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Filosofía: hacia dónde va el concepto de trabajo

¿Y el sudor de la frente?
Ya no hay una idea única del acto laboral en una época de vértigo tecnológico

SANTIAGO, Chile.- El desarrollo combinado del liberalismo económico y el capitalismo industrial


reconoció, ya hace dos siglos, el carácter central del trabajo en las relaciones sociales, el progreso
económico, la realización o frustración personal, e incluso la valorización y desvalorización de los
sujetos. Esta cultura del trabajo nos ha poblado de promesas y de condenas. Respecto de lo primero,
internalizamos la idea de que a través del trabajo pueden lograrse metas como la movilidad
ocupacional, el mayor bienestar para la familia y acceso más diversificado al consumo, y el desarrollo
de las facultades creativas, por nombrar lo más nombrado. Respecto de las condenas, la reflexión
contemporánea nos ofrece un sinnúmero de diagnósticos críticos que asocian el trabajo a la alienación
humana, la mecanización fabril, la despersonalización y rutinización del trabajo moderno, y el
sacrificio de la libertad por el disciplinamiento productivo.

Esta ambivalencia ha hecho del trabajo un tema central de discusión. Como he señalado en mi libro
Repensar el trabajo: historia, profusión y perspectivas de un concepto (Norma, Buenos Aires, 2001), el
concepto del trabajo ha ido cobrando centralidad progresiva desde su reflexión en la Grecia clásica
hasta su lugar de privilegio en disciplinas modernas tan diversas como la sociología, la economía, la
filosofía social, la psicología laboral, la teoría organizacional, la gerencia de recursos humanos y las
relaciones industriales. Y hoy esa centralidad cobra un nuevo impulso y nuevas formulaciones con el
paso de la era fordista a la era de la información, del trabajo de masas al trabajo de grupos, de la
sociedad del pleno empleo a la sociedad del "fin del trabajo", de las grandes organizaciones laborales
a la nueva flexibilización laboral, y de la sociedad de la producción a la sociedad del consumo.

Este nuevo escenario no sólo altera radicalmente las prácticas de trabajo y el lugar del trabajo en la
vida de las personas. También fuerza a preguntarse, hacia el futuro, si el trabajo seguirá ocupando,
para bien o para mal, el centro de nuestras vidas. Esta pregunta tiene, a su vez, un lado liberador y
otro amenazante. El primero nos augura biografías más libres y autónomas, con mucho tiempo libre,
empleos a la medida de las potencialidades y deseos de cada cual, y un ocio poblado de ofertas de
entretenimiento y desarrollo personal. El lado amenazante, y que parece afectar una proporción mucho
mayor de la población adulta del planeta (sobre todo, en el mundo en desarrollo), implica la amenaza
de una desocupación sostenida con impacto negativo sobre las condiciones de vida y el bienestar, y la
amenaza de la precarización del empleo con el consabido deterioro en ingresos, derechos laborales y
condiciones de trabajo.

La autonomía del trabajador encuentra aquí su apogeo y su colapso. De una parte la imagen del experto
en softwares, joven y exitoso, que decide sobre su horario y estilo de trabajo; de otra parte los millones
de trabajadores que dependen para su destino de operaciones a distancia que ellos no conocen y que
forman parte de un orden global plagado de interdependencias. En la teoría, los intentos de la
ingeniería social y de la gestión empresarial buscan conciliar la competitividad con la creatividad. Pero
la informatización de los servicios deja a una gran cantidad de población activa al borde del desempleo,
sin un nuevo sector que aparezca como potencial receptáculo de los marginados por la tercera
revolución industrial. El auge de las nuevas tecnologías es simultáneamente reivindicado como la
posibilidad de una nueva utopía de trabajos flexibles y ocio creciente, y como la amenaza de una
distopía donde se divide el mundo de manera cada vez más tajante entre informatizados y rezagados,
entre trabajadores inteligentes y desempleados pauperizados, y entre creativos y excluidos.

Ya hace medio siglo se sumaban diferencias contrastantes en el concepto mismo del trabajo, donde la
visión instrumental de la economía política, y los vestigios aún imperantes del taylorismo resultaban
irreconciliables con la visión teológico-humanista de la Iglesia y el concepto de trabajo forjado por los
críticos de la alienación, fuesen psicólogos, sociólogos o filósofos. Hoy el debate opone a partidarios
de la nueva flexibilización laboral con los defensores del derecho al trabajo, y a los utopistas con los
distopistas en cuanto al impacto de las nuevas tecnologías en el mercado del trabajo y en la
organización del trabajo. El trabajo, como concepto y como precepto, queda atrapado entre fuegos
cruzados donde se lo reivindica en su dimensión comunitaria, se lo instrumentaliza en su función
competitiva y se lo atenúa en su peso específico.

Estas esperanzas y temores respecto del fin del trabajo nos fuerzan a preguntarnos, una vez más, por
la viabilidad de las aspiraciones seculares respecto del potencial humanizador del trabajo: aspiraciones
de un orden donde el trabajo privilegie la emancipación colectiva y gratificación personal, donde el
desarrollo tecnológico permita crear los necesarios puestos de trabajo para las generaciones futuras y,
al mismo tiempo, garantizar el progreso social, y donde podamos transitar con el menor costo social y
psicológico por el camino que lleva del modelo del pleno empleo al de la mayor flexibilidad laboral. En
este sentido, los análisis de prospectiva plantean hoy muchas dudas de que el actual modelo globalizado
de mercados abiertos y privatizados, de mayor competitividad centrada en la apropiación tecnológica
y la reingeniería empresarial, y de más restricción de los mercados laborales, promuevan mejores
condiciones del trabajo y mayor sentido para las actividades productivas en quienes se desempeñan en
ellas.

Tal vez las frustraciones y vulnerabilidades que hoy se propagan sean la antesala de una nueva vuelta
de tuerca, y más temprano que tarde volveremos a plantearnos modos más colectivos de decidir sobre
cómo se trabaja, cómo se premia el trabajo, cómo se compensa a los que no pueden trabajar y cómo
se difunden nuevos avances tecnológicos en la producción.

De cualquier manera, parece hoy imposible plantearse un concepto único de trabajo en una época
marcada por la velocidad de los cambios tecnológicos, la heterogeneidad en las formas de producir y
generar ingresos, la diversidad de disciplinas que se ocupan de pensar y organizar el trabajo, las brechas
en productividad laboral en los países y entre los países. Más bien cabe preocuparse por una violenta
asincronía donde, por una parte, el sujeto moderno sigue manejándose con una alta valoración ética,
psicológica e ideológica del trabajo, y por otra parte ese mismo sujeto ha entrado en una etapa histórica
de fuerte restricción del trabajo humano.

Los futurólogos optimistas proclaman que tendremos que pasar a dotar a nuestra vida de sentido desde
otros ámbitos como son el ocio, el consumo cultural, la contemplación, la recreación, el aprendizaje,
la comunicación, la participación en distintas redes comunitarias y societales. Los profetas
apocalípticos, en cambio, vuelven sobre esta asincronía para pronosticar la fragmentación del sujeto,
el vaciamiento de sentido de la vida humana y la pérdida de canales de integración social.

Tal vez lo más curioso es que ambos diagnósticos tienen su propia coherencia interna, conviven sin
diluirse y reproducen en las antípodas la perplejidad que campea entre ellas.

Por Martín Hopenhayn, Para La Nación

El autor es un filósofo chileno-argentino. Acaba de publicar en la Argentina el libro Repensar el


trabajo, de Grupo Editorial Norma.

https://www.lanacion.com.ar/opinion/y-el-sudor-de-la-frente-nid210730/

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