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AIRES DE CAMBIO

Cultura y narrativa en la Venezuela del


gomecismo y el postgomecismo (1908-1953)

Fco. Javier Lasarte Valcárcel

DELA(u)TOR - 2
1ª edición
1
AIRES DE CAMBIO
Cultura y narrativa en la Venezuela
del gomecismo y el postgomecismo
(1908-1953)

Fco. Javier Lasarte Valcárcel

DELA(u)TOR - 2
Primera edición: 2020.

Revisado y montado por FJLV para su divulgación como PDF1.

1
Fotos de portada tomadas de:
http://www.cervantesvirtual.com/portales/arturo_uslar_pietri/imagenes_album/
https://iqlatino.org/2018/golpe-de-estado-a-romulo-gallegos/
http://www.elperroylarana.gob.ve/authors/enrique-bernardo-nunez/
http://www.celarg.org.ve/wordpress/sobre-teresa-de-la-parra-contra-la-historia-
oficial-disertaran-en-la-fundacion-celarg-el-jueves-18-de-julio-de-2019/
http://www.nmidigital.com/sofia-imber-de-su-propia-voz/sofia-imber-con-guillermo-
meneses-picasso-y-jacques-prevert-en-vallauris-1951/

2
DELA(u)TOR
https://delautorjavierlasartev.blogspot.com/

jlasarte13@yahoo.com

https://drive.google.com/open?id=17Mrmuqn6mhuy1x6CsY4ssU-KJbJwboCi

Fuera de serie de DELA(u)TOR

AL FILO DE LA
LECTURA. Usos
de la escritura / figuras
de escritor en Venezuela
(2005)

Vista completa en: https://books.google.es/books?id=S4JaG_9-


1tgC&printsec=frontcover&dq=javier+lasarte+valc%C3%A1rcel&hl=es&sa=X
&ved=0ahUKEwiztYCctZDnAhVh1uAKHWvaCVIQ6AEISzAF#v=onepage&q
=javier%20lasarte%20valc%C3%A1rcel&f=false

Por venir:
VERANO (poemario 2001; republicación)

POESÍA VENEZOLANA. Antología algo secreta (1984;


republicación)

3
Índice

Contracorriente(s) ……………………………………………. 5

I
Los aires del cambio: literatura y cultura en Venezuela
(1908-1935) …………………………………………………… 9

II CUATRO CLÁSICOS MODERNOS: 1929-31


Transfiguraciones: poética e historia en Arturo Uslar
Pietri …………………………………………………………...... 54

Hacer cosas con el pueblo, la mujer y la nación. A 80


años de Doña Bárbara ……………………………………. 104

¿Nación transculturada? Cubagua desde Doña Bárba-


ra ………………………………………………………………….. 132

Políticas de lectura de la fábula y la nación en Las me-


morias de Mamá Blanca …………………………………. 147

III ENSAYO DE CRÍTICA FILOLÓGICO-POLI-


CIAL
Ø / Verdad e identidad desmanteladas: escritura, auto-
biografía y política en El falso cuaderno de Narciso Es-
pejo ………………………………………………………………… 173
4
Contracorriente(s)

Quiso un azar que el proceso de revisión de los textos que


componen este libro diera pie a la apertura de esta pequeña
nota introductoria: por alguna razón irrelevante, busqué en
Academia.edu mi texto sobre El falso cuaderno de Narciso Es-
pejo. De entrada me topé con la caracterización “mayúscula”
que muestra la página web para el artículo: OLD FASHION
CRITICISM. Además de sonreír, un extraño e impertinente or-
gullo me tomó con gusto. Ciertamente ha podido pasar que,
como provocación, fuese yo mismo quien lo caracterizase de
esa manera; pero prefiero quedarme con la posibilidad de in-
ventar que el gestor haya sido la administración de la página o
algún lector la/el responsable. Quizás tal catalogación no se
ajuste del todo a realidad; sin embargo suscribiría, hoy sin
ironía, el gesto de desmarcaje que obviamente supone ante las
líneas dominantes en la actual post-academia.

Como ha impuesto la discutible dinámica burocrática de la


academia de estas últimas décadas –actuada, ¡claro!, también
por mí–, Aires de cambio… responde al agrupamiento de tra-
bajos que, aunque derivados de un área de interés común: pen-
sar hitos literarios y culturales que se producen durante la épo-
ca gomecista y postgomecista, tuvieron sus primeras versiones
en algún encargo, seminario o congreso… y fueron publicados
luego, en su mayoría, en libros o revistas. Carece como libro,
por tanto, de cohesión estilística, de formatos o de extensión;
lo que ojalá ofrezca al menos la ventaja de que sus “unidades”
funcionen con una cierta independencia en la lectura. Espero,
en cualquier caso, que este heterogéneo conjunto no carezca
organicidad: ambiciones, intereses y aires de familia.

5
Por lo demás, no puedo dejar de ver como entrecruzados
esas “ambiciones, intereses y aires” y el gesto del old fashion
criticism. Hoy como ayer creo (confío que no del mismo modo)
en el sentido de la lectura crítica de textos y autores. Con ello
me quiero distanciar de la sobrevalorada, inidentificable y ver-
sátil “teoría” de/en la post-academia dominante, en el peor de
los casos triunfante super-género o joker omnipresente y todo-
poderoso. Lo que antes eran “objetos” de estudio son hoy “pre-
textos”, piezas al servicio del efecto-demostración de autori-
dades mayores: teóricos, escuelas, temas impuestos por la
moda académica en nombre de políticas correctas... A la vez, si
asumo hoy mi reserva ante la sacralización de la teoría –cuyo
valor sería una irresponsable y cómoda necedad despreciar–,
también mantengo mi ya viejo “salpullido” tanto ante la sacra-
lización de la literatura y sus autores como ante la “crítica acrí-
tica”. Aunque personalmente prefiera consumir otras expresio-
nes artísticas y culturales, sigo considerando más que perti-
nente el estudio de la institución literatura, como privilegiado
documento sociocultural y como una forma de re-conocer y
leer historias y presentes.

Me alejo, por tanto, de las “nuevas agendas” y su aversión


a la literatura para abordar, a veces con cierta soltura, otros
“objetos” o campos culturales (la fotografía, el cuerpo, las mi-
graciones…), por demás, legítimos como tales; o, en casos me-
nos radicales respecto de la letra aún existente, la casi-náusea
ante el siempre problemático “canon”, para limitar el interés a
expresiones reivindicativas de los márgenes post-literarios o
post-autonómicos (constitutivos, por cierto, de la ¿periclitada?
modernidad literaria). Desde esa distancia, pues, ofrezco al lec-
tor las dos últimas partes del libro, ocupadas en acercamientos
a “clásicos modernos”: una (II), dedicada a un trienio produc-
tivo y capital como pocos en la narrativa venezolana, 1929-
1931, que congrega cuatro novelas estelares y dialogantes entre
sí de un modo que los estudios sobre narrativa venezolana, tan
dados a la contabilidad como a la inconexión, han desperdi-
ciado: Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri (1931),
Doña Bárbara de Rómulo Gallegos (1929), Cubagua de Enri-

6
que Bernardo Núñez (1931) y Las memorias de Mamá Blanca
de Teresa de la Parra (1929)2; y otra (III), en un extenso
ejercicio crítico de ¿old-new fashion criticism?, dedicada a un
texto central de la segunda mitad del siglo XX literario vene-
zolano: El falso cuaderno de Narciso Espejo (1953) de Guiller-
mo Meneses.

Abre Aires de cambio el diseño de una semi-suma sobre la


literatura y cultura venezolanas del gomecismo. Si el “bloque”
anterior, responde al intento de poner en dialogo un texto y un
autor con procesos literarios y socioculturales (ojalá de modo
pertinente y “vivo”), este acercamiento supone, en cambio, la
consideración del conjunto como centralidad. De buen grado,
quiere funcionar como material de cara a lo que aún hoy es pa-
ra mí norte disciplinar (y para los nuevos sujetos académicos,
antigualla): una historia social de la cultura y la literatura.

2Obviamente el orden de presentación, a conciencia, no responde a la cronología, sino a


una implícita trama de lectura de las novelas que espero el lector, a pesar de lo hete-
róclito de mis acercamientos a cada “pieza” de este conjunto, pueda desvelar sin incon-
veniente.

7
I

8
Los aires del cambio: literatura y cultura
en Venezuela, 1908-19353

Una de las maneras posibles de “conjugar” la literatura ve-


nezolana posterior al modernismo es entenderla como un haz
de activas respuestas a los procesos de modernización social,
política y cultural, que se consolidan o emergen durante el ré-
gimen gomecista (1908-1935). Ello no quiere decir que la mo-
dernización social y cultural se inicie en las primeras décadas
del siglo XX. Su proceso, al menos, arranca en los mismos ini-
cios ilustrados de la emancipación y el XIX es el lento y dificul-
toso camino de su desigual asentamiento. Pero es las primeras
décadas del XX cuando se perfilan las tendencias sociales y cul-
turales que dominarán la vida venezolana del siglo.

Textos de autores tan aparentemente distanciados y des-


preocupados de la inmediatez socio-política del país, como Jo-
sé Antonio Ramos Sucre, Teresa de la Parra o Julio Garmendia,
consideran de forma más o menos manifiesta la moderna “rea-
lidad circundante” –título de un cuento de J. Garmendia– co-
mo ineludible punto de partida respecto del cual abordar las
palabras y cosas de sus discursos.

3 Levemente modificado o actualizado aquí, fue publicado en: Nación y literatura:


itinerarios de la palabra escrita en la cultura venezolana. Carlos Pacheco, Luis Barrera
Linares y Beatriz Gonzalez (coords.). Caracas: Fundación Bigott / Banesco / Equinoccio,
2006, 379-406. Este texto recoge elementos de otros míos anteriores, añade algunos
nuevos y tuvo la ambición de ser un compendio de aliento historiográfico que fuese a la
vez de alguna utilidad y quiso, a partir de la información (preexistente en buena parte),
construir una cierta visión orgánica, sin negar el diálogo en forma de crítica o reconoci-
miento de su/mi tradición y estableciendo alguna que otra conexión con procesos con-
tinentales coetáneos.

9
En “Plática profana”, escrito en 1912 para la presentación
de un retrato de Ezequiel Zamora, aún con restos de una retó-
rica post-romántica y desde un emplazamiento característico
más bien del modernismo, Ramos Sucre prefiguraba el carác-
ter de su posterior «mundo [que] lastima cruelmente mis sen-
tidos», el «movimiento, signo molesto de la realidad» del “Pre-
ludio” de La torre de Timón (1925): «Se nota en los tiempos que
corren un desmedido entusiasmo por los intereses materiales e
inmediatos, muy hostil, en cambio, al culto de los ideales que
han exaltado en todo tiempo la dignidad humana» (5). Lo que
se presume «necesaria desaparición del poeta y el héroe en la
próxima civilización del porvenir» movilizará en Ramos Sucre
la fabricación de sus mundos desolados y de su estética de la
crueldad.

Por su parte, en Influencia de la mujer en la formación


del alma americana (1930), Teresa de la Parra, encuadrará sus
opuestos –femenino/masculino, oralidad/imprenta– en el mar-
co del enfrentamiento mayor: la «Edad Media criolla», «Arca-
dia tropical» (479), la existencia «ingenua y feliz» (490) de/en
la Colonia4, como respuesta ante el mundo moderno, que «sue-
le tenernos el corazón frotado, confortable y medio vacío como
la sala de baño de un gran Palace» (491). Poco antes, la escri-
tora de la “Advertencia” de Las memorias de Mamá Blanca
(1929) fijaba su postura distanciada respecto de la modernidad
al hablar del arte nuevo: «he llevado siempre a exposiciones
cubistas y a antologías dadaístas, un alma vestida de humildad
y sedienta de fe: lo mismo que en las sesiones espiritistas, no
he visto ni oído a mi alrededor sino la oscuridad y el silencio».
La «alianza» de la «escuela de lo hermético» y «la multiplica-
ción de las máquinas», según esa escritora interna, «inicia la
etapa final de nuestra Redención, que consiste, a mi entender,
en matar el pensamiento con la fuerza hercúlea del pensa-
miento» (322). La idea del cambio, el arribo a la ciudad moder-
nizada y la pérdida de Piedra Azul, aunque se ubiquen al final

4Y añade para matizar la apelación a tal era histórica o “acercar” su nostalgia: «debo
decir que casi toda mi infancia fue colonial» (491).

10
de esta novela, propiciarán la escritura nostálgica y la inven-
ción, desde la herida de la historia, de la «Arcadia tropical».

En sentidos cercanos –el de la recelosa reserva o el irónico


desengaño ante lo que se postula como nuevo y el de la cele-
bración de la escritura–, podrían leerse relatos como “La tien-
da de muñecos” o “El cuento ficticio” de Julio Garmendia, que
encuentran complemento en la crítica del espíritu materialista
y deshumanizado de una época que se representa en otros rela-
tos de La tienda de muñecos (1927), como la “Narración de las
nubes” y, por supuesto, “La realidad circundante”5.

Si este tipo de posturas de partida de los discursos cultu-


rales ante el mundo de la modernización es posible verificarlas
en estos autores, esta lectura se facilita aún más si se piensa en
autores centrales de esta época como Rómulo Gallegos o Enri-
que Bernardo Núñez, cuyas principales novelas –Doña Bárba-
ra (1929) y Cubagua (1931)– privilegian, de forma simbólica o
manifiesta, la pregunta por la realidad nacional en su presente.
Así también narradores de la vanguardia como Guillermo Me-
neses o Ramón Díaz Sánchez inscriben su trabajo en la conti-
nuidad de esa pregunta. Incluso habría que considerar desde
esta perspectiva el interés de las ficciones de Uslar Pietri, que,
desde la conmoción que supone el nuevo mundo de la moder-
nización, explora metafóricamente –en Barrabás (1928) o Las
lanzas coloradas (1930)– la condición humana en momentos
de cambios históricos.

La poesía de Antonio Arráiz, Fernando Paz Castillo o Pa-


blo Rojas Guardia, en sus primeros libros, establecerán diálo-
gos, asimismo, con imágenes del mundo modernizado. Por lo
demás, la literatura y cultura de estas primeras décadas del si-
glo, por lo que tienen de exploración de ideas, lenguajes y fór-
mulas expresivas, de formas de agrupamiento y de abordaje de
los espacios culturales, deben ser entendidas, más allá de las
críticas a la realidad histórica del momento, en sí mismas, co-
mo activa zona constitutiva de la modernización.

5 A ellos que traté de acercarme en otro momento (Lasarte Valcárcel, 1995).

11
2

Una de las formas más amables de contar la experiencia a


la vez risueña y trágica de la modernización contemporánea en
Venezuela, acaso esté cifrada en el relato que, en Regreso de
tres mundos, hacía Mariano Picón Salas de Míster Barco (1983:
550), el platanero zuliano que vendiese sus tierras preñadas de
petróleo por “un puñado de dólares”. El petróleo, esa fuerza
«que nos hacía crecer y progresar aun contra nosotros mis-
mos» (599), tan sólo aceleraría un proceso que habría de ins-
talarse de cualquier forma tarde o temprano, y que no sólo
transformaría la política, la economía o la cultura, sino la mis-
ma cotidianidad. En Caracas física y espiritual, Aquiles Nazoa
mostraba el rostro cotidiano y algo paradójico de la capital en
esos años 20. Caracas, «la París de un piso», conocía nuevas
formas de ensueño –la instalación de la primera emisora de
radio, el eco de las hazañas de Lindbergh y la cultura del cine-
matógrafo–, junto a la domesticidad de la figura excéntrica y
caricaturesca del duque de Rocanegras:

Entre esos años finales de la primera Guerra Europea y el vuelo de


Lindbergh sobre el Atlántico en 1927, nuestra Caracas es como una
pequeña caja de resonancias a la que llegan con cierto retardo, pero
con el encanto de una música nueva, las vibraciones de un mundo
que adquiría una expresión remozada, bajo la acción rejuvenecedo-
ra de las primeras hojillas Gillette. Fue muy lento el proceso de aco-
modación de la ciudad a los nuevos modos de vivir que le imponía
su creciente invasión por las innovaciones estéticas y tecnológicas
del siglo veinte. Aunque los automóviles habían venido adueñándo-
se de sus calles desde 1907, y ya en 1912 los caraqueños habían visto
aterrizar en el Hipódromo de El Paraíso el aeroplano de Boland, no
parecía Caracas muy presurosa por incorporarse al ritmo acelerado
en que se anunciaban los nuevos tiempos (148).

La misma imagen, a la vez ansiosa y reacia, de búsqueda y


resistencia a la modernización transmitía el propio régimen go-

12
mecista, que parecía cabalgar entre dos siglos, armándose co-
mo una «modernización al servicio del personalismo» (Urba-
neja: 74). Pero más allá de cualquier reticencia, en esos años
20, el país había ya experimentado –sin asimilar– importantes y
decisivas transformaciones. Elías Pino Iturrieta condensaba las
claves de los cambios introducidos por ese proceso moderniza-
dor que se asentaría definitivamente en la Venezuela de esa
época:

El carácter dependiente de la economía nacional llega a su estable-


cimiento sólido cuando el valor de las exportaciones de petróleo su-
pera al valor de las exportaciones de café. Venezuela se convierte en
el segundo productor de petróleo a nivel mundial, y el sector público
descuida la actividad agropecuaria y otras actividades de la minería.
Se desarrolla el proletariado y las clases medias adquieren sus con-
tornos y su ascendiente. Se forjan y multiplican las Bancas oficiales y
privadas. El presupuesto del ejército aumenta y las nuevas técnicas
campean en las escuelas castrenses. Surgen los grandes centros ur-
banos y con ellos el germen de los futuros movimientos políticos, al
principio orquestados por los estudiantes universitarios. Ideas dis-
tintas al positivismo oficial llegan de matute y comienzan a formar a
las generaciones jóvenes. Destaca en el proceso la substitución del
sector agrícola tradicional y el cambio de escena para las contin-
gencias de entidad. Si en el siglo XIX los grandes problemas se diri-
mieron en el dilatado mundo rural, ahora todo comienza a girar en
torno a las nacientes ciudades. En adelante predomina la óptica ur-
bana, los políticos de mentalidad urbana, los partidos urbanos, las
directrices del área urbana (1976: 40).

No obstante ello, mucho de la Venezuela de pocos años


atrás se sobreimponía a esta lista de novedades:

En los albores del siglo XX, Venezuela cuenta con 2.300.000 habi-
tantes, el 90 por ciento de los cuales reside en el campo. Sólo cuatro
ciudades superan la cifra de 20.000 pobladores. La expectativa de vi-
da alcanza los cuarenta y tres años; los principales enemigos son la
desnutrición, el paludismo y la anquilostomiasis. El nivel de instruc-
ción de la mayoría es casi nulo (Segnini: 203).

Y por lo demás, las novedades no dejan de acarrear una impor-


tante carga de conflictividad de la que de alguna manera da
cuenta la literatura de la época6. El cuadro general del país
6El régimen de Gómez impulsa el desarrollo de las comunicaciones –viales o cablegráfi-
cas– que «además de facilitar al dictador liquidar el caudillismo regional, constituyó un

13
paso cierto en el camino de nuestra integración territorial» (Palacios: 24); la unificación
territorial vendría acompañada por la centralización y modernización de la hacienda pú-
blica (Méndez: 50) y por un decisivo proceso de modernización y profesionalización de
las fuerzas armadas (40). Un paisaje nacional ganado por múltiples revueltas regionales
–372 encuentros militares y 20.000 muertos entre 1899 y 1903; entre 1900 y 1910, el
22% del presupuesto es destinado al Ministerio de Guerra y Marina, y bajan en más de
medio millón las cabezas de ganado (Harwich, 1992b: 235)– es pacificado: «La paz en-
tendida como premisa y norma de conducta se antepone a todo proyecto gubernamen-
tal. De ella dependerá el apoyo de potencias extranjeras, la organización eficiente de una
administración central, la construcción de un poder nepótico, el aumento vertiginoso de
ingresos fiscales, el reconocimiento exterior y el plan nacional de vialidad. Permitirá […]
ese cambio milagroso del que habla el New York Times hacia 1911» (Méndez: 42).
En contrapartida, Gómez se convierte para 1930 en «uno de los hombres más ricos del
mundo»: su fortuna asciende a 300 millones de dólares (Caballero: 20); «la actitud te-
rrófaga de Juan Vicente Gómez» es elocuentemente expresada por sus «cuatrocientas
cuarenta y cinco haciendas, treinta y seis hatos y setenta y dos fundos, ubicados en casi
todos los Estados de la República» (Méndez: 49). Los bienes de Gómez, avaluados en
800 millones de bolívares, suman más de seis veces de lo invertido en educación en 25
años (Sullivan: 266). Además establece «un eficaz aparato de control y represión políti-
ca externo e interno […]; una red de espionaje internacional, que se extendía tanto como
fuese necesario, y una red de Jefes Civiles, Presidentes de Estado y telegrafistas, que su-
ministraban […] informes sobre los movimientos de los enemigos del régimen» (Urbane-
ja: 63). Al régimen del terror que conocieron vivamente los presos políticos –«el tortol,
el colgamiento por los testículos, las palizas hasta la muerte, el vidrio molido en la pitan-
za; todo el terrible cuadro que Pocaterra dibujará en sus Memorias de un venezolano de
la decadencia»–, se unen otro tipo de manifestaciones, como los 100.000 venezolanos
que viven en el destierro –uno de cada 20 venezolanos (Caballero: 22).
Sin embargo, el gran facilitador de desmanes y novedades es el petróleo, cuya produc-
ción, controlada en el 88% por la Royal Dutch Shell y la Standard Oil, crece vertiginosa-
mente: de las 18.248 toneladas métricas en 1917, se pasa en 1930 a 20.073.961 (Pala-
cios: 32). El despojo apenas encuentra obstáculos: por lo producido entre 1920 y 1930,
Venezuela percibe sólo Bs. 171.952.126; el propio ministro de Fomento, Gumersindo To-
rres, reseñaba cómo las compañías eran exoneradas en sus derechos de aduanas por Bs.
233.359.462 (33-4). Torres, en memoria ministerial de 1930, afirmaba: «nuestra legis-
lación sobre petróleo es única en el mundo por ser la mejor para los intereses de las
Compañías»; «en Venezuela se han concedido los más amplios favores a los interesados;
los plazos más largos; los derechos más fijos y amplios; el menor número de impuestos y
los impuestos más reducidos que en ninguna otra Legislación similar» (en Palacios: 40-
1). Al poco tiempo, tras enviar el memorándum a las compañías, sería destituido (45).
Por lo demás, la explotación y comercialización petrolera acarreó el trastorno de «la es-
tructura socioeconómica tradicional», «su acción en el funcionamiento del Estado, su
repercusión en la formación de nuevas clases (el proletariado) y fortalecimiento de otras
(la burguesía)», e incidió directamente «en los movimientos demográficos y en la altera-
ción del sistema tradicional de ciudades» (Méndez: 45). Los efectos sociales, demográfi-
cos y ecológicos en el estado Zulia, por ejemplo, no se harían esperar: la migración de
campesinos, el maltrato a nativos –cuando no el exterminio de indígenas– y la contami-
en 1926, los alquileres aumentan el 900%, otro tanto los alimentos; aumenta súbita-
mente la inmigración trinitaria (Sullivan: 259), cuya trágica condición es representada
en Mene (1936), de Ramón Díaz Sánchez.
La crisis agropecuaria, aunque se solapa a la explotación intensiva del petróleo, respon-
de en buena parte a la caída internacional de los precios: el precio del café cae de 196,7
Bs. (cada 100 kg) en 1920 a Bs. 57,5 en 1935; y el del cacao de Bs. 198,1 a 45,5 (Rodrí-
guez Gallad: 100). El Banco Agrícola y Pecuario, creado en 1928, se ve obligado a confis-
car tierras de prestatarios por incumplimiento en los pagos (103). No obstante, el lati-
fundio crece, gracias a la mencionada acción «terrófaga» del gomecismo, en combina-
ción con las compañías extranjeras. En el Boletín de la Cámara de Comercio de Caracas
del 1º de mayo de 1929: «Alberto Adriani consideraba que el país no podía equivocarse
al exaltar los cambios que acontecían por el auge de la industria petrolera, porque ésta
no era más que una provincia extranjera enclavada en el territorio nacional, y por tan-
to no podía tener sino poca influencia en la prosperidad económica de nuestro pueblo,

14
muestra un escenario de polarización entre la ciudad moder-
nizada y el campo en crisis que será ampliamente recogido de
diversa manera por la literatura de la época: Gallegos, Pocate-
rra, De la Parra, Núñez, Frías, Meneses, Díaz Sánchez...

En otro sentido, un elemento crucial para lo relativo al con-


sumo de la literatura son los procesos de alfabetización y esco-
larización. No obstante, en Venezuela, entre 1908 y 1933, se
invierten sólo algo más 128 millones de bolívares; más del 70%
de la población es analfabeta, sólo 150.000 habitantes (11% de
la población) asistían a instituciones educativas; la Universi-
dad Central es cerrada entre 1912 y 1925. En 1918, el exminis-
tro de Educación, Rafael González Rincones, se quejaba, ante
el Ministro de Educación estadounidense, de las reducciones de
sueldos a directores y maestros; en 1923, el Agente Diplomáti-
co de los EE.UU., Willis Cook, señala que sólo aparecen en pre-
supuesto 910 escuelas primarias con sólo un maestro por es-
cuela para atenderlas (Sullivan: 263).

No obstante, el tiraje inicial de El Universal (1909), de 8


mil ejemplares, que llega a 11 mil en 1924, revelaba que, existía
un público lector de no poca importancia. En Las luces del go-
mecismo (1987), Yolanda Segnini pondría de relieve este hecho
crucial para vislumbrar la base material que posibilitaría la

cuando lo acertado, en su opinión, era la diversificación de la agricultura –librar al país de


la pesadilla del café– para que el bienestar nacional descansara sobre bases verdadera-
mente sólidas» (Rodríguez Gallad: 102). Obviamente, su reclamo no fue atendido.
La nueva situación supuso una drástica transformación del panorama social. Los gran-
des propietarios «[f]ueron abandonando las haciendas y convirtiéndose en comerciantes
importadores, contratistas de obras públicas, banqueros, especuladores, al amparo de la
distribución que entre ellos y la alta burocracia [...] se realizaban de los ingresos» (Sal-
vador de la Plaza, en Méndez: 50). Se produce el éxodo rural; entre 60 y 80.000 perso-
nas se dirigen a los centros urbanos y petroleros para engrosar las filas de «una pobla-
ción depauperada e improductiva que encontró fundamentalmente ocupación en obras
públicas» o de una nueva clase social: el obrero petrolero (Méndez: 49). Crece la clase
media al amparo de la industria petrolera o del auge comercial (Sullivan: 269). La bo-
nanza petrolera no siempre se traduce en los salarios: en 1914 se reducen en 50% los
sueldos de empleados públicos; en 1925 los empleados del tranvía eléctrico de Caracas
van a huelga; por demanda de aumentos salariales en los 30, los campos petroleros co-
nocen también la paralización (264).
(En la publicación original, los editores pidieron que esta nota sobre diversos aspectos
de la sociedad venezolana del gomecismo formase parte del cuerpo central. En aquel
momento, como hoy, prefiero que se mantenga en su primera forma. Sobre todo porque
es básicamente un resumen de elementos que me interesaba reportar aquí de artículos
presentes en la indispensable –y poca difundida– edición de Pino Iturrieta, 1993).

15
concreción del proceso de modernización cultural. Allí Segnini
mostraría cómo, a pesar de algunas crisis de papel, las publi-
caciones periódicas de los años 10 y 20 exhibirían una relación
población/tiraje proporcionalmente favorable respecto de años
incluso muy posteriores del siglo. Así, en la Caracas de 1927, de
135.000 habitantes, 6 diarios imprimían 60.000 ejemplares, y
publicaciones como el semanario Fantoches, Lectura Semanal,
Billiken, Élite y Cultura Venezolana reportaban tirajes de 11, 6,
45, 2 y 4 mil ejemplares, respectivamente (86).

B
Por sus vinculaciones más inmediatas con la renovación
de los discursos literarios y artísticos, habría acaso que hacer
énfasis, a la hora de hablar de lo que fueron esos años de entre-
guerras, en la renovación de otro tipo de discurso cultural: el de
las ideas políticas; aún más cuando muchos escritores se invo-
lucraron activamente en la lucha por imponerlas.

Es conocido cómo la llegada de Gómez fue celebrada con


entusiasmo por jóvenes y maduros intelectuales. Rómulo Ga-
llegos la festejaba en términos del «advenimiento de aquel mi-
lagro político desde largo tiempo esperado como única solu-
ción eficaz del complejo problema de nuestra nacionalidad re-
publicana»; como la ruta para «orientarse hacia ideales que pa-
recían olvidados de las aspiraciones populares» (“Hombres y
principios”, 1909; en La Alborada: 22-25). Fue casi unánime el
plegamiento a las expectativas del «nuevo ideal» (Palacios: 29).
Sería cosa de días para que los jóvenes “alborados” se dieran
cuenta de su error. En cambio, no pocos intelectuales de la épo-
ca modernista, en especial positivistas como José Gil Fortoul,
Laureano Vallenilla Lanz, Pedro Manuel Arcaya o César Zume-
ta –sin excluir otros, en apariencia distantes de esa corriente fi-
losófica, como Manuel Díaz Rodríguez–, encontraron en el nue-
vo César el espacio adecuado para canalizar y encarnar ideas
que circulaban en sus textos desde finales del XIX e incluso pa-
ra funcionar como activos defensores e ideólogos del régimen
(Urbaneja, 1993; Pino Iturrieta, 1978 y 1993). Otros, como Pe-

16
dro Emilio Coll o jóvenes como José Rafael Pocaterra –por vía de
Díaz Rodríguez y por poco tiempo–, Julio Garmendia, Enrique
Bernardo Núñez... encontraron inevitable sustento –menor o
mayor– en la burocracia estatal o la diplomacia.

Aunque se ha insistido en el carácter positivista que im-


pregna el pensamiento del grupo de La Alborada, y en especial
de su figura más conocida, Rómulo Gallegos, sería cuando me-
nos perezoso obliterar el talante democrático y populista7 que
desde ese entonces, y con el tiempo, lo distinguiría netamente
de las actitudes y soluciones de los “doctores”, los letrados del
gomecismo. En 1909, Gallegos advertía que «los Partidos Polí-
ticos [...] no han existido aún en Venezuela» (“Las causas”, La
Alborada: 29) y con ello apuntaba a la necesidad de pensar en
formas modernas de organización de las multitudes. En los
años 10 se gestaba, pues, un nuevo tipo de política intelectual,
pero fue en las postrimerías de la década siguiente cuando ésta
se expresó más plenamente:

Para los que con criterio materialista hemos analizado la historia y


el hoy inmediato del país, no caben vacilaciones al afirmar que en Ve-
nezuela existe la tiranía –forma agudizada de la dictadura– de una
clase, y no de un hombre o de una región; de los componentes so-
ciales de una clase, de todas las regiones del país y no de una sola re-
gión determinada, la andina. En Venezuela existe la tiranía de la cla-
se terrateniente, industrial, mercantil –capitalista, en una palabra–,
ejercida sobre las grandes masas productoras de la nación, con la co-

7 Disculpe el lector si me obligo a repetirme cada vez que uso la palabra “populismo” y
cualquiera de sus variantes. Por comodidad, cito la más reciente nota que consigné: “Al
menos desde 1983, vengo usando los términos “populismo” o “populista” en sentido
descriptivo y no valorativo. A estas alturas, se ha impuesto –incluso en el mundo acadé-
mico– su uso en su sentido peyorativo, equivalente a “demagogia”. Aunque resulte ana-
crónico, me resisto a desistir del uso que tendrá en nombre de lo que aún creo descrip-
tivamente adecuado y pertinente. Salvo que se advierta otra cosa, retomo el uso que se le
diera en las ciencias sociales de los años 70 y 80 del siglo pasado (Gellner, Ionescu,
Laclau); de mi parte sobre todo no en referencia a “momentos” o “movimientos” políti-
co-sociales, sino a esos discursos ideológicamente heterogéneos, casi siempre naciona-
listas, que apelan al pueblo, a lo popular como fuente y norte de toda legitimidad” (nota
4 de Narrativa venezolana del siglo XX: Identidad/fabulación. (Paisaje sin Gallegos).
Internet, Esto no es un Libro (necesariamente), PDF de Fco. Javier Lasarte Valcárcel nº
1, p. 7. En: https://drive.google.com/file/d/1GnTt9b8OD7d9264wjXfYUILyi9xN6XDR/view); y
recientemente republicado en un nuevo nombre para el mismo proyecto, como nº 1 de
DELA(u)TOR, disponible en https://delautorjavierlasartev.blogspot.com/2020/04/1-
httpsdrive.html o en https://drive.google.com/open?id=17Mrmuqn6mhuy1x6CsY4ssU-
KJbJwboCi.

17
laboración de Gómez y de su taifa de compinches y familiares (en Ca-
ballero: 25-6).
;

Este fragmento de “Con quién estamos y contra quién estamos”


lo publicaría, en 1932, Rómulo Betancourt durante su exilio cos-
tarricense. Agudamente, Caballero apuntaba, a propósito de ese
texto, que «[a] partir de ese momento comienza a morir el in-
terés por el hombre Gómez y comienza a nacer el interés por
comprender el gomecismo como sistema» (26).

La renovación del discurso político daba cuenta de otras


lecturas y líneas de pensamiento –el «criterio materialista», de
Marx a Keynes (Acosta Saignes en Otero Silva: 14)– y era acom-
pañada por otras formas de agrupación y de abordaje de los es-
pacios públicos, abandonando las de las montoneras y asumien-
do «el estilo [...] “vanguardista”» (Otero Silva: 10). En febrero de
1928 ocurrían los conocidos sucesos de la Semana del Estu-
diante, cuyos actores, para entonces todavía «desprovistos de
bagaje ideológico moderno» (Betancourt en Otero Silva: 19),
pero no de «una nueva sensibilidad vital» (Gabaldón Márquez
en Otero Silva: 33), canalizarían la renovación en ciernes, am-
pliamente reseñada en testimonios y estudios8. A pesar de su
heterogeneidad, se constituyó como «vanguardia intelectual y
social» (Méndez: 54). El sucesor de Juan Vicente Gómez, Ló-
pez Contreras, afirmaría que la generación del 28 «es la gene-
radora de un proceso político-social [...] que marcó en la vida
política de Venezuela un nuevo sistema de lucha para combatir
los gobiernos e ir a la conquista del Poder» (en Méndez: 56).

Lo que quiso ser –y en cierta medida fue– la renovación


ideológica de los actores del 28 lo sintetiza uno de sus hom-
bres, Carlos Irazábal:

Filosóficamente [...] introducen nuevas concepciones, democrático-


burguesas y marxistas, en una sociedad semi-feudal. En lo político,
sacuden los viejos esquemas heredados del pasado. En el campo his-
tórico, aportan ideas y métodos modernos que desbordan los linde-
ros del positivismo de Gil Fortoul y Vallenilla. [...] En el campo eco-
nómico, hombres de la generación hicieron ver aquello de que la po-

8 Entre otros posibles: Gabaldón Márquez, 1958; Acedo de Sucre y Nones Mendoza,
1967; Agudo Freites, 1969; Otero Silva, 1977; Osorio, 1985; Palacios, 1996.

18
lítica es economía concentrada: que la reforma agraria era condición
sine qua non de la democracia liberal; y que la democracia, la justi-
cia social, no podrían medrar entre nosotros sin cortarle, por lo me-
nos, las garras al imperialismo (en Otero Silva: 40).

Por lo demás, aunque parezca paradójico, el terreno de la reno-


vación ideológica y del pensamiento sistémico sería abonado
por los propios positivistas. Resultaría difícil, por ejemplo, ha-
blar de una historiografía plenamente moderna en Venezuela
con exclusión de los nombres de Gil Fortoul o Vallenilla Lanz
(Segnini, 1987: 19).

Con esa fecha del 28 se consagraría a una generación de po-


líticos, intelectuales y artistas llamada a ocupar –con su proge-
nie y en sus diversas direcciones– los espacios nacionales de po-
der político y cultural hasta las postrimerías del siglo. Desde en-
tonces, Rómulo Betancourt –quien por cierto diera alguno de
sus primeros pasos públicos en los terrenos de la crítica litera-
ria (Agudo Freites: 77)– se erigirá con los años en figura central
de esa “nueva oposición” y congregaría en torno suyo a intelec-
tuales y escritores del relieve de Mariano Picón Salas, Rómulo
Gallegos y Andrés Eloy Blanco, e incluso –por poco tiempo– a
jóvenes escritores como Miguel Otero Silva o Guillermo Mene-
ses.

En ese momento se conformará, pues, la doble vanguardia,


política y literaria. En un sentido, de la política hacia la litera-
tura, «para el año 1931 muchos de esos estudiantes [envueltos
en los sucesos del 28] se incorporan activamente a la produc-
ción intelectual que es recogida en periódicos y revistas [...y]
participan en el quehacer cultural institucionalizado» (Segnini,
1987: 16). En el otro, poemas como “Homenaje y demanda del
indio”, de Pío Tamayo; “Rebeldía” o “La boina del estudiante”
de Antonio Arráiz; el poemario Barco de piedra (1937), de An-
drés Eloy Blanco; las Memorias de un venezolano de la deca-
dencia (1928), de José Rafael Pocaterra; o novelas como La ca-
rretera (1937), de Nelson Himiob; Puros hombres (1938), de
Antonio Arráiz; Fiebre (1939), de Miguel Otero Silva y Mar de
leva (1941), de José Fabbiani Ruiz, supondrían la contribución
que la literatura brindaba al movimiento de renovación políti-

19
ca, al proveerlo de una simbología épica, preñada en la mayo-
ría de los casos de auroras y juveniles sentimientos democráti-
cos y libertarios. Sin olvidar, por supuesto, la central contribu-
ción que la ensayística de Mariano Picón Salas –desde su exilio
chileno– o la tutelar narrativa de Rómulo Gallegos harían a la
formación de una cultura centrada en los principios de la de-
mocracia social9.

A
La tradición historiográfica ha tendido a presentar la ima-
gen de una vida cultural aherrojada y suspendida por el oscu-
rantismo del régimen gomecista. Tal vez el ejemplo clásico en
este sentido sea (lamentablemente) el de Mariano Picón Salas,
para quien las dictaduras de Castro y Gómez «redujeron –na-
turalmente– el ámbito de la vida intelectual; cerraron para el
hombre venezolano la consideración de los problemas inme-
diatos, y por ello [...], la Literatura fue como un juego conven-
cional y frívolo, [...] prestidigitación de frases y coloreados epí-
tetos»; «[l]iteratura epicena, sin pasión y sin opinión» también
la llama líneas después (1984: 163-164). En el mejor de los
casos, estas apreciaciones no se corresponden del todo con la
realidad. La prisión política, por ejemplo, tendría a veces efec-
tos paradójicamente “saludables”:

En las cárceles logramos mejorar nuestro nivel de cultura. Nunca


podré explicarme por qué milagro los libros prohibidos por la dicta-
dura, que jamás se consiguieron en las librerías de Caracas, apare-
cían tras las rejas del Castillo Libertador. Cuando entramos no sa-

9 También es verdad que esa misma literatura proveería a la vuelta de la esquina, apenas
a partir de los años 40, de la visión desencantada de esos sucesos y relatos épicos. A mo-
do de contra-testimonios pueden ser leídos Todas las luces conducían a la sombra (1947),
de Nelson Himiob; Todos iban desorientados (1951), de Antonio Arráiz y El falso cua-
derno de Narciso Espejo (1952), de Guillermo Meneses. Como para confirmar esta vi-
sión antiépica, poco antes de su muerte, decía Meneses con algo de sorna: «nunca he
creído que lo nuestro del 28 haya sido en verdad un acto heroico (aunque muchos con-
tinúen viviendo de eso), ni un acontecimiento histórico. El único personaje histórico de
esa época fue nuestro enemigo, el general Gómez» (en Otero Silva: 54). Este desencanto
político será el punto nuclear del último capítulo de este libro.

20
bíamos diferenciar a Marx de José Gregorio Hernández, pero sali-
mos hablando de socialismo científico. Lo mismo sucedía con la lite-
ratura. Sacha Yegulev, Sanin, las novelas de Panait Istrati, eran li-
bros de cabecera en nuestros calabozos sin almohadas (Guillermo
Meneses en Otero Silva: 55).

Igual podría decirse que, acaso por los efectos mismos del
aire represivo y aislacionista, se consolidó una literatura no só-
lo más profesional que diletante, entregada a la lectura sistema-
tica, ávida de novedades internacionales10, sino que conoció el
surgimiento y consolidación de un conjunto de escritores –pos-
modernistas y vanguardistas (con amplio predominio de los
primeros en sus alcances y resonancias nacionales e interna-
cionales)– que difícilmente tiene parangón en otros momentos
de la literatura venezolana: José Rafael Pocaterra, Rómulo Ga-
llegos, Mariano Picón Salas, Enrique Bernardo Núñez, Teresa
de la Parra, Julio Garmendia, José Antonio Ramos Sucre, An-
tonio Arráiz, Fernando Paz Castillo, Julio Planchart, Mario
Briceño Iragorry, Andrés Eloy Blanco, Enriqueta Arvelo Larri-
va, Jacinto Fombona Pachano, Luis Fernando Álvarez, Arturo
Uslar Pietri, Miguel Otero Silva, Guillermo Meneses, Ramón
Díaz Sánchez...
Con algunas diferencias, Venezuela vivió un proceso social
y cultural similar al de otros países del continente. Como el
resto de América Latina, experimentaría los efectos del cambio
en la hegemonía del mundo occidental, la incorporación a una
economía y una política cada vez más internacionalizada (e in-
ternalizada), el crecimiento urbano y la modificación del cua-
dro de sus clases sociales, la renovación de los discursos y prác-
ticas políticas, de un inequívoco carácter reformista y antioli-
gárquico (Osorio, 1985: 26-39). También como el resto de Amé-
rica Latina, Venezuela vivió el proceso de renovación cultural y
literaria que modificaría paulatinamente el panorama de la cul-
tura finisecular.

10 El retrato que hacía Jesús Semprum de los “alborados” era el siguiente: «mozos de ta-
lento, formales, estudiosos y que no se dejaron arrastrar por el maleficio de la bohemia
literaria, que baldó a unos cuantos ingenios de la misma edad» (207).

21
A propósito de la literatura de este período, Nelson Osorio
afirmaba que «parece más ajustado a la realidad el definir esta
etapa post-modernista en Hispanoamérica como un proceso re-
novador de amplio espectro» (69) y daba cuenta de la comple-
jidad de las posiciones artísticas que encontrarían en ella re-
sidencia:

...el período que va de 1918 a 1930, nos muestra que paralelamente


a las tendencias que se han llamado nativistas, regionalistas, crio-
llistas o mundonovistas, aparecen y se desarrollan las variadas ma-
nifestaciones polémicas y experimentales de lo que se conoce como
vanguardismo artístico (68).

Por lo que respecta a Venezuela, la renovación posmoder-


nista supondría un proceso cuya consolidación tomaría cerca de
dos décadas, y que se manifestaría en dos direcciones no necesa-
riamente irreconciliables y casi siempre simultáneas: la bús-
queda de lenguajes artísticos que profundizaran tanto la auto-
nomía y especificidad del campo literario como la voluntad de
sintonizar con la hora internacional, y el involucramiento de la
escritura en los cambios –percibidos como imprescindibles e
impostergables– de la vida social de la nación.

De hecho, como se dijo, el proceso de modernización cultu-


ral y literaria hay que remitirlo a las últimas décadas del XIX.
Publicaciones como El Cojo Ilustrado (1892-1915) –con un ti-
raje de 4 mil ejemplares quincenales– o la más efímera pero no
menos relevante Cosmópolis (1894-1895), cuyo grupo (Coll, Do-
mínici, Achelpohl) fijase, a partir de su “Charloteo”, las líneas
estéticas maestras de la modernidad literaria, son indicios cla-
ros de la consolidación de ese proceso. Ello no quiere decir que
la percepción de los artistas e intelectuales de esa época corres-
pondiese puntualmente con la valoración positiva de esos sig-
nos modernizadores. Por el contrario, dicha percepción –que
poco cambiaría con el tiempo y no hay por qué desestimar–
asentaría la imagen de un medio desestimulante, hostil y po-
bre, y de la labor intelectual de avanzada como una empresa de

22
titanes (como para no quitar parte de razón a Picón Salas)11.
Así, en 1907, momento para el cual la generación modernista
habría ya producido muchas de sus obras capitales, Jesús Sem-
prum afirmaba:

…[n]i las condiciones del medio y el momento son propicias al triun-


fo y al auge del más noble denuedo artístico, ni hemos alcanzado el
punto en que la cultura nacional pueda expandirse y culminar en
una gallarda flor de genios (“Comentario a la Exposición de 1907”,
El Cojo Ilustrado, nº 377; en Agudo Freites: 43).

Pocos años después, en 1910, una obra teatral como El motor,


de Rómulo Gallegos, refrendaría, en su representación de El Pe-
jugal –metáfora del país y de la frustrante batalla del intelec-
tual frente al medio nativo–, la afirmación de Semprum.

Quizás los avatares del mundo político y la irregularidad


de los procesos de modernización social, contribuyeron a fo-
mentar una y otra vez la idea de una necesaria refundación de
la nación y la cultura venezolanas, y a reeditar durante varias dé-
cadas la imagen del escritor como un constructor de patria. Tal
vez por ello también la recepción de las expresiones más radi-
cales de las vanguardias europeas se expresaría casi siempre ba-
jo el signo de la reticencia, cuando no del sarcasmo. A menos
de tres meses de la aparición del manifiesto futurista, una nota
en la sección “Información Literaria y Artística” de El Cojo...:
“El futurismo de Marinetti” (nº 418, 15 de mayo), lo tildaba de
«broma», de «doctrina [...] profundamente burguesa, obsoleta,
reaccionaria» (en Osorio, 1985: 112). En el nº 8 de La Albora-
da (28 de marzo, 1909), Henrique Soublette, en “Zarathoustra
vino a nosotros”, expresaba su distancia sarcástica respecto del
personaje de Nietzsche –lectura central de varios modernistas
latinoamericanos– al presentarlo como un enmascarado arri-
bista político. El mismo Soublette arremetería contra Mari-
netti, en un texto publicado en la prensa caraqueña (El Tiempo,

11
Por lo demás, no tiene porqué ser contradictorio la simultaneidad de la percepción de
un medio desestimulante e incluso opreviso y represivo con un momento particular-
mente vigoroso de la literatura, el arte o las ciencias. Estas dos primeras dácadas del si-
glo XXI en Venezuela son ejemplo de esos que llaman “palmarios” por lo que hace a esa
aparente contradicción.

23
1º de agosto, 1910) que pondría de manifiesto el espíritu cons-
tructivo ¿y viril? que acompañó a buena parte de las nuevas
generaciones de escritores de las primeras décadas del XX:

...no nos faltaba más sino que vinieran ahora a estropearnos nues-
tras pobres y anémicas mujeres y a quemarnos los cuatro armatos-
tes llenos de folletos y desgonzados libros que llamamos nuestra Bi-
blioteca Nacional y el salón en que tenemos nuestro exiguo museo
de Bellas Artes.
¡Oh, no, jóvenes, no hagáis tal cosa, no os dejéis arrebatar por los
versos del millonario Marinetti! ¡Cantad sí los ferrocarriles, los au-
tomóviles y los aeroplanos, que todo eso es la civilización que tanta
falta nos hace; cantad las luchas del Hombre con la Selva [...]; can-
tad los verdaderos ideales del siglo, la higiene, la economía social, la
divulgación del saber y el internacionalismo que no excluye el pa-
triotismo [...]!; acabad, por vida vuestra, con esa cáfila de poetastros
afeminados y neuróticos, que bajo un sutil pretexto de exquisitez y
selección dedican su vida entera a confeccionar ridículos sonetines,
madrigales estúpidos y cuentos o poemitas, cuando más, en que una
fácil musicalidad suple la falta absoluta de inteligencia, la cultura y
la energía.
Acabad con el esclavo espíritu de imitación, causa primordial de
nuestro cretinismo literario [...].
¡Vamos a la obra, vamos! Vamos [...] a oír la verdadera poesía, enér-
gica, varonil, [...], ávida [...] de servir a los intereses de la humanidad
[...].

Allá, entreténganse los futuristas del Mediterráneo en quemar mu-


seos y aporrear mujeres, nosotros aquí tenemos algo más serio y más
grande que hacer: Desmontar una selva de millón y medio de kiló-
metros cuadrados (en Osorio, 1988: 27-28)12.

Expresión de ese espíritu casi militante sería el grupo de La


Alborada –Gallegos, Planchart, Soublette, González Rincones–,
quincenario que sólo dio a conocer 8 números en 1909. La Al-
borada exhibiría una actitud y un lenguaje que marcaron la dis-
tancia de los nuevos escritores respecto del esteticismo de los
modernistas y del positivismo ya dominante. Esta compacta ac-
titud militante, relativamente nueva, próxima al latinoameri-

12En 1914, ante el estallido de la Primera Guerra Mundial, reaparecerían artículos críti-
cos sobre Marinetti, los de Carlos Paz García y Jesús Semprum en El Cojo... nº 547, 1.º
de octubre (Osorio, 1985: 116).

24
canismo de intelectuales como Henríquez Ureña o Reyes, puede
leerse en artículos como “La alianza hispanoamericana”, de
Rómulo Gallegos (nº 4, 29 de febrero), donde se fustigaba tan-
to la amenaza yanqui –las “visitas” a las costas venezolanas del
Maine, Des Moines y North Caroline, que acompañaron la
salida de Castro y aseguraron el pago de la deuda externa– co-
mo el europeísmo de la intelectualidad venezolana de la época:

Vivimos en un aislamiento injustificable del resto del continente


americano; nada ó mui poco sabemos de nosotros mismos, en tanto
que conocemos los más mínimos detalles de la vida de los extraños.
Nuestra intelectualidad se nutre de la savia europea, como nuestro
comercio de sus productos, i generalmente llegamos á interesarnos
más por los problemas políticos que allá se resuelven, que por las
propias necesidades que aquí piden urgente solución. Nuestra vida
toda pende de Europa, sus destinos parecieran ser los nuestros; de
espaldas al continente, frente al mar, estamos siempre hurgando los
horizontes en la espera de algo que viniera á resolver nuestra suerte,
quizás la Buena Nueva que venga a predicarnos con sus cien bocas de
muerte algún acorazado (Alborada: 57).

Ese mismo 1909, otras manifestaciones darían cuenta de


una cierta o decidida voluntad de renovación: los estudiantes
de arte protagonizaron una huelga contra Antonio Herrera To-
ro, director de la Academia, y nació el primer ejemplo de pren-
sa “moderna”, el diario El Universal, dirigido por Andrés Ma-
ta, cuyo editorial defendería «la libertad de expresión del pen-
samiento» (“Nuestra Tribuna”, 1 de abril). Las manifestaciones
políticas y, en especial, los espacios de las publicaciones perió-
dicas serían prácticas a partir de las cuales se expresaría públi-
camente el proceso de modernización cultural. Su seguimiento
es indispensable para reconstruir la historia intelectual de la
primera mitad del siglo XX.

En 1912, año que decreta, a consecuencia de disturbios es-


tudiantiles, el cierre por varios años de la Universidad Central,
el espíritu gregario y asociacionista de La Alborada reaparece-
ría con la publicación del semanario Cultura y con la constitu-
ción del Círculo de Bellas Artes; ambos, según López Méndez,
próximos a «grupos independientes» europeos de fines del XIX

25
(Antología…: 17). La efímera Cultura ilustraba la índole del ar-
tista joven que se perfilaba por entonces, cuando, en “Amplitud
de ideas” (nº1, 5 de octubre), señalaba como aspecto central: el
«florecimiento intelectual de la falange que en nuestros días re-
presenta la naciente mentalidad venezolana» (33). En el dis-
curso inaugural del Círculo de Bellas Artes, reproducido en El
Universal del 4 de setiembre, Jesús Semprum, a la vez que elo-
giaba el trabajo y la disciplina –«[l]a impaciencia y la prisa no
suelen ser prendas válidas para el triunfo» (270)–, defendía el
principio de la tolerancia artística:

…que junto a los partidarios del más riguroso clasicismo, junto a los
más convencidos defensores del romanticismo [...], vengan a reunir-
se con nosotros sectarios fervientes de las escuelas nuevas, por más
extravagantes, por más absurdas que puedan parecernos (274).

Y señalaba la necesidad imperiosa de que el artista armonizase


vida y arte (272) y contribuyese a «la fábrica de la nacionali-
dad» (273).

Unos meses antes, Leoncio Martínez publicaba en El Uni-


versal (1º de agosto) un artículo en el que denunciaba la deca-
dencia de la Academia de Bellas Artes y del medio cultural. 25
días después, un grupo de artistas y escritores fundaba la aso-
ciación independiente Círculo de Bellas Artes (Agudo Freites:
43-4). Entre los escritores se hallaban figuras centrales de la lla-
mada generación del 18: Julio y Enrique Planchart, Fernando
Paz Castillo y Rodolfo Moleiro, entre otros. El Círculo fue un
grupo de discusión en el que se hablaba por igual de Degas y
Derain, o de Marinetti, Tristán Tzara y Apollinaire, a la vez que
Paz Castillo escribía unos versos al avión a raíz del vuelo de
Frank Boland sobre el hipódromo de El Paraíso. Por lo que res-
pecta a la pintura, Miguel Otero Silva destacaba los rasgos di-
ferenciadores de esta joven “congregación”:

A partir del Círculo de Bellas Artes, la pintura pierde en Venezuela


su fisonomía de menester reservado a individualidades más o me-
nos precoces, a vocaciones naturales más o menos malogradas, para
convertirse en disciplina de estudios y discusiones colectivas, en co-
hesión de artistas según sus escuelas y tendencias, en competencia

26
despabilada entre intérpretes de una misma época (Prólogo a la
obra de L. A. López Méndez, en Antología: 18; cursivas mías).

La caracterización es también aplicable a los actores lite-


rarios de esta generación posmodernista. La crítica ha abunda-
do en estos rasgos que apuntaban a una sistematización y un
cierto grado de especialización del ejercicio escritural; algo así
como el paso de la tertulia al taller. Su actitud, aunque las po-
siciones variaban, fundía –como lo hicieran los coetáneos inte-
lectuales del Ateneo de México– el deseo de actualización con
un claro sentimiento nacionalista que buscaba distanciarse del
criollismo pintoresco y epidérmico. Nelson Osorio señalaba so-
bre la generación del 18 que, aunque «su reacción frente al
Modernismo [no] logra cristalizar en una verdadera supera-
ción renovadora», su papel es exitoso por el hecho de «contri-
buir a colocar a la literatura venezolana en una hora más ajus-
tada con la que marcan los relojes del continente y el mundo»
(1985: 123). Advertía Osorio que dicha generación sirvió de bi-
sagra entre el modernismo y la vanguardia (124). No obstante,
a este respecto podría irse incluso un poco más allá. Paz Casti-
llo apuntaba que «la Generación del 18 y la del 28 terminan
por fundirse» (en Sambrano Urdaneta: 34); y Otero Silva, en
una entrevista concedida a E. Subero en 1966, admitía:

Nosotros los del 28, nunca consideramos a los del 18 como [...] va-
lores consagrados sujetos a revisión, sino como maestros fraternales
hacia quienes no ocultábamos nuestro afecto y nuestra admiración.
No fue por mero azar que [...] Válvula [...] trajo, al par de nuestras fir-
mas, las de José Antonio Ramos Sucre, Gonzalo Carnevalli, Vicente
Fuentes, Fernando Paz Castillo, Pedro Sotillo y otros del 18 (id.).

En otro sentido, por lo que respecta a sus actitudes políti-


cas, ante acusaciones de entonces como las de Julio Ramos,
para quien los del 18 eran «habitantes del Archipiélago de la
Pasividad» (id.), protagonistas como Fernando Paz Castillo in-
tentaban precisar el perfil de sus posiciones. Según él, su pro-
moción «rompió sin reservas [...] moral, política y espiritual-
mente, con los artistas del pasado; por ello se dijo que no era
política, en el campo social; y que no era pensadora, porque no

27
fue positivista» (31). El apoliticismo no era necesariamente tal,
sino una profundización de la búsqueda de la autonomía de la
esfera artística: «la mayor parte de los que formaron la genera-
ción del 18, mantuvieron actitud de repulsa ante el régimen im-
perante entonces. De ello son testigos los de la generación del
28»; «no todo hombre tiene que ejercer la política. El escritor
debe escribir y el zapatero hacer zapatos» (35). Sambrano re-
frendaría esta percepción al señalar que la generación del 18:
«proyectó su energía al perfeccionamiento de su arte poético,
al estudio sistemático y minucioso, a la reflexión sobre las nue-
vas corrientes literarias, a la concepción de una estética, y, por
supuesto, al ejercicio sereno y continuo de la creación» (id.). Y
Uslar Pietri: «[e]sos jóvenes poetas ya no fueron hombres de
bohemia y de intuición, sino de estudio sistemático, de colo-
quio erudito» (en Medina: 32).

La política estética predominante de esos años la expresó


acertadamente el citado Paz Castillo: «Buscar lo propio a tra-
vés de lo ajeno –del manantial de la cultura– fue nuestra labor
primordial» (XII). El nacionalismo se abría a los aires cosmo-
politas y se profundizaba al interiorizarse:

Y no sólo por los temas o circunstancias, cosa superficial para juz-


gar o calificar una obra, sino por su naturaleza íntima, su carácter pe-
culiar, su manera de interpretar la naturaleza en dibujo y colorido,
ya se trate de pintar un paisaje de Petare o de París cosmopolita [...].
Porque en todo cuadro [...] hay un espíritu: algo que está más allá de
la forma y de los colores. Y ese algo no puede obtenerse sino merced
al hallazgo, digámoslo así, del alma nacional (XIV)13.

13 Estas palabras de Paz Castillo, reacias a y superadoras del pintoresquismo (que han
podido suscribir, más allá de obvias diferencias, la mayoría de escritores venezolanos
coetáneos de Gallegos, Planchart, Semprum, Picón Salas, de la Parra, Garmendia, Nú-
ñez, Arráiz o Ramos Sucre), en la estrecha tradición de la crítica e historiografía litera-
rias venezolanas, no merecerían la menor relación con expresiones de otras literaturas y
pensamientos de la época fuera de las fronteras “patrias”. Veo, desde este 2020, que sólo
me atreví a mencionar de pasada una proximidad con la promoción del Ateneo de Méxi-
co (de la que destacaran el “difícil” Vasconcelos y, sobre todo, Alfonso Reyes y el domini-
cano Pedro Henríquez Ureña, figuras intelectuales capitales del XX latinoamericano).
Esta nota quiere resaltar esa relación de este “dorado” postmodernismo venezolano con
El Ateneo de México –independientemente de que se hayan leído entre sí o no–. Para
ello, me limito a citar el conocido pasaje de Pedro Henríquez Ureña en el final de “Ca-
minos de nuestra historia literaria” (publicado en la argentina Variaciones en 1925; re-
producido sólo en su primera mitad en sus Seis ensayos… de 1928, pero sí íntegramente
en la indispensable edición de Biblioteca Ayacucho, La utopía de América, preparada

28
Otro aspecto a destacar de esa política estética, que marcó
hasta el funcionamiento de la vanguardia años después, sería
la expresa voluntad de evitar rupturas radicales y de optar, en
cambio, por una suerte de pacto cauteloso con la tradición, aun
cuando sin dudas buscase su transformación. Así, Paz Castillo
señalaba el «afán de encontrar una expresión original, aunque
siempre respetuoso del pasado. Novedad y renovación, tal po-
dría ser el lema del escudo del Círculo de Bellas Artes» (XI). A
la par, la cultura del gomecismo y/o de los “mayores” modernis-
tas y positivistas encontraba expresión orgánica en publicacio-
nes periódicas como El Nuevo Diario (1913-1935) –dirigido por
Gil Fortoul y Vallenilla Lanz–; en obras como Cesarismo de-
mocrático (1919); en “acontecimientos” como las visitas del es-
pañol Francisco Villaespesa en 1920 y 1921, de cuyo poema
dramático, Bolívar, estrenado en el marco del centenario de la
batalla de Carabobo, con la asistencia y beneplácito del Bene-
mérito, Semprum diría con valentía: «El Bolívar de Villaespesa
es vulgar, palabrero, jactancioso, caricatura que ridiculiza al
héroe» (en Agudo Freites: 59)–; o la visita del peruano José
Santos Chocano en 1923 y 1925 –aclamado incluso por los jó-
venes escritores–. No obstante, el proceso de modernización
cultural iría cobrando un espesor cada vez mayor.

En 1917 aparece la revista Actualidades, que desde 1922


sería dirigida por Rómulo Gallegos. Ese mismo año Julio Gar-
mendia publica el 4 de marzo en El Universal su relato antibe-
licista “El gusano de luz”, que, según Osorio, por el

…tipo de presentación directa, la ausencia de narrador formalizado,


la supresión de todo elemento explicativo y la reducción sintética de
sus elementos lo podrían hacer valer como ejemplo de lo que diez
años más tarde iban a proponer explícitamente los redactores de la

por su “devoto” Rafael Gutiérrez Girardot): «La expresión genuina a que aspiramos no
nos la dará ninguna fórmula, ni siquiera la del “asunto americano”: el único camino que
a ella nos llevará es el que siguieran nuestros pocos escritores fuertes, el camino de
perfección, el empeño de dejar atrás la literatura de aficionados vanidosos, la perezosa
facilidad, la ignorante improvisación, y alcanzar claridad y firmeza, hasta que el espíritu
se revele en nuestras creaciones acrisolado, puro» (56). (No es relevante si suscribo o no
este pasaje, o los de Paz Castillo o Gallegos; pero sí, que son centrales para la “construc-
ción”, de al menos una parte de ese productivo y actualizable momento intelectual, más
allá de perezosos nacionalismos críticos o las actuales agendas dominantes).

29
revista vanguardista Válvula [...:] «sugerir, decirlo todo con el me-
nor número de elementos posibles» (1985: 118).

También Osorio registraba la conferencia que ese octubre diese


Mariano Picón Salas en la Universidad de Los Andes, “Las nue-
vas corrientes del arte” (publicada en 1919 por Cultura Venezo-
lana, nº 7), «primera manifestación de defensa de este “arte
nuevo”» (120).

El texto de Picón Salas ofrece un curioso cruce de tenden-


cias que dirá mucho del carácter de la renovación de ese perío-
do14. Contiene elogios a una extraña mixtura de clásicos –Ma-
quiavelo, Cervantes, Guzmán de Alfarache, Corneille y, en es-
pecial, Tolstoi– y «paroxistas» –Verharen–, representantes del
«arte nuevo»15, unificados, en el discurso de Picón Salas, por la
idea del compromiso con su época y el rechazo de lo que de-
finía como decadentista y artepurista –Mallarmé, Hugo y Bau-
delaire– (200). “Las nuevas corrientes del arte” fue síntoma,
así, del giro populista –por eso Tolstoi es su modelo– que, des-
de la aparición de los “alborados” y durante un par de décadas
más, representaría la posición predominante de un sector ma-
yoritario de la renovación intelectual: «el arte deberá ser espe-
jo de todo un pueblo y nunca todo un pueblo tomó absintio, se
inyectó alcaloides y aspiró éter» (id.); populismo que, por lo
demás, querrá diferenciarse –como lo harían en su momento
Pocaterra o Meneses– del criollismo «turístico» de la tradición
(198).

En 1918 se publica la revista que asume el relevo de lo que


hasta sólo tres años antes representó para la generación mo-
dernista El Cojo Ilustrado; sólo que Cultura Venezolana daría
espacio a manifestaciones propias de los nuevos aires del con-
tinente y el mundo. En “Nuestro programa” (nº1, junio), se pre-
senta como un órgano de cohesión y «solidaridad intelectual»

14 Releyendo las valiosas y quizás en exceso respetuosas afirmaciones de Paz Castillo so-
bre la tradición o las que siguen de Picón Salas, recordé (2019) el calificativo que utilicé
para caracterizar el grueso de la vanguardia, con ánimo descriptivo: «tibia»; término
que al parecer también podría convenir a no pocos de los “posmodernistas”.
15 «Cantan a la fábrica que humea, el aeroplano que viola el aire y el submarino que va a

buscar en el fondo de la onda el nido de las sirenas»… los paroxistas (en Osorio, 1985:
202).

30
en la difusión de las «actividades del espíritu», la «libertad de
pensamiento» y el «intercambio de ideas» (en Segnini, 1987:
130). En ella estuvieron representadas todas las generaciones y
tuvieron cabida importantes colaboraciones internacionales.
Su director, José A. Tagliaferro, ejemplo de amplitud e indepen-
dencia desde cierto gomecismo, en el nº 71, de mayo de 1926,
reiteraba su voluntad de «acoger [...] todas las corrientes que
agitan el pensamiento americano, por atrevidas que ellas sean»
(136). De hecho, en esa publicación se hallan tanto artículos an-
tiimperialistas como el más intenso, crítico y polémico debate
de ideas sobre la política y economía mundial en relación con
América Latina y Venezuela (137-141); en ella se reprodujo el
“Manifiesto del Grupo Claridad” y el “Manifiesto de los Traba-
jadores Intelectuales Alemanes” (nº11, 1920), o artículos que
consideraban ponderadamente la vanguardia (Gil Fortoul en el
nº 86, 1928). Cultura Venezolana sería el mirador más cabal
de un país que se entreveía como inevitable participante de un
mundo cada vez más “mundializado”.

