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DELA(u)TOR - 2
1ª edición
1
AIRES DE CAMBIO
Cultura y narrativa en la Venezuela
del gomecismo y el postgomecismo
(1908-1953)
DELA(u)TOR - 2
Primera edición: 2020.
1
Fotos de portada tomadas de:
http://www.cervantesvirtual.com/portales/arturo_uslar_pietri/imagenes_album/
https://iqlatino.org/2018/golpe-de-estado-a-romulo-gallegos/
http://www.elperroylarana.gob.ve/authors/enrique-bernardo-nunez/
http://www.celarg.org.ve/wordpress/sobre-teresa-de-la-parra-contra-la-historia-
oficial-disertaran-en-la-fundacion-celarg-el-jueves-18-de-julio-de-2019/
http://www.nmidigital.com/sofia-imber-de-su-propia-voz/sofia-imber-con-guillermo-
meneses-picasso-y-jacques-prevert-en-vallauris-1951/
2
DELA(u)TOR
https://delautorjavierlasartev.blogspot.com/
jlasarte13@yahoo.com
https://drive.google.com/open?id=17Mrmuqn6mhuy1x6CsY4ssU-KJbJwboCi
AL FILO DE LA
LECTURA. Usos
de la escritura / figuras
de escritor en Venezuela
(2005)
Por venir:
VERANO (poemario 2001; republicación)
3
Índice
Contracorriente(s) ……………………………………………. 5
I
Los aires del cambio: literatura y cultura en Venezuela
(1908-1935) …………………………………………………… 9
5
Por lo demás, no puedo dejar de ver como entrecruzados
esas “ambiciones, intereses y aires” y el gesto del old fashion
criticism. Hoy como ayer creo (confío que no del mismo modo)
en el sentido de la lectura crítica de textos y autores. Con ello
me quiero distanciar de la sobrevalorada, inidentificable y ver-
sátil “teoría” de/en la post-academia dominante, en el peor de
los casos triunfante super-género o joker omnipresente y todo-
poderoso. Lo que antes eran “objetos” de estudio son hoy “pre-
textos”, piezas al servicio del efecto-demostración de autori-
dades mayores: teóricos, escuelas, temas impuestos por la
moda académica en nombre de políticas correctas... A la vez, si
asumo hoy mi reserva ante la sacralización de la teoría –cuyo
valor sería una irresponsable y cómoda necedad despreciar–,
también mantengo mi ya viejo “salpullido” tanto ante la sacra-
lización de la literatura y sus autores como ante la “crítica acrí-
tica”. Aunque personalmente prefiera consumir otras expresio-
nes artísticas y culturales, sigo considerando más que perti-
nente el estudio de la institución literatura, como privilegiado
documento sociocultural y como una forma de re-conocer y
leer historias y presentes.
6
que Bernardo Núñez (1931) y Las memorias de Mamá Blanca
de Teresa de la Parra (1929)2; y otra (III), en un extenso
ejercicio crítico de ¿old-new fashion criticism?, dedicada a un
texto central de la segunda mitad del siglo XX literario vene-
zolano: El falso cuaderno de Narciso Espejo (1953) de Guiller-
mo Meneses.
7
I
8
Los aires del cambio: literatura y cultura
en Venezuela, 1908-19353
9
En “Plática profana”, escrito en 1912 para la presentación
de un retrato de Ezequiel Zamora, aún con restos de una retó-
rica post-romántica y desde un emplazamiento característico
más bien del modernismo, Ramos Sucre prefiguraba el carác-
ter de su posterior «mundo [que] lastima cruelmente mis sen-
tidos», el «movimiento, signo molesto de la realidad» del “Pre-
ludio” de La torre de Timón (1925): «Se nota en los tiempos que
corren un desmedido entusiasmo por los intereses materiales e
inmediatos, muy hostil, en cambio, al culto de los ideales que
han exaltado en todo tiempo la dignidad humana» (5). Lo que
se presume «necesaria desaparición del poeta y el héroe en la
próxima civilización del porvenir» movilizará en Ramos Sucre
la fabricación de sus mundos desolados y de su estética de la
crueldad.
4Y añade para matizar la apelación a tal era histórica o “acercar” su nostalgia: «debo
decir que casi toda mi infancia fue colonial» (491).
10
de esta novela, propiciarán la escritura nostálgica y la inven-
ción, desde la herida de la historia, de la «Arcadia tropical».
11
2
12
mecista, que parecía cabalgar entre dos siglos, armándose co-
mo una «modernización al servicio del personalismo» (Urba-
neja: 74). Pero más allá de cualquier reticencia, en esos años
20, el país había ya experimentado –sin asimilar– importantes y
decisivas transformaciones. Elías Pino Iturrieta condensaba las
claves de los cambios introducidos por ese proceso moderniza-
dor que se asentaría definitivamente en la Venezuela de esa
época:
En los albores del siglo XX, Venezuela cuenta con 2.300.000 habi-
tantes, el 90 por ciento de los cuales reside en el campo. Sólo cuatro
ciudades superan la cifra de 20.000 pobladores. La expectativa de vi-
da alcanza los cuarenta y tres años; los principales enemigos son la
desnutrición, el paludismo y la anquilostomiasis. El nivel de instruc-
ción de la mayoría es casi nulo (Segnini: 203).
13
paso cierto en el camino de nuestra integración territorial» (Palacios: 24); la unificación
territorial vendría acompañada por la centralización y modernización de la hacienda pú-
blica (Méndez: 50) y por un decisivo proceso de modernización y profesionalización de
las fuerzas armadas (40). Un paisaje nacional ganado por múltiples revueltas regionales
–372 encuentros militares y 20.000 muertos entre 1899 y 1903; entre 1900 y 1910, el
22% del presupuesto es destinado al Ministerio de Guerra y Marina, y bajan en más de
medio millón las cabezas de ganado (Harwich, 1992b: 235)– es pacificado: «La paz en-
tendida como premisa y norma de conducta se antepone a todo proyecto gubernamen-
tal. De ella dependerá el apoyo de potencias extranjeras, la organización eficiente de una
administración central, la construcción de un poder nepótico, el aumento vertiginoso de
ingresos fiscales, el reconocimiento exterior y el plan nacional de vialidad. Permitirá […]
ese cambio milagroso del que habla el New York Times hacia 1911» (Méndez: 42).
En contrapartida, Gómez se convierte para 1930 en «uno de los hombres más ricos del
mundo»: su fortuna asciende a 300 millones de dólares (Caballero: 20); «la actitud te-
rrófaga de Juan Vicente Gómez» es elocuentemente expresada por sus «cuatrocientas
cuarenta y cinco haciendas, treinta y seis hatos y setenta y dos fundos, ubicados en casi
todos los Estados de la República» (Méndez: 49). Los bienes de Gómez, avaluados en
800 millones de bolívares, suman más de seis veces de lo invertido en educación en 25
años (Sullivan: 266). Además establece «un eficaz aparato de control y represión políti-
ca externo e interno […]; una red de espionaje internacional, que se extendía tanto como
fuese necesario, y una red de Jefes Civiles, Presidentes de Estado y telegrafistas, que su-
ministraban […] informes sobre los movimientos de los enemigos del régimen» (Urbane-
ja: 63). Al régimen del terror que conocieron vivamente los presos políticos –«el tortol,
el colgamiento por los testículos, las palizas hasta la muerte, el vidrio molido en la pitan-
za; todo el terrible cuadro que Pocaterra dibujará en sus Memorias de un venezolano de
la decadencia»–, se unen otro tipo de manifestaciones, como los 100.000 venezolanos
que viven en el destierro –uno de cada 20 venezolanos (Caballero: 22).
Sin embargo, el gran facilitador de desmanes y novedades es el petróleo, cuya produc-
ción, controlada en el 88% por la Royal Dutch Shell y la Standard Oil, crece vertiginosa-
mente: de las 18.248 toneladas métricas en 1917, se pasa en 1930 a 20.073.961 (Pala-
cios: 32). El despojo apenas encuentra obstáculos: por lo producido entre 1920 y 1930,
Venezuela percibe sólo Bs. 171.952.126; el propio ministro de Fomento, Gumersindo To-
rres, reseñaba cómo las compañías eran exoneradas en sus derechos de aduanas por Bs.
233.359.462 (33-4). Torres, en memoria ministerial de 1930, afirmaba: «nuestra legis-
lación sobre petróleo es única en el mundo por ser la mejor para los intereses de las
Compañías»; «en Venezuela se han concedido los más amplios favores a los interesados;
los plazos más largos; los derechos más fijos y amplios; el menor número de impuestos y
los impuestos más reducidos que en ninguna otra Legislación similar» (en Palacios: 40-
1). Al poco tiempo, tras enviar el memorándum a las compañías, sería destituido (45).
Por lo demás, la explotación y comercialización petrolera acarreó el trastorno de «la es-
tructura socioeconómica tradicional», «su acción en el funcionamiento del Estado, su
repercusión en la formación de nuevas clases (el proletariado) y fortalecimiento de otras
(la burguesía)», e incidió directamente «en los movimientos demográficos y en la altera-
ción del sistema tradicional de ciudades» (Méndez: 45). Los efectos sociales, demográfi-
cos y ecológicos en el estado Zulia, por ejemplo, no se harían esperar: la migración de
campesinos, el maltrato a nativos –cuando no el exterminio de indígenas– y la contami-
en 1926, los alquileres aumentan el 900%, otro tanto los alimentos; aumenta súbita-
mente la inmigración trinitaria (Sullivan: 259), cuya trágica condición es representada
en Mene (1936), de Ramón Díaz Sánchez.
La crisis agropecuaria, aunque se solapa a la explotación intensiva del petróleo, respon-
de en buena parte a la caída internacional de los precios: el precio del café cae de 196,7
Bs. (cada 100 kg) en 1920 a Bs. 57,5 en 1935; y el del cacao de Bs. 198,1 a 45,5 (Rodrí-
guez Gallad: 100). El Banco Agrícola y Pecuario, creado en 1928, se ve obligado a confis-
car tierras de prestatarios por incumplimiento en los pagos (103). No obstante, el lati-
fundio crece, gracias a la mencionada acción «terrófaga» del gomecismo, en combina-
ción con las compañías extranjeras. En el Boletín de la Cámara de Comercio de Caracas
del 1º de mayo de 1929: «Alberto Adriani consideraba que el país no podía equivocarse
al exaltar los cambios que acontecían por el auge de la industria petrolera, porque ésta
no era más que una provincia extranjera enclavada en el territorio nacional, y por tan-
to no podía tener sino poca influencia en la prosperidad económica de nuestro pueblo,
14
muestra un escenario de polarización entre la ciudad moder-
nizada y el campo en crisis que será ampliamente recogido de
diversa manera por la literatura de la época: Gallegos, Pocate-
rra, De la Parra, Núñez, Frías, Meneses, Díaz Sánchez...
15
concreción del proceso de modernización cultural. Allí Segnini
mostraría cómo, a pesar de algunas crisis de papel, las publi-
caciones periódicas de los años 10 y 20 exhibirían una relación
población/tiraje proporcionalmente favorable respecto de años
incluso muy posteriores del siglo. Así, en la Caracas de 1927, de
135.000 habitantes, 6 diarios imprimían 60.000 ejemplares, y
publicaciones como el semanario Fantoches, Lectura Semanal,
Billiken, Élite y Cultura Venezolana reportaban tirajes de 11, 6,
45, 2 y 4 mil ejemplares, respectivamente (86).
B
Por sus vinculaciones más inmediatas con la renovación
de los discursos literarios y artísticos, habría acaso que hacer
énfasis, a la hora de hablar de lo que fueron esos años de entre-
guerras, en la renovación de otro tipo de discurso cultural: el de
las ideas políticas; aún más cuando muchos escritores se invo-
lucraron activamente en la lucha por imponerlas.
16
dro Emilio Coll o jóvenes como José Rafael Pocaterra –por vía de
Díaz Rodríguez y por poco tiempo–, Julio Garmendia, Enrique
Bernardo Núñez... encontraron inevitable sustento –menor o
mayor– en la burocracia estatal o la diplomacia.
7 Disculpe el lector si me obligo a repetirme cada vez que uso la palabra “populismo” y
cualquiera de sus variantes. Por comodidad, cito la más reciente nota que consigné: “Al
menos desde 1983, vengo usando los términos “populismo” o “populista” en sentido
descriptivo y no valorativo. A estas alturas, se ha impuesto –incluso en el mundo acadé-
mico– su uso en su sentido peyorativo, equivalente a “demagogia”. Aunque resulte ana-
crónico, me resisto a desistir del uso que tendrá en nombre de lo que aún creo descrip-
tivamente adecuado y pertinente. Salvo que se advierta otra cosa, retomo el uso que se le
diera en las ciencias sociales de los años 70 y 80 del siglo pasado (Gellner, Ionescu,
Laclau); de mi parte sobre todo no en referencia a “momentos” o “movimientos” políti-
co-sociales, sino a esos discursos ideológicamente heterogéneos, casi siempre naciona-
listas, que apelan al pueblo, a lo popular como fuente y norte de toda legitimidad” (nota
4 de Narrativa venezolana del siglo XX: Identidad/fabulación. (Paisaje sin Gallegos).
Internet, Esto no es un Libro (necesariamente), PDF de Fco. Javier Lasarte Valcárcel nº
1, p. 7. En: https://drive.google.com/file/d/1GnTt9b8OD7d9264wjXfYUILyi9xN6XDR/view); y
recientemente republicado en un nuevo nombre para el mismo proyecto, como nº 1 de
DELA(u)TOR, disponible en https://delautorjavierlasartev.blogspot.com/2020/04/1-
httpsdrive.html o en https://drive.google.com/open?id=17Mrmuqn6mhuy1x6CsY4ssU-
KJbJwboCi.
17
laboración de Gómez y de su taifa de compinches y familiares (en Ca-
ballero: 25-6).
;
8 Entre otros posibles: Gabaldón Márquez, 1958; Acedo de Sucre y Nones Mendoza,
1967; Agudo Freites, 1969; Otero Silva, 1977; Osorio, 1985; Palacios, 1996.
18
lítica es economía concentrada: que la reforma agraria era condición
sine qua non de la democracia liberal; y que la democracia, la justi-
cia social, no podrían medrar entre nosotros sin cortarle, por lo me-
nos, las garras al imperialismo (en Otero Silva: 40).
19
ca, al proveerlo de una simbología épica, preñada en la mayo-
ría de los casos de auroras y juveniles sentimientos democráti-
cos y libertarios. Sin olvidar, por supuesto, la central contribu-
ción que la ensayística de Mariano Picón Salas –desde su exilio
chileno– o la tutelar narrativa de Rómulo Gallegos harían a la
formación de una cultura centrada en los principios de la de-
mocracia social9.
A
La tradición historiográfica ha tendido a presentar la ima-
gen de una vida cultural aherrojada y suspendida por el oscu-
rantismo del régimen gomecista. Tal vez el ejemplo clásico en
este sentido sea (lamentablemente) el de Mariano Picón Salas,
para quien las dictaduras de Castro y Gómez «redujeron –na-
turalmente– el ámbito de la vida intelectual; cerraron para el
hombre venezolano la consideración de los problemas inme-
diatos, y por ello [...], la Literatura fue como un juego conven-
cional y frívolo, [...] prestidigitación de frases y coloreados epí-
tetos»; «[l]iteratura epicena, sin pasión y sin opinión» también
la llama líneas después (1984: 163-164). En el mejor de los
casos, estas apreciaciones no se corresponden del todo con la
realidad. La prisión política, por ejemplo, tendría a veces efec-
tos paradójicamente “saludables”:
9 También es verdad que esa misma literatura proveería a la vuelta de la esquina, apenas
a partir de los años 40, de la visión desencantada de esos sucesos y relatos épicos. A mo-
do de contra-testimonios pueden ser leídos Todas las luces conducían a la sombra (1947),
de Nelson Himiob; Todos iban desorientados (1951), de Antonio Arráiz y El falso cua-
derno de Narciso Espejo (1952), de Guillermo Meneses. Como para confirmar esta vi-
sión antiépica, poco antes de su muerte, decía Meneses con algo de sorna: «nunca he
creído que lo nuestro del 28 haya sido en verdad un acto heroico (aunque muchos con-
tinúen viviendo de eso), ni un acontecimiento histórico. El único personaje histórico de
esa época fue nuestro enemigo, el general Gómez» (en Otero Silva: 54). Este desencanto
político será el punto nuclear del último capítulo de este libro.
20
bíamos diferenciar a Marx de José Gregorio Hernández, pero sali-
mos hablando de socialismo científico. Lo mismo sucedía con la lite-
ratura. Sacha Yegulev, Sanin, las novelas de Panait Istrati, eran li-
bros de cabecera en nuestros calabozos sin almohadas (Guillermo
Meneses en Otero Silva: 55).
Igual podría decirse que, acaso por los efectos mismos del
aire represivo y aislacionista, se consolidó una literatura no só-
lo más profesional que diletante, entregada a la lectura sistema-
tica, ávida de novedades internacionales10, sino que conoció el
surgimiento y consolidación de un conjunto de escritores –pos-
modernistas y vanguardistas (con amplio predominio de los
primeros en sus alcances y resonancias nacionales e interna-
cionales)– que difícilmente tiene parangón en otros momentos
de la literatura venezolana: José Rafael Pocaterra, Rómulo Ga-
llegos, Mariano Picón Salas, Enrique Bernardo Núñez, Teresa
de la Parra, Julio Garmendia, José Antonio Ramos Sucre, An-
tonio Arráiz, Fernando Paz Castillo, Julio Planchart, Mario
Briceño Iragorry, Andrés Eloy Blanco, Enriqueta Arvelo Larri-
va, Jacinto Fombona Pachano, Luis Fernando Álvarez, Arturo
Uslar Pietri, Miguel Otero Silva, Guillermo Meneses, Ramón
Díaz Sánchez...
Con algunas diferencias, Venezuela vivió un proceso social
y cultural similar al de otros países del continente. Como el
resto de América Latina, experimentaría los efectos del cambio
en la hegemonía del mundo occidental, la incorporación a una
economía y una política cada vez más internacionalizada (e in-
ternalizada), el crecimiento urbano y la modificación del cua-
dro de sus clases sociales, la renovación de los discursos y prác-
ticas políticas, de un inequívoco carácter reformista y antioli-
gárquico (Osorio, 1985: 26-39). También como el resto de Amé-
rica Latina, Venezuela vivió el proceso de renovación cultural y
literaria que modificaría paulatinamente el panorama de la cul-
tura finisecular.
10 El retrato que hacía Jesús Semprum de los “alborados” era el siguiente: «mozos de ta-
lento, formales, estudiosos y que no se dejaron arrastrar por el maleficio de la bohemia
literaria, que baldó a unos cuantos ingenios de la misma edad» (207).
21
A propósito de la literatura de este período, Nelson Osorio
afirmaba que «parece más ajustado a la realidad el definir esta
etapa post-modernista en Hispanoamérica como un proceso re-
novador de amplio espectro» (69) y daba cuenta de la comple-
jidad de las posiciones artísticas que encontrarían en ella re-
sidencia:
22
titanes (como para no quitar parte de razón a Picón Salas)11.
Así, en 1907, momento para el cual la generación modernista
habría ya producido muchas de sus obras capitales, Jesús Sem-
prum afirmaba:
11
Por lo demás, no tiene porqué ser contradictorio la simultaneidad de la percepción de
un medio desestimulante e incluso opreviso y represivo con un momento particular-
mente vigoroso de la literatura, el arte o las ciencias. Estas dos primeras dácadas del si-
glo XXI en Venezuela son ejemplo de esos que llaman “palmarios” por lo que hace a esa
aparente contradicción.
23
1º de agosto, 1910) que pondría de manifiesto el espíritu cons-
tructivo ¿y viril? que acompañó a buena parte de las nuevas
generaciones de escritores de las primeras décadas del XX:
...no nos faltaba más sino que vinieran ahora a estropearnos nues-
tras pobres y anémicas mujeres y a quemarnos los cuatro armatos-
tes llenos de folletos y desgonzados libros que llamamos nuestra Bi-
blioteca Nacional y el salón en que tenemos nuestro exiguo museo
de Bellas Artes.
¡Oh, no, jóvenes, no hagáis tal cosa, no os dejéis arrebatar por los
versos del millonario Marinetti! ¡Cantad sí los ferrocarriles, los au-
tomóviles y los aeroplanos, que todo eso es la civilización que tanta
falta nos hace; cantad las luchas del Hombre con la Selva [...]; can-
tad los verdaderos ideales del siglo, la higiene, la economía social, la
divulgación del saber y el internacionalismo que no excluye el pa-
triotismo [...]!; acabad, por vida vuestra, con esa cáfila de poetastros
afeminados y neuróticos, que bajo un sutil pretexto de exquisitez y
selección dedican su vida entera a confeccionar ridículos sonetines,
madrigales estúpidos y cuentos o poemitas, cuando más, en que una
fácil musicalidad suple la falta absoluta de inteligencia, la cultura y
la energía.
Acabad con el esclavo espíritu de imitación, causa primordial de
nuestro cretinismo literario [...].
¡Vamos a la obra, vamos! Vamos [...] a oír la verdadera poesía, enér-
gica, varonil, [...], ávida [...] de servir a los intereses de la humanidad
[...].
12En 1914, ante el estallido de la Primera Guerra Mundial, reaparecerían artículos críti-
cos sobre Marinetti, los de Carlos Paz García y Jesús Semprum en El Cojo... nº 547, 1.º
de octubre (Osorio, 1985: 116).
24
canismo de intelectuales como Henríquez Ureña o Reyes, puede
leerse en artículos como “La alianza hispanoamericana”, de
Rómulo Gallegos (nº 4, 29 de febrero), donde se fustigaba tan-
to la amenaza yanqui –las “visitas” a las costas venezolanas del
Maine, Des Moines y North Caroline, que acompañaron la
salida de Castro y aseguraron el pago de la deuda externa– co-
mo el europeísmo de la intelectualidad venezolana de la época:
25
(Antología…: 17). La efímera Cultura ilustraba la índole del ar-
tista joven que se perfilaba por entonces, cuando, en “Amplitud
de ideas” (nº1, 5 de octubre), señalaba como aspecto central: el
«florecimiento intelectual de la falange que en nuestros días re-
presenta la naciente mentalidad venezolana» (33). En el dis-
curso inaugural del Círculo de Bellas Artes, reproducido en El
Universal del 4 de setiembre, Jesús Semprum, a la vez que elo-
giaba el trabajo y la disciplina –«[l]a impaciencia y la prisa no
suelen ser prendas válidas para el triunfo» (270)–, defendía el
principio de la tolerancia artística:
…que junto a los partidarios del más riguroso clasicismo, junto a los
más convencidos defensores del romanticismo [...], vengan a reunir-
se con nosotros sectarios fervientes de las escuelas nuevas, por más
extravagantes, por más absurdas que puedan parecernos (274).
26
despabilada entre intérpretes de una misma época (Prólogo a la
obra de L. A. López Méndez, en Antología: 18; cursivas mías).
Nosotros los del 28, nunca consideramos a los del 18 como [...] va-
lores consagrados sujetos a revisión, sino como maestros fraternales
hacia quienes no ocultábamos nuestro afecto y nuestra admiración.
No fue por mero azar que [...] Válvula [...] trajo, al par de nuestras fir-
mas, las de José Antonio Ramos Sucre, Gonzalo Carnevalli, Vicente
Fuentes, Fernando Paz Castillo, Pedro Sotillo y otros del 18 (id.).
