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No decían nada de esto en los libros, pensé, cuando la nieve entraba soplando
por la puerta, abierta de par en par, y venía a caer sobre mi espalda desnuda.
Estaba echado de bruces sobre un suelo empedrado de guijarros en un charco
de barro indecible, el brazo profundamente hundido en el interior de la vaca a
punto de parir, y los pies tratando de hallar un punto de apoyo entre las piedras.
Iba desnudo hasta la cintura y la nieve se mezclaba con la suciedad y la sangre
reseca que me cubrían el cuerpo. No veía nada fuera del círculo de luz temblorosa
que arrojaba la lámpara de aceite humeante sostenida por el granjero sobre mi
cabeza.
No, los libros no decían una palabra de tener que buscar cuerdas e
instrumentos en las sombras, de intentar mantenerse limpio con medio pozal de
agua tibia, y de que las piedras se te clavaran en el pecho. Ni tampoco del lento
entumecimiento de los brazos, de la creciente parálisis de los músculos, así como
de los dedos que intentaban trabajar a pesar de los poderosos esfuerzos expulsores
de la vaca.
En ningún lado se mencionaba el agotamiento gradual, la sensación de
futilidad y el susurro interior de una vocecilla: el pánico.
Mi memoria volvía una y otra vez al grabado del libro de obstetricia. Una
vaca, de pie sobre un suelo brillante, mientras un veterinario muy esbelto con bata
inmaculadamente blanca, insertaba su brazo a una distancia cortés. Parecía
relajado y sonriente, el granjero y sus ayudantes sonreían también; incluso la vaca
sonreía. No había suciedad, ni sangre ni sudor, por ninguna parte.
Aquel hombre del grabado acababa de terminar un almuerzo excelente y se
había trasladado a una casa vecina para asistir al parto de una vaca sólo por puro
placer, como una especie de postre. No había salido temblando de la cama a las
dos de la madrugada para recorrer en coche un camino infame de dieciséis
kilómetros de nieve helada, mirando soñoliento hacia adelante hasta que la granja
solitaria apareciera a la luz de los faros. No había trepado un kilómetro de terreno
resbaladizo y empinado hasta el granero sin puertas donde yacía su paciente.
Intenté abrirme camino unos centímetros más en el interior de la vaca. El
ternero venía al revés y yo trataba de introducir penosamente con la punta de los
dedos una cuerda fina con un lazo al extremo para llegar hasta su mandíbula
inferior. Cada pocos minutos el brazo me quedaba aplastado entre el ternero y la
pelvis huesuda. A cada esfuerzo de la vaca la presión se hacía casi insoportable,
luego se relajaba y yo introducía la cuerdecita un par de centímetros más. Me
pregunté cuánto tiempo podría seguir adelante con ello. Si no agarraba pronto
aquella mandíbula, jamás conseguiría sacar el ternero. Gruñí, apreté los dientes y
estiré el brazo de nuevo.
Entró soplando otra racha de nieve y casi pude oír cómo se derretían los copos
sobre mi espalda sudorosa. También tenía la frente bañada en sudor que me caía
en los ojos mientras seguía empujando.
Siempre hay un momento en un mal parto de vaca en que uno empieza a
preguntarse si llegará a ganar esa batalla. Y yo había llegado a ese punto.
Algunos consejitos empezaron a revolotear en mi cerebro: «Tal vez sería mejor
matar a esta vaca. Tiene una pelvis tan pequeña y estrecha que no me imagino a un
ternero saliendo por ella», o bien: «Es un animal muy gordo, y creo que la carne
sería realmente tierna, así que, ¿no crees que sería mejor llevarla al matadero?», o,
quizás: «Esto se presenta muy mal. En una vaca grande no sería difícil conseguir
que la cabeza del ternero diera la vuelta, pero en este caso resulta prácticamente
imposible».
Naturalmente, podía haber sacado al ternero con una embriotomía: pasándole
un alambre por el cuello y cortándole la cabeza. Muchas ocasiones como ésta
terminaban con el suelo lleno de patas, montones de intestinos y la cabeza. Había
incluso libros de texto muy gruesos dedicados a explicar los muy diversos modos
de cortar en trozos a un ternero.
Pero nada de todo aquello me servía en este caso porque el ternero estaba
vivo. En mi último esfuerzo había llegado a tocarle con la punta de los dedos la
comisura de la boca y había descubierto un débil movimiento de la lengua de
aquella criaturita. Algo inesperado, ya que los terneros en esa posición suelen estar
muertos, asfixiados por la aguda flexión del cuello y la presión de las poderosas
contracciones de la madre. Pero a éste aún le quedaba una chispa de vida y, si
salía, tendría que ser de una pieza.
