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Historias con Mujeres_ML_Femenías

Si tuviéramos que hacer una


esquemática presentación de aquello que el siglo XIX denominó “la cuestión femenina”,
deberíamos, al menos, trazar tres grandes etapas históricas y conceptuales. La
primera suele recibir el nombre de “protofeminismo” y, al decir de Celia Amorós, se
remonta a las quejas y reclamos de las mujeres en tanto grupo re(ex)cluido por sus
pares varones (Amorós, 1997: 55). Sin embargo, ninguna de esas mujeres desafió la
sociedad estamental en la que vivió; sólo reclamaron igual trato que sus pares varones,
fueran caballeros, nobles o plebeyos.

La Ilustración aportó
dos conceptos claves, que permitieron legitimar argumentativamente los derechos de
todas las mujeres: la “igualdad” y el “universalismo”. Ambos derechos fueron
instaurados
de la mano de la nueva fundamentación política: el Contrato Social

Mary Astell (1666-1731), considerada la primera feminista inglesa, utilizó como


fuente las filosofías de Descartes y de Hobbes. Recogió del primero la idea de que todo
el mundo es capaz de llegar a la sabiduría, y del segundo, su análisis de los estados
de naturaleza y de civilización. Sobre estas bases se preguntó: “Si todos los hombres
nacen libres ¿cómo es que todas las mujeres nacen esclavas? ¿Cómo puede al mismo
tiempo el Contrato ser garantía de todas las libertades para los varones y de todas las
sumisiones para las mujeres?” 5

Sobre la base de lo que acabamos de señalar y de sus propias experiencias


como “Ciudadanas Revolucionarias”, algunas mujeres vinculadas a la Revolución
Francesa
desarrollaron la siguiente paradoja: o bien debían (legítimamente) qua humanas
detentar todos los Derechos que se les negaban, o bien no eran humanas.6 La obviedad
del absurdo del segundo término del dilema destruía la dicotomía excluyente en
la que se basaba la paradoja y habilitaba el pedido de inclusión por derecho propio.

Ahora bien, las clasificaciones más difundidas coinciden en denominar “primeraola” del
feminismo al amplio movimiento de mujeres que se produce en Estados Unidos
y ciertos países de Europa a partir de los años 60 del siglo XX, de la mano de la
liberación sexual. Esta cronología –que responde a la realidad socio-política, histórica
y económica de un conjunto circunscrito de países hegemónicos- ha sido adoptada
en general. Su punto de partida simbólico es el famoso libro de Betty Friedan The
Femenin
Mystic (1963), a quien se considera fundadora del feminismo liberal (Amorósde
Miguel/2, 2005: 15). La “segunda ola” se ubica a comienzos de los 70 y se extiende
hasta los 80 y su plataforma política fue El segundo sexo de Simone de Beauvoir
(1949). La recepción y difusión de esta obra fue polémica e irregular y necesitó más de
una década para que, aplacados en París los virulentos ataques de sus críticos, las
mujeres
se pudieran hacer cargo de sus novedades: la intersección sexo-clase, la crítica
al psicoanálisis freudiano, el método progresivo-regresivo, el feminismo como
reivindicación
existencialista-humanista, la importancia del cuerpo sexuado, el sexo como experiencia
vivida, la noción de “situación” (López-Pardina, 1998).8 Beauvoir aunó al universalismo
ilustrado, una fuerte posición marxista, –sin dejar de criticar su sexismo- un
sólido dominio crítico de la filosofía existencialista (Sartre y Merleau-Ponty), lo que la
convirtió en madre simbólica de la segunda ola del feminismo. Beauvoir denunció el
papel preponderante
en que los modos de socialización intervienen en la distinción biológica de “mujeres”
y “varones”. A raíz de ello en Estados Unidos se acuñó la palabra “gender” (género)
para designar lo culturalmente construido sobre la diferencia sexual, subrayándose una
clara oposición entre el “sexo” en tanto dato biológico, dimórfico, natural y el “géne-
ro”, entendido como “sexo vivido y socio-culturalmente construido”. Ante la pregunta
“¿Qué es una mujer?” (Beauvoir, 1987: 11), la filósofa francesa responde “La mujer no
nace, deviene”; y devenir “mujer” –según de Beauvoir- acontece socialmente según
una dialéctica, donde lo masculino se define por los privilegios que alcanza como sexo
que mata y lo femenino como el sexo que da vida (Beauvoir, 1987: 17). pone de
manifiesto que el poder atraviesa la psicología de los sexos: uno traba
relaciones de dominio y agresión y el otro, de cuidado y cooperación. A partir de aquí,
se construyó la analogía: “el sexo es al género como la naturaleza a la cultura”, que en
sus comienzos fue extensamente desplegada y sumamente fructífera