27
fue positivista» (31). El apoliticismo no era necesariamente tal,
sino una profundización de la búsqueda de la autonomía de la
esfera artística: «la mayor parte de los que formaron la genera-
ción del 18, mantuvieron actitud de repulsa ante el régimen im-
perante entonces. De ello son testigos los de la generación del
28»; «no todo hombre tiene que ejercer la política. El escritor
debe escribir y el zapatero hacer zapatos» (35). Sambrano re-
frendaría esta percepción al señalar que la generación del 18:
«proyectó su energía al perfeccionamiento de su arte poético,
al estudio sistemático y minucioso, a la reflexión sobre las nue-
vas corrientes literarias, a la concepción de una estética, y, por
supuesto, al ejercicio sereno y continuo de la creación» (id.). Y
Uslar Pietri: «[e]sos jóvenes poetas ya no fueron hombres de
bohemia y de intuición, sino de estudio sistemático, de colo-
quio erudito» (en Medina: 32).
13 Estas palabras de Paz Castillo, reacias a y superadoras del pintoresquismo (que han
podido suscribir, más allá de obvias diferencias, la mayoría de escritores venezolanos
coetáneos de Gallegos, Planchart, Semprum, Picón Salas, de la Parra, Garmendia, Nú-
ñez, Arráiz o Ramos Sucre), en la estrecha tradición de la crítica e historiografía litera-
rias venezolanas, no merecerían la menor relación con expresiones de otras literaturas y
pensamientos de la época fuera de las fronteras “patrias”. Veo, desde este 2020, que sólo
me atreví a mencionar de pasada una proximidad con la promoción del Ateneo de Méxi-
co (de la que destacaran el “difícil” Vasconcelos y, sobre todo, Alfonso Reyes y el domini-
cano Pedro Henríquez Ureña, figuras intelectuales capitales del XX latinoamericano).
Esta nota quiere resaltar esa relación de este “dorado” postmodernismo venezolano con
El Ateneo de México –independientemente de que se hayan leído entre sí o no–. Para
ello, me limito a citar el conocido pasaje de Pedro Henríquez Ureña en el final de “Ca-
minos de nuestra historia literaria” (publicado en la argentina Variaciones en 1925; re-
producido sólo en su primera mitad en sus Seis ensayos… de 1928, pero sí íntegramente
en la indispensable edición de Biblioteca Ayacucho, La utopía de América, preparada
28
Otro aspecto a destacar de esa política estética, que marcó
hasta el funcionamiento de la vanguardia años después, sería
la expresa voluntad de evitar rupturas radicales y de optar, en
cambio, por una suerte de pacto cauteloso con la tradición, aun
cuando sin dudas buscase su transformación. Así, Paz Castillo
señalaba el «afán de encontrar una expresión original, aunque
siempre respetuoso del pasado. Novedad y renovación, tal po-
dría ser el lema del escudo del Círculo de Bellas Artes» (XI). A
la par, la cultura del gomecismo y/o de los “mayores” modernis-
tas y positivistas encontraba expresión orgánica en publicacio-
nes periódicas como El Nuevo Diario (1913-1935) –dirigido por
Gil Fortoul y Vallenilla Lanz–; en obras como Cesarismo de-
mocrático (1919); en “acontecimientos” como las visitas del es-
pañol Francisco Villaespesa en 1920 y 1921, de cuyo poema
dramático, Bolívar, estrenado en el marco del centenario de la
batalla de Carabobo, con la asistencia y beneplácito del Bene-
mérito, Semprum diría con valentía: «El Bolívar de Villaespesa
es vulgar, palabrero, jactancioso, caricatura que ridiculiza al
héroe» (en Agudo Freites: 59)–; o la visita del peruano José
Santos Chocano en 1923 y 1925 –aclamado incluso por los jó-
venes escritores–. No obstante, el proceso de modernización
cultural iría cobrando un espesor cada vez mayor.
por su “devoto” Rafael Gutiérrez Girardot): «La expresión genuina a que aspiramos no
nos la dará ninguna fórmula, ni siquiera la del “asunto americano”: el único camino que
a ella nos llevará es el que siguieran nuestros pocos escritores fuertes, el camino de
perfección, el empeño de dejar atrás la literatura de aficionados vanidosos, la perezosa
facilidad, la ignorante improvisación, y alcanzar claridad y firmeza, hasta que el espíritu
se revele en nuestras creaciones acrisolado, puro» (56). (No es relevante si suscribo o no
este pasaje, o los de Paz Castillo o Gallegos; pero sí, que son centrales para la “construc-
ción”, de al menos una parte de ese productivo y actualizable momento intelectual, más
allá de perezosos nacionalismos críticos o las actuales agendas dominantes).
29
revista vanguardista Válvula [...:] «sugerir, decirlo todo con el me-
nor número de elementos posibles» (1985: 118).
14 Releyendo las valiosas y quizás en exceso respetuosas afirmaciones de Paz Castillo so-
bre la tradición o las que siguen de Picón Salas, recordé (2019) el calificativo que utilicé
para caracterizar el grueso de la vanguardia, con ánimo descriptivo: «tibia»; término
que al parecer también podría convenir a no pocos de los “posmodernistas”.
15 «Cantan a la fábrica que humea, el aeroplano que viola el aire y el submarino que va a
buscar en el fondo de la onda el nido de las sirenas»… los paroxistas (en Osorio, 1985:
202).
30
en la difusión de las «actividades del espíritu», la «libertad de
pensamiento» y el «intercambio de ideas» (en Segnini, 1987:
130). En ella estuvieron representadas todas las generaciones y
tuvieron cabida importantes colaboraciones internacionales.
Su director, José A. Tagliaferro, ejemplo de amplitud e indepen-
dencia desde cierto gomecismo, en el nº 71, de mayo de 1926,
reiteraba su voluntad de «acoger [...] todas las corrientes que
agitan el pensamiento americano, por atrevidas que ellas sean»
(136). De hecho, en esa publicación se hallan tanto artículos an-
tiimperialistas como el más intenso, crítico y polémico debate
de ideas sobre la política y economía mundial en relación con
América Latina y Venezuela (137-141); en ella se reprodujo el
“Manifiesto del Grupo Claridad” y el “Manifiesto de los Traba-
jadores Intelectuales Alemanes” (nº11, 1920), o artículos que
consideraban ponderadamente la vanguardia (Gil Fortoul en el
nº 86, 1928). Cultura Venezolana sería el mirador más cabal
de un país que se entreveía como inevitable participante de un
mundo cada vez más “mundializado”.
31
rísticas Pitorreos (1917) y Fantoches (1923), con Leoncio Mar-
tínez como conductor; el semanario de larga duración Billiken
(1919-1958); el magacín Flirt (1921), orientado a la mujer y di-
rigido por el poeta Ángel Miguel Queremel; el diario El Heral-
do (1922); o el interesante proyecto conducido por Pocaterra,
La Lectura Semanal (1922). Pero es Cultura Venezolana la
más ambiciosa y la que concita más plenamente las pulsiones
de esos años.
32
elogia la poesía nueva de Jacinto Fombona Pachano, «un rebel-
de a las normas de Darío, Lugones y Nervo» (57).
33
B
34
bre), «primer documento en Venezuela en el que se manifiesta
en forma directa una actitud contestataria y renovadora» (147).
La crítica posterior refrendaría, de una u otra manera, esta afir-
mación (Bravo, 1994; Lasarte Valcárcel, 1998).
35
espacio que a lo largo de esos años dará mayor cabida a todo ti-
po de “progresismos” literarios.
17 Algunas de ellas, seguidoras del trabajo de gestión cultural realizado por mujeres a
finales del XIX como relevantes y públicos sujetos culturales, junto a otras activísimas
mujeres como Luisa del Valle Silva, María Luisa Escobar Saluzzo, María Irazábal, María
Luisa Velasco, Cachi de Corao, Emma Silveira, Ana Cristina Medina Jiménez o Eva
Mondolfi, serían las responsables de la fundación, en 1931, de una institución capital
hasta el fin de la IV República: El Ateneo de Caracas. En los 30’, se dictaron allí confe-
rencias (Paz Castillo, Gil Fortoul, A. Mijares, A. Jahn, R. Angarita Arvelo, E. B. Núñez…)
y encontraron lugar cumplido representaciones teatrales, tertulias, conciertos de música
clásica y folklórica (Ríos Reyna, J. B. Plaza, E. Castellanos…), sesiones de cine y exposi-
ciones de artes plásticas. Ello propiciaría también la instalación de Ateneos de provincia
en Maracaibo, Barquisimeto y Mérida.
37
portada, su texto más “arriesgado” frente a los ingenuos elogios
de lo nuevo, el maquinismo, la ciudad y el futuro de «este siglo
yanquilandizado», predominantes en los textos de los jóvenes
vanguardistas: la redentora y mesiánica «brigada de la pureza»
(Lasarte Valcárcel, 1999).
38
la relación existente entre la inserción pública de la literatura
en el mercado y el funcionamiento de la mercancía en la socie-
dad capitalista industrializada y “postaurática”, lo hacía con un
lenguaje que daba cuenta de los cambios que se operaban enton-
ces en los discursos culturales venezolanos:
39
cansaba sobre una base de identificación nacional y americana que
se manifestaba diversamente (614).
40
con la tradición más o menos inmediata: al nombre del siem-
pre admirado Gallegos19 se suman en el renglón de los
reconoci-mientos los de los modernistas Urbaneja Achelpohl,
Díaz Ro-dríguez, Blanco Fombona o Lazo Martí. La diferencia
de “hora” –el segundo momento– quedará marcada, entre
otras cosas, por la autocrítica. En “Sentido del arte nuevo”,
aparecido en Gaceta de América, uno de los órganos de
difusión de esta postvanguardia, Luis Bello, antes de afirmar
la inutilidad de la tesis del artepurismo, hace la crítica
sarcástica –y antihispa-nista– de los primeros años:
19 A este y otros respectos hasta aquí contemplados, añado en esta revisión de 2019-20,
el aporte que ha supuesto el valioso texto de Miguel Gomes (2011; en especial pp. 15-19).
41
cando de tal manera que llegó a constituir un auténtico frente.
Los ataques menudeaban por todas partes, pero ello contribu-
yó más bien a la mayor compactación del grupo» (Padrón: 23).
Carlos Eduardo Frías será su Redactor Literario. En el editorial
“Umbral” (nº 261, 13 de setiembre), Élite promete una «nueva
orientación», además de una «nueva fisonomía […], una media
vuelta hacia la arquitectura tipográfica», «actitud dinámica y
vigilante, frente a la actual preocupación estética por lo marca-
damente nuestro, por lo desnudamente venezolano», «afán au-
tóctono [que] no entorpecerá […] su posición abierta ante los
mercados internacionales de cultura». Se incorporan colabora-
ciones de autores jóvenes como Guillermo Meneses, Carlos
Augusto León o Julián Padrón, y artistas plásticos como Fede-
rico Brandt, Rafael Ángel González o Pedro Centeno Vallenilla
figuran como autores de portadas. No obstante, este viraje ha-
cia lo artístico no encontró acogida entre los lectores del maga-
cín. Élite entra en crisis porque «de todas partes suspendían
las suscripciones, ya que no se le daba importancia a las notas
sociales, alegando que no entendían las cosas publicadas»; «por
esta misma razón los anunciadores no querían dar avisos para
la revista» (Padrón: 25). La situación había cambiado y parecía
aconsejar el repliegue y reordenamiento ante la rápida crisis y
disolución de la “magia” vanguardista.
42
tual: enfocarse a sí mismo». No obstante, otros textos del mismo
primer número hablan de una postura diferente, que tenderá a
predominar a lo largo de los años treinta. Rojas Guardia, por
ejemplo, en “Programa de humanidad”, supone una crítica de la
vanguardia. Para justificar su solicitud de vuelta a lo «Huma-
no» como salida a la «gran confusión» reinante, Rojas Guardia
establece así, distanciadamente, la autocrítica:
…si hay que culpar a alguien […] es al fin de siglo decadente […] y al
primer cuarto del siglo XX, pedante, pedantísimo, que emplazó una
nueva retórica de ideales: imperios coloniales y modernismos. Dán-
dole, por lo tanto, la espalda a su deber, a su línea de tradición –pa-
sado en función del presente.
Reina gran confusión, es verdad. También la falsía está en el escena-
rio con un traje novísimo. Ahora los fariseos hablan de cultura de
avance. De vanguardia. De ir contra lo caduco: ¡ellos mismos!
43
Creemos que la literatura y el arte en general son la expresión se-
lecta de la fuerza del pueblo, por eso la Revista literaria debe recoger
ante todo y aun a despecho de todos los elementos nacionales que
con mayor fuerza definan la fisonomía de su país. […N]uestra Revis-
ta será primeramente: venezolana. Después asistirá al sentido conti-
nental de América. Después será universal (I, 1, 1932).
2020 años después, ante “teóricos”, no puedo dejar de abrir las puertas a Ironía.
21Esta nota va de pago de deudas. La relación de las revistas Gaceta de América y El In-
genioso Hidalgo (a tratar enseguida), está presente en mi trabajo desde mi tesis doc-
toral sobre la narrativa de Meneses y las vanguardias (1983). No obstante debo agra-
decer a la persona que me puso en la pista de estas revistas: Nelson Osorio, a la sazón
Jefe de la Sección de Investigaciones Literarias del CELARG, a la que pertenecía y en la
que desarrollé y culminé el único libro orgánico de investigación que haya hecho hasta
hoy. Por esos años, Osorio coordinó un ambicioso y fundamental proyecto que dio pie a
numerosas tesis de grado en la Universidad Central de Venezuela y el Instituto Pe-
dagógico de Caracas y derivó en un libro capital para el tema: La formación de la van-
guardia literaria en Venezuela (1985). Él puso en mis manos el material de esas dos re-
vistas, base de un proyecto de tesis del que no recuerdo el nombre de la autora y desc-
onozco qué destino final tuvo. A partir de ello… la curiosidad mató al gato y, además de
44
El nacionalismo americanista de Gaceta de América pasa-
ba por la crítica de los nacionalismos estrechos:
Esa posición era acompañada por una idea del intelectual ima-
ginado como activo, combativo y socialmente responsable cons-
tructor de la nueva nación. Así Inocente Palacios, editor de la re-
vista, en “Hacia una postura del intelectual”, afirmaba:
revisar publicaciones que reprodujeron esos años materiales de las revistas que he
tratado aquí, logré dar con otras de los 20 y 30 del XX, de las que poco o nada se sabía.
45
Propugnemos una poesía de acento viril que mire hacia el futuro;
[…] cantemos los anhelos de tiempos mejores; hagamos los poemas
de la confianza en nuestro destino y olvidemos a los poetas como us-
ted, que no quieren oír las voces del mundo ni luchar contra la an-
gustia y la obscuridad (“Carta a un poeta”, nº 3).
46
Entre las primeras formulaciones de las poéticas acusadas
de «artepuristas», habría necesariamente que incluir los textos
que, entre 1934 y 1935, Luis Fernando Álvarez publicara en Éli-
te sobre la nueva poesía, y que serán la “espita” para las polémi-
cas entre los jóvenes escritores: “Nueva poesía” (nº 469, 8 de
setiembre de 1934) y “Tres comentarios a la nueva poesía” –I,
II y III– (nº 485, 29 de diciembre de 1934; nº 486, 5 de enero
de 1935; nº 487, 12 de enero de 1935).
47
tista como pequeño dios o sacerdote; de la obra de arte moder-
no como un complejo esotérico y trascendente, cifra de miste-
rios y revelaciones epifánicas, de una realidad infinitamente
más plena que la histórica; también para ellos, el lector será
cómplice, igualmente ungido, «minoría adicta» diferenciable
de la «generalidad» (Lasarte Valcárcel, 1999).
48
…[el arte] es más bien un equilibrio inverosímil, una calidad que se
revela a la intuición, un conocimiento adventicio e inesperado, una
relación mágica.
Su objeto [el del novelista] y su gran preocupación es crear; produ-
cir vida paralela a la otra, por medios casi extraordinarios y miste-
riosos como las del pequeño Creador; sustituir momentánea, y en
veces permanentemente, su retablo al mundo.
Para ello su método es simple y casi ingenuo: dar más humanidad,
más sentido humano que el que hallamos en lo cotidiano. Una suer-
te de superación del hombre […].
En la creación de esa sobre-humanidad es donde el novelista entra
a la poesía. A la poesía verdadera y esencial, que no consiste en for-
jar ritmos, sino en dar matiz perpetuo a lo fugaz, en buscar el paren-
tesco misterioso de los seres, en denunciar la presencia de la armo-
nía inmanente con las palabras que ordinariamente significan otra
cosa (nº 3).
49
La segunda mitad del XX conocerá en Venezuela el recha-
zo de Gallegos por parte de las promociones de escritores de
los 60’ y 70’ y la consagración de Meneses, toda vez que tam-
bién él se desvíe del criollismo galleguiano de sus trabajos ini-
ciales y publique en los cincuenta sus textos más apreciados y
experimentales: La mano junto al muro y El falso cuaderno de
Narciso Espejo. Aparte de Meneses y de escritores que alcan-
zaron indudable resonancia internacional –como Otero Silva–,
Uslar Pietri será, en lo que quede de siglo XX –y con indepen-
dencia de gustos–, la presencia mayor de los escritores nacidos
al espacio público durante los años de la vanguardia, rebasan-
do claramente las fronteras de lo nacional y las de la literatura.
Conocerá también el rescate y exaltación de otros legados: De
la Parra, Núñez, Pocaterra, Garmendia (Julio), Ramos Sucre o
del mayor intelectual venezolano del siglo: Picón Salas –aún a
la espera de un acercamiento que ha sido aún insuficiente–. Y
dejará pendiente, por supuesto, para los estudios y las reedi-
ciones por venir, profundizaciones de lecturas y otros rescates
particulares –por mencionar algunos nombres: González Rin-
cones, Arráiz, Paz Castillo, Álvarez, Rojas Guardia, Díaz Sán-
chez–. En todo caso, la matriz de esta historia, clave para la
comprensión del siglo todo–, habrá que remitirla necesaria-
mente a esta época (dorada) de la diversa modernización de la
literatura y la cultura del período gomecista.
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52
II
CUATRO CLÁSICOS MODERNOS: 1929-31
53
Transfiguraciones: poética e historia en
Arturo Uslar Pietri22
22 Publicado antes en: Arturo Uslar Pietri, Las lanzas coloradas. Primera narrativa,
Edición Crítica, François Delprat coordinador. Madrid; Barcelona; La Habana; Lisboa;
París; México; Buenos Aires; São Paulo; Lima; Guatemala; San José; Caracas: ALLCA
XX, Colección Archivos, 682-719.
23 Según Kant: «ignorancia intelectual y bajeza moral», «mala en sí misma» (106-7).
54
mo de Voltaire en su Cándido, marcaba la índole interpretativa
del discurso sobre la historia. Otro militante en las filas de la
razón, Hegel, prefería distanciarse del empiricismo para ver la
historia «no simplemente comprobada como hechos sino com-
prendida por aprehensión de las razones por las cuales acon-
tecieron los hechos» (117). Por lo demás, en la misma época,
pero desde otro lugar, un prerromántico, Goethe, se atrevería a
proclamar «la superioridad de la imaginación creadora sobre
el mecanicismo muerto» (Dujovne: 57).
56
y por otro, apunta elementos centrales para la representación de
la historia en la obra del venezolano Arturo Uslar Pietri. Según
Vogt, Spengler:
57
tante, sería injusto limitar mecánicamente la novedad de los
modos de representar la historia en Uslar Pietri a la lectura de
Spengler y de su tradición próxima en la historiografía europea
—Burckhardt, Nietzsche—, o atribuirla a la vivencia periférica de
un conflicto mundial. También responde a situaciones locales
que propiciaban esa “recepción”.
Hace veinticinco años, algunos de los que éramos jóvenes escritores ve-
nezolanos sentíamos la necesidad de traer un cambio a nuestras letras. La
escena literaria del mundo estaba entonces llena de invitaciones a la in-
surrección y nuestro país nos parecía estagnado, lleno de esfinges que bus-
caban Edipos, y necesitado en todos los aspectos de una verdadera reno-
vación. Con una información demasiado rápida, fragmentaria y superfi-
cial, comenzamos a hacer “vanguardia” y a pedir cambios (Uslar Pietri,
1967: xiii).
24 En el capítulo anterior, “Los aires del cambio…” citaba en extenso y marcaba como
apoyo tanto el lema de Válvula —«Somos un puñado de hombres jóvenes con fe, con es-
peranza y sin caridad»—, como la declaración de Angarita Arvelo, al reseñar Barrabás y
otros relatos: «Gritamos, gritamos, gritamos hasta aturdir…».
25 Miliani apuntaba: «Todo ese cuadro de corrientes y contracorrientes define una fer-
mentación intelectual cuya fecundidad sólo podrá medirse después de la muerte del
dictador: surgimiento de los partidos políticos y los sindicatos modernos, las nuevas es-
crituras artísticas [...]; la matriz común hay que buscarla en aquellos años cuya oscuri-
dad represiva, contradictoriamente estimuló la voluntad de cambios de toda índole»
(1988: xii).
26 Barrabás y otros relatos, según Angarita Arvelo: «Construye en la literatura venezo-
lana de todos los tiempos su andamiaje divisorio […]. Es el adiós al paisaje superficial y
60
rias décadas después, afirmaría que «el proceso cristaliza en
una figura inicial, una actitud, una revista y un libro. Esa figura
es Arturo Uslar Pietri. La actitud, una posición iconoclasta, con-
ciencia crítica frente a las estéticas en declive. La revista, Vál-
vula; la obra: Barrabás y otros relatos» (1988: xxviii-xxix).
Aunque esa inicial «posición iconoclasta» de Uslar Pietri pare-
cería al poco tiempo cercana más bien a la postura de un «clá-
sico de la vanguardia»27, hubo siempre, tanto en su narrativa
como en su ensayística, una inequívoca fascinación, un deslum-
brado interés por los momentos de crisis, por la idea de cambio
y trascendencia.
plástico, adiós al vernaculismo, adiós al nativismo -glosa infecunda, mar de plata para
corsarios palabreros» (en Osorio: 361).
27 El término lo acuña Graciela Montaldo a propósito de Ricardo Güiraldes (1996), y po-
61
Si bien Miliani vería en cuentos de Barrabás y otros rela-
tos como “El ensalmo” y “La voz”, importantes antecedentes del
realismo mágico de Uslar, será un relato posterior, “La lluvia”
—premio de la revista Élite en 1935—, el que encarne más con-
sistentemente esa designación. Para entonces Uslar Pietri ha-
bía regresado de París y se había nutrido ya del contacto directo
con las nuevas tendencias europeas de la hora y de su conocida
relación con Asturias y Carpentier, los forjadores del «ameri-
canismo mágico». Entre los tres fue fraguándose la voluntad
de volver «los ojos a la realidad continental con otra óptica
más moderna» (1988: xlii-i). En 1948, en el capítulo “El cuento
venezolano”, a propósito de la producción vanguardista, Uslar
inscribiría para la historia el término aplicado a la literatura
hispanoamericana:
28 Aunque Luis Leal atribuiría a Uslar el uso por primera vez del término (Leal, 1967),
ello no es justo. Abundando en algún avance del capítulo anterior “Los aires del cam-
bio…”, al menos en los años 30, en Venezuela, de parte del mencionado Rafael Angarita
Arvelo, el término era usado para evaluar la condición y calidad de novedad que exhi-
bieran las producciones narrativas venezolanas de esa época. Al hacer la reseña de La
balandra Isabel llego esta tarde, primer cuento de otro importante narrador venezo-
lano de la vanguardia, Guillermo Meneses, Angarita Arvelo le reclamaba a Meneses su
apego a la estética naturalista, recordándole lo que se consideraba el «dominio actual de
los métodos y sistemas realistas», en palabras gemelas de las que Uslar empleará años
después: «caracterizada por una intuición de lo primitivo, por una inspiración cernida
de la naturaleza, por una comprensión no ya superficial —realista— de las cosas y de la
humanidad; por la penetración introspectiva que capta la esencia de todo —cosas, hom-
bres y elementos— cualquiera que sea la filiación literaria del autor. Posición equivalen-
te a la definida en pintura como realismo mágico» (En Achugar y Lasarte: 198-9).