Me incliné sobre el pozal de agua, ahora fría y llena de sangre, y me enjaboné
los brazos silenciosamente. Luego me eché de nuevo sintiendo contra mi pecho las
piedras del suelo, más duras que nunca. Afirmé bien los dedos de los pies entre las
piedras, me sacudí el sudor que venía a caerme en los ojos y, por centésima vez,
metí un brazo que parecía un espaguetti dentro de la vaca, junto a las patitas secas
del ternero, que eran como papel de lija contra mi piel; llegué a la curva del cuello
y hasta la oreja y luego, con un dolor horrible, y tanteándole la cara, hasta la
mandíbula inferior que se había convertido en la meta más importante de mi vida.
Casi no podía creer que llevara ya dos horas metido en el trabajo, luchando al
límite de mis fuerzas para introducir un pequeño nudo corredizo en torno a
aquella mandíbula. Había intentado todo lo demás: empujar una pata, hacer
tracción con un instrumento romo en la órbita del ojo; pero había vuelto al lazo
corredizo.
Y la sesión había resultado deprimente en verdad. El señor Dinsdale, el
granjero, era un hombre alto, triste y silencioso, de pocas palabras, y siempre con
cara de esperar que sucediera lo peor. Tenía un hijo alto, triste y silencioso, y los
dos se habían limitado a observar mis esfuerzos con creciente melancolía.
Pero lo peor de todo había sido el tío. Cuando llegué yo a aquel granero en la
ladera de la colina me sorprendió ver a un hombrecillo ya viejo, de ojos brillantes,
con un sombrero de piel de cerdo, cómodamente instalado en una paca de paja.
Estaba llenando la pipa y aguardando, sin duda, un rato de diversión.
—Hola, jovencito —gritó con el acento nasal de los del oeste del Yorkshire—.
Soy el hermano del señor Dinsdale. Mi granja está en Listondale.
Dejé el equipo e incliné la cabeza:
—Encantado. Mi nombre es Herriot.
El viejo me escudriñó:
—Mi veterinario es el señor Broomfield. Supongo que habrá oído hablar de él;
todo el mundo lo conoce, creo. Un hombre maravilloso, Broomfield, especialmente
con los terneros. ¿Sabe?, aún no lo he visto derrotado ni una sola vez.
Conseguí ofrecerle una débil sonrisa. En cualquier otra ocasión me habría
encantado saber cuán bueno era mi colega, pero la verdad ahora no, ahora no. En
realidad aquellas palabras pusieron en marcha una campana de duelo en mi
interior.
—No, me temo que no conozco al señor Broomfield —dije, quitándome la
chaqueta y sacándome también, aunque de mala gana, la camisa por la cabeza—.
Pero aún no llevo mucho tiempo por aquí.
El tío se quedó atónito:
—¿Que no lo conoce? Bueno, pues debe ser el único. Puedo asegurarle que
todos tienen una gran opinión de él en Listondale —se hundió en un
malhumorado silencio y aplicó la cerilla a la pipa; luego lanzó una mirada a mi
torso, todo él en carne de gallina—. Cuando se quita la camisa, el señor Broomfield
parece un boxeador. Jamás he visto músculos como los suyos.
Una ola de debilidad empezó a apoderarse de mí. De pronto me sentí torpe e
inútil. En cuanto empecé a extender las cuerdas e instrumentos sobre una toalla
limpia, el viejo habló de nuevo:
—Y, ¿cuánto tiempo hace que obtuvo el título, si me permite que se lo
pregunte?
—Unos siete meses.
—¡Siete meses! —el tío sonrió con indulgencia, apretó el tabaco y lanzó una
nube de humo azul—. Bueno, no es mucha experiencia en realidad, diría yo. El
señor Broomfield lleva más de diez años haciendo su trabajo y de verdad que sabe
de qué se trata. No, no me venga con sus libros. A mí déme siempre la experiencia.
Eché un poco de antiséptico en el cubo y me enjaboné los brazos
cuidadosamente. Me arrodillé junto a la vaca.
—El señor Broomfield siempre se pone primero aceite lubricante especial en
los brazos —dijo el tío, fumando satisfecho—. Dice que se infecta el seno materno
si sólo se usa agua y jabón.