El año 18 cerraría con nuevas manifestaciones populares


dirigidas por estudiantes, que con cada vez más beligerancia se
incorporarán a la oposición al régimen gomecista. Ofrecía tam-
bién ese año como balance una importante presencia pública de
jóvenes poetas manifestada en recitales, conferencias y colabo-
raciones en publicaciones periódicas. Juan Liscano señalaba
que fue función de Cultura Venezolana «contar los nuevos tiem-
pos, los sucesos de una era de mutación, el ritmo de los días
marcados por el jazz y el tango», reflejar «la vida intelectual y
cultural de Venezuela con excepcional inteligencia y percep-
ción selectiva»:

…en sus páginas colaboró la “inteligentzia” nacional y latinoameri-


cana en una proyección más integral que la puramente literaria y es-
tética, más preocupada por abarcar las diversas facetas de la reali-
dad, más próxima a una contemporaneidad universal, más preocu-
pada por la identidad latinoamericana y venezolana (601-602).

Poco antes y después de Cultura Venezolana surgieron


otras publicaciones de desigual significación, como las humo-

31
rísticas Pitorreos (1917) y Fantoches (1923), con Leoncio Mar-
tínez como conductor; el semanario de larga duración Billiken
(1919-1958); el magacín Flirt (1921), orientado a la mujer y di-
rigido por el poeta Ángel Miguel Queremel; el diario El Heral-
do (1922); o el interesante proyecto conducido por Pocaterra,
La Lectura Semanal (1922). Pero es Cultura Venezolana la
más ambiciosa y la que concita más plenamente las pulsiones
de esos años.

A partir de 1919, la idea de una nueva literatura tomaría


un cuerpo cada vez mayor. Un hecho particularmente relevan-
te sería la llegada del mexicano Juan José Tablada a Caracas, cu-
ya estadía «debía tener inesperadas repercusiones artísticas»
(Agudo Freites: 46). En Actualidades (nº 29, 20 de enero de
1919) se publica una entrevista, “La nueva poesía de Juan José
Tablada”, en la que afirma lo que será consigna habitual de va-
rias publicaciones de vanguardia hispanohablante –Válvula,
sin ir más lejos, aunque tardía–: «No hay que decir, hay que su-
gerir» (en Agudo Freites: 47). También en El Universal (6 de
diciembre de 1919), se reproduce la reseña del poeta mexicano
Enrique González Martínez a Un día... (Poemas sintéticos), que
publicara ese año Tablada en Caracas, en la que lo define como
representante de esa «tendencia al arte sobrio, a la expresión
integral, a la visión –íntima o externa– en forma directa y
antirretórica» (50)16. También en 1919 aparece Primeros poe-
mas, de Enrique Planchart, que, en una nota editorial de El Uni-
versal (26 de julio de 1919) –¿de Andrés Mata?–, es presentado
como libro emblemático de una joven poesía que oscila «entre
los postreros estertores musicales de las escuelas modernistas
y esos vagos sones incoherentes que anuncian [...] el adveni-
miento de nuevas fórmulas poéticas» (49). Y un artículo de En-
rique Bernardo Núñez, en El Universal (27 de julio de 1919),

16Recientemente Gustavo Guerrero (2020) destacaba con mayor profundidad la signifi-


cación de la visita de Tablada a Caracas y la publicación venezolana de textos fundamen-
tales. Revelaba, además, la relación continuada en el tiempo con otro de los muchos
grandes olvidados: Fernando Paz Castillo. Agradecido. También, antes de él u Osorio, a
Agudo Freites, pionero del estudio de estos años que me permitió recordar aquí la cru-
cial relación directa con lo poco que puede rescatarse de Válvula: el privilegio de la su-
gerencia.

32
elogia la poesía nueva de Jacinto Fombona Pachano, «un rebel-
de a las normas de Darío, Lugones y Nervo» (57).

Este proceso de reconocimiento público de la renovación


se retomaría en 1923, cuando Julio Garmendia publica una se-
rie de 3 artículos en El Universal, “Los nuevos poetas”: Pedro
Sotillo, Jacinto Fombona Pachano y Antonio Arráiz –destinado
este último a «inquietar a muchas inteligencias conservadoras
en materia de arte» (en Osorio, 1985: 138)–. Pedro Sotillo pu-
blica la miscelánea Crónicas, glosas, leyendas, poemas muni-
cipales y poemas democráticos, que contiene lo más parecido
hasta entonces a la lírica de vanguardia. Según Julio Garmen-
dia, «no serán del agrado de una parte muy numerosa y culti-
vada del público que lo lea, porque rompen muchos moldes y
quiebran muchas medidas» (en Agudo Freites: 63).

La heterogeneidad de las nuevas expresiones se comple-


taría cuando, junto a estos autores que preludiaban la vanguar-
dia, Andrés Eloy Blanco sea premiado por la Academia Espa-
ñola en el certamen de la Asociación de la Prensa Diaria de
Santander, noticia que es recibida también en Nueva York y La
Habana. Andrés Eloy Blanco será un buen ejemplo de la irre-
gular aceptación de las «nuevas corrientes» entre algunos jó-
venes escritores. Aunque al año siguiente de recibir el premio
Blanco regresa «inmune al contagio de la vanguardia europea»
(67), tiene un cierto acercamiento al ultraísmo al que califica
de «divertissement dentro del cual se puede hacer obra de be-
lleza» y escribe poemas en su tónica –que permanecerán iné-
ditos salvo alguno que otro–, sin llegar, en sus palabras, «nun-
ca al malabarismo ni retorcimiento». Para él, en definitiva, el
ultraísmo es «esa manera de hablar de España en ruso y al co-
razón en acertijos» (id.). (Habrá que esperar hasta Barco de
piedra para encontrar en él una relativa y ocasional audacia).
Por lo demás, una posición parecida –de distancia o incluso re-
chazo– respecto de las vanguardias observarán otros posmo-
dernistas como J. Garmendia y Teresa de la Parra (Lasarte
Valcárcel, 1995).

33
B

Entre 1924 y 1925, el mundo de los libros da testimonio de-


cidido no sólo de la madurez, sino de los alcances de la renova-
ción posmodernista. Aunque pocos años atrás se publicaron dos
obras ciertamente relevantes, Después de Ayacucho (1920), de
Enrique Bernardo Núñez –parodia de novelas como En este
país (Lasarte Valcárcel, 1992)– y Cuentos grotescos (1922), de
José Rafael Pocaterra, al promediar la década aparecen obras
que dicen de la solidificación de ese proceso.

Antonio Arráiz, que como figura de escritor quiebra los


“tipos” al uso, tanto por el tipo de experiencia que viviese en su
estadía en Estados Unidos hasta 1922, donde «fue [...] limpia-
dor de alfombras, empleado de comercio, remachador de un
astillero, obrero de una fábrica de galletas, voluntario del ejér-
cito americano en Hawai», como tras su llegada a Caracas, don-
de «[h]izo periodismo deportivo escribiendo crónicas de balom-
pié e hipismo», y practicó fútbol y esgrima (Agudo Freites: 69),
publica en 1924 Áspero. Sin ser «una obra propiamente van-
guardista», es «un libro agresivamente antirretórico y a contra-
pelo del engolamiento enfático de la estética dominante» (Oso-
rio, 1985: 139-140), que abriría un nuevo y desenfadado capí-
tulo para la lírica americanista venezolana; por lo demás, será
Arráiz el único representante venezolano en el Índice de la
nueva poesía americana (1926), de Hidalgo, Huidobro y Bor-
ges–. En 1925 aparecen Ifigenia, de Teresa de la Parra; La
trepadora, de Rómulo Gallegos; y La torre de Timón, de José
Antonio Ramos Sucre, cuya resonancia sólo crecería con el pa-
so del tiempo. Pensando acaso en estos textos y escritores, Oso-
rio lanzaba una certera afirmación que diría de sus alcances y
de la relativa “tibieza” de los jóvenes vanguardistas que en ese
momento comenzaban a tomar la palabra: «No es raro [...] en-
contrar más audacia y apertura en algunos textos de “los del
18” que en los de Uslar Pietri, Otero Silva o Joaquín Gabaldón
Márquez» (145); lo que podría ejemplificar un texto como “Gra-
nizada”, del mencionado Ramos Sucre (Élite, nº4, 10 de octu-

34
bre), «primer documento en Venezuela en el que se manifiesta
en forma directa una actitud contestataria y renovadora» (147).
La crítica posterior refrendaría, de una u otra manera, esta afir-
mación (Bravo, 1994; Lasarte Valcárcel, 1998).

Otras manifestaciones de estos años deben ser al menos re-


señadas para alimentar la dimensión que adquirían las sensibi-
lidades y prácticas renovadoras. En 1924 se funda la Compañía
Teatral Venezolana –bajo la iniciativa de Leoncio Martínez
(seudónimo Leo) y L. Ayala Michelena– y empieza la discusión
sobre la nueva y vieja poesía en El Universal y El Heraldo –Ma-
nuel Antonio Pedernales (seudónimo de Pedro Sotillo) y Vicen-
te Fuentes–. En 1925 se publica una nota de Francis de Mio-
mandre sobre el surrealismo (El Universal, 13 de febrero). Un
grupo que no puede ser olvidado a la hora de hacer el segui-
miento de la vanguardia venezolana, nacerá ese mismo año en
Maracaibo: Seremos –Francisco de Rossón, Valmore Rodrí-
guez, Héctor Cuenca, Jesús Enrique Lossada–, políticamente
beligerante. Según Osorio, será el «primer grupo organizado
que se plantea abierta y colectivamente el problema de la reno-
vación artística, vinculándola además a los problemas políticos
del momento» (1985: 151). El lema del boletín Seremos rezaba:
«Por los ideales de Patria, de Arte y de Justicia. Por el acerca-
miento espiritual de América. Por la integridad del pensa-
miento joven» (152).

Pero en 1925 aparece otra publicación que introdujo acen-


tos inéditos: el magacín semanal ilustrado Élite. No sólo abre
las puertas paulatinamente a los posmodernistas más avanza-
dos y a los jóvenes vanguardistas; según Liscano «la historia de
la vanguardia de la década del 20 al 30 está unida profunda-
mente a la existencia de Élite» (606). De hecho, aunque su
“Presentación” (nº 1) advierta que «no será una revista exclu-
sivamente literaria», sino «esencialmente periodística» (lo que
ya de por sí es de interés), y se incline por «[t]emas amables al
lector, narraciones breves –¡Ah! la brevedad por sobre todo–
crónicas, cuentos, ensayos [...] de interés general, deportes, mo-
das», o declare su «horror por los trascendentalismos», será el

35
espacio que a lo largo de esos años dará mayor cabida a todo ti-
po de “progresismos” literarios.

Ya desde temprano se encuentran defensas del arte “her-


mético”. En la primera reseña a La torre de Timón (n° 3, 3 de
octubre), Paz Castillo, consecuente con toda expresión que con-
tribuya a fijar la idea de una literatura autónoma, afirmará:
«[¿e]s deber del escritor que todo el mundo le entienda? [...]
Creo sinceramente que no»; «[e]l arte no se ha hecho para los
que no quieren tomarse el trabajo de entender» (en Osorio,
1985: 144). A partir de entonces se establecerá una “fraternal
colaboración”, entre los del 18 y 28 (145). Ya desde el nº 12,
empieza a hablarse de “vanguardia” –Fombona Pachano–; Paz
Castillo reseña el libro de Guillermo de Torre, Literaturas de
vanguardia –del que ese año se reproduce un capítulo, “El
nuevo espíritu cosmopolita”, en Cultura Venezolana–; se pu-
blican poemas y relatos de Queremel, Rossón, Arráiz, Otero
Silva, Uslar Pietri, Salazar Domínguez o Frías; Betancourt
reseña poemas de Víctor José Cedillo; y se dan a conocer lati-
noamericanos como Silva Valdés y Torres Bodet –como ocu-
rrirá en los 30’ con Carpentier, Asturias o Neruda–. Por lo de-
más, el propio diseño gráfico daría cuenta de los renovados e
intensos “tiempos modernos”, más hermanado a un aconteci-
miento de la cultura de masas que ocurriría en Caracas en
1926: la aparición de la radio.

La simultaneidad de posmodernistas y vanguardistas se


pondría de manifiesto en 1927. Ese año se publicó el libro de
relatos más importante y audaz del período, La tienda de mu-
ñecos, de Julio Garmendia, y un joven de la vanguardia obtuvo
por primera vez un premio, en el concurso de la revista Fan-
toches, sólo que con un relato formalmente convencional y
criollista, “La quema”, de Carlos Eduardo Frías. No obstante, la
idea y la palabra vanguardia ganaban terreno: «Hacia 1927 el
término “vanguardista” ya no sólo se había incorporado al len-
guaje periodístico, sino que los escritores jóvenes [...] reclama-
ban para sí el nombre como distintivo generacional» (Osorio,
1985: 164). Algunas publicaciones, aunque no se declararan
vanguardistas –ni lo fueran–, contribuirían a fijar su aire. De
36
ellas podrían rescatarse dos, aparecidas ese año: La Universi-
dad, órgano de la Federación de Estudiantes de Venezuela,
donde publican Arráiz, Uslar Pietri, Frías –encargado de la sec-
ción literaria–, Ramos Sucre, Rómulo Betancourt y Jóvito Vi-
llalba, algunos de ellos, como se sabe, protagonistas de los suce-
sos del 28; y Nos-Otras, seguida en 1930 por Progreso y Cul-
tura (1930), revistas dirigidas por mujeres, Luisa Martínez Ló-
pez Méndez y Ottilia López, respectivamente17.

Pero sería Válvula, a pesar de sólo dar a conocer un núme-


ro, la que –como en política los sucesos de la Semana del Estu-
diante (Osorio: 93-109)– tendría la fortuna de capitalizar las
suertes de una efímera vanguardia y de imprimir el “28”, como
marca generacional. Quien fuese su figura pública más visible
y el redactor del manifiesto “Somos”, Arturo Uslar Pietri –de-
fensor entonces de Marinetti y el futurismo–, publicó ese mis-
mo año su Barrabás y otros relatos, como para fijar mejor la
fecha.

El manifiesto de Válvula y su «puñado de jóvenes con fe,


con esperanza y sin caridad», junto al hecho de que se presen-
tara sin «director ni propietario», a su defensa de la sugerencia
como principio creador o su portada cubista, será lo más inte-
resante de la publicación, pues el conjunto, como ha marcado
la crítica con justicia, es de una decepcionante irregularidad. De
nuevo Válvula ilustraría el carácter paradójico de la vanguar-
dia venezolana no por las buenas relaciones con los autores
postmodernistas que participaron en sus páginas o los invi-
tados a su bautizo –Gallegos–, sino porque el “Auto de fe”, de
Leopoldo Landaeta –un desencantado del modernismo–, sería,
aparte del manifiesto o del rehuir de la mayúscula desde la

17 Algunas de ellas, seguidoras del trabajo de gestión cultural realizado por mujeres a
finales del XIX como relevantes y públicos sujetos culturales, junto a otras activísimas
mujeres como Luisa del Valle Silva, María Luisa Escobar Saluzzo, María Irazábal, María
Luisa Velasco, Cachi de Corao, Emma Silveira, Ana Cristina Medina Jiménez o Eva
Mondolfi, serían las responsables de la fundación, en 1931, de una institución capital
hasta el fin de la IV República: El Ateneo de Caracas. En los 30’, se dictaron allí confe-
rencias (Paz Castillo, Gil Fortoul, A. Mijares, A. Jahn, R. Angarita Arvelo, E. B. Núñez…)
y encontraron lugar cumplido representaciones teatrales, tertulias, conciertos de música
clásica y folklórica (Ríos Reyna, J. B. Plaza, E. Castellanos…), sesiones de cine y exposi-
ciones de artes plásticas. Ello propiciaría también la instalación de Ateneos de provincia
en Maracaibo, Barquisimeto y Mérida.

37
portada, su texto más “arriesgado” frente a los ingenuos elogios
de lo nuevo, el maquinismo, la ciudad y el futuro de «este siglo
yanquilandizado», predominantes en los textos de los jóvenes
vanguardistas: la redentora y mesiánica «brigada de la pureza»
(Lasarte Valcárcel, 1999).

No obstante, Válvula fue recibida en su momento como


máxima expresión literaria de ruptura; así lo muestran las polé-
micas que desatara en la prensa y las revistas de ese año (Agu-
do Freites: 90-101; Osorio, 1985: 111-112 y apéndices). A partir
de ella, «la vanguardia pasa a adquirir el carácter de una reali-
dad nacional y se convierte en tema inquietante y polémico pa-
ra el medio intelectual y artístico venezolano» (Osorio, 1985:
179). El contraste ¿irónico? se fijaría un año más tarde, cuando
se publique El cielo de esmalte y Las formas del fuego (Ramos
Sucre), Doña Bárbara (Gallegos) y Las memorias de Mamá
Blanca (De la Parra), indiscutibles clásicos del siglo, paradig-
mas de la modernidad literaria venezolana.

Incluso tan o más expresiva –y eufórica e ingenua– como


el lema de Válvula resultaría la declaración de un compañero
de aventuras vanguardistas de Uslar Pietri, Rafael Angarita Ar-
velo, el crítico acompañante, quien, al reseñar la aparición de
Barrabás y otros relatos, diría ese mismo año de 1928:

Gritamos, gritamos, gritamos hasta aturdir. Nos escuchan los que


vienen detrás. Pocas veces –hay que gritarlo, gritarlo–, Venezuela
ha contado con una promoción artística tan culta, trascendental y
esforzada. Tan culta y universal. El momento histórico que nos se-
ñala la post-guerra, la voz de la sangre y el tiempo que nos exulta
como en las epifanías diluyen electricidades raramente maravillo-
sas. Somos la vanguardia (juventud, frescura, limpidez de propó-
sitos, propósito del arte y de la patria). Somos los dueños de nuestra
literatura, menospreciada por las mayorías derechistas. Y los reviso-
res. Gritamos. La hora actual en el mundo acusa un definitivo meri-
diano de juventud. Gritamos. […] Y hacemos crítica. A cada cual lo
suyo (en Osorio: 366).

Por supuesto, no todos los jóvenes del 28 participaron de


la euforia vanguardista. Entre las críticas a la aparición de Vál-
vula, hay una que llama particularmente la atención, pues, aun-
que desde una perspectiva nostálgica, al tiempo que señalaba

38
la relación existente entre la inserción pública de la literatura
en el mercado y el funcionamiento de la mercancía en la socie-
dad capitalista industrializada y “postaurática”, lo hacía con un
lenguaje que daba cuenta de los cambios que se operaban enton-
ces en los discursos culturales venezolanos:

El salón llámase ahora boudoir y no ostenta ya en sus vitrinas aba-


nicos pintados por Fragonard y auténticas porcelanas del Pekín im-
perial. El boudoir está lleno de baratijas de un raro mal gusto, que la
industria produce por millones, de cuadritos cuya liviandad procura
en vano la litografía cubrir de un barniz de gracia erótica, de mue-
bles que en vano tratan de standarizar la manufactura mundial de co-
jines de lujo. La división del trabajo lo invade todo, en su afán de má-
ximo rendimiento, la escultura tanto como la juguetería y no es raro
ver cómo un cuento o un poema son fabricados por dos o más escri-
tores vanguardistas […]. De esta manera la obra tiene un subjetivis-
mo independiente del subjetivismo de los autores […]. Y, como está
de moda la literatura rusa, allí va un seudónimo terminado en vich o
iev. Trátase de producir, de producir al por mayor, de dar un rendi-
miento neto, como en las industrias extractivas […], de lanzar al mer-
cado un chorro de literatura porque tal reclama la actual vorágine
(en Osorio: 372)18.

En todo caso, las secuelas de la Semana del Estudiante ha-


ce que muchos de los jóvenes escritores (Himiob, Otero Silva,
Salazar Domínguez, Frías, Gabaldón Márquez, Arráiz...) caye-
ran presos o se dieran a la fuga, con lo que las polémicas y la
vanguardia literarias entraron en un obligado y pronto receso.

Juan Liscano hacía una observación acertada sobre los años


posteriores a la primera declaración pública de la vanguardia
en los siguientes términos:

Vanguardistas o no […], asombra comprobar la intención de las


obras principales publicadas entre 1928 y 1935. Esa intención des-

18El fragmento corresponde a “Vanguardismo criollo”, de Antonio Planchart Burguillos


(Mundial, XII, 300, 14 de enero de 1928), y es publicado apenas nueve días después de
que Válvula se ponga en circulación.

39
cansaba sobre una base de identificación nacional y americana que
se manifestaba diversamente (614).

En efecto, en esos años se editan libros de posmodernistas co-


mo Cantaclaro y Canaima (Gallegos), Parsimonia (Arráiz),
Respuesta a las piedras (Luis Barrios Cruz), Cubagua (Núñez)
o incluso la poesía de Andrés Eloy Blanco; así como libros de
jóvenes vanguardistas como Las lanzas coloradas, de Uslar Pie-
tri; el siamés Canícula/Giros de mi hélice, de Carlos E. Frías y
Nelson Himiob; Santelmo, de José Salazar Domínguez; La gua-
richa, de Julián Padrón; La balandra Isabel llegó esta tarde y
Canción de negros, de Guillermo Meneses y, al borde, Mene,
de Ramón Díaz Sánchez… sólo por lo que respecta a la narrati-
va. A ella habría que sumar casos no excepcionales como la poe-
sía de Alberto Arvelo Torrealba (Música de cuatro, Cantas o –ya
en 1940– “Florentino y el Diablo”). Ello habla a las claras del
predominio de esa «base de identificación nacional y ameri-
cana».

De hecho, los años siguientes a las declaraciones de van-


guardia traerán como novedad el perfilamiento de la polémica
interna entre dos tendencias que hasta entonces –y desde dé-
cadas atrás, en Cosmópolis– coexistían sin mayor conflicto: la
de los defensores de la autonomía de la esfera literaria –los “ar-
tepuristas”– y la de los que ponían el énfasis en la reflexión so-
bre la nacionalidad y en el compromiso político con el cambio
social. Asimismo, podría arriesgarse la especie de que estos
años 30 vivirán, en consonancia con lo que ocurría en el resto
del continente (Osorio, 1985: 39-40), el predominio de la lite-
ratura pro-democrática y populista.

Para 1930, «la prensa era completamente hostil a la genera-


ción de vanguardia» (Padrón: 22). Salvo los coletazos de la po-
lémica en torno a la vanguardia, el movimiento parece reple-
garse y casi congelarse hasta esa fecha. No sólo se produce un
retroceso del reclamo de novedad o la toma de diversos espa-
cios públicos de parte de los jóvenes –en revistas, periódicos,
cargos, nacientes partidos políticos...–, sino incluso una suerte
de reconciliación, a veces franca y otras amablemente crítica,

40
con la tradición más o menos inmediata: al nombre del siem-
pre admirado Gallegos19 se suman en el renglón de los
reconoci-mientos los de los modernistas Urbaneja Achelpohl,
Díaz Ro-dríguez, Blanco Fombona o Lazo Martí. La diferencia
de “hora” –el segundo momento– quedará marcada, entre
otras cosas, por la autocrítica. En “Sentido del arte nuevo”,
aparecido en Gaceta de América, uno de los órganos de
difusión de esta postvanguardia, Luis Bello, antes de afirmar
la inutilidad de la tesis del artepurismo, hace la crítica
sarcástica –y antihispa-nista– de los primeros años:

El llamado «vanguardismo» llegó tarde a nosotros. Nos vino de


España que lo había tomado bastante tardíamente de su vecina. El
paso de los Pirineos lo desmejoró bastante porque Gerardo Diego
no era André Gide. [...] Los muchachos del 27 se leyeron revistas espa-
ñolas ortodoxamente «vanguardistas». Aquella deplorable Gaceta
Literaria, Guillermo de Torre, García Lorca. Metáforas deportivas
de hombres raquíticos y melenudos. Los 60 H. P. de mi entusiasmo
de un peruano que andaba a pie y con la corbata de Alfredo Musset.
Se anestesiaron de «vanguardismo». Fundaron a Válvula. Unos con
talento, otros sin él, se dedicaron a sacarle el jugo a lo que no lo te-
nía. Literatura geométrica de rascacielos, parábolas, raids, carteles,
cocktails, dinamos, pájaros y sombras. Los poetas giraban sobre las
mismas palabras. Luis Castro decía lo mismo que otro y este otro lo
mismo que Rojas Guardia. Decían lo mismo y nada decían. Estri-
dentismo, Arte por arte. Tiempo perdido de una juventud que se de-
bía a otras cosas. Sin embargo escandalizaron. Aquello era demasia-
do para Leoncio Martínez que medía sus sonetos como un agrimen-
sor. [...] Para crear «lo nuevo» el «vanguardismo» se apoya solamen-
te en lo más arcaico de la literatura: la metáfora. [...] como en Espa-
ña, los vanguardistas finalizaron por leerse solamente entre ellos y
por instituir un intercambio constante de elogios desmedidos (I, nº
7-8, 1935).

Más que en los libros, las líneas maestras de este segundo


momento del vanguardismo pueden apreciarse –una vez más–
en las revistas. Entre 1930 y 1935 surge un grupo importante
de publicaciones periódicas, entre las que destacará la segunda
época de Élite, que promete más beligerancia nacional-ameri-
canista y que dará pie a la formación del Grupo Cero de Teoré-
ticos (GOT)–. En torno a Élite, «el grupo literario se fue unifi-

19 A este y otros respectos hasta aquí contemplados, añado en esta revisión de 2019-20,
el aporte que ha supuesto el valioso texto de Miguel Gomes (2011; en especial pp. 15-19).

41
cando de tal manera que llegó a constituir un auténtico frente.
Los ataques menudeaban por todas partes, pero ello contribu-
yó más bien a la mayor compactación del grupo» (Padrón: 23).
Carlos Eduardo Frías será su Redactor Literario. En el editorial
“Umbral” (nº 261, 13 de setiembre), Élite promete una «nueva
orientación», además de una «nueva fisonomía […], una media
vuelta hacia la arquitectura tipográfica», «actitud dinámica y
vigilante, frente a la actual preocupación estética por lo marca-
damente nuestro, por lo desnudamente venezolano», «afán au-
tóctono [que] no entorpecerá […] su posición abierta ante los
mercados internacionales de cultura». Se incorporan colabora-
ciones de autores jóvenes como Guillermo Meneses, Carlos
Augusto León o Julián Padrón, y artistas plásticos como Fede-
rico Brandt, Rafael Ángel González o Pedro Centeno Vallenilla
figuran como autores de portadas. No obstante, este viraje ha-
cia lo artístico no encontró acogida entre los lectores del maga-
cín. Élite entra en crisis porque «de todas partes suspendían
las suscripciones, ya que no se le daba importancia a las notas
sociales, alegando que no entendían las cosas publicadas»; «por
esta misma razón los anunciadores no querían dar avisos para
la revista» (Padrón: 25). La situación había cambiado y parecía
aconsejar el repliegue y reordenamiento ante la rápida crisis y
disolución de la “magia” vanguardista.

Dos manifestaciones de 1931 parecen funcionar como in-


dicios claros del viraje de la vanguardia. Carlos Eduardo Frías
funda el literario Grupo Cero de Teoréticos, el “GOT”, que or-
ganiza tertulias y veladas culturales abiertas al público, en las
que se dictan conferencias sobre distintos tópicos artísticos, se
leen textos y se escucha música. Otra pequeña y significativa
trinchera se abre con una publicación que trata de retomar la
idea de La Universidad, una «Revista Estudiantil Universita-
ria»: Vía. Jóvenes poetas vanguardistas como Pablo Rojas Guar-
dia o Luis Castro y narradores como Guillermo Meneses, se in-
tegran al proyecto. A pesar de su escasa resonancia, Vía es sin-
tomática del cambio. Su editorial, “Vías” (1, mayo), define su em-
presa como «la tarea de someter su norma e integración social,
al higienizante y decisivo fenómeno de la introspección intelec-

42
tual: enfocarse a sí mismo». No obstante, otros textos del mismo
primer número hablan de una postura diferente, que tenderá a
predominar a lo largo de los años treinta. Rojas Guardia, por
ejemplo, en “Programa de humanidad”, supone una crítica de la
vanguardia. Para justificar su solicitud de vuelta a lo «Huma-
no» como salida a la «gran confusión» reinante, Rojas Guardia
establece así, distanciadamente, la autocrítica:

…si hay que culpar a alguien […] es al fin de siglo decadente […] y al
primer cuarto del siglo XX, pedante, pedantísimo, que emplazó una
nueva retórica de ideales: imperios coloniales y modernismos. Dán-
dole, por lo tanto, la espalda a su deber, a su línea de tradición –pa-
sado en función del presente.
Reina gran confusión, es verdad. También la falsía está en el escena-
rio con un traje novísimo. Ahora los fariseos hablan de cultura de
avance. De vanguardia. De ir contra lo caduco: ¡ellos mismos!

La mayoría de los jóvenes escritores de entonces pondrán


cada vez más el acento en la política y en las políticas artísticas.
Es así como desde Arquero (1932), José Fabbiani Ruiz fustiga
al GOT, calificándolo de «cenáculo», «torre de marfil», «falange
“elitesca”». Los argumentos son varios y sin duda recuerdan
las posiciones de Henrique Soublette en 1909 contra el futuris-
mo: el público al que destinan sus actividades o la defensa acrí-
tica de las nuevas tecnologías culturales –el cine–, su adscrip-
ción a una estética de corte vanguardista y no suficientemente
politizada:

…señores teoréticos, nuestro país no necesita hoy día de obras se-


mejantes [conferencias, conciertos, recitales poéticos], ni esa es la
misión que incumbe al escritor venezolano actual. Nuestra misión
[…] tiene que ser realizada en una forma más asequible al pueblo, sin
degenerar por ello el sentido ennoblecedor del arte. ¿Qué tiene que
ver nuestro pueblo, la parte del pueblo necesitada de cultura, con tal
o cual pose de Joan Crawford o con los divorcios y aventuras de Wi-
lliam Haines? (José Fabbiani Ruiz: “GOT”, nº 8, 1932).

La solicitud de un intelectual orgánico se ponía en evidencia,


sin ambages, desde el editorial de su primer número, “Empeza-
mos”:

43
Creemos que la literatura y el arte en general son la expresión se-
lecta de la fuerza del pueblo, por eso la Revista literaria debe recoger
ante todo y aun a despecho de todos los elementos nacionales que
con mayor fuerza definan la fisonomía de su país. […N]uestra Revis-
ta será primeramente: venezolana. Después asistirá al sentido conti-
nental de América. Después será universal (I, 1, 1932).

El proyecto dominante de estos “postvanguardistas” po-


dría visualizarse más o menos en los siguientes términos:

…cunde por entonces una suerte de neohumanismo nacionalista que


trata de desmarcarse de los excesos vanguardistas, en repliegue ha-
cia posiciones propias de las de los integrantes de La Alborada 20
años antes. Figuras modélicas latinoamericanas como las de Vascon-
celos, Henríquez Ureña, Rivera, Mistral e incluso Rodó, o españolas
como las de Unamuno, Jiménez y Machado, serían referencia fre-
cuente. Ello supone el viraje a una etapa si se quiere constructiva, en
la que la atención se centra en las bases, en el diseño de los cimien-
tos del futuro, que sigue imaginándose como utópico, auroral, pero
ahora con la seguridad de que ese futuro no se encuentra a la vuelta
de la esquina. El miliciano cultural da paso al ideólogo. Aunque po-
cos resistan consistentemente el calificativo, al menos como imagen
ofrecida para su consumo, será la hora de los teóricos20 de la nación,
la cultura y la literatura (LasarteValcárcel, 1999).

A la oposición elitismo/populismo se suma un elemento


de cierta importancia para reconstruir el espectro de este mo-
mento. Una suerte de confluencia del venezolanismo, america-
nismo y universalismo enunciado en Élite y del populismo de
Arquero dará pie en 1935 a una revista que, variantes políticas
aparte, se insertaba en la tradición de La Alborada y Cultura
Venezolana: Gaceta de América21.

2020 años después, ante “teóricos”, no puedo dejar de abrir las puertas a Ironía.
21Esta nota va de pago de deudas. La relación de las revistas Gaceta de América y El In-
genioso Hidalgo (a tratar enseguida), está presente en mi trabajo desde mi tesis doc-
toral sobre la narrativa de Meneses y las vanguardias (1983). No obstante debo agra-
decer a la persona que me puso en la pista de estas revistas: Nelson Osorio, a la sazón
Jefe de la Sección de Investigaciones Literarias del CELARG, a la que pertenecía y en la
que desarrollé y culminé el único libro orgánico de investigación que haya hecho hasta
hoy. Por esos años, Osorio coordinó un ambicioso y fundamental proyecto que dio pie a
numerosas tesis de grado en la Universidad Central de Venezuela y el Instituto Pe-
dagógico de Caracas y derivó en un libro capital para el tema: La formación de la van-
guardia literaria en Venezuela (1985). Él puso en mis manos el material de esas dos re-
vistas, base de un proyecto de tesis del que no recuerdo el nombre de la autora y desc-
onozco qué destino final tuvo. A partir de ello… la curiosidad mató al gato y, además de

44
El nacionalismo americanista de Gaceta de América pasa-
ba por la crítica de los nacionalismos estrechos:

…aunque expresión de escritores venezolanos, nuestra proyección


debe sobrepasar los límites geográficos de nuestras nacionalidades
en función continental y universal. […] Sólo vemos en América una
parte de un todo más amplio y uniforme, que obedece a leyes uni-
versales de evolución y sometido por lo tanto a las corrientes cultu-
rales del Universo. Mucho de lo que se ha hablado sobre lo «típico»
y «característico» venezolano y americano nos parece equivocado y
sólo vemos en esos credos nacionalistas un aspecto diferente de nues-
tro mismo problema (“Nuestras proyecciones”, nº 7-8).

Esa posición era acompañada por una idea del intelectual ima-
ginado como activo, combativo y socialmente responsable cons-
tructor de la nueva nación. Así Inocente Palacios, editor de la re-
vista, en “Hacia una postura del intelectual”, afirmaba:

…sólo queda un camino para el intelectual: construir. CONSTRUIR.


Lograr una trayectoria más humana, más responsable, que lo lleve
hacia los otros hombres, que lo haga parte integrante de sus vidas.
Ya no cabe postura individualista y menos que ella el encierro den-
tro de puras formas de expresión. Es necesario canalizar nuestro pen-
samiento y hacerlo más denso (nº 3-4).

Aún más, la Gaceta... no es una revista literaria, sino «de


pensamiento», si bien da amplia cabida a las discusiones del
campo literario. En ese aspecto destacan dos objetivos sobre
los que se ejerce la crítica: las tesis artepuristas y el criollismo
convencional. Una apunta a cuestionar un tipo de intelectual
que considera adverso y pernicioso; otra, a solicitar una formu-
lación más actualizada de la literatura que intencional y orgá-
nicamente pretende vincularse a su comunidad.

Al responder a una serie de artículos publicados en Élite


por Luis Fernando Álvarez, destinados a exponer la idea del ar-
te puro, Miguel Acosta Saignes pone agresivamente de mani-
fiesto las líneas no sólo de su idea de poesía, sino, sobre todo,
de la función social (y supermanesca) del escritor:

revisar publicaciones que reprodujeron esos años materiales de las revistas que he
tratado aquí, logré dar con otras de los 20 y 30 del XX, de las que poco o nada se sabía.

45
Propugnemos una poesía de acento viril que mire hacia el futuro;
[…] cantemos los anhelos de tiempos mejores; hagamos los poemas
de la confianza en nuestro destino y olvidemos a los poetas como us-
ted, que no quieren oír las voces del mundo ni luchar contra la an-
gustia y la obscuridad (“Carta a un poeta”, nº 3).

La reformulación crítica del criollismo, cifrada en desen-


trañar el «alma» del y de lo venezolano, asentarán las bases del
nuevo criollismo y del mestizaje etno-cultural como fórmula ca-
pital de la nueva utopía social. Será expuesta en secciones como
“Cam” –Ramón Díaz Sánchez– o los artículos de Guillermo Me-
neses, consagratorio de las novelas de Gallegos como paradig-
ma indiscutible:

Una novela no es criollista porque pinte araguaneyes y bucares y


cundeamores; ni porque sus personajes se paseen por la Plaza Bolí-
var de cualquier pueblo venezolano, y digan guá y canten coplitas
del llano […]; ni porque se describan joropos o bailecitos arrabaleros;
ni porque se digan las eternas palabras de revolución, rancho, ha-
cienda, jefe civil, etc. No. Me parece que hacen falta condiciones in-
telectuales, de concepción que haga valer el ambiente bien logrado.
…la tarea que corresponde al criollismo consiste en intuir la con-
ciencia nacional, en ver claro los síntomas que indican la vida de
nuestra nacionalidad. […E] sa conciencia nacional, que es como el al-
ma de la nacionalidad, apenas comienza en Venezuela –y en otras
naciones americanas– ya que vive todavía dentro de dicho caos cul-
tural, como colonias espirituales (“Sobre un personaje de Gallegos:
Hilario Guanipa”, nº 1).

No creo que a alguien pueda parecerle arriesgado creer que la no-


vela venezolana representaba hasta hace poco la opinión del criollo
blanco y rico, en contra –o al menos en olvido– de las verdaderas
tendencias, vagas y ocultas del pueblo venezolano (“Sobre un per-
sonaje de Gallegos: Juan Parao”, nº 3).

Si bien la de este nuevo nacionalismo más o menos amplio


y la idea del intelectual o el artista comprometido es la vertien-
te dominante de este momento, la historia posterior sería más
bien proclive a las posiciones y proposiciones de un grupo en
ese entonces apreciablemente menor.

46
Entre las primeras formulaciones de las poéticas acusadas
de «artepuristas», habría necesariamente que incluir los textos
que, entre 1934 y 1935, Luis Fernando Álvarez publicara en Éli-
te sobre la nueva poesía, y que serán la “espita” para las polémi-
cas entre los jóvenes escritores: “Nueva poesía” (nº 469, 8 de
setiembre de 1934) y “Tres comentarios a la nueva poesía” –I,
II y III– (nº 485, 29 de diciembre de 1934; nº 486, 5 de enero
de 1935; nº 487, 12 de enero de 1935).

Para Álvarez, el poeta será una especie de sacerdote, de mé-


dium, «indagador de la naturaleza, familiarizado con un len-
guaje no usual, y comentarista fiel de los enigmas cósmicos»
(485: 32), «enlace, punto de referencia entre la tierra y el mis-
terio», «fuerza motora [que] animará el vuelo del espíritu ele-
vándolo por encima de lo visible» (486: 41), «custodio, pesqui-
sador y prisionero a un tiempo» de la belleza (487: 28). La
poesía, la revelación por la belleza del cosmos o el infinito, in-
visibles desde la experiencia cotidiana, algo que no está «al in-
mediato alcance de la generalidad» (485: 32), inútil de anali-
zar, «inexplicable [en] su elaboración», «cuestión de piernas
espirituales, de visualidad subconsciente» (469: 74). Y el lec-
tor, su acólito, su doble:

El adepto a la nueva fe […] se define íntegro, exponiendo esa subs-


tancia cósmica e incognoscible que lo anima, o, como lector, entien-
de totalmente, seleccionando los matices del poema para trasladar a
su interior ese hondísimo paisaje. Al descubrir el sentido del poema,
el lector se descubre a sí mismo. […] Aun dentro de la minoría adicta,
hay quienes […] quedan ausentes, extraños al sentimiento-guía. Sólo
unos, eclécticos, superabundantes de complejos cualitativos, asisten
al gnóstico espectáculo que es la realización o captación del poema
(id.).

Al poco tiempo se sumarán las voces de Arturo Uslar Pie-


tri, Alfredo Boulton y Julián Padrón en la revista y el grupo an-
tagonista de la Gaceta de América: El Ingenioso Hidalgo
(1935). Tildados por los “gaceteros” no sólo de artepuristas, si-
no de individualistas y decadentes, los “ingeniosos”, reivindi-
carán su compromiso con el arte –moderno y clásico– como
única patria y lugar posible de la utopía. Fijarán la idea del ar-

47
tista como pequeño dios o sacerdote; de la obra de arte moder-
no como un complejo esotérico y trascendente, cifra de miste-
rios y revelaciones epifánicas, de una realidad infinitamente
más plena que la histórica; también para ellos, el lector será
cómplice, igualmente ungido, «minoría adicta» diferenciable
de la «generalidad» (Lasarte Valcárcel, 1999).

A la idea de un intelectual y un arte militante se opondrá


la imagen de la tradición clásica –homenajeada en el título de
la revista– y la aspiración a lo eterno universal. El lema «Defi-
namos lo indefinible» con que arranca el artículo “Pies hora-
dados” (nº 1) de Uslar Pietri, podría resumir tanto la función
del artista intelectual como la idea misma de arte. Al conoci-
miento del dato y la crítica social o ideológica opondrá la vuel-
ta al mito –«cifra que abarca y ordena», «conocimiento mági-
co»–, como recurso aun para dar cuenta de los tiempos confu-
sos del presente:

No es vana esta furtiva mirada al mito en una hora de tan universal


desasosiego. Puede que la salvación esté en uno de estos distraídos
gestos que inspira el cansancio, en una de estas contemplaciones
gratuitas de lo que tenemos por más muerto.
Tal vez está allí, como tantas veces lo ha estado, la clave de nuestro
destino. Nuestra noche podría acaso iluminarse de manera definiti-
va con la clara visión reveladora de Narciso o con la imagen asom-
brosa y justa del tebano y su combate.

En “Interludio de la novela”, Uslar Pietri hace explícita su


idea del arte y el artista. Aunque más conocido es su pasaje de
1948, en el que define el realismo mágico aplicado a la litera-
tura latinoamericana, en el que se limitaba a reproducir –sin
reconocer– las fórmulas que su conmilitón Rafael Angarita Ar-
velo –servido a su vez por las sugerencias de Franz Roh– aplica-
ra sistemáticamente a sus juicios sobre la nueva literatura ve-
nezolana de entonces –ya desde su reseña de Barrabás y otros
relatos–, en este texto de 1935 desarrolla Uslar con más interés
(arqueo-filo-ideológico) la misma idea:

48
…[el arte] es más bien un equilibrio inverosímil, una calidad que se
revela a la intuición, un conocimiento adventicio e inesperado, una
relación mágica.
Su objeto [el del novelista] y su gran preocupación es crear; produ-
cir vida paralela a la otra, por medios casi extraordinarios y miste-
riosos como las del pequeño Creador; sustituir momentánea, y en
veces permanentemente, su retablo al mundo.
Para ello su método es simple y casi ingenuo: dar más humanidad,
más sentido humano que el que hallamos en lo cotidiano. Una suer-
te de superación del hombre […].
En la creación de esa sobre-humanidad es donde el novelista entra
a la poesía. A la poesía verdadera y esencial, que no consiste en for-
jar ritmos, sino en dar matiz perpetuo a lo fugaz, en buscar el paren-
tesco misterioso de los seres, en denunciar la presencia de la armo-
nía inmanente con las palabras que ordinariamente significan otra
cosa (nº 3).

La novela o el arte en general son, pues, cuando existen plena-


mente, la alteridad respecto del mundo social, su trascendente
superación. El carácter americanista de la obra o el compromi-
so político son en esta poética rasgos irrelevantes, cuando no
lastres.

Así se configuran los dos polos básicos de la modernidad


literaria en Venezuela, que por diversas vías y con inflexiones
varias reaparecerán al menos hasta los años 60 y 70 del siglo XX:
el de la reflexión actualizada (y con frecuencia politizada) sobre
la nacionalidad y el de la construcción de una escritura autóno-
ma. Con el tiempo será claro que, aunque las líneas maestras
permanezcan aun en sus variantes, la inserción en ellas de mu-
chos de los autores mencionados será a veces llamativamente
cambiante. Juan Liscano describe del siguiente modo el trayec-
to que va de 1935 hasta los 40 y algo más:

Los términos antagónicos siguen siendo los mismos pero en el cur-


so de los años transcurridos cambian los bandos contendientes y, a
veces, lo que […] sostenían como bueno, resulta atacado después por
ellos mismos […] Así el americanizante Inocente Palacios de Gaceta
de América, se convirtió, al correr de los años, en propulsor y mece-
nas de tendencias abstractas y cinéticas en plástica, mientras que el
artepurista Julián Padrón, de El Ingenioso Hidalgo, escribió una
novela regionalista de denuncia de la explotación de los campesinos
monaguenses... (628).

49
La segunda mitad del XX conocerá en Venezuela el recha-
zo de Gallegos por parte de las promociones de escritores de
los 60’ y 70’ y la consagración de Meneses, toda vez que tam-
bién él se desvíe del criollismo galleguiano de sus trabajos ini-
ciales y publique en los cincuenta sus textos más apreciados y
experimentales: La mano junto al muro y El falso cuaderno de
Narciso Espejo. Aparte de Meneses y de escritores que alcan-
zaron indudable resonancia internacional –como Otero Silva–,
Uslar Pietri será, en lo que quede de siglo XX –y con indepen-
dencia de gustos–, la presencia mayor de los escritores nacidos
al espacio público durante los años de la vanguardia, rebasan-
do claramente las fronteras de lo nacional y las de la literatura.
Conocerá también el rescate y exaltación de otros legados: De
la Parra, Núñez, Pocaterra, Garmendia (Julio), Ramos Sucre o
del mayor intelectual venezolano del siglo: Picón Salas –aún a
la espera de un acercamiento que ha sido aún insuficiente–. Y
dejará pendiente, por supuesto, para los estudios y las reedi-
ciones por venir, profundizaciones de lecturas y otros rescates
particulares –por mencionar algunos nombres: González Rin-
cones, Arráiz, Paz Castillo, Álvarez, Rojas Guardia, Díaz Sán-
chez–. En todo caso, la matriz de esta historia, clave para la
comprensión del siglo todo–, habrá que remitirla necesaria-
mente a esta época (dorada) de la diversa modernización de la
literatura y la cultura del período gomecista.

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52
II
CUATRO CLÁSICOS MODERNOS: 1929-31

53
Transfiguraciones: poética e historia en
Arturo Uslar Pietri22

Su pesimismo [...] lo lleva a reconocer el mal como parte


integrante de la economía del mundo. La historia, a pe-
sar de las ilusiones ópticas, no le parece el camino de la
dicha, sino del infortunio [...]. La verdadera y definitiva
redención está en el conocimiento. Desde esta cumbre, la
pesadilla de la historia es tan majestuosa como una tem-
pestad en los mares. (Reyes sobre Burckhardt: 38-9).

En La historia subsumida bajo el concepto general del ar-


te, Benedetto Croce reforzaba la preeminencia que filósofos de
la historia como Burckhardt le atribuían al arte como realiza-
ción culminante de todo acontecer, al proponer como meta del
ejercicio historiográfico la apropiación de la idea nuclear de toda
búsqueda artística: el despliegue de una «visión intuitiva de la
individualidad» (Collingwood: 189). Con ello, coronaba un lar-
go y azaroso proceso iniciado en el s. XVIII, cuando, a partir de
Vico, Kant o Hegel, historiar se convierte en comprensión org-
ánica de los hechos, en filosofía de la historia. Vico, al pensar la
historia en términos de proceso y establecer por objeto del co-
nocimiento «la génesis y desarrollo de las sociedades humanas
y de sus instituciones» (71), instalaba de lleno la reflexión his-
toriográfica en la modernidad, iniciando, de paso, la lectura cul-
turalista de la historia (Vogt: 73).

Cuando Kant, a pesar de su confianza eufórica en la razón,


veía en la historia «un espectáculo de locura, ambición, codicia
y perversidad» (Collingwood: 106), y veía en la «pasión»23 el pa-
pel de motor primordial de la historia, preludiando el pesimis-

22 Publicado antes en: Arturo Uslar Pietri, Las lanzas coloradas. Primera narrativa,
Edición Crítica, François Delprat coordinador. Madrid; Barcelona; La Habana; Lisboa;
París; México; Buenos Aires; São Paulo; Lima; Guatemala; San José; Caracas: ALLCA
XX, Colección Archivos, 682-719.
23 Según Kant: «ignorancia intelectual y bajeza moral», «mala en sí misma» (106-7).

54
mo de Voltaire en su Cándido, marcaba la índole interpretativa
del discurso sobre la historia. Otro militante en las filas de la
razón, Hegel, prefería distanciarse del empiricismo para ver la
historia «no simplemente comprobada como hechos sino com-
prendida por aprehensión de las razones por las cuales acon-
tecieron los hechos» (117). Por lo demás, en la misma época,
pero desde otro lugar, un prerromántico, Goethe, se atrevería a
proclamar «la superioridad de la imaginación creadora sobre
el mecanicismo muerto» (Dujovne: 57).

En la segunda mitad del siglo XIX asoma lo que será la pri-


mera gran crisis occidental de la herencia ilustrada y la socie-
dad burguesa moderna. Ella acarreará también la crisis de los
discursos sobre la historia, que pondría de manifiesto las fisu-
ras e inutilidades del historicismo empirista, aupado por los
aires de las filosofías positivistas. Aunque el propio positivismo
aportase importantes elementos de renovación en la considera-
ción de nuevos factores —Taine, por ejemplo, comenzaría a «va-
lorar la psicología y los movimientos de las masas» (Vogt: 38)—,
y el marxismo daría un vuelco epistemológicamente radical a la
lectura de los procesos históricos, es otra línea la que, por su
vinculación con la obra de Uslar Pietri, quisiera marcar aquí: la
de la crítica del historicismo proveniente de distintas posiciones
humanistas, que reivindicaron la función de las individualida-
des en la constitución y transformación de los procesos históri-
cos. Autores tan aparentemente diversos como Ranke, Renan,
Burckhardt, Nietzsche o Bergson, contribuirán a iniciar esta em-
presa de demolición de lo que consideraban estrecho historicis-
mo. Al menos Renan, Burckhardt y Nietzsche, coincidirán en el
punto de partida (o de llegada): la crítica de la sociedad del pre-
sente, de los “perversos” efectos democratizadores del triunfan-
te mundo burgués. A Renan y Nietzsche esa imagen del pre-
sente les haría postular una suerte de darwinismo cultural o
espiritualista, el elogio del gran hombre y de un nuevo cesa-
rismo como utopía futura.

Por cierto que, tanto el dibujo de la sociedad de esa segun-


da mitad del XIX, en cuyo rostro podían atisbarse «los signos
de una enfermedad mortal»: la decadencia (Vogt: 33), como su
55
solución superhumanista o cesarista, tendrían resonancia en nu-
merosos escritores latinoamericanos de las proximidades del fin
de siglo, desde el idealista Rodó hasta los positivistas, «filóso-
fos de la historia» latinoamericanos (Gutiérrez Girardot: 503),
Zumeta, Vallenilla Lanz o Alcides Arguedas. La idea de «conti-
nente enfermo» (Zumeta), fórmula con la que se calificaba el
revés del triunfo del proyecto modernizador liberal, tendría
tanto éxito que incluso podría entre-leerse en los «aldeanos va-
nidosos» y los «tigres de adentro» de Martí o en el Perú pustu-
lento de González Prada.

La crisis del mundo burgués estallaría a partir de la Pri-


mera Guerra Mundial. Sus efectos resonarían también intensa-
mente en la crisis definitiva de los discursos artísticos, filosó-
ficos o científicos y, por supuesto, en las formas de concebir la
representación de la historia:

De pronto quedó al descubierto y sometido a una crítica implacable


lo quebradizo y falso de la época de anteguerra. [...] También la cien-
cia histórica recibió en su fortaleza un hálito de esos aires revolú-
cionarios. Largo tiempo se había entregado casi descaradamente a
la clasificación metódica del material [...], rechazando a Nietzsche y
desoyendo a Burckhardt. [...] Sólo ahora, una vez roto el ufano mun-
do de la tradición, fue combatida seriamente la preeminencia [...] de
la historia política y militar y se exigió una revisión de la imagen del
mundo histórico. Este movimiento se dirigía en general contra la his-
torización de la existencia que renunciaba a toda clase de criterios. El
mero e indiferente registro de hechos, el improductivo saber vulgar
fue llamado ahora “historicismo”, dándose[le] una nueva y despecti-
va significación. Desde todos los lados se pronunciaba una exigencia
de síntesis y de visión esencial (Vogt: 73-4).

Volvamos a Croce y a su arriesgada relación entre arte e


historiografía, obviamente dada a luz en este contexto… pero só-
lo para irnos de él, porque el libro que capitalizaría el interés de
aquel entonces sería La decadencia de Occidente (1918-22). Jo-
seph Vogt, al hablar de la obra de Oswald Spengler, señala una
serie de rasgos que tienen aquí una doble importancia: por un
lado, refuerzan la alianza entre la historia y el arte que Croce pu-
siera de relieve por esos mismos años y que de algún modo mar-
case Bergson poco antes al declarar la prevalencia del espíritu;

56
y por otro, apunta elementos centrales para la representación de
la historia en la obra del venezolano Arturo Uslar Pietri. Según
Vogt, Spengler:

...destruye la vieja y lineal imagen histórica europocéntrica; dirige


sus miradas a las profundidades, a lo común de los fenómenos his-
tóricos, no a lo único y singular, y descubre a lo ancho de la tierra las
unidades orgánicas de las grandes culturas. Su pensamiento histó-
rico no se dirige al conocimiento inductivo de los fenómenos ni a la
determinación de la causalidad, sino a la aprehensión intuitiva del
destino y a la interpretación artística de las estructuras ocultas [...].
«La naturaleza debe tratarse científicamente, la historia debe ser ob-
jeto de la poesía» [...]. Para un historiador de esta nueva visión, los
hechos se convierten en medios, y en los fenómenos busca símbolos,
modos de expresión del alma de una cultura (78-9).

Ruptura con la idea lineal de la historia, comprensión orgánica


de una cultura, «aprehensión intuitiva del destino», «interpreta-
ción artística de las estructuras ocultas», «expresión del alma
de una cultura»..., constituyen, pues, de algún modo la culmina-
ción de un proceso reflexivo que, desde la época de la Ilustra-
ción, buscaría comprender la historia en términos modernos; a
la vez, serán líneas claves en los textos de Uslar Pietri que abor-
den una de sus más importantes vertientes temáticas: la his-
toria. Si los historiadores de entonces buscaron el auxilio del
arte o incluso de la poesía, de la “imaginación creadora”, para
superar las crisis y encrucijadas de los discursos y los saberes,
los escritores de ficción, al menos en el caso de Uslar, comple-
tarían la empresa, no sólo interesándose por la reflexión artís-
tica sobre la historia, aprovechando algunos de los nuevos prin-
cipios puestos en práctica por los historiadores.

Por lo demás, a pesar del descrédito de su empresa, la in-


sistencia en Spengler se justifica aquí por la admiración que el
joven escritor venezolano expresaría muy temprano por la obra
del historiador alemán. En un artículo publicado en El Univer-
sal (10-12-1927), “La vanguardia, fenómeno cultural” (en Oso-
rio: 241-4), Uslar Pietri divulgaría algunas de las ideas de Spen-
gler, cuya noticia probablemente llegase a Venezuela por vía de
uno de los principales canales de contacto con las novedades del
mundo europeo de la época: la Revista de Occidente. No obs-

57
tante, sería injusto limitar mecánicamente la novedad de los
modos de representar la historia en Uslar Pietri a la lectura de
Spengler y de su tradición próxima en la historiografía europea
—Burckhardt, Nietzsche—, o atribuirla a la vivencia periférica de
un conflicto mundial. También responde a situaciones locales
que propiciaban esa “recepción”.

En Venezuela, por un lado, resonarían activamente hechos


cruciales ocurridos en las antípodas geográficas de América La-
tina, en las primeras décadas del siglo: la Revolución Mexicana
y la Reforma Universitaria; pero también se haría patente la pro-
fundización de los efectos sociales y culturales que acarrearía
el proceso interno de modernización. Por otro, un par de déca-
das antes de que Uslar empezase a publicar, en Venezuela se
había puesto en marcha tanto la renovación como el descrédito
de las lecturas de la historia heredadas del XIX. Obras tan dis-
pares del modernismo venezolano como las novelas Ídolos rotos
y Sangre patricia de Manuel Díaz Rodríguez, o textos de alien-
to historiográfico como Cesarismo democrático de Laureano
Vallenilla Lanz o El conquistador español del siglo XVI de Ru-
fino Blanco Fombona, a los que podrían sumarse los nombres
de los irreverentes postmodernistas José Rafael Pocaterra, En-
rique Bernardo Núñez o Teresa de la Parra, constituyen tam-
bién necesariamente la “tradición de su ruptura”.

Asuntos de poética (para representar la historia)

Los artistas, poetas y filósofos tienen una doble fun-


ción: exponer de un modo ideal el contenido interior del
tiempo y del mundo y transmitirlo como un testimonio
imperecedero a la posteridad (Burckhardt: 270).

A fines del siglo pasado, Víctor Bravo señalaba con acierto


que los referentes de la cuentística de Uslar Pietri se reparten
principalmente entre aquellos que ficcionalmente construyen
«el ámbito de lo histórico, universal y nacional [...] y el ámbito de
58
lo folklórico y lo mítico», y que, no obstante «todos apuntan a
un más allá referencial». De hecho, al lector podría llamarle la
atención la diferencia aparentemente drástica que existe entre
cuentos de Uslar Pietri que podrían adscribirse al terreno “ce-
nagoso” de los realismos mágicos —“La lluvia”, “La siembra de
ajos”, “Maichak”— y otros cuyos temas escenifican momentos y
personajes de la historia patria o universal —cuentos como “Ba-
rrabás”, “Gavilán Colorao” o “La negramenta”, y la mayor parte
de sus novelas: Las lanzas coloradas, El camino de El Dorado,
Oficio de difuntos, La isla de Robinson o La visita en el tiem-
po—. Sin embargo, una más atenta revisión de ciertos textos de
Uslar Pietri que podrían funcionar como poéticas de su escri-
tura, quizás arrojen señales que permitan leer una comunidad
donde supuestamente reina la diferencia: la estrecha depen-
dencia que existe entre su poética y sus representaciones de la
historia.

Cuando en 1928 Uslar Pietri, en el manifiesto del único


número de Válvula, acogía los principios ultraístas del «arte
nuevo», centrado en la eficacia de la «sugerencia» —«único con-
cepto capaz de abarcar todas las finalidades de los módulos no-
vísimos»—, asentaba la pauta de una poética que se proyectaría
sobre buena parte de su producción literaria posterior. En ínti-
ma relación con la idea de la sugerencia, la «imagen» se postu-
laba como el vehículo más adecuado para alcanzarla: «Aspira-
mos a que una imagen supere o condense [...] lo que un tratado
denso pueda decir a un intelecto». El principio y su recurso se
establecerían como los medios para transformar los lenguajes
del arte, para desbancar la biblioteca de la tradición.

Eran los años de la vanguardia. Con Válvula cristalizaba


un proceso que se iniciara casi dos décadas antes con la recep-
ción del manifiesto futurista y el surgimiento de un grupo de es-
critores y artistas jóvenes que, agrupados en torno a revistas
como La Alborada y Cultura, allanarían el camino para la polé-
mica artística y la búsqueda de nuevos lenguajes (Osorio, 1985).
Válvula, como el mismo Uslar refiriese, fue la inevitable res-
puesta «a una época caracterizada por una situación política re-
presiva, en la cual las posibilidades de manifestarse eran limi-
59
tadas y riesgosas»; la «espita por donde dar salida a aquella se-
rie de inquietudes que todos compartíamos» (en Miliani, 1978:
12). Fue, a la vez, una forma de incorporar la literatura nacional
al concierto occidental de los movimientos artísticos de reno-
vación:

Hace veinticinco años, algunos de los que éramos jóvenes escritores ve-
nezolanos sentíamos la necesidad de traer un cambio a nuestras letras. La
escena literaria del mundo estaba entonces llena de invitaciones a la in-
surrección y nuestro país nos parecía estagnado, lleno de esfinges que bus-
caban Edipos, y necesitado en todos los aspectos de una verdadera reno-
vación. Con una información demasiado rápida, fragmentaria y superfi-
cial, comenzamos a hacer “vanguardia” y a pedir cambios (Uslar Pietri,
1967: xiii).

Esas “invitaciones a la insurrección”, aunque prontamente aca-


lladas o atenuadas, se manifestarían bajo la forma de un eufó-
rico y juvenil grito24. Por lo demás, la emergencia de estos nue-
vos escritores y artistas, era apenas uno de los costados de un
movimiento que se manifestaría en otros ámbitos de los dis-
cursos y las prácticas sociales25.

Aunque Uslar Pietri tuviese una actuación más que discre-


ta en los sucesos políticos del 28, al punto de que en 1929 via-
ja a París como funcionario diplomático de la Legación de Vene-
zuela en Francia y representante ante la Sociedad de Naciones
(Miliani, 1988: xxxvii y ss.), fue, sin duda, uno de los principa-
les protagonistas de la vanguardia literaria venezolana. El crítico
entusiasta de la generación vanguardista, Rafael Angarita Ar-
velo, calificaría su primer libro de cuentos, Barrabás y otros
relatos (1928), desde el título de su reseña, como “El libro de
las separaciones y las revelaciones”26; y Domingo Miliani, va-

24 En el capítulo anterior, “Los aires del cambio…” citaba en extenso y marcaba como
apoyo tanto el lema de Válvula —«Somos un puñado de hombres jóvenes con fe, con es-
peranza y sin caridad»—, como la declaración de Angarita Arvelo, al reseñar Barrabás y
otros relatos: «Gritamos, gritamos, gritamos hasta aturdir…».
25 Miliani apuntaba: «Todo ese cuadro de corrientes y contracorrientes define una fer-

mentación intelectual cuya fecundidad sólo podrá medirse después de la muerte del
dictador: surgimiento de los partidos políticos y los sindicatos modernos, las nuevas es-
crituras artísticas [...]; la matriz común hay que buscarla en aquellos años cuya oscuri-
dad represiva, contradictoriamente estimuló la voluntad de cambios de toda índole»
(1988: xii).
26 Barrabás y otros relatos, según Angarita Arvelo: «Construye en la literatura venezo-

lana de todos los tiempos su andamiaje divisorio […]. Es el adiós al paisaje superficial y

60
rias décadas después, afirmaría que «el proceso cristaliza en
una figura inicial, una actitud, una revista y un libro. Esa figura
es Arturo Uslar Pietri. La actitud, una posición iconoclasta, con-
ciencia crítica frente a las estéticas en declive. La revista, Vál-
vula; la obra: Barrabás y otros relatos» (1988: xxviii-xxix).
Aunque esa inicial «posición iconoclasta» de Uslar Pietri pare-
cería al poco tiempo cercana más bien a la postura de un «clá-
sico de la vanguardia»27, hubo siempre, tanto en su narrativa
como en su ensayística, una inequívoca fascinación, un deslum-
brado interés por los momentos de crisis, por la idea de cambio
y trascendencia.

Aunque desaparezca pronto la convocatoria a la insurrec-


ción parricida, no ocurrirá lo mismo con su interés por la capa-
cidad de sugerencia y transmutación de la palabra escrita, vía
«revelaciones». En “La cabeza de la Hidra” (Las nubes (1946),
con Rimbaud como modelo, Uslar Pietri hacía afirmaciones co-
mo las siguientes: «El poeta ya no es creador de imágenes, sino
vidente, no imaginero, sino visionario» (1969: 182); y añade:
«el fin del poeta, el objeto y la esencia del poema, es el hallaz-
go, hallazgo de una visión, de una relación indemostrable entre
las cosas» (183). Aunque no puntualmente, en lo sustancial, Us-
lar Pietri confirmaba allí algunas proposiciones capitales de la
poética que suscribiera a partir de los años 30.

plástico, adiós al vernaculismo, adiós al nativismo -glosa infecunda, mar de plata para
corsarios palabreros» (en Osorio: 361).
27 El término lo acuña Graciela Montaldo a propósito de Ricardo Güiraldes (1996), y po-

dría ampliarse al movimiento martinfierrista argentino y a su defensa y construcción de


la criollidad, tal como lo describiera Beatriz Sarlo en “Vanguardia y criollismo: la aven-
tura de Martín Fierro” (1997). De alguna manera, esta especie de vanguardia “morige-
rada” tiene que ver algo con la primera narrativa de Uslar Pietri. El vanguardismo “cla-
sicista” de Uslar Pietri se pondrá de manifiesto por entonces en su significativa admira-
ción por el Quijote. Se evidenciará no sólo en el nombre de la segunda revista fundada
por Uslar, El Ingenioso Hidalgo, en la que defenderá, por ejemplo, la vigencia del mito
clásico (“Pies horadados”). Ya en un artículo de 1927, “El futurismo” publicado en la ma-
rabina revista Índice, donde Uslar adhería con fervor la estética futurista: su contenido
antiburgués, su rechazo al sentimentalismo femenil y al modernismo –cuyos poetas son
cantores de «una vaga antífona de declaración hermafrodita»–, su belicismo y darwi-
nismo, puede encontrarse un temprano elogio del personaje cervantino. La pareja Qui-
jote/Sancho, funcionará entonces como una metáfora incrustada en la oposición entre el
artista vanguardista y la masa: «Sancho abominaría de estas audacias “futuristas”, el
Caballero de la Triste Figura embrazaría la adarga y lanza en ristre iríase tras los vuelos
de esta magnífica bandera» (en Osorio: 230).