62
podemos catalogar, ni definir, pero por donde el espíritu, en cierto
modo, entra en posesión de un reino que está más allá de nuestros
medios. Es en este sentido que todo verdadero poeta es metafísico.
63
vanguardias europeas, y desde Huidobro a Borges en América
Latina.
64
también encuentran marco los textos narrativos o ensayísticos
que representan y hablan de la historia.
65
Uslar Pietri, por su parte, en “La historia en la novela”, se-
ñalaba: «Toda novela que se proponga dar un testimonio de lo
humano es coetánea inseparable del tiempo en que se escribe y
de su circunstancia, aunque trate de sucesos que ocurrieron mu-
chos siglos antes» (1996: 93). En “Toda historia es”, marcaba
su decidido interés no por el mero registro o recuento de los he-
chos, sino por la reflexión ensayística o novelesca, por la bús-
queda de sentidos comprensivos:
66
simultáneos fragmentos, con la variedad fluida y múltiple de la vida
verdadera y del verdadero paisaje (125).
32 Si bien por imperativos de esta edición [2003] me centro en esta primera novela de
Úslar autor, he tratado de ponerla en relación con otros textos narrativos y ensayísticos
del autor, no sólo para dotar de mayor consistencia esta lectura de su representación de
la historia, sino porque creo que el texto del 31 contiene líneas centrales de esa visión
que desde allí irradiará al resto de su producción.
67
al describir la delirante travesía de Carlos de Arcedo, quien
«cambió por completo» (id.) para, tomado por la locura, em-
prender con un grupo la búsqueda de El Dorado. El arco abier-
to por la novela del 31 sobre la época de la Independencia se
cierra con otra novela, exactamente medio siglo más tarde. Aun-
que son otros los protagonistas, el motivo permanece.
33Así también puede leerse desde los inicios de Oficio de difuntos: «Todo aquello iba a
resquebrajarse y a romperse, todo aquel castillo de naipes que el general sostenía con su
presencia y que, a ratos, parecía tan sólido como la piedra, se iba a desmoronar. Los que
habían tenido el poder se iban a convertir súbitamente en débiles y perseguidos»
(1888b: 51). Las páginas iniciales de La visita en el tiempo repiten el motivo, aunque
inscrito en el orden de una experiencia más personal: «Hasta que llegó el día cuando to-
do empezó a cambiar de manera veloz» (1990: 11); «Todo fue desenvolviéndose de un
modo sorprendente. A cada momento veía surgir una extraña novedad» (13).
68
Era un sentimiento un poco confuso, pero en cierto modo agradable.
Todos los hombres que en ese instante nacían sobre aquella tierra
[...] estaban ligados a él y trabajaría gustoso por ellos aun cuando no
llegara a conocerlos nunca. Eso era la patria. La sangre de los hom-
bres une y amasa la tierra vasta y dispersa. La une y la hace tierra co-
mo carne.
Acababa de atraparlo una súbita atadura. Empezaba a hallar dife-
rentes los hombres que lo rodeaban; le parecían de pronto cambia-
dos, transfigurados, ungidos de fraternidad ciega. Acababa de na-
cerle una porción gigantesca del sentimiento (1988a: 36; cursivas
mías).
69
cambio es, en el acto fundante de la representación, la palabra
demiúrgica del novelista que posibilita visualizarla y revelarla
en su más completa y profunda dimensión.
70
una especie de sobre- o súper-historia, es, cuando menos, conse-
cuente. De hecho, la crítica ha señalado ya la correspondencia
entre el procedimiento verbal que supone la idea uslariana de
realismo mágico y la representación de la historia: «Este pro-
cedimiento lo aplica también a la realidad histórica con el fin
de obtener un conocimiento mejor del hombre total y de su re-
lación con las circunstancias que lo rodean» (Parra: 945). Por
lo demás, el propio Uslar se encargaría de señalar, a propósito
de “Barrabás”, esta íntima conexión entre vanguardia artística
y representación de la historia:
Eran unos cuentos que buscaban no parecerse a los cuentos que has-
ta entonces se venían escribiendo en Venezuela. El primero y más ob-
vio de sus propósitos era el de reaccionar contra el costumbrismo
pintoresco. Se empezaba por Barrabás, que no era un personaje cos-
tumbrista, sino la posibilidad de un conflicto humano válido y pro-
fundo: el hombre oscuro que participa decisivamente, y sin darse
cuenta, en el momento más importante de una gran religión univer-
sal que va a nacer.
Era como un inconsciente propósito de irse lo más lejos posible pa-
ra alcanzar una mejor perspectiva de lo propio, para sentir y expre-
sar con mejor tino lo más universal y válido de lo propio (1967: xiii).
71
para escoger y representar [...] su deseo de expresión de lo hu-
mano» (1996: 96).
34 Uno de los primeros que en Venezuela intentase esta empresa fue ¿paradójicamente?
un historiador positivista, Laureano Vallenilla Lanz, quien, en su Cesarismo democrá-
tico, de 1919 (1990), introduciría cambios radicales en la interpretación que del proceso
independentista hiciera la historiografía decimonónica. De su relectura del proceso des-
72
Beatriz González, a propósito del emblemático relato “Ba-
rrabás”, introduce la idea de inversión: «El correlato mítico da
la versión de la muerte de Jesús, y su actualización invierte los
elementos jerarquizando la figura oscura de Barrabás. [...] La
subjetivación no sólo permite desmitificar la imagen mons-
truosa de Barrabás» (17). La idea, usada en ese sentido, parece
en efecto resultar productiva para describir el carácter desmiti-
ficador de la escritura que Uslar Pietri hace de la historia. Y aca-
so la clave de ese carácter descansa en la idea de «subjetiva-
ción», apuntada por González. La narrativa de Uslar no sólo fi-
ja su atención en momentos de cambio histórico, sino que pro-
mueve un cambio en los criterios y procedimientos de la re-
presentación de la historia. La mencionada modificación de los
focos narrativos, supone una inversión que afecta doblemente la
historia escenificada. Por un lado, los personajes protagónicos
de sus narraciones son con frecuencia esos «hombres oscuros»
y de alguna manera trágicos, satanizados o marginados por las
lecturas de la historia. Así, Barrabás frente a la figura de Jesu-
cristo; así, el central contrapunto que Las lanzas coloradas es-
tablece con la polaridad Presentación Campos/Fernando Fon-
ta, frente a la poderosa figura ausente de Bolívar; así también,
personajes “dejados” al o que asumen el margen: el Negro Mi-
guel, Lope de Aguirre, el padre Solana (¿Carlos Borges?), Simón
Rodríguez o Juan de Austria.
taca tanto la idea de que la Guerra de Independencia fue ante todo una guerra civil,
como el papel que le atribuye a “las masas”. Con ello brindaría una base indispensable
para hacer posible proposiciones posteriores como las de Uslar Pietri en Las lanzas co-
loradas. En otro momento (1995) también intenté señalar (aunque de modo bastante
parcial y parcializado) las correspondencias.
73
rífico y esperpéntico desfile de furias, venganzas, violaciones,
gritos, miedos y muertes disparatadas, de vidas empujadas y
arrasadas por la vorágine bélica y la locura; otro tanto ocurrirá
en narraciones como “Gavilán Colorao”, “La negramenta”, “Fue-
go fatuo” o El camino de El Dorado.
74
Uslar ve esta empresa del presente como «una hazaña más del
viejo cazador», como un episodio que actualiza la figura mítica
del aventurero: «Es lo mismo que hace dos mil quinientos años
dijo Sófocles y que hoy tendríamos que repetir ante la araña te-
jedora de destino del módulo lunar: “Muchas son las maravillas
del mundo, pero la mayor de todas es el hombre”» (1971: 115).
Del mismo modo, los personajes de la narrativa de Uslar funcio-
narán como individualidades, pero como individualidades em-
blemáticas de un destino, más específicamente del destino de
una cultura; matrices míticas que vehiculizan la comprensión
de formaciones y de tipos culturales.
77
so no sea descabellado vincular, al menos esta novela del 31, al
rechazo intelectual finisecular de este «agrupamiento irracio-
nal, atávico, guiado por la exacerbación de los sentimientos,
[que] encarnaría la negación de los principios democráticos y
la libertad humana».
crecimiento sin precedentes. Tanto en las capitales (Londres o París), como en las ciuda-
des-fábricas, circula un número cada vez mayor de personas. Mendigos, trabajadores,
marginales, prostitutas, inmigrantes y obreros, componen esta multitud. El pensamien-
to burgués los percibe como una amenaza, un foco permanente de disturbio. Como acer-
tadamente observa Louis Chevalier, esas clases peligrosas son vistas como integradas
por bárbaros, salvajes, grupos enteramente al margen de la civilización […]. Multitud se
aplica, por lo tanto, a la clase proletaria emergente, a sus exigencias de participación
política y ciudadana. Considerada como un agrupamiento irracional, atávico, guiado por
la exacerbación de los sentimientos, encarnaría la negación de los principios democrá-
ticos y la libertad humana» (95-6).
37 El acercamiento a la cultura popular es, sin duda, una de las claves literarias de la
época. Así, por ejemplo, pocos años después, Rómulo Gallegos recrearía en Cantaclaro
el pasaje popular del encuentro de Florentino y el Diablo, y su misma estructura le debe
no poco a la idea de “copla errante”. Por lo demás, es conocido el interés de Uslar Pietri
por la actualización y universalización de la tradición oral, expresado en textos como
“Maichak” o “El conuco de Tío Conejo”.
78
tiempo real de su escritura. Escrita en época de «separaciones
y revelaciones», la novela, al representar el cambio, explica de
alguna manera su necesidad. La Guerra de Independencia será
entonces, de algún modo, también y metafóricamente, el cúmu-
lo de transformaciones que Uslar Pietri conociera en las prime-
ras décadas del XX; cuando menos desde ese contexto especí-
fico la novela construye su enfoque y sus imágenes.
38«Alguna sangre del encomendero, algo de sangre de indio, algo de negro». Voilá: ¡el
mestizaje! Por lo que la precede: sus efectos infames, la frase invita a explorar la idea de
mestizaje en Úslar Pietri, junto a sus artículos enaltecedores del tema. Por lo demás… un
escritor de carne y hueso puede, de suyo, contener más de un autor.
80
miento de los esclavos de El Altar; miseria que de alguna for-
ma funciona narrativamente como explicación del alzamiento
de Presentación Campos y sus hombres:
39Aunque ya haya nombrado o lo haga más adelante, quiero destacar por varias razones
a un autor y un libro. Esta, como muchas ideas, imágenes y aun proposiciones mayores
sobre la guerra y sus personajes de Las lanzas coloradas deben no poco a un libro que
es piedra de toque en la renovación de la historiografía venezolana: Cesarismo demo-
crático de Laureano Vallenilla Lanz, ideólogo del gomecismo. En él se expresan destaca-
damente proposiciones que, sin menospreciar la renovación a la que contribuyeron
otros coetáneos positivistas –Gil Fortoul, Arcaya o Zumeta– derrumbaron íconos sagra-
dos de la historiografía postindependentista, especialmente su tesis de la Guerra de In-
dependencia como guerra civil, que daría pie tanto a su visualización de la guerra y las
masas populares en clave de espacio de barbarie irracional y extrema, incendio o venda-
val apocalíptico, como a su crítica de las élites criollas que, tras las banderas de la eman-
cipación, enmascararon sus seculares intereses (coloniales) de raza y clase. Por ello, no
sería exagerado ver en cierta medida Las lanzas coloradas como la valiosa reescritura
en registro de narrativa innovadora de zonas capitales del libro de Vallenilla Lanz.
81
amaba o se odiaba ciegamente. [...] Parecía que después de la larga
calma de la Colonia fuera el momento de un carnaval de locura (46).
Los hombres morirán, los campos serán talados, la ciudad toda ar-
derá de un fuego nocturno, en el que se adivinarán las sombras del
baile de los diablos. [...]
La tierra de Venezuela va a ser destruida, y los hombres huyen, hu-
yen con la obstinación de los locos, de los empavorecidos, temiendo
que el esqueleto se les vaya a escapar de la carne (100).
40La idea de barbarie, como valor opuesto a la civilización ilustrada, aparecerá en otros
momentos de la escritura de Uslar Pietri, referidos incluso a acontecimientos de los años
60 del siglo XX. En artículos de prensa como “La renuncia a la civilización”, que trata
sobre un atentado palestino, Uslar ofrece una descripción que bien podría formar parte
82
guerra, «carnaval de locura», barbarie extrema, es la inversión
de todo orden posible o deseable.
de Las lanzas coloradas: «El resultado sobrecogedor es este espectáculo de ciega des-
trucción y de desafío y negación de todas las normas que habían constituido los ideales
de la civilización» (1971: 14); «el símbolo de los tiempos pudiera ser el guerrillero pales-
tino, con una sonrisa de triunfo, sobre el montón de hierros retorcidos que fue minutos
antes una de las maravillas de la tecnología» (15). En otro breve texto, “Las Furias”, so-
bre un ataque a la aldea vietnamita de Son My, ofrece, al modo de un filósofo de la histo-
ria, la explicación mítica de la guerra como una tendencia humana trágica que debe ser
reconocida y controlada: «Es menester que de tiempo en tiempo, aparezca de pronto, en
su roja presencia pavorosa, la realidad de la guerra, de toda guerra, cualquiera que sea el
lugar, la razón o el motivo. Aparece entonces, como en los mitos griegos, el rostro in-
soportable y paralizante de las Furias» (1971: 89); «ha vuelto a asomar el rostro de las
Furias. Tanto horror les profesaban los griegos que no se atrevían a nombrarlas sino con
los más bellos nombres. Osemos [...] nombrarlas y reconocerlas en toda su horrorosa
presencia y habremos dado un gran paso para conjurarlas y rechazarlas» (91). (Por lo
demás, ante el terrorista palestino que basta en sí mismo como símbolo del mal, la más-
cara de las Furias se aviene mejor a una masacre cometida por Estados Unidos).
41 «En la sociedad humana el derecho es siempre el derecho del más fuerte, y la historia,
la historia de la guerra. Pues —se afirma con todo aplomo—: “El hombre es un animal de
rapiña. Los pensadores [...], como Montaigne y Nietzsche, lo han sabido siempre... Sólo
que la solemne sociedad de los filósofos idealistas y otros teólogos no tuvo la valentía de
confesar lo que en secreto se sabía muy bien. Los ideales son cobardías”» (Vogt: 97).
83
forma de cultura», «el producto de una situación cultural que
se había creado en América por las condiciones del proceso de
incorporación al occidente europeo» (1986: 90-1). Así también
Boves o Presentación Campos, los hijos bastardos del mal, se-
rán una «forma» o tipo cultural: el fruto histórico-social del
mestizaje cultural y de la situación colonial.
42 Y así: «poseso de una violencia ciega [...] fuerza indomable» (64); «Aquella especie
[...] de metódica destrucción le enardeció la sangre. Se sentía poseído por el ansia de
destrucción» (89).
43 La imagen del mal y la rapiña, que a decir verdad se ceba especialmente en los per-
sonajes de color, indios y principalmente negros —acaso por ser los frutos esclavos del
sistema colonial—, es reforzado incluso por los préstamos que la narración novelesca
hace a la tradición oral. El Indio Matías es el Diablo en la primera página de la novela;
luego, en el capítulo IX, se recoge una canción —probablemente un canto de pilón— que
directamente establece el nexo entre el negro y un ave de rapiña: «»Los negros y los za-
85
Podría presentarse a Presentación Campos como hijo del
mestizaje colonial americano, al ser diseñado como “fuerza ava-
sallante”, casi mágica. Tendría carta abierta para ser conside-
rado como parte de esa galería de personajes de la literatura
latinoamericana “magicista” encabezada por Mackandal o Aure-
liano Buendía; pero sería sólo una lectura cómoda o simplista.
El “realismo mágico” en la novela del 31 reside más en la trans-
figuración de la Guerra de la Independencia en relato mítico o
en esperpéntico «carnaval de locura» que en éste o cualquiera
de sus personajes; en todo caso, residiría más en la percepción
de personajes que en las atribuciones y explicaciones de la na-
rración. Si la narración critica el sistema colonial, el mundo de
castas y señores, compuesto de infames o locos, la “godarria”,
por ser fuente de toda barbarie, cuestiona también la respuesta
misma de la barbarie ajena a todo tipo de control y ordena-
miento, mostrada insistentemente como catástrofe y apocalip-
sis. El final de la novela, la delirante y patética caída de Presen-
tación, es, en este sentido, clara y, como en los relatos popula-
res, aleccionadora: del deseo de grandeza de Campos, como el
de otros irracionales insurgentes uslarianos —“La negramen-
ta”, “Gavilán Colorao”, El camino de El Dorado—, la narración
sólo deja en pie el sordo y trágico —pero nunca heroico— es-
trépito de su muerte.
muro ooo o.../son del mismo parece eeeee;/los negros son malicioso ooo o/ y los zamu-
ros tambié eee ee” (92).
44 En “Los espectadores pasivos”, a propósito de la llegada del hombre a la Luna y a la
visualización de esa hazaña por millones de espectadores, Uslar hace este significativo
cálculo: «Uno de cada tres hombres presenciamos directamente el hecho, pero tal vez no
más de uno de cada mil pudo llegar a una comprensión aproximada de toda la significa-
ción de lo alcanzado, y, acaso, no más de uno de cada cien mil está en capacidad de par-
86
tallas de Las lanzas coloradas los personajes que integran la
masa son instrumentos al servicio de las Furias, en el reposo, la
novela destaca otros antivalores que tienen en común la ausen-
cia de cualquier tipo de racionalidad. Desconstruyendo la ima-
gen épica de la Guerra de Independencia, la narración, en va-
rios momentos, incorpora breves diálogos o afirmaciones que
ponen de relieve, en la soldadesca, la gratuidad, la falta de
criterios o principios:
87
Fernando estaba ante la muchedumbre […]. Las gentes vociferaban,
se hablaban a gritos, algunas mujeres se persignaban.
Al lado de Fonta, un hombre grueso mascaba una cebolla con pan.
Con él se informó:
[...]
—Es un pardo infame [Miranda]. Viene a robar y a matar. Ya lo
castigarán las armas de su Majestad y las pailas del Demonio.
Fernando no juzgó útil seguir interrogando a aquel vecino, cuyo ali-
mento olía tan mal y cuyas explicaciones eran confusas, pero con-
tinuó observando la espesa muchedumbre que se agitaba y gritaba:
—Sí. ¡Que lo maten! ¡Que traigan la cabeza!
Sobre el estrado había de nuevo agitación. Algo había gritado el eje-
cutor de la justicia, que el ruido de la gente no permitía oír. Ensegui-
da desenrolló un largo papel que traía bajo el brazo, y dándose vuel-
ta lo mostró a toda la multitud. Había sobre él, dibujado malamen-
te, el perfil de un hombre deforme: los ojos a la altura de las narices
demasiado chatas, la boca enorme, las cejas mínimas, la cabellera
desproporcionada. Algunos gritaban: “¡Qué feo! ¡Qué feo es! ¡Que lo
quemen!”. El ejecutor de justicia tomo de manos de un soldado una
tea encendida y con un movimiento ridículo y solemne prendió fue-
go al dibujo. El papel ardió en una rápida llamarada. Los gritos de
los hombres excitados se levantaron de nuevo. La llama temblaba ba-
jo la tempestad de alaridos. Algo nuevo dijo el hombre sobre el estra-
do que tampoco pudo oírse. Los soldados repartían culatazos a las
gentes enfurecidas que querían alcanzar las pavesas (31-2).
88
La confusión comenzaba a lanzar su rápido giro abigarrado (38).
45Pensando en Solana, Fonta sería también la versión criolla de un potencial artista ado-
lescente: «Estaba cambiado. Era una linda cosa eso de cerrar los ojos y ponerse a cami-
nar por dentro del espíritu. Prescindir de la realidad. ¿De cuál realidad? Porque si la que
nos rodea, la podemos abolir con cerrar los ojos, la otra, en cambio, persiste. Las som-
bras platónicas en la pared de la caverna. La sola realidad del espíritu conociendo; del
espíritu en el momento de conocer. ¡Ah! Era como una divina borrachera, como un
profundo sobrecogimiento» (22). «El pensamiento era una tentación. Como una provo-
cación a someter la vida a un principio, a una ordenación, a una regla. Al fin, habría de
decidirse, y decidirse era prescindir de otras muchas cosas igualmente posibles y desea-
bles. Escoger era renunciar. Más valía estarse echado en tierra» (25). «El mundo mal-
trataba el espíritu, la materia batallaba contra Dios» (26).
89
Fernando Fonta es descalificado sistemáticamente por la
narración. Salvo por algún momento en que la furia lo trans-
forma, el personaje es presentado como tornadizo y pusiláni-
me, como un personaje incapaz de afrontar el mundo, y mucho
menos el mundo voraginoso de la guerra —«La guerra era buena
para aquellos animales: Presentación Campos, Roso Díaz, Bo-
ves» (108)—. Es, como Presentación Campos, otro personaje,
aunque de ribetes trágicos, finalmente patético; a diferencia de
aquél, su derrota se declara desde el principio, porque Fonta
simboliza el rechazo de la realidad material, de la historia; no,
como Campos, el deseo de poseerla.
46Sería tentador —y acorde con los aires de la vanguardia— decir que el Uslar del 31 lan-
za un cross a la mandíbula del poeta y la literatura. Pero no es así. Sí supone, desde lue-
go, una crítica implícita —vía Fernando Fonta— de la imagen del poeta ensoñador,
nimbado, señor del reino interior, del modernismo, y, por ende, como lo reflejará Uslar
en toda su obra, una reivindicación de la literatura al servicio ¿viril? del conocimiento
humanístico y de la cultura como única fuente legítima del saber hacer político.
90
turero y literario, de estirpe byroniana, pero que es sometido
por la narración a un proceso de parodia irónica de doble filo:
47Apenas 3 años después de Las Lanzas… la Carvajala tendrá continuidad en otro per-
sonaje que repite su perfil trágico-patético: la prostituta Esperanza de La balandra Isa-
bel llegó esta tarde de Guillermo Meneses.
91
ciencia»; «ayudada por la simple mecánica de sus ideas, arras-
trada por el impulso inconsciente...» (123). Por lo demás, no hay
que olvidar que finalmente «la patria es como las mujeres»; es
decir: vacío de conciencia y racionalidad.
92
ante una realidad decididamente otra—, o en “sanear” el mal de
los “godos” y modificar la idea de nación y de cultura nacional,
como valores constitutivos o incluso paradigmáticos, sin que sea
claro o importe en el diseño el eventual “encaje” de los referen-
tes reales de los relatos orales: los sectores iletrados, las Carva-
jalas…, y sobrevuele la imagen (bolivariana) de la verticalidad48.
93
Esta perspectiva [...] ha destacado la acción violenta y la lucha arma-
da no sólo como las únicas vías para alcanzar la grandeza, sino tam-
bién como los solos instrumentos del verdadero hacer histórico y ha
creado en la mente del venezolano medio una imagen heroica de la
historia y una inclinación a considerar la violencia como la única for-
ma de la acción creadora, a no aspirar sino a las más inalcanzables
promesas y a confiar en la llegada mesiánica del héroe sobrehuma-
no que nos las va a deparar convertidas en realidad gratuita. Es [...]
una visión mágica y violenta de nuestro destino la que ofrece nues-
tro manual de historia (126).
Con todas las reservas del caso, no deja de ser una crítica a lo
que en nuestros días podría ser entendido como una visión
“orientalista” de la historia y la cultura.