Hice mi primera exploración. El peor momento por el que pasan todos los
veterinarios cuando meten por primera vez las manos en una vaca. En pocos
segundos sabría si volvería a ponerme la chaqueta a los cinco minutos o si me
esperaban horas y horas de duro trabajo.
Esta vez no tenía suerte; el asunto se presentaba muy feo: venía del revés y con
muy poco sitio además; más parecía una novilla sin desarrollar que una vaca en su
segundo parto. Y estaba seca hasta los huesos; debía de haber «roto aguas» hacía
horas. Había estado corriendo por los campos e iniciado el parto una semana antes
de su hora; por eso habían tenido que meterla en aquel granero medio en ruinas.
De todas formas, pasaría mucho tiempo antes de que yo volviera a acostarme.
—Bien, y ahora, ¿qué ha encontrado, jovencito? —la voz penetrante del tío
cortó el silencio—. Del revés, ¿eh? No tendrá muchos problemas entonces. He visto
hacerlo al señor Broomfield..., le da la vuelta en redondo al ternero y lo saca con las
patas por delante.
Ya había oído antes estupideces parecidas. Mi escaso tiempo en la práctica me
había enseñado que todos los granjeros son expertos con el ganado de los demás.
Cuando sus propios animales estaban enfermos corrían a llamar por teléfono al
veterinario pero, con los de sus vecinos, se sentían confiados, llenos de sabiduría y
buenos consejos. Y otro fenómeno que también había observado era que,
generalmente, todos consideraban sus consejos más valiosos que los del
veterinario. Como ahora, por ejemplo. Bien claro se veía que el tío era un sabio
acreditado y que los Dinsdale escuchaban con deferencia todo cuanto decía.
—Otra solución, en un caso así —continuó el tío— es traer a unos cuantos
chicos fuertes con cuerdas y sacarlo incluso del revés.
Inspiré profundamente mientras me abría camino. —Me temo que es
imposible darle la vuelta en redondo a un ternero en ese espacio tan reducido. Y
sacarlo sin darle la vuelta a la cabeza rompería indudablemente la pelvis de la
madre.
Los ojos de los Dinsdale se estrecharon. Sin duda pensaban que me echaba
atrás en vista de la sabiduría suprema del tío. Y ahora, dos horas más tarde, la
derrota estaba a la vuelta de la esquina. Yo estaba casi deshecho. Me había estado
arrastrando y dando vueltas sobre las asquerosas piedras mientras los Dinsdale me
observaban en hosco silencio y el tío seguía su interminable cadena de
comentarios. Aquel rostro rudo brillaba de gozo y le relucían los ojillos; no había
pasado una noche tan feliz en muchos años. El largo viaje colina arriba le había
sido pagado con creces. No disminuía su vitalidad y seguía disfrutando cada
minuto del proceso.
Mientras yo continuaba luchando con los ojos cerrados, el rostro lleno de
suciedad reseca y boqueando, el tío, con la pipa en la mano, se inclinó sobre su
asiento de paja.
—Está casi derrotado, jovencito —dijo, con profunda satisfacción—. Bien,
jamás he visto derrotado al señor Broomfield, pero, claro, él tiene mucha
experiencia. Y lo que es más: es fuerte, realmente fuerte. Un hombre incansable.
La rabia me inundó como una corriente de alcohol. Per supuesto lo que debía
hacer era levantarme, lanzar el pozal de agua ensangrentada a la cabeza del tío,
correr colina abajo y largarme en el coche, lejos del Yorkshire, de aquel viejo, de los
Dinsdale, de la vaca.
En cambio, apreté los dientes, afirmé las piernas, empujé con toda la fuerza
que me quedaba, y, con una sensación de incredulidad, noté que el lazo corredizo
se deslizaba sobre el agudo y pequeño incisivo y caía en la boca del ternero.
Cautelosamente, murmurando una plegaria, tiré de la cuerdecita con la mano
izquierda y sentí que el nudo se apretaba. Ya lo tenía bien cogido.
Al fin pude empezar a hacer algo.
—Sostenga esta cuerda, señor Dinsdale, sólo con una ligera tensión. Voy a
empujar al ternero y, si usted tira suavemente al mismo tiempo, la cabeza dará la
vuelta.
—¿Y si se sale la cuerda de su sitio? —preguntó el tío, ilusionado.
No le contesté. Apoyé una mano en el hombro del ternero y empecé a empujar
contra las contracciones de la vaca. Sentí que el cuerpecito se alejaba de mí.