61
Si bien Miliani vería en cuentos de Barrabás y otros rela-
tos como “El ensalmo” y “La voz”, importantes antecedentes del
realismo mágico de Uslar, será un relato posterior, “La lluvia”
—premio de la revista Élite en 1935—, el que encarne más con-
sistentemente esa designación. Para entonces Uslar Pietri ha-
bía regresado de París y se había nutrido ya del contacto directo
con las nuevas tendencias europeas de la hora y de su conocida
relación con Asturias y Carpentier, los forjadores del «ameri-
canismo mágico». Entre los tres fue fraguándose la voluntad
de volver «los ojos a la realidad continental con otra óptica
más moderna» (1988: xlii-i). En 1948, en el capítulo “El cuento
venezolano”, a propósito de la producción vanguardista, Uslar
inscribiría para la historia el término aplicado a la literatura
hispanoamericana:

Lo que vino a predominar en el cuento y a marcar su huella de una


manera perdurable fue la consideración del hombre como misterio
en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una nega-
ción poética de la realidad. Lo que, a falta de otra palabra, podría
llamarse un realismo mágico (1995: 261)28.

Sin embargo, 13 años antes, al tiempo que daba a conocer “La


lluvia”, en diversos textos de El Ingenioso Hidalgo (1935) —en
sus polémicas con los pares de Gaceta de América—, Uslar Pie-
tri establecía, sin nombrarlo como “realismo mágico”, la poé-
tica de su búsqueda escritural. En el nº 2, en “Asteriscos”, Us-
lar diría que el conocimiento del poeta es:

Un conocimiento mágico, una iluminación inesperada; en la mate-


ria de los más bellos versos se vislumbra una noción que todavía no

28 Aunque Luis Leal atribuiría a Uslar el uso por primera vez del término (Leal, 1967),
ello no es justo. Abundando en algún avance del capítulo anterior “Los aires del cam-
bio…”, al menos en los años 30, en Venezuela, de parte del mencionado Rafael Angarita
Arvelo, el término era usado para evaluar la condición y calidad de novedad que exhi-
bieran las producciones narrativas venezolanas de esa época. Al hacer la reseña de La
balandra Isabel llego esta tarde, primer cuento de otro importante narrador venezo-
lano de la vanguardia, Guillermo Meneses, Angarita Arvelo le reclamaba a Meneses su
apego a la estética naturalista, recordándole lo que se consideraba el «dominio actual de
los métodos y sistemas realistas», en palabras gemelas de las que Uslar empleará años
después: «caracterizada por una intuición de lo primitivo, por una inspiración cernida
de la naturaleza, por una comprensión no ya superficial —realista— de las cosas y de la
humanidad; por la penetración introspectiva que capta la esencia de todo —cosas, hom-
bres y elementos— cualquiera que sea la filiación literaria del autor. Posición equivalen-
te a la definida en pintura como realismo mágico» (En Achugar y Lasarte: 198-9).

62
podemos catalogar, ni definir, pero por donde el espíritu, en cierto
modo, entra en posesión de un reino que está más allá de nuestros
medios. Es en este sentido que todo verdadero poeta es metafísico.

Es la «revelación», efecto de la «sugerencia» ultraísta, rimbau-


diana «iluminación inesperada», el centro de la batalla contra
los realismos y criollismos tradicionales. El reino interior de los
modernistas expandido hasta el «más allá de nuestros medios».

Ya cité el “Interludio a la novela” (nº 3-4), que repito por


su particular interés, pues, además de referir a esa misma bús-
queda de la poesía al trabajo con el material de la narrativa (y
de proponer así implícitamente una cierta “indiferencia” de
fronteras entre ambos géneros), desarrolla de forma más com-
pleta los alrededores de ese «conocimiento mágico». En él, Us-
lar pide a la novela el «don de transmutación invisible y pro-
funda de la realidad» como meta del nuevo realismo; en otras
palabras, la transfiguración epifánica de la realidad por obra
de la palabra artística. Este punto de partida es crucial, pues de
allí a la privilegiada, demiúrgica comprensión poética e ilumi-
nadora de la historia, más allá de los datos y las evidencias, el
paso será más que sencillo, como se intentará mostrar:

...producir vida paralela a la otra, por medios casi tan extraordi-


narios y misteriosos como los del primitivo Creador; sustituir mo-
mentánea, y a veces permanentemente, su retablo al mundo.
...dar más humanidad, más sentido humano que el que hallamos en
lo cotidiano. Una suerte de superación del hombre.

En la creación de esa sobre-humanidad es donde el novelista entra


a la poesía. A la poesía verdadera y esencial, que no consiste en forjar
ritmos, sino en dar matiz perpetuo a lo fugaz, en buscar el paren-
tesco misterioso de los seres, en denunciar la presencia de la armo-
nía inmanente con palabras que ordinariamente significan otra cosa.

Aspiración a la sobrerrealidad o la sobrehumanidad, transcen-


dentalismo, revelaciones epifánicas, la escritura como agencia
de la “magia” (incluso del saber)..., este texto de Uslar, aparte de
ser antecedente de la definición del 48 de “realismo mágico”,
congrega proposiciones que signan uno de los principales para-
digmas de la modernidad literaria desde el simbolismo a las

63
vanguardias europeas, y desde Huidobro a Borges en América
Latina.

Pero con la sola mención de esta suerte de creacionismo


trascendentalista y humanista quedaría necesariamente incom-
pleta esta descripción de la poética de Uslar Pietri. Otro polo ine-
ludible lo constituye su nacionalismo o americanismo. De he-
cho, el nuevo nacionalismo americanista fue el emplazamiento
ideológico de una parte mayoritaria de los jóvenes escritores
vanguardistas en la Venezuela de los años 30, en los que la re-
flexión sociológica y antropológica, a partir de lenguajes y pers-
pectivas marcadamente politizadas, adquiriría particular relie-
ve. Uslar Pietri compartiría con ellos la indiscutida vocación
que lo llevaría a establecer, en lo que restase de siglo y desde el
comienzo con pretensiones de capitalizarlo29, uno de los más
sostenidos pensamientos sobre la nación venezolana y el conti-
nente hispanoamericano, orientado a construir la idea de una
cultura en su especificidad, a diseñar las claves del “mestizaje”,
nicho que designaría el lugar diferenciado de Hispanoamérica
en el concierto de las culturas mundiales. Allí estriba la dife-
rencia con los “gaceteros”: su “altura y ambición” de miras, y el
énfasis de su “lectura” nacionalista o americanista, en la dimen-
sión tanto universalista como culturalista de la reflexión30. Allí

29 La temprana e intensa vocación nacionalista de Uslar, así como la de convertirse en el


intérprete del “alma nacional”, se pondría de manifiesto, por ejemplo, en una carta que
escribiese desde París a su inseparable amigo, Alfredo Boulton, tras la publicación de su
novela maestra, Las lanzas coloradas, recogida por Gustavo Luis Carrera en su prólogo
a La invención de la América mestiza: «Yo no creía que alrededor de Las lanzas colo-
radas se hiciese la conspiración del silencio [...]. Cuando en un libro, con el tono certero
y conmovido con que está hecho el mío se ha desnudado el alma de todo un pueblo, los
hombres que se creen antenas de ese alma no pueden guardar silencio (Sotillo, Paz Cas-
tillo, Leo) [...]. Es menester que esa acción de captación del alma venezolana no quede
sin respuesta. [...L] a palabra está dicha y su resonar ha de conmover las almas vírgenes,
las ánimas ardientes, aquellos todos que han de venir un día a dárseme todos para jus-
tificarme, para realizarme; aun cuando para realizarme y justificarme yo me basto solo y
me siento mejor» (en Carrera: 40).
30 De hecho, Carrera recurre a la idea de “Suma Universal” para describir el conjunto de

su obra, en la que destaca su diversidad temática, la construcción de una «totalidad cul-


tural», la proyección universal de su reflexión sobre América (Carrera: 20-3). Con ello
seguiría una línea de pensamiento que uniría a intelectuales de muy diversa raíz y posi-
ción como Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges o el otro intelec-
tual venezolano de vocación y proyección continental, Mariano Picón Salas, más allá de
sus claras diferencias entre sí o con Úslar: constructores, inventores de la cultura de la
otra orilla.

64
también encuentran marco los textos narrativos o ensayísticos
que representan y hablan de la historia.

Cambio e inversión: la historia transfigurada

Por obra de la historia, se diseña a la vista del estudioso


la alta meseta que a través de las edades forman las reali-
zaciones de las personalidades excelsas. (Nietzsche, Con-
sideraciones intempestivas).

Con no poca frecuencia la figura del historiador, y aún más


la del filósofo de la historia, ha sido asociada a la imagen de un
súper-observador que, desde una altura de “acceso restringido”,
es capaz de visualizar el vasto, complejo y heterogéneo paisaje
de los procesos históricos. Mesetas, cumbres, atalayas... son, se-
gún tal imagen, los lugares figurados desde los cuales se pro-
ducen el saber y la verdad sobre la historia. No obstante, desde
la época en que Uslar Pietri se inicia en la escritura, ganaría
también terreno la especie de que el conocimiento histórico es
un hecho fundamentalmente relativo y condicionado. Un histo-
riador casi coetáneo de Uslar, Toynbee se preguntaba, por ejem-
plo, si existía algún estudio histórico que fuera «absoluto y no
meramente relativo al contorno social determinado de historia-
dores particulares» (I: 38). Otro historiador de aquellos años,
Collingwood, afirmaba: «Toda la historia es historia contem-
poránea [...], autoconocimiento de la mente viva» del histo-
riador (198); asentaba asimismo la inevitable operación modi-
ficadora (y deformante) de fuentes y autoridades (229), y pre-
sentaba el discurso histórico como una «red de construcción
imaginativa» (237)31.

31La reflexión sobre los discursos historiográficos y la representación de la historia, ha


dado en estas décadas otra vuelta de tuerca, en la que se coloca el énfasis en el carácter
narrativo —¿y ficcional?—, en operación y dispositivo, de esos discursos. Abundar en
este sentido nos llevaría innecesariamente lejos. Baste remitirnos a este respecto a
textos como el fundacional “El discurso de la historia” de Roland Barthes (1994 [1967]),
la exhaustiva problematización de la idea de verdad en Historia y verdad de Adam

65
Uslar Pietri, por su parte, en “La historia en la novela”, se-
ñalaba: «Toda novela que se proponga dar un testimonio de lo
humano es coetánea inseparable del tiempo en que se escribe y
de su circunstancia, aunque trate de sucesos que ocurrieron mu-
chos siglos antes» (1996: 93). En “Toda historia es”, marcaba
su decidido interés no por el mero registro o recuento de los he-
chos, sino por la reflexión ensayística o novelesca, por la bús-
queda de sentidos comprensivos:

Más que la historia lineal de los sucesos y de los hombres me ha in-


teresado la trama de ese hacer y deshacer que es más, acaso, la ma-
teria del novelista que la del historiador.
[...]
Estoy convencido de que no es una reflexión inútil. Buscar las raí-
ces, señalar las contradicciones, observar ciertas aparentes constan-
tes, puede ayudarnos a que, en el hoy y en el mañana, el hacer llegue
a ser más que el deshacer (id.: 466).

Independientemente del acento “edificante” de este último


fragmento, es claro que para Uslar Pietri representar la histo-
ria es fundamentalmente interpretarla, leerla, el resultado de
una consciente construcción del imaginario personal. Su “ata-
laya” discursiva y la materia verbal que produce es expresión de
una perspectiva. En otro ensayo, “El rescate del pasado”, Uslar
Pietri no sólo confesaba su apasionada preocupación por la his-
toria —Soy «un venezolano consciente de vivir dentro de la his-
toria, tejido en sus hilos, enfrentado a sus enigmas, atado a su
curso y necesitado de entenderla para poder vivir y justificar su
vida de una manera más plena» (1969: 121)—; también su vo-
luntad de ofrecer una visión y una versión no convencional de
“sus hilos”:

En ese coto de tiempo de cuatro siglos y medio el autor de nuestro


manual se coloca como un pintor del cuattrocento, sobre la eminen-
cia de la gloria militar de la Independencia y deja que las cosas se or-
ganicen en perspectiva, es decir, en magnitudes y relaciones deter-
minadas por las limitaciones subjetivas de la mirada de un contem-
plador. Más sabio acaso hubiera sido colocarse como el vitralista de
Chartres ante la leyenda carolingia, que la logra representar toda en

Schaff (1974 [1971]), o las elaboraciones contenidas en Metahistoria de Hayden White


(1992 [1973]) y The Writing of History de Michel de Certau (1988 [1975]).

66
simultáneos fragmentos, con la variedad fluida y múltiple de la vida
verdadera y del verdadero paisaje (125).

El pasaje es particularmente revelador porque, además de ejem-


plificar su distancia del saber plano y jerárquico de los manua-
les de historia, sirve de pórtico teórico a la visión y aun la dis-
posición de los procesos históricos que se inicia con su tem-
prana obra cumbre, su “sinfónica” Las lanzas coloradas32.

Uno de los aspectos nucleares de la concepción de la his-


toria presente en textos narrativos o ensayísticos de Uslar Pie-
tri es su sistemático interés en fijar la atención discursiva sobre
las situaciones de cambio, de trastornos de conciencias indivi-
duales y colectivas, sobre los momentos de «las separaciones y
las revelaciones». El relato “Barrabás”, por ejemplo, se ubica, se-
gún palabras del propio autor, «en el momento más importan-
te de una gran religión universal que va a nacer» (1967: xiii);
tanto Las lanzas coloradas como La isla de Robinson se en-
marcan en los años de la Independencia; “Gavilán Colorao”
representa el demoniaco y mortal carnaval de la Guerra Fede-
ral venezolana; Oficio de difuntos arranca con la muerte de Apa-
ricio, apenas máscara del dictador Juan Vicente Gómez, figura
con la cual se ha dicho que se inicia con fuerza la contempora-
neidad en Venezuela; “La negramenta”, “Fuego fatuo” y El ca-
mino de El Dorado, representan, mediante los personajes his-
tóricos del Negro Miguel o Lope de Aguirre, el desquiciado y
trágico gesto de rebelión de un individuo contra el orden co-
lonial/imperial....

Las lanzas coloradas es en sí misma la representación de


una catástrofe, crisis o conmoción, del cambio histórico. La
idea de “cambio” atraviesa incluso los procesos interiores de los
personajes —Fernando Fonta en el capítulo III—; pero interesa
rescatar aquí dos pasajes en particular. Uno: «Todos estaban
transfigurados» (1988a: 15), es la frase usada por la narración

32 Si bien por imperativos de esta edición [2003] me centro en esta primera novela de
Úslar autor, he tratado de ponerla en relación con otros textos narrativos y ensayísticos
del autor, no sólo para dotar de mayor consistencia esta lectura de su representación de
la historia, sino porque creo que el texto del 31 contiene líneas centrales de esa visión
que desde allí irradiará al resto de su producción.

67
al describir la delirante travesía de Carlos de Arcedo, quien
«cambió por completo» (id.) para, tomado por la locura, em-
prender con un grupo la búsqueda de El Dorado. El arco abier-
to por la novela del 31 sobre la época de la Independencia se
cierra con otra novela, exactamente medio siglo más tarde. Aun-
que son otros los protagonistas, el motivo permanece.

Todo iba a parecer nuevo y distinto.


[...]

Ha llegado un nuevo tiempo. Todo va a cambiar en bien o en mal y


los hombres no se dan cuenta aferrados a sus inmemoriales cos-
tumbres y caducos privilegios» (1981: 30 y 31).

La sociedad actual no es otra cosa que el mundo al revés (139).

...rezan frases que, desde las páginas iniciales, como ritornelo


(irónicamente trágico), parecen desperdigarse a lo largo de La
isla de Robinson33.

Otro pasaje de Las lanzas coloradas refuerza también, de


forma manifiesta, la idea de “transfiguración” como clave para
comprender el tratamiento y sentido de la historia, y específi-
camente del cambio histórico en los discursos de Uslar Pietri.
Uno de los personajes centrales de la novela del 31, Fernando
Fonta, escucha los enfebrecidos discursos sobre la igualdad que
se pronuncian al calor de una reunión clandestina de jóvenes
emancipacionistas:

Aquellas palabras lo arrancaban del círculo de sus pensamientos ha-


bituales. Sabía que la tierra de “El Altar” era suya, pero nunca llegó
a pensar que entre él y toda la extensión que el nombre de Venezue-
la abarca pudiera existir un nexo, un nexo tan profundo como para
obligarlo a dar su vida.

33Así también puede leerse desde los inicios de Oficio de difuntos: «Todo aquello iba a
resquebrajarse y a romperse, todo aquel castillo de naipes que el general sostenía con su
presencia y que, a ratos, parecía tan sólido como la piedra, se iba a desmoronar. Los que
habían tenido el poder se iban a convertir súbitamente en débiles y perseguidos»
(1888b: 51). Las páginas iniciales de La visita en el tiempo repiten el motivo, aunque
inscrito en el orden de una experiencia más personal: «Hasta que llegó el día cuando to-
do empezó a cambiar de manera veloz» (1990: 11); «Todo fue desenvolviéndose de un
modo sorprendente. A cada momento veía surgir una extraña novedad» (13).

68
Era un sentimiento un poco confuso, pero en cierto modo agradable.
Todos los hombres que en ese instante nacían sobre aquella tierra
[...] estaban ligados a él y trabajaría gustoso por ellos aun cuando no
llegara a conocerlos nunca. Eso era la patria. La sangre de los hom-
bres une y amasa la tierra vasta y dispersa. La une y la hace tierra co-
mo carne.
Acababa de atraparlo una súbita atadura. Empezaba a hallar dife-
rentes los hombres que lo rodeaban; le parecían de pronto cambia-
dos, transfigurados, ungidos de fraternidad ciega. Acababa de na-
cerle una porción gigantesca del sentimiento (1988a: 36; cursivas
mías).

El cambio, la crisis, la gran guerra, funciona como una suerte


de revelación epifánica de la historia que todo lo transfigura.
Como si Uslar siguiera a Burckhardt, el momento del conflicto
transformador:

...no es sino la supeditación de la vida y la riqueza a una sola finali-


dad momentánea, presenta una superioridad moral enorme sobre el
egoísmo descarnado y violento del individuo: desarrolla las fuerzas
al servicio de lo colectivo, de la más elevada colectividad, y dentro
de una disciplina que al mismo tiempo fomenta la virtud heroica más
alta; más aún, sólo ella brinda al hombre el grandioso espectáculo de
la supeditación a lo colectivo (215).

Pero ni Burckhardt ni Uslar suscribirán una imagen tan


ingenua de la guerra. Para el filósofo de la historia, «las gran-
des crisis arrastran consigo esos aspectos sociales que ponen
los pelos de punta a los idealistas que pretenden justificarlas,
desencadenan la miseria y la codicia» (230); en Uslar, el oxí-
moron «floreciendo incendios» (1988a: 10) —de inmediata tra-
dición en los discursos culturales venezolanos: Ídolos rotos de
Manuel Díaz Rodríguez o Cesarismo democrático de Vallenilla
Lanz—, expresa metafóricamente la idea del cambio histórico
como catástrofe.

Hay otro aspecto que quisiéramos destacar del pasaje ci-


tado de la novela. Si forzamos un poco la lectura, «aquellas pa-
labras» que para Fernando Fonta permiten imaginar, construir
e interiorizar mágicamente la patria, podrían entenderse asi-
mismo como la labor de la novela respecto de la historia. Si se
representa un momento de transfiguración de la historia, el

69
cambio es, en el acto fundante de la representación, la palabra
demiúrgica del novelista que posibilita visualizarla y revelarla
en su más completa y profunda dimensión.

El interés de Uslar Pietri en establecer como punto de par-


tida de sus narraciones estos “momentos-límite”, transfigura-
dores y/o reveladores de la historia, sorpresivos e ineludibles,
podría explicarse por una doble razón confluyente. Por un la-
do, su propia vida, en su etapa de formación, conoce inéditas y
vertiginosas transformaciones en todos los órdenes: conflictos
bélicos de gran magnitud, revoluciones políticas, cambios so-
ciales, científicos, tecnológicos y culturales. La percepción algo
apocalíptica del presente, como un tiempo de transformacio-
nes, incertidumbres y perplejidades, que por entonces podría
tener Uslar, sólo se mantendría a lo largo de los años. En su
ensayo de los años 60, “El Gran Hotel del Abismo” —frase de
Lukács—, asentaría esta percepción del presente que sin duda
presidiría las operaciones selectivas del pasado en sus repre-
sentaciones de la historia:

Tal vez es porque demasiadas cosas han desaparecido o han cam-


biado en un tiempo increíblemente corto. Cambios de la magnitud y
la profundidad de los que la humanidad ha experimentado en el úl-
timo tercio, son infinitamente mayores y más desquiciadores que
los que pudieron ocurrir en doscientos o trescientos años de la his-
toria anterior (1971: 101).

...todo parece haber caído al mismo tiempo en una especie de estado


de provisionalidad (102).

Está, además, su eufórica adscripción a las vanguardias ar-


tísticas, que contienen la posibilidad de un utópico movimien-
to de destrucción y renacimiento de la realidad histórica y la
palabra, o, mejor, de la realidad histórica por la palabra. Si la
apuesta poético-escritural de Uslar Pietri se concentraba en la
posibilidad de trascender la realidad cotidiana, de acceder má-
gicamente a una «sobre-humanidad» por la que «el novelista
entra a la poesía», la idea matricial de representar los momen-
tos de cambio, las inesperadas encrucijadas de la historia, de
transfiguración súbita de los órdenes sociales para acceder a

70
una especie de sobre- o súper-historia, es, cuando menos, conse-
cuente. De hecho, la crítica ha señalado ya la correspondencia
entre el procedimiento verbal que supone la idea uslariana de
realismo mágico y la representación de la historia: «Este pro-
cedimiento lo aplica también a la realidad histórica con el fin
de obtener un conocimiento mejor del hombre total y de su re-
lación con las circunstancias que lo rodean» (Parra: 945). Por
lo demás, el propio Uslar se encargaría de señalar, a propósito
de “Barrabás”, esta íntima conexión entre vanguardia artística
y representación de la historia:

Eran unos cuentos que buscaban no parecerse a los cuentos que has-
ta entonces se venían escribiendo en Venezuela. El primero y más ob-
vio de sus propósitos era el de reaccionar contra el costumbrismo
pintoresco. Se empezaba por Barrabás, que no era un personaje cos-
tumbrista, sino la posibilidad de un conflicto humano válido y pro-
fundo: el hombre oscuro que participa decisivamente, y sin darse
cuenta, en el momento más importante de una gran religión univer-
sal que va a nacer.
Era como un inconsciente propósito de irse lo más lejos posible pa-
ra alcanzar una mejor perspectiva de lo propio, para sentir y expre-
sar con mejor tino lo más universal y válido de lo propio (1967: xiii).

Un «conflicto humano válido y profundo: el hombre oscu-


ro que participa decisivamente». Escribir sobre los momentos
de transformación parece ser además el espacio privilegiado no
sólo para leer la historia metafóricamente, en términos explica-
tivos y comprensivos del presente, es también el nudo a partir
del cual se explaya el humanismo americanista de Uslar Pietri.
Como en Spengler, que, según Vogt, quiere ver en «los sucesos
particulares» el «alma de la cultura» (62), Uslar recurre a mo-
mentos conflictivos de la historia para leer y descifrar las cla-
ves simbólicas constitutivas de la cultura nacional o hispanoa-
mericana. A propósito de su novela del 31, Uslar apuntaba que
«en el impulso destructor y creador de la Guerra de la Inde-
pendencia se había revelado de un modo pleno la condición
criolla de nuestra humanidad» (1967: xiii). En un sentido pró-
ximo, en su ensayo citado “La historia en la novela”, dirá que
«el novelista puede colocarse frente a todo el pasado humano

71
para escoger y representar [...] su deseo de expresión de lo hu-
mano» (1996: 96).

Ciertamente hay en Uslar una aspiración a un humanismo


universalista, pero en función de, como dijera en el 35, «sentir
y expresar con mejor tino lo más universal y válido de lo pro-
pio», y de supeditarlo a un afán constructivo: «Buscar las raíc-
es, señalar las contradicciones, observar ciertas aparentes cons-
tantes, puede ayudarnos a que, en el hoy y en el mañana, el ha-
cer llegue a ser más que el deshacer» (id.). Al recontar el pro-
ceso de gestación de Las lanzas coloradas, Uslar recordaba que
fue escrita «en una primavera de París, frente a una ventana
que daba a una calle gris, sin mirar la ventana ni la calle, sino
asediado de las visiones de mi país» (1967: xiv). Es como si, des-
de el lugar y la perspectiva cosmopolita, se ¿facilitara? cons-
truir el lugar que le corresponde a la cultura nacional e hispa-
noamericana; lugar cuyo diseño, cada vez más a partir de los
años 40, ocupará su reflexión sobre el mestizaje como forma y
fórmula de la identidad continental. (Pero eso, lo del “mestiza-
je” en Úslar, sí, es otra historia).

La historia es, pues, al escribirse, el paisaje temporal que


construye la nación y su cultura. Uslar Pietri querrá para la con-
temporaneidad hacer ese trabajo de refundición y refundación
de sus materiales. Para ello recurrirá a la inversión: «colocarse
como el vitralista de Chartres ante la leyenda carolingia, que la
logra representar toda en simultáneos fragmentos, con la varie-
dad fluida y múltiple de la vida verdadera y del verdadero paisa-
je», era su deseo. La (re)colocación supondrá ante todo una in-
versión de los focos discursivos: prestar atención al gran hecho
pero sólo a condición de que éste revele un «conflicto humano
válido y profundo», el del «hombre oscuro que participa decisi-
vamente»; es decir, leer más allá de lo evidente para —demi-
úrgicamente— descubrir la historia que hay detrás de la histo-
ria, y convertirla en otra historia: transfigurada34.

34 Uno de los primeros que en Venezuela intentase esta empresa fue ¿paradójicamente?
un historiador positivista, Laureano Vallenilla Lanz, quien, en su Cesarismo democrá-
tico, de 1919 (1990), introduciría cambios radicales en la interpretación que del proceso
independentista hiciera la historiografía decimonónica. De su relectura del proceso des-

72
Beatriz González, a propósito del emblemático relato “Ba-
rrabás”, introduce la idea de inversión: «El correlato mítico da
la versión de la muerte de Jesús, y su actualización invierte los
elementos jerarquizando la figura oscura de Barrabás. [...] La
subjetivación no sólo permite desmitificar la imagen mons-
truosa de Barrabás» (17). La idea, usada en ese sentido, parece
en efecto resultar productiva para describir el carácter desmiti-
ficador de la escritura que Uslar Pietri hace de la historia. Y aca-
so la clave de ese carácter descansa en la idea de «subjetiva-
ción», apuntada por González. La narrativa de Uslar no sólo fi-
ja su atención en momentos de cambio histórico, sino que pro-
mueve un cambio en los criterios y procedimientos de la re-
presentación de la historia. La mencionada modificación de los
focos narrativos, supone una inversión que afecta doblemente la
historia escenificada. Por un lado, los personajes protagónicos
de sus narraciones son con frecuencia esos «hombres oscuros»
y de alguna manera trágicos, satanizados o marginados por las
lecturas de la historia. Así, Barrabás frente a la figura de Jesu-
cristo; así, el central contrapunto que Las lanzas coloradas es-
tablece con la polaridad Presentación Campos/Fernando Fon-
ta, frente a la poderosa figura ausente de Bolívar; así también,
personajes “dejados” al o que asumen el margen: el Negro Mi-
guel, Lope de Aguirre, el padre Solana (¿Carlos Borges?), Simón
Rodríguez o Juan de Austria.

Por otro lado, el interés por estas figuras de “filiación os-


cura”, excluidas, se complementa con la clara intención de re-
presentar el también lado “oscuro” de la historia. En un senti-
do, la historia, en lo que tiene que ver con sus efectos sobre los
individuos es un vasto tapiz de crueldad y perplejidades. De la
Guerra de Independencia, en Las lanzas coloradas, se descarta
la posibilidad de todo tratamiento épico. La imagen resultante
de la cinemática sinfonía que es la novela —el incendio y la san-
gre humana sobre los metales—, arropa un sostenido, terro-

taca tanto la idea de que la Guerra de Independencia fue ante todo una guerra civil,
como el papel que le atribuye a “las masas”. Con ello brindaría una base indispensable
para hacer posible proposiciones posteriores como las de Uslar Pietri en Las lanzas co-
loradas. En otro momento (1995) también intenté señalar (aunque de modo bastante
parcial y parcializado) las correspondencias.

73
rífico y esperpéntico desfile de furias, venganzas, violaciones,
gritos, miedos y muertes disparatadas, de vidas empujadas y
arrasadas por la vorágine bélica y la locura; otro tanto ocurrirá
en narraciones como “Gavilán Colorao”, “La negramenta”, “Fue-
go fatuo” o El camino de El Dorado.

Antes, “Barrabás” será el relato que inauguraría la indaga-


ción sobre el sentido de orfandad del individuo ante los avata-
res y estremecimientos de la historia. «El cielo estaba sembra-
do de violetas y Barrabás se destacaba en su fondo como un blo-
que de piedra desbastado a hachazos», reza el “gran final” del
relato del 28, de contenida y surreal violencia; con él se expre-
sa el desconcierto y desamparo que sobrecogerán a posteriores
personajes como Fernando e Inés Fonta y la Carvajala en Las
lanzas coloradas, al padre Solana de Oficio de difuntos, o al Si-
món Rodríguez y al Juan de Austria de las últimas novelas de
Uslar. En otro sentido, el marco que ofrece el cambio histórico,
el gran acontecimiento, es apenas el escenario a partir del cual
se produce otro viraje del enfoque: la subjetivización, «la inte-
riorización del proceso narrativo» (Osorio 1994: 26). El drama
trágico de un visionario incomprendido como Simón Rodríguez
es sólo una de las culminaciones de un trabajo narrativo que
tiene como centro el tratamiento interior de los personajes: los
instintivos, desquiciados, rencorosos y furiosos impulsos que
hay en Presentación Campos o el Tirano Aguirre, el sembradío
de dudas y perplejidades que atraviesa por igual a Barrabás y a
Fernando Fonta.

La base de la representación de la historia en Uslar Pietri,


de su visión transfigurada —o de la historia como transfigura-
ción— no quedaría provisoriamente acabada sin al menos alu-
dir a una idea complementaria de la subjetivización de los gran-
des acontecimientos: su dimensión mítico-culturalista 35. En un
breve texto ensayístico sobre la llegada del hombre a La Luna,

35 En este sentido la narrativa de Uslar se aproximaría a esa tendencia “cosmopolita”


que, según Rama: «revisa las plasmaciones literarias en las cuales ha sido consolidado
un mito y, a la luz del irracionalismo contemporáneo, lo somete a nuevas refracciones, a
instalaciones universales» (Rama: 54). El mito, en el caso de Uslar, correspondería pre-
cisamente a esos momentos y figuras cruciales de la historia sobre las que habría que
arrojar nuevos sentidos y luces.

74
Uslar ve esta empresa del presente como «una hazaña más del
viejo cazador», como un episodio que actualiza la figura mítica
del aventurero: «Es lo mismo que hace dos mil quinientos años
dijo Sófocles y que hoy tendríamos que repetir ante la araña te-
jedora de destino del módulo lunar: “Muchas son las maravillas
del mundo, pero la mayor de todas es el hombre”» (1971: 115).
Del mismo modo, los personajes de la narrativa de Uslar funcio-
narán como individualidades, pero como individualidades em-
blemáticas de un destino, más específicamente del destino de
una cultura; matrices míticas que vehiculizan la comprensión
de formaciones y de tipos culturales.

A su vez, esos tipos culturales, inevitablemente, diseñarán


una determinada imagen de la nación y su sociedad. Godos, in-
surgentes y visionarios (1986) es algo más que el título de uno
de sus conocidos libros de ensayos: nombra los tipos —los mitos
si se quiere— a partir de los cuales puede comprenderse la par-
ticularidad de la cultura venezolana desde el s. XV hasta el pre-
sente. En el ensayo que da título al libro, la violencia de la con-
quista de América es un hecho fundacional que impulsa un
abanico de respuestas en torno a las cuales se trama la cultura
mestiza: las respuestas del poder, las de los utopistas visio-
narios, las de los rebeldes insurgentes. Así también en la na-
rrativa. La Corona o la “godarria” es el mundo del poder de los
amos en Las lanzas coloradas, o el Aparicio de Oficio de difun-
tos; el ausente Bolívar de Las lanzas o el Simón Rodríguez de
La isla de Robinson responderían al tipo (trágico) del visiona-
rio; Presentación Campos o Lope de Aguirre, al de los insur-
gentes. Frente a esta tipología triádica (que no seguiremos
puntualmente) se congrega una larga fila de personajes: Barra-
bás, Fernando Fonta, el padre Solana..., que son la represen-
tación del hombre-masa, avasallado por las fuerzas superiores
de los bandos antedichos. Son los vértices que construyen el
espacio social quintaesenciado de la nación y su cultura.

Por decirlo de otro modo, será el individuo, en tanto ins-


tancia representativa y expresiva de mentalidades y mitos o ti-
pos colectivos, lo que Uslar Pietri destacará de la historia. En
esos “tipos”, imágenes invertidas del espejo heroico del devenir
75
histórico, se despliega una explicación a la vez psicosocial, esen-
cialista y culturalista, un discurso que se quiere trascendente y
fundacional sobre el “alma” de una cultura y una nación: Vene-
zuela/Hispanoamérica.

Los “tipos” de la nación en la historia de


Las lanzas coloradas

A.- Los godos y el mal o la nueva barbarie.

Ya nadie es un hombre; cada cual es tan sólo una cosa


fatal que sabe destruir, que no alienta sino para des-
truir.
Los ojos ya no ven venir seres humanos, sino brazos
con lanzas rojas, y los otros no ven tampoco venir hom-
bres sino brazos con lanzas, brazos con lanzas rojas (Us-
lar Pietri, 1988a: 136).

Las lanzas coloradas es un espacio privilegiado para visua-


lizar las claves de lo que será en Uslar la representación de la
historia a lo largo de su dilatada trayectoria escritural. Ella es
núcleo seminal desde el cual, más allá del interés en los mo-
mentos culminantes del proceso histórico y de las innovacio-
nes de su enfoque, pueden entreverse los rasgos y factores so-
ciales y culturales que, para el autor, estructuran el edificio del
“alma” de la nacionalidad. Al mismo tiempo, la novela estable-
ce un diálogo —voluntario o no— con los discursos latinoameri-
canos que, al abordar una empresa similar, constituyen su tra-
dición.

Durante casi todo el XIX el discurso cultural latinoameri-


cano sobre la nación parece cimentarse a partir de la oposición
que hiciera célebre, aunque no sin matices o fisuras, Sarmiento
en su Facundo: civilización vs. barbarie; fórmula que el mismo
autor resolviera también en otras tajantes expresiones herma-
nas, como la parodia seria del dilema hamletiano: «ser o no ser
salvajes». En ese fin de siglo, el dilema y la forma de concebir la
nación quedarían sujetos a significativos virajes o variaciones.
76
Martí, en “Nuestra América”, por ejemplo, declararía —contra-
diciendo de forma manifiesta a Sarmiento—: «No hay batalla
entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y
la naturaleza», destacando simultáneamente la falta de legiti-
midad y de solidaridad social de las élites gobernantes republi-
canas. González Prada, por su parte, se ufanaría de proclamar
el advenimiento de un nuevo diluvio, pensándose partícipe de
un imaginario ejército compuesto por intelectuales de avanza-
da, indios y proletarios: «somos la inundación de la barbarie».
Pero lo que realmente predominaría en los albores del s. XX,
sería la reformulación y, en cierta forma, la sustitución del di-
lema sarmientino por otro que diría más de la condición del
escritor moderno: cultura vs. civilización; nuevo dilema con-
sagrado, entre otros, en el Ariel de José Enrique Rodó. Así, el
escritor latinoamericano pasaría, a diferencia de letrados como
Sarmiento, a señalar insistentemente los peligros del materia-
lismo de la civilización moderna y. como “remedios” a exaltar
los valores del espíritu y, desde el lugar de la cultura, a cons-
truir un neohumanismo americanista.

La modernización y sus efectos democratizadores, es decir,


el surgimiento de un nuevo mapa social —el burgués grande y
pequeño: el estigmatizado “rastacuero” o la clase “media-ocre”;
el obrero, el inmigrante o el lumpen— y de nuevos espacios pú-
blicos y culturales —plazas, calles, cafés, prensa, magazines o
libros— frecuentados por las nacientes multitudes urbanas...,
serán con frecuencia el enemigo de varios escritores finisecu-
lares. Los “nuevos bárbaros” del Ariel, el triunfo de Calibán de-
nunciado antes por Darío, o la apocalíptica y mediocre socie-
dad caraqueña que dicta el “fin de la patria” en Díaz Rodríguez,
nombran un mismo fenómeno: la presencia amenazante del
rey burgués y de la muchedumbre. El rechazo radical a estos
“nuevos bárbaros” de la modernización democratizadora sería
la edición criolla de discursos similares a los desarrollados en
Europa por escritores como Renan, Le Bon, Ibsen, Huysmans,
Nietzsche o, ya bien entrado el siglo XX, Ortega y Gasset36. Aca-
36Renato Ortiz describe a este respecto la reacción que despierta en Europa este proceso
de transformación del mapa social: «A partir de la revolución industrial y de las trans-
formaciones políticas ocurridas durante el siglo XIX, las ciudades europeas sufren un

77
so no sea descabellado vincular, al menos esta novela del 31, al
rechazo intelectual finisecular de este «agrupamiento irracio-
nal, atávico, guiado por la exacerbación de los sentimientos,
[que] encarnaría la negación de los principios democráticos y
la libertad humana».

Las lanzas coloradas sintomáticamente comienza con un


relato oral, protagonizado por las figuras del Indio Matías y Bo-
lívar, que escenifica en términos simbólicos la secular y mítica
batalla del mal y del bien, de dios y el diablo. Este breve relato
funcionará, de hecho, como un resumen de la novela: en el ase-
dio del Indio Matías no costaría reconocer el paralelo alzamien-
to de Presentación Campos, la figura de Boves o, en general, la
representación de la guerra que trastorna el pacífico orden de
la Colonia para convertirlo en un mundo marcadamente infer-
nal; en la figura de Bolívar, restauradora del bien, el triunfo del
mismo personaje que —fundiendo ficción e historia— cierra la
novela. En este sentido, la novela del 31 puede leerse como la
actualización de un relato mítico y/o popular37. También admi-
te otro tipo de lectura: la de los componentes socioculturales
de ese bien y ese mal anunciados en el pórtico de la novela.

Poco antes intentaba establecer el interés de Uslar en la


idea del cambio histórico. La misma idea puede ser rondada des-
de otros costados. Si en sus ensayos Uslar dejaba en claro que
la reflexión sobre la historia sólo tenía sentido en función del
presente, el cambio que fue la Guerra de Independencia se lle-
na de resonancias que, aunque sea oblicuamente, involucran al

crecimiento sin precedentes. Tanto en las capitales (Londres o París), como en las ciuda-
des-fábricas, circula un número cada vez mayor de personas. Mendigos, trabajadores,
marginales, prostitutas, inmigrantes y obreros, componen esta multitud. El pensamien-
to burgués los percibe como una amenaza, un foco permanente de disturbio. Como acer-
tadamente observa Louis Chevalier, esas clases peligrosas son vistas como integradas
por bárbaros, salvajes, grupos enteramente al margen de la civilización […]. Multitud se
aplica, por lo tanto, a la clase proletaria emergente, a sus exigencias de participación
política y ciudadana. Considerada como un agrupamiento irracional, atávico, guiado por
la exacerbación de los sentimientos, encarnaría la negación de los principios democrá-
ticos y la libertad humana» (95-6).
37 El acercamiento a la cultura popular es, sin duda, una de las claves literarias de la

época. Así, por ejemplo, pocos años después, Rómulo Gallegos recrearía en Cantaclaro
el pasaje popular del encuentro de Florentino y el Diablo, y su misma estructura le debe
no poco a la idea de “copla errante”. Por lo demás, es conocido el interés de Uslar Pietri
por la actualización y universalización de la tradición oral, expresado en textos como
“Maichak” o “El conuco de Tío Conejo”.

78
tiempo real de su escritura. Escrita en época de «separaciones
y revelaciones», la novela, al representar el cambio, explica de
alguna manera su necesidad. La Guerra de Independencia será
entonces, de algún modo, también y metafóricamente, el cúmu-
lo de transformaciones que Uslar Pietri conociera en las prime-
ras décadas del XX; cuando menos desde ese contexto especí-
fico la novela construye su enfoque y sus imágenes.

Antes se pasó revista a Uslar Pietri como figura central de


la vanguardia literaria venezolana, a su voluntad de transfor-
mar los lenguajes artísticos o de renovar las lecturas de la his-
toria patria o universal. Ese empeño pasaba, como en toda
renovación vanguardista de la modernidad, por la crítica de lo
viejo (no indiscriminada en el caso de Uslar) y la defensa de lo
nuevo en actitudes, formas y contenidos. En la representación
novelesca de un momento histórico de crisis y cambio, no po-
día faltar la figura del viejo orden. En Las lanzas coloradas el
viejo orden es el sistema colonial, resumido mayormente en el
capítulo II. Las postrimerías del orden colonial es el tiempo de
la decadencia, el fin de un ciclo que se iniciara con los «tiem-
pos heroicos» de la conquista, en los que los hombres eran «du-
ros, crueles, ásperos, ávidos de oro, y sin embargo, también co-
mo iluminados de una divina misión» (1988a: 12), para desem-
bocar finalmente en un tiempo ausente de ideales, ganado por
la sola codicia y sus efectos: la miseria y la locura. El personaje
que encarna ese desvío es sin duda José Fonta. Su figura bien
podría corresponderse, si se aceptase la transposición del tiem-
po novelado hacia el tiempo de su escritura, con la represen-
tación del burgués ávido, pragmático e inescrupuloso, usual en
la literatura de finales del XIX y comienzos del XX. La oposi-
ción misión/codicia, idealismo/materialismo es sin duda fami-
liar respecto de esos discursos que verían, en el triunfo del utili-
tarismo de la modernización y de nuevos agentes sociales, un
atentado contra todo tipo de humanidad, la causa de todo mal.

De hecho, el viejo orden es presentado en la novela como


la causa de la crisis histórica. Cuando la narración incorpora la
pintura de los ancestros de Fernando Fonta, da cuenta, en un
breve fresco, de lo que era el mundo decadente de “los amos”
79
en la Colonia; en otras palabras: uno de los componentes socio-
culturales que Uslar Pietri fija en su diagnóstico comprensivo
del “alma nacional” (1986), los godos, la “godarria”, y no sin iro-
nía, para mayor inri, en la novela, al modo de una anti-letanía:

...don Antonio, hijo de Manuel, gran latinista, que llegó a canónigo y


dejó inédito un enrevesado discurso sobre “Las modernas tentacio-
nes de Satanás”.
...don Luis, nieto de Manuel, que fue coronel de milicianos, gran fan-
farrón y muy célebre borracho.
...doña Josefa, nieta de Manuel, que prescindió de aquel mundo mo-
nótono y se hizo monja.
Fueron una casta pintoresca, orgullosa, mórbida. En el fondo de
sus espíritus se revolvían las herencias contrarias; los abuelos heroi-
cos mezclados con los malos hombres, los religiosos con los locos,
los que acometían grandes empresas junto con los borrachos y ladro-
nes. Alguna sangre del encomendero, algo de sangre de indio, algo
de negro38.
De esta casta, en 1790, nació Fernando Fonta (1988a: 17).

El Altar, la hacienda de los Fonta, es, simbólica e irónica-


mente, el espacio sagrado de la Colonia, que va a ser violado,
incendiado y arrasado por los frutos de esa “morbidez”. La reu-
nión de ricos hacendados que tiene lugar en el capítulo VIII,
tan sólo expande, repite y confirma, en las palabras y los gestos
del egoísmo y la codicia de sus miembros, la imagen de la deca-
dencia. La crítica novelesca del sistema colonial, del mundo de
“los amos”, causa del mal histórico, se expresa asimismo en un
relato oral, engañosamente candoroso e «infantil», que cierra
el capítulo II, en el que la Corona y el hacendado —«el rey»—
componen la versión criolla del relato bíblico de Herodes; allí,
el «mayordomo» —¿Presentación Campos?— es simplemente el
instrumento activo y ciego de la degollina.

El dinero (el materialismo moderno) y el poder ejercido in-


humanamente por el mundo de los amos blancos son puestos
en contraste, en la novela, por la miseria y el asco del reparti-

38«Alguna sangre del encomendero, algo de sangre de indio, algo de negro». Voilá: ¡el
mestizaje! Por lo que la precede: sus efectos infames, la frase invita a explorar la idea de
mestizaje en Úslar Pietri, junto a sus artículos enaltecedores del tema. Por lo demás… un
escritor de carne y hueso puede, de suyo, contener más de un autor.

80
miento de los esclavos de El Altar; miseria que de alguna for-
ma funciona narrativamente como explicación del alzamiento
de Presentación Campos y sus hombres:

Lo poseía el asco. Sentía el aguijón de un poderoso deseo, reacción


de su naturaleza viril ante aquel asalto de miseria, de arrasarlos, de
sacar todos los esclavos a latigazos a la luz, purificarles la carne con
[…] venas de látigo, redimirlos de la pobre carne hedionda a […] gol-
pes, hacerlos morir a todos y prender fuego al cubil pestífero (59).

—Yo haré real en la guerra, Carvajala (121)39.

La Colonia es presentada, pues, como orden ilegítimo, “mal


ejemplo”, fuente del mal. Los amos actúan por codicia y por la
fuerza; los subalternos reproducen sus deseos y actos: «Nati-
vidad, ¿te gustaría ser amo?». La guerra se ofrece como la res-
puesta a tal estado de cosas, como la oportunidad del cambio de
manos: «Por eso es buena la guerra. De la guerra salen los ver-
daderos amos» (9), dice Natividad. Por eso, la patria no existe
como una comunidad efectiva: «¡Qué patria, ni qué patria de
mis tormentos! ¿Qué me ha dado a mí la patria?» (66), dice
otro de los hombres de Presentación Campos.

Pero la guerra en la novela de Uslar está despojada de cual-


quier contenido emancipacionista. Por el contrario, su repre-
sentación lleva la marca de lo agónico, de lo apocalíptico:

El dolor tallaba la carne de los hombres que habían de transfor-


mar la tierra. Había sobrevenido la hora maldita. [...] En el fondo de
las almas se multiplicaban monstruosas florestas de pasiones. Se

39Aunque ya haya nombrado o lo haga más adelante, quiero destacar por varias razones
a un autor y un libro. Esta, como muchas ideas, imágenes y aun proposiciones mayores
sobre la guerra y sus personajes de Las lanzas coloradas deben no poco a un libro que
es piedra de toque en la renovación de la historiografía venezolana: Cesarismo demo-
crático de Laureano Vallenilla Lanz, ideólogo del gomecismo. En él se expresan destaca-
damente proposiciones que, sin menospreciar la renovación a la que contribuyeron
otros coetáneos positivistas –Gil Fortoul, Arcaya o Zumeta– derrumbaron íconos sagra-
dos de la historiografía postindependentista, especialmente su tesis de la Guerra de In-
dependencia como guerra civil, que daría pie tanto a su visualización de la guerra y las
masas populares en clave de espacio de barbarie irracional y extrema, incendio o venda-
val apocalíptico, como a su crítica de las élites criollas que, tras las banderas de la eman-
cipación, enmascararon sus seculares intereses (coloniales) de raza y clase. Por ello, no
sería exagerado ver en cierta medida Las lanzas coloradas como la valiosa reescritura
en registro de narrativa innovadora de zonas capitales del libro de Vallenilla Lanz.

81
amaba o se odiaba ciegamente. [...] Parecía que después de la larga
calma de la Colonia fuera el momento de un carnaval de locura (46).

Los hombres morirán, los campos serán talados, la ciudad toda ar-
derá de un fuego nocturno, en el que se adivinarán las sombras del
baile de los diablos. [...]
La tierra de Venezuela va a ser destruida, y los hombres huyen, hu-
yen con la obstinación de los locos, de los empavorecidos, temiendo
que el esqueleto se les vaya a escapar de la carne (100).

La narración se dibuja como un cuadro expresionista o la or-


questación sinfónica de un «mal destino», y no desperdicia oca-
sión para marcar su carácter grotesco, de esperpéntico tablado
de marionetas, pero siempre de irracional y «trágica barahún-
da» (135), de incontrolable y maléfica barbarie:

Alguien enarboló una gruesa y pesada viga, y con toda la fuerza de


sus fuertes músculos, de su fanatismo, de su odio, se la dejó caer so-
bre la cabeza sanguinolenta.
El infeliz dio un salto epiléptico y quedó inmóvil.
[...] Era un mal destino que se había atravesado en todas las vidas y
las había alterado. Todos sabían que ya no podrían ser lo que hu-
bieran debido ser (48).

¡Siete mil caballos en avalancha sobre los campos!


Con ojos desorbitados, los soldaditos los veían llegar irresistibles,
como una fuerza de las cosas (115).

A su lado, los indios han bebido todo el aguardiente y “Cuatrorre-


ales”, excitado hasta la ferocidad, con una flecha se desgarra la len-
gua, y con la sangre que vierte se tiñe la cara como una máscara dia-
bólica, y el otro se rasga la lengua y se tiñe la cara, y el otro, y el
otro. Tienen un aspecto horrible y cómico (134).

Imágenes como éstas, traspuestas al presente de la escritura,


podrían hacer pensar en esa vivencia, particularmente intensa
en los discursos de fines del XIX y primeras décadas del XX so-
bre la idea amenazante de la muchedumbre, de la invasión de
los nuevos bárbaros como fuente de peligro y catástrofe40. La

40La idea de barbarie, como valor opuesto a la civilización ilustrada, aparecerá en otros
momentos de la escritura de Uslar Pietri, referidos incluso a acontecimientos de los años
60 del siglo XX. En artículos de prensa como “La renuncia a la civilización”, que trata
sobre un atentado palestino, Uslar ofrece una descripción que bien podría formar parte

82
guerra, «carnaval de locura», barbarie extrema, es la inversión
de todo orden posible o deseable.

Aunque la Guerra sea el fruto de un orden y un poder ile-


gítimos, en ella los protagonistas ya no serán los amos, sino los
“otros”, esos personajes oscuros que, como hijos bastardos, ven
llegada la hora de la revancha social. Si el personaje histórico
de Boves es mostrado por la narración como «el amo de la le-
gión infernal, el hijo del Diablo» (1988a: 119), el ficticio Pre-
sentación Campos, el capataz de El Altar, será quien encarne la
irracionalidad y la maldad destructora en el conjunto de Las
lanzas coloradas. Inés Cuñarro advertía acertadamente que
personajes como «Presentación Campos, Boves, Ribas, están
trazados con trémolos de super-hombre» (12). Campos sería
en este caso el superhombre malvado, carente de principios; en
cierta forma, el «animal de rapiña» del que hablara Spengler41.
Pero es también algo más. Podría decirse que Presentación
Campos es uno de los últimos vástagos de la estirpe latinoame-
ricana que nace de la imagen bárbara del Facundo construida
por Sarmiento.

El propio Uslar, en Godos, insurgentes y visionarios, aso-


mará la clave de su significación al decir que Facundo —y aún
más Rosas—, además de ser «la personificación fatal de una si-
tuación histórica y social», en tanto caudillo, es ante todo «una

de Las lanzas coloradas: «El resultado sobrecogedor es este espectáculo de ciega des-
trucción y de desafío y negación de todas las normas que habían constituido los ideales
de la civilización» (1971: 14); «el símbolo de los tiempos pudiera ser el guerrillero pales-
tino, con una sonrisa de triunfo, sobre el montón de hierros retorcidos que fue minutos
antes una de las maravillas de la tecnología» (15). En otro breve texto, “Las Furias”, so-
bre un ataque a la aldea vietnamita de Son My, ofrece, al modo de un filósofo de la histo-
ria, la explicación mítica de la guerra como una tendencia humana trágica que debe ser
reconocida y controlada: «Es menester que de tiempo en tiempo, aparezca de pronto, en
su roja presencia pavorosa, la realidad de la guerra, de toda guerra, cualquiera que sea el
lugar, la razón o el motivo. Aparece entonces, como en los mitos griegos, el rostro in-
soportable y paralizante de las Furias» (1971: 89); «ha vuelto a asomar el rostro de las
Furias. Tanto horror les profesaban los griegos que no se atrevían a nombrarlas sino con
los más bellos nombres. Osemos [...] nombrarlas y reconocerlas en toda su horrorosa
presencia y habremos dado un gran paso para conjurarlas y rechazarlas» (91). (Por lo
demás, ante el terrorista palestino que basta en sí mismo como símbolo del mal, la más-
cara de las Furias se aviene mejor a una masacre cometida por Estados Unidos).
41 «En la sociedad humana el derecho es siempre el derecho del más fuerte, y la historia,

la historia de la guerra. Pues —se afirma con todo aplomo—: “El hombre es un animal de
rapiña. Los pensadores [...], como Montaigne y Nietzsche, lo han sabido siempre... Sólo
que la solemne sociedad de los filósofos idealistas y otros teólogos no tuvo la valentía de
confesar lo que en secreto se sabía muy bien. Los ideales son cobardías”» (Vogt: 97).

83
forma de cultura», «el producto de una situación cultural que
se había creado en América por las condiciones del proceso de
incorporación al occidente europeo» (1986: 90-1). Así también
Boves o Presentación Campos, los hijos bastardos del mal, se-
rán una «forma» o tipo cultural: el fruto histórico-social del
mestizaje cultural y de la situación colonial.

En el diseño de Presentación Campos se expresa, como


en una sinécdoque, «el gran incendio de la guerra», ese «espíri-
tu individual, indisciplinado y cruel que se despertaba en las
almas» (1988a: 44), la rapiña. Es el representante de “los de
abajo”. Pero a diferencia del Demetrio Macías de la novela de
Azuela sobre la Revolución Mexicana, nada hay en la construc-
ción de su psicología o en el relato de sus actos que mueva la
simpatía del lector; es el puro y peor instinto desatado, una
mala pasión. Su presencia es descrita, desde el comienzo de la
novela, como el dominio del imperio de la fuerza:

...ante el imperio de sus ojos y la fuerza de sus gestos, las pobres


gentes no acertaban a decir otra cosa...
En su caminar majestuoso, apenas si respondía a aquella especie
de rito de los débiles a su fuerza...
Ante la debilidad de los demás sentía crecer su propia fuerza. Los
fuertes brazos, las anchas espaldas, los recios músculos, le daban de-
recho a la obediencia de los hombres (7).

Su palabra es la del macho, simple y atroz, que simplifica el


mundo dividiéndolo en dos mitades: «—En la vida no hay sino,
o estar arriba o estar abajo. Y el que está arriba es el vivo, y el
que está abajo es el pendejo» (50).

Como en el caso de Facundo ante ciertos momentos de la


escritura de Sarmiento, Campos produce en los personajes de
la novela una actitud al menos ambigua, de simultáneo rechazo
y fascinación. Los esclavos contemplaban «no sin admiración
aquella fuerza desatada y avasallante» (62); lo mismo ocurre
con el pelele romántico del Capitán David. La narración tam-
bién asienta la ambigüedad que despierta la figura de Boves,
incluso entre ilustrados patriotas: «Bernardo y el inglés lo ob-
servaban a distancia. Tenía cierta gallardía» (117). Pero, a di-
84
ferencia del texto de Sarmiento, esa ambigüedad hacia Campos
y la barbarie nunca es refrendada por el narrador; lo que resul-
ta capital. Junto a la fuerza, como para completar el dibujo de
la radical barbarie, la narración marca inequívocamente la in-
consciencia y el (mal) instinto como únicos mecanismos nutri-
tivos de su acción:

No podía saberlo, pero era la reacción de su naturaleza, de su natu-


raleza fuerte y dominadora, que no podía soportar el contacto ni la
presencia de las cosas vencidas y cobardes, No podía saber, siquiera,
que existían; si llegaban a su alcance, su única reacción era destruir-
las. Era fuerte y la vida lo justificaba.
Despreciaba el amo. Su instinto lo rechazaba (59);

Ya no era un hombre: era una energía desatada y destructora


(63)42.

Presentación Campos es, pues, el ser que ha perdido todo ras-


go de humanidad, el mal. Es el mundo del no saber, de la au-
sencia total de razón, el instinto como máquina indisciplinada
e insaciable de rencor y violencia. Su caracterización, por su-
puesto, se expande hacia otros personajes de la novela: sus hom-
bres, ampliados en Boves y los suyos, o en personeros del “otro
bando” como Roso Díaz y los indios de «máscara diabólica».
Diversos pasajes ejemplifican este generalizado estado de bar-
barie; pero aquí, por lo explícito del dictamen de la narración,
quiero recoger uno en particular: las tropas de Boves, tras asal-
tar un poblado, toman como prisionero al cura del lugar, y an-
tes de acabar con él, lo hacen bailar grotescamente. La narra-
ción consigna: «Grandes risas bárbaras celebraban el espectá-
culo»; «aquel baile tenía algo de liturgia primitiva, de glori-
ficación a la fuerza» (118)43.

42 Y así: «poseso de una violencia ciega [...] fuerza indomable» (64); «Aquella especie
[...] de metódica destrucción le enardeció la sangre. Se sentía poseído por el ansia de
destrucción» (89).
43 La imagen del mal y la rapiña, que a decir verdad se ceba especialmente en los per-

sonajes de color, indios y principalmente negros —acaso por ser los frutos esclavos del
sistema colonial—, es reforzado incluso por los préstamos que la narración novelesca
hace a la tradición oral. El Indio Matías es el Diablo en la primera página de la novela;
luego, en el capítulo IX, se recoge una canción —probablemente un canto de pilón— que
directamente establece el nexo entre el negro y un ave de rapiña: «»Los negros y los za-

85
Podría presentarse a Presentación Campos como hijo del
mestizaje colonial americano, al ser diseñado como “fuerza ava-
sallante”, casi mágica. Tendría carta abierta para ser conside-
rado como parte de esa galería de personajes de la literatura
latinoamericana “magicista” encabezada por Mackandal o Aure-
liano Buendía; pero sería sólo una lectura cómoda o simplista.
El “realismo mágico” en la novela del 31 reside más en la trans-
figuración de la Guerra de la Independencia en relato mítico o
en esperpéntico «carnaval de locura» que en éste o cualquiera
de sus personajes; en todo caso, residiría más en la percepción
de personajes que en las atribuciones y explicaciones de la na-
rración. Si la narración critica el sistema colonial, el mundo de
castas y señores, compuesto de infames o locos, la “godarria”,
por ser fuente de toda barbarie, cuestiona también la respuesta
misma de la barbarie ajena a todo tipo de control y ordena-
miento, mostrada insistentemente como catástrofe y apocalip-
sis. El final de la novela, la delirante y patética caída de Presen-
tación, es, en este sentido, clara y, como en los relatos popula-
res, aleccionadora: del deseo de grandeza de Campos, como el
de otros irracionales insurgentes uslarianos —“La negramen-
ta”, “Gavilán Colorao”, El camino de El Dorado—, la narración
sólo deja en pie el sordo y trágico —pero nunca heroico— es-
trépito de su muerte.

B.- «La patria es como las mujeres». Masa y ensueño.

En varios textos de Uslar Pietri, las multitudes son enti-


dades alejadas de los poderes del saber o el hacer trascendente,
presentadas como «mayorías silenciosas» o la vastísima base
de una pirámide que, se sabe, termina en punta44. Si en las ba-

muro ooo o.../son del mismo parece eeeee;/los negros son malicioso ooo o/ y los zamu-
ros tambié eee ee” (92).
44 En “Los espectadores pasivos”, a propósito de la llegada del hombre a la Luna y a la

visualización de esa hazaña por millones de espectadores, Uslar hace este significativo
cálculo: «Uno de cada tres hombres presenciamos directamente el hecho, pero tal vez no
más de uno de cada mil pudo llegar a una comprensión aproximada de toda la significa-
ción de lo alcanzado, y, acaso, no más de uno de cada cien mil está en capacidad de par-

86
tallas de Las lanzas coloradas los personajes que integran la
masa son instrumentos al servicio de las Furias, en el reposo, la
novela destaca otros antivalores que tienen en común la ausen-
cia de cualquier tipo de racionalidad. Desconstruyendo la ima-
gen épica de la Guerra de Independencia, la narración, en va-
rios momentos, incorpora breves diálogos o afirmaciones que
ponen de relieve, en la soldadesca, la gratuidad, la falta de
criterios o principios:

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer? Si hay guerra, hay guerra. Si no


hay guerra, no hay guerra. ¿Qué vamos a hacer? (1988a: 8).

—¿Y con quién empezaste tú?


—¿Yo? ¡Guá! Con Boves. Que si y que nos iba a dar real. Que si y
que era la primera lanza del Llano.
—¿Y que hubo?
—Guá! Nada. Me cogieron preso y me quedé de este lado (101-2).

Unos pelean por el rey y otros por la Independencia. La patria es


como las mujeres (144).

La generalidad de la población es, a la vez, presa de una misma


perplejidad:

Tenían confusas ideas sobre los acontecimientos del país e ignora-


ban completamente quiénes pudieran ser sus invasores. Había quie-
nes creían que el jefe de los negros era el general Miranda, y otros
sospechaban que era Boves en persona» (67).

«La patria es como las mujeres»; sexismo aparte en boca del


narrador (aunque fuese excusado por un difuso estilo indirecto
libre), la frase pone de manifiesto la veleidad, la inconsciencia,
el vacío de la masa y, de rebote, la idea de la patria como vacío.

Uno de los pasajes que mejor evidencia la construcción del


carácter irracional —e incluso grotesco— de la muchedumbre en
la novela, ocurre en el capítulo III, cuando en la Plaza Mayor se
pregona la recompensa por la cabeza del insurgente Miranda:

ticipar en la concepción, planificación, dirección y realización de semejante empresa»


(1971: 118-9).

87
Fernando estaba ante la muchedumbre […]. Las gentes vociferaban,
se hablaban a gritos, algunas mujeres se persignaban.
Al lado de Fonta, un hombre grueso mascaba una cebolla con pan.
Con él se informó:
[...]
—Es un pardo infame [Miranda]. Viene a robar y a matar. Ya lo
castigarán las armas de su Majestad y las pailas del Demonio.
Fernando no juzgó útil seguir interrogando a aquel vecino, cuyo ali-
mento olía tan mal y cuyas explicaciones eran confusas, pero con-
tinuó observando la espesa muchedumbre que se agitaba y gritaba:
—Sí. ¡Que lo maten! ¡Que traigan la cabeza!
Sobre el estrado había de nuevo agitación. Algo había gritado el eje-
cutor de la justicia, que el ruido de la gente no permitía oír. Ensegui-
da desenrolló un largo papel que traía bajo el brazo, y dándose vuel-
ta lo mostró a toda la multitud. Había sobre él, dibujado malamen-
te, el perfil de un hombre deforme: los ojos a la altura de las narices
demasiado chatas, la boca enorme, las cejas mínimas, la cabellera
desproporcionada. Algunos gritaban: “¡Qué feo! ¡Qué feo es! ¡Que lo
quemen!”. El ejecutor de justicia tomo de manos de un soldado una
tea encendida y con un movimiento ridículo y solemne prendió fue-
go al dibujo. El papel ardió en una rápida llamarada. Los gritos de
los hombres excitados se levantaron de nuevo. La llama temblaba ba-
jo la tempestad de alaridos. Algo nuevo dijo el hombre sobre el estra-
do que tampoco pudo oírse. Los soldados repartían culatazos a las
gentes enfurecidas que querían alcanzar las pavesas (31-2).

Cebolla y gritos. Simulacro de incendio. Furia gratuita que pre-


ludia la guerra. Eso es la masa. Pero la novela, aunque enmar-
cada por el relato del bien y el mal, se aleja de un posible retra-
to en blanco y negro, y en el siguiente capítulo presenta —con
toque no exento de ironía— al grupo humano opuesto, el de los
criollos letrados que clandestinamente preparan la revolución:

—La Patria es el más sagrado vínculo —clarineaba la voz de un co-


mentarista—; en ella se unen la sangre, la propiedad, el amor, el or-
gullo y la protección.
El lector gritaba más fuerte:
—Todos los ciudadanos, siendo iguales ante ella, son igualmente ad-
misibles...
Un grupo vociferó:
—¡Viva el general Miranda!
[...]

88
La confusión comenzaba a lanzar su rápido giro abigarrado (38).

No hay cebolla y Miranda es un héroe. Pero el grito los iguala.


La patria también es aquí “una mujer”, tampoco existe. La na-
rración sanciona de manera explícita la indiferencia de la pre-
sunta diferencia:

Todas las ideas, todos los conceptos que se desprendían de la lectu-


ra eran recibidos con un entusiasmo ávido. Los unos increpaban a
los otros, entablaban discusiones, improvisaban comentarios, entre
cuyo ruido la voz del lector naufragaba a ratos. A nadie se le ocurría
pensar en un modo más o menos filosófico sobre la verdadera esen-
cia de las doctrinas. Sólo sabían aceptarlas o rechazarlas calurosa-
mente (39).

Los grupos humanos son en realidad ejércitos de hombres-


masa, que carecen de racionalidad porque no existe en ellos el
“pensar”: valor central, definitivo rasero en casi toda la obra de
Uslar Pietri. La novela hará incluso una cierta crítica del “seu-
dopensar”, en especial cuando sea expresión del pensar inútil,
intranscendente de cara a la historia del presente o del futuro,
o mejor, cuando sea no pensar utópico o crítico sino pura enso-
ñación. Como es característico de esta novela, y en general en la
narrativa y la ensayística de Uslar, las formas, las tendencias de
la cultura, son representadas por individualidades. Y así como
Presentación Campos simboliza la barbarie, Fernando Fonta es
un personaje central de Las lanzas coloradas expresivo de otro
tipo cultural: el del soñador iluso e inepto. Fonta tiene su ante-
cedente en el perplejo protagonista de un relato apenas ante-
rior, “Barrabas”, y abona el terreno para un personaje de las úl-
timas novelas de Uslar, el Padre Solana de Oficio de difuntos45.

