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José Rafael Pocaterra Guillermo Meneses

Ramón Díaz Sánchez Enrique Bernardo


Núñez Miguel Otero Silva Arturo Uslar
Pietri Teresa de la Parra Julio Garmendia
Gustavo Díaz Solís Antonia Palacios
Oswaldo Trejo Alfredo Armas Alfonzo

Adriano González León Luis Britto García


Denzil Romero Francisco Herrera Luque
Ana Teresa Torres Salvador Garmendia
Ednodio Quintero José Balza Humberto
Mata Victoria De Stefano (y contestatarios)

Fco. Javier Lasarte Valcárcel

DELA(u)TOR - 1
(republicación)

1
Fco. Javier Lasarte Valcárcel

NARRATIVA VENEZOLANA
DEL SIGLO XX:
IDENTIDAD/FABULACIÓN
(Paisaje sin Gallegos)

DELA(u)TOR - 1
https://delautorjavierlasartev.blogspot.com/2020/04/de
lautor-ediciones-sin-fines-de-lucro.html

[Antes ESTO-NO-ES-UN-LIBRO (necesariamente)]

2
Edición original: “Identidad y fabulación. Narrativa venezolana del s.
XX”, en: Historia de la literatura hispanoamericana, T. III. Trinidad
Barrera, coord. Madrid: Cátedra, 2008, pp. 319-3371.
1ª edición en pdf de Esto-no-es-un-libro (necesariamente): 2019.
1ª edición en pdf DELA(u)TOR2, revisada: 2020.

Se prohíbe la venta o comercialización de este PDF, de fines


exclusivamente didácticos. De libre y gratuita difusión y reproducción.

Esta edición ha sido posible gracias a la generosa autorización


de quien detenta los derechos sobre el texto: Editorial Cátedra
(solidaria, en especial, con los lectores residentes en Venezuela
que no hayan podido tener acceso a la edición original por
vergonzosas razones de sobra conocidas).

1
Existe una 2ª edición (2019), que no contiene los cambios de esta edición digital.
2El cambio del nombre de este proyecto editorial sin fines de lucro obedece (irresponsa-
blemente de mi parte) a la reciente verificación en internet de lo sobresaturada que se
halla la fórmula “Esto no es”, hecha célebre por Magritte hace unos 90 años, aplicada ya
a casi cualquier cosa (serie, canción de amor, película de terror..), además del decisivo
agravante de que en youtube existen no menos de 3 entradas de “Esto no es un libro” de
años recientes y distintos autores. Disculpe el lector.

3
Por qué este librillo

Entre mis trabajos quizás sea éste el más dolorosamente


desconocido, sobre todo porque supuso mi mayor reto hasta
hoy. Fruto de un encargo para una prestigiosa edición y edito-
rial, fue asumido con total temor y gusto hacia 2005. Historia o
no de la narrativa venezolana del s. XX –para mí: ensayo histo-
riográfico– fue pensado como alternativa a lo existente sobre el
tema para entonces.
En los tempranos 80, el Prof. José Santos Urriola, suerte de
tutor espontáneo, me obsequió, desde su afecto y sabiduría lla-
nera, una conseja que recuerdo como sellada por hierro can-
dente: “no basta con poner un huevo; también hay que caca-
rearlo”. Por los tiempos que corrieron poco después, el dicho
fue, además, clarividente. Pero mi desatención de su consejo
sólo creció en la medida que constataba que, era mucho más
importante el “cacareo” que cualquier “huevo”. No obstante,
mi aversión a las R.R.P.P. no exime de responsabilidad a los
especialistas en narrativa venezolana, por su desconocimiento
o silencio en torno a este texto, más allá de su logro o pobreza.
Por lo demás, el norte de una crítica-crítica, ya entelequia, fan-
tasma en este siglo XXI, ganado al galope por el pensamiento
cómodo y narcisista, fue parte central de mi formación y la
añoro en grado sumo. El dolor, como en el valsecito peruano,
proviene menos del “odio” que del olvido.
En última instancia, lo que le dará sentido a esta edición es
que el texto pueda ser de alguna utilidad para el lector. De no
ser así, el olvido y su peste harían justicia. El texto, hoy, está
fuera de lugar respecto de la academia dominante, como lo es-
taba ya al finalizar su escritura en 2007, pues se vive “ante la
ley” de la misma academia, ahora más burocratizada, previsi-
ble e inocua. Pero lo “dominante” no es el todo ni es eterno.
4
Narrativa venezolana del siglo XX:
Identidad/fabulación
(Paisaje sin Gallegos)3

en memoria de Salvador Garmendia

Tiene sus clásicos América […]. Pero en las reco-


pilaciones […] andan confundidos […] otros que no
lo son, aun cuando puedan poseer indiscutible va-
lor casero. […] Al mundo no debemos mostrar can-
teras y sillares, sino a ser posible, edificios.
El fárrago, el fárrago es el que nos mata.

Alfonso Reyes, “Valor de la literatura


hispanoamericana”, 1941.

3 La editora del volumen me encargó este trabajo con la indicación expresa de que no in-
corporase a Rómulo Gallegos, pues sería objeto de una entrada independiente. Quizás
no esté de más decir que, para mí, Gallegos ocupa lugar privilegiado en la narrativa lati-
noamericana de cualquier época; algo que apenas podría decirse también de Teresa de
la Parra y muy pocos más. Obviamente ello hace que el texto ofrezca una cierta “incomo-
didad”. (Podría aducir que el principal personaje de Las lanzas coloradas –Bolívar– só-
lo es mencionado 3 o 4 veces en la novela de Uslar Pietri… pero aquí la ausencia no res-
pondió, como en la novela, a un lúcido recurso intencional). Con razón, el lector podrá
demandar por qué no se aprovechó esta ocasión para mejorar y completar el texto. Sólo
puedo decir que no era mi momento de hacerlo. Pido al lector que lo considere docu-
mento hecho público en 2008, apenas retocado en este 2019. Esta versión, salvo leves
modificaciones, se mantiene fiel a su formulación original (quizás por pensarlo en su
momento como texto para un público no sólo especializado). El índice, la dedicatoria, el
epígrafe, las notas al pie o los subtítulos de “Años 60…” no existen en las ediciones im-
presas. A la versión que puse a circular en octubre-noviembre, para su incorporación
actual al blog, le he hecho cambios muy menores: esta especie de portada, la corrección
de una entrada en la bibliografía (Kohut), mínimos ajustes formales al voleo…

5
Índice

Ante la modernización ..………………………………. 7


Nación y fábula …………………………………………….. 10
“Indirecciones” del medio-siglo …….…………… 21
Años 60, 70 y algo más ……..………………………... 30
1 Otras historias …………………………………………....... 30

2 Dos o tres fantásticas …………..………………………. 38

3 (…) la nada y la verdad .………..……………………. 43

4 Contestatarios (…) ……………………….………………. 49

Bibliografía ………………………………………………..….. 52

6
Ante la modernización

Aunque el perfil de una narrativa moderna, por el desarro-


llo de una acendrada conciencia de la forma artística y por la
crítica de los nuevos sujetos sociales dominadores de la escena
urbana –del recién llegado rey burgués a la bohemia de aires
cosmopolitas–, encontrase ya su forma inicial en el modernis-
mo vario de Díaz Rodríguez, Coll, Urbaneja Achelpohl o Blanco
Fombona, fueron las generaciones posteriores de postmoder-
nistas y vanguardistas las que instalaron el hecho de narrar en
tesituras que atravesarían, transformándose, la mayor parte
del siglo.

La renovación de la narrativa posterior al modernismo se


manifestó en la voluntad común de desarrollar lenguajes artís-
ticos diferenciados de las retóricas precedentes. Dicha volun-
tad se reflejaría de distintas maneras, incluso antes de la irrup-
ción algo tardía de la vanguardia en 1928, sea en las distancias
que empezaran a marcar respecto del modernismo narradores
como Rómulo Gallegos y José Rafael Pocaterra, en una novela
paródica del criollismo de Urbaneja Achelpohl como Después
de Ayacucho (1920) de Enrique Bernardo Núñez, en los prime-
ros relatos publicados en la prensa de Julio Garmendia o en
una novela como Ifigenia (1924) de Teresa de la Parra.

Asimismo, la renovación postmodernista se manifestaría en


dos direcciones, definidoras de las políticas básicas de la escri-
tura narrativa, explicitadas en las polémicas que, al promediar
los 30, trabaran los vanguardistas desde revistas como Élite,
Arquero, El Ingenioso Hidalgo y Gaceta de América. La discu-
sión se conformó en torno a la defensa de la autonomía del

7
campo literario, enfrentada a la del compromiso de la escritura
con el cambio de la vida social de la nación, tendencia que se
impuso, al menos hasta poco antes del medio siglo. No obstan-
te, el cuerpo previo de narradores de entreguerras, quizás el
más vigoroso de toda la historia de la narrativa venezolana, dio
cuenta ya antes de diferencias sustanciales en el interior del
proceso de renovación narrativa. Nacionalistas agentes de dis-
tintas manifestaciones del populismo4 literario o del realismo
crítico, nostálgicos o celebrantes de la superior realidad alter-
nativa de la ficción disputaron, pues, desde espacios públicos o
desde sus márgenes, el predominio del mundo cultural.

Pero más allá de diferencias, la narrativa posterior al mo-


dernismo se muestra como una unidad, no sólo por explorar
nuevas fórmulas expresivas, sino como activa respuesta a lo
que se vivió como cambio irrevocable: el proceso moderniza-
dor. La Caracas de los años 20 y 30, que Aquiles Nazoa llamase
irónicamente «la París de un piso», conocería a la vez de nue-
vas formas tecnológicas de la vida social y cultural –la radio o
el cinematógrafo–, las manifestaciones callejeras de estudian-
tes y trabajadores, los efectos dinamizadores de la explotación
y comercialización petrolera o la transformación del rostro hu-
mano de la ciudad con la incorporación progresiva de nuevos
sujetos sociales, entre los que sería cada vez más relevante la
figura del inmigrante proveniente de áreas rurales y semiru-
rales, destinado en su mayoría a nutrir la masa de los margina-
dos urbanos.

La respuesta expresaría un espíritu sólido y abiertamente


«disconformista»5, con contadas excepciones, como la de los

4 Al menos desde 1983, vengo usando los términos “populismo” o “populista” en un sen-
tido descriptivo y no valorativo. A estas alturas, se ha impuesto –incluso en el mundo
académico– su uso en su sentido peyorativo, equivalente a “demagogia”. Aunque resulte
un anacronismo temerario, me resisto a desistir del uso que tendrá en nombre de lo que
aún creo descriptivamente adecuado y pertinente. Salvo que se advierta otra cosa, reto-
mo el uso que se le diera en las ciencias sociales de los años 70 y 80 del siglo pasado
(Gellner, Ionescu, Laclau), de mi parte sobre todo no en referencia a “momentos” o “mo-
vimientos” político-sociales, sino a esos discursos ideológicamente heterogéneos, casi
siempre nacionalistas, que apelan al pueblo, a lo popular como fuente y norte de toda
legitimidad.
5 El término lo emplea José Luis Romero en su indispensable Latinoamérica: las

ciudades y las ideas (1976) a propósito de las viejas y nuevas respuestas de intelectuales

8
peregrinos textos futuristas del único número de Válvula en
1928. Incluso autores, en apariencia distanciados de la inme-
diatez socio-política, responden a la moderna «realidad circun-
dante» como ineludible punto de partida para abordar el dis-
curso de la ficción narrativa. Así, Teresa de la Parra opondrá la
vida «ingenua y feliz» del mundo histórico de la Colonia y del
propio de la infancia a la del mundo moderno, que «suele te-
nernos el corazón frotado, confortable y medio vacío como la
sala de baño de un gran Palace». Así también relatos defenso-
res de la ficción, como “La tienda de muñecos”, “El cuento fic-
ticio” o “La realidad circundante” de Julio Garmendia, dialo-
gan críticamente con valores de los nuevos tiempos. Y si este
tipo de emplazamiento de la narración ante el mundo moderno
es posible verificarlo en estos autores, se hará aún más patente
en autores como José Rafael Pocaterra, Rómulo Gallegos o En-
rique Bernardo Núñez, cuyas principales novelas plantean la
pregunta por la identidad nacional ante la dilemática encru-
cijada que ofrecía el ingreso, ya percibido como indetenible, a
la modernización económica, urbana y social. Los narradores
de la vanguardia –Uslar Pietri, Meneses, Díaz Sánchez…– se
encargaron de dar continuidad a la cuestión.

y artistas ante las nuevas realidades y problemas de las ciudades masificadas del primer
tercio del s. XX.

