

—¿Ah si? A mi se me hace que el humo ya se te subió al cerebro.

—No te burles. Hablo enserio —dijo ella—. ¿Nunca has fumado?

—No —Respondió él.

—¿Quieres probar?

“Este verano esperaba aprender a conducir o algo así, en vez de fumar" pensó
Nathan, pero concluyó en que no pasaría nada si lo intentaba. Además podría
probarle a su amiga que ya no era un niño, pues fumar es cosa de gente mayor.

El asintió. Ella le dedicó una sonrisa traviesa y se inclinó hacia él. Le dio un jalón
al cigarro, manteniendo la horcada de humo en su garganta para mostrarle
como hacerlo, y luego le colocó un el cigarro en la boca.

—intenta aspirar de a poco, dando pequeños sorbos e intenta retener el humo


en tu garganta —fueron las instrucciones de Angie.

Él intento seguirlas como si fueran una tarea de la escuela. Colocó el cigarro en


su boca, eh inhaló una pequeña bocanada de humo que pasó directamente
hacia su garganta, no supo caracterizar el sabor a pesar de haber un hecho un
esfuerzo. Su piel se erizó tras la pequeña descarga de adrenalina que le provocó
el hecho de sentirse culpable de aquel acto. De pronto, se sintió débil, como si
el cuerpo le cállese sobre si mismo, a juicio de él, afirmaría que estaba a punto
de desmayarse, pero la sensación terminó en un pequeño pico placer doloroso
que ascendía desde su pecho.

—¿Qué tal? —preguntó ella. Tenia la boca semi abierta, esperando resolver una
duda.

—Sentí que pedí un año de vida —respondió él, entre pequeños tosidos.
—Que exagerado eres.

Unos minutos más tardé, Nathan estaba encendiendo su segundo cigarro.


Seguían en el malecón, pero dejaron la plataforma de madera para acostarse
sobre el pasto, dónde se terminaron la botella de vino. Eran ya las siete. La luna
estaba en su punto máximo de iluminación, y el frío los acariciaba a ambos.

—¿Ya sabes que vas a estudiar? —le preguntó él.

—Siempre lo he sabido.

—A si? —Nathan no supo como interpretar esa respuesta, le había parecido


demasiado brusca y demasiado seca.

—Quiero ser escritora —dijo. Mientras Nathan recuperó su interés en el tema—.


Así que primero estudiaré literatura y luego me iré de aquí. No puedo ser una
buena escritora en un lugar donde nadie lee —concluyó, con un todo gracioso.

—¿Qué es lo que te gusta de escribir?

—Veras… —ella guardó silencio por unos segundos y luego continuó, como si
estuviera analizando su respuesta—. Aunque no lo parezca, soy una romántica.
Siento que tu demasiadas cosas que decir. El deseo de expresarme es una
necesidad en mi. Creerás que soy ingenua, y que seguramente me moriré de
hambre —se río para si misma como si dicha suposición careciera de
importancia—. Pero realmente es lo que quiero hacer. El hecho de poder crear
una historia que condense todo lo que pienso y lo siento, me llena de mucho
placer y no busco ninguna otra recompensa que esa. No espero que todo el
mundo lea mis obras, pero aquel que me lea me conocerá completamente. La
lectura puede llegar a ser un acto más íntimo que el propio sexo.

Le quitó el cigarro a Nathan de los labios, quien las escuchaba atentamente,


como si nada importara en aquel momento más que aquellas palabras, palabras
que a su modo de ver, eran más íntimas que nada que ella fuese a escribir
algún día, y que el estaba siendo el único con acceso a aquella intimidad.

Luego de exhalar el humo ella concluyó: —Y si es por el dinero, aún tengo el


súper mercado de mis padres y aún puedo casarme con un viejo rico.

—Jamás dejaré que te cases con un viejo —dijo él, en un intento de amenaza
que solo lo hacía parecer más gracioso que tenaz.

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