94
tura fáustica occidental. Resumiendo las proposiciones del his-
toriador alemán, Vogt señala que:
95
...en el Grande Hombre encontramos lo que no somos y
anhelaríamos ser (A. Reyes sobre Burckhardt).
96
—A mí no me parece. Ahora le están dando mucho palo.
—¿Mucho palo? ¡Qué va, zambo; ése es mi gallo! Con el general
Bolívar yo voy donde sea” (1988a: 101).
97
histórico indiscutible—; o, hacia el fin de siglo y a comienzos del
XX —cuando hace crisis el modelo republicano liberal y se inten-
sifican las lecturas de Carlyle, Renan o Nietzsche—, el relanza-
miento, entre nostalgias e ideales utopistas, que de la figura his-
tórica de Bolívar hacen modernistas o positivistas —Martí, Díaz
Rodríguez, Gil Fortoul, Blanco Fombona, Vallenilla Lanz...— y
postmodernistas —Pocaterra, Ramos Sucre...—; mientras cuan-
do menos, si no cuestionan la idea y figura del Gran Hombre,
lo esquivan: Teresa de la Parra, Julio Garmendia, Enrique Ver-
nardo Núñez...
98
losóficas y, especialmente, artísticas—, y de que ambas llevan
impresa la marca del Grande Hombre.
99
pensarse en un “cambalache” –¿o sí?–, Bello con Lenin, Russel
con Napoleón, Hegel con Ho Chi Min, Humboldt con Gandhi,
Sucre o Guzmán Blanco con Spengler, y Bolívar con los astro-
nautas que llegaron a La Luna. Ello, sin duda, es muestra tanto
de la amplitud de miras de Uslar, como de su voluntad de co-
rregir los efectos de la historia universal jerarquizadoramente
eurocentrista. Pero, para los fines actuales, interesa más des-
tacar el elemento que unifica la diversidad. Este no es otro que
la condición heroica, magnífica, paradigmática, de las figuras
exaltadas; el hecho de responder —¿mágicamente?— a un des-
tino: «ejecutar una voluntad que trasciende de lo individual y
que se designa [...] como voluntad de Dios, como voluntad de la
nación o de la colectividad o como la voluntad de una época»
(Burckhardt: 300-1).
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drid, Guadarrama.
103
Hacer cosas con el pueblo, la mujer y la
nación. A 80 años de Doña Bárbara50
104
La Venezuela gomecista de los años 20 vivía ya, gracias a la
abrupta irrupción del “excremento del diablo”, cambios
percep-tibles en su composición social, en instituciones como la
banca o el ejército, en el creciente protagonismo de la ciudad y,
por supuesto, en el surgimiento de nuevos discursos y prác-
ticas políticas, particularmente visibles para la posteridad en
los sucesos de febrero de 1928. La modernización habría llega-
do de todas formas y por cualquier otra vía, pero el petróleo, en
un sentido, y, en otro, la política que nació del 28 imprimieron
como con hierro de marcar ganado no pocas claves de la cultu-
ra local.
105
trolera y moderna cuya resonancia, de algún modo, perdurará
hasta nuestros días.
106
ciudadanos»; o el recuerdo del «Bochinche, bochinche. Esta
gente no sabe hacer sino bochinche» de Miranda; o, ¡cómo no!,
las últimas certidumbres de Bolívar: «Uno, la América es ingo-
bernable para nosotros; dos, el que sirve una revolución ara en
el mar; tres, la única cosa que se puede hacer en América es
emigrar»?52.
(1) ...no somos europeos, no somos indios, sino una especie me-
dia entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento
y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a
los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que
nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso
es el más extraordinario y complicado (109).
52 Internet, en el particular contexto que se vive en Venezuela en este siglo XXI, ha pues-
to de moda pasajes inusuales de textos como el “Discurso de Angostura”: «Las repetidas
elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como
dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostum-
bra a obedecerle y él se acostumbra a mandar; de donde se origina la usurpación y la
tiranía». Quienes difunden esta frase, justamente enrostrada contra el “atornillamiento”
del chavismo en el poder, desde la oposición, silencian el hecho de que Bolívar proponía
también en ese discurso la instalación de un Senado vitalicio para refrenar cualquier
exceso político y moral, y defendía un Poder Ejecutivo cuya fortaleza superase a la del
Congreso. Por no hablar del uso que se hace de Bolívar en los discursos políticos de todo
signo, lleno siempre de contradicciones y silencios.
107
La devoción por Bolívar, establecida en los templos erigi-
dos a tal fin por instituciones y discursos a lo largo de dos si-
glos, y que hoy recrudece con aires cubistas de “resistencia”, ha
impedido ver lo que podría resultar obvio: la falta de corres-
pondencia entre los sujetos/objetos referidos en el «nuestro» y
el implícito “nosotros”, la ironía histórica de que la fundación
de la nación se asiente en un cierto acto de violencia. El primer
fragmento conviene en que lo «europeo» forma parte de la iden-
tidad, a diferencia del segundo que niega el «derecho», aunque
sea moral, a tal adscripción. El primero, corresponde a la ima-
gen de nación que se reduce a la auto-representación del blan-
co criollo, mentalmente ligado a Europa (no a la africana Espa-
ña) y, por tanto, ciudadano; el segundo, figura otra nación, la
del «pueblo» vinculado a espacios bárbaros (América, África).
El paso del “nosotros” al «nuestro» dice del hiato entre el sujeto
criollo y el «otro natural»53; un lejano antecedente, pues, ¿ines-
perado? de las “dos Venezuelas” de hoy54.
53 Ya más de una década atrás intentaba marcar el carácter vertical del discurso de Bo-
lívar en los textos mencionados (1995b). Unos años después, en “Nueva lectura de la Car-
ta de Jamaica” (1997) de Elías Pino Iturrieta, el lector puede encontrar un desarrollo lú-
cido de este aspecto. Allí Pino Iturrieta señala que «el hombre que escribe en Jamaica
no escribe por todos los hispanoamericanos, sino por unos pocos. Quiere que el destina-
tario comprenda a un puñado de hombres, pero no a todos» (22), «Sólo reflejan la voz
del blanco criollo» (27). Y añade: «Bolívar se aferra a la tradición del derecho de unos
pocos, de los blancos descendientes del tronco peninsular, para defender su posición fre
54 Hace 10 u 11 años este «hoy», quizás tenía algún sentido. Desde hace más de un lus-
tro, en este 2020, la idea de las dos Venezuelas, asociada al eje de chavismo/anticha-
vismo suena a falsedad hueca o rotunda. Hoy sólo tiene sentido pensar en un poder re-
presentativo sólo de su propio interés fagocitante y las 2, 3, 4… Venezuelas que apenas y
a penas existen.
108
El escenario escindido proyectado por Bolívar en estos frag-
mentos reaparece en diversas zonas de Doña Bárbara. Y no só-
lo por poner en escena el dilema entre civilización y barbarie a
partir del enfrentamiento entre ciudad y campo, vehiculado por
los nombres emblemáticos de sus personajes centrales, Santos
y Bárbara, sino porque remonta la historia de la novela al –bo-
livariano– «conflicto de disputar a los naturales los títulos de
posesión». Altamira se funda a partir de actos de barbarie come-
tidos por quien se presumiría representante de la civilización,
Don Evaristo Luzardo, «hombre de presa» que «arrebató a los
indígenas aquella propiedad de derecho natural, y como ellos
trataron de defenderla, los exterminó a sangre y fuego» (97).
Para el Gallegos de 1929, la violencia es el signo que explica el
origen de la historia. Tanto Bárbara como Santos Luzardo son,
por igual, sus hijos. Bárbara es fruto y revancha de una doble
violación: la del blanco sobre la india madre (39) y la del grupo
pirata sobre el cuerpo de la mestiza (44); por lo que es, a la vez
que «devoradora de hombres», «trágica guaricha» (39). San-
tos, por su parte, es el descendiente de una lucha fratricida ali-
mentada por la codicia: la familiar entre Luzardos y Barqueros,
capuletos y montescos criollos, que dividirá la tierra y culmi-
nará en el filicidio de Félix Luzardo.
109
ser la silva “A la zona tórrida” de Bello, los dos cuadros de cos-
tumbres de Daniel Mendoza, “Un llanero en la capital” y “Pal-
marote en Apure” y, por qué no, Zárate de Eduardo Blanco.
110
su original– representan el encuentro “amistoso” del campo y la
ciudad. Ya Silva Beauregard (1989) señalaba, contrariando la
lectura convencional, que Palmarote, el llanero, funcionaba co-
mo agente de la voluntad autorial, gracias a lo cual Mendoza,
burla-burlando, se mofaba de nuestra particular urbe moderna
y, por supuesto, del “Pepito a la moda”, su otro protagonista. Y
podría añadirse que “Palmarote en Apure” va un poco más allá.
El viaje al llano del capitalino, ahora menos patiquín, es algo
más que una visita de cumplimiento: la concreción de una po-
sible alianza o pacto social, toda vez que el hombre de la ciudad
ha convenido en aceptar el valor de Palmarote y, de algún modo,
en repensar el país. Con algo de exageración, podría decirse que
el cuadro de Mendoza incluso a sugiere como modelo alterno
de espacio social, San Fernando de Apure, la ciudad rural.
111
“Lecturas en pugna”
56 (Nota de 2020). En este siglo hay, por supuesto, estudios que refuerzan esta “línea” de
lectura. Uno de los fallos que podría tener tanto el texto “Lecturas en pugna” (2004) co-
mo la versión original de este capítulo (la conferencia de 2009 o su publicación en Aka-
demus –2011; realmente 2015–) es la ausencia de ciertas apoyaturas bibliográficas fun-
damentales. Una ausencia injustificable de mi parte: el libro –¡publicado además en Ve-
nezuela!– Rómulo Gallegos. Imaginario de nación (2006) de Mónica Marinone, que,
más acucioso que los mencionados y de indiscutible interés incluso para los que no con-
cordamos con su lectura, insiste en marcar la continuidad de Gallegos con la figura de
Sarmiento. “Lecturas en pugna” fue un texto subdiario de “Mestizaje y populismo en Do-
ña Bárbara…” (2000; de hecho una segunda intervención mía en aquellos 70 años de la
novela de Gallegos). Como en “Mestizaje…” mi tesis fundamental residía en el cambio de
paradigma en Doña Bárbara: de Sarmiento (central en la primera parte de la novela) al
mestizaje cultural-populista latinoamericano moderno que centraba en Martí (descri-
frable en la segunda parte), expresamente reconozco hoy que la filiación o no al para-
digma-Sarmiento (que no comparto) fue el motivo de diseñar metodológicamente dos
líneas de lectura en “pugna” y que sólo a ese respecto tiene justificación. Desde otra pers-
pectiva más general, resulta insostenible el agrupamiento de lecturas como la de Martin
con las de Sommer o Castro-Urioste; y aún más de las de lecturas en las que apoyo mi
112
Prefería plegarme, en cambio, a lecturas que, con menor
fortuna, prefirieron desestimar la vinculación con Sarmiento y
marcar la conciliación de los mundos enfrentados como norte
de la novela, algunas de larga data ya, como las de Mariano Pi-
cón Salas o Juan Liscano. Años más tarde, Nelson Osorio puso
de relieve (para mí, de modo exegéticamente crucial) la insufi-
ciencia lectora de la crítica existente: al reducir a Santos Luzar-
do al rol exclusivo del civilizador, se obliteraba que esa imagen
primera es tan sólo «una premisa previa, que muestra la ideo-
logía del personaje antes del inicio de los acontecimientos de la
novela», y que justamente es «que su nueva experiencia de la
vida llanera va a modificar hasta cambiarla y cambiarlo com-
pletamente» (34; cursivas mías). Tal comprensión de Doña Bár-
bara, en vez de entregar la imagen de una «antinomia irreduc-
tible», enfatizaba tanto su voluntad de marcar la «conjunción»
y «síntesis» de los términos en conflicto (35), como «la supera-
ción dialéctica [de lo] que representa Santos Luzardo» (34).
Esa tradición de lectura es la base de mi adscripción de Doña
Bárbara a la idea de un pacto social y cultural, visualizando la
novela, más bien, como un proceso abierto y dual que desvela la
posibilidad de un nuevo paradigma, no de una cristalización
del liberalismo decimonónico, como han querido hacer ver sus
afiliación de Gallegos al populismo martiano: Picón Salas o Liscano muy poco tienen
que ver con Beverley, Osorio o Skurski (o trabajos de Leo y González Echeverría). Ello,
aunque Marinone no conociese mi trabajo sobre la filiación de Gallegos a Martí, justa-
mente desde la crítica abierta de Martí a Sarmiento (2000), sólo hace grave mi ignoran-
cia del texto de Marinone en 2009.
Pero hay otro tipo de caso y consideración. Un texto que aparece en buscadores de in-
ternet antes que cualquier otro trabajo sobre la novela de Gallegos es “Doña Bárbara y
lo político” (2018) de Iannis Antzus Ramos. Aunque el objetivo capital de su trabajo es
mostrar que mi visualización de dos líneas principales de lectura “en pugna” es errada
por causa de mi parcialidad y mi incapacidad para no apreciar cómo mi divergencia lec-
tora es finalmente complementariedad…, mi lectura de su texto me lleva, a adscribirlo a
lecturas como las de Sommer y Castro-Urioste. Por un mínimo de profesionalidad me
veo obligado a mencionar este trabajo, pero no por diferencias de juicios, sino por con-
siderarlo un caso de discurso académico espurio, debo inhibirme de hablar de él aquí,
pues no es asunto propio de un espacio profesional ni de éste mi limitado proyecto edi-
torial. Lo hago público, sí, en mi nicho personal de Facebook: “Antzus Ramos y la políti-
ca: un ejercicio de crítica espuria” (https://www.facebook.com/profile.php?id=100012877180459; 1o
de mayo 2020). Sin embargo, no puedo resistir la tentación de citar la primera nota del tra-
bajo que no tiene desperdicio por ser franca y antediluvianamente divertida: «Según Ja-
vier Lasarte, también Mariano Picón Salas, Juan Liscano y Nelson Osorio compartirían
esta misma interpretación de la obra. Curiosamente, todos los críticos que menciona co-
mo defensores de esta postura o son venezolanos o residieron durante largas tempo-
radas en Venezuela» (cursivas mías). (Precisar que Picón Salas, Liscano, Osorio no son
«defensores», si no constructores de esa postura que adhiero sólo sería faltar el respeto
de cualquier lector).
113
jueces, sino la vuelta de tuerca de una nueva política: la del na-
cionalismo populista. Y aquí añado otros trabajos sustanciales
con los que concuerdo: Beverley, Skurski… (Lecuna: 79-92)57.
57 En este pie de página de 2020 quiero mencionar el valioso texto de Miguel Gomes
“Telurismo, vanguardia y tiempo literario en Doña Bárbara” (2011), trabajo que no
pude incorporar en su momento por haber sido públicado encabezando –con justicia– el
pequeño dossier de Akademus sobre la novela de Gallegos, donde apareció la primera
versión de este capítulo. Es un texto que invita al lector –especializado o no– a repensar
Doña Bárbara como una obra inequívocamente moderna, a tono con su hora en el
mundo occidental. De destacar, en especial la relación desarrollada con el expre-
sionismo alemán, el cine, Xul Solar o la explícita puesta en relación del propio Gallegos
de Pirandello con Doña Bárbara en su prólogo de 1954 a la novela –ya había resaltado
yo la establecida en 1926 por Julio Planchart con el italiano a propósito de La trepadora
(1995a: 13)–; también el rescate de cierta bibliografía pertinente y desatendida (Michals-
ki, Crema). El marcaje y desarrollo que hace Gomes tanto de la complejidad que afirma
la condición artística contemporánea de Doña Bárbara, muy alejada de la reducción a
que fue sometida por varios escritores y críticos desde el boom, como su alejamiento de
las tradiciones dominantes a lo largo del s. XIX (¡Sarmiento!), obviamente resulta apro-
vechable para mi lectura, como lo será más adelante el trabajo de González Echeverría.
No obstante, no comparto la idea de que la grandeza artística de Doña Bárbara se pro-
duzca en cierto modo casi a pesar del propio Gallegos (algo que también sugierese antes
González Echeverría). Gomes parece diferenciar el Gallegos artista del político: «Doña
Bárbara reserva [...] sorpresas que niegan el adocenamiento que se le achaca: sus suti-
lezas, su profunda rebeldía e independencia con respecto a la ideología de Gallegos –el
político– la convierten en un texto “moderno” (González Echeverría), desgarrado y pro-
blemático, en lucha con su autor y consigo mismo» (21). Más de una vez también, como
siguiendo la pauta de los “6 personajes” de Pirandello, Gomes habla del «narrador posi-
tivista galleguiano» (23; 21). Más allá de que es muy sugerente la idea de un personaje o
una obra en pugna con su narrador o autor –Unamuno además de Pirandello–, temo
que la dualidad Gallegos narrador/autor/ideólogo político vs narrativa artística no es tal.
De haber esos dos Gallegos en la mismidad de Doña Bárbara, ella estaría presente en to-
da su narrativa desde La trepadora hasta al menos Sobre la misma tierra, pasando por
sus otras dos novelas cumbres: Cantaclaro y Canaima –ambas, tras su contacto con los
jóvenes vanguardistas, formalmente más arriesgadas que la novela del 29–, que entien-
do como piezas de un gran mural narrativo-ideológico unitario (muy de su generación
en zonas del continente) que cuestiona radicalmente la idea decimonónica rígida y exclu-
yente de civilización asociada a la ciudad burguesa vs la barbarie asociada a la tierra y su
gente, y que sólo imagina la posibilidad de otra nación a partir de la asunción de lo “bue-
no” de ambos mundos: las élites urbanas pueden ser tan bárbaras como las rurales; la
tierra y lo popular puede funcionar como fundamento de ser e integrarse en ciudadanía.
Por lo demás, habría que pensar la idea, temo que justa, de que Gallegos, más que ideó-
logo o político profesional en años puntuales –y quizás a regañadientes–, fue por deseo
y vocación, inicialmente educador y siempre artista moderno comprometido con su so-
ciedad. Pero el problema pasa quizás o además por otros dos asuntos (que temo involu-
cran a valiosos acercamientos como el de Gomes y, antes, los de González Echeverría):
1) No aceptar como artísticamente moderna ni la opción del nacionalismo literario –crio-
llista, regionalista, mundonovista…–, incluso si alcance en obra altos niveles estéticos para
ese mismo gusto moderno ni la del compromiso social de escritor y escritura. Ya Skursi
recordaba cómo Doña Bárbara fue recibida en su momento como obra innovadora y
moderna en el ámbito hispanohablante respecto de la tradición criollista: «Critics in La-
tin America hailed Doña Barbara as a work of “universal literature”, deeming it “clas-
sic” in style, resonant of Cervantes and Tolstoy, and free of the “parochial descriptions”
(costumbrismo) found in much of the region's literatura. These critics in Spain and La-
tin America accorded Doña Barbara literary greatness because it had turned its gaze in-
ward toward the rural heart of the nation, yet had adopted a narrative position of dis-
tance from and mastery over the scenes it presented » (619). Qué hacer, además, con la
admiración de coetáneos hacia el Gallegos de ya 1925, el de La trepadora, sea por lo in-
114
El otro artículo “Mestizaje y populismo en Doña Bárbara:
de Sarmiento a Martí” (2000), quería aportar algo más a esta
línea de lectura (y es más de mi gusto aún –2020–, por atender
más a la novela y sus vínculos). Como rondaba el tema del
“hacer cosas con el pueblo, la mujer y la nación” y dada su es-
casa circulación en Venezuela58, quiero retomar por extenso al
menos tres proposiciones de ese artículo:
novador de su tratamiento del paisaje respecto de la tradición criollista (tal como lo hi-
cieran los pintores del Círculo de Bellas Artes –vid supra: 25-29–) y la focalización na-
rrativa en la interioridad de los personajes, que ya no «viven una vida que les viene de
afuera sino que la van creando», en decir de Paz Castillo; sea por su grado y altura de
conciencia y rigor artísticos, que se expresa en el hecho de «concebir la novela como un
todo artístico en su difícil complejidad», «el estudiado equilibrio de la composición [...]
que lo lleva a disponer los caracteres y las situaciones dentro de un elaborado sistema de
contrastes y correspondencias, y a ordenar la novela dentro de una estructura», según el
parecer de Uslar Pietri (en Lasarte Valcárcel 1995a: 13-4).
2) El simplismo de considerar a Gallegos como “positivista”. No pongo en duda que ha-
ya elementos positivistas de importancia en sus textos juveniles de La Alborada; siem-
pre que haya la disposición mental de aceptar que hay otros que apuntan en otra direc-
ción. Pero tal vez haya que preguntarse antes algunas cosas: ¿qué discurso intelectual
más o menos progresista venezolano hasta promediar los años 20 –incluido Picón Sa-
las– del XX está exento de ello?; ¿no los hay, y en estado grueso, en el primer Gilberto
Freyre en Brasil o, aún más, no está preñado el Ariel de Rodó de una suerte de darwinis-
mo cultural?; ¿tan dogmático y rígido es el positivismo que puede ser reducido a una
sola cosa deleznable, sea en Europa o en Venezuela?; ¿en una historia de las ciencias so-
ciales modernas en Venezuela, no tienen nada que decir JoséGil Fortoul, Lisandro Alva-
rado o el mismísimo Vallenilla Lanz?; ¿no fue el positivismo un “emplazamiento” que,
entre otras cosas “siniestras”, fue parte de un proceso social que contribuyó a entender
por primera vez la cultura o el arte como esferas autónomas –y aun superiores–, lo que
se defiende como orgullosa bandera al menos un siglo después?; ¿no será el perfecto y
anti-saturnal chivo expiatorio?... Lo cierto es que si algo distingue políticamente a Galle-
gos, más que sus ensayos (por los que no habría pasado a la historia) es su vinculación
con personas o grupos que luego dieron forma a Acción Democrática, partido por el que
llega a la presidencia (frustrada temprana y violentamente en cuanto da pasos para esta-
blecer una reforma agraria en Venezuela). Las limitaciones de la narrativa y la política
de Gallegos no son otras que las propias del populismo moderno latinoamericano (de
raíz martiana), pero, para decirlo gruesamente, ello no autorizaría a considerar AD co-
mo partido de orientación positivista. Sí aceptaría en cambio la idea de Beverley –no li-
teral, si no enfocada en la base simbólico-cultura-ideológico que es– según la cual Doña
Bárbara funda Acción Democrática. O la pertinente y fina puesta en contexto de Julie
Skursi que, en la segunda mitad de su trabajo, se centra en mostrar no ya la diferencia
fundamental de Gallegos respecto no sólo de las soluciones de Sarmiento, sino sobre to-
do (sea como político, educador o narrador) respecto de las soluciones políticas que
propiciaran los intelectuales positivistas. Lamentablemente el artículo de Skurski, sien-
do de los más complejos acercamientos al affair Doña Bárbara, ha pasado bajo la mesa
de los más prestigiados espacios académicos que se han ocupado del tema.
58 Espero que ese texto del 2000 integre, si me es posible, un libro de DELA(u)TOR,
muy probablemente con la base del mismo título que este capítulo (“Hacer cosas con el
pueblo, la mujer y la nación”), pero recogiendo trabajos sobre obras y autores latinoa-
mericanos de los siglos XIX y XX.
115
1) Considerar otra filiación latinoamericana para Doña Bár-
bara, diferente a la “incompleta” relación con Sarmiento y más
orgánicamente ajustada al diseño de la novela de Gallegos en su
totalidad. Doña Bárbara pone en escena los componentes del
esquema sarmientino para, al reconocer su escasa viabilidad o
su productividad negativa, transformarlos, manipularlos narra-
tivamente y dar cauce, forma y expresión –consciente o no– a
su “segunda matriz”: “Nuestra América” (1891) de José Martí.