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Nación y fábula

El primer narrador en que será visible tanto la voluntad de


diferenciarse de la narrativa modernista como la misma pervi-
vencia de ese legado por su crítica de la decadencia de la socie-
dad venezolana de la modernización es José Rafael Pocaterra
(1889-1955). Aunque se iniciara en la novela con Política femi-
nista (luego El doctor Bebé) (1913), Vidas oscuras (1916), Tie-
rra del sol amada (1918) y La casa de los Ábila (escrita en
1921 pero publicada en 1946), la obra emblematica de Pocate-
rra es sin duda Cuentos grotescos (1922). El conjunto de su
prosa narrativa sería fiel a sus ataques al “preciosismo” moder-
nista: «como tengo la desgracia de no ser nieto de Barbey
d’Aurevilly ni hijo del Cisne lascivo es justo que se me conside-
re, y lo deseo en extremo, fuera de la literatura», dirá Pocaterra
en 1917. La asunción de un irreverente humor negro –estrate-
gia narrativa frecuentemente esgrimida contra los agentes so-
ciales de la “decadencia” y contra la retórica sentimental del
idilio romántico– y el despliegue de una escritura cruda y ágil,
cercana por momentos al estilo de las crónicas periodísticas
serán sus armas narrativas predilectas.

En Pocaterra, el nacionalismo y realismo críticos, la acidez


ante la emergente y rapaz burguesía urbana, mostraba con fre-
cuencia como contracara su simpatía hacia personajes exclui-
dos por el nuevo mundo o su nostalgia por un (imaginado) pa-
sado de sólidos valores, más ligado a la tierra y al ideal que al
papel moneda. Aunque deudor de ciertas zonas del modernis-
mo que tanto denigrara (el Blanco Fombona de El hombre de
hierro, por ejemplo), fue Pocaterra quien fijó en adelante el

10
paradigma de una narrativa que fustigase los efectos degra-
dantes de la modernización en la ciudad-cambalache. En otros
registros y tesituras, su proyecto narrativo «disconformista»
encontrará resonancia en una obra central de los años siguien-
tes a la vanguardia: Mene (1936) de Ramón Díaz Sánchez, la
más importante sobre el nacimiento de las poblaciones vincu-
ladas al petróleo, cuya irrupción, imaginada como infernal y
babélico motor del nuevo mundo urbano deshumanizado, pro-
piciará el deseo de una vuelta a la tierra de los orígenes. Pero
también el talante libertario de Pocaterra, sin acentos nostálgi-
cos, acompañará la novela antidictatorial de los últimos años
30 (Himiob, Arráiz, Otero Silva, Fabbiani Ruiz) que él mismo
propiciase con sus Memorias de un venezolano de la decaden-
cia (1927).

Cercana al nacionalismo crítico de Pocaterra, la narrativa


del mestizaje populista sería la principal responsable del auge
criollista de los años 20 y 30. Liderada por la figura mayor de
Rómulo Gallegos, encontró arraigo diverso en algunos narra-
dores centrales de la vanguardia. La fórmula del mestizaje, en
tanto relato de identidad, tuvo el atractivo para ellos de que,
además de dar con una fórmula que conciliaba tradición local y
modernización, barbarie y civilización, en su empeño por con-
vertir en paradigma el “alma” híbrida de la patria y ver en lo
popular principio de pertenencia y no obstáculo, quiso conce-
der primacía del foco narrativo a los marginados sociales, fre-
cuentemente marcados por el componente racial –indios, mu-
latos, mestizos, negros–. Entre esos “vanguardismos” destaca
la primera narrativa de Guillermo Meneses (1911-1978). Textos
como Canción de negros, La balandra Isabel llegó esta tarde6
(ambas de 1934) o Tres cuentos venezolanos (1938), entrega-
ron el protagonismo de narraciones –salvo por el caso del rela-
to “Adolescencia”– a negros y mulatos que, a la deriva, deso-
rientados, habitaban los márgenes de la nueva ciudad moder-
na. No obstante, será en sus siguientes novelas donde Meneses
vea en el galleguiano mestizaje conciliador la solución a secula-

6Aquí respeto el hecho de que este emblemático cuento de Meneses fue publicado por
primera vez como libro/cuaderno independiente. Por eso, el uso de cursivas.

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res nudos históricos entre los componentes del mundo de la ci-
vilización y la barbarie, expresados sea en el conflicto entre ra-
zas, sea en el dilema entre ciudad y campo o en la disputa entre
la tradición local y la modernización. Preocupado por los estra-
gos que las tentaciones relumbrantes y engañosas de la ciudad
y el patriarcalismo decadente producían tanto en los sectores
marginados –Campeones (1939)– como en el propio intelec-
tual –El mestizo José Vargas (1942)–, este Meneses vislumbró
para sus personajes un mundo en el que fuese posible el ingre-
so a lo moderno-urbano con el avío espiritual de la tierra y la
soterrada voz ancestral de los excluidos.

Sin embargo, quizás la obra de mayor interés en la narra-


tiva del mestizaje posterior a Gallegos, por su abandono de
pretensiones político-didácticas y por su decisión de presentar
los conflictos de cultura, clase y raza desde el tamiz de la com-
pleja y fina introspección de un personaje-narrador, fue una
novela del medio siglo, Cumboto (1950) de Ramón Díaz Sán-
chez (1903-1968). Este cambio de modalidad narrativa supuso
el privilegio de la vida interior, de una subjetividad en acción
para contar –al modo que cristalizase años después el peruano
Arguedas– la historia del choque de culturas. Novela de apren-
dizaje, Cumboto se presenta bajo la forma de una memoria que
pretende resolver el enigma de un pasado. El desciframiento
de la historia de una plantación llena de secretos, transgresio-
nes y crímenes le dan a la novela un decidido toque de misterio
que la emparenta con la novela policial, matizada por el lirismo
que fluye desde la conciencia memorialista del personaje na-
rrador; a la vez, la aceptación tanto del valor de la intuición y la
imaginación, como de hechos que escapan a la racionalidad
más convencional, sin que por ello el problema del negro deje
de ser nuclear, marcan el inicio de la superación del modelo
galleguiano.

No obstante, Cumboto también es buen ejemplo de las li-


mitaciones de ciertos relatos del mestizaje, pues, aunque supu-
so un salto respecto de su tradición inmediata por dar inédita
cabida en profundidad al mundo de la cultura afro-venezolana
y por ofrecerse como suerte de contra-historia, no llegó a des-
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lastrarse de ciertos “tics” de los discursos sobre la barbarie: su
solución, el utópico mestizaje cultural es posibilitado, como la
escritura misma de la memoria, por el contacto del negro con
el libro y la música del blanco-europeo, vía por la cual se en-
cauza incluso el deseo de una futura justicia racial y social, re-
vela la presencia de una “clara” jerarquía.

De hecho, la distancia más extrema del modelo galleguiano


y los textos sobre el mestizaje, aun integrando los linderos
identitarios del populismo literario, se produjo tempranamen-
te, con una novela que, aunque publicada sólo dos años des-
pués de Doña Bárbara, por su complejidad, sólo adquirió ple-
no reconocimiento local después de los años 60: Cubagua
(1931) de Enrique Bernardo Núñez (1895-1964); autor que,
además de su esperpéntica y paródica novela Después de Aya-
cucho, tras Cubagua, apenas volvió a frecuentar la narrativa
con su libro de cuentos Don Pablos en América (1932) y la
extraña y sugerente novela La galera de Tiberio (1939). Aun-
que pudiesen establecerse proximidades con otros textos na-
rrativos de los años de la vanguardia –de Nelson Himiob o Jo-
sé Salazar Domínguez–, Cubagua es, en varios sentídos, la
obra más experimental y radical de la época. Antes que novela
del mestizaje es uno de los más claros antecedentes latinoa-
mericanos de lo que Ángel Rama llamase “narrativa transcul-
turada” (aunque sin mencionar ni incluir a Núñez en ella).

A diferencia de la célebre novela de Gallegos, la de Núñez


concibe la modernización en términos si cabe intransigentes,
como instancia en la que el pacto de culturas sólo sería conce-
bible a condición de adoptar un asiento opuesto a la del blanco
conquistador. La novela trasgrede la concepción de la historia
y la diégesis narrativa como sucesión cronológica para fundir
planos en un relato que opta por estructurarse a partir de una
concepción mítica del tiempo, en la que todo ser, más allá de
su apariencia, será signo y cifra de otra cosa esencial: las pul-
siones que representan el mito indígena (intervenido) de Vo-
cchi y Amalivaca. Sucesos y personajes trasvasarán los tiempos
de la conquista española y reaparecerán vivos o duplicados en
los años de la exploración petrolera, empresas ambas marca-
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das por la codicia y la destrucción de la naturaleza y la cultura
nativa.

Personajes como el ingeniero Leiziaga o Nila Cálice podrían


leerse como reminiscencias en diálogo –paródico– con el San-
tos Luzardo y la doña Bárbara de Gallegos, pero la representa-
ción novelesca los llevará por caminos muy diferentes. Leizia-
ga, inicialmente empleado de la compañía petrolera, al llegar a
Cubagua, a partir de su deseo por Nila, entra en contacto con el
misterioso y eterno Fray Dionisio, converso cultural que le re-
velará la verdad oculta del subterráneo y omnipresente mundo
sojuzgado desde los tiempos de la Conquista, espacio de lo in-
dígena integrado a la tierra donde habita la genuina vida, «el
alma de la raza», que espera por el ciclo de su renacimiento.
Ante la decadente sociedad de los blancos y ante la amenaza de
la nueva destrucción de Cubagua, isla que –como el llano de
Gallegos–simboliza metonímicamente el espacio de la patria/
nación, Núñez inaugura el relato de la “contraidentidad” –más
de una vez ganado por tintes y tonos algo maniqueos–.

Habría que hacer aunque sea breve mención de la novela


de testimonio político o del “realismo rosado” (Rama), a la que
ya se aludió y que tuvo una cierta presencia tras la muerte de
Juan Vicente Gómez. La carretera (1937) de Nelson Himiob
(1907-1963), Puros hombres (1938) de Antonio Arráiz (1903-
1962), Fiebre (1939) de Miguel Otero Silva o Mar de leva
(1941) de José Fabbiani Ruiz (1911-1975), fueron parte de la
contribución que la literatura brindó al movimiento de renova-
ción política, al poner en escena la represión del régimen dicta-
torial en cárceles o campamentos de trabajos forzados y pro-
veer al lector de una simbología épica, preñada de auroras y ju-
veniles sentimientos democráticos. (Una continuidad de cierto
vigor tuvo esta escritura “comprometida” durante los 60, prin-
cipalmente en la narrativa testimonial que abordara el mundo
de la violencia política, sea en novelas que, como Se llamaba
SN (1964) de José Vicente Abreu (1937-1987) o La muerte de
Honorio (1968) de Miguel Otero Silva, mostraron las represio-
nes del régimen perezjimenista; sea en textos como Entre las
breñas (1964) y Donde los ríos se bifurcan (1965) de Argenis
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Rodríguez, TO3 campamento antiguerrillero (1970) de Efraín
Labana Cordero, El desolvido (1970) de Victoria de Stefano,
Historias de la Calle Lincoln (1971) de Carlos Noguera o Aquí
no ha pasado nada (1972) de Ángela Zago, que diesen cuenta,
en distintos registros –testimonio/ficción– y mayormente
desde la perspectiva de la asunción crítica de la derrota, de los
años de la actividad guerrillera; textos que dieron sustancia a
la denominación de literatura o narrativa de la violencia, a la
que se incorporase también registros de mayor vuelo y alcance,
como País portátil de Adriano González León).

Es precisamente Otero Silva (1908-1985) quien, entre los


narradores de la primera mitad del siglo, incursionó con éxito
–incluso comercial– en una novelística cuya manifiesta inten-
cionalidad política arropase la ficción sin por ello descuidar la
preocupación por la forma, especialmente en sus últimos li-
bros. Otras novelas suyas participan también, como Fiebre o
La muerte de Honorio, de una cierta condición testimonial; es
el caso de Casas muertas (1955) y Oficina No. 1 (1961), novelas
que, como Mene de Díaz Sánchez, aunque sin su audacia for-
mal, muestran los estragos que sobre las poblaciones rurales
tuvo el auge petrolero. Cuando quiero llorar no lloro (1970),
que narra la vida de tres jóvenes caraqueños en los años 60, no
sólo incorpora técnicas narrativas experimentales al uso de la
narrativa latinoamericana del boom, sino que se constituye en
novela sobre las diversas violencias urbanas, aproximándose
así al tipo de trabajo narrativo que intentaron años antes Sal-
vador Garmendia y Adriano González León.

Lope de Aguirre, Príncipe de la libertad (1975), acaso lo


más logrado de su novelística, aunque antecedido por el menor
“Lope de Aizgorri” de Pocaterra, se inserta plenamente en el
interés que, desde los años del boom se desató en el continente
por la reescritura crítica de la historia oficial. Lope de Aguirre
constituye una ambiciosa empresa de escritura coral, en la que
se mezclan voces, registros y géneros –epistolar, dramatúrgico,
cronístico, historiográfico–. Su protagonista es presentado co-
mo primer rebelde que se opone al poder imperial colonizador
y antecesor directo de los héroes de la Independencia, más es-
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pecíficamente de Bolívar, quien fuese uno de los primeros en
ensalzar su figura (como consta en curiosa nota al pie del au-
tor). La piedra que era Cristo (1984), alejada del escenario
americano y con una escritura de tono con frecuencia lírico,
continúa su proyecto narrativo al reescribir escenas evangéli-
cas en clave de teología de la liberación y entregar imágenes de
un Cristo humanista, pacifista y justiciero.