45Pensando en Solana, Fonta sería también la versión criolla de un potencial artista ado-
lescente: «Estaba cambiado. Era una linda cosa eso de cerrar los ojos y ponerse a cami-
nar por dentro del espíritu. Prescindir de la realidad. ¿De cuál realidad? Porque si la que
nos rodea, la podemos abolir con cerrar los ojos, la otra, en cambio, persiste. Las som-
bras platónicas en la pared de la caverna. La sola realidad del espíritu conociendo; del
espíritu en el momento de conocer. ¡Ah! Era como una divina borrachera, como un
profundo sobrecogimiento» (22). «El pensamiento era una tentación. Como una provo-
cación a someter la vida a un principio, a una ordenación, a una regla. Al fin, habría de
decidirse, y decidirse era prescindir de otras muchas cosas igualmente posibles y desea-
bles. Escoger era renunciar. Más valía estarse echado en tierra» (25). «El mundo mal-
trataba el espíritu, la materia batallaba contra Dios» (26).

89
Fernando Fonta es descalificado sistemáticamente por la
narración. Salvo por algún momento en que la furia lo trans-
forma, el personaje es presentado como tornadizo y pusiláni-
me, como un personaje incapaz de afrontar el mundo, y mucho
menos el mundo voraginoso de la guerra —«La guerra era buena
para aquellos animales: Presentación Campos, Roso Díaz, Bo-
ves» (108)—. Es, como Presentación Campos, otro personaje,
aunque de ribetes trágicos, finalmente patético; a diferencia de
aquél, su derrota se declara desde el principio, porque Fonta
simboliza el rechazo de la realidad material, de la historia; no,
como Campos, el deseo de poseerla.

En Fernando Fonta se concreta la crítica de la ensoñación,


del bovarismo, de aquél que hace de cualquier hecho literatu-
ra: «El misterio y la aventura se habían abatido sobre él súbita-
mente. Historia de ladrón de sociedad clandestina, de hombre
que posee grandes secretos. Volvía a la reconquista de un reino
infantil. Lo miraba todo con un deslumbramiento de niño» (35).
La ensoñación, aunque opuesta al instinto destructor de Pre-
sentación Campos o de las inconscientes muchedumbres de la
novela, tiene en común con estas figuras ser finalmente expre-
sión de otro tipo de irracionalidad. En este caso, la irraciona-
lidad de Fonta corresponde a la del hombre cobarde e infantil.
Como su hermana Inés, con agravantes insalvables, es sancio-
nado por la narración al figurar como una especie de filósofo o
poeta inestable, inepto y aniñado: «Un egoísmo violento y co-
barde se le revelaba» (108); «Y después, como en todas sus cri-
sis, empezó a llorar infantilmente» (110)46.

Con matices menos drásticos, la novela construye otros


personajes que pertenecen también al universo del candor y la
inutilidad. Uno de ellos es el inglés, el Capitán David, que se
presenta inicialmente como modelo del héroe romántico, aven-

46Sería tentador —y acorde con los aires de la vanguardia— decir que el Uslar del 31 lan-
za un cross a la mandíbula del poeta y la literatura. Pero no es así. Sí supone, desde lue-
go, una crítica implícita —vía Fernando Fonta— de la imagen del poeta ensoñador,
nimbado, señor del reino interior, del modernismo, y, por ende, como lo reflejará Uslar
en toda su obra, una reivindicación de la literatura al servicio ¿viril? del conocimiento
humanístico y de la cultura como única fuente legítima del saber hacer político.

90
turero y literario, de estirpe byroniana, pero que es sometido
por la narración a un proceso de parodia irónica de doble filo:

Él suspiró aparatosamente. Como todos los hombres de la Europa


de su tiempo, vivía y padecía en romanticismo. Sentía delectación
en mostrarse ante los demás como un personaje extraño y miste-
rioso, perseguido por el dolor y guiado por la fatalidad (55).

En el capítulo X, antes de entrar en batalla, David enferma por


razones que se sugieren vergonzosas, con lo que la narración
descalifica clara, insidiosamente, en el europeo toda posibili-
dad de heroísmo.

El personaje popular de la Carvajala, arrastrada como to-


dos por el vendaval de la guerra, es uno de los pocos con los que
la narración es algo más que benévola. Diseñada, escrita en una
época de auge de los movimientos y pensamientos populistas en
Venezuela y el mundo occidental, y a pesar de su impreciso sen-
timiento amoroso por Presentación Campos, por su bondad y
solidaridad, por un cierto atisbo de posesión de principios mo-
rales, podría resultar tentadora la idea de que la narración qui-
siera decirnos implícitamente que la Carvajala representa al
único sector del pueblo o que son los suyos los únicos valores po-
pulares, junto al mundo mágico y lleno de gracia de los relatos
y cantos orales, con los que, tras la catástrofe, podrá cons-
truirse una patria efectiva. No obstante, “como los otros”, la Car-
vajala, Adelita venezolana, es impulsada por el candor y la en-
soñación; le basta con haber sido flor, reina de un día:

Aquellos días fueron algo extraordinario en la igualdad de su exis-


tir. Ya tenía algo maravilloso que contar: adonde llegara, en el con-
fín del mundo que estuviera, ella podía contar a las gentes asombra-
das que había sido la mujer de un jefe» (121)47.

También como en otros personajes de extracción popular,


la capacidad de razonar es inequívocamente condición no exis-
tente: «habló sobre el tema que estaba en la periferia de su con-

47Apenas 3 años después de Las Lanzas… la Carvajala tendrá continuidad en otro per-
sonaje que repite su perfil trágico-patético: la prostituta Esperanza de La balandra Isa-
bel llegó esta tarde de Guillermo Meneses.

91
ciencia»; «ayudada por la simple mecánica de sus ideas, arras-
trada por el impulso inconsciente...» (123). Por lo demás, no hay
que olvidar que finalmente «la patria es como las mujeres»; es
decir: vacío de conciencia y racionalidad.

Sin embargo, la crítica de la tendencia cultural —de raíz his-


pánica— a la ensoñación, adquiere más relevancia, por su signi-
ficación en el escenario político que se representa en la novela y
porque contribuye a reforzar el tenor antiépico de Las lanzas
coloradas, al ejercerse sobre el grupo de los criollos patriotas,
que Fernando Fonta visita en su clandestinidad antes de que
estalle la guerra. Un diálogo construido en un pasaje aparente-
mente inocente del capítulo IV habla por sí solo:

—Entonces, según eso, todo lo que se necesita es hacer circular


las ideas.
—Sí. Con eso sólo bastará. La acción de la democracia será mila-
grosa. Es una obra de entusiasmo. De la noche a la mañana, por la
sola virtud de la verdad, cambiará la faz del mundo (40).

Es la crítica bolivariana de las «repúblicas aéreas» y la crítica us-


lariana al idealismo político sin sustento en la realidad histó-
rica; a episodios y actitudes que, a través del tiempo, reprodu-
cen el arquetipo del conquistador en busca de El Dorado y su
previsible, inevitable derrota.

Aunque parezca paradójico o contradictorio, por lo ante-


rior, el mayor difusor del término “realismo mágico” aplicado a
la literatura podría ser visto asimismo como uno de los mayo-
res detractores del predominio del pensamiento mágico en la
cultura latinoamericana y su historia. Y es que el realismo má-
gico de Uslar Pietri es de base ilustrada, pues resulta de la am-
pliación y actualización de la ideología liberal del XIX, que tuvo
por principios rectores los de la civilización y la cultura como
fundamentos constructivos de la nación moderna. Actualizar
ese proyecto consiste para Uslar, por ejemplo, en pergeñar una
idea original, hispanoamericana, de civilización y cultura —el
descarte de David como modelo es altamente significativo y co-
herente con esta idea: su enfermedad dice de su inadecuación

92
ante una realidad decididamente otra—, o en “sanear” el mal de
los “godos” y modificar la idea de nación y de cultura nacional,
como valores constitutivos o incluso paradigmáticos, sin que sea
claro o importe en el diseño el eventual “encaje” de los referen-
tes reales de los relatos orales: los sectores iletrados, las Carva-
jalas…, y sobrevuele la imagen (bolivariana) de la verticalidad48.

Quizás a la luz de textos ensayísticos muy posteriores a Las


lanzas coloradas se refuerce lo que he querido destacar acá: la
crítica de Uslar Pietri a la irracionalidad de manifestaciones su-
perficial y engañosamente divergentes, tanto en la acción como
en el pensar, simbolizadas en los principales protagonistas de la
novela: la barbarie violenta —Campos, el negro— y la ensoña-
ción —Fonta, el blanco—. En el mencionado ensayo “El rescate
del pasado”, Uslar Pietri presentaba —no sin distancia— la pro-
pensión hispanoamericana hacia lo mágico, como una tenden-
cia, definitoria del mestizaje, que se fragua en la más remota
historia, o sea, desde épocas como las reconstruidas en la nove-
la del 31 (la búsqueda de El Dorado, la Colonia, la Indepen-
dencia):

Nuestro quehacer histórico, nuestra originalidad histórica, tiene


que ver esencialmente con ese proceso consciente e inconsciente de
creación de formas, de concepciones y de actitudes por medio del
mestizaje. En el fondo de nuestra mentalidad hay una propensión a
lo mágico, que acaso nos venga de los protagonistas oscuros de nues-
tro drama histórico, y que ha influido decisivamente en muchos gran-
des sucesos de nuestra vida política (1969: 132).

Uslar en ese texto no sólo hace el registro de un rasgo cultural;


también, el abierto cuestionamiento de los discursos historio-
gráficos que pretendan alimentar dicha propensión; en ello de-
cido leer la crítica manifiesta a las tipologías construidas en su
primera novela —el bárbaro y el soñador—, e incluso podría am-
pliarse a las expectativas que algunos personajes individua-
lizados o colectivos se forjan a lo largo de Las lanzas coloradas
de una figura que es vista como redentora y mesiánica —Bo-
lívar, por supuesto—:

48 En más de un sentido, conecta con la raza cósmica de Vasconcelos (2020).

93
Esta perspectiva [...] ha destacado la acción violenta y la lucha arma-
da no sólo como las únicas vías para alcanzar la grandeza, sino tam-
bién como los solos instrumentos del verdadero hacer histórico y ha
creado en la mente del venezolano medio una imagen heroica de la
historia y una inclinación a considerar la violencia como la única for-
ma de la acción creadora, a no aspirar sino a las más inalcanzables
promesas y a confiar en la llegada mesiánica del héroe sobrehuma-
no que nos las va a deparar convertidas en realidad gratuita. Es [...]
una visión mágica y violenta de nuestro destino la que ofrece nues-
tro manual de historia (126).

Con todas las reservas del caso, no deja de ser una crítica a lo
que en nuestros días podría ser entendido como una visión
“orientalista” de la historia y la cultura.

En ese sentido, quiero incorporar otro texto ensayístico que


abunda sobre esta posición crítica de Uslar, “El centenario de un
gesto”. Sobre el decreto que a fines del siglo pasado dictara An-
tonio Guzmán Blanco de «instrucción pública gratuita y obliga-
toria», dice Uslar que: «Es uno de los más desproporcionados
y quijotescos gestos que hayan podido hacerse»; y añade:

Esto tiene una indudable grandeza. Una grandeza de raíz hispáni-


ca, teñida de aquella vieja pasión de absoluto y de no transigir con
las realidades, que fue marca de las hazañas y también de los desati-
nos de los pueblos que salieron de la raíz castellana. Una nueva mues-
tra de aquel nominalismo, que tantas veces nos ha llevado a procla-
mar los principios y los ideales, frente y hasta en contra de las cir-
cunstancias materiales más adversas. El conquistador fundaba la ciu-
dad en toda su complejidad jurídica antes de que se hubiera levan-
tado una sola casa. Las repúblicas de nuestro siglo XIX, en la misma
forma, proclamaban las más atrevidas constituciones, sin aceptar
transacción ni compromisos con las duras limitaciones tradicionales
de la realidad social (1971: 198).

Por lo demás, en un sentido “teórico”, si no la crítica de


este pensamiento mágico —de mestizada raíz hispana—, al me-
nos el tipo de su descripción caracterizadora, bien ha podido
alimentarse de las lecturas de Uslar sobre filósofos de la historia
como Spengler, en especial, su interpretación —sin duda, orien-
talista— de la cultura arábiga, diametralmente opuesta a la cul-

94
tura fáustica occidental. Resumiendo las proposiciones del his-
toriador alemán, Vogt señala que:

La historia ve el hombre de esta cultura como un drama cósmico,


como una lucha entre el alma y el espíritu, entre el bien y el mal. No
se trata aquí de lógica, sino de la obtención de fuerzas mágicas; en
esto están acordes el cristianismo y el Islam (84).

También Dujovne hace énfasis, al hablar de Spengler, en


su orientalismo a la hora de describir esta cultura como un al-
ma mágica, como un mundo de «divinos misterios que exceden
a la razón humana y la humillan» (76). El cristianismo es una
cultura para la cual: «La redención sólo hubo de lograrse me-
diante un continuo esfuerzo en persecución de un ideal irrea-
lizable en su totalidad y que siempre se aleja» (id). Son, desde
luego, caracterizaciones hermanas al menos del tipo de los bus-
cadores de utopías y Dorados que, en última instancia, Uslar
fustiga en sus textos narrativos y ensayísticos.

En otras palabras, si se acepta el realismo mágico como


estrategia del discurso artístico, el pensar mágico y la acción
irracional como fórmulas para construir la historia serán, para
Uslar Pietri, en cambio, causa decisiva hasta el presente de las
derrotas históricas como cultura, y, por lo tanto, deben ser so-
metidos a crítica. Como en Gallegos, si el mestizaje cultural nos
constituye, en el futuro éste debe ser orientado por una suerte
de racionalidad hispanoamericanista que construya civilización.

C.- El Grande Hombre

Cuando de personajes históricos se trata, no se los hace


llover del cielo, sino brotar de la necesidad multánime de
los pueblos, ya como definidores, propulsores o ejecu-
tores de la vaga voluntad dispersa. La época los cría y los
lanza por incubación y por plétora. A través de ellos y en
su carne mortal, se operan fragorosamente “las nupcias
entre lo caduco y lo nuevo”.

95
...en el Grande Hombre encontramos lo que no somos y
anhelaríamos ser (A. Reyes sobre Burckhardt).

La verdadera grandeza es un misterio [...] una persona-


lidad que se nos revela como grande actúa ante nosotros
con una fuerza mágica a través de los pueblos y los si-
glos, remontándose muy por encima de los linderos de la
simple tradición [...]. El grande hombre es aquél sin el que
el mundo nos parecería incompleto, pues sólo a través de
él son posibles dentro de su tiempo y de su medio deter-
minadas realizaciones grandes, de otro modo inconcebi-
bles (J. Burckhardt).

Si una específica figura desapareciese de Las lanzas colora-


das, la novela podría ser adscrita a una estética de la crueldad
o del absurdo (sin olvidar que puede ser leída, además o sobre
todo, como metáfora del presente). Pero una ausencia, nom-
brada ocasionalmente, de hecho, un no personaje, Bolívar, le
da un sentido distinto a la proposición novelesca; podría de-
cirse que, al cabo, le da sentido, porque su ausencia es omni-
presente y capital.

Bolívar es mencionado en escasísimas oportunidades: en


el pórtico de la novela —el aludido relato oral, en el que Bolívar
(aquí sí, personaje incorporado, en segundo grado, a la dié-
gesis) espanta a las fuerzas del mal—, al final del capítulo V —en
una suerte de parte de guerra que hace el narrador—, en un
bre-ve diálogo del capítulo X y en el capítulo final, que da cuen-
ta del (momentáneo) triunfo del Libertador y sirve para esta-
blecer un contraste con la caída de Presentación Campos, dia-
logando, como se dijo, con el relato inicial sobre el bien y el mal.
Nada más. Pero esa ausencia omnipresente, vía imagen/suge-
rencia, es ciertamente uno de los grandes logros de Las lanzas
coloradas.

El diálogo entre soldados que ocurre en el capítulo X es


quizás el que más “diga” sobre la figura de Bolívar:

—Yo me mamé con el general Bolívar la campaña desde Cúcuta a


Caracas. Ahí sí fue verdad que hubo plomo. Por donde uno pasaba
no quedaba sino el “muertero”. Ese sí es un jefe.
Alguien adelantaba un reparo:

96
—A mí no me parece. Ahora le están dando mucho palo.
—¿Mucho palo? ¡Qué va, zambo; ése es mi gallo! Con el general
Bolívar yo voy donde sea” (1988a: 101).

La cita no deja ver más que la posibilidad de que Bolívar pueda


ser reconocido, en el imaginario popular representado en la no-
vela, como una figura cuya fortaleza y valor —en este caso, bené-
ficos—, puede servir de contrapeso y domeñar tanto el mundo
bárbaro y diabólico de las Furias: Boves, Presentación Campos,
como el mal o la condición “aérea” del mundo de los amos. La
novela no ofrece más apoyaturas, pero sin Bolívar el diseño de
la representación quedaría incompleto; es más, quedaría casi
vacío, pues, de alguna manera, su omnipresente ausencia sim-
boliza la posibilidad de la otra patria, plena, efectiva y legítima.
Aunque no haga falta, pues el narrador de la novela es siste-
mática en el señalamiento de bemoles y males, quiero aportar
apoyaturas en otros textos.

Decir que Bolívar, en la novela de Uslar, funciona como el


Grande Hombre —o el superhombre benéfico, si se quiere—, co-
mo el caudillo en positivo, es remitir a la tradición moderna de
una solución central del pensamiento europeo y latinoamerica-
no que recorre todo el siglo XIX y, al menos, las primeras déca-
das del XX. Alfonso Reyes, al referirse al modo en que para el
filósofo de la historia Burckhardt se producen los cambios, re-
construye desde muy atrás una parte de esa tradición:

El actor es el hombre en general y, en particular, el Grande Hom-


bre, que focaliza la fuerza colectiva. Entre las agencias abstractas [...],
discurre una agencia individual y concreta. ¿No veis prefigurarse
[...], a través de la metáfora lamarckiana, el poema nietzscheano del
Superhombre? [...] Los antecedentes deben buscarse en el Príncipe
maquiavélico, que lucha contra la adversa fortuna; en el Héroe gra-
cianesco, socorrido por su estrella benéfica; en el Héroe de Carlyle,
en el Representativo de Emerson, en el Grande Hombre de Burck-
hardt (33).

A la enumeración de antecedentes de Reyes, habría que añadir,


por lo que respecta a Hispanoamérica, en la primera mitad del
XIX, el elogio del Grande Hombre que hay en Sarmiento y en
Simón Rodríguez —ambos piensan en Bolívar como el modelo

97
histórico indiscutible—; o, hacia el fin de siglo y a comienzos del
XX —cuando hace crisis el modelo republicano liberal y se inten-
sifican las lecturas de Carlyle, Renan o Nietzsche—, el relanza-
miento, entre nostalgias e ideales utopistas, que de la figura his-
tórica de Bolívar hacen modernistas o positivistas —Martí, Díaz
Rodríguez, Gil Fortoul, Blanco Fombona, Vallenilla Lanz...— y
postmodernistas —Pocaterra, Ramos Sucre...—; mientras cuan-
do menos, si no cuestionan la idea y figura del Gran Hombre,
lo esquivan: Teresa de la Parra, Julio Garmendia, Enrique Ver-
nardo Núñez...

Por lo que toca directamente a la obra de Uslar Pietri, una


revisión de un sector importante de su ensayística revelaría que
son los grandes hombres, figuras fundacionales o patriarcales
del saber y del poder político, las piezas nodales que permiten
levantar y entrabar el edificio de la historia, sea venezolana o
universal. De hecho, textos como Vista desde un punto (1971) o
Valores humanos (1991), recopilaciones de breves ensayos, ar-
tículos de prensa que son en su mayoría semblanzas, pueden
ser leídos como una inmensa galería, un museo de grandes
hombres y obras, expuestos como modelos a la contemplación
admirativa del lector —y el escritor—. Uslar Pietri será el gran
arquitecto que se ha comprometido con la misión, equivalente
a la de los «grandes del espíritu», de «exponer de un modo ideal
el contenido interior del tiempo y del mundo y transmitirlo
como testimonio imperecedero a la posteridad» (Burckhardt:
269-70). En otros libros como Letras y hombres de Venezuela
(1995) o Veinticinco ensayos (1969), el lector puede encontrar
también sus semblanzas de grandes hombres.

De estas semblanzas habría que resaltar dos aspectos in-


terdependientes. Por un lado, la proximidad del tipo de carac-
terización que hace Uslar Pietri de estas figuras históricas, de
estos monumentales individuos constructores de historia, con
las ideas sobre el Grande Hombre expresadas ya en el s. XIX por
Burckhardt en sus Reflexiones sobre la historia universal. Con
él comparte la idea de que la historia está determinada tanto por
realizaciones políticas como por las culturales —científicas, fi-

98
losóficas y, especialmente, artísticas—, y de que ambas llevan
impresa la marca del Grande Hombre.

A la vez, las caracterizaciones puntuales que hace Uslar de


figuras históricas producen inevitables rememoraciones de con-
vergencias49. Así, de Bolívar dice que «[v]io más hondo y más
claro que nadie», que «[n]adie se ha parecido más a un mundo,
y nunca un mundo, tan extenso, complejo y arduo, se ha expre-
sado con más plenitud en su alma» (1969: 89 y 90); de Ho Chi
Min, directamente que «[e]ra un grande hombre» (1971: 97).
Las semblanzas de Uslar son como la plasmación de las propo-
siciones teóricas del suizo, el registro numeroso y selectivo de
sueños de gloria, destinos trágicos, irónicos o exitosos, y, sobre
todo, de empresas, obras, hazañas del pensamiento o la acción,
en las que el Grande Hombre, heroicamente, a la vez expresa
su tiempo y lo trasciende.

Por otra parte, hay que reconocer la amplitud de ideologías,


procedencias, tiempos y destinos que integran el museo de los
grandes hombres construido por Uslar. Allí se dan la mano, sin

49 La “composición” de este libro (2019-20) me permite reconocer, en el uso original del


término «convergencias», la necesidad de esta nota. Obviamente no son estos tiempos
de influencias y el ya “anciano” de convergencia (Tinianov) me parece más justo y aún
productivo. Hay casos de conocimiento documentado o más que probable de parte de
Uslar Pietri de historiadores con los que enfáticamente he querido relacionar su obra:
Spengler, Vallenilla Lanz… Doy por supuesta la lectura de Burckhardt por Uslar Pietri,
dada su condición de lector voraz, pero no puedo confirmar ni negar de momento su
conocimiento directo antes de 1931, pues incluso la publicación del historiador suizo en
la Revista de Occidente apenas ocurre en 1935. Aunque sería deseable, tampoco es deci-
siva ni relevante. Como se desprende del fragmento citado de Reyes, hay muchas fuen-
tes de donde se pudiera haber bebido la idea del Grande Hombre (el más a la mano, el
propio Vallenilla Lanz). Lo más importante es el peso que tiene esa figura entre muy
diversos artistas e intelectuales del último tercio del XIX y el primero del XX (más allá de
que aún ronde, siniestra, en lo que va de XXI) y cómo Uslar, al menos desde Las lan-
zas…, conecta con ese ideologema político y cultural en su situación específica.
(Al margen: algo que llevaría a derroteros –aunque divertidos– demasiado lejanos es lo
que puede hacerse con una idea o un autor de referencia. Si a Uslar “conviene” la re-
lación con la idea de “grande hombre” y su condición de expresión y posibilidad de
transformación de una cultura en Burckhardt, uno de los seculares enemigos de Uslar
en el área educativa y política, Luis Beltrán Prieto Figueroa, también Ministro de Edu-
cación de Venezuela (1948, en la breve presidencia de Rómulo Gallegos; Uslar lo fue de
1939 a 1941, con López Contreras), abriría uno de sus textos centrales, “El humanismo
democrático y la educación” (conferencia dictada durante su exilio, como profesor visi-
tante de la Universidad de Costa Rica en 1952), con una cita de Burckhardt sobre los lí-
mites del intelectual renacentista: su «falta de arraigo popular». Con ella fundamentaba
el origen de su humanismo democrático, para arremeter duramente contra Uslar y su
idea de humanismo al servicio de las élites. Dos caras tanto del humanismo como del
nuevo abanico de políticas que surge entre los jóvenes intelectuales del gomecismo… a
propósito de Burckhardt. Otra historia, aunque quizás finalmente la misma).

99
pensarse en un “cambalache” –¿o sí?–, Bello con Lenin, Russel
con Napoleón, Hegel con Ho Chi Min, Humboldt con Gandhi,
Sucre o Guzmán Blanco con Spengler, y Bolívar con los astro-
nautas que llegaron a La Luna. Ello, sin duda, es muestra tanto
de la amplitud de miras de Uslar, como de su voluntad de co-
rregir los efectos de la historia universal jerarquizadoramente
eurocentrista. Pero, para los fines actuales, interesa más des-
tacar el elemento que unifica la diversidad. Este no es otro que
la condición heroica, magnífica, paradigmática, de las figuras
exaltadas; el hecho de responder —¿mágicamente?— a un des-
tino: «ejecutar una voluntad que trasciende de lo individual y
que se designa [...] como voluntad de Dios, como voluntad de la
nación o de la colectividad o como la voluntad de una época»
(Burckhardt: 300-1).

La narrativa de Uslar en su conjunto, en lo relativo a la re-


presentación del Grande Hombre, amplifica lo que ocurre en
Las lanzas coloradas. Si Bolívar es en ella la punta apenas visi-
ble de la pirámide en el espacio de la novela, en el conjunto na-
rrativo, habrá que esperar a su penúltima novela, La isla de
Robinson, para que el Grande Hombre, en este caso el genio de
Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, incomprendido por la
mediocridad de su medio, adquiera protagonismo pleno en la
representación narrativa y sea el objeto absoluto de su simpatía.

Volvamos a Las lanzas coloradas para terminar, tras este


excurso (ojalá necesario). Por lo que tiene que ver con Bolívar,
la novela queda abierta, porque de hecho Bolívar no participa de
su historia, no es un personaje; sólo que el lector conoce de so-
bra su final histórico. El final trágico de Bolívar en la historia
no supone en absoluto que deje de funcionar como modelo. Pa-
ra la novela de Uslar, Bolívar es la apertura a un tiempo distin-
to del diseñado en sus páginas; es el Grande Hombre, la figura
(cesárea) a partir de la cual se puede pensar y modelar la con-
versión de esa patria que «es como las mujeres», por ende va-
cía, aérea, en una patria cabal. Es también la figura que per-
mite vislumbrar el carácter constructivo del diseño culturalista
de la historia y la identidad venezolana e hispanoamericana que
alentará la totalidad de la escritura de Uslar Pietri. Pertenece
100
simultáneamente –por lo que conoce el lector, incluso por letra
del propio Uslar– al tipo de los «insurgentes» (por cosas de la
historia), pero sobre todo al de los «visionarios» (por su “gran-
deza”). Eso lo diferencia de todos los personajes y lo convierte
en la encarnación del ideal ilustrado americano proyectado a la
acción política y al cambio histórico, a la construcción de una
cultura que es, a la vez, civilización.

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102
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103
Hacer cosas con el pueblo, la mujer y la
nación. A 80 años de Doña Bárbara50

Doña Barbara presented a mythic construct in which


presumably all sectors of the population could see them-
selves reflected. This symbolic construct at once imaged
their present existence and envisioned their future trans-
formation within a hierarchical yet integrative social or-
der. It portrayed the demise of the elite in its role as an
adjunct to military and foreign interests and its rebirth as
an enlightened, civilizing force. The middle class's servili-
ty toward corrupt power was exposed, but its future as a
virile, conquering bourgeoisie was also proposed. The po-
pular sectors were depicted as the passive and degraded
subjects of despotism, but also projected as productive
and devoted citizens who would energize the nation. And
the novel offered a vision of men and women as no lon-
ger driven by untamed instinct under barbarisms rule, but
becoming fruitfully joined in familial union by the forces
of civilization (Skursi: 634).

Una de tantas verdades a medias o poco matizadas, pero


repetidas hasta el cansancio, es aquella según la cual Venezue-
la entró en la modernidad en 1936, tras la muerte de Gómez51.
El petróleo sin duda fue el catalizador de un proceso que trans-
formó la política, la economía y la misma experiencia cotidiana.
50 Texto de conferencia dictada en las X Jornadas de Investigación Humanística y Edu-
cativa (“Diálogo entre Humanistas en Época de Cambio”, Univ. Central de Venezuela, no-
viembre, 2009). Luego, con el título de “A 80 años de Doña Bárbara: Hacer cosas con el
pueblo y la nación”, publicada en: Akademos 13-1/2, 2011 [2017]: 35-56. Mantengo aquí
el “tono” de la conferencia. Con alguna novedad –el reconocimiento de trabajos no ci-
tados antes, la relación con otros textos de la tradición, notas o cierta voluntad de mar-
car que “hablaba” desde y para un público de 2009–, este texto se nutre de acercamien-
tos míos anteriores (2000 y 2004) a la misma novela de Gallegos.
51 La idea corresponde (desafortunadamente) a Mariano Picón Salas, refutaciones expre-

sas o implícitas se hayan en un sector de la bibliografía de la parte-capítulo que abre este


libro. Una cita que da cuenta de una y otras: «Según la muy influyente y polémica frase
de Mariano Picón Salas, Venezuela, con la muerte de Gómez, habría llegado tarde al si-
glo XX: “Podemos decir que con el final de la dictadura gomecista comienza apenas el
siglo XX en Venezuela. Comienza con treinta y cinco años de retardo”. Esta tesis no tie-
ne todos los asideros (una primera modernidad venezolana es notable a finales del siglo
XIX) y ha sido desmentida en libros como Las luces del gomecismo (1987) de Yolanda
Segnini, por ejemplo, pero sigue sosteniéndose hoy en día como una especie de mito na-
cional, como un mito de la misma Generación del 28» (Lecuna: 87).

104
La Venezuela gomecista de los años 20 vivía ya, gracias a la
abrupta irrupción del “excremento del diablo”, cambios
percep-tibles en su composición social, en instituciones como la
banca o el ejército, en el creciente protagonismo de la ciudad y,
por supuesto, en el surgimiento de nuevos discursos y prác-
ticas políticas, particularmente visibles para la posteridad en
los sucesos de febrero de 1928. La modernización habría llega-
do de todas formas y por cualquier otra vía, pero el petróleo, en
un sentido, y, en otro, la política que nació del 28 imprimieron
como con hierro de marcar ganado no pocas claves de la cultu-
ra local.

Tampoco la literatura tuvo que esperar a 1936 para tocar


las puertas de la modernidad. Incluso podría decirse que duran-
te el gomecismo se fragua la Edad de Oro de la literatura venezo-
lana moderna. ¿O hay alguna otra época que pueda exhibir nom-
bres equivalentes a los de José Antonio Ramos Sucre, Mariano
Picón Salas, José Rafael Pocaterra, Teresa de la Parra, Enrique
Bernardo Núñez, Julio Garmendia, Fernando Paz Castillo, An-
tonio Arráiz, Arturo Uslar Pietri, Guillermo Meneses o, por su-
puesto, Gallegos…? Mayoría de narradores, ciertamente, uni-
dos por el hecho de que comienzan a publicar durante el “os-
curantismo” de la dictadura. De esa época, destacan en la no-
vela un par de años, 1929 y 1931, en los que se editan cuatro de
las más importantes novelas venezolanas de cualquier tiempo:
Doña Bárbara de Rómulo Gallegos y Memorias de Mamá Blan-
ca de Teresa de la Parra en el 29, y Las lanzas coloradas de
Arturo Uslar Pietri y Cubagua de Enrique Bernardo Núñez en
el 31. En este póker de ases novelístico, que se pone sobre la
mesa poco después de los sucesos de febrero del 28, es coinci-
dente la voluntad más o menos manifiesta de “hacer cosas” con
el pueblo y la nación; voluntad envuelta en la pregunta implí-
cita sobre el “qué hacer” como país ante la encrucijada de la mo-
dernización, vivida cada vez más como hecho irreversible y per-
cibida como circunstancia a la vez crucial y amenazante. En
esas novelas cuaja, no sólo una brillantez novelística inusitada,
sino un abanico de modos diversos de pensar la Venezuela pe-

105
trolera y moderna cuya resonancia, de algún modo, perdurará
hasta nuestros días.

Hoy toca hablar del más conocido de los “ases”: la octoge-


naria Doña Bárbara, por lo que dejo para otro momento la re-
visión del “abanico” y me ceñiré a decir algo sobre la tradición
específica en la que se inscribe la novela de Gallegos.

Tentar la nación: Bolívar (hasta) en


Doña Bárbara

La tendencia –que nos acompaña tercamente– a pensar,


imaginar, cuestionar, desear, diseñar el país y su gente desde
los discursos culturales se remonta a los inicios de la era repu-
blicana. A esos inicios se vuelve desde entonces una y otra vez
a lo largo de dos siglos, entre otras cosas porque la república
aún pertenece al ámbito del deseo, de la ciencia-ficción. De tal
modo que la tentación de volver al origen no vendría a ser ya
asunto de nostalgia, como expresasen en sus narraciones Díaz
Rodríguez, Blanco Fombona o Pocaterra, sino de melancolía
ante la historia, pues los resultados de tanto futuro proyectado
con más o menos ilusión no exhibieron nunca otro paisaje que
el de la precariedad, lo transitorio y lo trunco, “valores” consti-
tuyentes, “señas de identidad” que celebrase irónicamente José
Ignacio Cabrujas en “La ciudad escondida” (1988).

Quizás ello propicie la reactivación de los orígenes: las ges-


tiones de sucesivos presentes los sirven en bandeja de plata. Y
puesto que creo que algunos muertos aún hablan una lengua
viva, los orígenes no tienen otro remedio que dejarse hacer sin
alternativa. Sus escritos no pueden descansar en paz: no les es
dado el beneficio que corresponde a toda joya arqueológica: el
museo o las aulas y textos de profesiones memorialistas. ¿O nos
suena a cosa del pasado en vez de resonar con altavoz la idea
de Simón Rodríguez de que nuestros países son «repúblicas sin

106
ciudadanos»; o el recuerdo del «Bochinche, bochinche. Esta
gente no sabe hacer sino bochinche» de Miranda; o, ¡cómo no!,
las últimas certidumbres de Bolívar: «Uno, la América es ingo-
bernable para nosotros; dos, el que sirve una revolución ara en
el mar; tres, la única cosa que se puede hacer en América es
emigrar»?52.

Quizás a estas alturas no tenga ya sentido advertir sobre el


hecho de que todo intento de fijar identidades, imaginar nacio-
nes, definir pueblos, parece condenado a ser ejercicio ganado
para omisiones, reducciones y exclusiones. Un ejemplo inmejo-
rable lo brinda… ¡Bolívar mismo! La definición de identidad na-
cional que ha pasado a ser considerada como fundacional es la
que el prócer expresara en 1815, en su “Carta de Jamaica”, repi-
tiéndola luego en el “Discurso de Angostura” (1819). Hay dos
fragmentos archicitados del “Discurso…” que dan cuenta fla-
grante de las contradicciones fijadas en nuestra representación
fundacional de identidad:

(1) ...no somos europeos, no somos indios, sino una especie me-
dia entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento
y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a
los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que
nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso
es el más extraordinario y complicado (109).

(2) Tengamos presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el


americano del Norte, que más bien es un compuesto de África y de
América, que una emanación de la Europa; pues que hasta la Espa-
ña misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus insti-
tuciones y por su carácter (114).

52 Internet, en el particular contexto que se vive en Venezuela en este siglo XXI, ha pues-
to de moda pasajes inusuales de textos como el “Discurso de Angostura”: «Las repetidas
elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como
dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostum-
bra a obedecerle y él se acostumbra a mandar; de donde se origina la usurpación y la
tiranía». Quienes difunden esta frase, justamente enrostrada contra el “atornillamiento”
del chavismo en el poder, desde la oposición, silencian el hecho de que Bolívar proponía
también en ese discurso la instalación de un Senado vitalicio para refrenar cualquier
exceso político y moral, y defendía un Poder Ejecutivo cuya fortaleza superase a la del
Congreso. Por no hablar del uso que se hace de Bolívar en los discursos políticos de todo
signo, lleno siempre de contradicciones y silencios.

107
La devoción por Bolívar, establecida en los templos erigi-
dos a tal fin por instituciones y discursos a lo largo de dos si-
glos, y que hoy recrudece con aires cubistas de “resistencia”, ha
impedido ver lo que podría resultar obvio: la falta de corres-
pondencia entre los sujetos/objetos referidos en el «nuestro» y
el implícito “nosotros”, la ironía histórica de que la fundación
de la nación se asiente en un cierto acto de violencia. El primer
fragmento conviene en que lo «europeo» forma parte de la iden-
tidad, a diferencia del segundo que niega el «derecho», aunque
sea moral, a tal adscripción. El primero, corresponde a la ima-
gen de nación que se reduce a la auto-representación del blan-
co criollo, mentalmente ligado a Europa (no a la africana Espa-
ña) y, por tanto, ciudadano; el segundo, figura otra nación, la
del «pueblo» vinculado a espacios bárbaros (América, África).
El paso del “nosotros” al «nuestro» dice del hiato entre el sujeto
criollo y el «otro natural»53; un lejano antecedente, pues, ¿ines-
perado? de las “dos Venezuelas” de hoy54.

Pero además, si el “Discurso de Angostura” es el preámbu-


lo a una segunda toma de posesión por vía de ley del proyecto
republicano sobre su territorio y su espacio humano heterogé-
neo, debería ser inocultable –y no lo es– que la instalación en la
legalidad de la república de Bolívar presupone un acto de vio-
lencia hacia adentro: «el conflicto de disputar a los naturales los
títulos de posesión»; «naturales» a los que, además, considera,
un género humano casi extinto. Este inicio de constitución repu-
blicana será a la vez, aunque sin nombrarlo, asiento venezola-
no del dilema entre civilización y barbarie.

53 Ya más de una década atrás intentaba marcar el carácter vertical del discurso de Bo-
lívar en los textos mencionados (1995b). Unos años después, en “Nueva lectura de la Car-
ta de Jamaica” (1997) de Elías Pino Iturrieta, el lector puede encontrar un desarrollo lú-
cido de este aspecto. Allí Pino Iturrieta señala que «el hombre que escribe en Jamaica
no escribe por todos los hispanoamericanos, sino por unos pocos. Quiere que el destina-
tario comprenda a un puñado de hombres, pero no a todos» (22), «Sólo reflejan la voz
del blanco criollo» (27). Y añade: «Bolívar se aferra a la tradición del derecho de unos
pocos, de los blancos descendientes del tronco peninsular, para defender su posición fre
54 Hace 10 u 11 años este «hoy», quizás tenía algún sentido. Desde hace más de un lus-

tro, en este 2020, la idea de las dos Venezuelas, asociada al eje de chavismo/anticha-
vismo suena a falsedad hueca o rotunda. Hoy sólo tiene sentido pensar en un poder re-
presentativo sólo de su propio interés fagocitante y las 2, 3, 4… Venezuelas que apenas y
a penas existen.

108
El escenario escindido proyectado por Bolívar en estos frag-
mentos reaparece en diversas zonas de Doña Bárbara. Y no só-
lo por poner en escena el dilema entre civilización y barbarie a
partir del enfrentamiento entre ciudad y campo, vehiculado por
los nombres emblemáticos de sus personajes centrales, Santos
y Bárbara, sino porque remonta la historia de la novela al –bo-
livariano– «conflicto de disputar a los naturales los títulos de
posesión». Altamira se funda a partir de actos de barbarie come-
tidos por quien se presumiría representante de la civilización,
Don Evaristo Luzardo, «hombre de presa» que «arrebató a los
indígenas aquella propiedad de derecho natural, y como ellos
trataron de defenderla, los exterminó a sangre y fuego» (97).
Para el Gallegos de 1929, la violencia es el signo que explica el
origen de la historia. Tanto Bárbara como Santos Luzardo son,
por igual, sus hijos. Bárbara es fruto y revancha de una doble
violación: la del blanco sobre la india madre (39) y la del grupo
pirata sobre el cuerpo de la mestiza (44); por lo que es, a la vez
que «devoradora de hombres», «trágica guaricha» (39). San-
tos, por su parte, es el descendiente de una lucha fratricida ali-
mentada por la codicia: la familiar entre Luzardos y Barqueros,
capuletos y montescos criollos, que dividirá la tierra y culmi-
nará en el filicidio de Félix Luzardo.

Sin embargo, aunque el emplazamiento de Doña Bárbara


halle su antecedente más lejano en la república imaginada por
Bolívar, como marcase lúcidamente Julie Skurski (1996)55, la
novela de Gallegos, aunque parta inevitablemente de Bolívar,
entronca aún más o también con otra tradición, no incompa-
tible con la iniciada por Bolívar, pero sí diferente en varios as-
pectos. Pienso, sobre todo, en la tradición de la vuelta a la tie-
rra y el pacto social, cuyos “picos” literarios del XIX podrían
55 Respecto de la filiación bolivariana de Gallegos y Doña Bárbara que establece Skurski
no tengo objeción, sobre todo porque apela a zonas del discurso de Bolívar que funda-
mentan esa filiación y yo tomo otras (respecto de otro asunto). Por lo demás no creo que
los apremiantes avatares de la vida política de Bolívar no tienen ni pueden exigir de él
uniformidad (desde su antiesclavismo a su autocratismo, según su dónde y su cuándo).
Como en pocos es visible e incluso dramática en él la diferencia entre el letrado progre-
sista y el gobernante. Quizás por ello preferí (2000), como se verá, la filiación de Ga-
llegos con (el también bolivariano) Martí, tanto porque su discurso es más propiamente
culturalista (aunque la perspectiva del gobernante produzca no pocas fisuras en él),
como por ser más plenamente precursor del mestizaje cultural-populista que, para mí,
define al Gallegos de Doña Bárbara y de sus novelística al menos desde 1925.

109
ser la silva “A la zona tórrida” de Bello, los dos cuadros de cos-
tumbres de Daniel Mendoza, “Un llanero en la capital” y “Pal-
marote en Apure” y, por qué no, Zárate de Eduardo Blanco.

La otra tradición de Doña Bárbara

El denuesto de corte y alabanza de aldea que es la “agrico-


laria” silva de Bello inaugura una línea que contará con no po-
cos adeptos en el futuro (incluso si “denuestan” a Bello): la figu-
ración de una modernización diferenciada, que tendrá por cla-
ve la idea-eje según la cual el modelo de la urbe europea debe
ser desplazada por la base que provee nuestra exuberante y pró-
diga naturaleza; deseo diferenciador que será compartido por
textos de esa primera mitad del siglo XIX, como Sociedades
americanas de Simón Rodríguez (ausente en él la mitificación
de la tierra) o Europa y América de Fermín Toro. Este punto de
partida, la “vuelta a la tierra”, gozará de excelente salud en la
literatura venezolana de la era moderna: del bellista Urbaneja
Achelpolh o escritores de la vanguardia como el primer Mene-
ses o Díaz Sánchez a narradores y poetas de los años 60. Tras
La trepadora, que se desarrolla mayormente en Caracas, Ga-
llegos decide emprender un viaje físico y literario al interior, a
lo propio desconocido, para con él desarrollar lo mejor de su
narrativa: Doña Bárbara, Cantaclaro, Canaima… novelas en
las que sus personajes centrales parten de la ciudad para ini-
ciar un aprendizaje en otro modo de imaginar la nación mo-
derna: aviados con el norte simbólico que han adquirido tras el
(re)conocimiento de la tierra y su gente.

Al promediar el XIX aparecen los mencionados cuadros de


costumbres de Mendoza, que no siempre son revisados en su
conjunto y cuyo interés para el relato de imaginar la nación
aún no ha sido del todo apreciado. Sabemos que “Un llanero en
la capital” y “Palmarote en Apure” –como casi todo II, inferior a

110
su original– representan el encuentro “amistoso” del campo y la
ciudad. Ya Silva Beauregard (1989) señalaba, contrariando la
lectura convencional, que Palmarote, el llanero, funcionaba co-
mo agente de la voluntad autorial, gracias a lo cual Mendoza,
burla-burlando, se mofaba de nuestra particular urbe moderna
y, por supuesto, del “Pepito a la moda”, su otro protagonista. Y
podría añadirse que “Palmarote en Apure” va un poco más allá.
El viaje al llano del capitalino, ahora menos patiquín, es algo
más que una visita de cumplimiento: la concreción de una po-
sible alianza o pacto social, toda vez que el hombre de la ciudad
ha convenido en aceptar el valor de Palmarote y, de algún modo,
en repensar el país. Con algo de exageración, podría decirse que
el cuadro de Mendoza incluso a sugiere como modelo alterno
de espacio social, San Fernando de Apure, la ciudad rural.

Asimismo, medio siglo después de la silva de Bello, Eduar-


do Blanco diseñará el pacto del personaje popular, el bandido
Zárate y del caballeresco terrateniente Carlos Delamar como
una forma de contrarrestar los efectos del símbolo de la moder-
nización burguesa, el inescrupuloso arribista Sandalio Busti-
llón. Bustillón será pariente lejano de los “hombres de presa”
de la novela de Gallegos: el costado varonil de Bárbara, Míster
Danger, el Jefe Civil…; pero hay otra curiosa correspondencia
de la novela de Blanco con Doña Bárbara de Gallegos: la doble
personalidad y la auto-inmolación de su personaje principal,
Zárate-Oliveros, que se repetirá en el sacrificio de Bárbara, la
«devoradora de hombres»/«trágica guaricha», como el llano,
«bella y terrible» a la vez; sacrificio propio de una heroína ro-
mántica. Por lo demás, la idea del pacto será crucial para cierta
lectura de Doña Bárbara: la que ve en la proposición central de
la novela de Gallegos no sólo la reagrupación utópica de la tie-
rra dividida por la alianza de dueño y peones, sino una suerte
de mestizaje cultural, expresado en la reconciliación con la figu-
ra del centauro, ciudad y llano, mitad Santos mitad Bárbaro.

111
“Lecturas en pugna”

Obviamente tanto la filiación de Doña Bárbara como cual-


quier afirmación que se haga respecto de su “hacer cosas” con
el pueblo, la mujer y la nación, dependerá no sólo del lugar
desde donde se lea la novela, sino de cómo se la lea. 10 años
atrás, cuando Doña Bárbara cumplía 70 años de publicada,
me tocó hacer intervenciones que dieron origen a un par de ar-
tículos. En uno de ellos, “Lecturas en pugna” (2004), intentaba
mostrar mis reservas respecto de trabajos (Martin, Sommer,
Castro Urioste…), algunos de aires foucaultianos, que actualiza-
ban una larga tradición de reducciones al insistir en la adscrip-
ción genealógica de la novela de Gallegos al paradigma-Sar-
miento y su tesis sobre civilización vs barbarie (cuya rigidez,
por lo demás, no es estable en el conjunto discursivo del Fa-
cundo). Doña Bárbara sería en estas nuevas lecturas finisecu-
lares la plasmación de una ideología populista –en su acepción
de demagogia manipuladora y enmascaradora– y machista,
expresada por el triunfo del personaje civilzador, Santos Luzar-
do, doble de la voz autorial, sobre los sectores populares y la
mujer: la barbarie; por lo que la novela de Gallegos no pasaba
de ser otra cosa que una recomposición estratégica del orden
letrado (lo que por cierto es, y en más de un sentido)56.

56 (Nota de 2020). En este siglo hay, por supuesto, estudios que refuerzan esta “línea” de
lectura. Uno de los fallos que podría tener tanto el texto “Lecturas en pugna” (2004) co-
mo la versión original de este capítulo (la conferencia de 2009 o su publicación en Aka-
demus –2011; realmente 2015–) es la ausencia de ciertas apoyaturas bibliográficas fun-
damentales. Una ausencia injustificable de mi parte: el libro –¡publicado además en Ve-
nezuela!– Rómulo Gallegos. Imaginario de nación (2006) de Mónica Marinone, que,
más acucioso que los mencionados y de indiscutible interés incluso para los que no con-
cordamos con su lectura, insiste en marcar la continuidad de Gallegos con la figura de
Sarmiento. “Lecturas en pugna” fue un texto subdiario de “Mestizaje y populismo en Do-
ña Bárbara…” (2000; de hecho una segunda intervención mía en aquellos 70 años de la
novela de Gallegos). Como en “Mestizaje…” mi tesis fundamental residía en el cambio de
paradigma en Doña Bárbara: de Sarmiento (central en la primera parte de la novela) al
mestizaje cultural-populista latinoamericano moderno que centraba en Martí (descri-
frable en la segunda parte), expresamente reconozco hoy que la filiación o no al para-
digma-Sarmiento (que no comparto) fue el motivo de diseñar metodológicamente dos
líneas de lectura en “pugna” y que sólo a ese respecto tiene justificación. Desde otra pers-
pectiva más general, resulta insostenible el agrupamiento de lecturas como la de Martin
con las de Sommer o Castro-Urioste; y aún más de las de lecturas en las que apoyo mi

112
Prefería plegarme, en cambio, a lecturas que, con menor
fortuna, prefirieron desestimar la vinculación con Sarmiento y
marcar la conciliación de los mundos enfrentados como norte
de la novela, algunas de larga data ya, como las de Mariano Pi-
cón Salas o Juan Liscano. Años más tarde, Nelson Osorio puso
de relieve (para mí, de modo exegéticamente crucial) la insufi-
ciencia lectora de la crítica existente: al reducir a Santos Luzar-
do al rol exclusivo del civilizador, se obliteraba que esa imagen
primera es tan sólo «una premisa previa, que muestra la ideo-
logía del personaje antes del inicio de los acontecimientos de la
novela», y que justamente es «que su nueva experiencia de la
vida llanera va a modificar hasta cambiarla y cambiarlo com-
pletamente» (34; cursivas mías). Tal comprensión de Doña Bár-
bara, en vez de entregar la imagen de una «antinomia irreduc-
tible», enfatizaba tanto su voluntad de marcar la «conjunción»
y «síntesis» de los términos en conflicto (35), como «la supera-
ción dialéctica [de lo] que representa Santos Luzardo» (34).
Esa tradición de lectura es la base de mi adscripción de Doña
Bárbara a la idea de un pacto social y cultural, visualizando la
novela, más bien, como un proceso abierto y dual que desvela la
posibilidad de un nuevo paradigma, no de una cristalización
del liberalismo decimonónico, como han querido hacer ver sus
afiliación de Gallegos al populismo martiano: Picón Salas o Liscano muy poco tienen
que ver con Beverley, Osorio o Skurski (o trabajos de Leo y González Echeverría). Ello,
aunque Marinone no conociese mi trabajo sobre la filiación de Gallegos a Martí, justa-
mente desde la crítica abierta de Martí a Sarmiento (2000), sólo hace grave mi ignoran-
cia del texto de Marinone en 2009.
Pero hay otro tipo de caso y consideración. Un texto que aparece en buscadores de in-
ternet antes que cualquier otro trabajo sobre la novela de Gallegos es “Doña Bárbara y
lo político” (2018) de Iannis Antzus Ramos. Aunque el objetivo capital de su trabajo es
mostrar que mi visualización de dos líneas principales de lectura “en pugna” es errada
por causa de mi parcialidad y mi incapacidad para no apreciar cómo mi divergencia lec-
tora es finalmente complementariedad…, mi lectura de su texto me lleva, a adscribirlo a
lecturas como las de Sommer y Castro-Urioste. Por un mínimo de profesionalidad me
veo obligado a mencionar este trabajo, pero no por diferencias de juicios, sino por con-
siderarlo un caso de discurso académico espurio, debo inhibirme de hablar de él aquí,
pues no es asunto propio de un espacio profesional ni de éste mi limitado proyecto edi-
torial. Lo hago público, sí, en mi nicho personal de Facebook: “Antzus Ramos y la políti-
ca: un ejercicio de crítica espuria” (https://www.facebook.com/profile.php?id=100012877180459; 1o
de mayo 2020). Sin embargo, no puedo resistir la tentación de citar la primera nota del tra-
bajo que no tiene desperdicio por ser franca y antediluvianamente divertida: «Según Ja-
vier Lasarte, también Mariano Picón Salas, Juan Liscano y Nelson Osorio compartirían
esta misma interpretación de la obra. Curiosamente, todos los críticos que menciona co-
mo defensores de esta postura o son venezolanos o residieron durante largas tempo-
radas en Venezuela» (cursivas mías). (Precisar que Picón Salas, Liscano, Osorio no son
«defensores», si no constructores de esa postura que adhiero sólo sería faltar el respeto
de cualquier lector).

113
jueces, sino la vuelta de tuerca de una nueva política: la del na-
cionalismo populista. Y aquí añado otros trabajos sustanciales
con los que concuerdo: Beverley, Skurski… (Lecuna: 79-92)57.

57 En este pie de página de 2020 quiero mencionar el valioso texto de Miguel Gomes
“Telurismo, vanguardia y tiempo literario en Doña Bárbara” (2011), trabajo que no
pude incorporar en su momento por haber sido públicado encabezando –con justicia– el
pequeño dossier de Akademus sobre la novela de Gallegos, donde apareció la primera
versión de este capítulo. Es un texto que invita al lector –especializado o no– a repensar
Doña Bárbara como una obra inequívocamente moderna, a tono con su hora en el
mundo occidental. De destacar, en especial la relación desarrollada con el expre-
sionismo alemán, el cine, Xul Solar o la explícita puesta en relación del propio Gallegos
de Pirandello con Doña Bárbara en su prólogo de 1954 a la novela –ya había resaltado
yo la establecida en 1926 por Julio Planchart con el italiano a propósito de La trepadora
(1995a: 13)–; también el rescate de cierta bibliografía pertinente y desatendida (Michals-
ki, Crema). El marcaje y desarrollo que hace Gomes tanto de la complejidad que afirma
la condición artística contemporánea de Doña Bárbara, muy alejada de la reducción a
que fue sometida por varios escritores y críticos desde el boom, como su alejamiento de
las tradiciones dominantes a lo largo del s. XIX (¡Sarmiento!), obviamente resulta apro-
vechable para mi lectura, como lo será más adelante el trabajo de González Echeverría.
No obstante, no comparto la idea de que la grandeza artística de Doña Bárbara se pro-
duzca en cierto modo casi a pesar del propio Gallegos (algo que también sugierese antes
González Echeverría). Gomes parece diferenciar el Gallegos artista del político: «Doña
Bárbara reserva [...] sorpresas que niegan el adocenamiento que se le achaca: sus suti-
lezas, su profunda rebeldía e independencia con respecto a la ideología de Gallegos –el
político– la convierten en un texto “moderno” (González Echeverría), desgarrado y pro-
blemático, en lucha con su autor y consigo mismo» (21). Más de una vez también, como
siguiendo la pauta de los “6 personajes” de Pirandello, Gomes habla del «narrador posi-
tivista galleguiano» (23; 21). Más allá de que es muy sugerente la idea de un personaje o
una obra en pugna con su narrador o autor –Unamuno además de Pirandello–, temo
que la dualidad Gallegos narrador/autor/ideólogo político vs narrativa artística no es tal.
De haber esos dos Gallegos en la mismidad de Doña Bárbara, ella estaría presente en to-
da su narrativa desde La trepadora hasta al menos Sobre la misma tierra, pasando por
sus otras dos novelas cumbres: Cantaclaro y Canaima –ambas, tras su contacto con los
jóvenes vanguardistas, formalmente más arriesgadas que la novela del 29–, que entien-
do como piezas de un gran mural narrativo-ideológico unitario (muy de su generación
en zonas del continente) que cuestiona radicalmente la idea decimonónica rígida y exclu-
yente de civilización asociada a la ciudad burguesa vs la barbarie asociada a la tierra y su
gente, y que sólo imagina la posibilidad de otra nación a partir de la asunción de lo “bue-
no” de ambos mundos: las élites urbanas pueden ser tan bárbaras como las rurales; la
tierra y lo popular puede funcionar como fundamento de ser e integrarse en ciudadanía.
Por lo demás, habría que pensar la idea, temo que justa, de que Gallegos, más que ideó-
logo o político profesional en años puntuales –y quizás a regañadientes–, fue por deseo
y vocación, inicialmente educador y siempre artista moderno comprometido con su so-
ciedad. Pero el problema pasa quizás o además por otros dos asuntos (que temo involu-
cran a valiosos acercamientos como el de Gomes y, antes, los de González Echeverría):
1) No aceptar como artísticamente moderna ni la opción del nacionalismo literario –crio-
llista, regionalista, mundonovista…–, incluso si alcance en obra altos niveles estéticos para
ese mismo gusto moderno ni la del compromiso social de escritor y escritura. Ya Skursi
recordaba cómo Doña Bárbara fue recibida en su momento como obra innovadora y
moderna en el ámbito hispanohablante respecto de la tradición criollista: «Critics in La-
tin America hailed Doña Barbara as a work of “universal literature”, deeming it “clas-
sic” in style, resonant of Cervantes and Tolstoy, and free of the “parochial descriptions”
(costumbrismo) found in much of the region's literatura. These critics in Spain and La-
tin America accorded Doña Barbara literary greatness because it had turned its gaze in-
ward toward the rural heart of the nation, yet had adopted a narrative position of dis-
tance from and mastery over the scenes it presented » (619). Qué hacer, además, con la
admiración de coetáneos hacia el Gallegos de ya 1925, el de La trepadora, sea por lo in-

114
El otro artículo “Mestizaje y populismo en Doña Bárbara:
de Sarmiento a Martí” (2000), quería aportar algo más a esta
línea de lectura (y es más de mi gusto aún –2020–, por atender
más a la novela y sus vínculos). Como rondaba el tema del
“hacer cosas con el pueblo, la mujer y la nación” y dada su es-
casa circulación en Venezuela58, quiero retomar por extenso al
menos tres proposiciones de ese artículo:

novador de su tratamiento del paisaje respecto de la tradición criollista (tal como lo hi-
cieran los pintores del Círculo de Bellas Artes –vid supra: 25-29–) y la focalización na-
rrativa en la interioridad de los personajes, que ya no «viven una vida que les viene de
afuera sino que la van creando», en decir de Paz Castillo; sea por su grado y altura de
conciencia y rigor artísticos, que se expresa en el hecho de «concebir la novela como un
todo artístico en su difícil complejidad», «el estudiado equilibrio de la composición [...]
que lo lleva a disponer los caracteres y las situaciones dentro de un elaborado sistema de
contrastes y correspondencias, y a ordenar la novela dentro de una estructura», según el
parecer de Uslar Pietri (en Lasarte Valcárcel 1995a: 13-4).
2) El simplismo de considerar a Gallegos como “positivista”. No pongo en duda que ha-
ya elementos positivistas de importancia en sus textos juveniles de La Alborada; siem-
pre que haya la disposición mental de aceptar que hay otros que apuntan en otra direc-
ción. Pero tal vez haya que preguntarse antes algunas cosas: ¿qué discurso intelectual
más o menos progresista venezolano hasta promediar los años 20 –incluido Picón Sa-
las– del XX está exento de ello?; ¿no los hay, y en estado grueso, en el primer Gilberto
Freyre en Brasil o, aún más, no está preñado el Ariel de Rodó de una suerte de darwinis-
mo cultural?; ¿tan dogmático y rígido es el positivismo que puede ser reducido a una
sola cosa deleznable, sea en Europa o en Venezuela?; ¿en una historia de las ciencias so-
ciales modernas en Venezuela, no tienen nada que decir JoséGil Fortoul, Lisandro Alva-
rado o el mismísimo Vallenilla Lanz?; ¿no fue el positivismo un “emplazamiento” que,
entre otras cosas “siniestras”, fue parte de un proceso social que contribuyó a entender
por primera vez la cultura o el arte como esferas autónomas –y aun superiores–, lo que
se defiende como orgullosa bandera al menos un siglo después?; ¿no será el perfecto y
anti-saturnal chivo expiatorio?... Lo cierto es que si algo distingue políticamente a Galle-
gos, más que sus ensayos (por los que no habría pasado a la historia) es su vinculación
con personas o grupos que luego dieron forma a Acción Democrática, partido por el que
llega a la presidencia (frustrada temprana y violentamente en cuanto da pasos para esta-
blecer una reforma agraria en Venezuela). Las limitaciones de la narrativa y la política
de Gallegos no son otras que las propias del populismo moderno latinoamericano (de
raíz martiana), pero, para decirlo gruesamente, ello no autorizaría a considerar AD co-
mo partido de orientación positivista. Sí aceptaría en cambio la idea de Beverley –no li-
teral, si no enfocada en la base simbólico-cultura-ideológico que es– según la cual Doña
Bárbara funda Acción Democrática. O la pertinente y fina puesta en contexto de Julie
Skursi que, en la segunda mitad de su trabajo, se centra en mostrar no ya la diferencia
fundamental de Gallegos respecto no sólo de las soluciones de Sarmiento, sino sobre to-
do (sea como político, educador o narrador) respecto de las soluciones políticas que
propiciaran los intelectuales positivistas. Lamentablemente el artículo de Skurski, sien-
do de los más complejos acercamientos al affair Doña Bárbara, ha pasado bajo la mesa
de los más prestigiados espacios académicos que se han ocupado del tema.
58 Espero que ese texto del 2000 integre, si me es posible, un libro de DELA(u)TOR,

muy probablemente con la base del mismo título que este capítulo (“Hacer cosas con el
pueblo, la mujer y la nación”), pero recogiendo trabajos sobre obras y autores latinoa-
mericanos de los siglos XIX y XX.

115
1) Considerar otra filiación latinoamericana para Doña Bár-
bara, diferente a la “incompleta” relación con Sarmiento y más
orgánicamente ajustada al diseño de la novela de Gallegos en su
totalidad. Doña Bárbara pone en escena los componentes del
esquema sarmientino para, al reconocer su escasa viabilidad o
su productividad negativa, transformarlos, manipularlos narra-
tivamente y dar cauce, forma y expresión –consciente o no– a
su “segunda matriz”: “Nuestra América” (1891) de José Martí.
Doña Bárbara supondría así el paso de la defensa narrativa
del proyecto liberal de Sarmiento, en su primera mitad, a la fi-
nal, en su segunda mitad, de un mestizaje populista de corte
martiano. Para ello tomaba en cuenta una serie de aspectos en
Martí que reaparecerán en la novela de Gallegos. De entrada,
un común punto de partida: la amenaza que suponían tanto la
avanzada imperialista –el «tigre de afuera»; cuando Sarmiento
promovía finalmente su ejemplo– como la actuación de viejos y
nuevos “hombres de presa”, desde los seguidores de seculares
prácticas coloniales hasta los reyezuelos burgueses, «tigres de
adentro» causantes de las «degeneraciones morales» y ante los
que la tradicional ideología liberal hacía aguas.

El martiano manual para los “príncipes” latinoamericanos


del futuro inmediato pedía «la hora del recuento y de la mar-
cha unida» (1977: 26). El diagnóstico en Martí apuntará, por
un lado, a la visión grotesca de naciones desarticuladas por go-
biernos continuadores del orden letrado colonial, elitescos y
extranjerizantes, y, por otro, a las políticas vigentes, cuyo de-
fecto principal consistía en la ausencia total de adecuación en-
tre gobierno y sociedad: «Con un decreto de Hamilton no se le
para la pechada al potro del llanero» (27), por lo que «[n]o hay
batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa eru-
dición y la naturaleza» (28). La utópica “receta” martiana, de
raíces bolivarianas y bellistas, supondrá el diseño de otra políti-
ca que tenga por ejes la adecuación y la cohesión; en otras pala-
bras, una suerte de nacionalismo populista59: «El gobierno ha

59 Y esa sería la novedad y diferencia, la asunción populista, respecto de sus antecesores


venezolanos (Bolívar o Bello o Rodríguez) en sus seguimiento del principio “montes-
quieuano” de la adecuación a la hora de pensar las políticas de constitución y gestión de
las nuevas repúblicas.

116
de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La
forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del
país» (27). (¿No consiste en esto el aprendizaje de Santos Lu-
zardo, toda vez que desiste de «matar al centauro» interior?).
El nacionalismo habría de ser la resultante de ese principio de
adecuación que aplicará el gobernante como fuente básica de le-
gitimidad: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el
tronco ha de ser el de nuestras repúblicas» (29). Como conse-
cuencia, el «mestizo autóctono» ha de reemplazar como mode-
lo humano y social al «criollo exótico». Es decir, las dos caras o
fases de Santos Luzardo.

El nuevo gobernante debe establecer otros lazos sociales,


más democráticos y solidarios, una patria para todos: «herma-
nar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fun-
dadores, la vincha y la toga; […] desestancar al indio; […] ir ha-
ciendo lado al negro suficiente; […] ajustar la libertad al cuerpo
de los que se alzaron y vencieron por ella» (30). Por lo demás,
el nuevo orden social de la nación renacida no se alcanzará, en
el deseo de Martí, por vía violenta y revolucionaria, sino conci-
liadora, caritativa y amorosa: «Cansados del odio inútil, de la
resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial,
de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las cas-
tas urbanas divididas sobre la nación natural […], se empieza,
como sin saberlo, a probar el amor» (31). Dos claves martia-
nas, pues, para ir a Gallegos. Una: ante el exotismo y el peligro
de invasión, la construcción de un real, pleno nacionalismo, la
“vuelta a la patria” del «mestizo autóctono»; y otra: ante la en-
fermedad de la desintegración y la violencia social, la unidad
efectiva y solidaria de pueblo y gobernante, por vía amorosa y
pedagógica (temo que no unamuniana).

