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Entre cristianos, el matrimonio es sobretodo un sacramento, es decir algo

sagrado. Una realidad que participa de lo humano, pero que al mismo


tiempo trasciende lo meramente terreno para abrirse a lo infinito del Amor
de Dios. Su amor está dirigido a ser imagen y representación real del amor
de Cristo redentor. Jesús se sirve de ustedess para amar y dar a conocer
cómo es el amor con que ama a su Iglesia.
Hoy quieren entregarse mutuamente delante de Dios. Por eso, ningún
poder humano es capaz de romper este vínculo. Yo, como testigo de la
Iglesia de Dios, recibiré su donación, junto con todas las personas que los
acompañan. Se entregarán a través de una larga y pausada oración. Una
gran oración como es la Santa Misa que sube al Padre eterno en prenda de
alabanza, adoración, agradecimiento y petición por ustedes y por cada
persona que los acompaña en este día maravilloso.
Quien comienza su singladura (viaje que se emprende en una embarcación)
matrimonial confiado en los brazos de Dios sabe con una certeza
inquebrantable que su matrimonio es vocación a la santidad, es decir, una
llamada de Dios. No sólo para ser buenos, sino para ser santos en el estado
matrimonial. Cuando Dios proyecta alguna obra a favor de los hombres,
piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como
instrumentos… y les comunica las gracias convenientes (San Josemaría:
Instrucción 19-III-34, n.48). Da mucha paz esta consideración que San
Josemaría quería grabar a fuego en todas las almas. Muchas veces
sentiréis que sois instrumentos inadecuados, desproporcionados para la
misión que tenéis asignada. Pero no olvidéis que así como los hombres
escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de una mesa, para
que se note que es Él el que escribe: esto es lo increíble, eso es lo
maravilloso (San Josemaría, Carta 14-IX-1951, n.4).
Desde toda la eternidad Dios pensó en cada uno y preparó con todo cariño
el recorrido que los llevaría el uno al otro. Los ha elegido Dios antes de la
creación del mundo, para que sean santos y sin mancha en su presencia,
por el amor; y los ha predestinado a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo
(Ef. 1, 4-5) ¡Antes de la creación del mundo, nos ha destinado a todos a ser
santos! Primero nos ha elegido y después nos ha creado para cumplir esa
llamada. La elección precede nuestra existencia; es más, determina la razón
de nuestra existencia… No nos ha llamado en atención a nuestras virtudes,
sino al revés: nos ha concedido las cualidades buenas que poseemos
porque antes nos había elegido (Don Álvaro, Cartas (3) n. 301).

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¡Qué luz y qué confianza nacen de estas consideraciones! Dios los llama
por sus nombres, a pesar de sus miserias personales, porque los quiere y
les proporciona la ayuda de su gracia para ser santos. Por eso son capaces
de exclamar, con un grito de fe y esperanza en la Providencia divina:
¡possumus!, ¡podemos! Hay pocas certezas más grandes que ésta: pase lo
pase, venga lo que venga, objetivamente podemos cumplir los planes que
Dios tiene reservados para nosotros. Y esos planes son muy claros: los ha
escogido Dios para ser santos en el camino matrimonial.
Tu camino de santidad, a partir de hoy, (esposo) tiene un nombre, que es
(esposa). (esposa), tu camino de santidad también tiene un nombre,
(esposo). Esto significa que tu atención (esposa), debe centrarse en
(esposo) y en los hijos que Dios quiera mandarles, en transformar tu casa
en el hogar de Nazaret: en aquel lugar donde vivieron José, María y Jesús.
Como la tuya (esposo) debe centrarse en (esposa) y los niños. Y a esto hay
que dedicar tiempo y empeño. Todo lo que haga imposible esta tarea, no
está bien, no va.
El matrimonio, lo repito adrede, es una tarea, una vocación, una misión. No
es un punto de llegada, sino un punto de partida. Frecuentemente el fracaso
del amor es confundir el punto de llegada con el punto de partida. Por tanto,
no han llegado al matrimonio, sino que hoy parten hacia él. ¡Se casan para
amar y no sólo por amor!… “Para amar” que es lo mismo que decir que el
amor se construye, se fabrica, se produce con un “si quiero” pronunciado
con un corazón libre. Casarse es un exceso de libertad. Es poseerse
íntegramente a ustedes mismos y a todo su futuro para entregarse al otro:
‘aquí me tienes: lo que soy y lo que seré’… Por eso hay gente que no se
atreve, porque no es libre hasta el extremo de poseerse a sí mismo y a su
futuro de modo absoluto, y le da miedo comprometerse a algo que no
abarca su libertad.
Hemos de fiarnos en todo instante de Dios, que no nos hubiera dejado
emprender la aventura de la entrega sin equiparnos perfectamente: te basta
mi gracia, hemos de escuchar cuando sobrevienen las vacilaciones o los
temores, porque la fuerza resplandece en la flaqueza (2 Cor 12, 9). El Señor
quiere que le seamos fieles y que se amen en todas las circunstancias de
su existencia: en los momentos fáciles y en los difíciles; en las cosas
pequeñas de cada jornada y –si alguna vez se presenta la ocasión- también
en las grandes; en las horas de trabajo intenso y cuando descansamos; en
la salud y en la enfermedad; en la juventud y en la vejez; en todo instante.
De este modo serán felices en la tierra, con la felicidad relativa que puede