Sin embargo, será Arturo Uslar Pietri (1906-2001) el inicia-


dor más pleno de la representación de la historia en términos
modernos. Su obra narrativa podría también ser adscrita a los
relatos sobre la identidad nacional, más allá de que varios de
sus textos, como su primer cuento recogido en libro (“Barra-
bás”, 1928) y su última novela (La visita en el tiempo, 1990),
reconstruyan personajes históricos ajenos al escenario de lo
nacional. Pero también es un caso bastante atípico. De hecho, a
pesar de ser la cabeza visible de la vanguardia, el conjunto de
su narrativa o el temprano homenaje que rindiera a una obra
maestra del pasado hispánico desde el título de la revista que
codirigiera –El Ingenioso Hidalgo–, testimonian su admira-
ción por lo clásico. Incluso, en su novela más importante y más
próxima al espíritu de la vanguardia, la novela Las lanzas colo-
radas (1931), resuena la inmediata tradición, pero no sólo la de
la literatura de ficción, también la del ensayo historiográfico
positivista.

Focalizada en el año más cruento de la Guerra de Indepen-


dencia: 1814, su plasmación de ese pasaje de la historia sigue a
grandes rasgos la novedosa lectura que de ese período hiciese
poco antes Laureano Vallenilla Lanz en su Cesarismo demo-
crático (1919). Tanto por la idea de lo que tuvo la guerra de in-
dependencia de guerra civil, como por la crítica del letrado
criollo, ejemplificado en el frágil y tornadizo personaje Fernan-
do Fonta, heredero de la decadencia colonial e inconsistente en
la apropiación de las nuevas ideas, el ensayo de interpretación
histórica de Uslar Pietri toma pie en ideas centrales del positi-
vista; incluso, por el diseño de su antihéroe popular, el mayoral
negro Presentación Campos, no sólo recuerda la caracteriza-
ción que hiciera Vallenilla Lanz de las masas populares al pre-
16
sentarlas como anárquicas e irracionales, sino que reactiva la
tradición de los discursos sobre la barbarie, emblematizados
por Sarmiento. Por lo demás, sus aires cinematográficos o sin-
fónicos, el uso novedoso del diálogo, una relativa fragmenta-
ción de la diégesis en favor de la imagen o diversos toques de
grotesco esperpéntico, harían que la novela de Uslar pueda ser
reconocida hoy como pionera en la empresa de representar la
historia con lenguajes y ópticas modernas, algo que se impon-
dría como ejercicio frecuente a partir de los años 60, en nove-
las de Adriano González León, Francisco Herrera Luque, Mi-
guel Otero Silva, Manuel Trujillo, Luis Britto García, Denzil
Romero o Ana Teresa Torres; años en los que tuvo lugar simul-
táneamente el reconocimiento y resalte de una de las más rup-
turales novelas (también) en lo que hace a la relectura de la
historia, de hecho publicada el mismo año de Las lanzas colo-
radas, la mencionada Cubagua.

Las lanzas coloradas fue sólo capítulo inicial y principal de


su sistemático ensayo de reinterpretación de la historia. Cuen-
tos de los años 20 y 30: “Barrabás”, “Gavilán Colorao”, “La ne-
gramenta”; o novelas como El camino de El Dorado (1947),
Oficio de difuntos (1976), La isla de Robinson (1981) o La visi-
ta en el tiempo (1990), componen un vasto mural dedicado a la
revisión de figuras o momentos cruciales de la historia univer-
sal, aunque de preferencia se centre en la venezolana. En esos
textos, lejos de cualquier intento realista reconstructivo, la
historia se arma a partir de las imágenes de los tipos humanos
preferidos por Uslar: la furia que es Presentación Campos en-
contrará continuidad en la locura de Lope de Aguirre; el cobar-
de ensoñador Fernando Fonta, en el protagonista de su novela
sobre la dictadura gomecista; y el “omnipresente ausente” de
Las lanzas coloradas, Bolívar, en los “grandes hombres” in-
comprendidos y excluidos por la mediocridad de su tiempo,
como los héroes (testamentarios) de sus dos últimas novelas:
Simón Rodríguez y Juan de Austria.

A la vez, debe reconocerse, Uslar Pietri fue también uno de


los primeros narradores que, en algunos de sus cuentos inicia-
les: “Barrabás” o “La lluvia”, y en ensayos que tempranamente
17
pretendieron teorizar sobre el arte de narrar, se distanciara de
la escritura de los neocriollismos y los realismos críticos y tes-
timoniales. De hecho, su divulgada definición de «realismo
mágico» toma pie en artículos de los años 30 como “Interludio
a la novela”, publicado en El Ingenioso Hidalgo. Uslar Pietri
enfatizará, en unos y otros, la necesidad de transcender la rea-
lidad en favor de la superior esfera de lo artístico7; aspiración
que Uslar intentase cumplir aun en sus textos basados en la
realidad histórica. Sin embargo, el desvío de los relatos de
identidad nacional en favor del elogio de la fabulación en sí
misma, es posible verificarlo en dos narradores que se convir-
tieron en referencias centrales de lectores, escritores y críticos
a partir de los años 60, cuando el prestigio de Gallegos y sus
seguidores declinase e incluso fuese abiertamente puesto en
cuestión: Teresa de la Parra y Julio Garmendia.

La actualización moderna y acriollada del relato trágico de


Ifigenia, enmascarado tras un sutil juego bovarista de identi-
dades femeninas, servirá para que Teresa de la Parra (1895-
1936) introdujese en la novela homónima de 1924 espacios y
modos poco o nada explorados en la narrativa. La adopción de
la forma “diario” o la extensísima carta que abre la novela, pro-
picia, por un lado, el desarrollo de un tono menor y la incorpo-
ración de un lenguaje narrativo en el que predomina el sabor y
la espontaneidad de lo oral; por otro, da cabida, como foco
central del relato, a la introspección psicológica, llena de suti-
lezas y contradicciones, del personaje/escritora. La historia de
María Eugenia Alonso, joven educada en París que, tras la
muerte de su padre, debe regresar a la casa de su abuela en Ca-
racas y enfrentar las rigideces morales, la nueva realidad de su
pobreza o las limitaciones de una sociedad que niega a la mujer

7 Tal costado de Úslar, poco difundido, a pesar de ser capital, tienen más desarrollo en
trabajos míos, anteriores a la edición original: “Transfiguraciones. Historia y poética en
Arturo Uslar Pietri” (en: F. Delprat, ed., Arturo Uslar Pietri. Las lanzas coloradas. Pri-
mera narrativa. Madrid: Colección Archivos, 682-719, 2002) y “Los aires del cambio:
literatura y cultura entre 1908 y 1935” (en: C. Pacheco, L. Barrera y B. Gonzalez, coords.,
Nación y literatura: itinerarios de la palabra escrita en la cultura venezolana. Cara-
cas: Fundación Bigott/Banesco/Equinoccio, 379-406, 2006). Ambos previstos para ser
incorporados a una próxima publicación de Esto-no-es-un-libro (necesariamente).

18
la libertad y el despliegue de sus facultades, se ofrece como va-
riante de la novela de aprendizaje. Sólo que el saldo final será
para María Eugenia, tras un largo recorrido interior de recono-
cimiento de la realidad con su sabores y sinsabores, la (am-
bigua) asunción del legado de las mujeres de la familia: la re-
signación, el sacrificio como destino del personaje femenino, la
renuncia a las ilusiones románticas y a la autorrealización para
ofrendar a cambio un «cuerpo de esclava marcado con los hie-
rros de muchos siglos de servidumbre», que dan consistencia
al talante entre trágico y crítico de la novela. (Claro que, más
allá del final, la novela invita oblicuamente a quedarse con el
elogio que la narración ha hecho de personajes –mayormente
femeninos–, actitudes y valores fuera de norma).

La escritura otra que brinda de la Parra en su Ifigenia se


consumarán plenamente en la «amable ironía» de su pequeña
obra maestra: Las memorias de Mamá Blanca (1929). Ante un
mundo ganado por los beneficios de la modernización: las má-
quinas, la represiva educación «positiva» y antinatural, el mal
gusto burgués y la vacuidad del arte de vanguardia, se cons-
truirá la fábula –y la narración misma dará cuenta de su carác-
ter de artificio– sobre el reino feliz de la infancia, la arcádica
hacienda Piedra Azul, espacio de libertad, sencillez y armonía,
reino del error y la mentira, de la correspondencia entre lo hu-
mano y la naturaleza –como la «república de las vacas», donde
palabra y cosa aún formaban (agónica) unidad–, del azar y el
desacato, del humor y el ingenio, de lo femenino.

Más que historia narrativa, la novela diseña una galería de


personajes –Mamá, Juancho, Vicente Cochocho, Trapiche, Da-
niel– que van dando cuerpo a la expresión de esos valores al-
ternativos. Creación de la memoria escrita –pequeña traición
al encanto y la gracia de la palabra dicha–, mitificación del pa-
sado ligado a lo natural, la precaria y levemente trágica volun-
tad de olvidar la historia, memoria desmemoriada, Las memo-
rias... se planta ante la historia como nostálgico instrumento
de sutil y terca resistencia ante la inescapable caída que supone
el ingreso a la ciudad moderna. Ecos puntuales de su proposi-
ción narrativa, en otros estilos y con otros alcances, podrán
19
leerse en Ana Isabel, una niña decente (1949) de Antonia Pa-
lacios –tamizada por elementos del realismo social– o El exilio
del tiempo (1990) de Ana Teresa Torres, por su opción de leer
la historia del país en el siglo XX cargando el acento en las re-
sonancias de ese marco en la memoria afectiva de la familia y
de la subjetividad de la narradora. (En otro sentido, su énfasis
en la conciencia de la artificiosidad del recuerdo conducirá a
una novela clave del medio-siglo: El falso cuaderno de Narciso
Espejo de Guillermo Meneses).

Otro pequeño libro, esta vez de cuentos heterodoxos, La


tienda de muñecos (1927), recuperado y elogiado por la nuevas
generaciones, modelo de los cultores del relato breve de los 70
y 80, asentaría con solidez, ya desde aquellos años 20, la tradi-
ción del tono menor del relato post-identitario, del fantástico
humorístico, de la literatura, en fin, que se niega (engañosa-
mente) a trascender los límites suficientes de la fábula. Reacio
como de la Parra a los experimentos vanguardistas y a las seve-
ras reflexiones sobre la realidad o la historia nacionales, para
optar (no sin ironía) por una suerte de “sencillismo” narrativo,
los humorísticos relatos de Julio Garmendia (1898-1977), de-
fensores de la ambigüedad y la ironía, no por ello carentes de
irreverente crítica, pueden ser leídos como juguetona burla de
personajes y valores centrales de su época: los dudosos aires
renovadores de las vanguardias y el autoritarismo político (“La
tienda de muñecos”), las presunciones del burgués (“El difunto
yo”), la fatuidad del poder (“Narración de las nubes”), los deli-
rios utopistas de modernistas y positivistas (“El cuento ficti-
cio”) o la mecanización y deshumanización de la vida moderna
(“La realidad circundante”). Ante esa realidad, los narradores
de Julio Garmendia optarán por reconocer su incompetencia y
por acogerse al seno de la ficción, el «cuento [engañosamente]
fantástico», como hacen los narradores representados de “Na-
rración de las nubes” y “La realidad circundante”; o por cele-
brar la mentira –lo que es decir, la ficción–, como ocurre con
el festivo Fausto de “El alma”, que cambia su inexistente alma
por el nuevo poder de “mentir sin pestañear”, o el gesto burlón
y picaresco del arreolesco personaje de “El librero”.

20
“Indirecciones” del medio-siglo

Aunque la vigencia del criollismo y sus variantes se exten-


diese hasta después del medio siglo, los narradores emergentes
más relevantes de los años 40, por distintas vías, profundiza-
ron su separación de los realismos dominantes. En esa década,
el grupo de la revista Contrapunto, integrado por narradores
como Mariño Palacio, Márquez Salas, Guaramato o Trejo, em-
peñado en «desarraigar los vicios localistas», en decir de Ma-
riño Palacio, y propiciador de una actitud más humanista y
universalista; o el premio de cuentos del diario El Nacional,
que difundiese textos centrales de la época como “Arco secre-
to” de Díaz Solís, “Como Dios” de Márquez Salas y “La mano
junto al muro” de Meneses, fueron emblemas de ese consenso
en el desvío de los nacionalismos al uso.