2) Si bien el pórtico y, en general, la primera mitad de Do-


ña Bárbara abre las puertas para las usuales lecturas que ven
en ella la culminación del ciclo-Facundo, en tanto escenifica la
oposición civilización-barbarie, también provee, en esa prime-
ra parte de algún equívoco que alimentará la posibilidad de en-

117
tender la novela como parodia (seria) y modificación del es-
quema matricial de partida. Las primeras páginas de la novela
informan sobre los prototipos: la gallarda y atildada presencia
física del civilizador Santos Luzardo, y la leyenda sobre la “bár-
bara” de la novela, cuyos signos de avanzada son el “asiatismo”
del Brujeador, los caimanes y el espacio que impone «la abru-
madora impresión del desierto» (22-3): un cuadro digno de Sar-
miento o Echeverría. A partir de allí, el conjunto todo será leí-
do por un sector de la crítica (metonímicamente) como las es-
trategias de aprovechamiento de las «estratagemas» de Doña
Bárbara y su mundo, para que el protagonista, doble del autor,
asegure la conquista del otro y el triunfo de la civilización.

Pero otra voluntad lectora puede prestar atención a un fra-


seo diferente que provee también la narración desde sus ini-
cios: en Santos hay «dos sentimientos contrarios acerca de las
cosas que lo rodean»; luego el bonguero le advierte al protago-
nista que «el llanero es mentiroso de nación [...], y hasta cuan-
do cuenta algo que es verdad lo desagera tanto que es como si
juera mentira» (27); y, andando en la novela, Antonio dirá, a
propósito de un cuento de Pajarote, que «[l]as cosas son ver-
dad de dos maneras» (76). Acaso la narración tenga también
algo de engañosa y revele caminos menos rígidos: los de la modi-
ficación paródica del modelo inicial (Sarmiento). En su prime-
ra parte Doña Bárbara establece una genealogía de la patria es-
cindida, reino de la «estratagema» y el sentido torcido, ganada
en el presente por el despotismo y la arbitrariedad, lo que per-
mite decir al narrador que «Altamira se ha convertido en un ver-
dadero desierto» (115). Pero la novela de Gallegos será el viaje
de la restauración del territorio y del sentido, de la utopía futu-
ra de la patria, por lo que al final «todo vuelve a ser Altamira»
(330), y el Llano, «tierra de horizontes abiertos», se expande
simbólicamente para acoger a esa «raza buena» de la nación
que «ama, sufre y espera».

Para tejer esa imagen última de la unidad del territorio y


la comunidad, base de la patria mestiza, la del centauro que
quiere renunciar al caciquismo y prepara una nueva epopeya,
la novela de Gallegos se vale, como lo hiciera Martí, de un des-
118
plazamiento del esquema original: la opción operativa –e ideo-
lógica– no por el desarrollo de oposiciones, sino por el desplie-
gue de un haz de paralelismos y dualidades que desarrollarán
la “visión” de una segunda oportunidad para la república-Al-
tamira. La idea del centauro resulta crucial en este sentido: an-
tes que matarlo, hay que asumirlo y reencauzarlo. Para ello,
Gallegos recurre a una decisión fundamental: hacer flexibles y
complejos a sus personajes, y “cruzarlos”. Santos y Bárbara no
sólo serán hermanados por el común origen de la violencia. En
el transcurso de la novela, Bárbara se “ilumina” y “feminiza”, a
la vez Santos se “masculiniza” y “barbariza” en más de un senti-
do. Y ello será así porque todo, naturaleza y humanidad, consta
de dos caras: lo bello y lo terrible; así la sabana es «toda ella,
uno solo y mil caminos distintos» (59) y, en esa humanidad
particular, sus costados constitutivos se activan dependiendo
de la índole de los intercambios sociales que se produzcan en su
espacio. Por relaciones humanas fundadas en la violencia ha
llegado a reinar el caciquismo y la barbarie en la patria escin-
dida; y por su eliminación, se habrá de llegar a la construcción
de la unidad nacional.

Los personajes no sólo se muestran en sus dualidades sino


que parecen duplicados de otros (Lorenzo y Santos, Asdrúbal y
Santos, Bárbara y Marisela o Bárbara y la llanura) como para
significar la posibilidad de una segunda oportunidad, la de la
refundación. Si el Llano, que es incendio, tolvanera o tremedal,
es también «[t]ierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y
para la hazaña, toda horizontes, como la esperanza, toda cami-
nos, como la voluntad» (85), Marisela, hija de Bárbara y Loren-
zo Barquero, es «recia y dúctil a la vez», «una personalidad del
alma de la raza, abierta como el paisaje a toda acción mejora-
dora» (153). Y, como el de Palmarote por parte del capitalino, el
reconocimiento del “valor” del llano y sus llaneros de parte de
Santos Luzardo (y por supuesto, de Gallegos), será la llave de pa-
so para completar el montaje del aparato novelesco que es Doña
Bárbara. Un pasaje que recoge la reflexión de Santos Luzardo
y que cierra la Segunda Parte de la novela es sintomático:

119
Y vio que el hombre de la llanura era, ante la vida, indómito y su-
fridor, indolente e infatigable; en la lucha, impulsivo y astuto; ante el
superior, indisciplinado y leal; con el amigo, receloso y abnegado;
con la mujer, voluptuoso y áspero; consigo mismo, sensual y sobrio.
En sus conversaciones, malicioso e ingenuo, incrédulo y supersticio-
so; en todo caso alegre y melancólico, positivista y fantaseador. Hu-
milde a pie y soberbio a caballo. Todo a la vez y sin estorbarse, como
están los defectos y las virtudes en las almas nuevas.
[…]

Y de todo esto y por todas las potencias de su alma, abiertas a la fuer-


za, a la belleza y al dolor de la llanura, le entró el deseo de amarla tal
como era, bárbara pero hermosa, y de entregarse y dejarse moldear
por ella, abandonando aquella perenne actitud vigilante contra la
adaptación a la vida simple y ruda del pastoreo (232).

Con la representación de las dualidades y la inversión de


roles de los protagonistas la narración querrá significar no sólo
la vuelta, en el presente de la modernización, a la perdida uni-
dad ¿natural?: «Las cosas vuelven al lugar de donde salieron»
(323). (¿Antes de la Conquista; la masacre indígena del primer
Luzardo; o es sólo algo que aplica genéricamente a una según-
da oportunidad?). La final vuelta al río de Bárbara, por vía de
metafórica inmolación, significa la posibilidad de retomar el
cauce y rehacer la historia, las historias personales y la comu-
nitaria. También significará la potencial ruptura del ciclo fatal
de la violencia o la inviabilidad de las opciones de fuerza: el
cesarismo democrático del “buen cacicazgo”; tentación en la que
caerá Santos en algún momento de la segunda parte y de la que
será librado por Antonio, Marisela, Pajarote y, ¡claro!, por Do-
ña Bárbara. La fusión de los opuestos significará, así, la “mes-
tización” de civilización y barbarie. (Finalmente, después o an-
te todo es una fábula de nación).

3) La patria, pues, para el Gallegos de Doña Bárbara, siem-


pre fue mestiza y sólo será nación cabal –y no «desierto»– al
cesar la lucha fratricida y La Chusmita y El Miedo se fundan de
nuevo en Altamira, y desaparezcan los tigres de adentro y de
afuera, es decir, la Bárbara histórica (o los históricos Luzardos
y Barqueros) y Míster Danger. Será la fórmula para sobrevivir

120
a las viejas y nuevas amenazas de la modernización: la fábula y
utopía de “Nuestra América”. El mestizaje que promueve Doña
Bárbara es fundamentalmente cultural. Marisela es su resulta-
do, pero no tanto porque haya en ella mezcla de sangres sino
porque es la fusión en positivo de la civilización y la barbarie, o
mejor, el fruto en un proyecto civilzador que, martianamente,
se ha re-culturado. Y porque la solución es la mixtura, resulta
tan relevante en la novela construir narrativamente el cambio y
la fusión de opuestos, representar la recuperación para el pre-
sente de los “pasos perdidos”, concluir que las cosas deben vol-
ver «al lugar de donde salieron», tras salirse de “madre”.

Hay, pues, en Doña Bárbara una clara crítica a las políti-


cas dominantes de su tiempo: la “civilización contra la barbarie”
y el “gendarme necesario”. Gallegos decide, en cambio, apostar
por un gesto de apertura. El llamado de Doña Bárbara al nue-
vo gobernante consistirá en la implementación de políticas le-
gítimas, no arbitrarias –como los abusos de Doña Bárbara, el
punto sobre la hache del Jefe Civil o los planos de Míster Dan-
ger–; esto es: el reconocimiento del otro y el establecimiento de
nuevos valores sociales –la solidaridad y el amor–, para ¿re?u-
nificar y ¿re?construir la gran familia de la nación y protegerla
de sus amenazas. Al cabo: un pacto populista a la vez moderni-
zador y democratizador, unificador y pacificador. Pero ¿cómo
construye ese pacto la novela?

Así como las dualidades e inversiones contribuyen a fijar


las bases de una futura cultura mestiza, otros elementos permi-
ten leer (alegóricamente) los signos de la nueva política. Galle-
gos en Doña Bárbara hará de la palabra, recta o amorosa pero
siempre educativa, el instrumento de la nueva política: esto es,
la política de la cultura. Será así como Santos Luzardo gane el
respeto de los peones de Altamira; pero más significativamen-
te, la palabra permitirá –como el beso en la fábula “La Bella
Durmiente”– la transformación de las potencias ocultas de la
patria, encarnada en Marisela. «Arisca, como el animal salva-
je» (109), Marisela es «humanizada por el primer destello de
emoción de sí misma» (111). El vehículo que hace posible esa
revelación son las palabras: «Las manos le lavaron el rostro y
121
las palabras le despertaron el alma dormida» (112). Y será tam-
bién el recuerdo de esas palabras del amor, lo que impedirá
que Bárbara cometa un segundo filicidio y lo que decretará su
cambio definitivo (321 y ss.). Asimismo, la palabra hecha canto
propiciará el más exaltado acercamiento de Santos Luzardo al
mundo de la llanura, reconocido desde entonces como cultura
válida y valiosa (232). Doña Bárbara es viaje y viraje de la es-
critura. Su proceso es la representación de un proyecto de na-
ción y la palabra iluminadora del personaje y la narración per-
mitirá establecer un nuevo orden fundado en reconocer (ver-
ticalmente, si se quiere, igual que en Martí) al otro –«descubrir
las fuentes ocultas de la bondad de su tierra y su gente» (312)–
y en la alianza de lo que antes era diferencia: civilización/
barbarie, tradición/modernidad, culto/popular.

En la novela, el reconocimiento del otro social y cultural se


manifiesta de diversas maneras. La focalización narrativa en el
interior de Doña Bárbara para descubrir en ella «las fuentes
ocultas de la bondad», o el reconocimiento de la nobleza de los
peones de Altamira, quizás sean las más relevantes. Pero no lo
es menos el “viraje calificativo” de la narración respecto de ma-
nifestaciones de la cultura iletrada. Lo considerado al comien-
zo como superstición será luego registrado con criterios progre-
sivamente más abiertos. Así, el discurso mismo de la narración
va introduciendo resquicios –«[e]n cuanto a la conseja de sus
poderes de hechicería, no todo era tampoco invención de la fan-
tasía llanera» (50)– o concede a la “oralitura” protagonismo en
capítulos como “Las veladas de la vaquería” y “Coplas y pasajes”,
para hacerse funcional y decisiva narrativamente en “El punto
sobre las haches” (cfr.: Lasarte, 2004). Algo similar puede de-
cirse de la discusión que sostiene Bárbara con el Socio, tal co-
mo fuese perspicazmente señalado hace ya 67 años por Ulrich
Leo; escena en la que el narrador no se ocupa de establecer la
verdadera índole de la sombra, sino de aceptar la creencia y
acentuar en cambio el dramatismo del conflicto interior del
personaje:

122
Eran las palabras que había pensado decirse para apaciguar su exci-
tación; pero “el Socio” se las arrebató de los labios […]. Doña Bár-
bara levantó la mirada y advirtió que en el sitio que hasta allí ocu-
para su sombra […] estaba ahora la negra presencia de “el Socio”.
Como de costumbre, no pudo distinguirle el rostro, pero se lo sintió
contraído por aquella mueca fea y triste de sonrisa frustrada.
Convencida de haberlas percibido como emanadas de aquel fantas-
ma volvió a formular, ahora interrogativamente, las mismas palabras
que, de tranquilizadoras cuando ella las pensó, se habían trocado en
cabalísticas al ser pronunciadas por aquél (238; cursivas mías).

El viraje de la novela no supondrá desde luego un giro radical;


nada hay parecido a la asunción de la perspectiva de la cultura
popular –como pudiera haberla en Cubagua de Núñez, recono-
cida sólo algunas décadas después–, pero es el gesto de la am-
plitud de este nuevo ¿patriarca democratizado –autor, narra-
dor, personaje– y populista?

La nueva política de la palabra o la nueva palabra política


del reconocimiento conducirá al efecto de la apertura democra-
tizadora y el fomento de solidarias relaciones sociales. En cuan-
to Santos insemina, no la violencia, sino la racionalidad que re-
vela el «alma dormida» de la raza en el personaje popular –An-
tonio o Marisela– y produce el ser del hombre que realizará la
utopía de la cultura y la nación mestiza. Narrativamente todo
confluye en el alegórico final de la novela, que encuentra al pro-
tagonista en situación de caída, de entrega a su costado bárba-
ro. En ese momento la narración mostrará los frutos de la (mar-
tiana) empresa civilizadora. Santos Luzardo no recuperará su
identidad racional por sí mismo, sino, en un gesto democrati-
zador de la narración, por la activa gestión de sus educandos y
por el desinteresado sacrificio de su antagonista. Antonio, que
era «la idea del civilizador germinando ya en el cerebro del hom-
bre de rutina» (253), vigila paternalmente a su patrón y alerta
a Marisela sobre los cambios que en él se anuncia; Marisela de-
vuelve la prenda de la palabra emancipadora para salvar a su
benefactor con sus propias armas:

Era la luz que él mismo había encendido en el alma de Marisela, la


claridad de la intuición en la inteligencia desbastada por él, la cen-

123
tella de la bondad iluminando el juicio para llevar la palabra tran-
quilizadora al ánimo atormentado […], la tranquilizadora persua-
sión de aquellas palabras había brotado de la confianza que ella te-
nía en él y esta confianza era algo suyo, lo mejor de sí mismo, puesto
en otro corazón.
Aceptó el don de paz, y dio en cambio una palabra de amor (312;
cursivas mías)60.

Pero el pacto populista se sellará definitivamente con el


acto de mayor nobleza: la voluntaria desaparición de doña Bár-
bara. Santos es quien reactiva en Bárbara el recuerdo de las bon-
dadosas palabras de Asdrúbal, pero será ella paradójicamente
quien, con su benéfica mentira y su sacrificio de sí, lo salve de
la barbarie y lo redima ante la ley. La renuncia a ser lo que pu-
do ser, a una nueva vida guiada por el amor, su vuelta al tre-
medal, es su decisión de acabar con el mal impreso en su cuer-
po para hacer posible la nación mestiza: Santos y Marisela, y re-
conciliarse sacrificialmente con su maternidad ahora plena y no
fruto de violación. Su muerte alegórica es el parto del pacto na-
cionalista. Son los gestos de la eficaz alianza con lo social y cul-
turalmente diferente, ahora convertido en la gran familia de
Altamira/nación o de la nación de Alta-Mira.

Ahí está el detalle

Pero el planteamiento de Doña Bárbara no está exento,


80 años después, de algunos problemas. Incluso, cabe pregun-
tarse por lo que la novela de Gallegos pueda decir o significar
hoy día. Más allá del intento que pueda hacerse aquí por de-

60 También en Pajarote se observa al final un despliegue de orgulloso razonamiento y de


talante democrático: «–Peón es peón y le toca obedecer cuando el amo manda; pero
permítame que se lo recuerde: el llanero no es peón sino en el trabajo. Aquí, en la hora y
punto en que estamos, no habemos un amo y un peón, sino un hombre que es usted, y
otro hombre que quiere demostrarle que está dispuesto a dar su vida por la suya [...]. Ese
hombre soy yo y de aquí no me muevo» (291). El desplante no persigue otra finalidad
que proteger a Santos, al igual que su simpática explicación del dios vengador a la que
recurre para justificar la muerte de El Brujeador y de Balbino (317).

124
fender o establecer una lectura, la novela en sus actualizacio-
nes tiene una vida que no necesariamente se rige por las pau-
tas y deseos del mundo académico. Así, en la crispada Vene-
zuela de hoy [2009], encontramos apelaciones a Doña Bárba-
ra, impensables 10 años atrás, que, como las destinadas a Bolí-
var, aunque no resistan el más mínimo análisis crítico, parecen
tener más poder y un mayor “efecto de realidad” que cual-
quiera de estas páginas.

¿Tendría algún sentido llamar la atención sobre los nom-


bres con los que “alegremente” se han rebautizado hatos tradi-
cionales: Empresa Socialista Ganadera Agroecológica “Marise-
la”, Empresa Socialista Ganadera “Santos Luzardo”61; o, desde
otra “acera”, reparar en la activación del viejo esquematismo
que la misma Doña Bárbara quería superar: el dilema civiliza-
ción vs. barbarie, en la convicción de que hemos vuelto a los
tiempos de Gallegos? No; al menos no sin una cierta concien-
cia de su inutilidad. Y a la vez, ¿cómo pensar en la posibilidad
de leer un texto como éste de Gallegos, que pone en escena el
asunto de “hacer cosas con el pueblo y la nación”, desde un casi
imposible “afuera” de la experiencia de esta última década?

Al cumplir su medio siglo, Emir Rodríguez Monegal nom-


braba a Doña Bárbara «libro-nación». Aunque feliz, el térmi-
no no deja de tener alguna connotación sacra, por lo que pre-
fiero pensar la novela, si se me permite insistir en el uso de
otro término, como una fábula –alegórica, mitológica– si se
quiere, para la nación. El hecho de serlo facilita sus actualiza-
ciones en estos tiempos difíciles. Pero justamente esa misma
condición obliga a confrontarla, en tanto se postula como
discurso cultural de inequívoca clave política, con estos ochen-
ta años transcurridos, salvo que se quiera tomar mito por rea-
61 Me refiero, claro, a Empresas agropecuarias del proceso chavista. Es uno de los casos
más alucinantes o divertidos del proceso revolucionario. Si algo ha marcado a Doña
Bárbara (en la lectura de Beverly, asumida por mí), es la estrecha relación entre la
novela de Gallegos y el proyecto fundacional de Acción Democrática, el principalísimo
“tigre de adentro” -enemigo político de la revolución boliviariana-. [De 2019:] La ironía
trágico-cómica se completa con los informes con los últimos informes del Centro Nacio-
nal del Libro (CENAL) de 2013 y 2015, según los cuales, los libros referenciales de los
lectores son la Biblia en primer lugar, y Doña Bárbara, sólo en circunstancial disputa
del segundo lugar, en el primer informe, con los cientos de miles de ejemplares regala-
dos por la efemérides de El Quijote.

125
lidad –deporte, por lo demás muy apreciado en lo que va de
este siglo XXI globalizado y fundamentalista–.

La crítica de la fábula que es Doña Bárbara pasaría de he-


cho, desde la lectura propuesta aquí, por las mismas conside-
raciones de que podría ser objeto, por ejemplo, el discurso de
Martí, su final paradigma. Me limitaré a enumerar algunas de
ellas:

1) La excesiva confianza, de obvia raíz ilustrada, pero cón-


sona con el papel relevante de la cultura en la construcción de
civilización (Rodó), en el poder mágico de la palabra pedagógi-
ca como elemento, no sólo sugestivo o iluminador, sino como
principio que, además de anular conflictos, posibilita la trans-
formación de la realidad. Quizás esa misma confianza en la pa-
labra sea la que lleve a pensar como posible el pacto, la alianza,
la fundación de la gran familia nacional de Altamira (que, por
lo demás. no es claro que haya existido realmente en la historia
de la novela –ni del país–).

(Se dirá, y con razón, que en este mundo mediático, post-


todo, si bien tal confianza es susceptible de crítica, ha mos-
trado de sobra su eficacia. Tampoco faltará razón a quienes
creamos que a la salida del espectáculo, verbal o mediático, los
actores suelen toparse con más de una realidad, de esas que
llaman “crudas”).

2) El mestizaje cultural que promueve Gallegos en Doña


Bárbara es, como diría Graciela Montaldo, un «mestizaje jerár-
quico». Ello tiene que ver con que la fuente unívoca de la res-
tauración de Altamira no es otra que Santos Luzardo, su pala-
bra y su ley. Lo que en este sentido postula la novela es el gesto
populista del nuevo patriarca (“el bueno”, tras su rectificación);
gesto motivado por un reacomodo de su racionalidad que lo
lleva a acoger al otro y, claro, la recuperación del poder sobre
el territorio, avalada por la legitimidad del nuevo ejercicio del
reconocimiento. El gesto de Santos Luzardo recuerda el huma-
nitarista o caritativo y vertical de Martí, que, además de su

126
«bajar hasta los oprimidos y alzarlos en los brazos», supone
también una pastoral. En “Carlyle, los romanos y las ovejas”
(1884), suerte de alegoría zoológica delbuen gobernante respec-
to de su pueblo, Martí mostraba los alcances “productivistas”
de tal gesto:

…quien quiere que las ovejas le rindan buena lana y las vacas buenos
terneros, las ha de abrigar y cuidar bien, y tratarlas con caridad y
ciencia, para que no se le enfermen por incuria, o le den hijos ruines
y entecos, como todos los del abandono y la tristeza» (1946: 952).

3) Si bien Doña Bárbara postula la necesidad de un gobier-


no atento a los suyos y, en esa medida, legítimo, no hay indi-
cios en la novela de que dicha legitimidad se traduzca en una
significativa transformación del orden social. La concordia ba-
sada en el respeto y el aprecio hacia el otro, se postula como al-
ternativa a la arbitrariedad y la violencia sobre la que se funda
la Ley del Llano, pero la novela de Gallegos está muy lejos de
plantearse el mayor problema que, 80 años después, espera so-
lución más efectiva que discursiva: el logro de la democracia so-
cial. Los “amos” de Altamira, Santos Luzardo y Marisela –reedu-
cado uno en el conocimiento de lo propio, ganada la otra para
la racionalidad moderna– seguirán siendo los mismos.

Podría argumentarse, y no sin razón, que la novela no tiene


porqué plantearse tal cometido, y que, cuando lo ha hecho –p.
e., en el realismo rosado de los años 30– ha producido obras
narrativamente lamentables. Además, el problema escapaba a
la literatura de ficción de la época –incluida Cubagua–, y ape-
nas algunos ensayos de Mariano Picón Salas llamaban la aten-
ción sobre este asunto capital… Sin embargo, no son menores
los obstáculos que representan una novela populista que pone
en escena el patriarcalismo como límite no resuelto o el de una
novela sobre la tierra que no desarrolla el problema de su “te-
nencia”, a pesar de que haga constar (bolivarianamente) la na-
turaleza difusa o confusa de la legalidad de títulos y linderos.

127
¿O está aquí?

Del mismo modo, por supuesto, podría enumerar otra se-


rie similar de consideraciones (algo dispersas) que me permi-
ten apreciar la novela también en un sentido opuesto:

1) Más allá de sus límites o contradicciones, Doña Bárba-


ra es una novela progresista para su época. No sólo viene a ser
la cristalización narrativa del paradigma martiano, sino que se
inscribe, adhiere y da consistencia simbólico-cultural al nacien-
te populismo latinoamericano de esos años (Haya de la Torre,
Betancourt), nacionalista y anti-impe-rialista, que se converti-
ría en la fórmula continental políticamente más exitosa y avan-
zada hasta hace pocas décadas, cuando dará cuenta abierta de
sus dolorosas insuficiencias. Una valoración positiva en este
sentido ya fue desarrollada en los trabajos sobre la novela de
Gallegos de la citada Julie Skurski y de John Beverly –quien
llegase a afirmar que Doña Bárbara «es en cierto modo el tex-
to fundador de Acción Democrática» (108).

2) En uno de los textos más sugestivos que se haya publi-


cado sobre Doña Bárbara, “Doña Bárbara escribe la ley del
llano”, capítulo de La voz de los maestros, González Echeve-
rría, además de vincular la novela con Bello y Martí, de reparar
en su condición más alegórica que realista, de defender su con-
dición altamente moderna y de atreverse a calificar el llano ga-
lleguiano como un espacio «tan elusivo como el desierto bor-
geano» (94), fue uno de los primeros en señalar cómo, de al-
gún modo, Doña Bárbara provee textualmente los elementos
para su propia crítica. «El anillo de espejismos que circunda la
sabana […] puesto a girar sobre el eje del vértigo», y por tanto de
«límite[s] engañoso[s] y falso[s]» (95), es el escenario, para
González Echeverría, en el que se insertan los litigios por la
propiedad en la novela, cuyas escrituras vendrían a consistir
finalmente de la misma condición que el espejismo llanero. Si

128
la arbitrariedad y la fuerza son, en última instancia, los fun-
damentos que soportan a Míster Danger o Doña Bárbara en el
ejercicio salvaje de la «Ley del Llano», el intento del abogado
Santos Luzardo por restaurar la racionalidad de lo legal no es
otra cosa que, también en última instancia, «simulacro de le-
gitimidad» (94), por el hecho escriturado en la novela de que
el origen de la propiedad de las tierras reside en el despojo que
Evaristo Luzardo comete (bolivarianamente) contra los “natu-
rales”. Dicho en otras palabras, al mostrar las arbitrariedades
del poder y del saber, Doña Bárbara se encarga de desestabi-
lizar la arrogancia del bárbaro pero también la del civilizado,
como advirtiendo que en este llano-país todos tenemos “pies
de barro”.

Por cierto que González Echeverría considera que estas


contradicciones no se resuelven en la novela. Si bien finalmen-
te es cierto que “no se resuelven”, la solución narrativa, de la
fábula populista, ocurre en el “acto” final, ante el Jefe Civil; de
hecho es un “pacto final” entre Santos Luzardo, “resucitado”
por Antonio y Marisela, el peón Pajarote y la misma Doña Bár-
bara; escena digna del juicio final de la película de Cantinflas
Ahí está el detalle (incluso por más de un toque humorístico
que Gallegos introduce alevosamente). Aunque tal solución no
quiere decir que satisfaga por rozar los límites de la fantasía, es
el nuevo consenso o la nueva alianza que desplazará el «anillo»
de espejismos, tremedales, estratagemas, sentidos equívocos o
contradictorios, para restablecer la “tierra firme” y el sentido
unívoco sobre títulos y linderos; ejercicio populista cuyas limi-
taciones acabo de señalar antes: siempre, a la vuelta de cual-
quier esquina se podrá convocar su ilegitimidad.

3) Además del posible progresismo de su política, habría


que considerar el hecho mismo de su escritura en tanto discur-
so de ficción, menos dependiente de aquellos avatares. Doña
Bárbara no sólo es una de las novelas mejor estructuradas y
una de las estilísticamente más logradas de la narrativa latino-
americana de la primera mitad del s. XX; es asimismo, como

129
mostrase González Echeverría en su lectura alegórica, y a pesar
de los reparos de no pocos narradores –Alejo Carpentier o Car-
los Fuentes, entre otros–, novela plenamente moderna (por
más que en 1929 el mundo conociese ya el Ulises de Joyce). No
obstante, hay aspectos que aún no han sido del todo aceptados
ni explorados; por ejemplo, la concreción de personajes, en el
mejor sentido, complejos, duales e inestables en su devenir, y
por lo tanto plenamente modernos. Y pienso en Santos Luzar-
do, pero, aún más, en el personaje que por algo da título a la
novela, Doña Bárbara, y en el proceso que logra hacer de la
«devoradora de hombres» heroína romántica del melodrama
(dicho también en el mejor sentido).

_______

A fin de cuentas, quizás más importante que estas consi-


deraciones políticas o artísticas, siempre sujetas a discusión,
sea que la octogenaria goza de inmejorable y renovada salud
(que es “lo primero”, también en la vida de las ficciones). Doña
Bárbara sigue siendo, por donde se la mire –y también ahí es-
tá el detalle–, sin reservas, una gran novela.

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132
¿Nación transculturada? Cubagua desde
Doña Bárbara62

Yo suelo embriagarme con el sueño del día en que las cosas reales
harán pensar que ¡la Cordillera que se yergue sobre el suelo de Amé-
rica ha sido tallada para ser el pedestal definitivo de esta estatua, pa-
ra ser el ara inmutable de su veneración! (55).

Son las últimas palabras del maestro Próspero, con las que ima-
gina la apoteosis futura de América Latina. La estatua es, por
supuesto, la de su Ariel. Unas páginas atrás, Rodó proveía in-
formación sobre uno de los posibles modelos para su ensoña-
ción latinoamericana: «El sueño del cóndor que Leconte de Lisle
ha descrito con su soberbia majestad, terminando, en olímpico
sosiego, la ascensión poderosa, más arriba de las cumbres de la
Cordillera» (48). Casi una década antes de Ariel (1900), nos
encontramos con otra ensoñación apoteósica, centrada en otra
estatua y otro cóndor; lo que presupone, claro, otra cordillera:

¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a


cuestas […] la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado
en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románti-
cas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la
América nueva! (33).

El final recurso retórico a la figura del ídolo taíno, que al


“andinizarse” por virtud del «lomo del cóndor», congrega en su

62 Publicado originalmente como “Vanguardia y transculturación en Cubagua de Enri-


que Bernardo Núñez”. En: Huellas del mito prehispánico en la literatura latinoame-
ricana. Magdalena Chocano, William Rowe, Helena Usandizaga (eds.). 2011 Madrid–
Frankfurt: Iberoamericana - Vervuert.

133
ayuntamiento la idea continentalista con la que Martí corona
“Nuestra América” (1891) es algo más que un detalle diferen-
ciador. En vez de la cita a Lisle y el firme asiento en el pedestal
Shakespeare, el Gran Cemí martiano completa no sólo el elogio
de la lengua de los incas o la defensa del vino de plátano, sino,
sobre todo, la crítica de los letrados republicanos –los «aldea-
nos vanidosos», «tigres de adentro»–, cuyos gobiernos dieran
la espalda a los llaneros de la independencia, los campesinos,
indios y negros, los «oprimidos»… con los que el gobernante
ideal habría de hacer «causa común». Para reparar el mal de la
grotesca y dolorosa patria del fin-de-siglo, Martí reclamaba la
solidaridad entre razas y clases, «la caridad de corazón» capaz
de re-unir bincha y toga; nuevas conductas indispensables pa-
ra refundar la utopía de la nación latinoamericana, orientada
ahora por la urgente vuelta a lo natural y a sus naturales, a lo
propio y la tierra, a sus culturas. La particular incitación del tex-
to de Martí resonará hasta hoy (también la de Rodó, por cier-
to), aunque aquí me detendré sólo en la que produjera una vi-
gorosa etapa de la literatura latinoamericana: la del postmoder-
nismo y la vanguardia históricos del primer tercio del s. XX en
Venezuela.

En esas primeras décadas del XX, se emprenderán nume-


rosos viajes, figurados o reales, en busca del conocimiento del
interior nacional y de su “otro”, distintos de los viajes del siglo
anterior, a veces guiados por una cierta pretensión científica y
con frecuencia haciendo efectiva en lo cultural o político la co-
lonización interna del territorio y la consolidación simbólica de
la nación63. Los desplazamientos obedecerán ahora a otro tipo
de interés, menos científico, turístico o político, pero más acor-
de con el espíritu de la crítica martiana al letrado republicano y
con su solicitud de refundar las naciones sobre otras bases. Es
así como, en la Venezuela de los años 20, escritores como Ró-
mulo Gallegos o Enrique Bernardo Núñez, entran en contacto

63 Quizás una perfecta bisagra entre dos tipos de viajes del XIX se halla en Una excur-
sión a los indios ranqueles (1870) de Lucio V. Mansilla, en el que la escritura pone en
escena un “cuadro de bifrontismo” escriturado por una autoría doble que supone la si-
multaneidad –por decirlo gruesamente– del constructor y el dandy; o, si se prefiere, que
escenifica el tránsito de una a otra figura.

134
con realidades a la vez ajenas y propias para «descubrir las
fuentes ocultas de la bondad de su tierra y su gente» (Gallegos:
312) o «el secreto de aquello cuyo nombre está olvidado» (Nú-
ñez 1987: 34), reencontrándose así con un “origen” que el le-
trado republicano de la post-emancipación desconociese o desa-
tendiese para mejor cimentar su fracaso. Esos viajes al otro-
propio, darán como resultado la posibilidad de imaginar y fun-
dar en la escritura de sus novelas una nueva mitología para la
nación moderna.

Los viajes al “otro”, más específicamente a la cultura popu-


lar nativa, que con frecuencia comportaron una renovada com-
parecencia del mito indígena en los escenarios de la escritura, y
que Rama calificase, en Transculturación narrativa en Améri-
ca Latina, como de «invenciones seculares y multitudinarias»
(19), generatriz de “cosmovisiones” descolonizadas, serán mo-
neda corriente en la cultura latinoamericana de los años de la
vanguardia: Asturias, López Albújar, los narradores del Grupo
Guayaquil, de Andrade, Carpentier, Ortiz, Freyre… El mismo
Rama –con una cierta injusticia “judicial”– leía este proyecto
pre-transculturador como respuesta a la necesidad de buscar
«otras fuentes nutricias de […] renovación artística» (20), algo
que sólo lograrán en plenitud los héroes «transculturados»:
Arguedas, Rulfo, Guimaraes, García Márquez.

No obstante, la gestión de estos nuevos regionalistas per-


mitirá, gracias a la asimilación de estructuraciones y conceptos
provistos por la cultura urbana de avanzada, mantener su aspi-
ración «a conservar aquellos elementos del pasado que habían
contribuido al proceso de singularización cultural de la nación
[…] para resistir las expresiones foráneas» (26), dando lugar, en
muchos casos, a soluciones armónicas: un «híbrido» de «tradi-
ción renovada», entre «la adopción del modelo europeo y la va-
loración de la diferencia nacional» (29). Al cabo, los años de las
vanguardias propiciarán el «descubrimiento de rasgos que, aun-
que pertenecientes al acervo tradicional, no estaban vistos o no
habían sido utilizados en forma sistemática» (30), en un movi-
miento de «plasticidad cultural» que llevará a una «reinmer-

135
sión en las fuentes primigenias» (31), según Rama, aún no del
todo profunda, aún no propiamente «transculturada».

Transculturación narrativa… es un libro clave, cuyas pro-


posiciones, aunque sometidas a crítica, abrieron la posibilidad
de lecturas inéditas y productivas, que no han tenido ni remo-
tamente la continuidad que merece. (Lo contrario a lo ocurrido
con otro libro de Rama, La ciudad letrada, más ambicioso pero
menos complejo). No obstante, no deja de ser llamativo que Cu-
bagua (1931) de Enrique Bernardo Núñez, novela que como po-
cas en esos años se acercara a las propuestas de los transcul-
turadores, no sea siquiera mencionada en el libro de Rama,
aunque es más que probable que lo conociese durante su larga
estadía en Venezuela –coincidiendo además con los años de la
revaloración de Cubagua–, como para validar la justa queja de
la crítica venezolana sobre el silencio, en el contexto latinoa-
mericano, de una obra que fue considerada localmente como
capital (cfr. Vilanova: 233)64.

64 La edición de Núñez de Novelas y ensayos en Biblioteca Ayacucho (el gran proyecto


latinoamericano ideado y emprendido por Ángel Rama, posible en la “pujante” Venezue-
la de los 70, que abrió con generosidad institucional las puertas a Rama y muchos otros
profesionales destacados que huían de las negras horas cono-sureñas) apenas ocurrió en
1987, cuando sólo comenzaba la decadencia del proyecto editorial y de su alcance con-
tinental, al caer en manos cada vez más provincianas y hasta que la Venezuela del s. XXI
logró hacer del sueño caricatura. Aunque sé que para la muerte de Rama en diciembre
de 1983 existía una programación que fue editándose en los años siguientes, no dispon-
go de información sobre si el tomo de Núñez existía en la programación de la “época
Rama”. La única edición internacional del autor es la de sus dos principales novelas:
Cubagua. La galera de Tiberio, a cargo de Casa de Las Américas en 1978. No pongo m-
ano en fuego por la incorporación de Cubagua al “altar mayor” de la literatura lati-
noamericana. Pero no se trata de eso; quizás más bien del cuento del calvo y las dos pe-
lucas. Lo que sí creo es que, en un imaginario (y arbitrario) arco de la narrativa lati-
noamericana entre, por decir algo, La vorágine (1924) y Yawar fiesta (1941), que inclu-
yese a Andrade, Arlt, Icaza, Carpentier o Bombal…, las novelas de Enrique Bernardo
Núñez, a la vez más complejas y quizás con menos “ángel” que sus pares narrativos de
entonces, no merecen en absoluto, por interés y logros, su olvido o su desconocimiento.
Ello puede responder en parte a que en el imaginado concierto latinoamericano “unas
naciones son más naciones que otras”, en parte a pereza intelectual del latinoame-
ricanismo y/o a la pobre presencia de la crítica venezolana en esa nominal, cojitranca,
discutible orquesta continental.

136
2

La génesis de Cubagua tiene motivo en un viaje al interior


del país, aunque en el caso de Enrique Bernardo Núñez el en-
cuentro con el “otro” obedeció al azar y no a un intento preme-
ditado de conocimiento de ese “otro”, como en el caso de Galle-
gos. El mismo Núñez, en “Algo sobre Cubagua” (1959), conta-
ba cómo, tras aceptar un trabajo de secretario personal y redac-
tor de El Heraldo de Margarita que le ofreciese Manuel Díaz
Rodríguez –a la sazón Presidente del Estado Nueva Esparta–, se
topó en la biblioteca del Colegio de La Asunción con la crónica
de Fray Pedro de Aguado en la que se contaba la historia de Cu-
bagua. Dicha crónica funcionaría para él como la revelación de
otra posibilidad no prevista, la del “viaje a la semilla”: «Nom-
bres, personas, cosas, ruinas, soledades, venían a ser como un
eco del tiempo pasado. Aquellas imágenes acudieron luego a
mi memoria, y ese fue el origen de mi librito» (1987: 168-9).

Núñez confesaba también el carácter “libresco” de su no-


vela: «me faltó contacto con los trabajadores del mar –no fui con
ellos a capear tempestades, no vi nunca una pesca de perlas–, y
es ésta una de las fallas de Cubagua». Sin embargo, con mucho,
fue el texto de los años de la vanguardia que, al asumir la pers-
pectiva del mito indígena como fórmula primordial tanto para
explicar la historia y la realidad, como para estructurar la no-
vela, se distanció de forma más radical de las proposiciones al
uso, incluyendo las de la novela acogida unánimemente por los
jóvenes vanguardistas: Doña Bárbara de Rómulo Gallegos65.

A pesar de su militancia en el tono menor, Núñez fue


consciente de los alcances de su novela:

65 Igual no estará de más, especialmente hoy ante los fans del post- o descolonialismo,
subrayar la divertida ironía que supone el hecho de que la novela venezolana más pro-
funda, formal y políticamente “revolucionaria”, quizás hasta dar con Abrapalabra (1980)
de Luis Britto García, se haya originado en la lectura de un libro colonial (en doble sen-
tido) y que el acercamiento, su aproach a la escritura haya sido confesamente teórico,
en tanto descartó su conocimiento directo de la realidad humana y socio-cultural pro-
tagonista de su escritura (lo que, por lo demás, no desmerece en nada el valor de Cuba-
gua).

137
Cubagua fue un intento de liberación. Hacía tiempo deseaba escri-
bir un libro sin pretensiones, donde los reformistas no tuviesen pues-
to señalado, como lo tenían en la mayor parte de las novelas venezo-
lanas escritas hasta entonces, o no hubiese pesados monólogos de so-
ciología barata […]. Deseaba asimismo darle una sacudida a mi pro-
sa, privada de aire y sentido vital. Me interné de nuevo en la tierra
adentro (169).

La crítica venezolana ha llamado la atención insistente-


mente sobre el carácter renovador de la novela de Núñez. Do-
mingo Miliani destacaba su «nuevo método de narrar, de mirar
y expresar la realidad […]. La libreta del narrador naturalista
quedaba rota, con ese aire sorpresivo y mágico» (en Vilanova:
234), lo que lograría Núñez en virtud de su «acercamiento a las
fuentes de la historia de nuestros orígenes indígenas» (248);
Ángel Vilanova marcaba su voluntad de releer la historia desde
parámetros fundamentalmente nuevos y cómo esa voluntad lo
llevaba a la leyenda y el mito (235 y 237); Douglas Bohórquez
los secundaba al afirmar que la «escritura mítico-poética» de
Cubagua desemboca en una reintepretación de la historia ilu-
minadora de «esos otros rostros de nuestra identidad social,
cultural» (30); y Carlos Pacheco, entre otros, la declaraba «obra
fundadora […] de la llamada “nueva novela histórica” hispano-
americana», con apreciable anticipación a El reino de este mun-
do (1949) de Alejo Carpentier, prefiriendo relacionarla, en cam-
bio, con la audacia de narradores muy posteriores: Reinaldo
Arenas, Agusto Roa Bastos o Denzil Romero –quien por cierto,
sintomáticamente, dedicase a Cubagua su novela La tragedia
del Generalísimo–.

Si bien no es mucho lo que podría añadir a lo dicho por la


crítica, quisiera, sí, sugerir una comparación que ha sido poco
explorada en las lecturas existentes: la posibilidad de pensar Cu-
bagua en relación de diálogo paródico respecto de Doña Bárba-

138
ra. Su cotejo resultaría en algo cercano a lo que ocurriría si se
confrontase “Nuestra América” de Martí con “Nuestros indios”
de González Prada: la crítica radical del texto previo.

Doña Bárbara, como he intentado mostrar en otros mo-


mentos, escenifica el gran eje dilemático de la élite letrada en
la cultura moderna latinoamericana: civilización/barbarie; pe-
ro, en su caso, dicha escenificación cambia el paradigma de lo
“civilizatorio”, optando, ante la idea de conflicto insalvable,
consagrada en Sarmiento, por la lectura nuestroamericana de
Martí: la procura de un espacio en el que ambos mundos co-
existan en armonía, esto es, la consecución de un modelo di-
ferenciado e inclusivo de civilización sobre el que refundar la
patria. Aunque no ocupe un espacio amplio en la novela de Ga-
llegos, es posible leer en ella su punto de partida fundamental:
la consideración de la historia como sucesivos hechos de violen-
cia, despojos, crímenes y arbitrariedades que han provocado la
entronización de la barbarie en el espacio del llano-nación, ame-
nazado ahora por un nuevo peligro: la alianza de la barbarie
histórica con la del nuevo conquistador que es Míster Danger.

Gallegos recurre dentro de Doña Bárbara a la figura de un


viaje de retorno al origen, para concretar narrativamente su re-
fundación de la utopía republicana, su visualización de una se-
gunda oportunidad para la historia. El héroe Santos Luzardo
vuelve al llano natal con el propósito de liquidar los restos de la
herencia familiar e instalarse en Europa; sin embargo, el con-
tacto con el espacio original lo hará cambiar de propósito: pri-
mero, asumirá la identidad del más convencional civilizador, y,
guiado por la idea de «matar al centauro que todos llevamos
dentro» (103), que escuchase de su primo Lorenzo Barquero, in-
tentará trasformar el espacio de la barbarie por la sola virtud y
autoridad de su racionalidad. Pero el protagonista modificará
esa identidad inicial, merced al contacto con el mundo que cre-
ía su antagonista, emblematizado en las figuras todopoderosas
del llano y Doña Bárbara. El paso de la actitud conquistadora a
la pedagógica y su propio reconocimiento de los valores benéfi-
cos de lo que era tenido por barbarie, verificables tanto en el
paisaje como en la gente y su cultura, lo harán reconciliarse
139
con la figura mítica, mestizada, del centauro, para convertirse
en el nuevo patriarca, legítimo y legitimado en tanto ha logra-
do activar el costado humano y solidario de la barbarie. De este
modo, Gallegos imaginará la restauración futura de la casa na-
cional (Alta-Mira), ampliada, estable, armónica y, por cierto,
vertical.

Cubagua retomará, para invertirlos, elementos básicos del


esquema galleguiano: la comprensión de la historia a partir de
la confrontación de los mundos de la civilización y la barbarie;
y, como en el caso de Gallegos, ambos ámbitos son emblemati-
zados por dos personajes: Nila Cálice y Ramón Leiziaga. Pero,
para decirlo pronto, lo que claramente diferencia la novela de
Núñez de la de Gallegos es, tras mostrar sus efectos devasta-
dores sobre las tierras conquistadas, su radical rechazo al mun-
do de la civilización occidental. La isla Cubagua, como el llano de
Gallegos, podría ser (aunque ni siquiera se insinúa), además de
metáfora de la nación, espacio de su posible refundación; pero,
a diferencia de Doña Bárbara, en la novela de Núñez dicha re-
fundación sólo sería imaginable a partir de la renuncia y crítica
al mundo civilizado, cuya empresa ha convertido a Cubagua
(léase: Venezuela) en ruina, mundo desolado, desierto extremo,
tras el total despojo de sus preciadas riquezas naturales: las per-
las en la Colonia y la “avanzada” petrolera en el presente de la
novela66.

Si Gallegos proponía «descubrir las fuentes ocultas de la


bondad de su tierra y su gente» como fórmula para reencauzar

66 Tal radicalidad respecto del mundo occidental/imperial reaparecerá cinco años des-
pués en Mene (1936), la novela mayor sobre la explotación petrolera en Venezuela, de
Ramón Díaz Sánchez (quizás lo más próximo a la narrativa de Núñez en la primera
mitad del s. XX). Junto a su Cumboto (1950), aún esperan que al menos los estudios lo-
cales –mea culpa– reparen su injusto olvido, ya mucho mayor que el sufrido por la na-
rrativa de Enrique Bernardo Núñez.

140
el proyecto civilizatorio, Núñez, ante la muerte que ofrece la ci-
vilización para estas tierras, buscará, en su intento por recupe-
rar lo perdido, revelar el «secreto de aquello cuyo nombre está
olvidado»: «el alma, la vida» (1987: 42), que encontrará me-
diante la «revelación maravillosa». Esta frase es utilizada por
Núñez en su ensayo de interpretación histórica, Una ojeada al
mapa de Venezuela (1939), y allí el secreto será la tierra misma
y la cultura indígena originaria, el mundo del mito, la necesi-
dad de volver íntegramente al origen olvidado, soterrado, pero
vivo para quien esté dispuesto a ver lo oculto y “dejar de ser”. (La
relación de este antecedente con el Alejo Carpentier de El reino
de este mundo y sus palabras explicativas parece inevitable).

La novela de Núñez se abre con la llegada del ingeniero Ra-


món Leiziaga, agente de una compañía petrolera transnacional,
enviado a La Asunción para explorar las posibilidades comer-
ciales de la región. La pequeña ciudad margariteña se presenta
como un pórtico, una versión patética y grotesca del vacío en
que ha derivado la civilización en “nuestra” América: la figura
del Doctor Almozas, que atendía partos con un forceps oxida-
do, funciona como metonimia ejemplar de la pequeña ciudad y
sus miserables letrados.

Este espacio será pronto dejado de lado por la narración


para concentrarse en la peripecia interior de Leiziaga. Éste, co-
mo el Santos Luzardo de Gallegos, funciona aparentemente co-
mo una suerte de duplicado del autor. Pero, a diferencia de Lu-
zardo, el ingeniero Leiziaga se presentará de partida como un
personaje desencantado de su misión profesional y de su mun-
do, solo interesado en la búsqueda de «oro, petróleo, diaman-
tes», «metales en que la muerte trabaja sus talismanes». Ínti-
mamente Leiziaga imaginará «guerras de razas alimentadas por
un materialismo feroz, en el cual se hallarían gérmenes de los
antiguos misticismos» (1987: 13) y convendrá, ante Nila Cálice,
la amazona objeto del deseo, en la necesidad de la vuelta a la «vi-
da primitiva» (14).

A partir de allí, la novela dará cuenta de la iniciación del


protagonista en el conocimiento del «secreto de la tierra», in-

141
ducido por el deseo de Nila Cálice y la guiatura de la figura afan-
tasmada de Fray Dionisio. También desde ese momento la na-
rración quedará sujeta a un proceso de extrema desrealización.
Cubagua juega en su superficie con la convención de la novela
realista con notables toques de novela gótica: Leiziaga llega a La
Asunción, desea a Nila Cálice, parte a la vecina isla de Cubagua,
donde se produce el encuentro con Fray Dionisio y, a su regreso,
le tienden una trampa por la que Leiziaga es acusado de robo de
perlas, logrando escapar finalmente de la isla de Margarita. Pe-
ro la “verdadera novela” transcurre, como la “verdadera vida”,
subterráneamente.

Ángel Vilanova siguió acuciosamente la relación estructu-


ral de Cubagua con el motivo clásico del Viaje al Averno. Como
éste, el viaje interior de la novela es un viaje revelador, pero se-
rá también un viaje transformador y liberador para el ingenie-
ro Leiziaga. A su llegada a la desértica Cubagua, Leiziaga tiene
el objetivo de levantar un nuevo plano de la isla que preparará,
con la búsqueda del petróleo, su segunda depredación. En la is-
la se encuentra con Fray Dionisio, quien lo invita a su invero-
símil habitación para enseñarle otro plano, el del antiguo impe-
rio indígena, y donde le da a beber el «Elixir de Atabapo» (24),
licor indígena del Amazonas. Será ésa la llave/clave para que la
narración misma (incluso o sobre todo en su estructuración) to-
me otro curso67 y sostenidamente se asemeje al diseño de una de
las cerámicas que el fraile le enseña al ingeniero:

Son pensamientos plásticos: Cada una de esas figuras encierra la


misma idea repetida mil veces hasta la saciedad. La arcilla es aquí
como un papiro o una tela pintada de jeroglíficos (24; cursivas mías).

A partir de ahí, el tiempo cronológico se suspende y di-


suelve en la novela, así como las identidades. El tiempo de la
Conquista irrumpe y se repite en el presente; Fray Dionisio es
el mismo Fray Dionisio que 400 años atrás optara por asimi-
larse al mundo indígena, al punto de que ante Leiziaga es el

67Como la llave del cuento “Viaje a la semilla” de Carpentier. El cubano ha podido leer
durante su estadía en Caracas, la edición de 1947 de Cubagua de la Biblioteca Popular
Venezolana.

142
maestro que lo inicia en el «secreto de la tierra»; Leiziaga pue-
de ser el conde de Lampugnano que diseñase el primer plano
de Cubagua; una estatua de Diana cazadora y la princesa Ero-
comay se funden en la Nila Cálice del presente; el mundo indí-
gena pervive en los astros, el mar, los cardones y los hombres de
las islas que repiten rituales ancestrales; el mundo del conquis-
tador y su jauría de perros/hombres rabiosos es asimilado al de
las compañías petroleras por un cartel que unifica ambos tiem-
pos destructores en torno a la muerte:

Aquí se hacen féretros (27 y 38).

Lo que podría parecer alucinación fantasmagórica para la


racionalidad occidental es asumido como la realidad por la na-
rración. La mitad de la novela es atravesada por un manuscri-
to, sintomáticamente hallado en el cuartel de policía de La Asun-
ción, en el que se narra el mito caribe-tamanaco de Vocchi y
Amalivaca, que, por lo demás, concentrará a modo de perfume
la significación de Cubagua. Aunque intervenido y recreado en
la novela, pues Núñez confiere protagonismo a Vocchi, el viaje-
ro fugitivo de guerras y persecuciones, antes que a su hermano
Amalivaca, el creador-constructor, y lo hacer nacer en Lanka y
pasar por Cnosos y Mesopotamia, como acentuando su carác-
ter universal, a la vez que le imprime mucho más que un “aire”
a eterno retorno al relato, el inesperado y desconcertante capí-
tulo resulta decisivo para entender las estrategias circulares de
la narración y el sentido global de la novela. (De ahí, tanto su
dificultad para un lector o una lectura convencional, como su
mayor interés).

El aprendizaje de Leiziaga culmina, como significando su


nueva identidad, con la celebración de un Areyto, del que par-
ticipan Dionisio y Nila Cálice (oficiantes “alternativos” de iró-
nicos y cruzados nombres emblemáticos), pero también un vi-
vificado dios Vocchi, que exhibe en su mano un anillo que per-
teneciera a Leiziaga, herencia de sus antepasados colonialistas.
Desde entonces, la narración acentúa la indiferencia de Leizia-
ga ante su vida anterior, ante su sí-mismo: «[n]o veía... no oía...»
143
(51); «[v]eía. ¿Dónde? Parecía más bien no ver», «Leiziaga no
quería oír nada» (54); y sintomáticamente: «su mirada tenía
una rara semejanza con la de Nila». Como el indio Malavé, op-
ta por «[n]o ser nada, no esperar nada... [más que] su libertad en
medio de su esclavitud» (53). Las perlas, como Nila, en su inte-
gración a un nuevo destino pierden su «valor material» (56), y
Leiziaga «se olvida del petróleo, de los tesoros sepultados en
Cubagua, de su misma vida anterior» para observar «el jero-
glífico que los cardones van trazando» (56-7) y dejarse ir «sin
gobierno, al amor del agua» (57).

La fuga final de Leiziaga, gracias a la inesperada ayuda del


alemán Stakelun, se concreta a bordo de la goleta El Faraute
(nombre al que llamativamente la narración de Núñez quiere
dar el sentido de intérprete), lo que marca el definitivo “viraje”
en la vida de Leiziaga y la repetición del ¿infinito? relato del per-
seguido viajero Vocchi en busca de nuevos mundos, como en el
mito, anunciando la posibilidad del renacimiento: el «[r]ocío de
mundos […] islas [que] sueñan con el azul profundo que las en-
laza» (66). La huida en El Faraute-intérprete, cierra a su vez el
propósito de la novela en su conjunto: iluminar secreto y sen-
da, servir de intérprete de la otra historia (como la novela mis-
ma, claro: descubridor barco/escritura).

La distancia respecto de las soluciones de Gallegos resultan


obvias: no es posible el diálogo con una civilización materialista,
portadora de muerte; el alma y la vida, en cambio, se halla en
la naturaleza –«[e]l mar es comunista» (54), dice algo destem-
plada pero significativamente el narrador– y en la vida oculta
del pasado indígena. No es dado, para Núñez, imaginar una na-
ción desde un presente en el que reina «la incredulidad […] es-
téril» y en el que, como reza el manuscrito sobre Vocchi, cuyo
“reino no es de este mundo”: «sólo las almas superiores pene-

144
tran en el reino de lo maravilloso» (47). Si ambos narradores
coinciden en explicar la historia por el predominio de la violen-
cia, Núñez opta por desestimar la conciliación de mundos y por
privilegiar el mundo tenido por bárbaro. Si Gallegos promueve
la conversión de Santos Luzardo en el nuevo patriarca de la na-
ción futura, Núñez “inventa” el gesto de la entrega a Nila Cálice.
Si Gallegos, en Doña Bárbara, se muestra condescendiente an-
te los hábitos, el habla y la poesía populares; Núñez, en Cuba-
gua, “comete” el acto decisivo de asumir y primar narrativamen-
te la perspectiva de la cosmovisión del mito indígena, en este
caso “universalizado”: pues ante todo es naturaleza no exclu-
yente; por eso Mesopotamia, Princeton, Dionisio, el “iniciado”
Leiziaga o Stakelun se integran al relato transculturado).

Por lo mismo, Núñez, al tiempo que hace la crítica de la


civilización y “revela” la verdad del «secreto de la tierra», lo
hace también de las escrituras de la civilización –crónicas, his-
torias, discursos, artículos de prensa, versos– que construyen la
imagen de la barbarie y falsean la historia para exaltar, con
acento épico, el saqueo de los imperios, soslayando en sus retó-
ricas postales culturales las miserias de las islas.

Aunque no lo parezcan, tanto Doña Bárbara como Cuba-


gua son novelas de aprendizaje en el conocimiento de lo otro, de
formación y reformulación, en las que las soluciones “seden-
taria” de Gallegos y obligadamente “nómada” de Núñez van más
allá de lo que designan esas formas del estar o el ser. Sin em-
bargo, habría que añadir que, así como Cubagua fue pionera
de la narrativa de la transculturación por su intento de privile-
giar el universo del mito por sobre los valores y discursos del
mundo de la modernización occidental, su escritura también
acompañó ciertos maniqueísmos más o menos nuevos, más o
menos neorrománticos. Si el mundo de la historia de los ven-
cedores pertenece al reino de la muerte; la de los vencidos es el
de la pureza y la belleza sin reservas. Infierno y Paraíso. El ca-
rácter mismo de la escritura narrativa, en el plano estilístico,
da cuenta de esa dualidad: el mundo de la civilización es regis-
trado mediante un estilo que oscila entre un discurso neutro,
despojado y distanciado, en el que predomina el recurso a la
145
enumeración caótica; mientras los mundos de lo indígena y la
naturaleza son vehiculados por un estilo (a veces en exceso) lí-
rico. Igualmente podría ponerse en entredicho la idea dura de
verdad que se maneja en la novela, por más que propulse “re-
sistencias”. Queda aquí por pensar la posibilidad de que tal es-
quema, por vía de mixtificación, resulte propiciatorio de una
nueva y paradójica forma de exclusión del/de lo “otro”68.

Quizás ese cierto aire “libresco” –demasiado letrado o de-


masiado sincrético– en la representación de la cultura indíge-
na o el hecho de que las proposiciones de Cubagua no se aven-
gan con claridad ni a la idea del “regionalismo crítico” ni a la
de “narrativa transculturada”, sean razones por las que Rama
prefirió no mencionar la novela en su paradigmático libro. ¿Có-
mo saberlo? Poco importa, en realidad. Importa, sí, que la no-
vela de Núñez haya ido un poco o un mucho más allá que la ma-
yoría de los textos que en su tiempo, junto a Macunaíma (de
Andrade) o los 7 ensayos de interpretación de la realidad pe-
ruana (Mariátegui), por ejemplo, que buscaron repensar el pro-
blema de la nación y lo popular-indígena. Y sobre todo, que Cu-
bagua/Venezuela aún siga siendo, 90 años después, isla de sa-
queo, pletórica de fórceps oxidados, huidas y féretros, desierto.

68 No abundan los estudios detenidos sobre el mito en la novela (algo ya “fuera de mo-
da”). Recuerdo haber leído un muy sugerente análisis de Violeta Urbina Tosta (1986) o
acercamientos como el de Villanova que abordan ese capital asunto en Cubagua. Lo de-
más, como este ejercicio, son sobrevuelos unos más apresurados o formales o perti-
nentes que otros. Para la primera redacción de esta nota, aún no habían sido publicados
dos solventes artículos de 2010 (Duno Gottberg y Bruzual); ejemplos venezolanos de la
crítica postcolonial. Ambos se centran pertinentemente en la calidad anti-imperialista,
«contracolonial» que otras lecturas de la novela habían “suavizado”, si no eludido o eli-
dido. No obstante, quizás la condición “orgánica” de estas lecturas no permita ni ahon-
dar en la versión de Núñez sobre el mito ni plantearse como hipótesis algo como lo que
sugiero: la exclusión por idealización o mixtificación de lo/del “oprimido” (lo “natural”).

146
Bibliografía

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nardo Núñez. Caracas: Ediciones La Casa de Bello.
Bruzual, Alejandro. 2010. “Naturaleza, historia y neocolonialismo en Cu-
bagua, de Enrique Bernardo Núñez”. Revista Iberoamericana, LXXVI, nº
232-233.
Duno Gottberg, Luis. 2010. “El relato de las ruinas: Enrique Bernardo
Núñez y su imaginario contracolonial caribeño”. En: Entre las ruinas y la
descolonización. Reflexiones desde la literatura del Gran Caribe. Tin-
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de Ascenso. Caracas: Universidad Simón Bolívar.

Vilanova, Angel. 1983: “Para una lectura crítica de Cubagua de Enrique


Bernardo Núñez”. En: Escritura, Caracas, 16: 233-250.

147
Políticas de lectura de la fábula y la nación
en Las memorias de Mamá Blanca69

El fin-de-siglo XIX fue un primer momento de crisis del


modelo republicano liberal de nación ante el empuje moderni-
zador y ante una situación política y económica cuya inestabili-
dad fue percibida como insostenible. La literatura modernista
venezolana es un cierto testimonio de esa crisis. Quiero desta-
car aquí dos aspectos de esa literatura que luego reaparecerán
de modo más que relevante en Las memorias de Mamá Blanca
(1929) de Teresa de la Parra.

Por un lado, la crítica a la modernización y sus agentes;


es decir, el capítulo venezolano de la crítica al rey burgués, el
“rastacuero”, arribista, nuevo-rico que ha logrado ascender sú-
bitamente gracias a su pragmatismo, su dudosa moralidad, su
gusto por la pompa y su afición a la faramalla. Novelas que pen-
saron la nación como Zárate de Eduardo Blanco, Todo un pue-
blo de Miguel Eduardo Pardo, Ídolos rotos de Manuel Díaz
Rodríguez, El hombre de hierro de Rufino Blanco Fombona o
Vidas oscuras de José Rafael Pocaterra, integran el “capítulo”
de aquella crítica. En ellas, el saldo del primer siglo republica-
no será la entronización de la decadencia, fruto de la nueva bar-
barie en los tiempos del rey burgués y la subsecuente certeza de
que se torció el rumbo marcado por los fundadores de la patria.

69Texto leído en Mesa “Politics of the Pose from the Venezuelan Entre-Siècle”, parte del
evento 100% Venezuela Second Edition. NYU, Venezuelan Film Festival King Juan Car-
los Center-NYC, 2008. Fue publicada el 8 de mayo de 2020 por Trópico Absoluto. Dis-
ponible en http://tropicoabsoluto.com/?p=3280

148
Por otro, aparejado a lo anterior, el surgimiento de nuevos
posicionamientos o de nuevas respuestas a fórmulas que copa-
ron el siglo. En otras zonas del continente, no es difícil recono-
cer el sintomático desplazamiento del clásico eje civilización vs
barbarie, que derivaría en la desestimación del paradigma “ci-
vilización” para optar por el privilegio de mundos considerados,
si no como obstáculos, complementarios o accesorios: la natura-
leza, cuyo radio de acción se ampliará para abarcar lo natural y
genuino, lo “propio-nuestro” frente a lo “artificial” (Martí o Ur-
baneja Achelpolh), y el arte o la cultura en general (Darío, Rodó
o Díaz Rodríguez). Ambos mundos darían pie a la solicitud de
nuevos misticismos más o menos militantes: desde el “nuestro-
americanismo” vinculado a la tierra –de raíz bellista– hasta la
convocatoria a una suerte de “nación de los espíritus” para con-
trarrestar los efectos de la vulgar y materialista democratiza-
ción reinante. Entre o además de estos nuevos posicionamien-
tos será posible verificar el surgimiento de una basal conciencia
irónica, capaz de reconocer la imposibilidad del ideal –metáfora
blanda del arte o el artista– y de constituir la escritura a partir
de lugares duales o, mejor, indecidibles. La obra de Pedro Emi-
lio Coll o la mencionada novela de Díaz Rodríguez pueden ser
ejemplos anteriores a la narrativa de Julio Garmendia o la ma-
yor expresión que son las novelas de De la Parra.

A partir de allí, los modos de representar la nación ante la


encrucijada de la modernización en la literatura venezolana
experimentan una apertura inédita. La intención de releer la
historia desde nuevas claves quedará reflejada en una novela
como Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri, alimentada
en imágenes y tesis por un libro central de la época: Cesarismo
democrático de Laureano Vallenilla Lanz, y cuya representa-
ción del momento más crudo de la guerra de independencia
servirá para diseñar una imagen de patria vertical, jerárquica,
delineada en blanco y negro sobre un espacio estragado por la
decadente volubilidad de las élites letradas y la vorágine brutal
desatada por el resentido pueblo bárbaro, como para resaltar
mejor la figura divina y necesaria del gran hombre (Bolívar),
único capaz de domeñarlos. No obstante, otro tipo de repre-

149
sentación copará la escena: la fórmula populista del mestizaje
cultural de Doña Bárbara de Gallegos, que, sin cuestionar la
primacía del universo de su héroe, Santos Luzardo, esbozará el
gesto simbólico de la apertura y reconciliación con la barbarie
–esto es: lo popular y la naturaleza–, para construir la nación
moderna sobre los cimientos de lo propio, superando así el di-
lema sarmientino y proveyendo de un nuevo paradigma cultu-
ral que resonará en la obra de algunos escritores vanguardistas
(Guillermo Meneses o Ramón Díaz Sánchez, por ejemplo). Me-
nor fortuna tendría entonces una de las más arriesgadas repre-
sentaciones de la época, la que diseñase Enrique Bernardo Nú-
ñez en su novela Cubagua, antecedente de lo que Rama llama-
se «narrativa transculturada», que, ante la amenaza de una nue-
va conquista imperial –la emprendida por las transnacionales
petroleras–, privilegiará de un modo radical el valor de la natu-
raleza y del mito indígena y universal, a la vez residencias de la
nación de los vencidos y único espacio de la vida plena; su com-
pleja circularidad, propia del mito, se llevará por delante nocio-
nes “occidentalistas” centrales: el tiempo progresivo o la identi-
dad.