Esto es así sobre todo a partir del disciplinamiento


del deseo: desear lo que no se es, desear aquello de lo que se carece (Casale, 2006:
69). Butler critica sin concesiones no sólo la noción de sexo natural (pre-discursivo)
sino
también la noción de identidad estable. No hay nada, para Butler, más allá o más
acá de la performatividad. Decir es “hacer cosas con palabras”, según la sentencia de
John L. Austin. Por eso, las filosofías del giro lingüístico le permiten sostener que nadie
nace con un sexo-género ya dado, sino que siempre es una performatividad que se
resignifica constante y paródicamente

Las relaciones de
poder-discurso fabrican cuerpos, cuya persistencia (sus contornos, sus distinciones y
sus movimientos) constituye materialidad. Deconstruir en todos los órdenes a los
sujetos
y a su materialidad implica deconstruir también la singular relación sexo/género/
deseo y promover la ruptura de cadenas de determinaciones discursivas para que se
resuelvan en cuerpos dinámicos e inconstantes, producto de la fantasía entendida como
libertad. Vemos, entonces, que Butler niega el dimorfismo y la distinción sexo/género
proponiendo su subversión.

Formas de hacer historia: los héroes proletarios


Lo notable es que esas influencias fueron poco receptivas al debate que plantearon
las feministas, en particular las marxistas, a los historiadores varones. Las limitaciones
de la historia del trabajo identificada con la organización y el potencial revolucionario
de la clase obrera se atribuyeron tanto a los prejuicios masculinos como a
otros factores tales como la naturaleza de las fuentes (la información sobre los hom-bres
se encuentra más fácilmente en la prensa e informes oficiales) y las características
del trabajo de los varones y su comportamiento en las protestas (los varones con
empleo regular y mejor pagado son más proclives a participar en sus asociaciones
gremiales;
en cambio, las mujeres realizan trabajos irregulares y precarios y sus acciones
están condicionadas por sus obligaciones familiares) (Davin, 1981 y 1984).

en los ámbitos laborales; sobre la experiencia de los varones y la construcción del


deber ser masculino (ganar el pan y proveer a su familia); sobre la experiencia de las
mujeres y la formación del deber ser femenino (procrear y cuidar de su familia); sobre
cómo analizar el trabajo familiar o la experiencia de los y las desocupadas, de los y las
trabajadoras flexibilizadas, con jornadas impredecibles, contratos precarios y salarios
que ni siquiera cubren las más elementales necesidades. Por eso también vale la pena
seguir discutiendo si existe una neutralidad de género que en su formulación
compatibilice
la experiencia colectiva masculina y femenina así como lo que la noción clásica
de trabajo incluye/excluye, puesto que no solamente quedan extensas zonas del trabajo
femenino al margen sino también muchas ocupaciones masculinas.

Esta ideología se vio reforzada por las teorías funcionalistas para las cuales los
procesos de industrialización y modernización de los siglos XIX y XX crearon esos dos
mundos separados: la “familia” y el “trabajo”, y una sociedad dividida en dos esferas
de acción: la pública y la privada. Mientras que la familia dejó de ser una unidad de
producción
para transformarse en una de tipo emocional, la producción material de bienes
pasó a realizarse socialmente fuera del hogar y se enfatizó que entre ambos espacios
no había ningún tipo de interferencias. La separación entre la familia y el trabajo, entre
producción doméstica y formas socializadas de producción, reconfiguró las anteriores
divisiones del trabajo entre hombres y mujeres.

Los componentes básicos de esta ideología eran: a) separación rígida de las


esferas de participación del varón en el área pública de la producción y de la práctica
política y el confinamiento de la mujer a la esfera doméstica, al hogar y a la familia; b)
la idealización de la mujer madre y de la femineidad mediante el “culto de la verdadera
mujer” y, por último, c) la doble moral sexual y la consideración de la mujer como ser
asexuado, cuyo impulso a la maternidad sería análogo al impulso sexual del varón. la
identificación del espacio público como el lugar del trabajo que genera ingresos,
de la acción colectiva y del poder (en pocas palabras: como el lugar donde se
produce y transcurre la historia); y del mundo privado como aquel de lo doméstico, del
trabajo no remunerado ni reconocido como tal, de las relaciones familiares, los afectos,
la vida cotidiana. El primero era exclusivamente (o casi) masculino y el segundo
femenino.
Esta visión encerraba un correlato de carácter político: si la mujer permanecía
confinada en los estrechos límites del mundo privado, un mundo que era ajeno a los
ámbitos de decisión y de poder, su incorporación a la esfera pública estaría acompañada
de una mayor integración a esas esferas de decisión. Entonces, para las mujeres de
cualquier clase social su ingreso al mercado laboral significaría también una paulatina
liberación de las ataduras que les imponía la domesticidad.