Si el manifiesto de Válvula hizo suya la defensa ultraísta de


la sugerencia como estrategia central de escritura, y si algunos
cuentos de Uslar Pietri se ajustaron a su profesión de fe de en-
trever trascendencias en los escuetos datos de la realidad, la
cuentística de Gustavo Díaz Solís (1920), a varios años de dis-
tancia de los arrestos vanguardistas y sin pretender fidelidad a
esos antecedentes, puso en práctica el arte de lo que él llamase
«una tendencia a la indirección». Una antología suya, Ophidia
y otras personas (1968), que recoge relatos de varios de sus li-
bros anteriores –Llueve sobre el mar (1943), La efigie (1948),
Detrás del muro está el campo (1951), Cinco cuentos (1963),
Cachalo (1965)–, da cuenta de esa narrativa del sentido elusi-
vo, casi minimalista, que recurrió a escenarios y motivos rea-
listas, incluso propios del criollismo –ubicaciones naturales:

21
selva, mar, río; personajes negros–, pero sólo como pie para
escenificar otro tipo de relato en el que predominarán las obse-
sivas “miradas” de sus personajes.

En los cuentos de Díaz Solís toda imagen de lo externo se


intensifica para significar impresiones y emociones internas;
escenas intrascendentes, a veces anticlimáticas, son mamparas
para nombrar sensaciones o sentimientos –venganza, angus-
tia, vacío vital, perplejidad–, lo humano oculto, oscuro e inde-
finible. Algunos de sus relatos, de una contención narrativa
inédita, recurren con frecuencia a la máscara de perspectivas
infantiles o a la humanización de animales –sintomáticamente
la serpiente, sinuosa, silenciosa, acechante, resulta ser la prefe-
rida–, como para marcar la voluntad de distancia respecto de
la inmediata tradición. Mundo narrativo de revelaciones, óp-
ticas y focalizaciones inesperadas, distancias y sutilezas, so-
briedad y tersura narrativas que persiguen una difícil neutra-
lidad, de búsquedas comprensivas del enigma existencial, de lo
profunda e inexplicablemente humano, como si la condición
de perplejidad o extranjería fuesen las marcas centrales de su
destino, la cuentística de Días Solís resonará, décadas más tar-
de, en la narrativa también “indirecta”, descifradora de sen-
tidos latentes, de José Balza o Humberto Mata.

Algo cercano a esa forma de narrar, incluso por el recurso


frecuente a la personificación del animal como protagonista o a
la mirada infantil ante la trágica vida urbana, aunque con me-
nor aliento y una más acentuada proximidad a la recuperación
de la ingenuidad o el candor –más cerca del Julio Garmendia
de La tuna de oro (1952) y su “Manzanita”–, estará presente
en la cuentística de Oscar Guaramato (1916-1987): Por el río
de la calle (1943), Biografía de un escarabajo (1949), La niña
vegetal (1952). Pero la tendencia que se impondría en esos
años sería una narración de corte existencial, eco acriollado de
las lecturas en boga: Celine, Sartre, Faulkner..., de la que son
expresión el libro de relatos El límite del hastío (1946) o la no-
vela Los alegres desahuciados (1948) de Andrés Mariño Pala-
cio (1927-1965), voz intelectual de Contrapunto; los cuentos de
Antonio Márquez Salas (1919) –El hombre y su verde caballo
22
(1947), Las hormigas viajan de noche (1956)–; o los primeros
relatos de Alfredo Armas Alfonzo –Los cielos de la muerte
(1949)–. La escenificación de la perplejidad, el misterio, la lo-
cura y la muerte son puntos de partida y “llegaderos” temáticos
predominantes (aunque rara vez alcancen la plenitud que lue-
go lograrán los enajenados personajes urbanos de una novela
como Los pequeños seres (1959) o el libro de relatos Doble fon-
do (1964) de Salvador Garmendia). En todos ellos se verifica la
voluntad de que la narración asuma estilísticamente los aires
desquiciados –rara vez transgresivos, salvo quizás en “Como
Dios” de Márquez Salas– de sus historias y personajes, en un
intento consciente de deslindarse del criollismo dominante.

Un caso ejemplar de la voluntad de “desacreditar” los rea-


lismos al uso fue el de Antonia Palacios (1904-2001), aunque
haya que esperar a los años 60 y 70, como en el caso de sus
coetáneos Trejo y Armas Alfonzo, para leer las mejores y más
plenas expresiones de esa distancia. Ya Ana Isabel, una niña
decente (1949) establece de algún modo una diferencia. Novela
sobre la pérdida de la inocencia y el mundo clasista y fatuo de
los adultos, se acopla a esa otra forma de mirada narrativa, a la
vez crítica y candorosa, “menor”, de varios autores del medio
siglo. Tras un largo silencio, Palacios entregará un libro de re-
latos, Crónica de las horas (1964), cuyo mejor equivalente en
esos años habrá que encontrarlo en la poesía de Alfredo Silva
Estrada. Antirrelatos minimalistas, abstractos o abstraídos,
centrados en descripciones de gestos, recuerdos, formas, soni-
dos y luces, congelados, constituidos en puntuum elegido como
emplazamiento del decir narrativo, y en los casi ensayísticos,
obsesivos pensares contemplativos de sus personajes-narrado-
res, en persistente fuga contrapuntística respecto de un afuera
cotidiano y ajeno, estos textos de Palacios, como el resto de su
producción narrativa, que encontrará su más lograda inflexión
en Los insulares (1972), son (in)tensos relatos sobre «lo inasi-
ble del tiempo» y sus mecánicas. La percepción del tiempo en
su fluir, revelado en instantes totales, arroja las únicas posibles
certezas: la inútil fijeza y diferenciación de rostros e identida-
des o la inutilidad de esperas, desplazamientos y sueños, el pa-

23
sado sólo vivido como trampa de la memoria, la inaccesibilidad
de lo real. Uno de los epígrafes de su Crónica de las horas,
confiesa, borgianamente, algo de su entre-visión:

Quizás estos relatos no son más que uno solo. Los seres que pasan
a través de sus páginas acaso no son más que un solo ser [...] que se
busca, se encuentra, se pierde. Un ser que vive, contempla, desde di-
ferentes planos, horas y fechas [...] una misma realidad perenne-
mente trasmutada.

Proposiciones y tesituras que resonarán décadas después par-


cialmente en las novelas de Victoria de Stefano.

Pero el narrador en el que más radicalmente puede verse


la distancia de los realismos y nacionalismos literarios fue sin
duda alguna Oswaldo Trejo (1924-1996). El carácter experi-
mental de sus textos narrativos puede ya verificarse desde su
primer libro de cuentos, Los cuatro pies (1948), cuyo relato
“Escuchando al idiota”, en su desmontaje inédito, desconcer-
tante y paródico del idilio, es toda una invitación a ingresar en
el absurdo de sus narraciones y micro-mundos. Paródico es
también “Sin anteojos al cuerpo”, digno descendiente de los re-
latos de Julio Garmendia en otra clave, que narra las graves re-
flexiones del “filósofo” Hermágoras, muñeco cojo condenado a
la pudrición, empeñado en mostrar que «lo irreal no existe».
Ese carácter se pronunciará a partir de un relato como “Horas
escondido en las palabras”, contenido en Depósito de seres
(1961), y estallará en sus siguientes libros, lo mejor o más em-
blemático de su obra: las novelas Andén lejano (1968) y Textos
de un texto con Teresa (1975), y colecciones de relatos como Al
trajo, trejo, treja, trujo, treja, traje, trejo (1980) o Metástasis
del verbo (1990). Heredero quizás sin pretenderlo de la tra-
dición de Macedonio Fernández, el universo narrativo de Tre-
jo, que prescinde de lo causal-anecdótico y lo referencial histó-
rico-geográfico, opta por un lenguaje casi transverbal, en el
que predominan búsquedas rítmicas, reiteraciones, espacios
en blanco y frases desmembradas, transgresiones sintácticas,
sinsentidos, inesperadas transiciones, anacolutos y, sobre to-

24
do, juegos con las palabras, llevadas al límite de sus posibili-
dades, en premeditada elusión de cualquier fijeza de sentidos.

Escritura desatada de una rara intensidad, entre la aspi-


ración a la libertad y la cárcel del lenguaje, entre cervantina y
surrealista, recurre con frecuencia al homenaje paródico y
desconstructivo de escenas, rituales y obras y autores clásicos
(cenas últimas y convidados, Ecce Homo, Dante y La divina
comedia, Santa Teresa –de los Enfaldos–), que sirven de telón
de fondo, propiamente teatral, para desconcertantes pantomi-
mas dramáticas, entre líricas y chirriantes. Narrativa abstrac-
cionista (de hecho, Trejo acompañó activamente, en los 40 y
50, las búsquedas de los artistas plásticos no figurativistas o
cinetistas) que postula la escritura como un mundo autónomo
poblado por proliferentes entelequias, máscaras o figuras –
más que por personajes–, sus libros exigen un lector abierto a
posibilidades formalmente extremas. Y no obstante, ese lector
puede “entreleer” en la dinámica verbal pulsiones que no son
ajenas a la burla o la confesión, al humor o al drama. El absur-
do es algo más que efecto formal; la soledad y la incomuni-
cación humanas, en medios hostiles y vacíos, casi siempre
marcados como urbanos y multitudinarios, compiten con de-
seos de huidas o retornos imposibles al origen, también mar-
cado con frecuencia como rural o ligado a naturaleza. Seres
fracturados, desdoblados, como si un “yo” se confrontase ines-
capablemente ante un espejo, fracturándose en pulsiones: la
inmutabilidad y el desplazamiento, el olvido y la memoria; la
cotidianidad y el deseo de aventuras; reencuentros o esperas
de algo que no ha de llegar, la mentira o la fatuidad y una ver-
dad que la letra no puede establecer ni vislumbrar. Signos co-
municantes que se reiteran en el conjunto de la narrativa de
Trejo, más allá o más acá de una escritura que recurre a la
fragmentación exasperada y la elisión como una forma de dis-
tanciamiento irónico respecto de su propia creación y, por su-
puesto, de su tradición. Aunque fuesen pocos los que recono-
ciesen el valor de sus ejercicios narrativos, su nombre ocupa
lugar central en el panorama del siglo.

25
Sin embargo, en este mismo orden, como congregando las
búsquedas de esta generación: indireccionalistas, experimen-
tales, existencialistas…, el narrador que desde el medio siglo
tendría la más señalada y efusiva presencia entre las genera-
ciones posteriores será uno procedente de la vanguardia crio-
llista, Guillermo Meneses. Sus textos, a partir de 1946 –La
mujer, el as de oros y la luna (1948), La mano junto al muro
(1952), El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952), La misa de
Arlequín (1962)–, expresan el desencanto o la distancia que
proliferó entonces ante el nacionalismo literario y sus políticas
artísticas, prohijadas por el mismo Meneses en la primera eta-
pa de su narrativa. Las “menores” La dolida infancia de Peru-
cho González (1946) de Fabbiani Ruiz, Todas las luces condu-
cían a las sombras (1947) de Nelson Himiob o Todos iban de-
sorientados (1951) de Antonio Arráiz, son otros ejemplos de
esa final actitud en algunos vanguardistas.

Signo inequívoco de esa distancia será el hecho de que va-


rios de sus textos de esta otra etapa de su narrativa funciona-
sen como reescrituras cíclicas y paródicas de personajes e his-
torias de sus textos anteriores –la más decidora de todas, la
conversión de la prostituta de Esperanza de La balandra Isa-
bel llegó esta tarde en la Bull Shit de La mano junto al muro8;
ambos relatos obras mayores del autor–, para mostrar ahora el
rostro onettiano de existencias agónicas y la borgiana indeci-
(di)bilidad como forma predominante de la escritura. Pasajes
autorreflexivos, como el inicio de “Tardío regreso a través del
espejo” o de El falso cuaderno de Narciso Espejo –que se es-
tructura como la inútil refutación de una escritura; el absurdo
intento de Narciso Espejo por mostrar (confirmando) lo que el
escritor de su falsa autobiografía, Juan Ruiz, siempre declara:
la falsedad del testimonio–, ilustran la esquiva e inevitable
relación de la escritura(-espejo) con el mundo(-disfraz); algo
bien distinto de la certidumbre, incluso moralizante, que trasu-
daban sus narraciones nacionalistas.

8Cuento también publicado en su primera edición independiente como libro/cuaderno;


por eso las cursivas.

26
Si algo pone de relieve este Meneses es tanto la precariedad
de la identidad y lo ilusorio de los valores, como la dificultad
para nombrar el mundo en la escritura. La débil y ambigua
frontera que separa opuestos –verdad/mentira, éxito/fracaso,
amor/abyección, mundo/escritura– es la nueva moneda. Sus
mejores textos de esta época y los de más audaz experimenta-
ción formal, el cuento La mano junto al muro y la novela El
falso cuaderno de Narciso Espejo, adquirirán la forma de na-
rraciones policiales o judiciales que antes de entregar certezas
sobre una verdad última, optarán por destacar la solidez del
enigma, la indiferencia y vanidad de las distinciones, la condi-
ción de versión frágil y esquiva de lo narrado.