En este contexto, resultaron excéntricas aquellas escritu-


ras que escaparon de las representaciones alegóricas de la na-
ción. Quizás por ello obras como las de Julio Garmendia o José
Antonio Ramos Sucre sólo encontraron recepción plena casi me-
dio siglo después. En cierta forma es también el caso de Teresa
de la Parra y Las memorias de Mamá Blanca, pues, aunque no
esquivase el asunto de representar la nación, logró enmasca-
rarlo de tal modo que sólo recientemente la novela será perci-
bida en esa dimensión; y lo haría trastrocando y subvirtiendo
los modos, tonos y formulaciones que con frecuencia acompa-
ñaban dichas representaciones.

150
2

Apenas aparecida su Ifigenia en Caracas, Teresa de la Pa-


rra tuvo que soportar no pocas críticas por el carácter inmadu-
ro y desvergonzado de su protagonista (Alvarado), y, sobre to-
do, por la incomodidad que producía una voz demasiado in-
quietante para un orden masculino desacostumbrado a cual-
quier tipo de cuestionamientos. Es probable que por ello la es-
critora haya decidido ser un poco más cauta a la hora de publi-
car su segunda novela, Las memorias de Mamá Blanca, dis-
frazando irónicamente, con la pose discursiva de la inocencia y
la ternura, la dimensión más polémica de su texto: la que afec-
taba a las lecturas épicas y/o masculinistas de la nación. La efec-
tividad de la máscara quedó puesta de relieve en la “inocencia”
que mostrara, entre otros, Uslar Pietri a la hora de valorar la
novela: «Lo que era confesión e ímpetu en Ifigenia ahora es ar-
te y madurez […] Es libro tan femenino como Ifigenia, pero la
feminidad arisca y ácida de la doncella se ha suavizado de sen-
tido maternal» (81).

Una jugarreta de la historia quiso que dos novelas capita-


les para Venezuela, Las memorias de Mamá Blanca y Doña
Bárbara, se publicaran el mismo año. La crítica reciente ha lla-
mado la atención sobre la coincidencia, aunque apuntando a
valoraciones radicalmente opuestas. Entre otras, elijo, sólo a
modo de apertura, las lecturas de Nelson Osorio y Doris Som-
mer, pues repiten inesperada y cómicamente la coincidencia de
Gallegos y De la Parra: ambas, publicadas en 1991. Si Osorio se-
ñalaba que en la novela de Teresa de la Parra la «idealización y
mitificación del pasado […], compensatoria de la realidad […]
muestra indirectamente la invalidez histórica de [su] proyecto
ideológico» (312), expresión de una «nostálgica tristeza, que
bien pudiera ser considerada, siguiendo el verso de López Ve-
larde, como “una íntima tristeza reaccionaria”» (313); Doris
Sommer, al confrontar la novela con las «narrativas del pro-
greso”», afirmaba que Las memorias…:

151
…may remind us of the genre’s capacity […] to create an inclusive
cultural space for the modern nation […] Las memorias de Mamá
Blanca […] unfolds a bit wider with every page to make room for the
next speaker […] the design she produces is hardly the hegemonic or
pyramidal structure of founding fictions. It is an acknowledgment of
the mutual dependence of every fold on the others. Anything less
would fail to capture the polyphonic airs of a society so admirable for
its complexity (321).

Reaccionaria o polifónicamente demócrata. Estas lecturas


“extremas” son propiciadas, sólo en parte, por el lugar desde el
que escriben los lectores –marxismo, feminismo–, pero tam-
bién porque los escasos textos de Teresa de la Parra, al recurrir
a la ironía y al disfraz, a «barajar las etiquetas» para establecer
«la cordial confusión» (Parra: 477), distan mucho de ser uni-
direccionales, y no siempre el discurso crítico parece dispuesto
a aceptar complejidades o contradicciones.

Elizabeth Garrels califica el mundo construido en Las me-


morias de Mamá Blanca como una «fantasía colonial» (17, 25).
El término “fantasía” aplicado a la narración de la infancia de
Mamá Blanca en la hacienda Piedra Azul, arcadia criolla de ai-
res coloniales, a lo María, me da pie para introducir otro: el de
“fábula”. Sobre el uso de ese término en la novela se pueden
barajar varios niveles de sentido. Uno, el más limitado, aquél
que se desprende de la primera acepción del DRAE: «[b]reve re-
lato ficticio […], con intención didáctica frecuentemente mani-
festada en una moraleja final»; o de la definición de la “fábula
milesia”: «[c]uento o novela livianos y sin más fin que el de en-
tretener o divertir a los lectores» (que parece ser el sentido que
orientara algunas de las lecturas más convencionales sobre la
novela, la de la ternura femenino-maternal de Uslar Pietri, p.
e.). Pero también el DRAE, abre las puertas a otras líneas de
sentido más productivas en las acepciones 5 y, sobre todo, la 6;
152
a saber: «[r]elación falsa, mentirosa, de pura invención, caren-
te de todo fundamento» y «[f]icción artificiosa con que se encu-
bre o disimula una verdad». En este sentido, ya Garrels adver-
tía con acierto el “doble fondo” de Las memorias…:

…por debajo de la superficie aparentemente tranquila de la novela,


no sólo hay una crítica de la democracia que delata una visión aris-
tocrática de la vida; hay además una crítica de los hombres, y ésta se
expresa en un repudio de todo lo que en el libro se identifica como
masculino. […L]a crítica de los hombres y de su dominio que fue tan
fácilmente detectada por los lectores de Ifigenia, sigue como una vo-
cación central en Las memorias, aunque ahora queda disfrazada con
una gran habilidad (13; cursivas mías).

Dejo de lado por ahora el asunto de las críticas emprendi-


das por la novela y me quedo con el “disfraz”. Mejor, con la idea
de la fábula como máscara irónica, a la vez políticamente co-
rrecta e incorrecta, en la que lo idílico es vehículo de lo trágico.

La hacienda Piedra Azul del mundo de la infancia de Ma-


má Blanca es, como han marcado varios críticos, la alegoría del
mundo colonial en resistencia ante el avance inevitable de la
modernización (Garrels, Osorio…). Es el paraíso, pero como la
misma novela señala, es un «Paraíso Perdido» (400). Aún más,
la novela se vale de la escritura de la memoria-fábula para mos-
trar simultáneamente la conciencia de su imposibilidad (histó-
rica). Piedra Azul sería, pues, desde la escritura ante la his-
toria, como el cuero del cadáver de Nube de Agüita «un disfraz
de consuelo» (390); dicho de otro modo: Piedra Azul no es si-
no voluntaria (y política) impostura, invención, anti-fábula
que, en cierto modo, remite más bien a la escritura como único
lugar precariamente posible. Y la paradoja constituye ese lu-
gar: su empeño por acentuar correspondencias de palabras y
cosas, armonías y comuniones, afinidades… no hacen más que
subrayar un punto de partida y de llegada insalvables: la heri-
da, el éxodo, el exilio del mundo. Aún más, la construcción dis-
cursiva de la arcadia criolla sólo alcanza sentido pleno en su
“puesta en historia”: el aborrecible advenimiento de los “tiem-
pos modernos”.

153
4

La sospecha de que la fábula en Las memorias… es pre-


meditadamente otra cosa se emplaza sobre juegos y guiños me-
taficcionales que reclaman la atención sobre el aparato discur-
sivo. Más allá de la paradoja central de que Las memorias… sean
unas memorias premeditadamente desmemoriadas, que dicen
olvidar nombres y fechas o prefieren escamotearlos, no deja de
ser significativa la saturación de marcas que enfatizan la condi-
ción ficticia del escrito: de entrada, la “Advertencia” sugiere que
el lector se enfrentará a un manuscrito intervenido para su pu-
blicación y, por ende, sometido a una «siega funesta»; en el
transcurrir de la novela, la proliferación de cuentos, parodias,
monólogos, representaciones dramáticas… hace de la escritura
fábula de fábulas y parece decir al lector que asiste ante todo al
espectáculo de la propia producción de la ficción (Fombona:
xxii); y qué decir de algunos nombres: Blanca Nieves, don Juan
Manuel, en los que el diálogo con literaturas es más que evi-
dente.

Pero la insistencia en el marcaje del aparato fabulador no


borra al enemigo: el devenir histórico, la política; al contrario,
no resiste la tentación de actualizarlo en la fábula para some-
terlo irónicamente a polémica. Ya el trabajo de Garrels señala-
ba la nada inocente recurrencia en la novela de palabras como
“orden”, “autoridad”, “ley”, “positivista”, “régimen”, “república”,
“disciplina”. Memorias engañosamente desmemoriadas, pues;
fábula que olvida la historia para ponerla de presente.

Por lo demás, la autora siempre fue dada a presentarse a sí


misma como dualidad. La propia Garrels usaba como epígrafe
de su libro un fragmento de una carta a Enrique Bernardo Nú-
ñez que resulta más que significativa:

Yo que soy en la vida corriente la persona de la paz (me dejo enga-


ñar, maltratar o robar con tal de no oír ni decir una palabra agria),

154
soy muy pica-pleito; cuando se trata de escribir yo misma no me re-
conozco (Parra: 544).

Esa dualidad reaparece de algún modo en sus conferen-


cias de Bogotá, “La influencia de la mujer en la formación del
alma americana” (1931), que empiezan con la pose del candor
–«¿Cómo hacer una conferencia? ¿Cómo asumir el papel de
autor ante un público…?» (472)– para, de seguidas, emprender
la crítica de la historiografía existente, y, llena de amable y
feroz ironía, proponer… ¡nada menos que una historia alterna-
tiva! La escritura de la fábula en Las memorias… será, pues, an-
te todo, fábula/anti-fábula alegórica de la nación (existente y no
existente) o, si se quiere, fábula que, al desear olvidar la histo-
ria y el presente, manifiesta la ansiedad del latigazo de su de-
nuncia. El éxodo final de Piedra Azul a Caracas –la moderniza-
ción, el «triunfo del revés sobre el derecho» (400)– es la caída
en historia que impregna de hecho todas sus páginas.

La tragedia del generalísimo (1983) de Denzil Romero se


iniciaba con un monólogo en el que se pone de relieve una idea
que también se haya presupuesta en la novela de Teresa de la
Parra: la de la palabra-escritura como forma de resistir la
muerte. Las memorias… se escriben para resistir la muerte que
es el ingreso en el mundo moderno70. En un sentido cercano,
Julieta Fombona señalaba que «Piedra Azul es el mito que su-
ple la ausencia de un presente» (xxiii). Así, Las memorias…
podría ser leída como una novela a la vez melancólica (Bohór-
quez) y polémica; su escritura será el llenado del vacío por el
simultáneo acto de la fuga y la crítica. Fuga y crítica que se
establecen en la oposición mayor de la novela: Colonia/Mo-
dernidad (Garrels, Osorio), y que en algunos casos es leída co-
mo entrecruzadamente con otra oposición inseparable: feme-
nino/masculino (Garrels).

70Sin descartar el ánimo de ponerme “filológico”, es el mismo mecanismo, con un re-


sultado obviamente distinto, que se pone en marcha en un artículo de costumbre de Ni-
canor Bolet Peraza: “El mercado”.

155
5

En la novela, Caracas, “valle de lágrimas”, es la historia; aún


más, desde la perspectiva de Teresa de la Parra, será el fruto
mayor de un proceso iniciado con la Independencia. El “naci-
miento de una nación” será, así, una suerte de “pecado origi-
nal”, la irrupción en un orden cuyo destino es el presente mo-
derno. Diría en carta a Lydia Cabrera:

…soy enemiga de esa independencia que hizo nacionaldades en don-


de antes la gente vivía ingenuamente, sin haber tomado conciencia
de ellos mismos en esa forma tan antipática que es la nación y su de-
rivado, el nacionalismo (en Molloy: 251-252).

La Caracas de la novela, con sus instituciones y sus restriccio-


nes, reino de la compraventa y el dinero, es la muerte de [la] Au-
rora, de la «Edad de Oro en Paraíso Perdido» (399), la cárcel.
Esa representación potencia la escritura de la fábula-memoria,
la invención de Piedra Azul-Colonia. Es aquí donde empieza el
problema de la valoración o el juicio críticos de obra y autora.

Sin duda, la representación del orden colonial, patriarcal,


de Piedra Azul es expresión nostálgica e idealización, mitifica-
ción y mixtificación. Toda fisura –las restricciones de la autori-
dad de Evelyn, la figura distante del padre, los saqueos de Da-
niel el vaquero, cuyo canto ya está contaminado por el “canto”
del dinero– es finalmente exculpada por la llegada a la Caracas
mortal. Desde esa “muerte”, los conflictos de Piedra Azul son re-
dimidos por la escritura y pasan a convertirse, como las avispas
del trapiche –centro físico del mito–, en elementos benefacto-
res, espiritualmente nutritivos. A partir de esta reivindicación
del orden patriarcal-colonial o de su obliteración, las lecturas
sobre Las memorias… se oponen y excluyen.

Hay dos tipos de lecturas que tienden a silenciar o atenuar


la operación mixtificadora en torno a la imagen de la Colonia:
aquellas que, como la muy sugerente de Julieta Fombona, pre-
fieren exponer las claves de la construcción de su escritura, sin
confrontar el universo creado con cualquier más-allá extratex-
156
tual; y las que, como la de Doris Sommer (seguida, p.e., por
Cisterna), para resaltar la novela de Teresa de la Parra respecto
de las representaciones jerárquicas de nación del populismo
masculinista, al estilo de Doña Bárbara de Gallegos, postulan
su talante democrático. En el otro extremo, se hallan lecturas
que, al valorar en términos histórico-ideológicos la reivindica-
ción que hay en la novela, subrayan la postura reaccionaria o
anti-democrática que alienta Las memorias de Mamá Blanca
(Garrels, Osorio). De ellas, la más severa pero a la vez la más
acuciosa es la de Garrels.

La lectura de Garrels es pionera de una visión crítica de Las


memorias… No obstante, es también una de las más excesivas.
Su descripción de la imagen de la Colonia en la novela o en las
conferencias de Bogotá deja poco lugar a duda o discusión:
abiertamente y con un alto sentido de la provocación, Teresa de
la Parra hace el elogio de la Colonia y de sus herederos tras la
Independencia, el partido godo, la oligarquía conservadora que
la autora quiere ver, por un lado, como ligada desde siempre a
la tierra (aunque en su historia no haya sido necesariamente
así), al paraíso perdido de la Naturaleza y lo natural, y, por otro,
como custodia de los valores de la cultura criolla. El conjunto
“godo” es opuesto por los escritos de De la Parra al “arribismo”
del nuevo mundo urbano: charlatán y fatuo, vulgar e irrespon-
sable, inhumano. Silenciar o atenuar tal “provocación” es sin du-
da difícil de sostener, aún más en el caso de lecturas que expre-
samente asuman como central el abordaje de las representa-
ciones de la nación.

Hay, en otro sentido, aportes destacables en la lectura de


Garrels; entre otros, el de encastrar la visión de la Colonia que
se desarrolla en la novela y otros escritos de la autora en otro
marco: la oposición femenino/masculino, decisiva para una ca-
racterización de la imagen de nación en Las memorias de Ma-
má Blanca. No en vano la novela es precedida por una “Adver-
tencia”, en la que una escritora-personaje –además de declarar
su ética y su poética, arremetiendo contra los agentes de un in-
minente apocalipsis: el arte nuevo y el mundo moderno– acep-
ta el manuscrito de Mamá Blanca como si se tratase de una in-
157
valorable herencia; legado fundado en «misteriosas afinidades
espirituales» (315), traducibles por los valores propuestos en la
novela-memorias, cuya escritura es dado pensarla, por tanto,
como hecha a cuatro manos. En la misma dirección, tampoco
es azaroso que las memorias se abran con el personaje que vie-
ne a ser fuente de creación en un sentido diferente al obvio de
la maternidad: Mamá; simbólicamente, el polo opuesto del fi-
nal de la novela, Caracas. Al presentarse a sí misma en la prime-
ra página, la narradora se refiere a su nombre (Blanca Nieves)
como un «disparate ambulante» (324) para dar pie a la presen-
tación de Mamá:

…la culpa de tan flagrante disparate la tenía Mamá, quien por tem-
peramento de poeta despreciaba la realidad y la sometía sistema-
ticamente a unas leyes arbitrarias y amables que de continuo le dic-
taba su fantasía. Pero la realidad no se sometía nunca. De ahí que
Mamá sembrara a su paso con mano pródiga profusión de errores
que tenían la doble propiedad de ser irremediables y de estar llenos
de gracia (324).

Su condición de “poeta” la conecta con las escritoras de la


“Advertencia”. Con ello el legado “femenino”, al abarcar tres ge-
neraciones, se robustece y profundiza, hace familia). Si Piedra
Azul es “mito”, “fantasía”, utopía, Mamá, como el matricial tra-
piche en otro orden, es su fragua, núcleo generatriz de la fábu-
la-memoria escrita para resistir la realidad (a lo largo de la his-
toria). Con ella se abre la matriarcal nación alternativa de las
«misteriosas afinidades espirituales».

A despecho de lo que afirmase Sommer sobre el carácter


polifónico de la novela, el diseño del conjunto de sus voces po-
dría leerse más bien como el resultado de un tejido monofó-
nico71, pues su tramado enfatiza la comúnunión de sus habi-
tantes: el desvío de la norma, pertenecer al reino del error y el
disparate. Eso son, tras Mamá: las niñas, Primo Juancho, y Vi-
cente Cochocho (que Garrels incorpora atinadamente al mun-

71 Lo que no añade ni quita valor; monofónicos son por igual las novelas de Corín
Tellado y el Quijote. Pasa, además, que, hace unas décadas, se usó mucho, se simplificó
y abusó de Bajtin… y pocos fueron pocos los que lo leyeron

158
do de lo femenino 72); personajes que se reproducirán en el seg-
mento de “modelos” que Teresa de la Parra propusiera en sus
conferencias de 1931: «los jóvenes, el pueblo y sobre todo las
mujeres» (477). Como se dijo, los personajes que representan
la autoridad en Piedra Azul, la institutriz Evelyn y don Juan
Manuel, espinas de la rosa, serán finalmente feminizados, in-
corporados al reino del error; al igual, quizás, que el llanero
Daniel el vaquero, que es más bien, como se verá, personaje-
bisagra. Quienes de ningún modo tendrán cabida en la nación
alternativa de Piedra Azul son aquellas figuras que se han inte-
grado al mundo de la modernidad materialista: Caracas, el nue-
vo dueño de la hacienda –decidido a “urbanizarla”– y la descen-
dencia de Mamá Blanca: sus hijas –caraqueñas y novomun-
distas– y esposos; es decir, lo simbólicamente masculino.

Otro de los aciertos de la lectura de Garrels es su osadía no


sólo a la hora de “agrietar” las lecturas de la “ternura” en torno
a Las memorias…, sino al “desmontar” uno de los personajes de
la novela que más elogios despertase hasta entonces: Vicente Co-
chocho. A él corresponde en esta historia de las representa-
ciones de la nación, nada menos que el rol de lo popular. Este
«prodigioso y muy humanizado enano velazqueño» (Picón Sa-
las: 90), «maravilloso arquetipo popular» (Torrealba Lossi: 83),
pasó por ser «la más vigorosa creación de Teresa de la Parra»
(id). Garrels, en cambio, lo presentará como resultado de una
mixtificación, pues, si bien en la novela el recuerdo de Mamá

72 Como en este caso concuerdo con Garrels en la comprensión de lo femenino en Las


memorias… sigo la posibilidad de considerar el término –al menos también– en su cali-
dad de entidad simbólica, que le permite eventualmente trascender las diferencias espe-
cífico-referenciales de género. Si no explicitada, al menos sugerida por mi lectura (lejana
ya) de Nelly Richard (1993). Y aunque toda oposición presupone para mí algo de reduc-
ción o mixtificación y de juego de privilegio/exclusión, en estos días de “salto atrás” mun-
dial de las conquistas sociales –y a pesar del feminismo machista– no parece haber
“otra” que apoyar este tipo de políticas de lectura…

159
Blanca le concede un reino que «no es ni debe ser de este mun-
do», es «confirmación de jerarquía patriarcal colonial» (75).

Aquí mi lectura se desvía de la de Garrels, entre otras cosas


o sobre todo, porque hace derivar de la amenazante inquietud
que despiertan tanto la relativa independencia de Vicente como
su valía en el arte de los sublevamientos, los cambios ideoló-
gicos que se producen en la novela y que llevarán a De la Parra
a defender la autoridad y ciertos principios de la “utopía positi-
vista”. Así, Garrels entenderá, en el capítulo referido al trapi-
che, la reconciliación con la disciplina de Evelyn como una res-
puesta al peligro que representa el personaje popular, y leerá
en el siguiente capítulo, referido al corralón de las vacas:

…la apología de un sistema político identificable: un gobierno pater-


nalista, con fachada republicana pero que de hecho depende del lí-
der indispensable, donde imperan el orden y la disciplina y donde
nadie protesta (80).

Ello inclina a la novela hacia una «marcada ambivalencia ante el


gobierno fuerte y la autoridad del Estado, [lo que] se puede leer
como una especie de apología a regañadientes de la dictadura de
Juan Vicente Gómez» (81). De seguidas, aunque intente marcar
complejidades y diferencias, dedica algunas páginas a mostrar
no sólo la relación ambigua o contradictoria de la autora con la
figura de Gómez, sino a señalar las correspondencias parciales
de su pensamiento con el de Vallenilla Lanz y otros positivistas,
fundamentando así, con esta última instancia, su juicio político
inicial sobre el aristocratismo antidemocrático de Teresa de la
Parra73.

73 Quisiera decir hoy, 11 años después de la escritura del original que recuerdo clara-
mente que mi insistencia en el trabajo de Garrels obedece, aparte de ser uno de los pri-
meros libros serios dedicados a De la Parra, a que tiene hoy la virtud de ser una muestra
de un eslabón crítico que, desde el feminismo crítico y el estudio-culturalismo acadé-
mico anglosajón, parece anunciar lo que aconteció poco después: la resurrección de lo
que fuese conocido en los años 70 y 80 como “mecanicismo sociológico/ideológico” y su
conversión actual en lecturas post o des-coloniales de gesto judicial más que crítico y de
notable falta de consistencia que campean por varios predios académicos de este s. XXI
fundamentalista. (Quisiera decirlo, pero, en el mejor de los casos, no sería más que uno
de tantos gazapos falseadores de la memoria; en realidad, sólo sería una forja mal inten-
cionada. Sí puedo decir, claro, que así veo mi lectura sobre Garrels desde 2019).

160
Vicente Cochocho, el «piojo sublime», además de peón, es
médico autodidacta, bígamo estoico, pieza clave de cualquier
empresa militar y un respetuoso irrespetuoso de la autoridad
de la hacienda. Conviene no olvidar, algo formal/estructural que
es a la vez necesariamente significativo: la fábula encuentra en
él y en la escena del trapiche su clímax; en ellas se producen los
mayores elogios a la plenitud y sabiduría de lo simple y lo na-
tural, valores medulares de la novela, cimiento y estilo de la casa-
nación alternativa. Luego, desde el capítulo sobre la «república
de las vacas», la novela se precipita hacia la caída y la muerte;
esto es: el ingreso en la historia y el reconocimiento de la impo-
sibilidad de la fábula.

Ciertamente Teresa de la Parra dejó asentado en varios es-


critos su rechazo a todo tipo de radicalismo, y en la reivindi-
cación de este personaje popular idealizado hay la traza de un
deseo de suturar potenciales conflictos (de clase); del mismo
modo, es patente que el escamoteo de las contradicciones del
orden colonial-patriarcal responden al deseo-en-clave-de-fuga
de borrar la enemiga nación real del presente. Pero de ahí a en-
tender la novela como «apología a regañadientes de la dictadu-
ra de Juan Vicente Gómez», o incluso a cifrar en sus deseos nos-
tálgicos o melancólicos su postura reaccionaria (Osorio)…

Acaso, para lo relativo a Vicente Cochocho, y en general


para la postura misma de la autora, convenga retomar un bre-
ve pasaje del final de Las memorias… que necesito destacar en
espacio diferenciado por su centralidad en mi lectura:

…no hay que respetar demasiado las leyes. Es sabiduría burlarlas con
audacia ante los propios ojos de la autoridad, tan dispuesta siempre
a aceptar cualquier colaboración o complicidad que la desprestigie
(397).

Poco más o menos lo que hace Vicente con las órdenes de don
Juan Manuel (y creo que la novela en su totalidad): una suerte
de vuelta de tuerca del criollo dicho colonial «se acata pero no
se cumple». Vicente Cochocho es el “otro” en la novela; tam-
bién es, sobre todo, una figura. La alianza que la novela propo-

161
ne con el peón es, en última instancia, una proyección del es-
critor, en cierto modo parecida a la fijación que no pocos mo-
dernistas tuvieron con las prostitutas o con Cristo.

De la representación de Vicente se destaca finalmente –y


es fundamental– lo mismo que postula el sistema interno de la
novela a través de otros personajes cuyos reinos tampoco «son
de este mundo» –Mamá o Primo Juancho–: su ex-centricidad,
su complacencia en lo torcido, en el “error”; sólo que Vicente
Cochocho es además poseedor de sabidurías y realizador de
prácticas (levemente) proscritas por la autoridad, y tiene el
atractivo (no sólo narrativo) de ser “el otro” siendo “el mismo”:
iletrado, su excentricidad no se deriva, como en los otros otros
de asuntos de personalidad o incluso del contacto –inútil– con
cierta cultura letrada, sino de su pertenencia a otro universo so-
cial y cultural, más en contacto con la naturaleza que con las
instituciones. Ello culmina en su capacidad “altanera” para de-
sarrollar una vida “alternativa” –la bigamia, la medicina o la re-
vuelta–, su decisión de acatar sin cumplir los dictámenes del
orden de la hacienda patriarcal. Cimarronería sin delito ni con-
flicto: un deseo (fantasioso, de fábula) de la autora. Simultánea
fuga y crítica. Al voleo: ¿Rebeldía y mixtificación? ¿Aristocra-
tismo populista?

Vicente, como la idea de la Colonia, dice más de Teresa de


la Parra o, con más propiedad teórica, de la autoría que de sus
referentes históricos, por lo que, en este sentido, es obvia la va-
loración positiva que encuentra dentro de la novela (aún más si
se toma en cuenta la exitosa tradición latinoamericana de re-
presentar lo popular en términos de ignorancia, brutalidad,
barbarie). Ello no quiere decir que su representación discursi-
va no tropiece con varios impasses. Vicente, como la Colonia, es
idealización que, en tanto tal, resulta finalmente enmascaradora
y excluyente. Por lo demás –aquí con Garrels–, el recurso evan-
gélico al elogio del buen manso, para el caso de Vicente, revela
una ansiedad, y el epíteto que le es atribuido, «piojo sublime»
(376), sin perder de vista ni su manejo sistemático de la ironía,
ni que para la autora Naturaleza es religión y lo menor, lo sim-
ple, valor supremo, dice también a la vez del límite que marca
162
la distancia (¿vertical?). Aún más, podría afirmarse que en la
construcción del personaje, suerte de criollo “buen salvaje” rou-
sseauniano, actúa una cierta mirada exotista, orientalista, cón-
sona con la expresada por la autora en otros textos.

En este sentido, Garrels cita un pasaje de una carta de Te-


resa de la Parra a Luis Zea Uribe en la que se manifiesta con-
traria a las tesis de Gobineau:

¡Qué lindos rasgos de carácter entre nuestros pobres negros del


campo y tanta gente humilde, llena de generosidad y de verdadero
amor o caridad en su sentido más puro…! Toda nuestra infancia y ju-
ventud está llena por ellos! Pienso en Vicente Cochocho que existió y
resucitó por visualización en Mamá Blanca. ¿Qué diría de él Gobi-
neau? Era ingobernable y no tenía ninguno de los rasgos que consti-
tuyen la civilización simétrica y ordenada de los arios, es cierto, pe-
ro, ¿y su desinterés, su inmensa caridad y su lirismo de todas horas?
Concluyo pensando que los arios están en su papel organizando sa-
natorios, ejércitos y ciudades donde reine el progreso, pero que allá,
en medio de esas razas que no se sabe a dónde van, se siente de un
modo muy hondo la dulzura de vivir… (Parra: 584).

El fragmento apenas le sirve a Garrels para marcar de pasadas


la distancia de De la Parra con el positivismo o el racialismo
culturalista enmarcado por valores cristianos tradicionales, y
prefiere centrarse en la palabra “ingobernable”, en el alerta que
la propia autora experimenta al haber hecho el panegírico de
Vicente Cochocho, que la obliga a torcer el rumbo en la novela
hacia la necesidad de una autoridad que mantenga el orden, ol-
vidando, dejando así por el camino serpenteante de su discur-
so crítico el disgusto indudable y visceral que le produjese Go-
bineau a Teresa de la Parra.

El pasaje y su procesamiento es un buen ejemplo para lo


que entiendo es, en general, una dificultad de una parte de la
crítica sobre Teresa de la Parra: la posibilidad de considerar y,
aún más, de sostener una lectura dual, que no tema acoger las
contradicciones de los textos sin verse en la obligación de extre-
mar el juicio en algún sentido (reaccionaria o demócrata, p.e.).
En este caso, la correspondencia de Vicente Cochocho con
«nuestros pobres negros del campo y tanta gente humilde, llena

163
de generosidad y de verdadero amor o caridad» es expresa, y
las formalizaciones de ambas figuras revelan el exotismo, la
vertical distancia a la que me refiero. El «amor o caridad» que
se le atribuye a lo popular sirve también para caracterizar el
acto de la figuración misma. Por un lado, la mirada caritativa,
aun en la “sublimación” –o por ella–, denuncia la jerarquía;
pero, por otro, tal mirada no es exclusiva de un cristianismo
tradicional, es elemento constituyente, por ejemplo, del discur-
so martiano, especialmente al referirse a las “razas” que inte-
gran su idea de lo popular. Por lo demás, la palabra «ingo-
bernable», atribuida en novela y carta a Vicente Cochocho,
ofrece otras vías a considerar: una, que tiene una inequívoca
connotación positiva en ambos textos; la otra, que, en la carta,
es inmediatamente opuesta a la «civilización simétrica y orde-
nada de los arios», con lo que abre las compuertas al america-
nismo tropicalista y, si se quiere, orientalista de la autora,
expresado por esa «dulzura de vivir» (presente, por decir, algo
en muy posteriores canciones de Vinicius de Moraes o Joao Gil-
berto). Por no hablar de la distancia que marca sin equívoco
De la Parra ante las “políticas” de Gobineau, aún más tomando
en cuenta que el positivismo ha sido considerada ideología ofi-
cial del gomecismo.

Algo similar ocurre –aunque a la inversa–, con la conside-


ración de Daniel el vaquero, que, para Garrels, es el personaje
que expresa una versión de la utopía positivista mejorada por
Teresa de la Parra: el establecimiento de un orden pacífico aje-
no al progreso material, natural y armónico, logrado no por el
peso de la fuerza sino por la ideología que viene a ser el canto
de ordeño. Con ello se desestima la posibilidad de que la «repú-
blica de las vacas» sea objeto de ironía o simplemente de dis-
tancia por parte de la narración.

Convendría, en este sentido, no olvidar que Daniel es un


“llanero” y que es visto en Las memorias… como un personaje
de doble faz –como ocurre en muchas representaciones de esta
figura en la tradición inmediata: Vallenilla Lanz o Gallegos–. Si
bien el canto experto y sabio del llanero sirve para mantener el
orden del corralón de las vacas, su presentación deja poco lu-
164
gar a dudas sobre su naturaleza ya ganada para el mundo “ene-
migo”. Julieta Fombona recordaba al final de su texto sobre
Las memorias… que el dinero es lo que “vende” la utopía de
Piedra Azul. Tras la llegada a Caracas, el descubrimiento de su
existencia en tanto «símbolo externo que rige sin integrar, lo
que se cambia, no lo que se usa» (xxiv), así como del espacio
que posibilita su circulación y su poder (las instituciones so-
ciales), explicará la carga adicional que tiene la muerte de “Au-
rora”, título del episodio final de Las memorias... En ese con-
texto habría que releer la presentación inicial de Daniel el va-
quero en la novela como la otra cara de la tramoya novelesca del
personaje popular respecto del idealizado Vicente, pues su in-
terés en el dinero mal habido lo vincula al mundo turbio del
comercio:

Como buen llanero, a más de ser excelente vaquero, y excelente


poeta epigramático, Daniel era astuto y rapaz. Conciliador como na-
die, amable siempre, todos sus actos iban urdidos a una trama finí-
sima cuyo hilo, ningún ojo por avizor que fuese era capaz de descu-
brir. Cuando Papá lo contrató como vaquero, Daniel estudió la si-
tuación durante dos o tres días, y sin duda alguna, acabó por dedu-
cir esto en su fuero interno: “Aquí serás vaquero, Daniel, sin pleitos
ni imposiciones, hasta que quieras, y ¡ganarás dinero!”. Así fue. […]
Todos los días de la semana, Daniel trabajaba con ardor a fin de todos
los sábados en la tarde, con muy buenos modos, presentarle a Papá
por la leche y el queso las más correctas cuentas del Gran Capitán.
Dada la corrección de dichas cuentas, Papá no podía probarle su ma-
la fe, dada la amabilidad con que las presentaba (386).

A veces este tipo de lecturas de toque y acento judicial re-


sultan reductoras, o incluso banalizadoras, en especial cuando
se opta por mancar o hipertrofiar un texto para el mejor resalte
de la propia gestión política de los sujetos académicos. El caso
de Teresa de la Parra quizás sea sólo uno de muchos ejemplos
(Bolívar, Bello, Sarmiento, Martí, Vallenilla Lanz, Gallegos …).

165
Conservadora… democrática… ¿y por qué no ambas cosas a la
vez o al menos finalmente algo más matizado o complejo o
dubitativo?74.

Si su nostálgica invención de la Colonia como lugar idílico


o de la oligarquía terrateniente como figura modélica de la his-
toria no resiste una confrontación con lecturas vigentes y abre
las puertas a su calificación como conservadora, esta misma po-
dría ser matizada por otras consideraciones no “exculpatorias”
–salvo que se quiera seguir con la inquisitorial o anti-dialógica
tradición de enfatizar el costado judicial (tradicionalista y ma-
chista) de la crítica– sino contextualizadoras o comprehensivas.
Julieta Fombona afirmaba que Teresa de la Parra veía la Colo-
nia como «todo lo que vive […] de acuerdo con la naturaleza»
(xi), «continuidad sin historia» (xii), «figura que al sustraerse
al flujo de la historia resiste y perdura» (xiii), y traía a colación
una carta de la autora a Vicente Lecuna en la que hacía explí-
cito el carácter orientalista de su Colonia: «¿No cree Ud. que la
Colonia debía estar impregnada sin saberlo del gran misticis-
mo de Oriente […] y que la Independencia, manifestación de

74 Ana María Caula (2017) declaraba hace poco esta dificultad para “ubicar” a Teresa de
la Parra, en lo referido a su discurso sobre nación y género: «Estos dos aspectos [...] se
presentan de una forma muy singular en su escritura, sobre todo si comparamos su na-
rrativa con la de otros escritores de su tiempo que también abordan de alguna manera la
misma temática. [...E]stos dos temas se entretejen en su narrativa de una forma en la
que se hace complicado dilucidar si nuestra escritora comparte una posición reaccio-
naria o liberal en cuanto a la inserción de la nación venezolana dentro de un sistema mo-
derno capitalista, o en cuanto al rol de la mujer en la sociedad. En este sentido, el aná-
lisis de las diferentes estrategias utilizadas por la autora para configurar el lugar de su
escritura resulta sumamente interesante, en su manera no explicita de criticar o reac-
cionar en contra de los modelos impuestos, ya que el “decir no diciendo” es una de las
características más relevantes de su estrategia textual» (17-8). Podría adherir sin reserva
hasta aquí. Caula trata, como también lo intentase Garrels, de presentar las escrituras de
De la Parra en toda su complejidad y esquivez, lo que siempre es de agradecer. No
obstante, tal intención no siempre se concreta. Así, De la Parra «puede comunicar pero-
cupaciones de orden socio-económico que parecen ser más liberales, al producir una
novela como Ifigenia [...] al mismo tiempo que produce una obra de tendencia más
clasista y conservadora que nos pinta la vida en una hacienda colonial, de estructura
todavía feudal, como un paraíso perdido» (24). Se refiere a Las memorias…, claro, y ahí
nuestras lecturas difieren. Quizás la ansiedad por ubicar definida o estrictamente lo
estudiado, en pautas tan restrictivas como «reaccionaria o liberal», puede jugar malas
pasadas al buen ánimo de partida de las lecturas en favor de algún tipo más o menos
(in)feliz de “universal”. En este sentido, la lectura de trabajos clásicos –y ya olvidados–
sobre el modernismo latinoamericano de Ángel Rama, Aníbal González o Rafael Gutié-
rrez Girardot, fue central para hacer(me) visibles y procesables emplazamientos ideo-
lógico-discursivos como los de Teresa de la Parra. En su momento, en “Ironía, (auto)-
crítica y descentramiento. Pedro Emilio Coll” (2005), me permitieron pensar en la “dú-
plice” ironía como un lugar ideológico-discursivo per se.

166
ese misticismo, le abrió la puerta a la charlatanería del siglo
pasado?» (en xiv).

En un sentido, la Colonia no puede dejar de ser la Colonia,


por lo que se pone de manifiesto en De la Parra la voluntad de
borrar contradicciones, de idealizar, de mi(x)tificar; pero, en
otro sentido, a la vez, esa operación se halla en función de otra.
Si la Independencia es de algún modo el presente, el vacío de «la
sala de baño de un gran Palace» (Parra: 491), la Colonia-Natu-
raleza es también el efecto simbólico de una escritura discon-
formista (Romero). En este punto, la lectura de Fombona abre
posibilidades de relación muy distintas a la de los positivistas
venezolanos:

[De la Parra] Tal vez escribe para llenar este vacío colocando lo es-
crito en el lugar de la naturaleza perdida. La añoranza de lo natural
está en toda su obra, aunque, por supuesto, no se trata del prover-
bial retorno a la naturaleza del que se burlaba Valery al decir que ca-
da treinta años se la vuelve a descubrir. En eso Teresa de la Parra
está muy cerca de Rousseau; lo que intenta es contemplar a la so-
ciedad desde la naturaleza para deshacer las identificaciones forza-
das que aquélla impone, esa naturaleza “que es profundamente in-
moral, puesto que desdeña las más elementales conveniencias y se
burla a todas horas de los sanos principios sociales” (xi).

Rousseau, dice, por ejemplo:

El hombre civilizado nace, vive y muere en la esclavitud. Cuando


nace se le cose en una envoltura; cuando muere se le mete en un
ataúd, y en tanto que él conserva la figura humana vive encadenado
por nuestras instituciones (73).

¿Cómo no hallar correspondencias claves en pasajes como éste


del ilustrado romántico y la oposición Piedra Azul/Naturaleza/
libertad/vida vs Caracas/Modernización/cárcel/muerte? Por
otro lado, ¿cómo olvidar que la idealización y mixtificación del
pasado, en el contexto de los discursos culturales de la moder-
nidad occidental, cumple funciones que tienen que ver con la
necesidad de inventar la tradición, pero también, a veces, con
la de cuestionar los excesos de la modernización? ¿No sería

167
productivo, en este sentido, conectar (además) la idealización
de Teresa de la Parra con las “vueltas a la semilla”, la invención
de orígenes igualmente idealizados y falsificadores, frecuentes
ya en el fin-de-siglo: la Naturaleza y lo natural, lo indígena en
Martí; la Grecia de Rodó; las series de Martínfierros, Ismaeli-
llos, Tabarés…; o con las fugas escriturales hacia espacios y fi-
guras de un medievalismo raro y excéntrico, ideal o cruel, de
José Antonio Ramos Sucre, quien viese también, como De la
Parra, la historia como mal (Sucre, 1999) –«Yo quisiera estar
entre vacías tinieblas porque el mundo lastima cruelmente mis
sentidos»; «el movimiento, signo molesto de la realidad, respe-
ta mi fantástico asilo»– ; o, en prospectiva, con la familiar rela-
ción exultante –y mi(x)tificadora– de la diferencia criolla y el
señor barroco que habita en Lezama Lima? O, “fugas” al pasa-
do y la naturaleza aparte, ¿cómo no relacionar Las memorias…
con el humor crítico e irónico del mejor Julio Garmendia, el de
La tienda de muñecos?

Por otra parte, así como las lecturas que promueven la ima-
gen de Las memorias de Mamá Blanca como un texto inclusi-
vo y democrático, quizás por sentirse parte de sus «afinidades
espirituales», prefieren suavizar o esquivar los alcances del an-
sia de armonías y correspondencias que recorre la novela o de
las “delicadas” idealizaciones de Piedra Azul o Vicente Co-
chocho, las lecturas de la otra banda parecen olvidar o menos-
preciar instancias que vienen a ser igualmente decisivas. El
«barajar etiquetas» de Las memorias… es, en esta dirección,
un juego muy serio. No es poca cosa en este caso, respecto de
las representaciones masculinistas de la nación, que el centro y
raíz de esta casa alternativa de los espíritus afines, reino de la
escritura que desea borrar la nación real, resida en la cadena
de mujeres antes mencionadas, y que en ella encuentren lugar
protagónico, justamente, los hombres fuera de lugar (y por en-
de, simbólicamente femeninos).

Los olvidos vienen a veces complementados por operacio-


nes o decisiones de lectura simplificadoras, que en no pocas
ocasiones tienen que ver con la desestimación del peso que tie-
ne la ironía en la novela, incluso o sobre todo, de cara a la re-
168
presentación de la nación. Es lo que quizás lleve a pensar que
sólo el reino de Vicente Cochocho «no es ni debe ser de este
mundo», en vez de considerar que el sistema de «afinidades»
que teje la conciencia irónica de la novela advierte oblicuamen-
te que sus figuras sólo pueden reinar en la escritura misma.
Por ello, las recomendaciones de Mamá Blanca a la joven es-
critora de la “Advertencia” a propósito del gobierno sobre las
notas del piano remiten a la declaración de principios de esa
conciencia irónica que reconoce su inoperancia en la realidad
histórica y no, como quiso ver Garrels con simplismo, como un
apoyo a la final índole autoritarista de la novela. Si hay dificul-
tad para captar la ironía como ese lugar que desea escapar a la
historia y que a la vez marca la inevitable sujeción a su inne-
gable realidad, y que en vez de celebrar sin más la fuga en el re-
cuerdo-escritura postula la precariedad del intento, su condi-
ción náufraga, se pone de relieve ante todo la dificultad del dis-
curso crítico para entender las formulaciones irónicas. No otra
cosa es el gobierno sobre las notas del piano o la posibilidad de
pensar la nación como una «república de las vacas».

Así, pues, una de las mayores faltas de las “lecturas seve-


ras” de Las memorias de Mamá Blanca (Garrels, Osorio) es
que hayan desestimado la significación que tiene en la novela
la adopción del humor irónico e irreverente como una estra-
tegia primordial. ¿O es que la forma, el tono no dice nada o no
tiene pertinencia y relevancia? Tanto el gobierno sobre las no-
tas del piano como la utópica república de las vacas o como la
bacteria americana gracias a la cual nacen Napoleón y el Ro-
manticismo tienen una decidida dimensión carnavalesca que
actúa en relación directa con las lecturas épico-viriles del na-
cionalismo o el americanismo dominante en la época: las de
Gallegos o Uslar o Vallenilla o Urbaneja, pero también las de
Martí o Rodó.

Aún para esta Venezuela de hoy el disconformismo carna-


valesco de esta presunta aristocratizante resuena de manera
inesperada cuando, a propósito del padre distante, Juan Ma-
nuel, se aborda en Las memorias de Mamá Blanca nada menos

169
que el más sacro de los símbolos patrios para marcar la inútil
arrogancia de su pose militar:

Sí, mi señor don Juan Manuel, tu perdón silencioso era una gran
ofensa, y, para llegar a un acuerdo entre tus seis niñitas y tú, hubie-
ra sido mil veces mejor el que de tiempo en tiempo les manifestaras
tu descontento con palabras y con actitudes violentas. Aquella resig-
nación tuya era como un árbol inmenso que hubieras derrumbado
por sobre los senderos de nuestro corazón. Por eso no te quejes si,
mientras te alejabas bajo el sol, hasta perderte allá entre las verdes
lontananzas del corte de caña, tu silueta lejana, caracoleando en
Caramelo, coronada por el sombrero alón de jipijapa, vista desde el
pretil, no venía a ser más sensible a nuestras almas que la de aquel
Bolívar militar, quien a caballo también, caracoleando como tú so-
bre la puerta cerrada de tu escritorio, desde el centro de su marco de
caoba y bajo el brillo de su espada desnuda, dirigía con arrogancia
todo el día la batalla gloriosa de Carabobo (328).

Quizás tampoco esté de más que, nosotros, oficiantes de la


crítica (literaria, culturalista, feminista, postcolonialista …), re-
lajemos de vez en cuando nuestras poses severas y nos dedi-
quemos algo más a «barajar las etiquetas» y buscar el contacto
con otras «bacterias» distintas a las predominantes.

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172
III
ENSAYO DE CRÍTICA FILOLÓGICO-
POLICIAL75

75 Como en aritmética + x + = + / – x – = + / + x – (o a la inversa) = –, dado que en-


trego un escrito sobre un texto muy alejado de la convención, opto, a contracorriente,
por seguir en él un método convencional, con un pie en la honorable tradición raciona-
lista inglesa del género policial y otro en el no menos honorable género de la crítica, pró-
ximo a la labor de los detectives en sus pesquisas: el filológico. A esas tradiciones va mi
sentido e inoportuno homenaje.

173
Ø / Verdad e identidad desmanteladas:
escritura, autobiografía y política en El
falso cuaderno de Narciso Espejo76

a Arlette Machado y Mirla Alcibíades

No es vana esta furtiva mirada al mito en una hora de tan


universal desasosiego. Tal vez está allí, como tantas veces
lo ha estado, la clave de nuestro destino. Nuestra noche
podría acaso iluminarse de manera definitiva con la cla-
ra visión reveladora de Narciso (Úslar Pietri, “Pies hora-
dados”, El Ingenioso Hidalgo, nº1).

…la posibilidad de ser héroes se ha terminado (Meneses,


1981: 437).

A pesar de ser poco conocida internacionalmente77 y de vi-


vir casi disuelta en el aire lector del s. XXI, aunque algo irregu-
lar, El falso cuaderno… es una de las novelas venezolanas más
ambiciosas, complejas e inteligentes (lo mismo podría decir, p.
e., de Cubagua de Enrique Bernardo Núñez). Una novela más
que relevante. Pero además, esta novela de Meneses construye
de modo ejemplar una posición artístico-intelectual ante las es-
76 Originalmente como “Ø/Verdad e identidad desmanteladas: escritura, autobiografía y
política en El falso cuaderno de Narciso Espejo. Ensayo de crítica genético-policial”. En:
Estudios 23, 45-6, 87-146.
77 Más que pensar en ediciones internacionales de El falso cuaderno… habría que men-

cionar ediciones venezolanas de circulación internacional: la edición de Monte Ávila


Cinco novelas (1972) y el tomo de Biblioteca Ayacucho: Espejos y disfraces (1981). Fue-
ra de Venezuela apenas sé de una edición mexicana de la novela de 2013 (Direc. de Lite-
ratura, UNAM/Vanilla Planifolia)… Una primera versión de este trabajo fue solicitada
para una frustrada edición de la novela en la Colección Archivos, lo que hubiera repa-
rado algo el vacío). No imagino hoy una circulación de la novela de Meneses fuera de un
público especializado; para éste tendría el interés de su proximidad en varios sentidos
con novelas de Onetti como El pozo o Para una tumba sin nombre (Lasarte: 1995) y con
una zona –“invendible” para los estándares e intereses actuales del mercado del libro y
la academia– de la narrativa latinoamericana: la de mitad del siglo XX, hoy, sin más,
pasto de olvido.

174
crituras y la sociedad de su época entre las vanguardias de los
años 20 y 60 del s. XX: la escenificación críptica de una ironía
que, efecto del desencanto político, supone la negación de certi-
dumbres e identidades, para postular en cambio la supremacía
(en clave de humildad) de lo literario-filosófico –el tramado de
la trama “puesta en abismo”– como única instancia del recono-
cimiento de las realidades en su inasibilidad. Ironía y/o cele-
bración del artefacto escritural que, si bien podría rastrearse
desde el modernismo78, sólo llegó a instituirse como posición
dominante (más por el costado de la celebración casi religiosa
de la escritura que por el de la ironía), en los años 70 y 80 del
pasado siglo; años de relecturas y revaloraciones de textos y
autores menospreciados o malentendidos y, claro, de la consa-
gración, la “misa” de Guillermo Meneses. Además, he tratado
de mostrar desde el lejano 1983, que el conjunto de la escritura
de Meneses es un privilegiado “objeto de estudio”, pues concen-
tra dos tipologías opuestas de escritor: el comprometido con la
construcción utópica de una nación y un hombre nuevos, y el
melancólico que parodia (seria e irónicamente) sus anteriores
“delirios” políticos y literarios.

En otro sentido, admito que no propondré nada diferente


a mi “lectura” de Meneses, centrada en aventurar una explica-
ción del viraje de una narrativa de corte nacional-populista a
otra de corte existencialista, desencantada, autorreflexiva, expe-
rimental... En cambio, espero ofrecer al lector al menos algunos
nuevos “elementos probatorios”. La estrategia expositiva quie-
re ser un homenaje a la idea de “pesquisa”, al espíritu de la in-
dagación. También quiere reparar un vacío de mis trabajos pu-

78 Pienso en la idea de “autoanálisis” en los ensayos y la ironía de algunos relatos de


Pedro Emilio Coll; el delicioso pasaje del fauno y los intelectuales de Ídolos rotos de Ma-
nuel Díaz Rodríguez; y luego –más sistemáticamente– el despliegue de la ironía en La
tienda de muñecos Julio Garmendia o en las novelas de Teresa de la Parra. También,
por lo que respecta más bien a la relación literatura-realidad, en zonas ensayísticas o na-
rrativas del más interesante Uslar Pietri (el de sus primeros años); o, ya en los años de
El falso cuaderno…, la primera narrativa Oswaldo Trejo. Por lo que hace al “motor” de la
ironía, el desencanto político, en la nota 90 hago referencia al cambio importante de
orientación que suponen novelas posteriores a 1945, de autores próximos a los sucesos
de 1928: Todos iban desorientados (Arráiz), Todas las luces conducían a la sombra
(Himiob) o La dolida infancia de Perucho González (Fabbiani Ruiz)…, en sintonía, por
cierto, con el surgimiento de una suerte de “existencialismo criollo”, quizá más pendien-
te de los aires de la postguerra mundial que de desencantos políticos locales, en Los ale-
gres desahuciados (Mariño Palacio).

175
blicados, que refieren mayormente al conjunto de la narrativa
de Meneses y no se han enfocado en la confrontación de las con-
sideraciones sobre el conjunto en algún texto en particular79. El
falso cuaderno… es, a este efecto –el del (desprestigiado) análi-
sis–, un objeto también excepcional. Además de su retadora
complejidad, pone en escena un tema inédito en el Meneses na-
rrador, a partir del cual es posible un viaje de ida y vuelta al con-
junto de su narrativa: el del juicio del/al escritor, su escritura y
sus dobles o “fantasmas”. (O sus «sombras», corregiría el autor).

…nunca he creído que lo nuestro del 28 haya sido en verdad un acto


heroico [...] ni un acontecimiento histórico. Por lo demás, en mi vida
he sido solamente escritor [...]. Pero entre mis temas literarios, jamás
ha estado la generación del 28 (en Otero Silva: 54; cursivas mías).

Estas palabras de Guillermo Meneses forman parte de un muy


valioso conjunto de textos breves escritos por integrantes de la
generación del 28 que, solicitados por Miguel Otero Silva, se
incluyen en el “Prólogo” a una reedición de la novela Fiebre
(1977) y que, casi 50 años después, quiso funcionar como testi-
monio y balance de los propios protagonistas: un grupo de es-
tudiantes que irrumpió públicamente contra el régimen gome-
cista en febrero de 192880. A los pocos años y con el tiempo,
esos jóvenes se convirtieron en gestores e imagen de una reno-

79 En un viejo texto público (pero que me negué a publicar como libro por su innecesaria
inflación de páginas), sí me detuve en la mayoría de los textos narrativos de Meneses:
mi tesis doctoral de 1983, que, con suerte, quizás repose en alguna caja en Caracas o al-
gún anaquel de subsuelo en la Universidad Autónoma de Madrid. Lamentaré siempre
no haber sido capaz, tras dos intentos en distintas épocas, de concretar la reescritura,
porque temo que ha sido y será él único libro-libro académico que escriba.
80 La celebración de la Semana del Estudiante en la Universidad Central de Venezuela

desembocó en manifestaciones de calle, a las que se unirían otros sectores sociales des-
contentos. Culminaría con el apresamiento de muchos de sus participantes, destinados a
cumplir condenas en los campos de trabajos forzados de Las Colonias o Palenque y en la
prisión del Castillo de Puerto Cabello. Al respecto, léase entre otros: Gabaldón Márquez;
Acedo de Sucre y Nones Mendoza; Agudo Freites; Caballero; Rivas; Lasarte (2006).

176
vación del pensamiento político y cultural que dominaría el es-
cenario de lo que reste del siglo XX.

La presencia de Meneses en el testimonio-balance organi-


zado por Otero Silva respondía al hecho, no sólo de que el na-
rrador fuese uno de los presos del 2881, sino a la centralidad de
su figura en el siguiente pasaje de las renovaciones intelectuales
y artísticas venezolanas. En él, Meneses hace sentir el peso de su
«mirada cínica»82, de su distancia ante la posibilidad de cele-
brar aquellos años en clave épica: «nunca he creído que lo nues-
tro del 28 haya sido en verdad un acto heroico [...] ni un acon-
tecimiento histórico». La afirmación contrasta con lo que fue la
actividad de Meneses en los espacios políticos de los años 30 y
4083. Pero, para mis fines, llama aún más la atención otra frase
ya citada pero que necesito destacar “esp(a/e)cialmente”:

81 Guillermo Meneses, a la sazón joven de 16 años, estudiante de un colegio jesuita, se


cuenta entre una segunda “camada” de presos –junto a otros intelectuales y escritores:
Isaac J. Pardo, Inocente Palacios, Miguel Acosta Saignes, Felipe Massiani, Pablo Rojas
Guardia, Carlos Eduardo Frías…–, que caería por solidarizarse meses más tarde con los
primeros presos del 29 de febrero de 1928. En el citado “Prólogo” a Fiebre, Felipe Ma-
ssiani rememoraba así el hecho: «Aquel mismo día de octubre se nos formó en filas, cus-
todiados por la tropa; y pasando por Sabana Grande se nos llevó a pie por la carretera
hasta Guarenas. Recuerdo que caía un tremendo aguacero tempestuoso. Y entre las más
nítidas imágenes que conservo está la de que delante de mí marchaba un muchacho muy
joven, como muy frágil, caminando penosamente. Más tarde supe que se trataba de quien
llegaría a ser el destacado novelista Guillermo Meneses» (Otero Silva: 52).
82 La expresión es de José Balza (X), y aunque con ella se refiere acertadamente a la pers-

pectiva que preside El falso cuaderno de Narciso Espejo (1953), quiero hacerla valer
también para este breve texto de Meneses sobre la generación del 28.
83 Meneses firmaría la carta a favor de los presos políticos unos días antes de graduarse

de bachiller en el colegio jesuita San Ignacio de Loyola. Se cuenta que, al iniciar el trayec-
to hacia Las Colonias, ante la vista de sus familiares, Meneses se arranca medallas y es-
capularios en un gesto desafiante (Machado: 35). Lo ocurrido en 1928 es el primer acto
político del escritor que, especialmente entre 1936 y 1945, compartió el oficio de narra-
dor y periodista con el activismo político. Meneses permanecerá en la prisión del Casti-
llo de Puerto Cabello hasta finales de 1929, tras lo cual ingresa a la carrera de Derecho
en la Universidad Central de Venezuela, participa en la organización del Centro de Estu-
diantes –que pronto será prohibido– y se vincula al grupo de jóvenes vanguardistas del
Grupo Cero de Teoréticos y de la revista Élite, donde publicará sus primeros textos. So-
bre su participación política en los años 30 dirá el líder político Jóvito Villalba: «Par-
ticipó en todos los pasos previos que se dieron para la orientación y organización del mo-
vimiento popular. No actuó en condición de dirigente político. En todo momento era el
intelectual que seguía de cerca los acontecimientos, totalmente ligado a ellos» (en Ma-
chado; 56). Tras la muerte de Gómez en diciembre de 1935 y la apertura del espacio po-
lítico, Meneses se vincula al grupo de intelectuales de la izquierda de entonces que fun-
darían la revista Gaceta de América (1936) e ingresaría al partido socialdemócrata Or-
ganización Venezolana (ORVE), dirigido por Rómulo Betancourt. Meneses vende dos
casas que tenía en Maracay como única herencia y dona el dinero a la organización. En
el manifiesto-programa de ORVE aparece Meneses como miembro de la Junta Directiva
y Secretario de Propaganda. A pesar de la orientación política del partido –«ORVE no es

177
…entre mis temas literarios, jamás ha estado la
generación del 28.

Y es crucialmente llamativo en vista de que “El gesto de la me-


dalla”, capítulo que corona la (falsa) autobiografía que Juan
Ruiz escribe sobre la vida de Narciso Espejo, es la reconstruc-
ción ficcional de un referente que se corresponde puntualmente
con el gesto de Meneses preso, cuando inicia su caminata hacia
Las Colonias –nota 81–, entrando de lleno en el acontecimien-
to histórico, inscribiendo, a pesar del gesto cínico posterior, su
pertenencia a la “gloriosa” generación del 28 y dando inicio a
su participación política en la vida pública.

¿Por qué Meneses marca expresamente «entre mis temas


literarios, jamás ha estado la generación del 28», si los capí-

fascista, mucho menos comunista», rezaba una de sus consignas–, Meneses aparece en
la memoria policial del régimen de López Contreras: el Libro Rojo de 1937, en el que es
denunciado «por la cooperación “constante y persistente” en la preparación de mítines
del PRP y de ORVE» (Machado: 63). A finales de 1936 aparece como miembro del Co-
mité Central del Partido Democrático Nacional (PDN), coalición del PRP y ORVE; aun-
que poco tiempo Meneses se distancie. Las causas del alejamiento son desconocidas in-
cluso para amigos cercanos de la época –Juan Liscano, por ejemplo, con quien fundase
entonces la revista Cubagua–. Armas Alfonzo especula sobre una posible «rivalidad lite-
raria» con Rómulo Gallegos e Inocente Palacios (64); pero me atrevería a añadir la posi-
bilidad de una primera desavenencia con Rómulo Betancourt, de quien se deslinda cla-
ramente en los tempranos 40 y que podría pensarse como el referente histórico del polí-
tico demagogo que Meneses construye con verdadera (y poco lograda) saña en La misa
de Arlequín (1962). Ya durante la presidencia de Isaías Medina Angarita (1941-45) –uno
de los más interesantes períodos de la historia política nacional, aun a pesar de ser una
continuación del “legado” gomecista–, Meneses retorna al activismo político: ingresa al
medinista Partido Democrático Venezolano (PDV), participa como orador en algún mi-
tin y firma, en 1944, una carta de apoyo de artistas e intelectuales a la gestión guberna-
mental. Serán los años de mayor presencia “orgánica” de Meneses en los espacios de la
opinión pública. En sus columnas de los diarios Ahora, El Nacional y El Tiempo, con-
centrará su energía intelectual. Junto a temas literarios o culturales y acercamientos al
mundo cotidiano caraqueño –ladrones, empleados, deportistas–, el tema destacado será
la política, y en él marca su postura antifascista, anti-imperialista y de defensa del go-
bierno frente a sus enemigos principales –el lopezcontrerismo y lo que dio origen por
esos años de Acción Democrática–. Entre títulos como “Acusación contra Franco”, “Mu-
ssolini”, “Comienzan los cambios”, “Democracia”, “La reacción”, “Respaldo a la política
del gobierno”, destaco otro, especialmente por la pregunta inicial de la presente pes-
quisa: “La generación estudiantil de 1928 respalda al gobierno” (El Tiempo, 12-10-1944).

178
tulos “El Acto de la Protesta” y “El Gesto de la Medalla” –que re-
fieren autobiográficamente a los sucesos políticos del 28 – cie-
rran la falsa autobiografía de Narciso Espejo escrita por Juan
Ruiz84? ¿Es asunto baladí, de simple especulación? Aun si lo fue-
ra, podría pensarse que del mismo modo que Meneses quiso me-
nospreciar el valor de los sucesos del 28 y de su generación –en
la que se reconocería con orgullo hasta 1944–, es probable que
su (falsa) negación de la presencia del “tema” en su narrativa
forme parte de los juegos irónicos de distanciamiento que trata
de establecer la novela misma. Especulación… pero –menesiana,
inútilmente– intentaré aquí sostener al menos su verosimilitud.

Concedo de entrada que ciertamente Meneses no fue afec-


to a la representación directa de temas políticos de referente his-
tórico en la ficción. Si bien la primera etapa de su narrativa
coincide con los años de su activismo político y son expresión de
una escritura al cabo “instrumental” –pues se entendía como al
servicio del cambio social o la refundación de la patria–85, ni si-
quiera podría considerarse como texto de tema político su
versión criolla del escritor adolescente: El mestizo José Vargas
(1942)86.

La única ficción que calificaría como de tema político viene


a ser la obra de teatro El marido de Nieves Mármol (1944), pu-
blicadas en sus años de más abierta “organicidad” medinista.
Curiosamente las excepciones, por lo que respecta a la referen-
cialidad histórica de hechos/actos políticos, ocurren después de
1945, en los años del desencanto amargo: en el episodio auto-
biográfico del “El Gesto de la Medalla” en El falso cuaderno…
y en las oblicuas pero claras referencias a la Revolución de Oc-
tubre de 1945 en La misa de Arlequín (1962).
84 En su momento el escritor no tuvo problemas en reconocer el relieve del tema político
en una novela posterior a El falso cuaderno…: La misa de Arlequín (Santana).
85 Sigo manejando la fecha de octubre de 1945 y claramente 1946 como frontera de las

dos escrituras (incluyendo crónicas o ensayos además de la ficción) de Meneses. En ese


caso por lo relativo sólo a la ficción, esa primera escritura abarcaría desde el texto “Juan
del Cine” (1930) hasta el relato “La mujer, el as de oros y la luna”.
86 Novela que, sin entrar en asuntos de “valor” o logros, en el núcleo que supone la bús-

queda introspectiva de José Vargas, tensionado por su rechazo al mundo de los amos del
mundo de Santocristo, que ha impregnado con su decadencia y violencia al conjunto de
sus habitantes, y el llamado interior de «la voz y la vida de los que no tienen nombre»,
los “vencidos”, podría pensarse, por ejemplo, en relación con algunos textos narrativos
de José María Arguedas.

179
No deja de ser paradójico que, cuando la escritura deses-
tima su funcionalidad social más allá de las fronteras de la fic-
ción es el momento en que el motivo político adquiere presen-
cia, a pesar de su enmascaramiento. En El falso cuaderno…, el
elemento político-autobiográfico está ahí, como un cabo suel-
to, demasiado visible, inquietante por su obviedad. ¿No será al
menos verosímil pensar que dicha presencia ocurre –con iro-
nía, si no con sarcasmo– justamente en función de marcar su
radical in-diferencia, su in-significancia?

Como confirmación de lo afirmado por Meneses –«entre


mis temas literarios, jamás ha estado la generación del 28»–
podría argüirse que es ínfimo el espacio que la crítica ha dedi-
cado a lo autobiográfico en la novela del 53. Son escasas las
excepciones. Quien inequívocamente señaló el componente au-
tobiográfico de la novela –en la biografía que Juan Ruiz hace de
Narciso Espejo– fue un amigo de Meneses desde los años 30,
Juan Liscano, que incluso habla de “Narciso Espejo-Meneses” y
“Meneses-Ruiz”, y que caracteriza los actos del adolescente Es-
pejo –del pasaje de la feria hasta el de la medalla– como «rigu-
rosamente autobiográficos», para señalar de inmediato, aunque
sin negar en absoluto su origen: «pero alejados por la perfec-
ción literaria que es reflejo, ficción de la realidad» (89-90). To-
mando pie en Liscano, Arlette Machado en su –para mí deci-
siva– biografía de Meneses insiste en marcar lo autobiográfico,
tanto al repasar los primeros años de su vida como luego al ha-
blar propiamente de la novela del 53:

La historia de Narciso podría ser la del intelectual que vive las pe-
ripecias de su vida y tiene la oportunidad de mirar en el espejo su
propia frustración.
Podría ser también la de cualquier estudiante del 28 (108).

