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El arte visual ha tenido dos vertientes en los últimos años: una digamos oficial y clásica, que sigue

una estética bastante consecutiva de la historia y que se rige a partir de la Academia la cual
mantiene la vigencia y el canon en todo el arte en general, y una vertiente que ha tomado el
desvío posándose en un terreno altamente explotable, básicamente por los medios con el que
este arte se produce. Es en este desvío donde el arte resiste y ejerce su poder más reaccionario y
novedoso. Existen en la escena local distintos colectivos y artistas que desarrollan su trabajo
dentro de este terreno a los que no solo vale la pena darles nuestra atención, sino que sería
injusto no hacerlo. Algunos de ellos son el Colectivo llerta, desde luego las páginas de Facebook
dedicadas a los memes o imágenes vaporwave de calidad visual baja, el colectivo Animalisa y, uno
al cual mencionamos con empatía por la calidad estética pero también por ser el que más haya
experimentado con el medio de producción del Internet y las páginas webs ultra interactivas,
Gifggenheim. Fuera del espacio virtual, las muestras del arte visual que estos colectivos practican
suelen ser sobre-experimentales, jugando con el espacio, adaptándose a él o amoldándolo de tal
forma que la obra se vea plenamente fundida e indiferenciada de los demás elementos.

Hace dos días, miembros de Gifggenheim (al que me guardo de decirle “colectivo”, pues parece
ser algo más) iniciaron una de estas muestras en el espacio público tal vez más común de toda
Lima y que cualquier transeúnte de a pie conoce  una bodega. Cuántas veces hemos entrado a
la bodega de la esquina para comprar pan (si también es una panadería), la mantequilla que te
acabaste la noche anterior o una caja de chelas que luego regresarás vacía para reclamar un sol
por cada botella. Has entrado y visto los precios y salido para entrar a la bodega del costado
porque ahí está más barata la cerveza o porque en la otra no venden shampoo en sobre. Pero
nunca hemos entrado a ver simplemente la bodega, a preguntar por el diseño de la botella Coca-
cola o por qué el aire es un componente esencial de las frituras embolsadas y abarca más del 70%
del envase. De hecho, entrar a una tienda solo para ver el diseño de las cosas o su ordenamiento
sin comprar nada tiende a relacionarse con la pérdida de tiempo en una sociedad donde la
principal tarea del sujeto es consumir. Por eso es que las tiendas, sin contar a las cadenas de
supermercados donde más de uno va a “pasear”, suelen estar abarrotadas de objetos ordenados
de modo simple y genérico que casi no ha sido pensado. Existe un vendedor y un comprador, nada
más. No quieren que te sientas bien ni que disfrutes del ambiente ni que los recomiendes, la única
relación posible es el consumo.

Es por eso que tres artistas y una curadora han ideado el espacio público y cotidiano de la bodega
como una fuente de simbolismo hipermoderno donde todo salta a la vista, y lo han transformado
(simbólicamente) en un espacio artístico-expositivo donde las obras de arte dialogan directamente
con botellas de cerveza, frituras embolsadas, carteles publicitarios y afiches, sin que este pierda su
cotidianeidad. Los expositores son Pierina Másquez, miembro de Gifggenheim, Benjamín Cieza y
José María Denegri. Las obras están hechas a base de tela o papel, y está camuflada en medio de
los productos en venta, haciendo de estas obras no un vacío en medio de la mercadería, sino que
forma parte de esta. Así, en lugar de estar en una galería convencional, donde los estratos socio-
económicos se hacen tangibles y

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