Desde luego, el nacionalismo no desaparecerá del panora-


ma narrativo de este medio siglo. Pero no volverá a ser el mis-
mo. El autor que se encargará de reactivarlo transformándolo,
desde una perspectiva próxima a la de la narrativa transcultu-
rada, será Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990), especialmente
en sus textos publicados a partir de los años 60 –como aprove-
chando la emergencia de una segunda ola vanguardista–. Su
obra mayor, El osario de dios (1969), que marcará el resto de
su extensa producción cuentística, encuentra ya importantes
antecedentes en textos de los 50 como “Quirico” (La cresta del
cangrejo, 1951), “Carrao” (Tramojo, 1953), “El único ojo de la
noche” (Los lamederos del diablo, 1956), que reconstruyen
personajes de años de infancia rescatados por la memoria –
locos, extraños, inmigrantes– o escenas de las guerras civiles y
alzamientos del pasado histórico regional, y en libros de rela-
tos Como el polvo (1967) y La parada de Maimós (1968).

Aunque se haya querido presentar El osario de dios como


una novela, podría pensarse mejor como un libro unitario y cí-
clico de relatos –no necesariamente cuentos–, fragmentarios
pero cohesionados por el proyecto de recrear y fijar en la escri-
tura la memoria colectiva –con un nítido aire autobiográfico–
de Clarines y otros poblados cercanos de la región oriental de
Unare. Heredero, sólo en un cierto sentido, de una novela co-
mo Cubagua, Armas Alfonzo centra su empresa en la recons-
trucción narrativa del imaginario cultural popular de un pue-
27
blo de provincia. Para ello parte justamente del privilegio de lo
que Gallegos recogiese no sin distancia y reticencia: el reino de
lo oral-popular, de un modo más directamente relacionado con
los universos transculturados de Rulfo y García Márquez, o, en
Venezuela, con la poesía que por esos años publicase Ramón
Palomares.

Múltiples relatos breves o brevísimos –en algunos casos de


dos o tres líneas– conforman un libro, de tono predominante-
mente elegíaco, que pretende revivir entrañables fantasmas del
ámbito de la infancia, como una forma de resistencia agónica a
su disolución u olvido total en un mundo –el tiempo de la es-
critura– ganado ya definitivamente por lo urbano. Además de
la peculiaridad de la estructura global del libro, su repercusión
en el proceso de la narrativa venezolana tiene que ver con la in-
corporación sistemática a la narración de sintaxis, léxicos y to-
nalidades propios de la oralidad; son en cierta forma, relatos
conversacionales, llenos de humor, violencia o erotismo y un
tono nostálgico que impregna el discurso de la memoria hasta
el punto de convertirlos en piezas cercanas a la poesía. Temáti-
camente la obra se diferencia asimismo de su tradición narrati-
va, aunque se proponga la revivificación –bien distinta a la del
folklorismo– de formas de la cultura tradicional. En este senti-
do, su operación crucial es el intento de reintegrar lo desinte-
grado por el armado de hilos fragmentarios que tejen la fábula
del mundo del pueblo (casi a modo de una autobiografía colec-
tiva), a partir de la representación de conversaciones en las que
se desgranan el chisme y las supersticiones, escenas cotidianas
que se pasean por varios espacios –escuela, batallas, iglesia,
casas– y una colección de personajes “familiares” –putas y pu-
tañeros, matronas, militares, bobos, pícaros, tozudos– casi
siempre atravesados por el signo de la muerte; materias pro-
pias del realismo que logran transfigurarse en enclaves de un
imaginario mítico. El privilegio de ese imaginario es, en algún
momento, expresado oblicuamente por la narración de la me-
moria, que apuesta por la inestable «distinción entre lo irreal y
lo real, entre lo verdadero y la sugestión», pues «[l]a mentira

28
no siempre es lo que se recrea, así como la verdad no es siem-
pre la imagen de lo visto y lo comprobado».

Si El osario de dios resuena en obras posteriores como las


de Orlando Araujo o en otro libro de factura hermana: Las me-
morias de Altagracia (1974) de Salvador Garmendia, otros li-
bros de Armas Alfonzo como P.T.C. Puerto Sucre vía Cristóbal
(1967), ya no referido necesariamente al espacio regional pero
siempre centrado en el trabajo narrativo de la oralidad, cons-
tituye uno de los centros más notables del talante experimental
de los años 60. La continuidad de ese audaz trabajo desarro-
llado con la materia verbal que provee las formas del habla y
las miradas culturales de lo oral, pero expresivo también de un
claro sentido crítico respecto de los poderes, podrá seguirse en
autores y textos de los 70, Luis Britto García o César Chirinos.
Ejemplos todos del cambio que se ha operado definitivamente
en las narrativas del nacionalismo, integrando en estos casos,
respecto de la tradición de la primera mitad del siglo, desde el
privilegio del mundo de la ciudad oral, una suerte de discurso
de la “contra-identidad”.

29
Años 60, 70 y algo más

1 Otras historias

Estos discursos de la “contra-identidad” conectarán desde


finales de los 60 con el auge de la reescritura de la historia ofi-
cial. Una de las cristalizaciones mayores de esa posibilidad fue
la novela País portátil (1968) de Adriano González León (1931)
quien, tras recibir por ella el Premio Biblioteca Breve, pasó a
integrar ocasionalmente, como Salvador Garmendia, las listas
del boom. Protagonista de la aventura ruptural que empren-
dieran los grupos Sardio y El Techo de la Ballena, había publi-
cado antes dos libros de cuentos Las hogueras más altas
(1957), Hombre que daba sed (1967), que podrían sumarse
más bien a varios de los rasgos señalados para el proceso na-
rrativo del medio siglo: sistemáticas exploraciones introspec-
tivas, lenguajes narrativos en fuga de los realismos convencio-
nales, personajes expuestos a situaciones-límite o visiones
expresivas del imaginario mítico de la región...

País portátil no escapa a uno de los tópicos de más larga


vida en la narrativa venezolana del siglo XX: la inversión del
eje civilización/barbarie –que arropa las oposiciones urbano/
rural, modernización/tradición–, cifrada en la vuelta a la tierra
o al pasado como fórmula activa de resistencia ante la agónica
y deshumanizada experiencia de la ciudad moderna, cuya má-
xima expresión es una Caracas que a la vuelta de 10 años, entre
los años finales de la dictadura pérezjimenista y los iniciales de
la democracia, vive un súbito y brusco cambio, expresado tanto
en un proceso de voraginosa urbanización, como en la presen-
cia desconcertante en sus espacios de oleadas de inmigrantes

30
internos y externos, en la visibilidad de su creciente inserción
en la órbita estadounidense y la sociedad de consumo o en los
avatares de una intensa y convulsa vida política.

El trayecto de escasas horas por la ciudad de Caracas que


conduce a Andrés Barazarte, miembro de una célula guerrille-
ra, al cumplimiento de una misión, sirve para que el miedo y
las imágenes de la ciudad, representada como infernal caos,
desaten asociaciones múltiples en la conciencia del personaje,
estableciéndose así un viaje paralelo que da cabida, en planos
narrativos alternos, a la saga familiar de los Barazarte. Desde
los tiempos de la colonia hasta la Caracas del presente, la nove-
la entrega, como hecha (a) pedazos, la imagen de la historia del
“país portátil”; portátil no sólo por el cargamento explosivo
que transporta en el asiento trasero de un autobús el último de
los Barazarte, sino porque varios siglos se condensan en un he-
cho básico: la violencia. La violencia patriarcal de los caudillos,
basada en el poder de la fuerza bruta, convive narrativamente
con la violencia neocolonial, política y económica, de la socie-
dad de masas y consumo que convierte a Caracas en un espacio
extranjero y cosificado.

Del mundo de la ciudad la novela apenas salva algunos ges-


tos solidarios y el amor idealizado por Delia, compañera gue-
rrillera, “Maga” (muda diosa) venezolana; lo demás es un espa-
cio ganado por la anonimia, la cosificación y la locura, el ruido,
los malos olores, lo sucio y lo grotesco. El espacio rural, en
cambio, a pesar de estar signado por la muerte y el ultraje, es
un espacio de personalidades bien marcadas; incluso podría
pensarse que hay alguna ambigua fascinación por los despóti-
cos y arbitrarios patriarcas del pasado familiar trujillano, más
humanizados en su caracterización que los volátiles, desquicia-
dos o fragmentados habitantes de la ciudad. En todo caso, so-
bre ese pasado regional se recorta, como gran referencia alter-
nativa, la figura luminosa de José Eladio Barazarte, músico y
poeta, vagabundo, pícaro y mujeriego.

De modo sintomático, estilísticamente, los fragmentos refe-


ridos al presente de la ciudad van marcados por el predominio

31
de procedimientos como la enumeración caótica, la onomato-
peya o el recurso a la metonimia para nombrar los cuerpos/se-
res humanos (algo que introdujese en forma sistemática la no-
vela Los pequeños seres de Salvador Garmendia una década
atrás), mientras en los referidos al pasado rural los tonos nos-
tálgicos, las construcciones paratácticas propias del habla re-
gional e incluso, por momentos, cierto lirismo, expresan las in-
clinaciones de la novela. (Algo parecido puede apreciarse en
los registros estilísticos de una novela muy anterior, como Cu-
bagua de Núñez, y en otra posterior, Abrapalabra de Britto
García; hermanadas también por pretender una interpretación
totalizante y transgresora de la historia oficial). Por lo demás,
País portátil respondió, como en otras latitudes lo hiciese
Fuentes en La muerte de Artemio Cruz o García Márquez en
Cien años de soledad, a esa voluntad de la “nueva novela” de
los 60’ de abordar una empresa total y radical, tanto en la re-
presentación de la historia como en la experimentación de in-
novadores lenguajes narrativos. Dicha búsqueda, con varian-
tes, pervivió en novelas de Luis Britto García y Denzil Romero.

Luis Britto García (1940) ganaría dos premios Casa de las


Américas con ambiciosos proyectos narrativos. En 1970, el de
cuento con Rajatabla (1970) y en 1979, el de novela con Abra-
palabra (1980). Rajatabla responde plenamente al espíritu
contestatario de los 60 y en cierta forma es su cierre. Una mi-
ríada de relatos breves unificados por la intención de entregar
un friso de la sociedad venezolana, lleva a su máxima expre-
sión tanto las posibilidades lúdicas del lenguaje narrativo co-
mo la crítica política de una realidad violenta. Textos de refe-
rente histórico o de ciencia ficción, relatos antinarrativos, frag-
mentarios, validos de la estrategia básica del humor, intentan
desmontar los mecanismos alienantes de que se sirven los
agentes del poder y la opresión social –políticos, aparatos poli-
ciales, sociedad de consumo– para aniquilar al individuo.

Aunque Rajatabla es punto de inflexión imprescindible en


el proceso de la narrativa venezolana, de mayor riesgo y ambi-
ción es su novela Abrapalabra, que hereda tanto el afán total-
zante de los “clásicos” del boom y el postboom como el gusto
32
por la cultura underground de los 60 –el comic, la ciencia fic-
ción o lo psicodélico–, pero también acoge un ludismo verbal
casi libérrimo y cierta estética de la desintegración que hay en
Rayuela, Tres tristes tigres, De dónde son los cantantes, Yo, el
Supremo o Palinuro de México. Novela-mandala, novela-colla-
ge, recurre a los más disímiles materiales: crónicas de Indias,
noticias de prensa, cartillas de lecto-escritura, poesía experi-
mental, cantos infantiles, citas-homenaje de Memorias de un
venezolano de la decadencia de Pocaterra; y establece diálogos
intertextuales con El Bosco, Dante, la picaresca, las crónicas
policiales o la ciencia, tradiciones populares, el lenguaje de la
publicidad, las carreras de caballos o las lecturas de cartas. La
apuesta novelesca se cifra, en un sentido, en las posibilidades
ilimitadas de un discurso proliferante, explosivo, que –recor-
dando a los vanguardistas más radicales– no teme a la sobre-
saturación de imágenes ni a la fuga del sentido (y los sentidos).

Su mismo título sugiere la idea de una escritura de juego y


transfiguración. En la medida que se avanza en la lectura, si
bien se concreta la idea de una palabra en absoluta libertad pa-
ra generar mundos verbales que abren las puertas a los más di-
versos trabajos con el lenguaje y la imaginación, desde textos
de registro lírico, alucinantes mundos de ciencia ficción o his-
torias que se construyen a partir de un intenso trabajo con el
habla o la música popular, la “palabra” se va perfilando en su
función desenmascaradora y emancipacionista, concentrada
en la construcción de un vasto campo de polaridades confor-
mado a partir del eje opresores/víctimas. Si algo privilegia Bri-
tto García en su novela es la representación dual de la historia
en tanto historia del poder y de los vencidos. En clave de fic-
ción, el lector puede reconocer puntualmente, salvo por el hi-
potético mundo de Gnossos y Cataclix, los referentes básicos
que se desprenden de dos ejes de historias, la vida del rebelde
Rubén y la de la nación, desde la conquista y la colonia hasta la
victoria del político populista, descendiente del pícaro colonial.
Una vertiginosa galería de personajes e historias en serie, co-
mo las de Perseguido, Micael, La Mano Poderosa, Su Melodía
Favorita, Alfiero, Yo no quise ver su cara, los Revógrafos y los

33
Emenarostas, entre otras, atraviesan los ejes mayores para dar
espesor a la imagen de un mundo infernal y apocalíptico; a pe-
sar de su diversidad, los personajes parecen incluirse unos en
otros y confundirse en pulsiones básicas de aniquilamiento y
creación, y parecen congregarse en el relato matrixiano de
Gnossos y Cataclix. Desde las historias iniciales de Acataurima
y Rubén hasta su conclusión, Abrapalabra representa la vio-
lencia devastadora del poder histórico y el nuevo poder de lo
virtual, que sólo pueden ser combatidos desde sus márgenes,
zanjas, prisiones, con el contra-poder libertador y agonista de
la palabra alucinante. Es en cierta forma una compleja y reno-
vada actualización setentista, el mejor ejemplo venezolano de
“novela total” o de lo que supuso Cubagua en su momento.