Doña Bárbara supondría así el paso de la defensa narrativa
del proyecto liberal de Sarmiento, en su primera mitad, a la fi-
nal, en su segunda mitad, de un mestizaje populista de corte
martiano. Para ello tomaba en cuenta una serie de aspectos en
Martí que reaparecerán en la novela de Gallegos. De entrada,
un común punto de partida: la amenaza que suponían tanto la
avanzada imperialista –el «tigre de afuera»; cuando Sarmiento
promovía finalmente su ejemplo– como la actuación de viejos y
nuevos “hombres de presa”, desde los seguidores de seculares
prácticas coloniales hasta los reyezuelos burgueses, «tigres de
adentro» causantes de las «degeneraciones morales» y ante los
que la tradicional ideología liberal hacía aguas.
116
de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La
forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del
país» (27). (¿No consiste en esto el aprendizaje de Santos Lu-
zardo, toda vez que desiste de «matar al centauro» interior?).
El nacionalismo habría de ser la resultante de ese principio de
adecuación que aplicará el gobernante como fuente básica de le-
gitimidad: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el
tronco ha de ser el de nuestras repúblicas» (29). Como conse-
cuencia, el «mestizo autóctono» ha de reemplazar como mode-
lo humano y social al «criollo exótico». Es decir, las dos caras o
fases de Santos Luzardo.
117
tender la novela como parodia (seria) y modificación del es-
quema matricial de partida. Las primeras páginas de la novela
informan sobre los prototipos: la gallarda y atildada presencia
física del civilizador Santos Luzardo, y la leyenda sobre la “bár-
bara” de la novela, cuyos signos de avanzada son el “asiatismo”
del Brujeador, los caimanes y el espacio que impone «la abru-
madora impresión del desierto» (22-3): un cuadro digno de Sar-
miento o Echeverría. A partir de allí, el conjunto todo será leí-
do por un sector de la crítica (metonímicamente) como las es-
trategias de aprovechamiento de las «estratagemas» de Doña
Bárbara y su mundo, para que el protagonista, doble del autor,
asegure la conquista del otro y el triunfo de la civilización.
119
Y vio que el hombre de la llanura era, ante la vida, indómito y su-
fridor, indolente e infatigable; en la lucha, impulsivo y astuto; ante el
superior, indisciplinado y leal; con el amigo, receloso y abnegado;
con la mujer, voluptuoso y áspero; consigo mismo, sensual y sobrio.
En sus conversaciones, malicioso e ingenuo, incrédulo y supersticio-
so; en todo caso alegre y melancólico, positivista y fantaseador. Hu-
milde a pie y soberbio a caballo. Todo a la vez y sin estorbarse, como
están los defectos y las virtudes en las almas nuevas.
[…]
120
a las viejas y nuevas amenazas de la modernización: la fábula y
utopía de “Nuestra América”. El mestizaje que promueve Doña
Bárbara es fundamentalmente cultural. Marisela es su resulta-
do, pero no tanto porque haya en ella mezcla de sangres sino
porque es la fusión en positivo de la civilización y la barbarie, o
mejor, el fruto en un proyecto civilzador que, martianamente,
se ha re-culturado. Y porque la solución es la mixtura, resulta
tan relevante en la novela construir narrativamente el cambio y
la fusión de opuestos, representar la recuperación para el pre-
sente de los “pasos perdidos”, concluir que las cosas deben vol-
ver «al lugar de donde salieron», tras salirse de “madre”.
122
Eran las palabras que había pensado decirse para apaciguar su exci-
tación; pero “el Socio” se las arrebató de los labios […]. Doña Bár-
bara levantó la mirada y advirtió que en el sitio que hasta allí ocu-
para su sombra […] estaba ahora la negra presencia de “el Socio”.
Como de costumbre, no pudo distinguirle el rostro, pero se lo sintió
contraído por aquella mueca fea y triste de sonrisa frustrada.
Convencida de haberlas percibido como emanadas de aquel fantas-
ma volvió a formular, ahora interrogativamente, las mismas palabras
que, de tranquilizadoras cuando ella las pensó, se habían trocado en
cabalísticas al ser pronunciadas por aquél (238; cursivas mías).
123
tella de la bondad iluminando el juicio para llevar la palabra tran-
quilizadora al ánimo atormentado […], la tranquilizadora persua-
sión de aquellas palabras había brotado de la confianza que ella te-
nía en él y esta confianza era algo suyo, lo mejor de sí mismo, puesto
en otro corazón.
Aceptó el don de paz, y dio en cambio una palabra de amor (312;
cursivas mías)60.
124
fender o establecer una lectura, la novela en sus actualizacio-
nes tiene una vida que no necesariamente se rige por las pau-
tas y deseos del mundo académico. Así, en la crispada Vene-
zuela de hoy [2009], encontramos apelaciones a Doña Bárba-
ra, impensables 10 años atrás, que, como las destinadas a Bolí-
var, aunque no resistan el más mínimo análisis crítico, parecen
tener más poder y un mayor “efecto de realidad” que cual-
quiera de estas páginas.
125
lidad –deporte, por lo demás muy apreciado en lo que va de
este siglo XXI globalizado y fundamentalista–.
126
«bajar hasta los oprimidos y alzarlos en los brazos», supone
también una pastoral. En “Carlyle, los romanos y las ovejas”
(1884), suerte de alegoría zoológica delbuen gobernante respec-
to de su pueblo, Martí mostraba los alcances “productivistas”
de tal gesto:
…quien quiere que las ovejas le rindan buena lana y las vacas buenos
terneros, las ha de abrigar y cuidar bien, y tratarlas con caridad y
ciencia, para que no se le enfermen por incuria, o le den hijos ruines
y entecos, como todos los del abandono y la tristeza» (1946: 952).
127
¿O está aquí?
128
la arbitrariedad y la fuerza son, en última instancia, los fun-
damentos que soportan a Míster Danger o Doña Bárbara en el
ejercicio salvaje de la «Ley del Llano», el intento del abogado
Santos Luzardo por restaurar la racionalidad de lo legal no es
otra cosa que, también en última instancia, «simulacro de le-
gitimidad» (94), por el hecho escriturado en la novela de que
el origen de la propiedad de las tierras reside en el despojo que
Evaristo Luzardo comete (bolivarianamente) contra los “natu-
rales”. Dicho en otras palabras, al mostrar las arbitrariedades
del poder y del saber, Doña Bárbara se encarga de desestabi-
lizar la arrogancia del bárbaro pero también la del civilizado,
como advirtiendo que en este llano-país todos tenemos “pies
de barro”.
129
mostrase González Echeverría en su lectura alegórica, y a pesar
de los reparos de no pocos narradores –Alejo Carpentier o Car-
los Fuentes, entre otros–, novela plenamente moderna (por
más que en 1929 el mundo conociese ya el Ulises de Joyce). No
obstante, hay aspectos que aún no han sido del todo aceptados
ni explorados; por ejemplo, la concreción de personajes, en el
mejor sentido, complejos, duales e inestables en su devenir, y
por lo tanto plenamente modernos. Y pienso en Santos Luzar-
do, pero, aún más, en el personaje que por algo da título a la
novela, Doña Bárbara, y en el proceso que logra hacer de la
«devoradora de hombres» heroína romántica del melodrama
(dicho también en el mejor sentido).
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132
¿Nación transculturada? Cubagua desde
Doña Bárbara62
Yo suelo embriagarme con el sueño del día en que las cosas reales
harán pensar que ¡la Cordillera que se yergue sobre el suelo de Amé-
rica ha sido tallada para ser el pedestal definitivo de esta estatua, pa-
ra ser el ara inmutable de su veneración! (55).
Son las últimas palabras del maestro Próspero, con las que ima-
gina la apoteosis futura de América Latina. La estatua es, por
supuesto, la de su Ariel. Unas páginas atrás, Rodó proveía in-
formación sobre uno de los posibles modelos para su ensoña-
ción latinoamericana: «El sueño del cóndor que Leconte de Lisle
ha descrito con su soberbia majestad, terminando, en olímpico
sosiego, la ascensión poderosa, más arriba de las cumbres de la
Cordillera» (48). Casi una década antes de Ariel (1900), nos
encontramos con otra ensoñación apoteósica, centrada en otra
estatua y otro cóndor; lo que presupone, claro, otra cordillera:
133
ayuntamiento la idea continentalista con la que Martí corona
“Nuestra América” (1891) es algo más que un detalle diferen-
ciador. En vez de la cita a Lisle y el firme asiento en el pedestal
Shakespeare, el Gran Cemí martiano completa no sólo el elogio
de la lengua de los incas o la defensa del vino de plátano, sino,
sobre todo, la crítica de los letrados republicanos –los «aldea-
nos vanidosos», «tigres de adentro»–, cuyos gobiernos dieran
la espalda a los llaneros de la independencia, los campesinos,
indios y negros, los «oprimidos»… con los que el gobernante
ideal habría de hacer «causa común». Para reparar el mal de la
grotesca y dolorosa patria del fin-de-siglo, Martí reclamaba la
solidaridad entre razas y clases, «la caridad de corazón» capaz
de re-unir bincha y toga; nuevas conductas indispensables pa-
ra refundar la utopía de la nación latinoamericana, orientada
ahora por la urgente vuelta a lo natural y a sus naturales, a lo
propio y la tierra, a sus culturas. La particular incitación del tex-
to de Martí resonará hasta hoy (también la de Rodó, por cier-
to), aunque aquí me detendré sólo en la que produjera una vi-
gorosa etapa de la literatura latinoamericana: la del postmoder-
nismo y la vanguardia históricos del primer tercio del s. XX en
Venezuela.
63 Quizás una perfecta bisagra entre dos tipos de viajes del XIX se halla en Una excur-
sión a los indios ranqueles (1870) de Lucio V. Mansilla, en el que la escritura pone en
escena un “cuadro de bifrontismo” escriturado por una autoría doble que supone la si-
multaneidad –por decirlo gruesamente– del constructor y el dandy; o, si se prefiere, que
escenifica el tránsito de una a otra figura.
134
con realidades a la vez ajenas y propias para «descubrir las
fuentes ocultas de la bondad de su tierra y su gente» (Gallegos:
312) o «el secreto de aquello cuyo nombre está olvidado» (Nú-
ñez 1987: 34), reencontrándose así con un “origen” que el le-
trado republicano de la post-emancipación desconociese o desa-
tendiese para mejor cimentar su fracaso. Esos viajes al otro-
propio, darán como resultado la posibilidad de imaginar y fun-
dar en la escritura de sus novelas una nueva mitología para la
nación moderna.
135
sión en las fuentes primigenias» (31), según Rama, aún no del
todo profunda, aún no propiamente «transculturada».
136
2
65 Igual no estará de más, especialmente hoy ante los fans del post- o descolonialismo,
subrayar la divertida ironía que supone el hecho de que la novela venezolana más pro-
funda, formal y políticamente “revolucionaria”, quizás hasta dar con Abrapalabra (1980)
de Luis Britto García, se haya originado en la lectura de un libro colonial (en doble sen-
tido) y que el acercamiento, su aproach a la escritura haya sido confesamente teórico,
en tanto descartó su conocimiento directo de la realidad humana y socio-cultural pro-
tagonista de su escritura (lo que, por lo demás, no desmerece en nada el valor de Cuba-
gua).
137
Cubagua fue un intento de liberación. Hacía tiempo deseaba escri-
bir un libro sin pretensiones, donde los reformistas no tuviesen pues-
to señalado, como lo tenían en la mayor parte de las novelas venezo-
lanas escritas hasta entonces, o no hubiese pesados monólogos de so-
ciología barata […]. Deseaba asimismo darle una sacudida a mi pro-
sa, privada de aire y sentido vital. Me interné de nuevo en la tierra
adentro (169).
138
ra. Su cotejo resultaría en algo cercano a lo que ocurriría si se
confrontase “Nuestra América” de Martí con “Nuestros indios”
de González Prada: la crítica radical del texto previo.
66 Tal radicalidad respecto del mundo occidental/imperial reaparecerá cinco años des-
pués en Mene (1936), la novela mayor sobre la explotación petrolera en Venezuela, de
Ramón Díaz Sánchez (quizás lo más próximo a la narrativa de Núñez en la primera
mitad del s. XX). Junto a su Cumboto (1950), aún esperan que al menos los estudios lo-
cales –mea culpa– reparen su injusto olvido, ya mucho mayor que el sufrido por la na-
rrativa de Enrique Bernardo Núñez.
140
el proyecto civilizatorio, Núñez, ante la muerte que ofrece la ci-
vilización para estas tierras, buscará, en su intento por recupe-
rar lo perdido, revelar el «secreto de aquello cuyo nombre está
olvidado»: «el alma, la vida» (1987: 42), que encontrará me-
diante la «revelación maravillosa». Esta frase es utilizada por
Núñez en su ensayo de interpretación histórica, Una ojeada al
mapa de Venezuela (1939), y allí el secreto será la tierra misma
y la cultura indígena originaria, el mundo del mito, la necesi-
dad de volver íntegramente al origen olvidado, soterrado, pero
vivo para quien esté dispuesto a ver lo oculto y “dejar de ser”. (La
relación de este antecedente con el Alejo Carpentier de El reino
de este mundo y sus palabras explicativas parece inevitable).
141
ducido por el deseo de Nila Cálice y la guiatura de la figura afan-
tasmada de Fray Dionisio. También desde ese momento la na-
rración quedará sujeta a un proceso de extrema desrealización.
Cubagua juega en su superficie con la convención de la novela
realista con notables toques de novela gótica: Leiziaga llega a La
Asunción, desea a Nila Cálice, parte a la vecina isla de Cubagua,
donde se produce el encuentro con Fray Dionisio y, a su regreso,
le tienden una trampa por la que Leiziaga es acusado de robo de
perlas, logrando escapar finalmente de la isla de Margarita. Pe-
ro la “verdadera novela” transcurre, como la “verdadera vida”,
subterráneamente.
67Como la llave del cuento “Viaje a la semilla” de Carpentier. El cubano ha podido leer
durante su estadía en Caracas, la edición de 1947 de Cubagua de la Biblioteca Popular
Venezolana.
142
maestro que lo inicia en el «secreto de la tierra»; Leiziaga pue-
de ser el conde de Lampugnano que diseñase el primer plano
de Cubagua; una estatua de Diana cazadora y la princesa Ero-
comay se funden en la Nila Cálice del presente; el mundo indí-
gena pervive en los astros, el mar, los cardones y los hombres de
las islas que repiten rituales ancestrales; el mundo del conquis-
tador y su jauría de perros/hombres rabiosos es asimilado al de
las compañías petroleras por un cartel que unifica ambos tiem-
pos destructores en torno a la muerte:
144
tran en el reino de lo maravilloso» (47). Si ambos narradores
coinciden en explicar la historia por el predominio de la violen-
cia, Núñez opta por desestimar la conciliación de mundos y por
privilegiar el mundo tenido por bárbaro. Si Gallegos promueve
la conversión de Santos Luzardo en el nuevo patriarca de la na-
ción futura, Núñez “inventa” el gesto de la entrega a Nila Cálice.
Si Gallegos, en Doña Bárbara, se muestra condescendiente an-
te los hábitos, el habla y la poesía populares; Núñez, en Cuba-
gua, “comete” el acto decisivo de asumir y primar narrativamen-
te la perspectiva de la cosmovisión del mito indígena, en este
caso “universalizado”: pues ante todo es naturaleza no exclu-
yente; por eso Mesopotamia, Princeton, Dionisio, el “iniciado”
Leiziaga o Stakelun se integran al relato transculturado).
68 No abundan los estudios detenidos sobre el mito en la novela (algo ya “fuera de mo-
da”). Recuerdo haber leído un muy sugerente análisis de Violeta Urbina Tosta (1986) o
acercamientos como el de Villanova que abordan ese capital asunto en Cubagua. Lo de-
más, como este ejercicio, son sobrevuelos unos más apresurados o formales o perti-
nentes que otros. Para la primera redacción de esta nota, aún no habían sido publicados
dos solventes artículos de 2010 (Duno Gottberg y Bruzual); ejemplos venezolanos de la
crítica postcolonial. Ambos se centran pertinentemente en la calidad anti-imperialista,
«contracolonial» que otras lecturas de la novela habían “suavizado”, si no eludido o eli-
dido. No obstante, quizás la condición “orgánica” de estas lecturas no permita ni ahon-
dar en la versión de Núñez sobre el mito ni plantearse como hipótesis algo como lo que
sugiero: la exclusión por idealización o mixtificación de lo/del “oprimido” (lo “natural”).
146
Bibliografía
147
Políticas de lectura de la fábula y la nación
en Las memorias de Mamá Blanca69
69Texto leído en Mesa “Politics of the Pose from the Venezuelan Entre-Siècle”, parte del
evento 100% Venezuela Second Edition. NYU, Venezuelan Film Festival King Juan Car-
los Center-NYC, 2008. Fue publicada el 8 de mayo de 2020 por Trópico Absoluto. Dis-
ponible en http://tropicoabsoluto.com/?p=3280
148
Por otro, aparejado a lo anterior, el surgimiento de nuevos
posicionamientos o de nuevas respuestas a fórmulas que copa-
ron el siglo. En otras zonas del continente, no es difícil recono-
cer el sintomático desplazamiento del clásico eje civilización vs
barbarie, que derivaría en la desestimación del paradigma “ci-
vilización” para optar por el privilegio de mundos considerados,
si no como obstáculos, complementarios o accesorios: la natura-
leza, cuyo radio de acción se ampliará para abarcar lo natural y
genuino, lo “propio-nuestro” frente a lo “artificial” (Martí o Ur-
baneja Achelpolh), y el arte o la cultura en general (Darío, Rodó
o Díaz Rodríguez). Ambos mundos darían pie a la solicitud de
nuevos misticismos más o menos militantes: desde el “nuestro-
americanismo” vinculado a la tierra –de raíz bellista– hasta la
convocatoria a una suerte de “nación de los espíritus” para con-
trarrestar los efectos de la vulgar y materialista democratiza-
ción reinante. Entre o además de estos nuevos posicionamien-
tos será posible verificar el surgimiento de una basal conciencia
irónica, capaz de reconocer la imposibilidad del ideal –metáfora
blanda del arte o el artista– y de constituir la escritura a partir
de lugares duales o, mejor, indecidibles. La obra de Pedro Emi-
lio Coll o la mencionada novela de Díaz Rodríguez pueden ser
ejemplos anteriores a la narrativa de Julio Garmendia o la ma-
yor expresión que son las novelas de De la Parra.
149
sentación copará la escena: la fórmula populista del mestizaje
cultural de Doña Bárbara de Gallegos, que, sin cuestionar la
primacía del universo de su héroe, Santos Luzardo, esbozará el
gesto simbólico de la apertura y reconciliación con la barbarie
–esto es: lo popular y la naturaleza–, para construir la nación
moderna sobre los cimientos de lo propio, superando así el di-
lema sarmientino y proveyendo de un nuevo paradigma cultu-
ral que resonará en la obra de algunos escritores vanguardistas
(Guillermo Meneses o Ramón Díaz Sánchez, por ejemplo). Me-
nor fortuna tendría entonces una de las más arriesgadas repre-
sentaciones de la época, la que diseñase Enrique Bernardo Nú-
ñez en su novela Cubagua, antecedente de lo que Rama llama-
se «narrativa transculturada», que, ante la amenaza de una nue-
va conquista imperial –la emprendida por las transnacionales
petroleras–, privilegiará de un modo radical el valor de la natu-
raleza y del mito indígena y universal, a la vez residencias de la
nación de los vencidos y único espacio de la vida plena; su com-
pleja circularidad, propia del mito, se llevará por delante nocio-
nes “occidentalistas” centrales: el tiempo progresivo o la identi-
dad.
150
2
151
…may remind us of the genre’s capacity […] to create an inclusive
cultural space for the modern nation […] Las memorias de Mamá
Blanca […] unfolds a bit wider with every page to make room for the
next speaker […] the design she produces is hardly the hegemonic or
pyramidal structure of founding fictions. It is an acknowledgment of
the mutual dependence of every fold on the others. Anything less
would fail to capture the polyphonic airs of a society so admirable for
its complexity (321).
153
4
154
soy muy pica-pleito; cuando se trata de escribir yo misma no me re-
conozco (Parra: 544).
155
5
…la culpa de tan flagrante disparate la tenía Mamá, quien por tem-
peramento de poeta despreciaba la realidad y la sometía sistema-
ticamente a unas leyes arbitrarias y amables que de continuo le dic-
taba su fantasía. Pero la realidad no se sometía nunca. De ahí que
Mamá sembrara a su paso con mano pródiga profusión de errores
que tenían la doble propiedad de ser irremediables y de estar llenos
de gracia (324).
71 Lo que no añade ni quita valor; monofónicos son por igual las novelas de Corín
Tellado y el Quijote. Pasa, además, que, hace unas décadas, se usó mucho, se simplificó
y abusó de Bajtin… y pocos fueron pocos los que lo leyeron
158
do de lo femenino 72); personajes que se reproducirán en el seg-
mento de “modelos” que Teresa de la Parra propusiera en sus
conferencias de 1931: «los jóvenes, el pueblo y sobre todo las
mujeres» (477). Como se dijo, los personajes que representan
la autoridad en Piedra Azul, la institutriz Evelyn y don Juan
Manuel, espinas de la rosa, serán finalmente feminizados, in-
corporados al reino del error; al igual, quizás, que el llanero
Daniel el vaquero, que es más bien, como se verá, personaje-
bisagra. Quienes de ningún modo tendrán cabida en la nación
alternativa de Piedra Azul son aquellas figuras que se han inte-
grado al mundo de la modernidad materialista: Caracas, el nue-
vo dueño de la hacienda –decidido a “urbanizarla”– y la descen-
dencia de Mamá Blanca: sus hijas –caraqueñas y novomun-
distas– y esposos; es decir, lo simbólicamente masculino.
159
Blanca le concede un reino que «no es ni debe ser de este mun-
do», es «confirmación de jerarquía patriarcal colonial» (75).
73 Quisiera decir hoy, 11 años después de la escritura del original que recuerdo clara-
mente que mi insistencia en el trabajo de Garrels obedece, aparte de ser uno de los pri-
meros libros serios dedicados a De la Parra, a que tiene hoy la virtud de ser una muestra
de un eslabón crítico que, desde el feminismo crítico y el estudio-culturalismo acadé-
mico anglosajón, parece anunciar lo que aconteció poco después: la resurrección de lo
que fuese conocido en los años 70 y 80 como “mecanicismo sociológico/ideológico” y su
conversión actual en lecturas post o des-coloniales de gesto judicial más que crítico y de
notable falta de consistencia que campean por varios predios académicos de este s. XXI
fundamentalista. (Quisiera decirlo, pero, en el mejor de los casos, no sería más que uno
de tantos gazapos falseadores de la memoria; en realidad, sólo sería una forja mal inten-
cionada. Sí puedo decir, claro, que así veo mi lectura sobre Garrels desde 2019).
160
Vicente Cochocho, el «piojo sublime», además de peón, es
médico autodidacta, bígamo estoico, pieza clave de cualquier
empresa militar y un respetuoso irrespetuoso de la autoridad
de la hacienda. Conviene no olvidar, algo formal/estructural que
es a la vez necesariamente significativo: la fábula encuentra en
él y en la escena del trapiche su clímax; en ellas se producen los
mayores elogios a la plenitud y sabiduría de lo simple y lo na-
tural, valores medulares de la novela, cimiento y estilo de la casa-
nación alternativa. Luego, desde el capítulo sobre la «república
de las vacas», la novela se precipita hacia la caída y la muerte;
esto es: el ingreso en la historia y el reconocimiento de la impo-
sibilidad de la fábula.