—Ahora tire un poquito, señor Dinsdale, sin sacudidas —dije. Y rogué en mi
interior: «Señor, no permitas que se salga de su sitio».
La cabeza estaba dando la vuelta. Primero sentí que el cuello se enderezaba
contra mi brazo, luego la oreja me rozó el codo. Solté el hombro y agarré el
pequeño morro. Apartando con la mano los dientes del ternero de la pared vaginal
guié la cabeza hasta que quedó apoyada donde debía estar, sobre los miembros
anteriores.
Rápidamente extendí el nudo corredizo hasta pasarlo por detrás de las orejas.
—Ahora, tire de la cabeza cuando la vaca haga fuerza.
—¡No, ahora debería estirar de las piernas! —gritó el tío.
—¡Tire de esa maldita cuerda, repito! —aullé con todas mis fuerzas y me sentí
muchísimo mejor cuando el tío se retiró ofendido a su paca de paja.
Con la tracción salió la cabeza y el resto del cuerpo le siguió con facilidad. El
animalito quedó inmóvil sobre las piedras, sus ojos apagados y mortecinos, la
lengua azulada y muy hinchada.
—Está muerto, claro, tenía que ser —gruñó el tío volviendo al ataque.
Le limpié la mucosidad de la boca, soplé fuerte por la garganta e inicié la
respiración artificial. Tras unas cuantas presiones en las costillas el ternero exhaló
un poco de aire y los párpados le temblaron. Luego empezó a inspirar y movió una
pata.
El tío se quitó el sombrero y se rascó la cabeza, incrédulo.
—Señor, pues está vivo. Había dado por sentado que tenía que estar muerto
después de todo lo que usted lo ha zarandeado.
Había perdido su energía, y la pipa le colgaba, vacía, de los labios.
—Sé lo que necesita este pequeño —dije. Cogí el ternero por las patas
anteriores y lo arrastré hasta la cabeza de la madre. La vaca estaba tendida de lado,
la cabeza apoyada cansadamente sobre el duro suelo. Jadeaba, con los ojos
cerrados; ya no le importaba nada de nada. De pronto sintió el cuerpo del ternerito
junto a su rostro y hubo una transformación. Se le abrieron los ojos de par en par y
su morro inició la exploración de aquel objeto. Creció su interés conforme lo
olfateaba, y luchó por incorporarse, tanteando y husmeando el cuerpecito metido
bajo su pecho. Luego empezó a lamerlo metódicamente. La naturaleza ha
dispuesto el mejor masaje estimulante para una situación como ésta, y la criaturita
empezó por arquear el lomo mientras las rudas papilas de la lengua materna le
corrían por la piel. Un instante después agitaba la cabeza y trataba de incorporarse.
Sonreí. Ésta era la parte que más me gustaba. El milagrito. Comprendí que era
algo que jamás me parecería rutinario por muchas veces que lo viera. Limpié toda
la sangre seca y toda la suciedad que pude de mi cuerpo. La mayor parte se me
había incrustado en la piel, y ni siquiera podía quitármela con las uñas. Tendría
que esperar hasta el baño caliente en casa. Al meterme la camisa sobre la cabeza
me dio la impresión de que había recibido una paliza prolongada y con un palo
muy fuerte. Me dolían todos los músculos. Tenía la boca seca; los labios se me
pegaban.
Una figura alta y de aire tristón apareció a mi lado.
—¿Qué le parece si bebe algo? —preguntó el señor Dinsdale.
Sentí que mi rostro aún sucio se abría en una sonrisa de incredulidad. La
visión de una taza de té caliente, bien cargado de whisky, se alzó ante mí:
—Muy amable de su parte, señor Dinsdale. Me encantaría beber algo. Han
sido dos horas muy duras.
—No —dijo el señor Dinsdale, mirándome firmemente—, si yo decía la vaca.
Empecé a tartamudear:
—¡Oh, sí, claro, naturalmente, no faltaba más! Déle de beber. Debe tener
mucha sed. Le hará bien. Desde luego, desde luego, déle de beber...
Recogí todo el equipo y salí a tientas del establo. En la colina aún era de noche
y un viento helado barría la nieve y me hería los ojos. Mientras iniciaba la bajada,
la voz del tío, estridente e invencible, llegó a mí por última vez.
—El señor Broomfield no cree que sea bueno dar de beber después del parto.
Dice que enfría el estómago.

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