Un narrador que, desde otra clave estilística, la del llamado


neobarroco, alimentaría notable y sistemáticamente la reescri-
tura de la historia y los relatos de identidad fue Denzil Romero
(1938-1999). Como González León y Britto García, también sus
textos merecieron reconocimiento internacional: el Casa de las
Américas por La tragedia del Generalísimo (1983) y el de La
Sonrisa Vertical por La esposa del Doctor Thorne (1988). Aun-
que se incorporase a la publicación tardíamente, sus dos pri-
meros libros de relatos, Infundios (1978) y El invencionero
(1982), sorprendieron por entregar un lenguaje narrativo que
no temió afrontar los más extremos y brillantes juegos con la
palabra fascinada-fascinante, ni apostar por una escritura «to-
rrencial» (Liscano), a la vez erudita y erótica, por la recreación
de la historia mediante una exasperada capacidad fabuladora y
por lo que irónicamente –o no– denominase «infundio». Mu-
cho de esto fue trasvasado a las novelas de referente histórico
de este gran «invencionero», como las mencionadas La trage-
dia del Generalísimo o La esposa del Doctor Thorne –dedica-
da a la “delicada” figura de Manuela Sáenz, y que desatara al-
guna patética y divertida polémica internacional–, Grand Tour
(1987) –como La tragedia… centrada en la poderosa y margi-
nada figura del excéntrico prócer Francisco de Miranda, cuyo
seguimiento novelesco se completaría con Para seguir el vaga-
vagar (1997)– o La carujada (1989). Novelas que, por cierto,

34
tienen en común el hecho de elegir como centro personajes ca-
pitales de la historia que han sido menospreciados u olvidados;
a las figuras de Miranda, Carujo, Sáenz, habría que añadir la
del conquistador Pedro de Alvarado (Tonatio Castilán o un tal
Dios Sol, 1993) o la de Alejandro de Humboldt (Recurrencia
equinoccial, 2002).

«[L]a imaginación, siempre me ha servido de recurso sal-


vador. Cuando todo resuma pesar, de ella mana júbilo; me
acompaña, me alboroza, me libera y me lleva a emprender
cualquier audacia. ¡La imaginación y el lenguaje!». Estas pala-
bras de su Diario de Montpellier (2002), que podrían comple-
mentarse con las –apenas– enmascaradas reflexiones metali-
terarias y confesionales que el lector encuentra en Entrego los
demonios (1986), encajan perfectamente en una novela que
funciona tempranamente como enclave básico de su escritura:
La tragedia del Generalísimo. Dedicada a Enrique Bernardo
Núñez y a los 50 años de Cubagua, hereda de ellos tanto una
lectura irreverente de la historia como la voluntad de trans-
gredir radicalmente el sentido cronológico del tiempo histó-
rico, al punto de que el lector se topa con delirantes anacro-
nismos desde el primer capítulo, en el que Miranda se duele
por la Venezuela del presente (del novelista), y ve cómo la no-
vela culmina con un alucinante viaje del Precursor a la Nueva
York bohemia y underground de los años 60. La tragedia… se
emplaza en un lugar que desde su inicio abre el juego transgre-
sor de la imaginación: la contemplativa (y lezamiana) mirada
al cuadro “Miranda en La Carraca” de Arturo Michelena. La
mirada/espita da curso a la hiperbólica biografía, entre mimé-
tica y fantástica, de un Miranda sobresaturado de huesos pero
aún más de carnes, «Gran Perdedor», iconoclasta utopista que,
azuzado por la necesidad de reivindicar a su ofendido padre,
encuentra titánica e insaciablemente en la acción política y el
acto erótico formas de conocimiento complementarias al nue-
vo saber de la razón ilustrada y modos concretos de fundar el
sentido (trágico) de una existencia que excedió siempre las mi-
serias de su tiempo; búsqueda expresada por la escritura de un
único monólogo de Miranda-Romero, acto de la contramemo-

35
ria que se ofrece como modo de resistir agónicamente derrota
y muerte, como deseo de hacer pervivir proyectos utópicos y
contravenir la historia y sus historias.

Otro narrador que sería injusto olvidar en este asunto de la


reescritura de la historia es Francisco Herrera Luque (1929-
1991), el más difundido representante de la llamada historia
fabulada. Aunque dejado de lado por la crítica profesional, qui-
zás por ser de los pocos escritores que han alcanzado en Vene-
zuela un cierto éxito comercial y/o porque su escritura, de in-
discutible eficacia y solvencia en el arte de narrar, fue poco da-
da a audacias y experimentaciones. En textos como Boves, el
Urogallo (1972), En la casa del pez que escupe el agua (1975),
Los amos del valle (1979), Manuel Piar, caudillo de dos colo-
res (1987) –personaje también desarrollado en otra novela
anterior de mayor ambición formal, El gran dispensador de
Manuel Trujillo– o La luna de Fausto (1983), Herrera Luque
fue fiel a su vocación de entregar a todo tipo de público lector
versiones inéditas o poco difundidas de figuras heroicas y anti-
heroicas y de hechos olvidados o dulcificados por la historia
oficial. (Otros casos importantes de divorcio entre público lec-
tor y crítica especializada son los de Isaac Chocrón (1930), cu-
ya novelística, a pesar de contar con buen número de lectores,
ha tenido la desgracia de haber sido escrita, fuera de género,
por uno de los más importantes dramaturgos venezolanos; o
Fermín Mármol León, por ejemplo, criminólogo culpable de
serlo y publicar “best-sellers”, cuya narrativa se nutre de la cró-
nica roja, y que, en cambio, fue acogido con gusto por el cine –
Cangrejo II, del cineasta y dramaturgo Román Chalbaud–; lo
que también ocurriría con el relato autobiográfico de Ramón
Brizuela, Soy un delincuente).

Last but not least… Un hecho inocultable y relevante de es-


ta última parte del siglo (y en este asunto de la restauración de
los olvidos de la historia) es la visible incorporación del sujeto
femenino a la escritura narrativa. Más allá de destacados ante-
cedentes ya mencionados –De la Parra, Palacios–, desde los 60
un significativo grupo de mujeres –Elisa Lerner (1932), Laura
Antillano (1950), Antonieta Madrid (1939) o Victoria de Ste-
36
fano (1940), entre otras–, entran en la escena narrativa apor-
tando miradas que divergen de las dominantes. Ana Teresa
Torres (1945) es una de las que ha alcanzado mayor resonancia
y reconocimiento. Interesa destacar aquí a Torres porque, ade-
más de contar con una importante producción narrativa, entre
la que destacan Vagas desapariciones (1997), Malena en cinco
tiempos (1997) o Los últimos espectadores del acorazado Po-
temkin (1999), sus dos primeras novelas, El exilio del tiempo
(1990) y Doña Inés contra el olvido (1992), quizás las más di-
fundidas, se insertan perfectamente y con una inflexión parti-
cular en esta zona narrativa de la representación de la historia.

La memoria y su voluntad de testimoniar otra dimensión


del tiempo histórico es uno de los ejes que unen a estas novelas
de Ana Teresa Torres. Tanto en El exilio del tiempo, que entre-
ga imágenes de la historia del país a lo largo del s. XX, a partir
de la crónica familiar y desde la óptica afectiva de su narrado-
ra, como en Doña Inés contra el olvido, cuya voz, desde la
muerte, teje también las vidas paralelas de la familia y la na-
ción, a lo largo de tres siglos, es claro el intento de entregar
otra versión de la historia que no teme asumir materias, em-
plazamientos y estrategias anti-épicas e inusuales –la casa y
sus objetos, la historia de amor, el humor y lo anecdótico– que
no necesitan de enmascaramientos, como la ironía de las “des-
memoriadas memorias” de la Mamá Blanca de Teresa de la
Parra, para reclamar abiertamente la legitimidad de la voz y el
lugar de la mujer en la empresa de representar (y construir) la
historia, su historia, profundizando la empresa que iniciaran
en el continente Isabel Allende y Laura Esquivel.

La decadencia y mutaciones de una clase antaño privile-


giada, a la que audaz y conscientemente se adscriben y en las
que se reconocen las narradoras de ambas novelas de Torres,
es pretexto y marco histórico a partir del cual se arma otra mi-
rada y se figura otro lugar, aquél que asigna a la mujer una ac-
tiva centralidad en el decurso del tiempo. Esa figura es la que
trama en el tejido de la memoria un legado: el de una afectivi-
dad que tiende, aun desde la adustez y el clasismo de una figu-
ra como Doña Inés, lazos solidarios en los que cifrar la posibili-
37
dad de una metafórica casa –familia o país–, otro cimiento
que, en el recuerdo y hacia el futuro, lime y suture la destruc-
tiva sed de poder o la desidia, la amenaza o el conflicto social,
que parecen signar al mundo de los hombres. Doña Inés con-
tra el olvido y su final alegórico son sintomáticos de esta nueva
“política”: el fin de un litigio sobre tierras en pugna desde la
Colonia entre negros y blancos –mantuanos y libertos descen-
dientes de esclavos–, incapaz de ser resuelto por el naufragio y
la decadencia históricos, lleno de violencias, traiciones, alian-
zas y negocios ilegítimos, a que ha conducido la masculina era
republicana, es solucionado por la agencia de Belén Sánchez
Luna, que culminará en el acuerdo (por demás, desigual) entre
los hijos de la nueva democracia, Francisco Villaverde y José
Tomás, para montar en las tierras en disputa un complejo tu-
rístico que garantizará tanto la continuidad de la propiedad de
los mantuanos y dará trabajo a la gente del pueblo como la
muerte en paz de doña Inés.

2 Dos o tres fantásticas

Otras (in)direcciones de esta última parte del siglo condu-


cen a una de sus figuras centrales, Salvador Garmendia (1928-
2001). Fundador, como González León, de Sardio y El Techo
de la Ballena, su producción narrativa fue de las más consis-
tentes del siglo y permitió abrir líneas en su momento inéditas.
Como la de Borges, Cortázar o el último Meneses, casi toda su
obra se centra en una cruda e irresoluble tensión entre la reali-
dad y la ficción. Se diría que su narrativa diseña el campo de
un realismo no sólo paradójico, sino, ya desde su primera no-
vela, Los pequeños seres (1959) de «imágenes estrábicas»; rea-
lismo que hurga en superficies, calles o pieles, hasta dar con
ruinas, tuétanos evanescentes; hiperrealismo exasperado y alu-
cinante, reflexión sobre la precariedad del realismo y la reali-
dad. Aunque más claramente apreciable en sus cuentos, inclu-

38
so en sus novelas más atentas al registro de lo exterior, es clara
su voluntad de distanciarse de Convención.

Varias de sus primeras novelas –tras Los pequeños seres,


Día de ceniza (1963) o La mala vida (1968)–, se construyen a
partir de recorridos que hacen sus protagonistas por la ciudad
de Caracas. Enfrentados a situaciones-límite, cuyo norte más
frecuente es la muerte –por suicidio, de preferencia–, persona-
je y narración abren la puerta a una suerte de balance de vida
en el que se pone de manifiesto la condición volátil de la exis-
tencia, su carácter de decadente mascarada, de teatral simula-
cro; personajes que, nietos narrativos de las «vidas oscuras»
de Pocaterra, se descubren extranjeros de sí mismos ante una
cotidianidad vacía. La realidad de lo que se da por vivido y la
propia identidad son tan sólo «una cáscara de cierto espesor»,
como dirá Juan Calzadilla –poeta también del “apache” suicida
de la ciudad–. Tal esquema se continuará en su novela más
fragmentaria y heteróclita, Los pies de barro (1973), en la que
los recorridos vitales del protagonista-escritor, inútil deambu-
lar por calles y seres de la ciudad, dan cabida a resonancias de
la Caracas de la violencia política de los años 60, el mundo de
la delincuencia o el auge de la cultura popular de masas –de la
Tongolele a la radionovela o la publicidad–, sin que por ello
varíe un ápice la suerte del balance existencial, hecho de de-
rrota, absurdo y radical hastío.