…no hay que respetar demasiado las leyes. Es sabiduría burlarlas con
audacia ante los propios ojos de la autoridad, tan dispuesta siempre
a aceptar cualquier colaboración o complicidad que la desprestigie
(397).
Poco más o menos lo que hace Vicente con las órdenes de don
Juan Manuel (y creo que la novela en su totalidad): una suerte
de vuelta de tuerca del criollo dicho colonial «se acata pero no
se cumple». Vicente Cochocho es el “otro” en la novela; tam-
bién es, sobre todo, una figura. La alianza que la novela propo-
161
ne con el peón es, en última instancia, una proyección del es-
critor, en cierto modo parecida a la fijación que no pocos mo-
dernistas tuvieron con las prostitutas o con Cristo.
163
de generosidad y de verdadero amor o caridad» es expresa, y
las formalizaciones de ambas figuras revelan el exotismo, la
vertical distancia a la que me refiero. El «amor o caridad» que
se le atribuye a lo popular sirve también para caracterizar el
acto de la figuración misma. Por un lado, la mirada caritativa,
aun en la “sublimación” –o por ella–, denuncia la jerarquía;
pero, por otro, tal mirada no es exclusiva de un cristianismo
tradicional, es elemento constituyente, por ejemplo, del discur-
so martiano, especialmente al referirse a las “razas” que inte-
gran su idea de lo popular. Por lo demás, la palabra «ingo-
bernable», atribuida en novela y carta a Vicente Cochocho,
ofrece otras vías a considerar: una, que tiene una inequívoca
connotación positiva en ambos textos; la otra, que, en la carta,
es inmediatamente opuesta a la «civilización simétrica y orde-
nada de los arios», con lo que abre las compuertas al america-
nismo tropicalista y, si se quiere, orientalista de la autora,
expresado por esa «dulzura de vivir» (presente, por decir, algo
en muy posteriores canciones de Vinicius de Moraes o Joao Gil-
berto). Por no hablar de la distancia que marca sin equívoco
De la Parra ante las “políticas” de Gobineau, aún más tomando
en cuenta que el positivismo ha sido considerada ideología ofi-
cial del gomecismo.
165
Conservadora… democrática… ¿y por qué no ambas cosas a la
vez o al menos finalmente algo más matizado o complejo o
dubitativo?74.
74 Ana María Caula (2017) declaraba hace poco esta dificultad para “ubicar” a Teresa de
la Parra, en lo referido a su discurso sobre nación y género: «Estos dos aspectos [...] se
presentan de una forma muy singular en su escritura, sobre todo si comparamos su na-
rrativa con la de otros escritores de su tiempo que también abordan de alguna manera la
misma temática. [...E]stos dos temas se entretejen en su narrativa de una forma en la
que se hace complicado dilucidar si nuestra escritora comparte una posición reaccio-
naria o liberal en cuanto a la inserción de la nación venezolana dentro de un sistema mo-
derno capitalista, o en cuanto al rol de la mujer en la sociedad. En este sentido, el aná-
lisis de las diferentes estrategias utilizadas por la autora para configurar el lugar de su
escritura resulta sumamente interesante, en su manera no explicita de criticar o reac-
cionar en contra de los modelos impuestos, ya que el “decir no diciendo” es una de las
características más relevantes de su estrategia textual» (17-8). Podría adherir sin reserva
hasta aquí. Caula trata, como también lo intentase Garrels, de presentar las escrituras de
De la Parra en toda su complejidad y esquivez, lo que siempre es de agradecer. No
obstante, tal intención no siempre se concreta. Así, De la Parra «puede comunicar pero-
cupaciones de orden socio-económico que parecen ser más liberales, al producir una
novela como Ifigenia [...] al mismo tiempo que produce una obra de tendencia más
clasista y conservadora que nos pinta la vida en una hacienda colonial, de estructura
todavía feudal, como un paraíso perdido» (24). Se refiere a Las memorias…, claro, y ahí
nuestras lecturas difieren. Quizás la ansiedad por ubicar definida o estrictamente lo
estudiado, en pautas tan restrictivas como «reaccionaria o liberal», puede jugar malas
pasadas al buen ánimo de partida de las lecturas en favor de algún tipo más o menos
(in)feliz de “universal”. En este sentido, la lectura de trabajos clásicos –y ya olvidados–
sobre el modernismo latinoamericano de Ángel Rama, Aníbal González o Rafael Gutié-
rrez Girardot, fue central para hacer(me) visibles y procesables emplazamientos ideo-
lógico-discursivos como los de Teresa de la Parra. En su momento, en “Ironía, (auto)-
crítica y descentramiento. Pedro Emilio Coll” (2005), me permitieron pensar en la “dú-
plice” ironía como un lugar ideológico-discursivo per se.
166
ese misticismo, le abrió la puerta a la charlatanería del siglo
pasado?» (en xiv).
[De la Parra] Tal vez escribe para llenar este vacío colocando lo es-
crito en el lugar de la naturaleza perdida. La añoranza de lo natural
está en toda su obra, aunque, por supuesto, no se trata del prover-
bial retorno a la naturaleza del que se burlaba Valery al decir que ca-
da treinta años se la vuelve a descubrir. En eso Teresa de la Parra
está muy cerca de Rousseau; lo que intenta es contemplar a la so-
ciedad desde la naturaleza para deshacer las identificaciones forza-
das que aquélla impone, esa naturaleza “que es profundamente in-
moral, puesto que desdeña las más elementales conveniencias y se
burla a todas horas de los sanos principios sociales” (xi).
167
productivo, en este sentido, conectar (además) la idealización
de Teresa de la Parra con las “vueltas a la semilla”, la invención
de orígenes igualmente idealizados y falsificadores, frecuentes
ya en el fin-de-siglo: la Naturaleza y lo natural, lo indígena en
Martí; la Grecia de Rodó; las series de Martínfierros, Ismaeli-
llos, Tabarés…; o con las fugas escriturales hacia espacios y fi-
guras de un medievalismo raro y excéntrico, ideal o cruel, de
José Antonio Ramos Sucre, quien viese también, como De la
Parra, la historia como mal (Sucre, 1999) –«Yo quisiera estar
entre vacías tinieblas porque el mundo lastima cruelmente mis
sentidos»; «el movimiento, signo molesto de la realidad, respe-
ta mi fantástico asilo»– ; o, en prospectiva, con la familiar rela-
ción exultante –y mi(x)tificadora– de la diferencia criolla y el
señor barroco que habita en Lezama Lima? O, “fugas” al pasa-
do y la naturaleza aparte, ¿cómo no relacionar Las memorias…
con el humor crítico e irónico del mejor Julio Garmendia, el de
La tienda de muñecos?
Por otra parte, así como las lecturas que promueven la ima-
gen de Las memorias de Mamá Blanca como un texto inclusi-
vo y democrático, quizás por sentirse parte de sus «afinidades
espirituales», prefieren suavizar o esquivar los alcances del an-
sia de armonías y correspondencias que recorre la novela o de
las “delicadas” idealizaciones de Piedra Azul o Vicente Co-
chocho, las lecturas de la otra banda parecen olvidar o menos-
preciar instancias que vienen a ser igualmente decisivas. El
«barajar etiquetas» de Las memorias… es, en esta dirección,
un juego muy serio. No es poca cosa en este caso, respecto de
las representaciones masculinistas de la nación, que el centro y
raíz de esta casa alternativa de los espíritus afines, reino de la
escritura que desea borrar la nación real, resida en la cadena
de mujeres antes mencionadas, y que en ella encuentren lugar
protagónico, justamente, los hombres fuera de lugar (y por en-
de, simbólicamente femeninos).
169
que el más sacro de los símbolos patrios para marcar la inútil
arrogancia de su pose militar:
Sí, mi señor don Juan Manuel, tu perdón silencioso era una gran
ofensa, y, para llegar a un acuerdo entre tus seis niñitas y tú, hubie-
ra sido mil veces mejor el que de tiempo en tiempo les manifestaras
tu descontento con palabras y con actitudes violentas. Aquella resig-
nación tuya era como un árbol inmenso que hubieras derrumbado
por sobre los senderos de nuestro corazón. Por eso no te quejes si,
mientras te alejabas bajo el sol, hasta perderte allá entre las verdes
lontananzas del corte de caña, tu silueta lejana, caracoleando en
Caramelo, coronada por el sombrero alón de jipijapa, vista desde el
pretil, no venía a ser más sensible a nuestras almas que la de aquel
Bolívar militar, quien a caballo también, caracoleando como tú so-
bre la puerta cerrada de tu escritorio, desde el centro de su marco de
caoba y bajo el brillo de su espada desnuda, dirigía con arrogancia
todo el día la batalla gloriosa de Carabobo (328).
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172
III
ENSAYO DE CRÍTICA FILOLÓGICO-
POLICIAL75
173
Ø / Verdad e identidad desmanteladas:
escritura, autobiografía y política en El
falso cuaderno de Narciso Espejo76
174
crituras y la sociedad de su época entre las vanguardias de los
años 20 y 60 del s. XX: la escenificación críptica de una ironía
que, efecto del desencanto político, supone la negación de certi-
dumbres e identidades, para postular en cambio la supremacía
(en clave de humildad) de lo literario-filosófico –el tramado de
la trama “puesta en abismo”– como única instancia del recono-
cimiento de las realidades en su inasibilidad. Ironía y/o cele-
bración del artefacto escritural que, si bien podría rastrearse
desde el modernismo78, sólo llegó a instituirse como posición
dominante (más por el costado de la celebración casi religiosa
de la escritura que por el de la ironía), en los años 70 y 80 del
pasado siglo; años de relecturas y revaloraciones de textos y
autores menospreciados o malentendidos y, claro, de la consa-
gración, la “misa” de Guillermo Meneses. Además, he tratado
de mostrar desde el lejano 1983, que el conjunto de la escritura
de Meneses es un privilegiado “objeto de estudio”, pues concen-
tra dos tipologías opuestas de escritor: el comprometido con la
construcción utópica de una nación y un hombre nuevos, y el
melancólico que parodia (seria e irónicamente) sus anteriores
“delirios” políticos y literarios.
175
blicados, que refieren mayormente al conjunto de la narrativa
de Meneses y no se han enfocado en la confrontación de las con-
sideraciones sobre el conjunto en algún texto en particular79. El
falso cuaderno… es, a este efecto –el del (desprestigiado) análi-
sis–, un objeto también excepcional. Además de su retadora
complejidad, pone en escena un tema inédito en el Meneses na-
rrador, a partir del cual es posible un viaje de ida y vuelta al con-
junto de su narrativa: el del juicio del/al escritor, su escritura y
sus dobles o “fantasmas”. (O sus «sombras», corregiría el autor).
79 En un viejo texto público (pero que me negué a publicar como libro por su innecesaria
inflación de páginas), sí me detuve en la mayoría de los textos narrativos de Meneses:
mi tesis doctoral de 1983, que, con suerte, quizás repose en alguna caja en Caracas o al-
gún anaquel de subsuelo en la Universidad Autónoma de Madrid. Lamentaré siempre
no haber sido capaz, tras dos intentos en distintas épocas, de concretar la reescritura,
porque temo que ha sido y será él único libro-libro académico que escriba.
80 La celebración de la Semana del Estudiante en la Universidad Central de Venezuela
desembocó en manifestaciones de calle, a las que se unirían otros sectores sociales des-
contentos. Culminaría con el apresamiento de muchos de sus participantes, destinados a
cumplir condenas en los campos de trabajos forzados de Las Colonias o Palenque y en la
prisión del Castillo de Puerto Cabello. Al respecto, léase entre otros: Gabaldón Márquez;
Acedo de Sucre y Nones Mendoza; Agudo Freites; Caballero; Rivas; Lasarte (2006).
176
vación del pensamiento político y cultural que dominaría el es-
cenario de lo que reste del siglo XX.
pectiva que preside El falso cuaderno de Narciso Espejo (1953), quiero hacerla valer
también para este breve texto de Meneses sobre la generación del 28.
83 Meneses firmaría la carta a favor de los presos políticos unos días antes de graduarse
de bachiller en el colegio jesuita San Ignacio de Loyola. Se cuenta que, al iniciar el trayec-
to hacia Las Colonias, ante la vista de sus familiares, Meneses se arranca medallas y es-
capularios en un gesto desafiante (Machado: 35). Lo ocurrido en 1928 es el primer acto
político del escritor que, especialmente entre 1936 y 1945, compartió el oficio de narra-
dor y periodista con el activismo político. Meneses permanecerá en la prisión del Casti-
llo de Puerto Cabello hasta finales de 1929, tras lo cual ingresa a la carrera de Derecho
en la Universidad Central de Venezuela, participa en la organización del Centro de Estu-
diantes –que pronto será prohibido– y se vincula al grupo de jóvenes vanguardistas del
Grupo Cero de Teoréticos y de la revista Élite, donde publicará sus primeros textos. So-
bre su participación política en los años 30 dirá el líder político Jóvito Villalba: «Par-
ticipó en todos los pasos previos que se dieron para la orientación y organización del mo-
vimiento popular. No actuó en condición de dirigente político. En todo momento era el
intelectual que seguía de cerca los acontecimientos, totalmente ligado a ellos» (en Ma-
chado; 56). Tras la muerte de Gómez en diciembre de 1935 y la apertura del espacio po-
lítico, Meneses se vincula al grupo de intelectuales de la izquierda de entonces que fun-
darían la revista Gaceta de América (1936) e ingresaría al partido socialdemócrata Or-
ganización Venezolana (ORVE), dirigido por Rómulo Betancourt. Meneses vende dos
casas que tenía en Maracay como única herencia y dona el dinero a la organización. En
el manifiesto-programa de ORVE aparece Meneses como miembro de la Junta Directiva
y Secretario de Propaganda. A pesar de la orientación política del partido –«ORVE no es
177
…entre mis temas literarios, jamás ha estado la
generación del 28.
fascista, mucho menos comunista», rezaba una de sus consignas–, Meneses aparece en
la memoria policial del régimen de López Contreras: el Libro Rojo de 1937, en el que es
denunciado «por la cooperación “constante y persistente” en la preparación de mítines
del PRP y de ORVE» (Machado: 63). A finales de 1936 aparece como miembro del Co-
mité Central del Partido Democrático Nacional (PDN), coalición del PRP y ORVE; aun-
que poco tiempo Meneses se distancie. Las causas del alejamiento son desconocidas in-
cluso para amigos cercanos de la época –Juan Liscano, por ejemplo, con quien fundase
entonces la revista Cubagua–. Armas Alfonzo especula sobre una posible «rivalidad lite-
raria» con Rómulo Gallegos e Inocente Palacios (64); pero me atrevería a añadir la posi-
bilidad de una primera desavenencia con Rómulo Betancourt, de quien se deslinda cla-
ramente en los tempranos 40 y que podría pensarse como el referente histórico del polí-
tico demagogo que Meneses construye con verdadera (y poco lograda) saña en La misa
de Arlequín (1962). Ya durante la presidencia de Isaías Medina Angarita (1941-45) –uno
de los más interesantes períodos de la historia política nacional, aun a pesar de ser una
continuación del “legado” gomecista–, Meneses retorna al activismo político: ingresa al
medinista Partido Democrático Venezolano (PDV), participa como orador en algún mi-
tin y firma, en 1944, una carta de apoyo de artistas e intelectuales a la gestión guberna-
mental. Serán los años de mayor presencia “orgánica” de Meneses en los espacios de la
opinión pública. En sus columnas de los diarios Ahora, El Nacional y El Tiempo, con-
centrará su energía intelectual. Junto a temas literarios o culturales y acercamientos al
mundo cotidiano caraqueño –ladrones, empleados, deportistas–, el tema destacado será
la política, y en él marca su postura antifascista, anti-imperialista y de defensa del go-
bierno frente a sus enemigos principales –el lopezcontrerismo y lo que dio origen por
esos años de Acción Democrática–. Entre títulos como “Acusación contra Franco”, “Mu-
ssolini”, “Comienzan los cambios”, “Democracia”, “La reacción”, “Respaldo a la política
del gobierno”, destaco otro, especialmente por la pregunta inicial de la presente pes-
quisa: “La generación estudiantil de 1928 respalda al gobierno” (El Tiempo, 12-10-1944).
178
tulos “El Acto de la Protesta” y “El Gesto de la Medalla” –que re-
fieren autobiográficamente a los sucesos políticos del 28 – cie-
rran la falsa autobiografía de Narciso Espejo escrita por Juan
Ruiz84? ¿Es asunto baladí, de simple especulación? Aun si lo fue-
ra, podría pensarse que del mismo modo que Meneses quiso me-
nospreciar el valor de los sucesos del 28 y de su generación –en
la que se reconocería con orgullo hasta 1944–, es probable que
su (falsa) negación de la presencia del “tema” en su narrativa
forme parte de los juegos irónicos de distanciamiento que trata
de establecer la novela misma. Especulación… pero –menesiana,
inútilmente– intentaré aquí sostener al menos su verosimilitud.
queda introspectiva de José Vargas, tensionado por su rechazo al mundo de los amos del
mundo de Santocristo, que ha impregnado con su decadencia y violencia al conjunto de
sus habitantes, y el llamado interior de «la voz y la vida de los que no tienen nombre»,
los “vencidos”, podría pensarse, por ejemplo, en relación con algunos textos narrativos
de José María Arguedas.
179
No deja de ser paradójico que, cuando la escritura deses-
tima su funcionalidad social más allá de las fronteras de la fic-
ción es el momento en que el motivo político adquiere presen-
cia, a pesar de su enmascaramiento. En El falso cuaderno…, el
elemento político-autobiográfico está ahí, como un cabo suel-
to, demasiado visible, inquietante por su obviedad. ¿No será al
menos verosímil pensar que dicha presencia ocurre –con iro-
nía, si no con sarcasmo– justamente en función de marcar su
radical in-diferencia, su in-significancia?
La historia de Narciso podría ser la del intelectual que vive las pe-
ripecias de su vida y tiene la oportunidad de mirar en el espejo su
propia frustración.
Podría ser también la de cualquier estudiante del 28 (108).
180
no pareció o no quiso entender cabalmente la novela –quizás
porque Meneses se desempeñase a la sazón como empleado con-
sular de la Venezuela perezjimenista en París87–, además de se-
ñalar la desigualdad estilística entre sus dos partes y verla co-
mo «novela trivial, demasiado trivial», «novela introspectiva»
que no calza los puntos de sus modelos –el Hesse de Demian o
Narciso y Goldomundo y Julio Garmendia (¿por “El difunto
yo”?)–, Márquez Rodríguez hace especial énfasis en el capítulo
del “Acto de la Protesta”:
181
ya aliviado la versión definitiva de “detalles” innecesarios, vale
la pena citar el pasaje en extenso, pues da cuenta clara de la ba-
se del juego ambiguo que intencionalmente desde entonces es-
tablecerá el autor respecto del asunto autobiográfico-político,
como queriendo simultáneamente borrar y llamar la atención:
182
instante. Juan Ruiz tiene la culpa de que esa página haya sido es-
crita (188-9)89.
89 Habría que añadir que, en los manuscritos, el Tirano es además nombrado: Gómez.
Pero aún hay otro elemento menor en los manuscritos que confirma –¿vagamente?– la
presencia de lo autobiográfico. En el cuaderno apócrifo, aquí de Alfredo Espejo, este
falso Alfredo dice: «Si le preguntaran de dónde viene diría que nació bajo el signo de
Sagitario y que una flecha lanzada por el brazo del Centauro apenas dice la dirección de
su vida» (245). Es el mismo signo zodiacal bajo el cual nace Meneses. En la narrativa
anterior a 1945, Meneses recurrirá al Sagitario-Centauro al final de El mestizo José Var-
gas, personaje que podría pensarse como proyección ideal de aquel escritor. El recurso
de asignar algún aspecto autobiográfico a uno de sus personajes se repetirá también, por
ejemplo, en “Tardío regreso a través del espejo”, a partir de José Prados el poeta-comer-
ciante (¿qué podría asociarse al Meneses escritor-diplomático?).
183
Bien sé que alguno de los que lean mi historia se asombrará de las
muchas falsedades que contiene. [...] Pero nadie conoce mejor [¿que
yo?...] cuándo una mentira es más auténtica que la verdad. El refle-
jo, inteligentemente preparado, puede ser más valioso que la verdad.
Más valiosa aún, la presencia entrevista de lo que se quiere ocultar
(1991: 29; cursivas mías).
90 Por no hablar de las implicaciones que ello tiene en el proceso de la narrativa vene-
zolana y continental por su crítica a las convenciones de los realismos, o su desconstruc-
ción del tema de la identidad y la verdad a favor la duda y el enigma; operaciones, por lo
demás, caras también a Onetti desde El pozo (1939).
184
tasmagóricas sobre símbolos de la nación –por cierto, vene-
zolanos– de La invención de Morel de Bioy Casares91.
91Por lo demás, poco antes de la aparición de El falso cuaderno…, cuya edición coincide
–irónicamente– con los 25 años de los sucesos del 28, al menos dos novelas vene-
zolanas, escritas por protagonistas de aquella generación y de la narrativa del “realismo
rosado” de los años 30, alimento del mito de la “épica” generación del 28: el Antonio
Arráiz de Puros hombres y el Nelson Himiob de La carretera, parecen querer enmendar
paródicamente sus propias planas: Todas las luces conducían a la sombra (1947) de
Himiob y Todos iban desorientados (1951) de Arráiz. Coinciden ambas en entregar una
visión desencantada y anti-épica de la célebre generación, opuesta a la que se infiere de
las visiones al borde de la ingenuidad de sus propias novelas anteriores. En una direc-
ción cercana, y aunque no llevasen a la ficción el tema o motivo político, llama la aten-
ción el cambio que, a partir de 1945, puede verificarse en la escritura de varios com-
pañeros de generación de Meneses. El más apreciable es el que ocurre en uno de los
críticos y narradores políticamente más radicales de los años 30: José Fabbiani Ruiz que
tras su melodramática novela-panfleto Mar de leva, lo más cercano en la narrativa ve-
nezolana a las obras más militantes de Jorge Amado, publica La dolida infancia de Pe-
rucho González (1946), cuyas primeras líneas –la confesión de un amargado protago-
nista– resonarán en varios de los personajes de La mujer, el as de oros y la luna (1948)
de Meneses. Igualmente, textos como “Agonía en el fondo” (1946) de Carlos Eduardo
Frías o la novela Dinamarca, solamente una pensión (1952) de Felipe Massiani, distan
mucho de lo que estos autores publicasen en los años 30.
185
sencanto, la amargura, el exilio –cuando «la posibilidad de ser
héroes se ha terminado»– y, a la vez, el de las reescrituras.
92La “literatura de ficción”, entre 1941 y 1945, los años del gobierno medinista, mientras
conoce el auge de la escritura periodística en Meneses, entrega como publicación El
mestizo José Vargas (que podría leerse algo teleológicamente como novela de forma-
ción del intelectual comprometido), El marido de Nieves Mármol (la primera incursión
de Meneses en la dramaturgia, género preferido por muchos escritores-políticos a lo
186
tir del primer texto –menor; si no pobre– publicado después del
45: “Nicolás Parucho es un hombre amargado”93.
