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LA GENERACIÓN BEAT
JORDI COSTA
La única gente que me interesa es la que está loco por vivir, loca por salvarse
con ganas de todo a la vez, gente que arde como fabulosos cohetes explotando
y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un “¡Aaaah!”
“He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, muriendo
histéricas y desnudas, arrastrándose por las calles, al amanecer… ¿Qué esfinge de
cemento y aluminio ha abierto sus cráneos comiendo su cerebro y su imaginación?”
Con estas palabras comenzaba el poema Howl-Aullido- de Allen Ginsberg, un visceral
trabajo literario que, recitado a viva voz en un histórico acto, dio origen a lo que se
conoció beat generation. Ginsberg estaba reivindicado la oralidad de la poesía en el
seno de un recital ofrecido en la Galería Six de San Francisco en 1955. Entre la
entregada audiencia, algunos de los que se convertían en nombres básicos del histórico
movimiento cultural asimilaban esas palabras fundacionales con reverencial silencio:
Jack Kerouac, Neal Cassady y Lawrence Ferlinghetti habían comprendido. Este no
había sido un recital de poesía más, sino el alumbramiento de una nueva forma de vida
y conocimiento cuya enorme influencia teñiría las actitudes contestatarias de las épocas
posteriores.
Las drogas, dentro de este contexto ideológico, no sólo cobraban significado como
producto transgresor, emblema de una forma de consumo violentamente contrapuesta al
establishment, sino que se erigían en funcional instrumento para acceder con mayor
facilidad a ese plano espiritual del que tanto hablaban. Esta línea de pensamiento
alimentaría la psicodelia de años posteriores, pero contribuiría a formular una mítica de
la drogadicción de dudosa benignidad. No obstante, el estrecho lazo que unía a las
drogas con la beat generation iba a tener interesantes repercusiones en la vertiente
creativa del grupo: no sería muy arriesgado decir que las drogas generaron, en cierto
sentido, un rompedor estilo literario basado en la discontinuidad y en la lúdica
alternancia de tonos y estilos dispares. El Nova Expres de William Burroughs y las
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novelas Nog y Flats, de Rudolph Wurlitzer serían los resultados, un tanto tardíos, de
esta influencia alucinógena en el estilo literario: ambos autores habían llegado por la
tortuosa vía del LSD a un cuestionamiento del lenguaje como herramienta de
conocimiento, similar, salvando las distancias de calidad literaria, al que habían
emprendido mucho antes autores fundamentales como Joyce o Beckett.
De un modo semejante a lo que ocurría con el rock, el término beat también define una
determinada forma de vida. De hecho, uno de los personajes más importantes en el
movimiento, Neal Cassady, no pasó a la posteridad precisamente por su poco relevante
obra literaria, compuesta tan sólo por su parcial autobiografía. Cassady encarnó el modo
de vida más característicamente beat: una vida itinerante, un nomadismo de carretera
asociado con un sentido un tanto romántico de la marginalidad. Tal y como lo contaba
Tom Wolfe –lúcido cronista de la revolución beat, amén del padre del nuevo
periodismo- en las páginas de su libro Gaseosa De Acido Eléctrico, Cassady recorría las
carreteras del país conduciendo ese autobús psicodélico que acabó convirtiéndose en
emblema de esa actitud ante el mundo: una suerte de nihilismo alucinado que
reivindicaba esa otra cara del sueño americano tan distinta a lo que mostraban las
ilustraciones de Norman Rockwell. La figura del perdedor pasaría a formar parte de esa
mitología beat hecha de anti-mitos, de marginados, de vagabundos, de seres sin rumbo
ni origen. Cassady reivindicaría con su forma de vida el derecho a no ser de ninguna
parte, a convertir la carretera en el único hogar posible, a hacer del viaje la única
realidad cabal. Permanentemente descolocado, situado siempre entre una ciudad y otra,
el viajero beat llevaba hasta sus últimos extremos la concepción filosófica de la vida
como trayecto: el viaje existencial se convierte en viaje físico sin perder su simbólica
grandeza. Ese cotidiano ir y venir por las carreteras americanas cobrará una dignidad
épica.
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LA BEAT EN EL ROCK
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La relación del beat con la música viene desde sus mismos orígenes terminológicos,
pues -a pesar de las significaciones que le diera Kerouac y otros miembros de la
generación- el término beat procede del argot que utilizaban los músicos del jazz de la
época. Sin embargo, el beat encontraría en el rock el territorio ideal para la natural
prolongación de sus preocupaciones temáticas, aunque el trasvase no sería inmediato.
Durante los primeros años del rock, este estilo se convertiría en la expresión sonora de
una rebeldía que flotaba en el ambiente y que, en algunos puntos, coincidía con el
ideario beat, aunque no en todos. Sería necesario esperar hasta las corrientes
contraculturales de los años sesenta para que el beat tuviera su correspondencia más
justa y equilibrada en el mundo de la música rock: cantautores como Bob Dylan se
apropiaron respetuosamente de esa mítica del outsider, de esa reivindicación, teñida de
romanticismo, de la cara oculta del sueño americano. A partir de Dylan, la adopción del
modelo no sería abandonada por completo en ningún momento. Incluso en la década de
los ochenta habría lugar para que un neo-beat extraño e innovador como Tom Waits
lograse articular un discurso poético-musical de singular relevancia.
El beat ha sido uno de los movimientos literarios más difíciles de ceñir a unas
concretas coordenadas temporales porque la sombra de su influencia se ramifica y se
extiende a muy lejanos territorios. En algunos casos, su filosofía influirá por ósmosis a
algunos de sus contemporáneos cuyo trabajo no podría inscribirse estrictamente en el
beat: es el caso de los hipsters, denominación que no quiere referirse a ninguna escuela
o grupo generacional, sino a una forma de vida a contracorriente, ajena a todo
convencionalismo, como la que encarnaba Paul Bowles. Es evidente que Bowles no
puede incluirse dentro de la generación beat, pero sus obras mayores beberían
directamente de sus fuentes ideológicas. En su derivación psicodélica, el beat iba a
nutrir también muy distintas opciones estéticas, desde el periodismo gonzo de un Hunter
S. Thompson hasta el espíritu lúdico de un Richard Brautigan, al que no es descabellado
incluir en las filas del postmodernismo literario que encabezarían autores como Kurt
Vonneguet, John Barth o Thomas Pynchon. El violento naturalismo coloquial de Hubert
Selby de Ultima Salida Para Brooklyn o el nihilismo escatológico de un Bukowski, son
también hijos lejanos de esa revolución que había salido a la luz a mediados de los años
cincuenta.
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