Otro rasgo notorio de esas primeras novelas de Garmendia


que pueden ser leídas como textos de una extraña morosidad,
donde lo intrascendente –una verruga, excrecencias, actos fi-
siológicos, conversaciones banales, recuerdos desmotivados,
diarias fantasías de fuga– puede convertirse en materia privile-
giada de una narración al borde de lo antinarrativo, que se
ceba en mostrar lo gratuito y lo desquiciado como aquello ge-
nuinamente vital. Si algo resalta en ellas es el protagonismo
que adquieren los caprichosos movimientos del cuerpo y la
mente de sus personajes, como si se tratase de registrar un fas-
cinado mecanismo incontrolable, que descubre perplejo y des-
concertado, inútilmente, que está vivo, a punto de estallar de
real irrealidad. Anti-narratividad y real-fantástico que cuajarán
39
desde temprano en un reino en el que Garmendia se sintió co-
mo en casa: el cuento. El privilegio del fragmento –y en cierta
forma también del cuento– lo expresó Garmendia en “Ansel-
mo” (El único lugar…):

Me confieso incapaz de escribir una novela […] Porque todo lo real


[…] se compone de una aleación poco ordenada […] de fragmentos
[…] [C]ada vez que creemos concebir un todo, es decir, una masa de
tiempo labrada, condenada a un espacio, lo que elaboramos al final
no pasa de ser una ilusión pedante.

O:
La realidad visible se expresa en lo desconocido, lo que no se al-
canza a imaginar […] [M]is fragmentos son atrozmente limitados.
Técnicamente no podríamos hacer otra cosa que escapar de ellos;
escapar por los bordes, si nos atenemos a la rutina; pero si tomamos
la dirección debida es casi seguro que nunca llegaremos a un fin.

En el cuento, sus visiones desconcertantes y perplejas en-


contraron formato adecuado y disparadero. Ya Doble fondo
(1965), y años más tarde Difuntos, extraños y volátiles (1970)
o Los escondites (1972) –títulos que encierran parte de su poé-
tica narrativa–, son indicios claros de la fuga y descrédito del
realismo en Garmendia, no pocas veces expresados allí en sal-
tos al vacío, vuelos, crímenes, actos secretos. La observación de
un yo capaz de desdoblarse y ver/imaginar su propio «vientre
tasajeado», como si «adentro […] estuviese toda la materia
palpitando con su baba íntima y fragante llena de calor ani-
mal», del narrador de La mala vida, podría leerse como el em-
plazamiento a partir del cual se perfilan los viajes cotidiano-
alucinantes de sus primeros libros de relatos. Es claro también
allí su adscripción a la fantástica latinoamericana, a la que
Garmendia imprimió sello personal. Además de mostrar, con
Borges, que la realidad (casi) no existe, o que la frontera entre
lo real y lo fantástico es fundamentalmente endeble y promis-
cua, como en Cortázar, Garmendia la hizo volver, además, in-
diferente, y gustó con frecuencia de añadir jugosos toques de
humor. Realismo fantástico que, derivado de la celebración de
la imaginación y la capacidad fabuladora, no abandonó por
mucho tiempo su hiperrrealista y crítica observación de los ri-
40
tualísticos actos de la cotidianidad. El humor macabro de sus
primeros libros de relatos irá cediendo espacio al tono picares-
co o amablemente nostálgico –¿herencia del otro Garmen-
dia?–, apreciable ya en sus Memorias de Altagracia (1974), El
único lugar posible (1981) o los relatos breves de Hace mal
tiempo afuera (1986), hasta asentarse en sus últimos libros –
Cuentos cómicos (1991), La casa del tiempo (1995), La media
espada de Amadís (1998)–. La opción por el cuento e incluso un
confeso rechazo a su novelística marcará estas últimas décadas.

Pero la obra de Garmendia, además de su peculiar versión


de la fantástica y de su paradójico realismo crítico urbano, aún
exploraría otras posibilidades. «Quiero narrar detalladamente
quién soy»: «Sé que hay […], hacia el fondo, un sedimento que
el tiempo se ha encargado de ocultar; [algo que] guarda secre-
tos de nostalgia, de viejos latidos», dice el narrador de La mala
vida, como si el costado benéfico de la vida y el yo, hubiera
quedado en el origen. El movimiento de la conciencia hacia el
pasado familiar se cumple sistemáticamente en sus primeras
novelas, desde los viajes de la memoria de Mateo Martán hacia
el espacio provinciano de la infancia hasta el mundo donde na-
ce la familia de muñecos de trapo, Las Fuequinde de Robinson
en Los pies de barro. Pero el primer resultado pleno del viraje
a un pasado de algún modo luminoso, lugar primigenio de la
«aventura de narrar», contracara íntima de su narrativa ur-
bana, será Memorias de Altagracia y algunos textos inéditos
incorporados a su antología de relatos Enmiendas y atropellos
(1979), que conducirán en sus últimos años a la expresión y re-
creación de lo (quizás o en cierto modo) autobiográfico.

Poco después de la publicación de El osario de dios o País


portátil, años en que el mundo vivió cautivado por la tragicó-
mica saga de los Buendía, aparece la colección unitaria de re-
latos Memorias de Altagracia (1974). Con él, Garmendia parti-
cipa de ese volcamiento de la mirada literaria sobre la provin-
cia; pero también aquí introduce un giro. No hay allí realmagi-
cismo eufórico ni voluntad de convertirse en vocero de una
memoria colectiva (ni siquiera como Armas Alfonzo); por el
contrario, el tono menor marca la diferencia. Si bien es home-
41
naje al espacio de origen, es ante todo el reconocimiento de un
lugar propicio para la imaginación y la fabricación de la fábula.
Los desérticos espacios, el provincianismo de un barrio que
empieza a sentir los impactos del sueño del progreso, funcio-
nan como acicates para quijotescas aventuras, que, como las
del histórico Míster Boland o El Peligro Amarillo, parecen con-
denados a estrellarse entre heroica y aparatosamente contra la
nueva realidad. El tipo de espacios y personajes, familiares,
adustos, cómicos, que integran el mundo de Altagracia, reapa-
recerán en algunos relatos de El único lugar posible, Hace mal
tiempo afuera o La casa del tiempo; la derivación hacia lo más
directamente autobiográfico, sin perder condición narrativa, se
manifestará en un otro género: la crónica –Crónicas sádicas
(1990), La vida buena (1995), El gran miedo (2004)–, como si
al final Garmendia hubiese estado tomado por la obsesión de
recuperar, revivir, comprender su vida en la escritura y la escri-
tura misma, duplicando el gesto de algunos de sus personajes.

Un vuelo panorámico sobre de la narrativa del siglo podría


hacer pensar, algo caprichosamente, pero no sin razón, en que
Venezuela es país de cuentistas. A partir los 60 un gran núme-
ro de escritores –de Gustavo Luis Carrera (1933) a Igor Delga-
do Senior (1942)– parece darle preferencia a la narración bre-
ve; pocos son los que se inclinan principalmente por la novela
–Eduardo Liendo (1943), José Pulido (1945)…–. De hecho, los
principales autores postsentistas, Balza o Britto García, alter-
nan ambos géneros. Aunque Ednodio Quintero (1947) haya in-
cursionado firmemente –y cada vez más– en la novela con li-
bros como La danza del jaguar (1992) o El rey de las ratas
(1994), amasó la consistencia de su trabajo narrativo en una
cuentística de las más sugestivas de esta segunda mitad del si-
glo. «Lo mejor de mi vida, y quizá lo peor, sucede en mi mente.
Lo que allí se genera, ideas, sueños, anhelos o imágenes lanci-
nantes del deseo, rebasa –con mucho– las evidencias avasa-
llantes de lo real», dice el narrador de “El corazón ajeno”; la
afirmación podría ser reconvertida con cierta facilidad en poé-
tica del conjunto de su narrativa. Quintero continúa en varios
aspectos rasgos centrales de la narrativa de Garmendia –la

42
tensa fuga de lo real; el privilegio del yo, una conciencia siem-
pre bien dispuesta a dispararse por terrenos alucinantes–; pe-
ro su trabajo acoge temáticas aún más heterogéneas y radica-
liza la apuesta por una escritura volcada sobre la posibilidad de
la transfiguración de lo real, aunque paradójicamente haga de
la historia, la fábula narrativa, un sostén fundamental.

Desde sus libros de cuentos La muerte viaja a caballo


(1974), Volveré con mis perros (1975) o El agresor cotidiano
(1978) a El corazón ajeno (2000), en sintonía con sus novelas,
Quintero entrega una curiosa alternancia de mundos rurales y
urbanos, espacios míticos e interiores, sometidos a la agencia
desquiciante e imaginativa de una conciencia fabuladora, aten-
ta sistemáticamente a la posibilidad del desvío de los mundos
de la razón y el orden: el «agresor cotidiano». Enemigos ima-
ginarios, jaurías, bandidos, ineptos sociales, dobles, persecu-
ciones o muertes violentas, encierros o fugas, deseos eróticos o
incestos, destinos inescapables, historias cíclicas, fantasmas,
viajeros, metamorfosis de personajes y narradores, batallas del
yo, memorias invencioneras, son frecuentes ítems de una
cuentística que apuesta por desarrollar una peculiar fantásti-
ca, relatos como escenificaciones de simulacros, en juego tanto
con la tradición lejana de los relatos milyunanochescos y mito-
lógicos como con las más próximas de las historias de bandi-
dos o el arte contemporáneo, y por configurar realidades autó-
nomas, hiperbólicas, en permanente danza, pero siempre al
borde de la imposibilidad, la locura y la tragedia o teñidas por
el manto de Melancolía.

3 Juegos serios de la nada y la verdad

Quizás la derrota política y la generación en narrativa de un


«espacio reflexivo sobre la vida precaria de la historicidad»
(Julio Ortega) que expresa Historias de la calle Lincoln (1971)
de Carlos Noguera (1943) –autor además de novelas como In-

43
ventando los días (1979) o Juegos bajo la luna (1994)– supon-
ga el punto de partida para la búsqueda de una orientación
que, aunque antecedida por Meneses y Salvador Garmendia, se
consolidó en el último tercio de siglo. Es rasgo reconocible en
ella su tendencia a la in/disquisición, como al filo del ensayo
filosófico, de una conciencia introspectiva o contemplativa so-
bre la precariedad de las certidumbres, los límites de la identi-
dad, la vida y el destino, el registro evasivo de la experiencia en
la memoria y la escritura, el desentrañamiento en suspenso de
los ocultos y enigmáticos sentidos y consistencias de lo real.

José Balza (1939), de los narradores imprescindibles del


siglo, es sin duda principal representante de esta tendencia. Ya
sus primeras novelas y “ejercicios narrativos” –Marzo anterior
(1965), Largo (1968), Órdenes (1969), Setecientas palmeras
plantadas en el mismo lugar (1974), Ejercicios narrativos
(1976)–, abren la puerta a libros en los que cuajan narrativa-
mente en plenitud la densidad de un pensamiento cifrado en la
certera tersura de sus formas –D (1977), Percusión (1982), Un
rostro absolutamente (1982), La mujer de espaldas (1986),
Medianoche en video 1/5 (1988), entre otros.

Percusión, una de sus principales novelas, puede ser leída


como una suerte de suma del pensar postmoderno o novela de
viajes, pero sobre todo como búsqueda del yo desde el empla-
zamiento cognoscitivo de la memoria. Memoria-ficción, no
sólo porque se ubique en un momento (2005) muy posterior a
la publicación de la novela, sino porque –borgianamente– todo
hecho puede encerrar su pasado y abrir una rendija que se
tiende y avanza el porvenir; sólo el reencuentro con ese pasado
en la realidad y la conciencia podrá revelar el tejido de un des-
tino y su sentido siempre incierto. Amores y ciudades –bise-
xuales los unos; las otras entre reales e imaginarias, decidoras
de las más diversas y extrañas geografías–, objetos, el tacto o la
vista, mitologías, monumentos, obras de arte, teorías científi-
cas o filosóficas, son fuente de reflexión para comprender lo
que se encierra en, trasciende y subsume la historia –política–
y la experiencia individual. El reconocimiento de lo que está
más allá o más adentro de lo inmediato, del acontecer, es el ob-
44
jetivo perseguido tenazmente por la conciencia narrativa. Co-
mo si de réplicas se tratase, todo –cosas, seres, relaciones– es
pretexto de (re)conocimiento epifánico; todo puede ocultar/
revelar alguna otra entidad o idea, como claves que la memo-
ria-escritura, atenta a la percepción y desciframiento de otras
resonancias, reconoce o –incluso– inventa: ser parte de un ri-
tual, una espiral, estructura impensada, vida alterna y doble.