Aunque parezca repetitivo


este proceso histórico fue paralelo a la construcción de un conjunto de rituales
asociados con la domesticidad considerada como primordialmente femenina (la casa,
la lectura, la costura, la relación con los hijos y la familia), y a la idea de que existe una
contradicción efectiva entre moralidad y trabajo, en tanto éste se realizaba en el espacio
público de la fábrica o del taller. La edificación de la idea de domesticidad se realizó
de manera análoga y enfrentada a otros rituales –como, por ejemplo, los de la
fraternidad
masculina– que se materializaban en el valor que se asignaba al trabajo asalariado
o a la presencia en los actos políticos y gremiales; en suma, a la legitimidad
incuestionable
de la presencia de los varones en los espacios públicos y en los ámbitos de
sociabilidad como cafés, peluquerías y barberías y también en el ejercicio del sufragio.

el chiste de Humor nos presenta a una mujer preocupada y


abrumada por cumplir con los mandatos correspondientes a una “mujer moderna”, que
busca responder a ciertos cánones de belleza, que está preocupada por el aspecto físico
y la vestimenta y, al mismo tiempo, por la presión de conseguir un trabajo adecuado.
En este caso, la mujer no está “atada” a pautas tradicionales como la maternidad
o el cuidado del hogar pero a ella se le imponen otras exigencias vinculadas a la belleza
y al desempeño laboral exitoso, que reflejan a veces más un mandato externo que la
propia satisfacción individual.
Mafalda está representando también una época de transformaciones respecto a
los roles femeninos o, por lo menos, de las aspiraciones de algunas mujeres de sectores
medios urbanos característicos de fines de los años 60 y comienzo de los 70. Aquí
se ve reflejado un contraste generacional entre un modelo materno ligado al ámbito
doméstico y las aspiraciones de Mafalda a tener estudios universitarios y un desarrollo
profesional. La niña de la tira es una forma de representar lo que estaba sucediendo
con las mujeres en las universidades pues, entre mediados de los años 60 y principios
de los 70, igualaron el número de la matriculación masculina en el ámbito universitario.

Algunas reflexiones sobre el lugar de las imágenes


en el ámbito escolar
Laura Malosetti Costa

En cada nueva coyuntura la imagen irá perdiendo


unos significados y adquiriendo otros, será atravesada por diferentes discursos,
devolveráa cada espectador miradas nuevas. Pero además la presencia física de la
imagen en
uno u otro contexto, su materialidad: el soporte, la técnica, el tamaño, el lugar donde
se exhibe o la cantidad de veces que es reproducida y se ofrece a la atención de un
observador distraído o interesado, todo eso construye los significados de una imagen.

Solamente queremos señalar aquí las formas que adopta la representación


de la mujer en las fotografías que hemos encontrado en el Departamento Fotográfico
del Archivo General de la Nación. Las figuras no constituyen una imagen de
ruptura del papel atribuido a la mujer: madre, protectora y responsable del hogar y de
la familia, compañera del varón. Estas imágenes eran acordes con la ideología formal
del peronismo y con las tradiciones iconográficas y discursivas que se habían
formulando
desde fines del siglo XIX, y que compartían diversas y contrapuestas corrientes
ideológicas como el socialismo, el anarquismo y el catolicismo.

En este sentido la iconografía de la mujer durante el peronismo no produce una


ruptura con el pasado pues abundan las imágenes de la familia, del hogar, de mujeres
desempeñando labores de costura junto al esposo o los hijos. El hogar –apacible,
ordenado,
armónico– era el “lugar” de la mujer. En otro nivel esas mujeres
eran como Eva Perón, reproducían en cierta manera su experiencia, actualizaban la
historia de la joven humilde que se convirtió en reina de su pueblo y, como recreación
de esa persona, ellas también amaban el hogar, a Perón y a los pobres.

En esa formación política cultural la definición visual de la feminidad que hemos


seguido a través de las fotografías implicaba la noción de belleza, de gracia y de
armonía,
entendidas como resultado de un don natural. La belleza de la mujer era exhibida
públicamente para honrar al trabajo y se hacía en abierta confrontación con las
imágenes
del pasado, en las que el trabajo femenino no sólo humillaba a las mujeres sino,
lo que es peor, también las deformaba y transformaba en objetos imposibilitados de
producir placer visual. La elección de las reinas puede ser interpretada como una forma
de glorificación
de las mujeres pero la formación político cultural del Peronismo está impregnada
de ambigüedades y el dominio pictórico realizado a través de las fotografías de un
sujeto
femenino pasivo, humilde y por momentos trivial era una forma también de hacer
valer el poder masculino.

Qué hacemos con el cine en el aula


Diana Paladino

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