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alcanzarse aquí abajo y felicísimos en el Cielo (Del Padre, Carta 1-IX-1998).
Sí, la pobreza y no la riqueza, la falta de poder y no el dominio, la pureza de
corazón y no la búsqueda desenfrenada del placer, el sacrificio que hace
feliz el alma y no la huida del dolor, la amabilidad y no la brusquedad, el
amor a la verdad y no la cesión a la opinión de la mayoría, es aquello que
Dios bendice.
Apuestan fuerte, pero apuestan seguro, porque Dios es fiel en sus
promesas y no se deja ganar nunca en generosidad. Quizás les dirán que
están locos, que son de otro planeta. Que constituir una familia cristiana, tal
y como está el mundo es lanzarse al vacío sin paracaídas. Ya lo habéis oído
tantas veces… Sin embargo, el amor lo puede todo. Lo hemos escuchado y
lo hemos leído en la Carta a los Corintios muchas veces: El amor es
comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume, ni
se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del
mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin
límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no
pa
sa nunca.
Lo que suele suceder es que no es oro todo lo que reluce, que amor no es
cualquier cosa, que no es un puro sentimiento. Amar, quererse alcanza todo
su sentido cuando comprende tres aspectos que me gustaría recordar. El
amor, si es amor, es siempre total, fiel y fecundo (cf. HV n.9; CS n.49. 18 Cf
Rom 2, 15).
En primer lugar, total. Porque saben que no basta con un amor genérico. No
nos engañemos: la pasión y la inteligencia no bastan. Lo amado es la entera
persona del otro, y quien ama es mi entera persona. Un amor parcial, que
sólo ama lo que le interesa (la belleza, la juventud), pero rechaza lo que no
le interesa (su mal humor, sus arrugas, su vejez)…o un amor, también
parcial, que sólo ama con lo que le interesa (el dinero, las cosas, pero no mi
persona) o cuando le interesa (en el tiempo sobrante), sencillamente, no es
un amor auténtico, ni humano, en el sentido pleno de la expresión, porque el
hombre es uno e indivisible y no puede escindirse y separarse como las
cosas. Quiéranse con cariño. Con el mismo con el que buscaban complacer
al otro en su noviazgo, pero ayudado ahora con la gracia del matrimonio. Se
trata, en el fondo, de mantener siempre vivo el amor primero. Para ello
deben «conquistarse», el uno al otro, cada día, amándose «con la ilusión de
los comienzos». No descuiden los detalles. El amor se construye con
muchos pocos: pasando por encima de los defectos del otro -que los tiene-,