187
dad que nada tiene que envidiar a la de sus contrincantes» y
añade una frase: «Es fácil seguir un proceso que culminará con
el viaje a Bogotá» (72), pues la irrupción del “proceso revolu-
cionario” de octubre del 45 supondrá para el escritor: «Prime-
ra gran amargura… Destierro voluntario… Desilusión del país
político» (78). Alfredo Armas Alfonzo, en una nota de 1983,
contaba que el derrocamiento de Medina «pareció lastimar al-
guna llaga de la que Meneses nunca se curó». Y dice el testimo-
nio de su esposa de entonces, Sofía Imber:
95Según la misma Sofía Imber, tras la caída de Medina, Meneses le escribe a Plinio Men-
doza Neira, quien le consigue trabajo como jefe de redacción en el semanario cultural
Sábado de Bogotá (Machado: 80). Sin embargo, al no conseguir allí buen ambiente, el
autoexilio durará poco; en unos meses se encuentra de vuelta en Caracas, trabaja –junto
a Alejo Carpentier– para la empresa de publicidad ARS, de su correligionario Carlos
Eduardo Frías. Tras la caída de Rómulo Gallegos, al poco tiempo de ser electo, por un
golpe dirigido por Carlos Delgado Chalbaud, militar afecto a Medina, Meneses, como
otros medinistas, de algún modo celebra el hecho. En 1949, antes del asesinato de Del-
gado Chalbaud y de la toma del control político por Pérez Jiménez, gracias a un fraude
electoral en 1952, Meneses acepta un cargo diplomático como segundo secretario de la
Embajada en París, a pesar de que está muy por debajo de sus expectativas y mereci-
mientos (87 y ss.). Aunque es conocido su apoyo a los artistas disidentes en el exilio,
Meneses trabajará para la diplomacia de la dictadura en París hasta 1956 y luego en
Bruselas hasta la caída del régimen en 1958.
96 Ello no ocurrirá de inmediato; incluso inicialmente Meneses apuesta por una cierta
188
estos días”, publicado en El Nacional (22-5-1946), define des-
de su primera frase el signo de esta otra actitud: «Nos ha toca-
do vivir una amarga época». Y esto ya es novedad, pero aún de
mayor interés, en el estreno de esta visión apocalíptica, será, a
partir de su valoración del proceso político, la presencia de un
principio luego capital en textos como “La mano…” y El falso
cuaderno…: el de la indiferencia de los opuestos, aunado a un
viejo motivo narrativo, el “disfraz”, que empieza ahora a refun-
cionalizarse al modo “Cambalache”:
hay que llegar a un estado de conciencia que mantenga fielmente la posibilidad de la vi-
da nacional con la menor dosis de resentimiento o menosprecio». Unos meses después,
como se apreciará de inmediato, dejará de esperar comprensión y concordia de los
“triunfadores”.
189
éste es menos rico que el anterior, aunque incluye un ingre-
diente semántico-simbólico que será central en la novela de
1953: la condición enmascarada de la palabra para significar lo
falso, la mentira. En compensación… se nombra abiertamente
la fecha de la “herida” originaria:
97 Y por cierto que sólo será a partir de 1949 cuando cambiará, una vez instalado en
París, la índole de las notas periodísticas sobre la literatura no venezolana; otro de los
temas frecuentes en Meneses. Si antes predominó el comentario de clásicos hispanoame-
ricanos –Martí, Darío, Machado o Jiménez– y sobre autores europeos “comprometidos”
–Gorki o Gide, por ejemplo–, a partir de entonces tendrá cabida abrumadora el registro
de autores de otro tipo: Huxley, Proust, Joyce, Mann, Yourcenar, Queneau, Michaux,
Sartre, Camus… y en general el espíritu en que se gestará poco después el movimiento
de la “nueva novela” y la “hora del lector”. Si bien este cambio de “lecturas” no incidirá
en las transformaciones de la narrativa, que, de hecho, pueden verificarse desde 1946
(es decir: tres años antes), sí es altamente probable que formasen parte del laboratorio
formal en que se cocinarían sus textos técnicamente más complejos y sofisticados: “La
mano junto al muro” y El falso cuaderno de Narciso Espejo.
190
Desde luego sería una trasnochada y estrecha ingenuidad
plantear que cambios políticos puntuales propicien o incluso de-
terminen cambios literarios. Pero qué hacer si en algunos ca-
sos, como para mí el de Meneses, ocurre de ese modo: dema-
siadas evidencias apuntan en esa dirección. Ello no afecta cali-
dades o alcances; sólo el apartado de las explicaciones. En este
caso, supone pensar que El falso cuaderno de Narciso Espejo,
si bien finalmente y ante todo, es la gran crítica narrativa de la
segunda mitad del siglo XX a las ideas de verdad e identidad
en favor de la duda y el absurdo vital (en lo filosófico), o a la
precariedad de las convenciones realistas (en lo estético), esa
crítica tiene como origen de la representación otra crítica: la de
la “éxitosa” generación del 28 y, acaso sobre todo, la autocríti-
ca de Meneses, desde 1946, respecto de los primeros tiempos
de su actividad pública y literaria, a los que considerará, a pe-
sar del reconocimiento, del éxito conquistado, con sistemática
distancia, irónica o sarcástica.
191
/1948– median 6 años; tiempo en que, según esa crítica, el au-
tor recapacita y reconoce el impasse que supone su novela del
42. Dicho impasse, adquiriría la forma de un obstáculo formal,
pues la narrativa de Meneses «corría el riesgo de terminar en
una suerte de neomodernismo pasado por la vanguardia», en
«un decorativismo y una estilización» valleinclanesca (Lisca-
no: 85); y ante todo suponía el agotamiento de una ideología
artística:
192
de más recordar que Alfredo ocupa justamente el nombre de
Narciso Espejo en el manuscrito que no conoció la imprenta en
su momento). Tildado de «comunista» por los agentes del po-
der local, poeta soñador y justiciero enfrentado a la corrupción
política que llega a manipularlo y entramparlo, Alfredo decide
alejarse de la órbita de los Mármol y volver a sus orígenes a la
orilla del mar, para reencontrarse consigo y reconstruir, casi
desde la pureza, su vínculo interior con el pueblo, como él, víc-
tima de las intrigas y ansias del poder de los amos, y del que se
siente parte y representante. «La voz de los ancianos» (los ven-
cidos), que acompaña como avío principal a José Vargas en su
ida de Santocristo hacia la capital, es ahora directamente «el
pueblo», que le marca la senda de la conciencia justa y es idea de
promesa democrática. (Y no hallo la menor marca de distancia
por parte del autor-dramaturgo; por el contrario, lo pienso, in-
sisto, como su proyección ideal).
193
que puede enorgullecer a aquellos que actualmente guían los des-
tinos del país. Nadie puede negar que quienes forman filas al lado
del Presidente de la República respetan la voluntad popular y dejan
libre el derecho ciudadano de expresión del pensamiento. [...] Pero,
no debemos ni queremos ocultar que en ciertas privilegiadas posi-
ciones, han quedado representantes de anteriores gobiernos dicta-
toriales y despóticos, a quienes una incomprensible condescenden-
cia del Primer Magistrado permite atentar, en la medida de su po-
der, contra las garantías ciudadanas y, lo que tal vez resulte más
grave, manejar los tesoros públicos como si fueran de su propiedad
particular (1944: 27)99.
194
(1998), da cuenta de la existencia de un manuscrito previo in-
concluso, en el que se acentúa incluso el rechazo narrativo de
“los blancos”).
100La fascinación por los personajes que han perdido el hilo de sus vidas se continuará
en otros textos de diversas maneras. Es el caso de la locura en la pequeña escena dra-
mática “La cita de la señora” (publicada originalmente bajo el título “Diálogo del bar y
del cocktel. La cita de la señora” en El Farol, IX, n° 107, Caracas, abril, 1948). También
del delirio que se adueña del personaje en un relato mucho más acabado, al que poca o
nula atención se ha prestado: “Alias, el rey”, y que tiene el interés adicional de ser un
cuento en el que el protagonista es un delincuente, pero “construido” de un modo que
dista mucho de la intención pedagógica y la postura paternalista que presidía la repre-
sentación del personaje marginal en Meneses hasta muy pocos años antes.
195
Pero será en otros textos de La mujer…, “El Duque” y “Un
destino cumplido”101, donde Meneses logrará una primera con-
creción narrativa de su «[n]os ha tocado vivir una amarga épo-
ca». Si algo unifica esos textos es la presencia de un eje común:
el balance vital en el que se confiesa la fragilidad del sueño y lo
inexplicable e inmotivado de la caída, como pisando ya el terre-
no de Juan Ruiz en El falso cuaderno de Narciso Espejo. Sin-
tomáticamente, ambos protagonistas, Federico Montesdeoca y
Julio Alvarado, han sido o son escritores o letrados que en el
presente se regodean cínicamente en su fracaso. Con estos tex-
tos hará pico inicial el Meneses “amargo”.
196
gos dedos y chupar, lentamente, las volutas azules del humo»
(id.); la asunción orgullosa de vivir al margen de todo: “Mi pro-
fesión es la de pedigüeño. Altísima honra» (104). Lejos queda
cualquier intento de explicación en términos de drama social;
lo único que asoma para dar cuenta del trocamiento de la pro-
mesa en deseo de suicidio es el lacónico: «tragedia hay en la tra-
gedia de todos los días» (id.)102. Para el personaje, el exilio de
la vida es, de alguna manera, una salida más auténtica que la
que han elegido “los otros”, sus antiguos amigos y compañeros,
lo que él mismo hubiera podido llegar a ser:
102La idea del destino-balance como absurdo o miseria vital se concretará en la novela
del 53 en la imagen de la “nube amarilla»; y su aparición dará curso y paso al suicidio de
Juan Ruiz.
197
quecen, que engordan, que nos hacen pequeños) [...]. Se desconoce,
a veces. Sabe que, a veces, la figura dibujada en el cristal de los re-
cuerdos es disfraz, que el gesto registrado en la inocente fotografía
del vidrio azogado es fingimiento, mueca, apresurada seña cuyo sig-
nificado apenas puede comprender el observador de las viejas apa-
riciones. Se desconoce, a veces. Pretende creer que, a más de las
imágenes recordadas, hay otro YO permanente, vivo a través de los
disfraces [...], un YO que une con invisibles lazos las figuras del cris-
tal y los inquisitivos ojos del que observa. El hombre quiere decir es-
ta verdad, buscar el YO auténtico y echarlo sobre sus espaldas y po-
nerlo a hablar [...] junto al inútil montón de sus disfraces y de sus
gestos falsos. Listo ya para la Muerte (112).
103 Si se piensa en una novela como Campeones (1939), donde los motivos del disfraz y
el espejo tienen cierta centralidad, puede apreciarse cómo, desde el 46, Meneses se pa-
rodia a sí mismo. En la novela del 39, el espejo aparece brevemente, cuando uno de los
“campeones”, el boxeador, contempla su nuevo “disfraz”: el de la promesa de ser un con-
quistador. El disfraz, además de significarse en el abandono de valores genuinos por la
busca de dinero y mujeres, del éxito fácil, tiene espacio destacado en la escena final del
carnaval, cuando Teodoro Guillén –¿en la cima de su degradación (para un escritor del
nacionalismo viril casi de izquierda)?– se disfraza de mujer para matar a Luciano Guán-
chez. Pero lo que más interesa marcar es que la presencia de ambos motivos responde a
una visión en la que los límites de lo falso y lo genuino están claramente delimitados. A
partir de “Un destino cumplido”, hasta llegar a su máxima elaboración en El falso cua-
derno..., las fronteras de la verdad y la mentira se disuelven. El disfraz es la forma ine-
vitable de toda presunta identidad.
198
distinción–» (1993: 157), con lo que el complejo y delicado edi-
ficio de espejos y de disfraces/verdades se deshace como cas-
tillo de naipes.
104La frase pertenece a “El duque” (1998: 102) y reaparecerá al menos cuatro veces en El
falso cuaderno..., ya entonces casi convertida en metáfora de la trampa que es la novela
y, aún más, en principio orientador de la escritura. Una de ellas ocurre en el “Docu-
mento B. Explicación de Narciso”, asociada a la indecidibilidad y confusión entre verdad
y mentira que, de hecho, sustenta la totalidad de la novela: «presumo que en el texto ha
podido haber falsificaciones o, más aún, que lo que poseo es una copia del documento
primitivo en el cual se ha interpolado multitud de datos falsos, acaso por picardía y lige-
reza, acaso por perversa intención» (1993: 29). La segunda, a propósito del carácter sar-
cástico del padre de Narciso (64). La tercera, relacionada con la búsqueda del «oscuro
mundo» en “El acto del burdel” (88). La última ocurre hacia el final de la novela, en la
“Tacha del Documento C. Crítica del Cuaderno Apócrifo”, la réplica de Narciso, en la que
éste repite la frase para afirmar que las “mixtificaciones” que pudiera contener el falso
cuaderno de Juan Ruiz «fueron cometidas sin perversa intención» (149; cursivas mías),
con lo que la «perversa intención» pasa a insertarse en un nivel mayor de equívocos y
pide (¿a gritos mudos?) ser leída de otra manera.
199
En relación con esto, el otro aspecto que introduce “Un des-
tino cumplido” es la visualización de Julio Alvarado de su pro-
pia vida como espectáculo teatral105. Puesto que la vida con-
templada ante el espejo mortal es simple sucesión de disfraces
empeñados en enmascarar su fracaso, la forma de dar cuenta
de ella es la propia de las ferias o las farsas, como un modo –hoy
gastado– de acentuar la misma condición del disfraz. Algo de
eso había ya en los desplantes confesionales de Federico Mon-
tesdeoca, pero más relevante será aún, en tanto forma, en la
alucinante farsa detectivesca de “La mano junto al muro” y en
la escritura de la vida de Narciso Espejo, presentada como actos
y gestos, y en el absurdo aparato escénico de corte investigati-
vo-judicial –legajos, expedientes– que construyen el “no exis-
tente” Narciso Espejo, José Vargas y Pérez Ponte para despres-
tigiar la puesta en escena, el disfraz narrativo de Juan Ruiz al
pretender asumir la identidad de un “otro”; identidad final-
mente constituida por el vacío.
200
belesado individuo que espera que la vida venga a ponerle en
las manos los frutos» (1993: 22; cursivas mías)106.
tos como Campeones o “Borrachera”, sea quien genera la ensoñación: «Todo [...] se de-
bía a su nacimiento; a la dolorosa, encendida pasión que lo guiaba mientras existió su
madre» (1998: 111), dice el narrador de “Un destino cumplido”; y más claramente en “El
duque” se establece la posibilidad de pensar en términos de una progenie fatal: «Acaso
las sentimentales actitudes de la madre, soñadora aldeana, observadora de los atarde-
ceres, se repetían en el muchacho» (102). Quizás valga recordar que en los textos de los
30’ la madre funcionaba, aunque de modo “inquietante” (figura edípica, en “Adolescen-
cia” y “Borrachera”), como vínculo humano que unía a la tierra, elemento que era en el
primer Meneses punto de partida y llegada territorial-simbólico del proyecto nacionalista.
108 Como he dicho, el cambio de paradigma estético es notable y brusco en este Meneses
que escribe tras la Revolución de Octubre del 45. Si hasta entonces podía pensarse bue-
201
hay que añadir otros aspectos capitales, de cara a El falso cua-
derno…, que se anuncian en otro de los relatos recogidos en La
mujer, el as de oros y la luna, y que Meneses publicase en la
prensa entre “El duque” y “Un destino cumplido”: “Tardío re-
greso a través del espejo”109, que quizás congregue la mayor can-
tidad de elementos y líneas que luego alimentarán el diseño de
la novela del 53.
na parte de su anterior producción como variantes que se desprenden del modelo galle-
guiano –por más que en nuestro autor predomine lo urbano y estilísticamente asuma
elementos provenientes de la vanguardia–, este otro Meneses debe ser considerado pio-
nero de la literatura existencialista en Venezuela, y los cuentos de La mujer… encon-
trarían lugar al lado de los primeros libros de un joven narrador, Andrés Mariño Pala-
cio: El límite del hastío (1946) y, especialmente, Los alegres deshauciados (1948). La
relación de esta suerte de “galería de noctámbulos intelectuales” fue señalada ya por Ju-
lio Miranda (177). A partir de aquí, también, la “conexión latinoamericana” de Meneses
habrá que hacerla, por ejemplo, con el Onetti de El pozo o La vida breve. Pocos años
después, la complejidad estructural de El falso cuaderno de Narciso Espejo hará pensar
en textos posteriores al de Meneses como Para una tumba sin nombre del propio Onetti
o “El perseguidor” de Cortázar. Fuera de América Latina, añadiría una novela también
posterior a la de Meneses: La caída de Albert Camus. Aunque resulte grueso, la razón
del cambio de paradigma estético habría que pensarlo como secuela de un profundo
cambio vital que experimenta el escritor –ilusiones perdidas, desencantamientos ...–. Y si
se piensa en lecturas, si bien Meneses comenzará sus reseñas periodísticas sobre el exis-
tencialismo francés tras la publicación de su volumen de cuentos del 48, éstas se inten-
sificarán una vez que el autor se residencie en París. Esas lecturas, incluyendo lo que
será el caldo de cultivo que conduzca al movimiento del nouveau roman –posterior a
“La mano junto al muro” y El falso cuaderno…, como ya señalara Gustavo Guerrero
(86)–, así como su intenso contacto con las nuevas corrientes de la plástica, es más que
probable que hayan contribuido a la maduración de sus obras formalmente más comple-
jas y logradas. No obstante el embrión y los primeros pasos, insisto, hay que buscarlo en
el trienio 1945-1948, que es de lo que se trata aquí respecto de la “génesis” de El falso
cuaderno de Narciso Espejo.
109 El Nacional, 26 de enero, 1947. Mi “irrespeto” por la cronología – dado que este relato
fue publicado antes del menor “Un destino cumplido”–, si bien no afecta en nada al de-
sarrollo de mi hipótesis, responde a pura conveniencia interna del relato que construyo.
202
del rito en el espejo, está hundido en poesía y devuelve sus miradas
desde la imagen dormida entre las sombras, como Narciso que vuel-
ca en sí su amor. Saber que en aquel mundo –viva muerte, miste-
riosa verdad– la vida toma a veces profundidad de vida y la imagen,
a veces, se convierte en adorno sombrío que miente tras sus rasgos
la belleza dormida. Saber que es un espejo la poesía (1998: 151).
…lo que podría separar una cosa de otra en el mundo del tiempo se-
ría, apenas, una delgada lámina de humana intención, matiz que el
hombre inventa; porque al fin, lo que ha de morir es todo uno y sólo
se diferencia de lo eterno.
203
rencia –lo que supone, en otro sentido, la anulación de la iden-
tidad–, se focalizará en la construcción del personaje como do-
ble, incluso en este relato como “doble al cuadrado”. Dicha ope-
ración se emplazará sobre una clara autocrítica que Meneses
acometerá contra lo que fue su proyecto narrativo inicial: el de-
sencanto respecto de su exitoso nacionalismo literario. La figu-
ra del naipe, «del cual miran los otros casi siempre la cara don-
de está dibujado un simple y atildado jeroglífico que oculta el
verdadero valor de la tarjeta» (1998: 151), permitirá establecer
el juego de los espejos identitarios, la inutilidad de la diferen-
cia en la narración. Así, la imagen inicial de José Prados, la
externa, pública, será la del éxito en su doble papel de comer-
ciante y poeta. El relato se propondrá otra vez como balance
vital, como confesión de la verdad oculta, y la confesión partirá
del reconocimiento del disfraz y lo errático: «José Prados pien-
sa que los símbolos del juego sirvieron también de espejo men-
tiroso en el cual no había sombra ni luz ni misterio» (152).
…el poeta no cree ya en lo que antes tuvo como su verdad [...] en las
armoniosas expresiones de su poesía se ha ido deslizando, hasta do-
minar todo sentido, cierto frío elemento de cálculo, cierta helada téc-
nica asqueante. Lo que fuera monstruosa capacidad de hundirse en
el cristal del lago que tuvo entre sus manos, se ha cambiado en uso
mecánico de fórmulas, en precioso jugueteo palabrero (154).
204
gos remiten sin duda a los personajes del primer Meneses: la
india Guadalupe Rodríguez en quien engendra a quien será su
hijo, el «sargentillo» Rodríguez. En cambio, lo que oculta la ba-
raja es la realidad interior de José Prados –¿como Narciso que
piensa en (y acaso es finalmente) el “compañero desapareci-
do», Juan Ruiz?–, que funciona –sin distanciamiento irónico–
como una versión más de las confesiones de Federico Montes-
deoca y Julio Alvarado:
205
con su padre en que «está enfermo» (170). El relato se cierra
circularmente con la promesa de «la sombra de un poema»,
que, como «una serpiente que se muerde la cola», conecta con
el inicio del relato: “Tardío regreso a través del espejo” y la sub-
siguiente confesión de desencanto.
110Por cierto, soy consciente de que en este capítulo, a diferencia de algún otro, hago
valer más la primera publicación en la prensa que como su posterior edición como libro:
“La mano junto al muro” y no La mano junto al muro. La razón es que aquí lo cito por
otra edición (1998). Por simple consistencia formal del capítulo, lo mismo hago aquí con
“La balandra…” en vez de La balandra… Pido disculpas a quien moleste.
206
“Tardío regreso...”–: la de la forma como problema; desde lue-
go, uno de los más señalados atractivos de El falso cuaderno…
Este capítulo central para el Meneses del tiempo de las rees-
crituras, de hecho, podría ser puesto en diálogo paródico con el
mencionado “La balandra Isabel llegó esta tarde” (1934)111, pa-
ra modificar el relato inicial al punto del desmantelamiento, de
tal modo que de él sólo quedan trazas difusas: la prostituta Es-
peranza asume ahora el sintomático apodo-disfraz de Bull Shit
(en su sentido de “mentira” o “patraña”); el marinero Segundo,
que ahora se multiplica y disuelve en la abstracta figura de Dutch
y/o en los presuntos implicados en el crimen ¿irrelevante? y/o
en cualquiera... y poco más.
111 Ambos fueron, por razones casi opuestas, los que despertaron mayor polémica tras su
publicación (cfr. Achúgar y Lasarte, 1992).
112 Una similar estrategia desconstructiva y paródica del género, próxima en la idea de la
207
La noche porteña se desgarró en relámpagos, en fogonazos. Voces
de miedo y de pasión alzaron su llama hacia las estrellas. Un chillido
(«¡naciste hoy!») tembló en el aire caliente mientras la mano de la
mujer se sostuvo sobre el muro. Ascendía el escándalo sobre el cielo
del trópico cuando el hombre dijo (o pensó): «Hay aquí un camino de
historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se muer-
de la cola. Falta saber si fueron tres los marineros. Tal vez soy yo el
que parecía un verde lagarto; pero ¿cómo hay dos gorras en el espe-
jo del cuarto de Bull Shit?... La vida de ella podría pescarse en ese
espejo... O su muerte...» (cursivas mías).
208
pauta: el relato policial como empresa “sisífica” que recomien-
za una y otra vez, uróboros, «camino de historias que se enro-
lla sobre sí mismo, como la serpiente que se muerde la cola»
(1998: 174); es decir: circularidad, eterno retorno, nada exis-
tencial... Y otra: la entrega caótica de fragmentos dudosos por
efecto de los límites que supone el movimiento (cinético) del es-
pejo móvil del cuarto de Bull Shit, que:
209
ellos pueda ser incluso el narrador mismo, que, en su aparente
diversidad, confluya en la figura de Dutch, a su vez disperso o di-
suelto casi en cualquier otro: «cambiaba de oficio: fue marino,
chofer, oficinista. (O era que todos –choferes, oficinistas o mari-
nos– le llamaban Bull Shit y ella llamaba a todos Dutch)» (178).
Aunque expuesta y registrada en algunos cursos míos postgrado y una invitación que me
hiciese Carmen Vincenti para exclusivamente exponer esa operación de “La mano…” (y
sus alcances, claro, de cara a su interés, la metaficcionalidad y sus alrededores), aún de-
bo ese seguimiento en alguna próxima publicación. No obstante, cualquier lector dado a
lo lúdico-policial y algo ducho en el manejo de lo ambiguo, puede hacerlo por mí con
sólo un registro pormenorizado de las menciones del detective y los marineros en la
narración, y un mínimo de adecuado pensamiento relacional y deductivo.