La inquisición por lo permanente permite reconocer, en un


tenso juego de equilibrios y desequilibrios, realidad e imagi-
nación, sucesivas series de paradojas y perplejidades: el valor
de lo transitorio, el amor o la belleza puede llevar a descubrir el
del olvido –«[c]uando encuentra al otro definitivo […] es por-
que ya no podrá retenerlo, porque el hallazgo significa igual-
mente el adiós»–; una montaña puede ser presa de realidad en
un poema –lo sólido rotundo en lo aéreo–; la aspiración o el
deseo suponen su caída; el cuerpo encierra su ruina, como la
sensualidad el dolor; en una inscripción, en una esquina se
puede revelar una historia; el deseo de alcanzar la utopía social
puede conducir a la guerra; lo mismo puede identificarse en lo
diverso más radical y viceversa. En Percusión, suerte de poli-
cial filosófico, la escritura-memoria, envuelta por «la conteni-
da pasión de lo inexpresable», ansiosa de «ser deslumbrad[a]
por un momento de síntesis», sigue las pistas –percusiones y
repercusiones– de trazas y enigmas que se resuelven en la
duda final sobre la posibilidad incierta del renacimiento o en la
repetición infinita (bella, dolorosa y mortal) de actos y vida, ser
«el otro y el nuevo: el otro y el de siempre» –y ¡cómo no!:
resuenan Borges y Meneses–. El saldo final será lo inestable y
esquivo como única certidumbre de las «relaciones entre el
destino y lo ilegible». No es dado el arribo, pues los desplaza-
mientos suponen «un círculo de visitas que, siempre, [dese-
chan] el centro»; ni el saber sino su aproximación, ya que el
sujeto que a él aspira es una (id)entidad –no identificada–, co-
mo la realidad misma, construida y fuera de control, atada a la
paradoja y la ironía, a la fisura y la imprevisión, como reza el
poema de Tcharentz que se halla en la novela: «Siempre el
pensamiento se acumula imponderable, invisible./ Quieres

45
aprisionar su curso, y escapa indócil. […]/ Llega por azar, si-
lenciosamente discreto».

Algunos significativos relatos de Balza, de “Un libro de Ro-


dolfo Iliackwood” a “La mujer de espaldas”, ponen de relieve
tanto la condición reveladora y trascendente de la escritura ar-
tística como la superior sensibilidad e inteligencia de ciertos
seres capaces de distinguirse e ir más allá de la anodina reali-
dad en la que viven. Asimismo, una novela como Medianoche
en video 1/5, aunque continúe muchas de las proposiciones de
Percusión, añade otras dimensiones que permite completar
esta imagen incompleta de la narrativa de Balza. Una estram-
bótica cena-espectáculo en una embarcación que surca las
aguas en la noche deltana y que permite el reencuentro de un
grupo de amigos convocados por el homenaje a Tano, quien
como misterioso demiurgo los descubre en sus “sí-mismos” y
los pone en relación, es el pretexto que escenifica dos dimen-
siones de la realidad o, si se quiere, dos países o shows parale-
los y divergentes: el del mundo banal, antojadizo y mediocre
de la política o la televisión y el de la diferenciada “herman-
dad” de Tano. A la espera de la llegada de Tano, la conciencia
del narrador, en el ejercicio de la memoria, persigue y teje una
trama de sentidos y destinos a través del acercamiento al otro:
cuerpos, imágenes, miradas, encuentros y desencuentros, fu-
gas, revelaciones. Quien es capaz de entregar la síntesis final
de seres e historias es Tano. Tano (como Godot el Maestro de
Ionesco) nunca hará acto de presencia en el homenaje que él
mismo propiciara, pero sí ocurrirá la maravilla: la apertura de
la flor de medianoche, que retrospectivamente podría remitir
al decurso mismo de la narración y sus historias. Homenaje,
vida, memoria y escritura van trabándose como planos de un
rito ceremonial en el que sus protagonistas, por oposición a la
experiencia del mundo de las masas, pueden adivinar, oblicua-
mente, en los pliegues de un instante, una imagen, una piel, el
privilegio de la decisiva “entre-visión” de otra realidad, el pre-
sentimiento deslumbrante de la fugaz belleza o el esquivo sa-
ber.

46
Otros narradores, además del mencionado Noguera, contri-
buyen también a dar espesor a este tipo de búsqueda narrativa,
como el Sael Ibáñez (1948) de La noche es una estación (cuen-
tos, 1990), donde la relación yo/otro como espacio de la repeti-
ción ritual, el desencuentro o la epifanía, marcan temática-
mente la función de una escritura que, lejos de pretensiones
últimas, quiere destacarse como lúcida y paralela conciencia en
acción; o el Humberto Mata (1949) de Toro-toro (1991) –del
que destaca quizás su relato más emblemático “Incendios”–,
“Boquerón” –premio del concurso de cuentos de El Nacional
en 1992– y de una de las más sugestivas, intensas y desconcer-
tantes joyas narrativas del reciente fin de siglo: la novela breve
Pie de página (1999), en la que, como en “Incendios”, relato
del que parece derivarse, la narración adquiere la forma de un
policial borgiano o menesiano, donde el narrar mismo, entre-
cortado e incierto, lleno de dudas y ocultamientos sobre la ver-
dad y lo real, plagado de notas al pie de página que subrayan la
enrevesada inutilidad de la empresa, deficiente voz –llena de
voces– de una memoria imposible de establecer, se constituye
en problema medular, y sus personajes, de dudosa identidad,
al borde del ser de papel, de la obsesión y la locura, ejecutores
de arbitrarias pulsiones eróticas o violentas, son figuras que
adensan un escenario volátil, en el que la idea de un absurdo
destino parece ser la única posible aproximación a la historia.

Otro nombre vinculable en algunos aspectos a los anterio-


res que debe ser destacado en sus particulares inflexiones es el
de Victoria de Stefano (1940). Aunque publicase su primera
novela en 1970, es hacia el fin de siglo cuando sus entregas na-
rrativas toman cuerpo. Antes de que finalice el siglo publica
sus novelas La noche llama a la noche (1985), El lugar del
escritor (1992), Cabo de vida (1994) e Historias de la marcha
a pie (1997) –quizás la que merecidamente ha logrado mayor
resonancia–. Pocos narradores como de Stefano han logrado
salvar el obstáculo de enfrentar descarnada y valientemente te-
mas que, como el dolor, la enfermedad, la muerte, la soledad,
la orfandad existencial, tientan tan fácilmente el patetismo. Un
delicado y tenso equilibrio entre (auto)análisis y emocionali-

47
dad, expresado en una prosa que oscila entre la descripción, la
reflexión filosófica y el lirismo, envuelve a estas novelas del au-
toconocimiento. (Y en este punto –el «examen del yo», el auto-
análisis de Pedro Emilio Coll o la ironía del fauno en Ídolos
rotos– los fines de siglo XIX y XX dialogan). Escribir –o leer–
encuentran su sentido cabal en el registro y procesamiento pa-
sional y cognoscitivo de la vida. Vida y narración se supeditan
en la necesidad de ver y verse, escuchar y escucharse, escribir
sobre el/lo otro como una forma de aproximarse también a la
propia comprensión.

De hecho, una novela como Historias de la marcha a pie se


estructura en torno al registro intencionalmente desordenado
de espacios diversos, reflexiones confesionales, recuerdos, con-
templaciones, historias de otros o historias de otros contadas
por otros… Narración y narradora prestan a otros su cuerpo y
su palabra, y a la vez se nutre del cuerpo y la palabra de otros
para funcionar, como si se tratase de una cuerda en tensión
que vibra y suena al ser tocada. La escritura es, así, caja de re-
sonancia que comunica adentro y afuera, voz atravesada por
seres, naturaleza e historia. Vidas fragmentarias y fragmentos
de vida dan curso a una imagen a la vez radical, doble e incon-
clusa: un vertiginoso desplazamiento entre el deseo o la ilusión
y la melancolía o la herida, la pregunta, la búsqueda o la acep-
tación nostálgica, conforman sistemáticamente la historia –del
yo o la humanidad– y la escritura. Incluso la muerte o la enfer-
medad no admiten fijeza, pues, a partir de su condición de
fronteras, de límite, es posible la conciencia y plenitud de la vi-
da, e incluso es posible la escritura. La idea de «historias de la
marcha» supone la del viaje, pero en este caso la de los múlti-
ples sentidos del viaje: el de la vida hacia la escritura, el del yo
hacia la alteridad, del esplendor –de nuevo: del yo o la huma-
nidad– a la decadencia y la muerte. Y supone asimismo sus re-
tornos, sus renacimientos, sus “viceversa”. A la vez, la idea de
«marcha a pie», tiene que ver más que con el modo de los des-
plazamientos, con la índole de un tono. La ubicación de las
historias en lugares en los que un yo –narradora u otro cual-
quiera– pone en escena su condición de pasantía, extranjería o

48
exilio –Argel, París, una sala de partos–, subraya o sugiere una
(paradójica) humildad ante las materias mayores –vida y
muerte– de las que trata la escritura.

4 Contestatarios (penosamente concentrados)

Para terminar, quisiera aludir brevemente a otra tendencia


narrativa que se concreta en los tempranos 60. «Brevemente»
y con toda injusticia, porque además de merecer capítulo dis-
tinguido en pie de igualdad9, se trata de un grupo de narra-
dores que ni por asomo ha recibido de la crítica el reconoci-
miento adecuado. El hecho ha sido propiciado en parte por los
mismos textos y autores, que han jugado a hacer eco de aquel
«es justo que se me considere, y lo deseo en extremo, fuera de
la literatura», de José Rafael Pocaterra en 1917. El “deseo” tie-
ne que ver con la fijación de un gesto y una figura de escritor
que, no obstante, en otros sentidos, difieren mucho de la que
se desprende de la actuación y textos de Pocaterra –sin ir más
lejos, en una distancia entre indiferente y en extremo desen-
cantada respecto del mundo de la política–, para optar por otra
tradición de figura de escritor, la que puede leerse a partir de
zonas de la narrativa existencialista, de Henry Miller, Bukows-
ki o los beatnik, y que guarda puntos de contacto con otras lí-
neas diversas y coetáneas en América Latina: entre otros, los
narradores mexicanos de la “onda” –Sáinz, Agustín–, Rubem
Fonseca o Bryce Echenique y los que Rama llamase «contesta-
rios del poder», entre los que podría incluirse también, quizás,
a Britto García o Romero entre los venezolanos.

Aunque no sin mayor o menor ambigüedad, son narradores


del y al margen, que optan, en temáticas, estilos y actuaciones,
9 Es, de hecho, junto a obras de mi preferencia de “indiscutibles”, como las de Teresa de
la Parra. el aquí ausente Gallegos o el conjunto de la narrativa de Salvador Garmendia,
la línea de escritura narrativa con la que más me identifico, quizás por esa cercanía co-
metí la prudente injusticia de dedicarle mayor espacio a los otros. Hoy, por supuesto,
me arrepiento.

49
por el descentramiento, el deambular, el sinsentido en vida de
narrador y/o personajes, la destemplanza y el –premeditado–
descuido formal, por el humor negro o sarcástico, la parodia y
la desacralización carnavalesca, e incluso por la defensa de o la
respuesta indecisa ante antivalores literarios, nacional-identi-
tarios o sociales. Y en ello reside (sólo parte de) su encanto;
por ello y por la centralidad de sus obras, no dejan de ser re-
descubriertos ocasionalmente por algunos críticos y lectores.
Pienso en el Renato Rodríguez (1927-2011) de las novelas Al
sur del equanil (1963; indudable antecesor de La vida exage-
rada de Martín Romaña), El bonche (1976) o La noche escue-
ce (1983); el Argenis Rodríguez (1935-2000) –la concreción
del “maldito” entre los escritores venezolanos contemporá-
neos– de Entre las breñas (1964), La ciudad desnuda (1977),
El viento y la lluvia (1978) o El ángel del pozo sin fondo
(1984); el Francisco Massiani (1944-2019) de su más conocida
Piedra de mar (1968) y, sobre todo, de colecciones de relatos
que hacen de él uno de los principales cuentistas del siglo –y
en los que habitan piezas maestras como “Un regalo para Ju-
lia”, “Había una vez un tigre” o “La tos y el dragón”–: Las pri-
meras hojas de la noche (1970), El llanero solitario tiene la
cabeza pelada como un cepillo de dientes (1975) o Con agua
en la piel (1998); o en el César Chirinos que desarrollase uno
de los lenguajes más propiamente “ex/céntricos” en novelas
como Buchiplumas (1975) a Si muero en la carretera no me
pongan flores (1981) o Mezclaje (1987).

Ex profeso, por razones de espacio y tiempo, he dejado de


lado a todo autor nacido en la segunda mitad del siglo XX. Me-
todológicamente es inaceptable, claro10. Entre ellos hay impor-
tantes aportes a la constitución de los relatos contemporáneos
de (post-)identidad y fabulación, muchos de los cuales han de-
bido tener algún desarrollo que aquí no encontrará el lector. La
10Salvo que considere en el futuro que, con la promoción nacida tras el medio siglo, se
inicia un período claramente diferenciable de lo descrito hasta aquí.

50
opción por revisar con mayor o menor detenimiento trabajos
varios de autores anteriores y el espacio que ello ha llevado
hasta aquí se ofrece como precaria compensación.

Antes que ampliar la injusticia, prefiero no nombrarlos.

51
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