Mucho antes, pocos meses después de la publicación de la


novela, una reseña del joven Alexis Márquez Rodríguez en la re-
vista Cruz del Sur, aunque no hacía la menor alusión a lo auto-
biográfico en El falso cuaderno…, centraba llamativamente su
juicio en la representación narrativa del acto político. Si bien

180
no pareció o no quiso entender cabalmente la novela –quizás
porque Meneses se desempeñase a la sazón como empleado con-
sular de la Venezuela perezjimenista en París87–, además de se-
ñalar la desigualdad estilística entre sus dos partes y verla co-
mo «novela trivial, demasiado trivial», «novela introspectiva»
que no calza los puntos de sus modelos –el Hesse de Demian o
Narciso y Goldomundo y Julio Garmendia (¿por “El difunto
yo”?)–, Márquez Rodríguez hace especial énfasis en el capítulo
del “Acto de la Protesta”:

…hay, siempre con el escudo de lo introspectivo, una intención muy


marcada de justificar dicho acto, más que como el cumplimiento de
un deber patriótico [...] como una “salida” de adolescente [...]. Y es, en
última instancia, una manera de justificar, o al menos explicar, ese
acto heroico-romántico de la adolescencia, con el deliberado propó-
sito de que no se le exija al hombre maduro aquella continuidad ideo-
lógica que de dicho acto podría desprenderse.

Pero una “excepción de excepción” la proporciona el testi-


monio que ofrece la misma escritura de Meneses en los cua-
dernos manuscritos –públicos– de la novela, en fragmentos que
no llegaron a integrarse a la versión definitiva de El falso cua-
derno… Un pasaje fechado el 23-11-52, en el que Narciso Es-
pejo comenta la falsa autobiografía que hace de él Juan Ruiz,
recoge una frase, a propósito del “gesto de la medalla”, que dia-
loga con la que par de décadas más tarde Meneses escribiera pa-
ra el prólogo de Otero Silva: «Nunca había querido escribir na-
da sobre un delicado asunto porque soy ajeno a todo ejercicio
literario cuya materia corresponde [...] a mi vida» (Meneses,
1993: 188)88. Como en la versión definitiva, desde el desencan-
to extremo, el manuscrito regatea la importancia de los actos
del adolescente; pero, en cambio, refuerza la historicidad del
relato autobiográfico. Aunque es de agradecer que Meneses ha-

87 En 1948, Meneses es nombrado Segundo Secretario de la Embajada de Venezuela en


París, cargo que desempeña hasta 1953, año de la publicación de El falso cuaderno…
Ese mismo año es nombrado Primer Secretario de la Embajada de Venezuela en Bru-
selas, donde permanece hasta 1957.
88 En adelante se citará por esta edición tanto la novela en su versión definitiva como sus

manuscritos, por lo que me limitaré a señalar los números de página correspondientes.


La frase con la que dialoga es obviamente: «entre mis temas literarios, jamás ha estado
la generación del 28».

181
ya aliviado la versión definitiva de “detalles” innecesarios, vale
la pena citar el pasaje en extenso, pues da cuenta clara de la ba-
se del juego ambiguo que intencionalmente desde entonces es-
tablecerá el autor respecto del asunto autobiográfico-político,
como queriendo simultáneamente borrar y llamar la atención:

El gesto de la medalla fue realizado hace ya mucho tiempo. Co-


rresponde [...] con dos otros actos [el de la feria y el burdel] que lo
complementan y le dan su exacto significado de chiquillada. Pero
[...] no sé porque tenga yo que explicar [...] las bases espirituales de
la ruptura de la cadena y del lanzamiento de la medalla hacia el
oscuro, mojado, sonoro corazón de mi tierra venezolana.
El hecho sucedió aquel año de 1928, en el cual un grupo de estu-
diantes fue detenido en prisión durante unos cuantos meses, con-
denado primero a trabajos de obrero en una carretera y encerrado
luego en los calabozos del Castillo Libertador, en Puerto Cabello.
Como quiera que escribo estas líneas para publicarlas, me apre-
suro a decir que no pretendo darles intención polémica –de litera-
tura social–; ni voy a hablar de tiranía y de romántica actitud re-
belde. Toda consideración de orden político relacionada con aquel
instante es subsiguiente al acto de la medalla, explicación crítica
extraña a aquel suceso.
Voy a hablar del caso, porque es inevitable hablar de él; Juan Ruiz
me ha obligado, cuando se ha puesto a hacer conjeturas y alusio-
nes que sólo conoce en función de palabras que alguna vez pudo es-
cuchar de mis labios y cuyo valor exacto nunca pudo medir.
Entre bayonetas íbamos los estudiantes por un camino venezola-
no, rumbo hacia un sitio que desconocíamos. Había bayonetas en
torno nuestro [...] y los pasos [...] sonaban con un ritmo de triste pe-
so sobre la tierra, que estaba posada y fresca por la lluvia reciente.
No puedo dejar de escribir esto sin añadirle sentimientos: los que,
creo, pertenecían a uno de aquellos muchachos que caminaban el
camino hecho de tierra húmeda y pesada. [...] Es posible que algu-
nas consideraciones de éstas que hoy escribo pertenezcan al hombre
de hoy y no al chico de entonces; pero estoy cierto que el nocturno
mundo del campo venezolano rondaba el alma temerosa y pura de
aquel chico.
Apenas duró un segundo el gesto [...].
No da para nada ese pequeño acto en sí mismo [...]. Para mí aque-
lla noche es sólo el gesto de mi mano, de los flacuchentos dedos que
lanzan las medallas hacia un charco y eso no puede ser tema para
más de una página, como no pudo en la vida ocupar más de un

182
instante. Juan Ruiz tiene la culpa de que esa página haya sido es-
crita (188-9)89.

¿Por qué entonces esa voluntad de borrar, en Meneses y la


mayoría de sus críticos, una presencia tan obvia? Pensar que es
un elemento menor tiene más de un punto a favor, pues, aun-
que los capítulos finales de la falsa autobiografía de Narciso Es-
pejo entregan, con base en la biografía del propio Meneses, la
culminación de un ritual de transgresiones del adolescente res-
pecto de su mundo, es de mayor relieve en la novela el juego de
las inútiles refutaciones que Narciso Espejo y sus amigos em-
prenden contra la escritura de Juan Ruiz para preservar la “ver-
dad” sobre la identidad de Narciso Espejo. Pero… con dos añadi-
dos cruciales: la refutación de los “lectores” de la falsa autobio-
grafía se muestra como empresa vana, pues pretenden demos-
trar «algo que nunca negó Juan: la falsedad del cuaderno» (149);
y una última “vuelta-de-tuerca”/torcedura-del-sentido: el final
de la novela revela que Narciso Espejo no es Narciso Espejo, ins-
talándose así el absurdo y el enigma como únicas señas de iden-
tidad estables.

Quizás las propias páginas iniciales de El falso cuaderno


de Narciso Espejo arrojen inesperada luz sobre su clave y per-
mita dar factibilidad y cauce a esta pesquisa filológico-policial:

89 Habría que añadir que, en los manuscritos, el Tirano es además nombrado: Gómez.
Pero aún hay otro elemento menor en los manuscritos que confirma –¿vagamente?– la
presencia de lo autobiográfico. En el cuaderno apócrifo, aquí de Alfredo Espejo, este
falso Alfredo dice: «Si le preguntaran de dónde viene diría que nació bajo el signo de
Sagitario y que una flecha lanzada por el brazo del Centauro apenas dice la dirección de
su vida» (245). Es el mismo signo zodiacal bajo el cual nace Meneses. En la narrativa
anterior a 1945, Meneses recurrirá al Sagitario-Centauro al final de El mestizo José Var-
gas, personaje que podría pensarse como proyección ideal de aquel escritor. El recurso
de asignar algún aspecto autobiográfico a uno de sus personajes se repetirá también, por
ejemplo, en “Tardío regreso a través del espejo”, a partir de José Prados el poeta-comer-
ciante (¿qué podría asociarse al Meneses escritor-diplomático?).

183
Bien sé que alguno de los que lean mi historia se asombrará de las
muchas falsedades que contiene. [...] Pero nadie conoce mejor [¿que
yo?...] cuándo una mentira es más auténtica que la verdad. El refle-
jo, inteligentemente preparado, puede ser más valioso que la verdad.
Más valiosa aún, la presencia entrevista de lo que se quiere ocultar
(1991: 29; cursivas mías).

El componente autobiográfico –del Meneses histórico– no


sería un elemento tan prescindible si, además de leer en El fal-
so cuaderno… su autorreflexiva y metaficcional “puesta en abis-
mo”, fórmula central de su estructuración90, la novela admitie-
se también ser leída como crítica de la “heroica” generación del
28 y como autocrítica estético-política, irónica e intencional-
mente “nebulosa”, de lo que fue su quehacer como narrador e in-
telectual hasta algún momento de los años 40. Es decir: como
novela del desencanto político, expresado, como correlato ma-
yor respecto de la peste histórica de los años de formación de
Narciso Espejo, en un signo metafórico de la enfermedad aho-
ra existencial: la nube amarilla, que dice de la imposibilidad de
la épica y la patética inutilidad del éxito (individual, grupal, so-
cial, nacional).

Quizás gravite sobre la borradura –de la crítica y la auto-


crítica– la idea de que este acercamiento empañe los induda-
bles méritos artísticos o la centralidad que El falso cuaderno…
tiene entre los discursos de la modernidad literaria. No veo por
qué, si así fuese; entre otras cosas porque la crítica de naciona-
lismos y políticas está en la base de la representación de textos
centrales de la narrativa latinoamericana del XX entre 1930 y
1940: así, el Borges a partir de Evaristo Carriego; o, más cla-
ramente, la ironía amarga (y autocrítica) de Onetti en El pozo
–donde define con cinismo lo que es Uruguay: «un gaucho, dos
gauchos, treinta y tres gauchos»–; o incluso las imágenes fan-

90 Por no hablar de las implicaciones que ello tiene en el proceso de la narrativa vene-
zolana y continental por su crítica a las convenciones de los realismos, o su desconstruc-
ción del tema de la identidad y la verdad a favor la duda y el enigma; operaciones, por lo
demás, caras también a Onetti desde El pozo (1939).

184
tasmagóricas sobre símbolos de la nación –por cierto, vene-
zolanos– de La invención de Morel de Bioy Casares91.

Las “escenas” políticas: los sucesos del año 28 y la Revolu-


ción de Octubre del 45 aparecen, pues, en las dos últimas nove-
las de Meneses, precariamente enmascarados: el primero, como
el acto de un adolescente narrado desde la distancia irónica del
escritor de una falsa autobiografía en El falso cuaderno…; el se-
gundo, como la escena trágica y bufa de una farsa histórica –“El
ballet de los Generales”– que pone fin a los ritos teatrales, las
“misas” de Arlequín. Lo precario del enmascaramiento no sólo
despierta sospecha; de hecho, me produce el efecto contrario.
Y quizás no sea tan accidental ni tan ocioso que esas escenas
estén ahí. Después de todo, son dos sucesos que marcaron la
vida del escritor: el del 28, por el temprano alejamiento del
mundo familiar y colegial para asumir los riesgos de oficios
inestables –la literatura y la política– con los que se compro-
mete firmemente; el del 45, por ser el inicio del tiempo del de-

91Por lo demás, poco antes de la aparición de El falso cuaderno…, cuya edición coincide
–irónicamente– con los 25 años de los sucesos del 28, al menos dos novelas vene-
zolanas, escritas por protagonistas de aquella generación y de la narrativa del “realismo
rosado” de los años 30, alimento del mito de la “épica” generación del 28: el Antonio
Arráiz de Puros hombres y el Nelson Himiob de La carretera, parecen querer enmendar
paródicamente sus propias planas: Todas las luces conducían a la sombra (1947) de
Himiob y Todos iban desorientados (1951) de Arráiz. Coinciden ambas en entregar una
visión desencantada y anti-épica de la célebre generación, opuesta a la que se infiere de
las visiones al borde de la ingenuidad de sus propias novelas anteriores. En una direc-
ción cercana, y aunque no llevasen a la ficción el tema o motivo político, llama la aten-
ción el cambio que, a partir de 1945, puede verificarse en la escritura de varios com-
pañeros de generación de Meneses. El más apreciable es el que ocurre en uno de los
críticos y narradores políticamente más radicales de los años 30: José Fabbiani Ruiz que
tras su melodramática novela-panfleto Mar de leva, lo más cercano en la narrativa ve-
nezolana a las obras más militantes de Jorge Amado, publica La dolida infancia de Pe-
rucho González (1946), cuyas primeras líneas –la confesión de un amargado protago-
nista– resonarán en varios de los personajes de La mujer, el as de oros y la luna (1948)
de Meneses. Igualmente, textos como “Agonía en el fondo” (1946) de Carlos Eduardo
Frías o la novela Dinamarca, solamente una pensión (1952) de Felipe Massiani, distan
mucho de lo que estos autores publicasen en los años 30.

185
sencanto, la amargura, el exilio –cuando «la posibilidad de ser
héroes se ha terminado»– y, a la vez, el de las reescrituras.

A propósito de El falso cuaderno…, Juan Liscano enmarca


la escritura de la novela en una situación del escritor que me in-
teresa rescatar, por apuntar al carácter confesional de la novela:

Meneses, en un momento crítico de su existencia, en que sentía in-


tensamente el tiempo en que quería intentar una explicación de sí
mismo, pero dentro de la literatura, sin incurrir en la vulgaridad de
la confesión en alta voz, disimuló el ego tras los disfraces de sus per-
sonajes monologantes, y el testimonio, en la existencia de la ficción
(90).

Obviamente no se trata aquí de intentar una inútil pesqui-


sa que, como hiciera alguna crítica del s. XX, se solazase en de-
mostrar las “verdades” o “falsedades” de la literatura respecto
de la representación de la historia, sea individual o colectiva.
¿Qué me lleva, entonces, a insistir sobre lo obvio silenciado?:
la presencia del elemento autobiográfico en la novela del 53 es
el intento de sugerir que, justamente por la presencia enmas-
carada de ese elemento autobiográfico y, sobre todo por negar-
lo intra y extraliterariamente, me invita, como si fuese una “pis-
ta”, a rastrear las eventuales razones del cambio estético que
ocurre en las narraciones de Meneses a partir de 1945, cambio
que tendrá por momento culminante, en lo atinente a lo auto-
biográfico, El falso cuaderno de Narciso Espejo.

Que se acepte o no este tipo de lectura pasa por la valora-


ción de dos hechos. Uno, el impacto que produciría la Revolu-
ción de Octubre de 1945 en las dos facetas más visibles del es-
critor: su intensa participación en la vida pública a través de las
columnas periodísticas casi diarias, orientada hasta entonces
por su compromiso con la política del momento y su quehacer
como narrador92; y el cambio que ocurre en su narrativa a par-

92La “literatura de ficción”, entre 1941 y 1945, los años del gobierno medinista, mientras
conoce el auge de la escritura periodística en Meneses, entrega como publicación El
mestizo José Vargas (que podría leerse algo teleológicamente como novela de forma-
ción del intelectual comprometido), El marido de Nieves Mármol (la primera incursión
de Meneses en la dramaturgia, género preferido por muchos escritores-políticos a lo

186
tir del primer texto –menor; si no pobre– publicado después del
45: “Nicolás Parucho es un hombre amargado”93.

Ello contradeciría dos apreciaciones generales sobre la na-


rrativa de Meneses, que en muchos casos es una sola. Una, la lec-
tura según la cual se reconocen dos etapas nítidamente dife-
renciadas en la obra de Meneses: la primera, desde Canción de
negros hasta El mestizo José Vargas; la segunda, desde relatos
como “El duque” o “Tardío regreso a través del espejo” hasta La
misa de Arlequín, en la que publica sus obras emblemáticas:
“La mano junto al muro” y El falso cuaderno…; el paso de una
a otra se explicaría como un proceso de maduración, como un
paso lógico e inevitable. Otra, la percepción de que la obra de
Meneses es unitaria, bajo la especie de una vuelta sobre sí mis-
ma, en la que Meneses retoma circularmente su escritura para
alcanzar al final del único viaje las cotas de mayor complejidad
y logro artístico, el destino inevitable: “La mano junto al muro”
y El falso cuaderno de Narciso Espejo94.

Arlette Machado nos cuenta que Meneses, justamente du-


rante el medinismo, «toma parte en el debate con una fogosi-
Brecht, por su capacidad de interpelación directa al público) y el relato “La mujer, el as
de oros y la luna” (Élite, 13-5-1944).
93
El Nacional, Caracas, 24-2-1946; reproducido dos semanas después en El Tiempo de
Bogotá.
94 Así, José Balza afirmaba que Meneses «sólo pudo llegar a la escritura de El falso cua-

derno de Narciso Espejo después de mucho copiarse a sí mismo, a través de cuentos y


novelas, publicados a partir de 1930» (IX). José Napoleón Oropeza diría que El falso
cuaderno…. es «suma de sus creaciones anteriores [...], esfera donde se cierran, sin pre-
cauciones, todas sus búsquedas» (433). Gustavo Guerrero sería aún más explícito en es-
te sentido: «aun cuando se la divida por lo general en dos o tres períodos, para facilitar
su estudio, la producción menesiana no deja de forjar la unidad de un itinerario crítico
que es justamente el que le permite ilustrar el tránsito entre el fin de una escritura y el
ascenso de otra que aún define a nuestra narrativa moderna» (75); de esta manera, por
ejemplo, un cuento del 38, “Borrachera”, «ya indica el camino que ha de conducir, años
más tarde, a ese gran ejercicio de polimodalidad que es “La mano junto al muro”» (80).
No obstante, Guerrero no deja de admitir la presencia de dos estéticas en la narrativa de
Meneses, aunque la explicación se presenta como una necesidad interna e inaplazable
del propio proceso creativo (84).

187
dad que nada tiene que envidiar a la de sus contrincantes» y
añade una frase: «Es fácil seguir un proceso que culminará con
el viaje a Bogotá» (72), pues la irrupción del “proceso revolu-
cionario” de octubre del 45 supondrá para el escritor: «Prime-
ra gran amargura… Destierro voluntario… Desilusión del país
político» (78). Alfredo Armas Alfonzo, en una nota de 1983,
contaba que el derrocamiento de Medina «pareció lastimar al-
guna llaga de la que Meneses nunca se curó». Y dice el testimo-
nio de su esposa de entonces, Sofía Imber:

Guillermo había sido medinista hasta el último momento. La caída


de Medina lo afectó de tal manera que quiso irse de Venezuela.
Nos fuimos al exilio voluntariamente sin que nadie estuviera persi-
guiendo a Guillermo. No había por qué... (en Machado: 88)

Y Meneses marcha a Bogotá95.

El tono de sus artículos de prensa será, desde 1946 y por


unos años, totalmente ajeno a la euforia del pasado más inme-
diato y abrirá las puertas a un desencanto y un amargor inédito
en Meneses96. Uno de los artículos escritos desde Bogotá, “En

95Según la misma Sofía Imber, tras la caída de Medina, Meneses le escribe a Plinio Men-
doza Neira, quien le consigue trabajo como jefe de redacción en el semanario cultural
Sábado de Bogotá (Machado: 80). Sin embargo, al no conseguir allí buen ambiente, el
autoexilio durará poco; en unos meses se encuentra de vuelta en Caracas, trabaja –junto
a Alejo Carpentier– para la empresa de publicidad ARS, de su correligionario Carlos
Eduardo Frías. Tras la caída de Rómulo Gallegos, al poco tiempo de ser electo, por un
golpe dirigido por Carlos Delgado Chalbaud, militar afecto a Medina, Meneses, como
otros medinistas, de algún modo celebra el hecho. En 1949, antes del asesinato de Del-
gado Chalbaud y de la toma del control político por Pérez Jiménez, gracias a un fraude
electoral en 1952, Meneses acepta un cargo diplomático como segundo secretario de la
Embajada en París, a pesar de que está muy por debajo de sus expectativas y mereci-
mientos (87 y ss.). Aunque es conocido su apoyo a los artistas disidentes en el exilio,
Meneses trabajará para la diplomacia de la dictadura en París hasta 1956 y luego en
Bruselas hasta la caída del régimen en 1958.
96 Ello no ocurrirá de inmediato; incluso inicialmente Meneses apuesta por una cierta

conciliación en aras de intereses nacionales. En “El 18 de octubre” un artículo publicado


casi par de décadas más tarde (El Nacional, 23-10-1964, A-4), en el contexto de los años
del auge guerrillero, Meneses reproduce un fragmento de lo que según él fue su primera
nota periodística publicada tras el golpe: «Quienes estaban de acuerdo con la forma de
gobierno anterior al movimiento revolucionario, no deben echarse a llorar por la idea de
que han perdido un bien esencial. Los que entran a formar parte del tren ejecutivo en
puestos de responsabilidad no deben suponerse amos absolutos de la verdad ni conside-
rar que, antes de ellos, reinaba en Venezuela la negación absoluta de la bondad. Unos y
otros –los desplazados y los triunfadores– tienen que hacer los mayores esfuerzos por
mirar las cosas con clara justicia y [...] por lograr que la vida en común de los venezola-
nos sea decente, democráticamente libre, humanamente respetuosa. De una y otra parte

188
estos días”, publicado en El Nacional (22-5-1946), define des-
de su primera frase el signo de esta otra actitud: «Nos ha toca-
do vivir una amarga época». Y esto ya es novedad, pero aún de
mayor interés, en el estreno de esta visión apocalíptica, será, a
partir de su valoración del proceso político, la presencia de un
principio luego capital en textos como “La mano…” y El falso
cuaderno…: el de la indiferencia de los opuestos, aunado a un
viejo motivo narrativo, el “disfraz”, que empieza ahora a refun-
cionalizarse al modo “Cambalache”:

…parece que [...] sentimientos de justicia muy hondos se mezclaran


a esas manifestaciones mezquinas; parece que, cada día más, los
conceptos más contradictorios estuvieran unidos y se dividieran en
pareceres contrapuestos los pensamientos que, hasta hace poco, se
creyeron semejantes.
Tiempos amargos los de hoy. Días inquietos. La voluntad democrá-
tica mírase derrumbada paso a paso y el triunfo tiende a ser de los
audaces, burladores de los más esenciales conceptos.
Por América, hasta el anti-imperialismo se vuelve bandera fascista.
Por América, hasta la palabra revolución sirve de lujoso antifaz para
las dictaduras.

Meneses pensaba aquí en quienes funcionaron como so-


porte ideológico del nuevo régimen: los acción-democratistas,
liderados por su figura histórica: Rómulo Betancourt. El triun-
fo de Rómulo Gallegos en las elecciones del 47 no le hará cam-
biar de parecer ni de actitud. Poco antes de su derrocamiento,
en un artículo del 1 de noviembre del 48, publicado también en
El Nacional, titulado “El valor de las palabras”, Meneses hace
una suerte de balance de lo que ha sido el proceso político de
ese «trienio de las mutaciones» (Rama, 1979). El texto, como
el anterior, es esclarecedor para comprender la nueva posición
de Meneses como hombre público y para ir registrando la géne-
sis de conceptos que luego serán trasvasados al espacio narrati-
vo. De cara a textos como “La mano…” o El falso cuaderno…

hay que llegar a un estado de conciencia que mantenga fielmente la posibilidad de la vi-
da nacional con la menor dosis de resentimiento o menosprecio». Unos meses después,
como se apreciará de inmediato, dejará de esperar comprensión y concordia de los
“triunfadores”.

189
éste es menos rico que el anterior, aunque incluye un ingre-
diente semántico-simbólico que será central en la novela de
1953: la condición enmascarada de la palabra para significar lo
falso, la mentira. En compensación… se nombra abiertamente
la fecha de la “herida” originaria:

Toda la vida de la nación ha venido a descansar sobre esa palabra.


La “revolución” ha servido de antifaz, de excusa, de explicación y ha
traído consigo la terrible y desordenada existencia dentro de la cual
Venezuela está dando el lamentable espectáculo de quien se está
hundiendo en un bracear de ahogado y grita que es campeón de na-
tación.
Un montón de palabras equivocadas zarandean a nuestro país y se
interpone como enemigo en el campo de los hombres que llegaron
luego del 18 de octubre de 1945.
Los “revolucionarios” de octubre pretendieron ser revolucionarios.
Y se han visto obligados a llevar al terreno de los hechos una menti-
ra. La palabra revolución los llevó de la mano a todos los errores.
Nuestro país está viviendo sobre palabras falsas y sólo puede salir
de los falsos hechos que esas palabras han producido por la batalla
contra la mentira.

Como se ve, la política no desaparece del escenario de la escri-


tura periodística; de momento, sólo cambia de signo97 y se roza,
como antes desde otras claves, con sus proposiciones narrati-
vas. En este sentido, Meneses sería ciertamente una unidad;
sólo que, antes que ver esa unidad en el conjunto de su narra-
tiva, opto por leer un vínculo estrecho en las trayectorias del
Meneses periodista/ensayista y el Meneses narrador.

97 Y por cierto que sólo será a partir de 1949 cuando cambiará, una vez instalado en
París, la índole de las notas periodísticas sobre la literatura no venezolana; otro de los
temas frecuentes en Meneses. Si antes predominó el comentario de clásicos hispanoame-
ricanos –Martí, Darío, Machado o Jiménez– y sobre autores europeos “comprometidos”
–Gorki o Gide, por ejemplo–, a partir de entonces tendrá cabida abrumadora el registro
de autores de otro tipo: Huxley, Proust, Joyce, Mann, Yourcenar, Queneau, Michaux,
Sartre, Camus… y en general el espíritu en que se gestará poco después el movimiento
de la “nueva novela” y la “hora del lector”. Si bien este cambio de “lecturas” no incidirá
en las transformaciones de la narrativa, que, de hecho, pueden verificarse desde 1946
(es decir: tres años antes), sí es altamente probable que formasen parte del laboratorio
formal en que se cocinarían sus textos técnicamente más complejos y sofisticados: “La
mano junto al muro” y El falso cuaderno de Narciso Espejo.

190
Desde luego sería una trasnochada y estrecha ingenuidad
plantear que cambios políticos puntuales propicien o incluso de-
terminen cambios literarios. Pero qué hacer si en algunos ca-
sos, como para mí el de Meneses, ocurre de ese modo: dema-
siadas evidencias apuntan en esa dirección. Ello no afecta cali-
dades o alcances; sólo el apartado de las explicaciones. En este
caso, supone pensar que El falso cuaderno de Narciso Espejo,
si bien finalmente y ante todo, es la gran crítica narrativa de la
segunda mitad del siglo XX a las ideas de verdad e identidad
en favor de la duda y el absurdo vital (en lo filosófico), o a la
precariedad de las convenciones realistas (en lo estético), esa
crítica tiene como origen de la representación otra crítica: la de
la “éxitosa” generación del 28 y, acaso sobre todo, la autocríti-
ca de Meneses, desde 1946, respecto de los primeros tiempos
de su actividad pública y literaria, a los que considerará, a pe-
sar del reconocimiento, del éxito conquistado, con sistemática
distancia, irónica o sarcástica.

«Nos ha tocado vivir una amarga época». Esta frase que


escribe Meneses en mayo del 46 y que de alguna manera en-
cierra la nueva actitud que exhibirá su escritura periodística, se
verá acompañada por los relatos que escriba entre 1946 y 1948,
recogidos en La mujer, el as de oros y la luna (1948), que, sal-
vo por el relato que da título al libro, inicia el tiempo de las re-
escrituras paródicas y las correspondientes autocríticas esté-
tico-políticas; la prehistoria del distanciamiento crítico de la
participación de Meneses en los sucesos del año 28 que se ma-
terializa en El falso cuaderno...

La crítica que considera el cambio en la narrativa de Me-


neses tiende a marcarlo en la radical diferencia que se aprecia
entre la novela El mestizo José Vargas y algunos relatos de La
mujer, el as de oros y la luna. Entre ambas publicaciones –1942

191
/1948– median 6 años; tiempo en que, según esa crítica, el au-
tor recapacita y reconoce el impasse que supone su novela del
42. Dicho impasse, adquiriría la forma de un obstáculo formal,
pues la narrativa de Meneses «corría el riesgo de terminar en
una suerte de neomodernismo pasado por la vanguardia», en
«un decorativismo y una estilización» valleinclanesca (Lisca-
no: 85); y ante todo suponía el agotamiento de una ideología
artística:

Y es que, después de El mestizo José Vargas, Meneses sabe que ya


no hay marcha atrás, pues ha llevado hasta sus últimas consecuen-
cias el evanescente discurso sobre la identidad nacional [...]. De ahí
que tal vez nos sea dado imaginar al Meneses de estos años, entre
1942 y 1948 como a un escritor que conoce las múltiples caras de la
duda y está consciente de la necesidad de un gran viraje en su tra-
yectoria creativa (Guerrero: 84).

Sin embargo, entre El mestizo… y relatos como “El duque”


o “Tardío regreso a través del espejo”, hay dos textos de ficción
olvidados –no sin razón– que continúan el proyecto escritural
de su primera etapa: la ya mencionada obra de teatro, El mari-
do de Nieves Mármol y el relato “La mujer, el as de oros y la lu-
na”, ambos publicados en 194498. Lo que haría que ese proceso
de “rectificación” al que se ha aludido ocurriese realmente en un
lapso de menos de dos años, en los que acontece su auto-exilio
en Bogotá. Incluso podría decirse que estos dos textos no sólo
continúan su narrativa anterior, sino que lo acentúan o lo radi-
calizan en algún sentido.

El marido de Nieves Mármol recuerda en varios aspectos


centrales proposiciones de El mestizo José Vargas. Su prota-
gonista, Alfredo Salazar, pertenece a la misma índole del “hom-
bre nuevo” que Meneses quiere para el futuro nacional y que
encuentra en José Vargas su mejor antecedente; ambos quizás
proyecciones literarias del propio yo ideal del autor. (No está
98 El marido de Nieves Mármol, aunque publicado en 1944, en rigor debe ser conside-
rada del año anterior, pues fue estrenada el 28 de marzo de 1943, en el Teatro Nacional
de Caracas (a partir de lo cual Meneses obtiene el recién instaurado Premio de Teatro de
Caracas en 1944). “La mujer, el as de oros y la luna” se publica por primera vez en Élite,
el 13 de mayo de 1944.

192
de más recordar que Alfredo ocupa justamente el nombre de
Narciso Espejo en el manuscrito que no conoció la imprenta en
su momento). Tildado de «comunista» por los agentes del po-
der local, poeta soñador y justiciero enfrentado a la corrupción
política que llega a manipularlo y entramparlo, Alfredo decide
alejarse de la órbita de los Mármol y volver a sus orígenes a la
orilla del mar, para reencontrarse consigo y reconstruir, casi
desde la pureza, su vínculo interior con el pueblo, como él, víc-
tima de las intrigas y ansias del poder de los amos, y del que se
siente parte y representante. «La voz de los ancianos» (los ven-
cidos), que acompaña como avío principal a José Vargas en su
ida de Santocristo hacia la capital, es ahora directamente «el
pueblo», que le marca la senda de la conciencia justa y es idea de
promesa democrática. (Y no hallo la menor marca de distancia
por parte del autor-dramaturgo; por el contrario, lo pienso, in-
sisto, como su proyección ideal).

La diferencia con la novela del 42 estriba en que la inten-


ción política que sin duda acompaña subterráneamente el dise-
ño de la historia de José Vargas se traduce ahora en presencia
temática central del drama. El problema que plantea la obra de
teatro es básicamente político: ¿cómo lograr la democracia so-
cial en los nuevos tiempos, cuando el mismo gobierno que aspi-
ra a ella se halla penetrado por los manejos corruptos no sólo de
los sobrevivientes políticos del anterior régimen autoritario –le-
trados, comerciantes y jueces–, sino por los dueños históricos
de todos los poderes –los Mármol–; y cuando una moral aco-
modaticia y la violencia machista continúan siendo los valores
imperantes? Es difícil, en especial por algún parlamento explí-
cito de más, no pensar en que la obra quiso ser –entre líneas
pero a flor de superficie– la escenificación de las dificultades
que debía enfrentar el progresista gobierno de Medina Anga-
rita ante los aún vivos factores del gomecismo. El parlamento
de Alfredo Salazar, la lectura en voz alta de un artículo que
acaba de publicar en la prensa, es el siguiente:

Nadie puede negar que Venezuela ha entrado, con franca alegría y


conciencia de sí misma, en un período de justicia y buen gobierno

193
que puede enorgullecer a aquellos que actualmente guían los des-
tinos del país. Nadie puede negar que quienes forman filas al lado
del Presidente de la República respetan la voluntad popular y dejan
libre el derecho ciudadano de expresión del pensamiento. [...] Pero,
no debemos ni queremos ocultar que en ciertas privilegiadas posi-
ciones, han quedado representantes de anteriores gobiernos dicta-
toriales y despóticos, a quienes una incomprensible condescenden-
cia del Primer Magistrado permite atentar, en la medida de su po-
der, contra las garantías ciudadanas y, lo que tal vez resulte más
grave, manejar los tesoros públicos como si fueran de su propiedad
particular (1944: 27)99.

En este sentido, El marido… representa un costado relativa-


mente inédito en la ficción del escritor, pues es el texto de fic-
ción más radicalmente político-populista de Meneses (aunque,
de interés sólo arqueológico, “filológico-policial”).

El siguiente texto de ficción que publica Meneses, el cuen-


to “La mujer, el as de oros y la luna” va por otros rumbos, y es
más bien un regreso al escenario de “La balandra Isabel…”, “Bo-
rrachera” o al mundo del botiquín donde el Teodoro Guillén de
Campeones “conquista” su grotesco proceso de deshumaniza-
ción. La diferencia respecto de sus antecesores consiste aquí en
que desaparecen por completo las consideraciones moralizan-
tes y paternalistas de la narración. No obstante, en él, en la
disputa en torno a un juego de cartas, que es a la vez juego por
el dominio de la mujer entre el doctor González –su anterior
«dueño»– y el «oscuro» pescador Domingo, en la que vence el
firme personaje popular y es posible leer –con algo de buena
voluntad– otra relativa novedad: un simbólico triunfo del per-
sonaje popular sobre el mundo –siempre decadente, en este Me-
neses– de los “doctores”. (El Tomo IV de las Obras completas

99 El puente entre el Meneses dramaturgo y el Meneses periodista es de apenas unos po-


cos milímetros. No sería descabellado –en absoluto, para mí– considerar esta obra dra-
mática como una simple variante o extensión de su actividad política en la prensa o en
otros espacios públicos. (No he emprendido ni haré un cotejo puntual de la proporción
entre el tiempo o esfuerzo invertido en su actividad política pública y la escritura de sus
ficciones desde finalizar la escritura de El mestizo José Vargas –antes de su publica-
ción: ¿1942, 1941?– hasta octubre de 1945, pero apostaría sin titubeo por la primera op-
ción, incluso en un grado mucho mayor que la de años anteriores. Tomando en cuenta la
(beligerante) novela del 42, el Meneses escritor de ese primer lustro de los 40’ habría
que pensarlo sobre todo como publicista (retomando una denominación en desuso del
columnista de prensa, figura pública); como lo fuese también –en esa época y hasta el
fin de sus días– Úslar Pietri.

194
(1998), da cuenta de la existencia de un manuscrito previo in-
concluso, en el que se acentúa incluso el rechazo narrativo de
“los blancos”).

Si no son muestras ejemplares de la calidad de escritura


en Meneses –“crítica obliga”–, sirven para mostrar cómo el pe-
riodista y el escritor de ficción “comprometido”, al menos has-
ta ese 1944, se compaginan. Varios de los relatos escritos entre
1946 y 1948 tampoco tienen otro interés salvo el hecho de que
Meneses escribirá el acto inicial de la escenificación de la amar-
gura y el fracaso, decisivos en la construcción del personaje-es-
critor Juan Ruiz.

El primer texto de ficción que publica Meneses tras la lla-


mada Revolución de Octubre del 45 es “Nicolás Parucho es un
hombre amargado”. Texto en el que Meneses abandona consi-
deraciones moralizantes o posturas ante conflictos sociales. Es
el relato de un hombre que en su juventud prometía un brillan-
te porvenir y que en el presente sólo exhibe las prendas del re-
sentimiento y la locura. Será el paso inicial hacia un espacio en
que los personajes –enfermos, delirantes, fracasados– parecen
haber perdido el sentido de realidad, sin que la escritura se dis-
tancie, entre otras cosas, porque desde aquí tenderá a desapa-
recer la figura del narrador heterodiegético, para dar paso di-
recto a la voz de estos “ángeles caídos”100.

100La fascinación por los personajes que han perdido el hilo de sus vidas se continuará
en otros textos de diversas maneras. Es el caso de la locura en la pequeña escena dra-
mática “La cita de la señora” (publicada originalmente bajo el título “Diálogo del bar y
del cocktel. La cita de la señora” en El Farol, IX, n° 107, Caracas, abril, 1948). También
del delirio que se adueña del personaje en un relato mucho más acabado, al que poca o
nula atención se ha prestado: “Alias, el rey”, y que tiene el interés adicional de ser un
cuento en el que el protagonista es un delincuente, pero “construido” de un modo que
dista mucho de la intención pedagógica y la postura paternalista que presidía la repre-
sentación del personaje marginal en Meneses hasta muy pocos años antes.

195
Pero será en otros textos de La mujer…, “El Duque” y “Un
destino cumplido”101, donde Meneses logrará una primera con-
creción narrativa de su «[n]os ha tocado vivir una amarga épo-
ca». Si algo unifica esos textos es la presencia de un eje común:
el balance vital en el que se confiesa la fragilidad del sueño y lo
inexplicable e inmotivado de la caída, como pisando ya el terre-
no de Juan Ruiz en El falso cuaderno de Narciso Espejo. Sin-
tomáticamente, ambos protagonistas, Federico Montesdeoca y
Julio Alvarado, han sido o son escritores o letrados que en el
presente se regodean cínicamente en su fracaso. Con estos tex-
tos hará pico inicial el Meneses “amargo”.

Federico Montesdeoca, el Duque, en la representación de


su juventud, ha podido pertenecer a la estirpe de José Vargas:
«Federico Montesdeoca pedía a la vida, esperaba de la vida, apa-
sionadamente, la confirmación de que para él [...] existía, guar-
dado en los misterios de la tierra, del aire, del mar, un destino
maravilloso» (1998: 102). Por lo demás, hay algo de autorre-
trato del propio Meneses en la trayectoria del personaje: «es-
tudiante universitario, periodista, empleado público, poeta. Al-
gún crítico fue capaz de decir que era “admirable promesa de
triunfos para la poesía nacional”. Se me estimaba entonces»
(id.). Pero es como si ahora la narración se deleitase cínicamen-
te en completar la trayectoria del «destino maravilloso»: un pri-
mer nivel de parodia entre las escrituras de Meneses. Con ello
se asentará una dinámica estructural que llevará a El falso cua-
derno…: la confrontación de pasado –la historia de Narciso Es-
pejo, ¿el héroe del 28?– y presente –el tiempo de la lectura del
falso cuaderno de Juan Ruiz tras su muerte, tiempo de las inú-
tiles refutaciones y las identidades vacías.

Federico cuenta su historia desdoblándose, como si habla-


ra de otro, pero al hablar de su presente desnuda su yo y con-
fiesa: «Ahora, el duque es un poco distinto. Se me ha clavado
en la boca una amarga sonrisilla» (id.). El balance es el vacío y
el absurdo vital: «Apenas un gesto traza su hilo alargado a tra-
vés de los años: el gesto de asegurar el cigarrillo entre los lar-

101 Publicados originalmente ambos en El Nacional, 24-3-1946 y 7-9-1947.

196
gos dedos y chupar, lentamente, las volutas azules del humo»
(id.); la asunción orgullosa de vivir al margen de todo: “Mi pro-
fesión es la de pedigüeño. Altísima honra» (104). Lejos queda
cualquier intento de explicación en términos de drama social;
lo único que asoma para dar cuenta del trocamiento de la pro-
mesa en deseo de suicidio es el lacónico: «tragedia hay en la tra-
gedia de todos los días» (id.)102. Para el personaje, el exilio de
la vida es, de alguna manera, una salida más auténtica que la
que han elegido “los otros”, sus antiguos amigos y compañeros,
lo que él mismo hubiera podido llegar a ser:

…salen de los saloncitos donde hay respetabilidad, palabras atilda-


das, mujeres que parecen un dibujo lujoso; saloncitos donde se lla-
ma whisky al aguardiente, donde la prostitución toma la forma de
elegante concesión. Yo los odio (id.).

Tímidamente se anuncia aquí ya la dualidad Juan Ruiz/Nar-


ciso Espejo; lo que es decir: la solo presunta dupla fracaso/
éxito en El falso cuaderno de Narciso Espejo.

“Un destino cumplido” es un relato que parece una prolon-


gación de “El duque”, aunque de factura muy menor y en exce-
so discursivo. El profesor de latín Julio Alvarado, al final de su
vida, garabatea sobre un papel palabras –FRASCO-A, FOCA-
RAS, CARA-FOS, SACO-FAR, AFCAROS– que, al revelar su
juego, unido a su propio nombre, contienen y revelan su «pro-
grama de vida» (1998: 115): la autodestrucción y «el fracaso de
todas sus posibilidades» (111). No obstante, hay un par de as-
pectos que introducen temas y estrategias luego centrales en El
falso cuaderno de Narciso Espejo. Uno, es un pasaje que será
reescrito en el inicio de “Tardío regreso a través del espejo”
(mucho más logrado que este) y que resonará en distintos mo-
mentos de la novela del 53, la “Teoría de los Espejos”:

Se desdobla el hombre ante el espejo de sí mismo. Como en los sor-


prendentes espejos de las ferias (los espejos que alargan, que enfla-

102La idea del destino-balance como absurdo o miseria vital se concretará en la novela
del 53 en la imagen de la “nube amarilla»; y su aparición dará curso y paso al suicidio de
Juan Ruiz.

197
quecen, que engordan, que nos hacen pequeños) [...]. Se desconoce,
a veces. Sabe que, a veces, la figura dibujada en el cristal de los re-
cuerdos es disfraz, que el gesto registrado en la inocente fotografía
del vidrio azogado es fingimiento, mueca, apresurada seña cuyo sig-
nificado apenas puede comprender el observador de las viejas apa-
riciones. Se desconoce, a veces. Pretende creer que, a más de las
imágenes recordadas, hay otro YO permanente, vivo a través de los
disfraces [...], un YO que une con invisibles lazos las figuras del cris-
tal y los inquisitivos ojos del que observa. El hombre quiere decir es-
ta verdad, buscar el YO auténtico y echarlo sobre sus espaldas y po-
nerlo a hablar [...] junto al inútil montón de sus disfraces y de sus
gestos falsos. Listo ya para la Muerte (112).

Y la verdad de ese «YO», ante la exposición de los «fantasmas


del recuerdo», «disfraces del espejo» –la promesa inicial, por
ejemplo: «Parece un pez brillante; incendiará las aguas de su
vida por doquiera que pase», como en “El duque”– será «no
más que una cosa, una frase sencilla y serena: Un destino cum-
plido, Julio Alvarado, FRACASO» (id.).

Vale la pena destacar del pasaje citado algunas cosas que


reaparecerán en la novela del 53: el espejo como el lugar que
convoca el balance vital, el sitio de Narciso; luego, la imagen-
recuerdo que parece ya destinada a no poder ser otra cosa que
disfraz, falseamiento103; y, sin duda, la idea de que la única po-
sible seña verdadera de identidad es Ø, conjunto vacío de uni-
dades intercambiables, por más opuestas que se las haga pare-
cer. Por eso, el final de El falso cuaderno… marcará, como sal-
do del intento de restaurar la verdadera identidad del «pez bri-
llante», el «destino maravilloso» que es Narciso Espejo, la des-
concertante anonimia: «insisto en afirmar que yo no soy Nar-
ciso Espejo. Me llamo Pedro Pérez –u otro nombre sin especial

103 Si se piensa en una novela como Campeones (1939), donde los motivos del disfraz y
el espejo tienen cierta centralidad, puede apreciarse cómo, desde el 46, Meneses se pa-
rodia a sí mismo. En la novela del 39, el espejo aparece brevemente, cuando uno de los
“campeones”, el boxeador, contempla su nuevo “disfraz”: el de la promesa de ser un con-
quistador. El disfraz, además de significarse en el abandono de valores genuinos por la
busca de dinero y mujeres, del éxito fácil, tiene espacio destacado en la escena final del
carnaval, cuando Teodoro Guillén –¿en la cima de su degradación (para un escritor del
nacionalismo viril casi de izquierda)?– se disfraza de mujer para matar a Luciano Guán-
chez. Pero lo que más interesa marcar es que la presencia de ambos motivos responde a
una visión en la que los límites de lo falso y lo genuino están claramente delimitados. A
partir de “Un destino cumplido”, hasta llegar a su máxima elaboración en El falso cua-
derno..., las fronteras de la verdad y la mentira se disuelven. El disfraz es la forma ine-
vitable de toda presunta identidad.

198
distinción–» (1993: 157), con lo que el complejo y delicado edi-
ficio de espejos y de disfraces/verdades se deshace como cas-
tillo de naipes.

A esto, habría que añadir un elemento que la crítica suele


pasar un tanto por alto –quizás porque el propio Meneses, en
sus obras mayores, aprenderá a “desdramatizarlo”– y que en
estos relatos del 46 y 47 se marca con insistencia a veces in-
necesariamente exagerada. Pienso en el deseo de la muerte co-
mo pulsión absoluta de los personajes y, aún más, en la muerte
como centro generador de las narraciones mismas. Basta pen-
sar en la muerte de Bull Shit en “La mano junto al muro” o en
la de Juan Ruiz en El falso cuaderno… Si todo lo que escribe
Meneses hasta 1944 está orientado –forzado, si se quiere– por
la fe obsesiva en un promisorio futuro colectivo, esta idea utó-
pica se rompe en estos y subsiguientes “balances” vitales/ na-
rrativos para presentar la trayectoria vital como un espejismo,
sucesión de disfraces que enmascaran el único momento que
marca con sentido la realidad y el yo: el tiempo de la muerte;
hecho que torna inútil, «perversa intención» 104, condición de
“disfraz”, de toda pretendida diferencia: «lo que podría sepa-
rar una cosa de otra en el mundo del tiempo sería, apenas, una
delgada lámina de humana intención, matiz que el hombre in-
venta; porque al fin, lo que ha de morir es todo uno y sólo se
diferencia de lo eterno» (1998: 175). Son estas palabras las que
pocos años más tarde dirá el hombre ¿narrador-detective-ma-
rinero? de “La mano junto al muro”.

104La frase pertenece a “El duque” (1998: 102) y reaparecerá al menos cuatro veces en El
falso cuaderno..., ya entonces casi convertida en metáfora de la trampa que es la novela
y, aún más, en principio orientador de la escritura. Una de ellas ocurre en el “Docu-
mento B. Explicación de Narciso”, asociada a la indecidibilidad y confusión entre verdad
y mentira que, de hecho, sustenta la totalidad de la novela: «presumo que en el texto ha
podido haber falsificaciones o, más aún, que lo que poseo es una copia del documento
primitivo en el cual se ha interpolado multitud de datos falsos, acaso por picardía y lige-
reza, acaso por perversa intención» (1993: 29). La segunda, a propósito del carácter sar-
cástico del padre de Narciso (64). La tercera, relacionada con la búsqueda del «oscuro
mundo» en “El acto del burdel” (88). La última ocurre hacia el final de la novela, en la
“Tacha del Documento C. Crítica del Cuaderno Apócrifo”, la réplica de Narciso, en la que
éste repite la frase para afirmar que las “mixtificaciones” que pudiera contener el falso
cuaderno de Juan Ruiz «fueron cometidas sin perversa intención» (149; cursivas mías),
con lo que la «perversa intención» pasa a insertarse en un nivel mayor de equívocos y
pide (¿a gritos mudos?) ser leída de otra manera.

199
En relación con esto, el otro aspecto que introduce “Un des-
tino cumplido” es la visualización de Julio Alvarado de su pro-
pia vida como espectáculo teatral105. Puesto que la vida con-
templada ante el espejo mortal es simple sucesión de disfraces
empeñados en enmascarar su fracaso, la forma de dar cuenta
de ella es la propia de las ferias o las farsas, como un modo –hoy
gastado– de acentuar la misma condición del disfraz. Algo de
eso había ya en los desplantes confesionales de Federico Mon-
tesdeoca, pero más relevante será aún, en tanto forma, en la
alucinante farsa detectivesca de “La mano junto al muro” y en
la escritura de la vida de Narciso Espejo, presentada como actos
y gestos, y en el absurdo aparato escénico de corte investigati-
vo-judicial –legajos, expedientes– que construyen el “no exis-
tente” Narciso Espejo, José Vargas y Pérez Ponte para despres-
tigiar la puesta en escena, el disfraz narrativo de Juan Ruiz al
pretender asumir la identidad de un “otro”; identidad final-
mente constituida por el vacío.

Por último, respecto de estos dos relatos de 1946 y 1947,


quisiera remarcar la presencia de un tema que, junto al deseo
de muerte, resulta de no poca relevancia para los fines de mi lec-
tura, en un momento en que se produce un quiebre en los pro-
yectos vitales de Meneses: la crítica de la ensoñación. Retomo,
pues, las figuras del «destino maravilloso» (“El duque”) y el
«pez brillante» (“Un destino cumplido”). En El falso cuader-
no…, más concretamente en “Documento A. Explicación de
Juan Ruiz”, éste fija su identidad a partir de la proyección ideal
que es Narciso Espejo –el hombre de éxito; ¿principal enemigo
de este Meneses II por lo que supone de burda farsa?– con la
fundamental intermediación de un condicional: «Narciso re-
presenta lo que yo hubiera podido ser si en determinadas cir-
cunstancias, hubiera actuado de manera normal y no como em-

105Carácter de “puesta en escena”, de farsa tragicómica, que encontrará culminación en


otro texto fallido: su última novela, La misa de Arlequín (1962), la del “emblemático”
Américo Arlequín, cuyo nombre pone en “letra de juicio” su original nacionalismo o
americanismo.

200
belesado individuo que espera que la vida venga a ponerle en
las manos los frutos» (1993: 22; cursivas mías)106.

La parodia se cumple también en estos cuentos del 46-47


en modificaciones relevantes: la mencionada índole letrada de
los protagonistas, el fundamento del reproche y el hecho de que
éste no procede de una instancia ajena a los personajes, sino de
la propia interioridad. Si la crítica de la ensoñación en Cam-
peones, la novela del 39, obedecía a la ansiedad de la escritura
por forjar en el personaje popular un modelo de ciudadanía,
ahora ésta se ejercerá sobre un “sí-mismo”, como fruto sólo de
un desencanto vital. “El duque” y “Un destino cumplido” pue-
den ser leídos, por su carácter de “balances”, como autocrítica,
como reconocimiento del error; y no es banal que la índole de
los protagonistas esté mucho más cerca de personajes anterio-
res como José Vargas o el propio escritor107. Pero esta suerte de
legado funesto de la ensoñación aún encontrará alguna otra
expresión en textos previos a El falso cuaderno…

Al talante trágico, fatalista, en un momento en que la lite-


ratura existencialista comenzaba a circular con cierta avidez108,

106 El reclamo al «embelesado individuo» es de algún modo el mismo tipo de reproches


que el narrador paternalista y aleccionador de Campeones le hiciera a su personaje po-
pular protagonista, Luciano Guánchez, por caer con frecuencia en la tentación del sueño
deslumbrante y fácil, senda que sí había seguido su amigo Teodoro Guillén, el antihéroe
de la novela, el falso campeón. La diferencia capital estriba en la índole del personaje,
ahora mucho más cerca del autor: el autor-yo ante el/sometido a espejo.
107 Aparte: no deja de ser llamativo que la figura de la madre, benéfica o ambigua en tex-

tos como Campeones o “Borrachera”, sea quien genera la ensoñación: «Todo [...] se de-
bía a su nacimiento; a la dolorosa, encendida pasión que lo guiaba mientras existió su
madre» (1998: 111), dice el narrador de “Un destino cumplido”; y más claramente en “El
duque” se establece la posibilidad de pensar en términos de una progenie fatal: «Acaso
las sentimentales actitudes de la madre, soñadora aldeana, observadora de los atarde-
ceres, se repetían en el muchacho» (102). Quizás valga recordar que en los textos de los
30’ la madre funcionaba, aunque de modo “inquietante” (figura edípica, en “Adolescen-
cia” y “Borrachera”), como vínculo humano que unía a la tierra, elemento que era en el
primer Meneses punto de partida y llegada territorial-simbólico del proyecto nacionalista.
108 Como he dicho, el cambio de paradigma estético es notable y brusco en este Meneses

que escribe tras la Revolución de Octubre del 45. Si hasta entonces podía pensarse bue-

201
hay que añadir otros aspectos capitales, de cara a El falso cua-
derno…, que se anuncian en otro de los relatos recogidos en La
mujer, el as de oros y la luna, y que Meneses publicase en la
prensa entre “El duque” y “Un destino cumplido”: “Tardío re-
greso a través del espejo”109, que quizás congregue la mayor can-
tidad de elementos y líneas que luego alimentarán el diseño de
la novela del 53.

A diferencia de los anteriores, “Tardío regreso…” será el pri-


mer texto en que Meneses problematice abiertamente la escri-
tura y reflexione sobre sus límites. El pasaje que abre el relato
funciona como una suerte de arte poética:

Mirarse y mirar el mundo en el lago de cristal que se sostiene entre


las manos. Saber que en el vidrio azogado hay sombras, manchas,
misteriosos jardines que no pertenecen a la realidad reflejada; que
son –acaso– espejo del espejo y que en él –a veces– valen más las
sombras misteriosas que el dibujo de la verdad. Saber [...] que, a lo
largo de la vida, sólo ha querido estar allí, pendiente del espejo para
decir que las sombras existen y que, mezcladas con la sombra, la
imagen del poeta mueve los labios en un rito simple que nombra los
reflejos y el misterio. Saber [...] que quien mira y dice las palabras

na parte de su anterior producción como variantes que se desprenden del modelo galle-
guiano –por más que en nuestro autor predomine lo urbano y estilísticamente asuma
elementos provenientes de la vanguardia–, este otro Meneses debe ser considerado pio-
nero de la literatura existencialista en Venezuela, y los cuentos de La mujer… encon-
trarían lugar al lado de los primeros libros de un joven narrador, Andrés Mariño Pala-
cio: El límite del hastío (1946) y, especialmente, Los alegres deshauciados (1948). La
relación de esta suerte de “galería de noctámbulos intelectuales” fue señalada ya por Ju-
lio Miranda (177). A partir de aquí, también, la “conexión latinoamericana” de Meneses
habrá que hacerla, por ejemplo, con el Onetti de El pozo o La vida breve. Pocos años
después, la complejidad estructural de El falso cuaderno de Narciso Espejo hará pensar
en textos posteriores al de Meneses como Para una tumba sin nombre del propio Onetti
o “El perseguidor” de Cortázar. Fuera de América Latina, añadiría una novela también
posterior a la de Meneses: La caída de Albert Camus. Aunque resulte grueso, la razón
del cambio de paradigma estético habría que pensarlo como secuela de un profundo
cambio vital que experimenta el escritor –ilusiones perdidas, desencantamientos ...–. Y si
se piensa en lecturas, si bien Meneses comenzará sus reseñas periodísticas sobre el exis-
tencialismo francés tras la publicación de su volumen de cuentos del 48, éstas se inten-
sificarán una vez que el autor se residencie en París. Esas lecturas, incluyendo lo que
será el caldo de cultivo que conduzca al movimiento del nouveau roman –posterior a
“La mano junto al muro” y El falso cuaderno…, como ya señalara Gustavo Guerrero
(86)–, así como su intenso contacto con las nuevas corrientes de la plástica, es más que
probable que hayan contribuido a la maduración de sus obras formalmente más comple-
jas y logradas. No obstante el embrión y los primeros pasos, insisto, hay que buscarlo en
el trienio 1945-1948, que es de lo que se trata aquí respecto de la “génesis” de El falso
cuaderno de Narciso Espejo.
109 El Nacional, 26 de enero, 1947. Mi “irrespeto” por la cronología – dado que este relato

fue publicado antes del menor “Un destino cumplido”–, si bien no afecta en nada al de-
sarrollo de mi hipótesis, responde a pura conveniencia interna del relato que construyo.

202
del rito en el espejo, está hundido en poesía y devuelve sus miradas
desde la imagen dormida entre las sombras, como Narciso que vuel-
ca en sí su amor. Saber que en aquel mundo –viva muerte, miste-
riosa verdad– la vida toma a veces profundidad de vida y la imagen,
a veces, se convierte en adorno sombrío que miente tras sus rasgos
la belleza dormida. Saber que es un espejo la poesía (1998: 151).

Aquí se mencionan ya directamente los elementos que in-


tegran la figura capital de la novela del 53: Narciso y el espejo.
La figura de Narciso será antecedida por la del poeta/comer-
ciante José Prados, y la del espejo, que (con)funde los límites
de la verdad y la mentira para privilegiar el espacio oblicuo del
misterio, además de ser espacio de confrontación del sí mismo,
pasará también a designar el acto de la escritura, sus límites y
posibilidades. Así, “Tardío regreso…” anuncia a la vez tanto la re-
flexión de la “Teoría de los Espejos” como la enigmática dupla
Juan Ruiz/Narciso Espejo; es decir: escritura/lectura; yo/ ima-
gen; real/ideal; fracaso/éxito. La réplica de Narciso Espejo a la
escritura de su vida por parte de Juan Ruiz, que intenta fijar lí-
mites y diferencias –la engañosa, falsa radicalidad de lo opues-
to–, por virtud de la «perversa intención» de vida y escritura,
hará que, al final, la única certidumbre que se mantenga incó-
lume sea la «viva muerte, misteriosa verdad», es decir la po-
sible verdad del falso testimonio, la «profundidad» de la vida
sobre la superficie de la imagen/espejo que es la escritura y sus
sombras, y la indiferencia de la diferencia –«no soy Narciso Es-
pejo. Me llamo Pedro Pérez –u otro nombre sin especial dis-
tinción»–, pues, como sentenciara antes de la novela el narra-
dor de “La mano junto al muro”:

…lo que podría separar una cosa de otra en el mundo del tiempo se-
ría, apenas, una delgada lámina de humana intención, matiz que el
hombre inventa; porque al fin, lo que ha de morir es todo uno y sólo
se diferencia de lo eterno.

El pasaje inicial de “Tardío regreso…”, que pone en escena


otra concepción de la escritura, no alcanzará a desplegar la com-
plejidad estructural de la narración de El falso cuaderno… Pero
la operación de construir la «sombra» y la identidad de la dife-

203
rencia –lo que supone, en otro sentido, la anulación de la iden-
tidad–, se focalizará en la construcción del personaje como do-
ble, incluso en este relato como “doble al cuadrado”. Dicha ope-
ración se emplazará sobre una clara autocrítica que Meneses
acometerá contra lo que fue su proyecto narrativo inicial: el de-
sencanto respecto de su exitoso nacionalismo literario. La figu-
ra del naipe, «del cual miran los otros casi siempre la cara don-
de está dibujado un simple y atildado jeroglífico que oculta el
verdadero valor de la tarjeta» (1998: 151), permitirá establecer
el juego de los espejos identitarios, la inutilidad de la diferen-
cia en la narración. Así, la imagen inicial de José Prados, la
externa, pública, será la del éxito en su doble papel de comer-
ciante y poeta. El relato se propondrá otra vez como balance
vital, como confesión de la verdad oculta, y la confesión partirá
del reconocimiento del disfraz y lo errático: «José Prados pien-
sa que los símbolos del juego sirvieron también de espejo men-
tiroso en el cual no había sombra ni luz ni misterio» (152).

Al hablar de su poesía, la narración hará la parodia seria


del primer Meneses, débilmente enmascarada por un género
que el autor real, si llegó a frecuentar, nunca hizo público:

A lo largo de América se afirma que el poeta es uno de los más fir-


mes valores líricos [...]; se dice que en sus versos corre, como torren-
te majestuoso, la más viva, honda, milagrosa expresión del estreme-
cido mundo americano» (153);

a ello se solapará la idea de «la poesía del comercio» (152), la


descalificación del ejercicio por el recurso a las «fórmulas»:

…el poeta no cree ya en lo que antes tuvo como su verdad [...] en las
armoniosas expresiones de su poesía se ha ido deslizando, hasta do-
minar todo sentido, cierto frío elemento de cálculo, cierta helada téc-
nica asqueante. Lo que fuera monstruosa capacidad de hundirse en
el cristal del lago que tuvo entre sus manos, se ha cambiado en uso
mecánico de fórmulas, en precioso jugueteo palabrero (154).

Ello se complementará con lo que hasta entonces habrá sido su


única relación amorosa –«ridícula emoción» (156)–, cuyos ras-

204
gos remiten sin duda a los personajes del primer Meneses: la
india Guadalupe Rodríguez en quien engendra a quien será su
hijo, el «sargentillo» Rodríguez. En cambio, lo que oculta la ba-
raja es la realidad interior de José Prados –¿como Narciso que
piensa en (y acaso es finalmente) el “compañero desapareci-
do», Juan Ruiz?–, que funciona –sin distanciamiento irónico–
como una versión más de las confesiones de Federico Montes-
deoca y Julio Alvarado:

Sufre el poeta en la reclusión de su pequeño apartamento; se mesa


los cabellos; mordisquea el dolorido pellejo de sus uñas; siente có-
mo se desarrolla dentro de su cuerpo la monstruosa serpiente de las
náuseas…
Es terrible. A nadie se lo ha contado. ¡Esa angustia asquerosa!... Y
es, acaso, lo único que lo hace vivir (157-8).

Una segunda instancia del relato se concreta en la visita


de negocios que hace José Prados al rico inmigrante judío Moi-
sés Kaufman, que reproduce las dualidades y establece las re-
peticiones; es decir: la inutilidad de las diferencias. Como ima-
gen invertida de Prados, Kaufman es comerciante que gusta de
cantar; se ha establecido en Caracas huyendo de la persecución
nazi. Mientras Prados intenta venderle un terreno, Kaufman
sólo parece interesado en contarle una fatalidad: en el momen-
to que más cuantiosa es su fortuna, su hijo venezolano desea
huir para seguir el llamado de «sombras y misterios y voces de
algo que existe en América como un espejismo» (167); esto es,
lo que Prados reconoce como «el lugar del antiguo espejo per-
fecto: el espejo de su poesía» (id.). Tras presentarse ante Para-
dos, el hijo de Kaufman le entrega «un pequeño espejo rodea-
do de celuloide azul» que siempre lleva consigo, en el que el
poeta comerciante ve su futuro y, reflejado, su propio destino.
Sus palabras anunciarán las del distanciado narrador del “Cua-
derno Apócrifo” de El falso cuaderno…: «No sabe el niño que
vive en el mundo de los espejos –viva muerte, mentirosa ver-
dad– [...]. Le dan ganas de arrebatar al niño ese inútil secreto
del azogado vidrio» (169). Prados dictamina que Raúl Kaufman
es poeta –de alguna manera, su hijo– y conviene irónicamente

205
con su padre en que «está enfermo» (170). El relato se cierra
circularmente con la promesa de «la sombra de un poema»,
que, como «una serpiente que se muerde la cola», conecta con
el inicio del relato: “Tardío regreso a través del espejo” y la sub-
siguiente confesión de desencanto.

Por lo demás, “Tardío regreso…”, en lo relativo al persona-


je de Raúl Kaufman y en la idea del espejo entre las manos, tie-
ne un claro pre-texto: el artículo “Un espejo entre las manos”,
publicado, justo 6 meses antes de la debacle medinista y mene-
siana (altamente productiva, por lo demás, para la literatura)
el 18 de abril de 1945 en El Nacional. La crónica periodística
cuenta y celebra la huida al África del joven pintor Pascual Na-
varro y ofrece en ella una idea del espejo/arte mucho más tran-
quilizadora, sin fisuras (la mentira), simplemente celebratoria
y… convencional, respecto de la que elaborará ¡menos de un
par de años después!:

Un espejo: un simple espejo maravilloso. Lo que, en buena lógica,


resulta el instrumento imprescindible del artista; el aparato admira-
ble que puede atrapar el mundo entre sus luces; el diminuto lago de
mercurio capaz de poseer la apariencia pura de las cosas, su reflejo,
su fugaz condición, su intacto y misterioso perfil, su quieta forma pul-
cra, viva y ausente).

Entre los textos de La mujer… y El falso cuaderno…, como


ficción, Meneses sólo publica “La mano junto al muro”110, su
cuento de mayor relevancia desde “La balandra Isabel llegó es-
ta tarde”. Este texto del 51 supuso dar con una solución de la
que carecían los anteriores –salvo el poderoso anticipo que es

110Por cierto, soy consciente de que en este capítulo, a diferencia de algún otro, hago
valer más la primera publicación en la prensa que como su posterior edición como libro:
“La mano junto al muro” y no La mano junto al muro. La razón es que aquí lo cito por
otra edición (1998). Por simple consistencia formal del capítulo, lo mismo hago aquí con
“La balandra…” en vez de La balandra… Pido disculpas a quien moleste.

206
“Tardío regreso...”–: la de la forma como problema; desde lue-
go, uno de los más señalados atractivos de El falso cuaderno…
Este capítulo central para el Meneses del tiempo de las rees-
crituras, de hecho, podría ser puesto en diálogo paródico con el
mencionado “La balandra Isabel llegó esta tarde” (1934)111, pa-
ra modificar el relato inicial al punto del desmantelamiento, de
tal modo que de él sólo quedan trazas difusas: la prostituta Es-
peranza asume ahora el sintomático apodo-disfraz de Bull Shit
(en su sentido de “mentira” o “patraña”); el marinero Segundo,
que ahora se multiplica y disuelve en la abstracta figura de Dutch
y/o en los presuntos implicados en el crimen ¿irrelevante? y/o
en cualquiera... y poco más.