114 Hay, además, un notorio pasaje de “La mano junto al muro” que resulta especial-
210
ro”, sin “humos” pero no sólo repleto sino saturado de espejos
ahora no físicos sino verbales: repeticiones, duplicaciones, pro-
yecciones…, resonará el inútil y capital juego esquivo de la ver-
dad y la mentira en el falso testimonio del cuaderno apócrifo, y
aún más, el absurdo ejercicio de Narciso y sus amigos que con-
siste en demostrar la falsedad del falso cuaderno escrito por
Juan Ruiz, al tiempo que reconocen tanto el componente de ver-
dad que éste contiene como el hecho de que Juan Ruiz advirtió
desde sus primeras líneas su falsedad. Escrituras que arman el
simulacro de construir identidades para minarlas, demolerlas,
desde el mismo inicio de su puesta en escena. En “La mano…”
como en El falso cuaderno… resultante en un exquisito y com-
plejo humor serio, único hasta entonces en la literatura vene-
zolana, y comparable a los de algunos textos de Onetti y mu-
chos de Borges.
10
211
ver desde la forma narrativa su estética del desencanto, trasva-
sado ahora al aliento mayor de la novela. La excesiva discursi-
vidad confesional –si no amarga– sobre el fracaso o el deseo de
muerte que declarará a partir de 1946, es “tramada” en el juego
de los espejos para construir el cuestionamiento de las nocio-
nes de verdad e identidad (léase: diferencia). Será también el
momento en que se potencie la posibilidad de que Meneses pa-
rodie explícitamente a Meneses: desconstruir su autorretrato;
reescribir con nombre y apellido algunos de los personajes de
su primera narrativa. Las dos partes en que se divide la novela
son el ropaje mayor de una intertextualidad paródica que se
extenderá a otras instancias y figuras que, en la re-escritura,
pondrán en cuestión aspectos centrales de la vida y la obra de
Meneses hasta 1945.
A1
116Una coincidencia quiso hacer plástica para la posteridad su significación como novela
emblemática de la segunda mitad del s. XX: en 1953 El falso cuaderno de Narciso Es-
pejo de Guillermo Meneses ganaba el premio de novela Arístides Rojas, sobre Una briz-
na de paja en el viento de Rómulo Gallegos. Gustavo Guerrero quiso con razón ver en
ello el «[s]igno de un relevo generacional y de un cambio profundo en la orientación de
nuestra literatura, el triunfo de Meneses permite medir la distancia recorrida y pareciera
darle un sentido a su itinerario: llevar a la narrativa venezolana desde la crisis del pro-
yecto regionalista hasta la conciencia crítica de la ficción contemporánea» (91). Cabe
añadir que también el triunfo de Meneses fue una pequeña revancha generacional res-
pecto de otro premio –el de la revista Life en los 40– en el que una novela de Juan Car-
los Onetti era superada en la consideración del jurado por El mundo es ancho y ajeno de
Ciro Alegría. (Era también la inversión completa de la imagen en el espejo: la mejor no-
vela de Alegría vs. una de las peores de Onetti / la peor novela de Gallegos vs. la mejor
de Meneses). En otro sentido, entre innumerables valoraciones de Meneses y su novela,
quiero rescatar dos: la que hiciera Salvador Garmendia: «la lectura del Falso cuaderno
tuvo que actuar en mí al menos como un estimulante poderoso para escribir Los peque-
ños seres [...] [H]ay una aproximación evidente de atmósferas, de ambientes decaídos y
oscuros, de personajes a veces desenfocados o esquivos que intentan rehacerse palpán-
dose a sí mismos con una persistencia maniática» (“Escritores enjuician la obra de Me-
neses”, 1971); y el evidente gran homenaje que rendiría un grupo de escritores –José Bal-
za, Carlos Noguera, Jorge Nunes…– al agruparse en la revista Falso Cuaderno (1976).
212
veer una información objetiva y establecer la verdad para dic-
tar sentencia sobre un hecho presuntamente delictivo: la con-
dición falsa de la biografía de Narciso Espejo. De hecho, la
representación y preservación de la identidad de Narciso Espe-
jo es lo que está en juego; sólo que la instancia autorial mon-
tará esta compleja arquitectura de discursos con la final inten-
ción de evitar y destruir las soluciones de la convención.
213
Y ahora a Narciso:
Yo hubiera preferido que Juan mintiera de una vez [...] (lo cual se-
ría atacable directamente, como la tacha de un documento ante los
tribunales) y que no escudara su responsabilidad…
Hechas estas consideraciones sobre el cuaderno… (150).
…cuando hago las rectificaciones que el asunto merece, no pongo en
ello interés distinto al que todo hombre tiene por la verdad.
El cuaderno –quiero dejar constancia de ello… (151).
Puedo asegurar –jurar si es necesario… (152).
Otro ejemplo de falsedad notoria… (154).
Yo argumenté que Juan… (156).
117Este procedimiento irónico por medio del cual el propio discurso se encarga de des-
estabilizar el sentido que pretende fijar, y donde el lector debe leer lo opuesto o “en-
treleer” lo que dice el personaje-narrador, hasta dónde sé o recuerdo, se encuentra por
primera vez en la narrativa venezolana en “El cuento ficticio” de Julio Garmendia, 25
años antes de la novela de Meneses.
215
Pero no quiero pasar a otra cosa sin volver al comienzo de
este sub-apartado. Páginas atrás dije que Vargas, Pérez Ponte y
Espejo, los “exitosos”, eran «finalmente (o de entrada) “inhabi-
litados” por el implícito enunciador de la narración», pues se
revelaban nada menos que como los editores del cuaderno apó-
crifo de Juan Ruiz y de la novela toda: el orden, los títulos, to-
do escrito. Es si cabe, el guiño más o menos ambiguo o defini-
tivo de la escritura. Si un lector-juez tomase a pie juntillas la
índole judicial de la novela, repararía de inmediato no sólo en
el hecho de que el acusador-fiscal es presunta víctima, lo que
bastaría de por sí para descalificar la veracidad de todo discur-
so fiscalizador y el juicio mismo. Además, confiesa (no explíci-
tamente, mas sí por “meridiana” inferencia) la posibilidad de
que el testimonio de la falsa biografía de Juan Ruiz haya podi-
do ser intervenida, manipulada por los editores del orden y con-
tenido de todo el juicio-escritura, con el agravante de que, ade-
más, ha muerto. Y de hecho lo confiesa.
216
mo Perico de los Palotes– es el de cualquier «otro nombre sin
especial distinción».
A2
118He asomado dos antecedentes, en los años 20’, de esta operación en la tradición na-
rrativa venezolana: “El cuento ficticio” de Julio Garmendia y la «siega funesta» de la es-
critora de la “Advertencia” de Las memorias… de Teresa de la Parra. Ambas más “lúdi-
cas” o “amables” que la más “dramática” de Meneses, pero no apostaría por la falta de
sentido trágico de partida que creo hermana las tres piezas.
217
tud de experiencias y el conocimiento de su amigo de infancia
–cuando aún sus caminos no se han bifurcado–, asume su voz
y pretende escribir la autobiografía de Narciso Espejo, y tanto
el autor como el narrador desestabilizarán de cabo a rabo la em-
presa de la escritura: la construcción de una identidad. El Nar-
ciso narrador del cuaderno empezará por expresar su descon-
fianza por la forma elegida (contradictoriamente, claro):
119En su libro de ensayos, cuyo título coincide con el de la edición de Ayacucho Espejos
y disfraces (1967), Meneses dirá algo similar respecto de la condición ambigua –verdad
y mentira– que tienen los recuerdos en la novela «Nada de ir a buscar los recuerdos y
con ellos el tiempo, nada de ir a buscar los sub-recuerdos y con ellos el fondo oscuro del
yo; nada de colocarse en actitud de sabios que descubren. Lo que se quiere es algo seme-
jante a la contradicción que supondría la unión de la inocencia y la desconfianza» (1981:
457). Antes, en los manuscritos de El falso cuaderno…, ya Meneses haría explícita la ine-
vitabilidad de la «desconfianza» en la mentira que supone todo recuerdo: «De lo que se
trata –a fin de cuentas– es de fabricar ciertas apariencias que puedan pasar por recuer-
dos. Tal es la obra de Alfredo. Resulta evidente que una gran dosis de mentira interven-
drá en esa imitación, no porque él haya deseado falsear la realidad, sino porque la mate-
ria de la cual dispone es tan delicada e inconsistente que apenas si puede considerársela
como posible» (1993: 243).
218
cargarán de confirmar esa condición sea por el énfasis en la
teatralización para designar los hitos-capítulos de la autobio-
grafía120, sea por reiteradas marcas de distancia –irónica o no–121
que apuntan a la idea de que la identidad se construye como
sucesión de disfraces, como farsa.
le parecía sospechosamente teñida de falsedad» (68); «Era enemigo del Tirano. Un hé-
roe» (94); «mi callado papel de héroe» (95). Adicionalmente, estos hitos de la ¿tragico-
media? de la identidad serán mediados, de principio a fin, por la marcada distancia del
narrador al señalar el artificio de la representación de la experiencia en la escritura: «El
niño que mi imaginación inventa…» (36); «Es posible hacer nuevas teorías sobre los
acontecimientos de entonces. El hombre maduro que vuelve la cabeza y saluda la silueta
del adolescente puede fabricar estas teorías» (93). O al valorarla irónica y distanciada-
mente: «Conmovedora la escena. Graciosa en su dibujo melancólico» (96).
219
novela en su conjunto –autor implícito, enunciador básico o…
Meneses II (sea real o teórica entelequia de autor)– introduzca
fisuras, sugerencias, que le permiten al lector-juez pensar esta
escritura, que se ofrece como alternativa, opuesta a los «velos
de la imaginación» y a la confesión de lo falso, más bien como
un nuevo e indiferenciable disfraz. Así, por ejemplo, en el “Do-
cumento E. Segundo Reportaje sobre la Nube Amarilla”, José
Vargas, uno de los escritores-organizadores de la segunda par-
te de la novela, desde la redacción del diario Mañana, piensa
sobre el quehacer de uno de los reporteros a su cargo –¿él mis-
mo?–:
122 Por cierto que el texto de Joyce será una muestra de simultánea muestra de home-
naje y parodia, pues si el “retrato” de Narciso Espejo es un claro homenaje a la novela de
Joyce, los elementos desestabilizadores que se señalaron antes apuntan a la imposibili-
dad de celebrar –ironizando– el encuentro del artista con su vocación de juventud. (Cla-
ro, aquí Meneses, más que pensar en Joyce, piensa en sí mismo).
123 En la segunda parte, en el “Documento F. Información sobre José Vargas y la Pensión
de Doña Rosita”, escrito por Vargas, Pérez Ponte y Espejo, hay una confirmación de la
consistencia del misterio (palabra que, como “disfraz” o “espejo”, es capital para este Me-
neses): «El misterio de Narciso Espejo estaba en la voluntad de no tener otro misterio
que los caminos inventados por su cerebro» (117); por lo demás, de la misma índole que
«los velos de mi imaginación» con los que Juan Ruiz caracteriza lo más real y “consis-
tente” de su experiencia vital.
124 Curiosamente esta misma cita se encuentra en Los pasos perdidos de Alejo Carpen-
221
La misma se inscribe en el “Primer Reportaje sobre la Nube
Amarilla” –escrito presumiblemente por José Vargas– y a pro-
pósito de Lola Ortiz: «La que fuera airosa columna había caído
en ese campo donde se marcaba la huella de la soledad» (id.). La
“ruina” que es Lola, obviamente asociada a la Nube Amarilla –la
caída, el crepúsculo, no sólo físicos–, no se diferenciará sustan-
cialmente de Juan Ruiz, José Vargas, Pérez Ponte, pero tampo-
co finalmente de Narciso Espejo y, de rebote, su pareja femeni-
na, compañera del éxito: la Luminosa, mujer de Narciso.
algo que no resulta disonante en absoluto respecto de la explicación que hace Freud del
narcisismo, para quien se manifiesta como un amor volcado sobre un ego ideal que tiene
dos caras, la individual y la social: «además de su cara individual, este ideal tiene una
cara social; es también el ideal de familia, clase o nación» (410; trad. mía). Inclusive ser-
viría para respaldar la lectura (cínica) de Narciso como héroe de la generación del 28.
222
fica). El procedimiento del escritor que toma la máscara de un
clásico se repetirá en La misa de Arlequín, cuando el escritor
se haga llamar Arlequín, Garcilaso o Dante. Tanto allí como en
El falso cuaderno… podría leerse el recurso a ese disfraz, como
homenaje a un clásico, pero también como distancia irónica y
paródica de sí mismo y del ejercicio, si es que no para marcar
la inevitabilidad del estereotipo, significante de forma y sentí-
do, suerte de inescapable conjunto vacío: Ø127.
127 En “«Clasicismo» y revolución en Jorge Luis Borges”, Rafael Gutiérrez Girardot apun-
taba una serie de rasgos que, sin entrar de mi parte en cotejos de “valor”, resultan parti-
cularmente productivos para pensar una novela como El falso cuaderno de Narciso Es-
pejo. A saber: su mención del juego de «momentáneas identidades» y máscaras, o de la
historia resuelta en «variaciones de unas pocas metáforas»; el logro de soluciones estéti-
cas a problemas filosóficos; el «escepticismo esencial» que renuncia a toda búsqueda de
verdad (61-63); la proximidad a Nietzsche y Schopenhauer o a Valéry en sus ideas de lo
clásico; la apuesta por el efecto de un «ethos de la “modestia”» (68); o la caracterización
que Gutiérrez Girardot hace de Borges como un «clásico-moderno» a partir de una idea
medular: la búsqueda de «la suprema impersonalidad, la anonimidad» (71). Huelgan
comentarios sobre la pertinencia para mí lectura de tan rotunda y compacta descripción.
128 Respecto de este personaje y este relato, posteriores al 45, el narrador del cuaderno
apócrifo abre una inequívoca y llamativa rendija sobre la condición autobiográfica del
cuaderno respecto del Meneses histórico cuando señala: “Como un recuerdo escribí la
historia de Juan de Dios mucho más tarde y me parece, a un tiempo, la concreción del
mundo de la peste y algo más” (60).
223
da del primer Meneses. No obstante, de partida la narración,
autobiográfica en más de un plano, ha marcado distancia:
Pero resulta más decisiva aún, tanto por ser quizás pro-
yección ideal del primer Meneses, como por su rol de perso-
naje y coeditor de lo novelado en El falso cuaderno…, la rea-
parición –«una vuelta más»– de José Vargas, ahora convertido
en hombre maduro, Jefe de Redacción del diario Mañana (ti-
tulo que juega con el amanecer del final de la novela del 42). La
primera mención de Vargas, en la presunta voz del Juan Ruiz es-
critor de la autobiografía de Narciso, en “Explicación de Juan
Ruiz”, es rotunda, casi brutal: «En esto me parezco a otro ami-
go –José Vargas– contra el cual, además, guardo definidos ren-
cores, por actos que no tengo por qué relatar aquí» (22; cur-
sivas mías). Juicio impiadoso y decidor, si se acepta el juego de
leer en diálogo las dos novelas –por eso no tiene por qué (ni pue-
de, en cierto sentido) relatarlo–, y si se acepta la posibilidad de
que tanto el José Vargas del 42 como Juan Ruiz sean disfraces,
autorretratos –ideales y/o cínicos– del propio Meneses. (En es-
te sentido, sólo le faltaría decir a Juan Ruiz, lo que el «hombre
que decía discursos» en “La Mano…”: «el amigo que colecciona
antigüedades soy yo»).
224
en La mujer, el as de oros y la luna: la caída de la promesa y la
crítica de la ensoñación. Si el José Vargas del 42 era el depo-
sitario de un proyecto vital que tenía por norte transformar la
nación, sostenido por el compromiso con las «cosas sencillas y
útiles», «puras», con «la voz y la vida de los que no tienen nom-
bre», el Vargas de El falso cuaderno… está ya más que insta-
lado en Caracas, pero el paso del tiempo ha hecho que su “nor-
te” sea el que ha cambiado: «la idea más exacta de la riqueza,
del poder, de la libertad, era para José Vargas un enorme salón
solitario y silencioso. No encontrar a nadie, no mirar a nadie,
no escuchar a nadie» (129). Como si fuese un Eladio Linacero ve-
nezolano, la nostalgia, el fracaso y la soledad son otros de los
rasgos marcados: «no me acosté con nadie. Mi única amante
fue la madrugada. Me gusta caminar cuando estoy borracho»
(141); y con ello se acerca inevitablemente a Juan Ruiz. El pa-
saje –una conversación entre Ruiz y Vargas– se completa con
una confesión en principio desconcertante y descontextualiza-
da que quiero destacar en espacio diferenciado:
129Esta idea, no sin la acusación de temeridad o falta de cientificismo por parte de algún
lector y aunque nunca se me ocurrió verla o usarla así antes de la presente revisión, po-
225
derno de Narciso Espejo como un extenso monólogo ficciona-
lizado y enmascarado, confesional y autobiográfico, de Mene-
ses consigo y sobre sí mismo130.
11
dría ser un soporte más para lo que pocas páginas atrás sostenía sobre el enigma de “La
mano junto al muro”: la posibilidad no sólo de que fuesen dos o tres los marineros, sino
uno o ninguno, y de que finalmente el asunto de la cifra, como el de la identidad, fuese
irrelevante.
130 Esto coincidiría llamativamente con lo que el propio Meneses afirmase sobre su no-
vela del 53: «Sobre El falso cuaderno de Narciso Espejo lo primero que se me ocurre de-
cir es que fue la solución de un problema que era necesario literariamente: hacer desa-
parecer el personaje, que uno no sepa cuál es el personaje, cuál es el protagonista [...]. Es
un poco como en una novela policial, sólo que aquí no se trata de buscar al asesino, sino
de esconder al personaje»: exactamente el planteamiento de base explicitado por la na-
rración del relato (anti-)policial “La mano junto al muro”: «Falta saber si fueron tres los
marineros». Sin rigor, en un juego abierto por esta borgiana escritura menesiana, es co-
sa de cambiar “personaje” por “autor”. Es un fragmento de una entrevista que José Bal-
za hiciera a Meneses, referida a la vez en una entrevista radial que la periodista Raquel
Arias le hiciera a Balza en Radio Nacional de Venezuela. Ella me facilitó la cinta en 1982,
mientras escribía mi tesis doctoral sobre Meneses; de ahí transcribí el fragmento. La
cinta la devolví o la extravié en alguna de tantas mudanzas… La fuente de la cita proba-
blemente no exista ya. Sería cosa sólo (pues dudo que exista registro grabado de los pro-
gramas emitidos por RNV de 1982) de convocar como testigos a los mencionados (Balza,
Arias, a quienes no pienso molestar por esta razón) y fiarlo todo a sus eventuales ar-
chivos o a sus memorias 38 años después. Mucho más fácil resulta que el lector con-
sidere el contenido de esta nota como apócrifa, pura especulación o invención. De lo que
sí existe evidencia es de la tesis doctoral de donde extraigo la cita, pero igualmente ello
no serviría para probar la existencia de la fuente ni la veracidad del pasaje… si es que
fuese relevante. A mí, me basta como tal evidencia.
131 Algo de interés principalmente filológico-genético y en lo que tampoco había repara-
do hasta esta revisión: hay que contar con que antes de la publicación de El falso cua-
derno de Narciso Espejo, pero sobre todo antes de ganar el más importante concurso de
cuentos en Venezuela, el de El Nacional de 1951, y la publicación de “La mano junto al
muro” –primero en El Nacional (el 5 de agosto de 1951) y luego como libro/cuaderno–,
pudiese ocurrir que la novela hubiese podido tener, si no un primer “cierre” (pues el ma-
nuscrito mencionado aparece con fecha de diciembre 1951), cuando menos un avance
significativo. Como para “encastrar” ambos textos con mayor confianza y comodidad.
226
nimo de Narciso Espejo. [...] No es cierto. El autor de las «aclarato-
rias al cuaderno» está vivo. Mi nombre, Julio Folgar (1993: 274).
227
vandera. Es una descalificación parecida a la que Meneses so-
mete a su primer personaje literario: Juan del Cine (1930).
Julio y Juan, al igual que los personajes populares de “La ba-
landra Isabel…” a Campeones son sometidos a juicio por la na-
rración y hallados moralmente culpables por ser presas de la
ensoñación: canciones de radio, alcohol, literatura, promesa de
triunfo, deseo de ser otro…
El adolescente podía decir, acaso, que aquello era una ofrenda a los
genios de la nación venezolana. El hombre que esto escribe duda, con
melancólica sonrisa, y deja su duda escrita, con tristeza cierta (97).
228
lico» y «tristeza cierta», toda vez que, como afirmaba Me-
neses posteriormente, en el capítulo “El tiempo perdido y des-
menuzado” de Espejos y disfraces (1967) «la posibilidad de ser
héroes se ha terminado» (1981: 437)132.
132Meneses menciona la frase de pasada. Íntegra, dice: «Ha sucedido, pongamos por
ejemplo, que en determinados momentos la posibilidad de ser héroes se ha terminado».
Ni en el mejor de los casos tiene el relieve que me ha convenido darle aquí desde el epí-
grafe. Licencia o manipulación aparte, espero no haber traicionado por ello el “espíritu”
de sus últimos años y textos.
229
En cierta forma, lo opuesto al gesto (finalmente enmasca-
rado e irónico, vano) de Narciso Espejo (o José Vargas y Pérez
Ponte) en su pretensión de fijar y preservar la entidad de su
identidad. Todo un ejercicio o lección de humildad, para lo cual
ha decidido asumir sus disfraces. La cara oculta de la baraja que
es Juan Ruiz y la visible, Narciso, para que ambas al final se di-
suelvan en el misterio del yo. Juan Ruiz repite de algún modo
el personaje preferido por Meneses desde Federico Montesdeo-
ca. Narciso es el modelo ideal y el éxito social. Como José Para-
dos y el primer Meneses. Su matrimonio con la Luminosa es
parte de ese éxito. (Y desde luego no está de más recordar algo
medular de cara a mi argumentación: que los intelectuales que
apoyaron a Medina hasta el 45 eran conocidos como el “ala
luminosa del PDV”). El autor de la novela le da la palabra final
a “Narciso-Meneses” (como sugería Liscano), el héroe del 28,
para mostrar la inutilidad de la empresa de preservar su yo, su
identidad; para exponer la fragilidad de la frontera que lo se-
para de Juan Ruiz o de cualquier “otro nombre sin especial dis-
tinción”, pues todos son finalmente pasto de los estragos de la
“nube amarilla”, que es como decir, del desencantamiento co-
mo efecto rotundo e inevitable del paso del tiempo o, acaso so-
bre todo, del vendaval de la historia.
230
menor problema en pensar, tambien o sobre todo, El falso cua-
derno… como novela existencialista; antinovela judicial; novela
de la desconfianza; del misterio; de la negación del yo, la ver-
dad, la identidad; postnovela… pues puede tener otras repercu-
siones a los fines de otros intereses (genetistas, sí, pero tam-
bién fundamentales para conocer las redes de generación de
posicionamientos artístico-culturales).
231
resa en cambio, sí, marcar, además de las intertextualidades o
“préstamos”, aun si ellos no han ocurrido de facto, lo que Ti-
nianov llamaba hace 93 años «hechos de convergencia» (100):
menciones, reformulaciones, correspondencias y cruzamientos
que permiten establecer los hilos de una trama por la que un
texto o un autor encuentra su contexto más pleno y sanguíneo.
12/Finale
Bibliografía
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Adriana Hidalgo Editora. Catálogo. Nathalie Sarraute: Retrato de un des-
conocido http://adrianahidalgoeditora.com/web/libro/148/ Visto el 29-05-2019.
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de abril.
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