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que tienen que besar mientras no sean ofensa a Dios; diciendo los gustos
propios, a pesar de que lo hayan dicho muchas veces; aceptando las
diferencias de carácter como oportunidades para ser mejores.
En segundo lugar, fiel. Con independencia de legislaciones permisivas, de
un ambiente descristianizado, de ideas equivocadas sobre la libertad, el
hecho es que la fidelidad hoy en día parece a no pocos un valor
trasnochado, de otros tiempos. Otros lo ven como un ideal hermoso,
deseable, pero inalcanzable en la realidad. La verdad, sin embargo, es otra,
según testimonian tantas generaciones de matrimonios en todas las épocas.
La fidelidad, a veces con dificultades, está al alcance de todos. No es un
«ideal» al que sólo puedan aspirar algunos matrimonios especialmente
privilegiados. Amar es comprenderse y perdonarse una y mil veces, las que
hagan falta. Con el paso de los años, puede aparecer la ocasión de
frenarse, de guardar rencores y ofensas, de no ser fiel. Qué pena
encontrarse con almas que después de años, están encalladas porque les
falta una palabra que todo lo soluciona: perdón. No es este su camino.
Perdónense y acéptense con una sonrisa de las que saben poner los dos.
No se vayan nunca a la cama con un peso, con un enfado aunque sea sólo
interior. Siempre se puede pedir perdón y perdonar generosamente.
Ahora bien, la totalidad y la fidelidad en el amor conducen inexorablemente
a otro rasgo esencial de todo amor: la fecundidad. ¿Puede un amor
construirse sobre un espíritu mezquino, cicatero, avaro, que cuenta antes de
dar, o que niega el don, el regalo, la entrega? San Agustín decía que “la
medida del amor es amar sin medida”. Y Machado lo pintaba con otras
palabras: “en amor, locura es lo sensato”. Y así es. El amor es siempre
creativo, exuberante, fecundo. Se desborda, invita a salir de uno mismo, es
rico en detalles, en atenciones, en tiempo, en dedicación, en caricias, en
llamadas, en miradas…, y también en hijos. Ámense mucho. Más todos los
días. Con un amor que, por ser a imagen y semejanza de Dios, tiene la
capacidad de ayudar a Dios a crear: ¡son cooperadores del poder creador
de Dios! ¡Que grandeza y que responsabilidad!
Los hijos son únicamente y siempre una bendición. Ningún versículo de la
Biblia dice que la apertura a la vida tiene un lado negativo. No se deja
entrever en ninguna parte esta pretendida nueva sabiduría de los que
abogan por la cultura de la muerte que afirma que los hijos son una carga,
un gasto o un obstáculo para el desarrollo profesional o la formación de los
padres. Y sin embargo, gente que se dice cristiana no ven a los hijos como
la auténtica bendición que son. Los hijos no son posesiones, ni lo que

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vamos a adquirir después del carro, la casa y la piscina; no son una paga
extra que hemos ganado. Son un regalo que se nos da gratuitamente. Los
hijos no son lo siguiente en los planes, una vez que la pareja está bien
establecida y puede permitírselos. No son el próximo proyecto, ni son unos
intrusos en la idílica relación entre los esposos (subir la casa medio metro).
No son aquello que se merezca una pareja sólo porque sean mejores que
las demás personas. No son algo a lo que tengan derecho las personas si
son buenas o ricas. No tienen valor porque se lo demos nosotros. Tienen
valor en sí mismos, porque son creados por Dios a su imagen y semejanza.
Son puro regalo que Dios nos presta para que cuidemos de su corazón, su
mente y su alma. Son fundamentalmente suyos, no nuestros. Por eso,
acojan cada hijo que Él quiera enviarles con la alegría y el agradecimiento
del que se sabe cooperar del poder de Dios. Cada uno es una bendición y
un milagro de Nuestro Señor. Quiéranlo como lo que es: una alma confiada
a sus manos para que le ayuden a ser feliz eternamente. Además, una de
las maravillas de tener hijos es que se volverán a enamorar una y otra vez,
pues al mirarlos se verán a cada uno de ustedes. Entonces el amor se va
haciendo más profundo, se arraiga mucho más en el corazón y no queda
tan expuesto al sentimentalismo de hoy en día.
¡Llénense de esperanza! Porque antes que nada, cuentan con la ayuda de
Dios. No dejen de tratarle nunca. Llevan mucho tiempo tratándole, y cuando
uno lo busca, le encuentra y acaba amándole. Busquen su amor y su
perdón. Así serán más capaces de entregarse, pues acabarán amando con
la fuerza de Dios. La misma fuerza y misericordia que nos ha mostrado y
que siempre nos ofrece a todos sus hijos en los sacramentos,
especialmente de la Eucaristía y de la Confesión. ¡Cuánto les ayudará
saberse perdonados una y mil veces por Dios, a la hora de perdonar y de
pedirse perdón! Recen juntos, aunque sea un poquito: los hará más fuertes
y acercará cada día más sus corazones. «¡No tengan miedo a los riesgos!
-decía Juan Pablo II a los esposos-. ¡La fuerza divina es mucho más potente
que sus dificultades! Inmensamente más grande que el mal que actúa en el
mundo es la eficacia del sacramento de la Reconciliación,
Incomparablemente más grande es, sobre todo, la fuerza de la Eucaristía».
En manos de la Virgen María ponemos todas estas intenciones. Ella, que es
nuestra Madre, los acoge y les brinda su protección maternal. Que sea Ella
el centro de su vida, de su sala de estar (y no la televisión), de las
habitaciones de su casa. Pidámosle todos que, como Ella, vean extendida
su felicidad para siempre, para siempre, para siempre.

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