La narración se ofrecerá a su vez como parodia de uno de


los géneros realistas de consumo masivo: el relato detectives-
co; parodia del género que se continuará en la inscripción de El
falso cuaderno… como novela de indagación judicial. En “La
mano junto al muro” se hallan los elementos básicos del géne-
ro: un crimen, un detective, un misterio a resolver, sospecho-
sos… Pero será, en este sentido, de cara al crimen, un relato pre-
meditadamente incompetente, pues, entre otras cosas, al final
del cuento no se resolverá ni crimen ni enigma y sólo sobrevi-
virá el caos. Aún más, el enigma propiamente tal corre por una
vía distinta al crimen –del que el sospechoso puede ser incluso
quien funge de detective (¿y narrador?)–, por lo que un lector
suspicaz de más podría desconfiar incluso de la misma existen-
cia del crimen112. El enigma es algo en lo que hasta donde sé no
se ha reparado suficientemente, quizás por su obviedad. Re-
cordemos el inicio del relato:

111 Ambos fueron, por razones casi opuestas, los que despertaron mayor polémica tras su
publicación (cfr. Achúgar y Lasarte, 1992).
112 Una similar estrategia desconstructiva y paródica del género, próxima en la idea de la

realidad que la sustenta –fantasmagórica y paradójica en lo relativo al juego de las iden-


tidades–,adoptó Borges unos años antes, en “El jardín de los senderos que se bifurcan” y
en “La muerte y la brújula”, aunque sea ajeno Borges a una formulación tan experimen-
tal como la de Meneses, que recuerda más bien la del “cosmos einsteniano” que Umber-
to Eco atribuyera al Finnegans Wake de Joyce (82) o a la posterior La celosía de Robbe-
Grillet, aunque en Meneses sin su fría y extrema distancia narrativa de alucinante hiper-
realismo.

207
La noche porteña se desgarró en relámpagos, en fogonazos. Voces
de miedo y de pasión alzaron su llama hacia las estrellas. Un chillido
(«¡naciste hoy!») tembló en el aire caliente mientras la mano de la
mujer se sostuvo sobre el muro. Ascendía el escándalo sobre el cielo
del trópico cuando el hombre dijo (o pensó): «Hay aquí un camino de
historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se muer-
de la cola. Falta saber si fueron tres los marineros. Tal vez soy yo el
que parecía un verde lagarto; pero ¿cómo hay dos gorras en el espe-
jo del cuarto de Bull Shit?... La vida de ella podría pescarse en ese
espejo... O su muerte...» (cursivas mías).

Más allá del uso de metáforas verbales, ambigüedades o


paradojas que se “abren” y se desarrollan (literalmente) sin fin
en el vértigo de la narración, el personaje ¿detective-hombre que
decía discursos-verde lagarto? asienta lo que constituirá el suce-
derse espiralado del discurso y sus historias que, con mayor o
menor claridad, expresan (o constituyen) la figura del uróbo-
ros: el eterno retorno inútil, la confusión e inaprehensibilidad
de todo lo que se postula como único, la indiferencia de la dife-
rencia: palabra, mujer, marinero, muro, cigarrillo/disparo, vi-
da/muerte, virgen/prostituta, marino/detective, decir/pensar,
¿personaje/narrador?, ¿realidad/ficción?... Pero hay una frase
que, con poco margen de duda a pesar de su aparente insignifi-
cancia, formalmente se asemeja a la enunciación de un enigma
y es de seguimiento sostenido a lo largo del relato: «Falta saber
si fueron tres los marineros». Más que desenmascarar al culpa-
ble del crimen: ¿quién mató a Bull Shit?, interesa dilucidar la
cantidad de los posibles asesinos, relacionados de manera os-
cura, enigmática, si no ambigua, con la presunta muerte. La úl-
tima línea de “La mano…” deja al lector sin nada parecido a una
expresa y definida dilucidación, quebrando así por completo lo
que cabe esperar de todo final de relato policial “clásico” res-
pecto del enigma: su (a veces) sorpresiva aclaración.

La narración, pues, en su modo de estructurarse para en-


tregar una historia, seguirá, como estrategia cognoscitivo-infor-
mativa, en su forma, dos pautas entretejidas para entregar la
trama de una orquestada inestabilidad y la final fragilidad de la
condición o distinción no sólo de todo ente-identidad –mano o
muro–, sino de la índole de la misma “pieza de escritura”. Una

208
pauta: el relato policial como empresa “sisífica” que recomien-
za una y otra vez, uróboros, «camino de historias que se enro-
lla sobre sí mismo, como la serpiente que se muerde la cola»
(1998: 174); es decir: circularidad, eterno retorno, nada exis-
tencial... Y otra: la entrega caótica de fragmentos dudosos por
efecto de los límites que supone el movimiento (cinético) del es-
pejo móvil del cuarto de Bull Shit, que:

…colgaba de una larga cuerda enredada a un clavo que, a su vez, es-


taba hundido en la madera del pilar que sostenía el techo. Así el es-
pejo temblaba por los movimientos del cuarto, por el paso del aire,
por todo (182).

Espejo-escritura, por tanto, cuyos sentidos no pueden ser fija-


dos; al punto de que el relato policial podría describirse como
una enloquecida y fantástica máquina de producción de equí-
vocos o dudas, máquina de la entronización total del enigma,
¿máquina no/in-significante?

El objetivo central del premeditado desajuste narrativo se-


rá una proposición que Meneses había venido cultivando: la per-
mutación o disolución de la diferencia, la verdad, la identidad.
Así, se fundirán muerte y nacimiento, castillo y lupanar, amor
y comercio del cuerpo, luz y sombra, el «aquí» y el «adiós» del
movimiento de la mano. Los personajes serán presa de una aún
mayor confusión. Si bien Bull Shit será sólo «una de las treinta
mujeres» anónimas que habitan el lupanar, los posibles implica-
dos en su muerte a la vez se multiplican y congregan. La narra-
ción insiste a lo largo del relato, como en un ritornello, en la
pregunta sobre si fueron dos o tres los marineros. Una minu-
ciosa pesquisa de los rasgos que la narración atribuye a estos
marineros arroja un resultado ¿sorprendente? que forma parte
de la “perversa intención” del relato: no sólo que puedan ser
dos o tres los marineros, sino uno o… ¡ninguno!113 y que uno de

113Ya en 1994, en un curioso caso de “hecho de convergencia” (Tinianov): en una misma


publicación, Sifontes Grecco y Lasarte Valcárcel (1994) apuntaban ya esta posibilidad de
lectura. Pero ninguno de los dos señalaban un inequívoco antecedente: el prólogo a la 2ª
edición de Diez cuentos (Lasarte Valcárcel, 1991: 29). El hecho es que un seguimiento
acucioso de los mensajes referidos a los marineros y los cruces verbales que la narración
abre sin nunca cerrar revelaría la posibilidad de dos cifras que nunca menciona: 1 o 0.

209
ellos pueda ser incluso el narrador mismo, que, en su aparente
diversidad, confluya en la figura de Dutch, a su vez disperso o di-
suelto casi en cualquier otro: «cambiaba de oficio: fue marino,
chofer, oficinista. (O era que todos –choferes, oficinistas o mari-
nos– le llamaban Bull Shit y ella llamaba a todos Dutch)» (178).

Las identidades se diluyen en el humo del cigarrillo, que


es a la vez el humo de la narración. Por lo mismo… los nombres
propios no existen en este relato. Y todo se transmuta porque
hay una realidad sobredeterminante, que hace inevitable la in-
diferencia: «Y si él cambiaba de oficio, ella cambiaba de casa
dentro del barrio. Todo era igual» (179). Lo ¿paradójico? es que
la razón de este universo de disfraces y permutaciones que se te-
je en este cuento donde todo se oculta, está a la vista desde su
inicio y reside en la idea de la condición efímera de toda forma
de existencia (incluida toda escritura que pretenda fijar senti-
dos): «lo que podría separar una cosa de otra en el mundo del
tiempo sería, apenas, una delgada lámina de humana inten-
ción, matiz que el hombre inventa; porque al fin, lo que ha de
morir es todo uno y sólo se diferencia de lo eterno» (175). La
id-entidad, pues, no es otra cosa que inasible proyección –inclu-
so presuntuosa–, virtualidad radical114.

Me atrevo a decir que este complejo entramado será el fun-


damento formal de El falso cuaderno… Desde “La mano al mu-

Aunque expuesta y registrada en algunos cursos míos postgrado y una invitación que me
hiciese Carmen Vincenti para exclusivamente exponer esa operación de “La mano…” (y
sus alcances, claro, de cara a su interés, la metaficcionalidad y sus alrededores), aún de-
bo ese seguimiento en alguna próxima publicación. No obstante, cualquier lector dado a
lo lúdico-policial y algo ducho en el manejo de lo ambiguo, puede hacerlo por mí con
sólo un registro pormenorizado de las menciones del detective y los marineros en la
narración, y un mínimo de adecuado pensamiento relacional y deductivo.
114 Hay, además, un notorio pasaje de “La mano junto al muro” que resulta especial-

mente sugerente porque retoma tanto la crítica de la ensoñación como la construcción


de la figura del doble y el absurdo que luego se reelaborará en la pareja central de la no-
vela: Juan Ruiz/Narciso Espejo, reproduciéndose en otra menor, la de Lola Ortiz/la Lu-
minosa; en otras palabras, los opuestos in-diferentes: «Te llevaría a la casa de un amigo
que colecciona vitrales, porcelanas, pinturas, estatuillas, lindos objetos antiguos, de la
época en que estas piedras fueron unidas con argamasa duradera para formar la pared
del castillo frente al mar. Él te examinaría como si observase un cuadro antiguo; diría,
probablemente, que pareces una virgen flamenca. Y es cierto, ¿sabes? Son casi iguales la
castidad y la prostitución. [...]. ¡Una virgen flamenca! Si yo te llevara a casa de ese amigo,
el diría que eres igual a una virgen flamenca, pero… Pero nada de eso es posible porque
el amigo que colecciona antigüedades soy yo y hemos peleado hace unos días por una
mujer que vive aquí contigo… y que eres tú» (179-80).

210
ro”, sin “humos” pero no sólo repleto sino saturado de espejos
ahora no físicos sino verbales: repeticiones, duplicaciones, pro-
yecciones…, resonará el inútil y capital juego esquivo de la ver-
dad y la mentira en el falso testimonio del cuaderno apócrifo, y
aún más, el absurdo ejercicio de Narciso y sus amigos que con-
siste en demostrar la falsedad del falso cuaderno escrito por
Juan Ruiz, al tiempo que reconocen tanto el componente de ver-
dad que éste contiene como el hecho de que Juan Ruiz advirtió
desde sus primeras líneas su falsedad. Escrituras que arman el
simulacro de construir identidades para minarlas, demolerlas,
desde el mismo inicio de su puesta en escena. En “La mano…”
como en El falso cuaderno… resultante en un exquisito y com-
plejo humor serio, único hasta entonces en la literatura vene-
zolana, y comparable a los de algunos textos de Onetti y mu-
chos de Borges.

10

Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cual-


quiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como
un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella115.

Así se llega a El falso cuaderno de Narciso Espejo116. Aquí,


como antes en “La mano junto al muro”, Meneses logra resol-
115La cita es de El pozo (1939) de Onetti (http://www.onetti.net/es/node/486?page=0%2C0),
y quiero “dispararla” al menos en dos direcciones. Por un lado, el hecho de que este pa-
saje podría ser puesto en boca de personajes como Juan Ruiz o José Vargas o del mismo
Narciso Espejo en las últimas palabras de El falso cuaderno… Por otro, apunta a la ads-
cripción estética de este Meneses posterior a 1945. Como los recién mencionados Borges
y Onetti, Meneses podría insertarse en esa «generación crítica» del medio siglo, que des-
cribiese Rama (1972) para el caso uruguayo, como posición resistente a estrecheces lite-
rarias o filosóficas, desilusionada, existencialista y crítica. En su momento quise marcar
la situación de “vidas paralelas” entre ambos narradores en el conjunto de sus trayec-
torias: de una inicial narrativa de realismo social a narraciones existencialistas, desde El
pozo, o perspectivistas, al modo de “La mano junto al muro” o El falso cuaderno…, en
Los adioses o Para una tumba sin nombre (1995). Igual Borges, si se piensa en el cam-
bio que se produce entre sus primeros textos y lo publicado a partir 1930. Lourdes Si-
fontes, en otro sentido, aporta en su relación otros nombres y textos del medio siglo: el
Gabriel García Márquez de La hojarasca, La caída de Beatriz Guido, Los ídolos de Ma-
nuel Mujica Lainez o Rosaura a las diez de Marco Denevi.

211
ver desde la forma narrativa su estética del desencanto, trasva-
sado ahora al aliento mayor de la novela. La excesiva discursi-
vidad confesional –si no amarga– sobre el fracaso o el deseo de
muerte que declarará a partir de 1946, es “tramada” en el juego
de los espejos para construir el cuestionamiento de las nocio-
nes de verdad e identidad (léase: diferencia). Será también el
momento en que se potencie la posibilidad de que Meneses pa-
rodie explícitamente a Meneses: desconstruir su autorretrato;
reescribir con nombre y apellido algunos de los personajes de
su primera narrativa. Las dos partes en que se divide la novela
son el ropaje mayor de una intertextualidad paródica que se
extenderá a otras instancias y figuras que, en la re-escritura,
pondrán en cuestión aspectos centrales de la vida y la obra de
Meneses hasta 1945.

A1

El falso cuaderno… se planteará en su estructura de super-


ficie como parodia de discursos propios del realismo: por mo-
mentos como relato de memorias o discurso periodístico, am-
parados por el paraguas que recubre toda la novela, su relato
mayor: el judicial. Como el texto policial convencional, éste
tiene aquí la pretensión de fijar una identidad individual, pro-

116Una coincidencia quiso hacer plástica para la posteridad su significación como novela
emblemática de la segunda mitad del s. XX: en 1953 El falso cuaderno de Narciso Es-
pejo de Guillermo Meneses ganaba el premio de novela Arístides Rojas, sobre Una briz-
na de paja en el viento de Rómulo Gallegos. Gustavo Guerrero quiso con razón ver en
ello el «[s]igno de un relevo generacional y de un cambio profundo en la orientación de
nuestra literatura, el triunfo de Meneses permite medir la distancia recorrida y pareciera
darle un sentido a su itinerario: llevar a la narrativa venezolana desde la crisis del pro-
yecto regionalista hasta la conciencia crítica de la ficción contemporánea» (91). Cabe
añadir que también el triunfo de Meneses fue una pequeña revancha generacional res-
pecto de otro premio –el de la revista Life en los 40– en el que una novela de Juan Car-
los Onetti era superada en la consideración del jurado por El mundo es ancho y ajeno de
Ciro Alegría. (Era también la inversión completa de la imagen en el espejo: la mejor no-
vela de Alegría vs. una de las peores de Onetti / la peor novela de Gallegos vs. la mejor
de Meneses). En otro sentido, entre innumerables valoraciones de Meneses y su novela,
quiero rescatar dos: la que hiciera Salvador Garmendia: «la lectura del Falso cuaderno
tuvo que actuar en mí al menos como un estimulante poderoso para escribir Los peque-
ños seres [...] [H]ay una aproximación evidente de atmósferas, de ambientes decaídos y
oscuros, de personajes a veces desenfocados o esquivos que intentan rehacerse palpán-
dose a sí mismos con una persistencia maniática» (“Escritores enjuician la obra de Me-
neses”, 1971); y el evidente gran homenaje que rendiría un grupo de escritores –José Bal-
za, Carlos Noguera, Jorge Nunes…– al agruparse en la revista Falso Cuaderno (1976).

212
veer una información objetiva y establecer la verdad para dic-
tar sentencia sobre un hecho presuntamente delictivo: la con-
dición falsa de la biografía de Narciso Espejo. De hecho, la
representación y preservación de la identidad de Narciso Espe-
jo es lo que está en juego; sólo que la instancia autorial mon-
tará esta compleja arquitectura de discursos con la final inten-
ción de evitar y destruir las soluciones de la convención.

Uno de los hechos que revelan la «perversa intención» de


la perspectiva autorial es que la conformación interna y los res-
ponsables finales de toda escritura en la novela estará, con “ale-
vosía y ventaja”, en manos de los agentes defensores de la iden-
tidad de Narciso Espejo, acusadores de la impostora escritura de
Juan Ruiz: los exitosos José Vargas, Pérez Ponte y el propio Nar-
ciso Espejo, finalmente (o de entrada) “inhabilitados” por el im-
plícito enunciador de la narración (1993: 156-7). A ellos, los
“exitosos”, corresponde la titulación interna de partes y capítu-
los, tomadas de la fraseología propia de los procesos judiciales:
“Expediente”, “Explicación”, “Declaración indagatoria”, “Docu-
mento”, “Tacha del Documento”, “Legajo”... Por lo demás, am-
bos protagonistas, Juan Ruiz y Narciso Espejo –¿el otro, el mis-
mo?–, se comportan en sus registros como defensor y fiscal de
un proceso, cuyo juez y jurado no es otro que el lector ideal, di-
señado por el autor implícito en la escritura; o, claro, el lector
real, sea un crítico o cualquier lector que ejerza su derecho a tal.

Escuchemos a Juan Ruiz:

Intento explicar el porqué de este trabajo…


Comienzo por explicarme a mí mismo [...] porque poco puede valer
el testimonio si se desconoce al testigo.
Para ningún juez [...]. El juez ha de pensar…
…voy a rendir declaración sobre la vida de Narciso Espejo, creo ne-
cesario dar sobre mí relación previa que sirva de punto de referencia
para evaluar mi propio testimonio.
Es posible que todos estos párrafos sean considerados por el lector
como inútiles (19).

213
Y ahora a Narciso:

Yo hubiera preferido que Juan mintiera de una vez [...] (lo cual se-
ría atacable directamente, como la tacha de un documento ante los
tribunales) y que no escudara su responsabilidad…
Hechas estas consideraciones sobre el cuaderno… (150).
…cuando hago las rectificaciones que el asunto merece, no pongo en
ello interés distinto al que todo hombre tiene por la verdad.
El cuaderno –quiero dejar constancia de ello… (151).
Puedo asegurar –jurar si es necesario… (152).
Otro ejemplo de falsedad notoria… (154).
Yo argumenté que Juan… (156).

Pero, más allá del hecho relevante de que ambos estilos o


“registros” verbales sean casi idénticos, lo fundamental de mo-
mento viene dado porque se trata de un juicio sin delito defini-
do o delimitado: se enjuicia la novela-cuaderno de Ruiz sin sus-
tento, pues su presunto autor (Ruiz) declara de entrada nada
menos que… ¡la falsedad del cuaderno! Y sin embargo todo es
mucho más sutil y complicado de cara al (irrelevante) estable-
cimiento de la verdad, por cuanto el narrador del cuaderno se
empeña en dejar colar, entre las afirmaciones sobre la falsedad
del cuaderno, su carácter de “testimonio” –al punto de que su úl-
tima frase es: «Yo no hago más que constatarlo» (97)–, con lo
que a su vez, claro, genera la ansiosa necesidad de la refuta-
ción. Y, a su vez, Narciso Espejo, por más que intente confir-
mar la falsedad del cuaderno, sólo logra complicar las cosas y
abrir las puertas a que el establecimiento de la verdad o la fija-
ción y preservación de la identidad no sea otra cosa que “juego
literario”; gestos defensivo-fiscalizadores que funcionan como
ambiguo disfraz que suspende el veredicto del juicio, para que
reine la incertidumbre y la opacidad del sentido en toda la es-
critura (en cualquiera de sus registros o dimensiones).

Un primer indicio de cómo el discurso de Narciso juega en


su contra y, aún más, se desautoriza, es el descarte de la posi-
bilidad de «perversa intención» en la escritura de Juan Ruiz que
214
mezcla verdades y mentiras, en tanto la confiesa previamente
el propio “acusado” para la totalidad de su escritura. Otro, es
que “perversamente” Narciso insiste en marcar la parte de ver-
dad que hay en el cuaderno de Juan Ruiz:

Es posible que en mis conversaciones de adolescente me atribuyese


sentimientos que nunca he tenido. Muy posible que quisiese apare-
cer como satánicamente…
Acaso sea cierto…
Concedo que he podido inventar confidencias sobre ese tema y de-
cirlas a Juan Ruiz… (151).
No podría negarlo en su totalidad (154).
Voy a plantear exactamente el caso de la falsa confesión. Fue cier-
to, pero… (155)117.

Un elemento mayor para la “desautorización” de la parte


acusadora, es que la segunda parte de la novela, la concreción
del espejo, de la total responsabilidad en armado y escritura de
texto (ficcionalizado) de los “exitosos”, no aporta ningún argu-
mento nuevo y centra la refutación de la escritura de Juan Ruiz
en su descalificación personal, sustentada apenas en un énfasis
adjetivante –«babeante mono-payaso» (129), lo llama el narra-
dor de la “Visita Domiciliaria a la Pensión de Doña Rosita”–
que no añade nada en sustancia diferente a lo que Juan Ruiz
confiesa respecto de sí: solterón, fracasado, dado al alcohol y a
«los velos de la imaginación» (23). Y la auto-desautorización
es ya rotunda tanto por la declaración de la final “Tacha del
Documento C. Crítica del Cuaderno Apócrifo” que: «quiere ser,
a fin de cuentas, la demostración de algo que nunca negó Juan:
la falsedad del cuaderno» (149); como por la última afirmación
–teatral y decisiva– de Narciso Espejo: «Para terminar, insisto
en afirmar que yo no soy Narciso Espejo» (157).

117Este procedimiento irónico por medio del cual el propio discurso se encarga de des-
estabilizar el sentido que pretende fijar, y donde el lector debe leer lo opuesto o “en-
treleer” lo que dice el personaje-narrador, hasta dónde sé o recuerdo, se encuentra por
primera vez en la narrativa venezolana en “El cuento ficticio” de Julio Garmendia, 25
años antes de la novela de Meneses.

215
Pero no quiero pasar a otra cosa sin volver al comienzo de
este sub-apartado. Páginas atrás dije que Vargas, Pérez Ponte y
Espejo, los “exitosos”, eran «finalmente (o de entrada) “inhabi-
litados” por el implícito enunciador de la narración», pues se
revelaban nada menos que como los editores del cuaderno apó-
crifo de Juan Ruiz y de la novela toda: el orden, los títulos, to-
do escrito. Es si cabe, el guiño más o menos ambiguo o defini-
tivo de la escritura. Si un lector-juez tomase a pie juntillas la
índole judicial de la novela, repararía de inmediato no sólo en
el hecho de que el acusador-fiscal es presunta víctima, lo que
bastaría de por sí para descalificar la veracidad de todo discur-
so fiscalizador y el juicio mismo. Además, confiesa (no explíci-
tamente, mas sí por “meridiana” inferencia) la posibilidad de
que el testimonio de la falsa biografía de Juan Ruiz haya podi-
do ser intervenida, manipulada por los editores del orden y con-
tenido de todo el juicio-escritura, con el agravante de que, ade-
más, ha muerto. Y de hecho lo confiesa.

Narciso Espejo, en la “Tacha del Documento C”, donde se


revela como co-editor del presunto texto de Juan Ruiz, da cuen-
ta de distintos títulos barajados por Juan para el cuaderno:
«Bajo el rayado título de “Humana Arquitectura” aparecía
una larga lista de inspiración joyceana: “Retrato del artista
en disfraz de Narciso”» (148). La inferencia es simple: ese posi-
ble título y la «larga lista» han sido ciertamente tachados del
cuaderno apócrifo atribuido a Juan Ruiz. ¿Qué confianza mere-
ce entonces cualquier atribución de autoría o cualquier afirma-
ción que se haga en la novela respecto de cualquier asunto re-
levante? La respuesta es obvia. Ello abre la puerta “con todo
derecho” –por inverificable– a pensar que, a partir de una afir-
mación atribuida a Juan Ruiz en el cuaderno apócrifo escri-
biendo como si fuese Narciso Espejo el escritor, impostando su
palabra –«Los escritores que escriben en primera persona me
llegan bajo apariencias que suponen la mayor desconfianza»–,
Juan Ruiz pueda ser no otra cosa que un apodo/disfraz inven-
tado por Narciso Espejo, que a su vez, estableciendo un juego
literario abismante, es apodo/disfraz de Pedro Pérez que –co-

216
mo Perico de los Palotes– es el de cualquier «otro nombre sin
especial distinción».

Me he detenido, seguramente un poco o mucho de más, en


seguir la “lógica” del discurso judicial, aunque no me interese,
sólo por querer destacar la operación –y la lógica excéntrica e
inédita– del discurso global en la novela; es decir, la trama de
un juego/trampa118 que, no obstante, necesita declarar de viva
voz muda la «presencia entrevista de lo que se quiere ocul-
tar»: la herida, el trauma causado por el paso del tiempo o, in-
cluso, la historia (el 28, el 45); la caída (palabra universal de
aquel medio-siglo).

A2

Por lo demás, lo mismo ocurre con otros relatos deudores


del verismo que se hayan en las dos partes de la novela: las me-
morias y el discurso periodístico que, obviamente, establecen
diálogo paródico tanto con el realismo de las ficciones del pri-
mer Meneses como con sus escritos para la prensa. El cua-
derno apócrifo, “Documento C”, el capítulo que ocupa mayor
espacio en la novela, se inscribe en ese tipo de subgéneros: me-
morias, cuadernos de bitácora, diarios, confesiones, (auto)bio-
grafías… que suelen constituirse como variantes del bildungs-
roman; o, más generalmente, se inscribe en la tradición de no-
velas sobre la adolescencia y juventud, que Meneses frecuenta-
se en Campeones y El mestizo José Vargas.

Las formas del género, por supuesto, serán sometidas a


parodia, entre otras cosas, porque encontrarán su acabamiento
en la crítica que es la “Tacha del Documento C”, cuando Narci-
so se instituye abismáticamente en espejo del espejo. La vera-
cidad del cuaderno es cuestionada desde el título de la novela y
responde en efecto a una falsificación: so pretexto de la simili-

118He asomado dos antecedentes, en los años 20’, de esta operación en la tradición na-
rrativa venezolana: “El cuento ficticio” de Julio Garmendia y la «siega funesta» de la es-
critora de la “Advertencia” de Las memorias… de Teresa de la Parra. Ambas más “lúdi-
cas” o “amables” que la más “dramática” de Meneses, pero no apostaría por la falta de
sentido trágico de partida que creo hermana las tres piezas.

217
tud de experiencias y el conocimiento de su amigo de infancia
–cuando aún sus caminos no se han bifurcado–, asume su voz
y pretende escribir la autobiografía de Narciso Espejo, y tanto
el autor como el narrador desestabilizarán de cabo a rabo la em-
presa de la escritura: la construcción de una identidad. El Nar-
ciso narrador del cuaderno empezará por expresar su descon-
fianza por la forma elegida (contradictoriamente, claro):

En materia literaria he tenido siempre prejuicios de muy diversa


índole. Los «diarios», por ejemplo, me han parecido –sin excepción
alguna– desagradablemente sospechosos. El escritor decidido a dejar
un recuerdo que valga como obra de arte, [...] a convertir su vida en
documento interesante, me produce el desagrado que siempre he te-
nido ante los disfraces [...].
Sin embargo, este relato que comienzo hoy no admitiría otra forma
que la confidencia (28).

Como todo en la novela, es, pues, una forma suicida. La


ironía no tiene piedad –más aún si anticipamos el final de la
novela: Narciso no es otra cosa que un disfraz–. A continua-
ción, confesará la índole (estructuralmente) problemática de la
escritura: «El reflejo, inteligentemente preparado, puede ser
más valioso que la verdad» (29). Estamos, pues, ante el reino
de la imagen, de la palabra como red y tejido que se muestra
como tal. Otro tanto ocurrirá con la materia elegida, los recuer-
dos, que son imágenes-reflejos que, al ser construidos por la
memoria, son fantasmagorías, «sombras que [...] pueden pare-
cer más eficaces que la realidad» (33)119. Luego tanto su autor
(presuntamente Juan Ruiz) como su/sus narrador/-es se en-

119En su libro de ensayos, cuyo título coincide con el de la edición de Ayacucho Espejos
y disfraces (1967), Meneses dirá algo similar respecto de la condición ambigua –verdad
y mentira– que tienen los recuerdos en la novela «Nada de ir a buscar los recuerdos y
con ellos el tiempo, nada de ir a buscar los sub-recuerdos y con ellos el fondo oscuro del
yo; nada de colocarse en actitud de sabios que descubren. Lo que se quiere es algo seme-
jante a la contradicción que supondría la unión de la inocencia y la desconfianza» (1981:
457). Antes, en los manuscritos de El falso cuaderno…, ya Meneses haría explícita la ine-
vitabilidad de la «desconfianza» en la mentira que supone todo recuerdo: «De lo que se
trata –a fin de cuentas– es de fabricar ciertas apariencias que puedan pasar por recuer-
dos. Tal es la obra de Alfredo. Resulta evidente que una gran dosis de mentira interven-
drá en esa imitación, no porque él haya deseado falsear la realidad, sino porque la mate-
ria de la cual dispone es tan delicada e inconsistente que apenas si puede considerársela
como posible» (1993: 243).

218
cargarán de confirmar esa condición sea por el énfasis en la
teatralización para designar los hitos-capítulos de la autobio-
grafía120, sea por reiteradas marcas de distancia –irónica o no–121
que apuntan a la idea de que la identidad se construye como
sucesión de disfraces, como farsa.

¿Hará falta decir que la forma/género novela de forma-


ción o aprendizaje o «cuaderno» sobre el adolescente Narciso,
es descalificada radicalmente como tal tanto por el narrador-
escritor-acusado ¿Juan Ruiz? como por ¿Narciso Espejo? el
modelo-protagonista-fiscal? “En dos platos”: según las narra-
ciones de ambas voces no hay tal aprendizaje o formación o és-
tos son marcados como más que probables invenciones; como
la diferencia entre el tiempo de lo narrado y el tiempo de la na-
rración es literalmente abismal, al punto que el mismo puede
ser otro, la única resultante que pervive dentro y fuera del cua-
derno es la «mirada cínica» y/o melancólica de las narraciones.
El aprendizaje o moraleja o conocimiento no es otro que la reve-
lación o reconocimiento de la aparición súbita y abrupta de la
nube amarilla; lo que es decir, el paso del tiempo, la caída en
realidad.

Por su parte, el discurso periodístico que integra buena


parte de la segunda sección de la novela y que intentará ser una
suerte de crónica sobre la vida de Juan Ruiz para que el juez-
lector desestime su escrito revelará una insospechada simetría
respecto del falso cuaderno, sólo que –«espejo del[/ante el] es-
pejo» al fin– mientras éste acentúa su carácter de invención,
aquél se presentará en su apariencia inicial como veraz e im-
parcial, como lo evidencian sus subtítulos: “reportaje”, “infor-
mación”, “entrevista”. La simetría ocurre cuando el autor de la
120 Pienso en los elocuentes subtítulos del cuaderno apócrifo: “Dramatización de la Ciu-
dad de Dios”, “Aparición del Tirano”, “El Acto de la Hostia”, “El Acto del Burdel”, “El
Acto de la Protesta”, “El Gesto de la Medalla”.
121 «Tendido allí podía ser obispo, mártir, héroe, rey» (41); «Mi comedia de enamorado

le parecía sospechosamente teñida de falsedad» (68); «Era enemigo del Tirano. Un hé-
roe» (94); «mi callado papel de héroe» (95). Adicionalmente, estos hitos de la ¿tragico-
media? de la identidad serán mediados, de principio a fin, por la marcada distancia del
narrador al señalar el artificio de la representación de la experiencia en la escritura: «El
niño que mi imaginación inventa…» (36); «Es posible hacer nuevas teorías sobre los
acontecimientos de entonces. El hombre maduro que vuelve la cabeza y saluda la silueta
del adolescente puede fabricar estas teorías» (93). O al valorarla irónica y distanciada-
mente: «Conmovedora la escena. Graciosa en su dibujo melancólico» (96).

219
novela en su conjunto –autor implícito, enunciador básico o…
Meneses II (sea real o teórica entelequia de autor)– introduzca
fisuras, sugerencias, que le permiten al lector-juez pensar esta
escritura, que se ofrece como alternativa, opuesta a los «velos
de la imaginación» y a la confesión de lo falso, más bien como
un nuevo e indiferenciable disfraz. Así, por ejemplo, en el “Do-
cumento E. Segundo Reportaje sobre la Nube Amarilla”, José
Vargas, uno de los escritores-organizadores de la segunda par-
te de la novela, desde la redacción del diario Mañana, piensa
sobre el quehacer de uno de los reporteros a su cargo –¿él mis-
mo?–:

Había sido necesario inflar el pequeño negocio, como esos globos


con los que juegan los niños. Mendoza –el sucio Mendoza– era el in-
flador, el que soplaba dentro de aquellos acontecimientos para con-
vertir en noticia de interés periodístico la terrible inquietud del hom-
bre que se detenía, agarrado al barandal del puente, en la lucha con
su terror y su voluntad de aniquilamiento [...].
Mendoza decidía, igualmente, que era poco interesante la agonía del
negro peón […].
Tenía razón. Se trataba de sucesos que debía inflar (114).

Lo aparentemente opuesto, voluntariamente diferenciado, se


revela, pues, como lo mismo. (Con la –inútil– ventaja siempre
para Juan Ruiz y su escritura de que reconoce de partida la fal-
sificación de vida y obra; pero esta misma afirmación pecaría
de ingenua, por presuponer la existencia de identidades dife-
renciables).

Sin embargo, hay otros niveles de parodia que interesan


también a mi lectura. Una tiene que ver con los modelos litera-
rios expresados en la novela del 53 –cuando ya la voluntad rea-
lista (ser como la vida misma) había hecho crisis–, impensa-
bles en la primera fase narrativa, pues, tanto en artículos como
en entrevistas hechas entonces a Meneses, reconocía que su gran
paradigma fue el populismo nacionalista de la narrativa de Ga-
220
llegos. Una vez producido el “cisma”, su narrativa se permite la
posibilidad del juego intertextual: la cita, la alusión, el présta-
mo, el homenaje o –aún más decisivo– la re-escritura o “com-
pletación” de personajes anteriores.

En El falso cuaderno… se rinden homenajes más o me-


nos explícitos a Joyce y James, ambos en el cuaderno apócrifo.
El de Joyce y su Retrato del artista adolescente tiene lugar, co-
mo dije, cuando Narciso Espejo, co-editor del cuaderno apócri-
fo de Juan Ruiz, da cuenta de distintos títulos barajados por
Juan para el cuaderno, de los que destaca uno «de inspiración
joyceana: “Retrato del artista en disfraz de Narciso”» (148)122.
La de Henry James se enmarca en un pasaje de la “Teoría de los
Espejos” del cuaderno apócrifo que revela la conciencia de paro-
dia polémica respecto de la tradición que a la vez se homena-
jea: «La vieja fábula de Narciso y su moderna complicación ad-
miten una famosa vuelta más» (34). La “vuelta de tuerca” apun-
tará a la opacidad en la relación entre imagen y referente –lo que
es decir, entre realidad y escritura–, el misterio insoluble que
rodea al artefacto-identidad123.

Pero no existe sólo diálogo intertextual con “clásicos mo-


dernos”; podría decirse incluso que son más frecuentes los re-
lativos a lo “clásico” sin más. Un caso de cita es la del inicio de
la “Canción a las ruinas de Itálica” de Rodrigo Caro: «Estos,
Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora campos de soledad…» (105)124.

122 Por cierto que el texto de Joyce será una muestra de simultánea muestra de home-
naje y parodia, pues si el “retrato” de Narciso Espejo es un claro homenaje a la novela de
Joyce, los elementos desestabilizadores que se señalaron antes apuntan a la imposibili-
dad de celebrar –ironizando– el encuentro del artista con su vocación de juventud. (Cla-
ro, aquí Meneses, más que pensar en Joyce, piensa en sí mismo).
123 En la segunda parte, en el “Documento F. Información sobre José Vargas y la Pensión

de Doña Rosita”, escrito por Vargas, Pérez Ponte y Espejo, hay una confirmación de la
consistencia del misterio (palabra que, como “disfraz” o “espejo”, es capital para este Me-
neses): «El misterio de Narciso Espejo estaba en la voluntad de no tener otro misterio
que los caminos inventados por su cerebro» (117); por lo demás, de la misma índole que
«los velos de mi imaginación» con los que Juan Ruiz caracteriza lo más real y “consis-
tente” de su experiencia vital.
124 Curiosamente esta misma cita se encuentra en Los pasos perdidos de Alejo Carpen-

tier, compañero de Meneses en la publicidad ARS de Carlos Eduardo Frías. La novela de


Carpentier fue escrita en Caracas y publicada el mismo año que El falso cuaderno…:
1953. Sin embargo la función de la cita de Caro es completamente diferente en el cuba-
no, quien nunca se alejaría de su narrativa latinoamericanista. En Los pasos perdidos,
las ruinas se asocian al mundo de la moderna civilización occidental y se oponen al adá-

221
La misma se inscribe en el “Primer Reportaje sobre la Nube
Amarilla” –escrito presumiblemente por José Vargas– y a pro-
pósito de Lola Ortiz: «La que fuera airosa columna había caído
en ese campo donde se marcaba la huella de la soledad» (id.). La
“ruina” que es Lola, obviamente asociada a la Nube Amarilla –la
caída, el crepúsculo, no sólo físicos–, no se diferenciará sustan-
cialmente de Juan Ruiz, José Vargas, Pérez Ponte, pero tampo-
co finalmente de Narciso Espejo y, de rebote, su pareja femeni-
na, compañera del éxito: la Luminosa, mujer de Narciso.

Otro préstamo patente es, claro, la figura misma de Narci-


so, cuyo relato mitológico, como la novela misma dice, es some-
tida a «moderna complicación» y a «una famosa vuelta más»125,
consistente en el desvanecimiento irónico del mito de la identi-
dad: el «misterio» y su constituirse en «espejo del espejo», su
acriollamiento como héroe del 28, su aparente éxito –con lo
que Meneses puede enmascarar su autorretrato–, su final revela-
ción de que Narciso no es Narciso –con lo que, de algún modo,
Meneses dice asimismo que él no es él–, apenas apodo litera-
rio, disfraz, vacío126.

Pero hay otro préstamo-juego que puede pasar desaperci-


bido por lo común del nombre del personaje: Juan Ruiz, el do-
ble mismo de Narciso, coincide con el nombre del Arcipreste
de Hita, que en el Libro del buen amor se desdobla en don Me-
lón de la Huerta, exactamente como el de Meneses podría des-
doblarse en Narciso Espejo y éste en Juan Ruiz. (Por cierto que
quizás no esté de más recordar que el Libro del buen amor inau-
gura en el ámbito hispánico el recurso a la forma autobiográ-

nico mundo perdido de la “auténtica” comunidad del Adelantado. En Meneses designa


una condición existencial que arropa a todo personaje o ente.
125 En la moderna literatura europea hay, claro, ejemplos anteriores a la novela de Me-

neses: “Fragmentos de Narciso” de Paul Valery o El tratado de Narciso de André Gide


(cfr. Díez del Corral). (Por cierto, la más conocida novela de Gide, Los monederos falsos,
unida al “tratado” algo podrían tener que ver con la novela de Meneses, incluso más allá
de la resonancia de los títulos). En América Latina, también los hay: los grandes poemas
extensos Muerte de Narciso (1937) de José Lezama Lima y Muerte sin fin (1939) de José
Gorostiza. Un “paquete” de autorreflexiones modernas nada despreciable.
126 Por lo demás, en la novela la función que cumple la figura-disfraz de Narciso tiene

algo que no resulta disonante en absoluto respecto de la explicación que hace Freud del
narcisismo, para quien se manifiesta como un amor volcado sobre un ego ideal que tiene
dos caras, la individual y la social: «además de su cara individual, este ideal tiene una
cara social; es también el ideal de familia, clase o nación» (410; trad. mía). Inclusive ser-
viría para respaldar la lectura (cínica) de Narciso como héroe de la generación del 28.

222
fica). El procedimiento del escritor que toma la máscara de un
clásico se repetirá en La misa de Arlequín, cuando el escritor
se haga llamar Arlequín, Garcilaso o Dante. Tanto allí como en
El falso cuaderno… podría leerse el recurso a ese disfraz, como
homenaje a un clásico, pero también como distancia irónica y
paródica de sí mismo y del ejercicio, si es que no para marcar
la inevitabilidad del estereotipo, significante de forma y sentí-
do, suerte de inescapable conjunto vacío: Ø127.

No obstante, de tanto o más interés es la reaparición y


reescritura de personajes de la narrativa primera de Meneses:
Teodoro, Dimas y Pura Guillén, de Campeones; la lavandera
Juliana de “Adolescencia”, casada aquí con el albañil Guillén;
José Vargas, de El mestizo…; Juan de Dios, de “Alias el Rey”128;
y, si atendemos a las versiones previas, los manuscritos de El fal-
so cuaderno… dos antecesores de Narciso Espejo: Alfredo, de El
marido de Nieves Mármol, y Julio Folgar, de “Adolescencia”.

Los personajes procedentes de Campeones aparecen des-


dibujados en el apartado “Los Ejidos del Alma”, mencionados a
propósito de la peste (histórica) que azota Caracas durante la
infancia de Narciso, episodio a partir del cual el narrador “apó-
crifo” señala: «Por la peste, bajo la forma de la peste, conocí
un poco de la vida de mi pueblo, su lucha contra la miseria y
el dolor» (61); lo que establece una clara relación con la mira-

127 En “«Clasicismo» y revolución en Jorge Luis Borges”, Rafael Gutiérrez Girardot apun-
taba una serie de rasgos que, sin entrar de mi parte en cotejos de “valor”, resultan parti-
cularmente productivos para pensar una novela como El falso cuaderno de Narciso Es-
pejo. A saber: su mención del juego de «momentáneas identidades» y máscaras, o de la
historia resuelta en «variaciones de unas pocas metáforas»; el logro de soluciones estéti-
cas a problemas filosóficos; el «escepticismo esencial» que renuncia a toda búsqueda de
verdad (61-63); la proximidad a Nietzsche y Schopenhauer o a Valéry en sus ideas de lo
clásico; la apuesta por el efecto de un «ethos de la “modestia”» (68); o la caracterización
que Gutiérrez Girardot hace de Borges como un «clásico-moderno» a partir de una idea
medular: la búsqueda de «la suprema impersonalidad, la anonimidad» (71). Huelgan
comentarios sobre la pertinencia para mí lectura de tan rotunda y compacta descripción.
128 Respecto de este personaje y este relato, posteriores al 45, el narrador del cuaderno

apócrifo abre una inequívoca y llamativa rendija sobre la condición autobiográfica del
cuaderno respecto del Meneses histórico cuando señala: “Como un recuerdo escribí la
historia de Juan de Dios mucho más tarde y me parece, a un tiempo, la concreción del
mundo de la peste y algo más” (60).

223
da del primer Meneses. No obstante, de partida la narración,
autobiográfica en más de un plano, ha marcado distancia:

He escrito algunos reportajes o relatos literarios en torno a pe-


queños acontecimientos que la peste me hizo presenciar. Son tan
falsos como cualquier otro recuerdo, pero yo diría que, justamente
porque trato de fijar en ellos experiencias ajenas, se me aparecen
como reales o vivos (55).

Por lo demás, no deja de ser llamativo el contraste entre el fi-


nal vitalismo del cierre de la novela del 39 y el hecho de que es-
tos personajes queden “atrapados” en los límites de la enferme-
dad y la muerte. (También la peste dialogará –espejeante– con
otra “plaga”, existencial e irresoluble: la trágica, crepuscular,
«nube amarilla» de la segunda parte de la novela).

Pero resulta más decisiva aún, tanto por ser quizás pro-
yección ideal del primer Meneses, como por su rol de perso-
naje y coeditor de lo novelado en El falso cuaderno…, la rea-
parición –«una vuelta más»– de José Vargas, ahora convertido
en hombre maduro, Jefe de Redacción del diario Mañana (ti-
tulo que juega con el amanecer del final de la novela del 42). La
primera mención de Vargas, en la presunta voz del Juan Ruiz es-
critor de la autobiografía de Narciso, en “Explicación de Juan
Ruiz”, es rotunda, casi brutal: «En esto me parezco a otro ami-
go –José Vargas– contra el cual, además, guardo definidos ren-
cores, por actos que no tengo por qué relatar aquí» (22; cur-
sivas mías). Juicio impiadoso y decidor, si se acepta el juego de
leer en diálogo las dos novelas –por eso no tiene por qué (ni pue-
de, en cierto sentido) relatarlo–, y si se acepta la posibilidad de
que tanto el José Vargas del 42 como Juan Ruiz sean disfraces,
autorretratos –ideales y/o cínicos– del propio Meneses. (En es-
te sentido, sólo le faltaría decir a Juan Ruiz, lo que el «hombre
que decía discursos» en “La Mano…”: «el amigo que colecciona
antigüedades soy yo»).

Es probable –al menos, por verosímil– que los «definidos


rencores» tengan que ver con algunos elementos señalados pa-
ra cuentos como “El duque” o “Un destino cumplido” recogidos

224
en La mujer, el as de oros y la luna: la caída de la promesa y la
crítica de la ensoñación. Si el José Vargas del 42 era el depo-
sitario de un proyecto vital que tenía por norte transformar la
nación, sostenido por el compromiso con las «cosas sencillas y
útiles», «puras», con «la voz y la vida de los que no tienen nom-
bre», el Vargas de El falso cuaderno… está ya más que insta-
lado en Caracas, pero el paso del tiempo ha hecho que su “nor-
te” sea el que ha cambiado: «la idea más exacta de la riqueza,
del poder, de la libertad, era para José Vargas un enorme salón
solitario y silencioso. No encontrar a nadie, no mirar a nadie,
no escuchar a nadie» (129). Como si fuese un Eladio Linacero ve-
nezolano, la nostalgia, el fracaso y la soledad son otros de los
rasgos marcados: «no me acosté con nadie. Mi única amante
fue la madrugada. Me gusta caminar cuando estoy borracho»
(141); y con ello se acerca inevitablemente a Juan Ruiz. El pa-
saje –una conversación entre Ruiz y Vargas– se completa con
una confesión en principio desconcertante y descontextualiza-
da que quiero destacar en espacio diferenciado:

Nada me lleva a ninguna parte, Juan Ruiz. Apenas si soy un trai-


dor. He traicionado. La madrugada lo sabe. Me ha excluido (id.).

Pero no tan desconcertante y descontextualizada si se pone en


relación con el final de El mestizo José Vargas: la imagen del
personaje en su (hu)ida a la ciudad, como la promesa de un nue-
vo centauro –alborado galleguiano y populista–, con su «alma,
tendida hacia el futuro». (Como para completar en flash-back
a este José Vargas II).

En este sentido, tanto por la proliferación de voces/perso-


najes, escritos, espejos y disfraces, como, sobre todo, por las am-
biguas e inútiles franjas que delimitan verdad y mentira, o el yo
del otro, al insinuar que todos sus personajes/disfraces –Ruiz,
Espejo, Vargas, Lola, La Luminosa, Pérez Ponte– podrían ser
uno sólo o nadie o, como explicita el final de la novela: «cual-
quiera»129, cabe, entre otras, la posibilidad de leer El falso cua-

129Esta idea, no sin la acusación de temeridad o falta de cientificismo por parte de algún
lector y aunque nunca se me ocurrió verla o usarla así antes de la presente revisión, po-

225
derno de Narciso Espejo como un extenso monólogo ficciona-
lizado y enmascarado, confesional y autobiográfico, de Mene-
ses consigo y sobre sí mismo130.

11

Pero volvamos a Narciso, la autobiografía y la política: lo


que se-quiere/no-se-quiere ocultar. El manuscrito fechado el
15-12-1951131 contiene un final inesperado. Narciso Espejo acep-
ta la ¿inquietante? posibilidad de que

…algún lector excesivamente suspicaz haya pensado que yo soy Juan


Ruiz y que al compañero muerto correspondía en realidad el seudó-

dría ser un soporte más para lo que pocas páginas atrás sostenía sobre el enigma de “La
mano junto al muro”: la posibilidad no sólo de que fuesen dos o tres los marineros, sino
uno o ninguno, y de que finalmente el asunto de la cifra, como el de la identidad, fuese
irrelevante.
130 Esto coincidiría llamativamente con lo que el propio Meneses afirmase sobre su no-

vela del 53: «Sobre El falso cuaderno de Narciso Espejo lo primero que se me ocurre de-
cir es que fue la solución de un problema que era necesario literariamente: hacer desa-
parecer el personaje, que uno no sepa cuál es el personaje, cuál es el protagonista [...]. Es
un poco como en una novela policial, sólo que aquí no se trata de buscar al asesino, sino
de esconder al personaje»: exactamente el planteamiento de base explicitado por la na-
rración del relato (anti-)policial “La mano junto al muro”: «Falta saber si fueron tres los
marineros». Sin rigor, en un juego abierto por esta borgiana escritura menesiana, es co-
sa de cambiar “personaje” por “autor”. Es un fragmento de una entrevista que José Bal-
za hiciera a Meneses, referida a la vez en una entrevista radial que la periodista Raquel
Arias le hiciera a Balza en Radio Nacional de Venezuela. Ella me facilitó la cinta en 1982,
mientras escribía mi tesis doctoral sobre Meneses; de ahí transcribí el fragmento. La
cinta la devolví o la extravié en alguna de tantas mudanzas… La fuente de la cita proba-
blemente no exista ya. Sería cosa sólo (pues dudo que exista registro grabado de los pro-
gramas emitidos por RNV de 1982) de convocar como testigos a los mencionados (Balza,
Arias, a quienes no pienso molestar por esta razón) y fiarlo todo a sus eventuales ar-
chivos o a sus memorias 38 años después. Mucho más fácil resulta que el lector con-
sidere el contenido de esta nota como apócrifa, pura especulación o invención. De lo que
sí existe evidencia es de la tesis doctoral de donde extraigo la cita, pero igualmente ello
no serviría para probar la existencia de la fuente ni la veracidad del pasaje… si es que
fuese relevante. A mí, me basta como tal evidencia.
131 Algo de interés principalmente filológico-genético y en lo que tampoco había repara-

do hasta esta revisión: hay que contar con que antes de la publicación de El falso cua-
derno de Narciso Espejo, pero sobre todo antes de ganar el más importante concurso de
cuentos en Venezuela, el de El Nacional de 1951, y la publicación de “La mano junto al
muro” –primero en El Nacional (el 5 de agosto de 1951) y luego como libro/cuaderno–,
pudiese ocurrir que la novela hubiese podido tener, si no un primer “cierre” (pues el ma-
nuscrito mencionado aparece con fecha de diciembre 1951), cuando menos un avance
significativo. Como para “encastrar” ambos textos con mayor confianza y comodidad.

226
nimo de Narciso Espejo. [...] No es cierto. El autor de las «aclarato-
rias al cuaderno» está vivo. Mi nombre, Julio Folgar (1993: 274).

El que Narciso Espejo sea un seudónimo de Juan Ruiz es desde


luego una posibilidad a contemplar y no me interesa pasar por
“lector excesivamente suspicaz”, pues temo que no sea otra co-
sa que una amable y lógica ironía de la narración; por lo demás,
acabo de sugerir que ambas “figuras” puedan ser y no ser a la
vez disfraces (o no) de Meneses. Igual podría decirse que, co-
mo en “La mano junto al muro”, ello es finalmente indiferente
y la anonimia del final de la versión definitiva es acaso más co-
herente con la idea de desestabilizar y ocultar cualquier identi-
dad: «hacer desaparecer el personaje». Pero que Meneses haya
contemplado la solución de que Narciso Espejo se llamase Ju-
lio Folgar me obliga a retomar otra vez –¡ay!– el diálogo con su
primera narrativa.

Julio Folgar, el protagonista de “Adolescencia” ciertamen-


te guarda no pocas correspondencias con el Narciso Espejo que
dibuja el cuaderno apócrifo. Tienen en común las experiencias
en el colegio de jesuitas y una intensa imaginación que los hace
asumir sin pausa disfraces de personajes literarios, históricos…
en el escenario de un teatro interior: «Tendido allí podía ser
obispo, mártir, héroe, rey» (1993: 41); «Ser pirata pasó a ser
más interesante que ser ángel» (48); «comencé a sentir la his-
toria de mi país como un asunto personal, como una tradición
familiar» (50). Los hermana también el tratamiento distanciado
que les da la narración. Pero… hay una diferencia apreciable.

Incluso dando por sentado que haya algo de autobiográfi-


co en el soñador irreverente Julio Folgar de los años 30, el per-
sonaje también –y a mis fines: sobre todo– es aquello con lo que
rompe Meneses tras el gesto histórico de la medalla y la prisión.
Por decirlo de algún modo, Julio Folgar representa lo que Mene-
ses hubiera podido ser de no haber asumido tempranamente la
senda del compromiso político y literario. Por eso lo presenta
como «patiquín» y se burla de él al final del relato: al trans-
gresor adolescente lo hace confesarse, tras el gran teatro de su
pacto satánico, por haber tenido relaciones con Juliana, la la-

227
vandera. Es una descalificación parecida a la que Meneses so-
mete a su primer personaje literario: Juan del Cine (1930).
Julio y Juan, al igual que los personajes populares de “La ba-
landra Isabel…” a Campeones son sometidos a juicio por la na-
rración y hallados moralmente culpables por ser presas de la
ensoñación: canciones de radio, alcohol, literatura, promesa de
triunfo, deseo de ser otro…

Felizmente no existe ya este tipo de sanción moralizante


en El falso cuaderno de Narciso Espejo. Si jugásemos por un
momento a que Julio Folgar pueda ser Narciso, en este caso lo
autobiográfico se amplia y –significativamente– se torna más
¿preciso? en el préstamo a la vida del autor real. La novedad es
que el relato cubre además la etapa en que el primer Meneses
se distancia del primer Folgar, incluyéndola como una culmi-
nación de la sucesión de disfraces: el acto de la protesta y el
gesto de la medalla, «mi papel de callado héroe» (95). Pero aho-
ra la descalificación moralizante es desplazada por una distan-
cia irónica que no impide traslucir algo (o mucho) de nostalgia:

Conmovedora la escena. Graciosa en su dibujo melancólico. El hom-


bre la mira a distancia de años y sonríe. Casi es capaz de acariciarse
a sí mismo en la lejanía de los años mozos. Casi soy capaz de decir-
me a mí mismo «¡muchachito!» (96).

El adolescente podía decir, acaso, que aquello era una ofrenda a los
genios de la nación venezolana. El hombre que esto escribe duda, con
melancólica sonrisa, y deja su duda escrita, con tristeza cierta (97).

Difícil pensar que el cuaderno culmine con el episodio del ges-


to político como si de algo gratuito se tratara. Menos, si se to-
ma en cuenta que sobre él se cimentarían los siguientes 17 años
de la vida de Meneses como escritor y hombre público, “éxito-
so”, al menos, en Venezuela. Juguemos también a la posibili-
dad de que Meneses no busca sólo esconder el personaje, sino
a esconderse a sí mismo, al autor: Meneses desdoblado antes
en José Prados, el de las dos caras; Meneses, Juan Ruiz y Nar-
ciso Espejo: el éxito y la ruina, el triunfo y la herida. Herida del
sueño que debe ser escrita (y disfrazada) con «dibujo melancó-

228
lico» y «tristeza cierta», toda vez que, como afirmaba Me-
neses posteriormente, en el capítulo “El tiempo perdido y des-
menuzado” de Espejos y disfraces (1967) «la posibilidad de ser
héroes se ha terminado» (1981: 437)132.

En El falso cuaderno… Meneses anticipa narrativamente


uno de los grandes temas de Espejos y disfraces: «el examen
del yo» (448). La cita se halla en el tercer capítulo del ensayo
“La batalla con el yo” y está llena de resonancias respecto del
auto-análisis que supone la novela del 53. Meneses hace un pa-
seo por Kafka, donde se hace plena «esa airada y ansiosa lucha
contra el mundo que cerca, limita y destruye el yo» (448); Dos-
toievski, que «arranca de su propio mundo determinados fan-
tasmas que sacuden todo lo que comenzaba a ser la estructura
psicológica, la construcción de la personalidad» (451); o Joyce,
que «nada, bucea, obtiene barro o pantano o pura luz del que jue-
ga a decir la verdad, siempre verdad, a pesar de los elementos
que lo engañan» (452). En Kafka y Faulkner registra «la lucha
contra el yo y la aceptación del absurdo» (453), como en Bor-
ges (454). Y culmina el ensayo con esta declaración:

...que cada quien fabrique el misterioso prodigio de cada frágil ins-


tante contra el yo, contra el personaje [...]. Todo ello es, en el mejor
de los casos, humildad, oposición a lo que se desplaza hacia cual-
quier relumbrón oratorio. Todo ello es sencilla certeza de que nues-
tro testimonio vale sólo por la vacilante afirmación de que estamos
dentro y fuera de nosotros mismos, acompañados por la sana acti-
tud de duda, de sospecha, de desconfianza por la cual nos definimos
como hombres de hoy. En esa difícil actitud podría estar el remedio
contra la más dolorosa enfermedad actual: la engreída soledad de
quien cree poseer la verdad y no se da cuenta de que su propio en-
greimiento alza un yo enorme, un enorme personaje, contra la vida
hecha de instantes o de eternidad, pero no de tiempo.
Por eso, la literatura de hoy va –es un decir– contra el yo o contra el
personaje que es el yo (459).

132Meneses menciona la frase de pasada. Íntegra, dice: «Ha sucedido, pongamos por
ejemplo, que en determinados momentos la posibilidad de ser héroes se ha terminado».
Ni en el mejor de los casos tiene el relieve que me ha convenido darle aquí desde el epí-
grafe. Licencia o manipulación aparte, espero no haber traicionado por ello el “espíritu”
de sus últimos años y textos.

229
En cierta forma, lo opuesto al gesto (finalmente enmasca-
rado e irónico, vano) de Narciso Espejo (o José Vargas y Pérez
Ponte) en su pretensión de fijar y preservar la entidad de su
identidad. Todo un ejercicio o lección de humildad, para lo cual
ha decidido asumir sus disfraces. La cara oculta de la baraja que
es Juan Ruiz y la visible, Narciso, para que ambas al final se di-
suelvan en el misterio del yo. Juan Ruiz repite de algún modo
el personaje preferido por Meneses desde Federico Montesdeo-
ca. Narciso es el modelo ideal y el éxito social. Como José Para-
dos y el primer Meneses. Su matrimonio con la Luminosa es
parte de ese éxito. (Y desde luego no está de más recordar algo
medular de cara a mi argumentación: que los intelectuales que
apoyaron a Medina hasta el 45 eran conocidos como el “ala
luminosa del PDV”). El autor de la novela le da la palabra final
a “Narciso-Meneses” (como sugería Liscano), el héroe del 28,
para mostrar la inutilidad de la empresa de preservar su yo, su
identidad; para exponer la fragilidad de la frontera que lo se-
para de Juan Ruiz o de cualquier “otro nombre sin especial dis-
tinción”, pues todos son finalmente pasto de los estragos de la
“nube amarilla”, que es como decir, del desencantamiento co-
mo efecto rotundo e inevitable del paso del tiempo o, acaso so-
bre todo, del vendaval de la historia.

En otro sentido, menos historicista y local… Meneses ini-


cia su reflexión de “La batalla con el yo” con lo que considera el
gran hallazgo de la literatura de su tiempo, marcando en es-
pecial su acuerdo “teórico” con la Nathalie Sarraute de La era
de la sospecha): la «negación del personaje» (447). Introduzco
con ello un elemento que no había considerado hasta hoy. No
afecta de ningún modo la pregunta fundamental de este capí-
tulo: el porqué del ocultamiento e incluso negación del elemen-
to autobiográfico y/o político –la recreación de la participación
de Meneses en los sucesos de 1928–, aún más siendo esta pre-
sencia algo obvio; ni la consecuente propuesta de al menos ade-
más considerar El falso cuaderno de Narciso Espejo como una
novela del desencanto político ante los nuevos proyectos que
abrieron página en 1928 y ante las políticas artísticas de los na-
cionalismos de la vanguardia. Por ese “además”, no tendría el

230
menor problema en pensar, tambien o sobre todo, El falso cua-
derno… como novela existencialista; antinovela judicial; novela
de la desconfianza; del misterio; de la negación del yo, la ver-
dad, la identidad; postnovela… pues puede tener otras repercu-
siones a los fines de otros intereses (genetistas, sí, pero tam-
bién fundamentales para conocer las redes de generación de
posicionamientos artístico-culturales).

Tiene que ver con la posibilidad de que Meneses haya po-


dido leer durante su estadía en París a Nathalie Sarraute, antes
de la escritura de “La mano junto al muro” y El falso cuader-
no… Antes de su libro de 1956, en 1950 Sarraute publicó en Les
Temps Modernes una primera versión del ensayo titulado “L’
Ère du Soupçon”. Menos probable quizás, por su escasa circu-
lación, pero no imposible, es que Meneses leyese la segunda
novela de Sarraute: Retrato de un desconocido (1948), editada
con un prefacio de Jean Paul Sartre –autor apreciado por Me-
neses en esos años–, escrito a su propia solicitud por el entu-
siasmo suscitado en él por esa novela. También es posible que
Meneses haya leído de Sarraute su Tropismos (1939). Baste, de
momento, con citar un pasaje más que sugestivo del prólogo de
Sartre:

Las antinovelas conservan la apariencia y el formato de la novela;


son obras de imaginación que nos presentan personajes ficticios y nos
relatan su historia. Pero sólo para defraudar mejor: se trata de refu-
tar la novela mediante la novela misma, de destruirla ante nuestros
ojos en el preciso instante en que el autor parece edificarla, de escri-
bir la novela de una novela que no se desarrolla, que no puede desa-
rrollarse, de crear una ficción que sea a las grandes obras de Dos-
toievsky y Meredith lo que es a los cuadros de Rembrandt y Rubens
la tela de Miró titulada “Asesinato de la pintura”. Estas obras extra-
ñas y de difícil clasificación no atestiguan la debilidad del género;
señalan, más bien, que vivimos en una época de reflexión y que la no-
vela está en camino de reflexionar sobre sí misma. Así es el libro de
Nathalie Sarraute: una antinovela que se lee como una novela poli-
cial (Adriana Hidalgo Editora).

Obviamente este de Sartre y otros pasajes son de total interés,


no sólo por el juego filológico o genetista de las influencias o
los préstamos (¿ya felizmente fuera de circulación?). Me inte-

231
resa en cambio, sí, marcar, además de las intertextualidades o
“préstamos”, aun si ellos no han ocurrido de facto, lo que Ti-
nianov llamaba hace 93 años «hechos de convergencia» (100):
menciones, reformulaciones, correspondencias y cruzamientos
que permiten establecer los hilos de una trama por la que un
texto o un autor encuentra su contexto más pleno y sanguíneo.

Interesa en ese sentido, lo que quizás Meneses haya leído


hasta 1953: Sarraute, el Huxley de Contrapunto, el Onetti de El
pozo (1939), el Gide de Los monederos falsos, El libro del Buen
Amor, Rómulo Gallegos, Borges o José Gorostiza…; tanto como
lo que no por ser posteriores, pero que igual hacen familia: La
caída (1956) de Camus o La celosía (1957) de Robbe-Grillet o
el Onetti de Para una tumba sin nombre (1959). O José Balza.

12/Finale

Por ello en cierta forma, es cierto: Meneses nunca ha es-


crito sobre la generación del 28. Como “la posibilidad de ser
héroes se ha terminado” y ha caído el sueño y se ha torcido “el
valor de las palabras”, el original debe simultáneamente enmas-
cararse y disolverse en el juego de las (inútiles) refutaciones;
ser nombrado y expuesto con distancia irónica en el cuaderno
apócrifo y negado en la tacha del cuaderno “Ese cuento de la
medalla me pertenece en su totalidad; […] nunca quise escribir
sobre él. Soy ajeno a todo ejercicio literario cuya materia co-
rresponda a mis experiencias íntimas” (154). Y a la vez nunca
dejó de escribir desde los acontecimientos de 1928. Como dije-
se Juan Ruiz sobre las “falsas memorias”, quizás la escritura de
El falso cuaderno… sea “algo más que un juego literario” (19).

Y así como las primeras novelas de Meneses –Canción de


negros, Campeones…– eran llamativa y abusivamente genero-
sas con el adjetivo “venezolano”, para nombrar sin duda una
ansiosa necesidad y, acaso sobre todo, una ausencia (de país y
pertenencia): el vacío de “nación”; a la inversa, ¿no podría en-
232
tenderse también El falso cuaderno…, en su final –y teatral–
designación de la ausencia como única seña posible de iden-
tidad, lúcido enmascaramiento de una escritura inevitablemen-
te confesional, por más que su destino se cumpla en el Ø?

Es sólo en esta medida que propongo El falso cuaderno de


Narciso Espejo, al menos también o en cierta forma, como una
novela –además de o por autobiográfica– desencantada y críti-
ca de la generación literaria y política de 1928. De cara tanto a
una historia de la narrativa como de la cultura y la intelectua-
lidad, de mayor peso, alcance, logro o interés que las novelas
coetáneas de sus “congéneres” (Arráiz, Himiob), que no por
ello merecen el olvido como gestores de ese pequeño pero po-
deroso espacio: la (auto)crítica de la “exitosa” Generación del
28. Y que por su propio mérito, cuando vuelva a tener algún
sentido renovado y neto la crítica o la historiografía, debe for-
mar parte de esa zona de –al menos– la narrativa latinoame-
ricana que, especialmente entre los años 40 y 50 del XX, jugó
la doble cara de una baraja: la crítica del nacionalismo popu-
lista bajo miradas próximas al nihilismo o el existencialismo y
que fueron más que proclives a indagar en las formas y forma-
tos de consumo masivo –el policial, lo gótico, lo fantástico…–
para mejor desconstruirlas: Borges, Onetti, Bioy Casares.

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