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CAPÍTULO VIII

LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS,


EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

I. Introducción

52. Queriendo Dios, infinitamente sabio y misericordioso, llevar a cabo la redención del mundo, «al
llegar la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo, nacido de mujer, ... para que recibiésemos la
adopción de hijos» (Ga 4, 4-5). «El cual, por nosotros los hombres y por nuestra salvación,
descendió de los cielos y por obra del Espíritu Santo se encarnó de la Virgen María» [172]. Este
misterio divino de la salvación nos es revelado y se continúa en la Iglesia, que fue fundada por el
Señor como cuerpo suyo, y en la que los fieles, unidos a Cristo Cabeza y en comunión con todos
sus santos, deben venerar también la memoria «en primer lugar de la gloriosa siempre Virgen
María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo» [173]

53. Efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y
en su cuerpo y dio la Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y
del Redentor. Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a El
con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser
la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo; con el don
de una gracia tan extraordinaria aventaja con creces a todas las otras criaturas, celestiales y
terrenas. Pero a la vez está unida, en la estirpe de Adán, con todos los hombres que necesitan de
la salvación; y no sólo eso, «sino que es verdadera madre de los miembros (de Cristo)..., por
haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella
Cabeza» [174]. Por ese motivo es también proclamada como miembro excelentísimo y
enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la
caridad, y a quien la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, venera, como a madre
amantísima, con afecto de piedad filial,

54. Por eso, el sagrado Concilio, al exponer la doctrina sobre la Iglesia, en la que el divino
Redentor obra la salvación, se propone explicar cuidadosamente tanto la función de la Santísima
Virgen en el misterio del Verbo encarnado y del Cuerpo místico cuanto los deberes de los hombres
redimidos para con la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, especialmente de
los fieles, sin tener la intención de proponer una doctrina completa sobre María ni resolver las
cuestiones que aún no ha dilucidado plenamente la investigación de los teólogos. Así, pues, siguen
conservando sus derechos las opiniones que en las escuelas católicas se proponen libremente
acerca de aquella que, después de Cristo, ocupa en la santa Iglesia el lugar más alto y a la vez el
más próximo a nosotros [175].

II. Función de la Santísima Virgen en la economía de la salvación

55. Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento y la Tradición venerable manifiestan de un
modo cada vez más claro la función de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y
vienen como a ponerla delante de los ojos. En efecto, los libros del Antiguo Testamento narran la
historia de la salvación, en la que paso a paso se prepara la venida de Cristo al mundo Estos
primeros documentos, tal como se leen en la Iglesia y tal como se interpretan a la luz de una
revelación ulterior y plena, evidencian poco a poco, de una forma cada vez más clara, la figura de
la mujer Madre del Redentor. Bajo esta luz aparece ya proféticamente bosquejada en la promesa
de victoria sobre la serpiente, hecha a los primeros padres caídos en pecado (cf. Gen 3, 15).
Asimismo, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo, que se llamará Emmanuel
(cf. Is 7,14; comp. con Mi 5, 2-3; Mt 1, 22-23). Ella sobresale entre los humildes y pobres del
Señor, que confiadamente esperan y reciben de El la salvación. Finalmente, con ella misma, Hija

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excelsa de Sión, tras la prolongada espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y
se instaura la nueva economía, al tomar de ella la naturaleza humana el Hijo de Dios, a fin de
librar al hombre del pecado mediante los misterios de su humanidad.

56. Pero el Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la


Madre predestinada, para que de esta manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también
la mujer contribuyese a la vida. Lo cual se cumple de modo eminentísimo en la Madre de Jesús por
haber dado al mundo la Vida misma que renueva todas las cosas y por haber sido adornada por
Dios con los dones dignos de un oficio tan grande. Por lo que nada tiene de extraño que entre los
Santos Padres prevaleciera la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune
de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo
[176]. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad
enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios, es saludada por el ángel de la
Anunciación como «llena de gracia» (cf. Lc 1, 28), a la vez que ella responde al mensajero
celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» ( Lc 1, 38).

Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar
de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró
totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al
misterio de la redención con El y bajo El, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues,
piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de
Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres. Como dice San
Ireneo, «obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todo el género
humano» [177]. Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente con él en su predicación
que «el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado
por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por la virgen María mediante su fe» [178]; y
comparándola con Eva, llaman a María «Madre de los vivientes»[179], afirmando aún con mayor
frecuencia que «la muerte vino por Eva, la vida por María» [180].

57. Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento
de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte. En primer lugar, cuando María, poniéndose
con presteza en camino para visitar a Isabel, fue proclamada por ésta bienaventurada a causa de
su fe en la salvación prometida, a la vez que el Precursor saltó de gozo en el seno de su madre
(cf. Lc 1, 41-45); y en el nacimiento, cuando la Madre de Dios, llena de gozo, presentó a los
pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que, lejos de menoscabar, consagró su integridad
virginal [181]. Y cuando hecha la ofrenda propia de los pobres lo presentó al Señor en el templo y
oyó profetizar a Simeón que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el
alma de la Madre, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2, 34-
35). Después de haber perdido al Niño Jesús y haberlo buscado con angustia, sus padres lo
encontraron en el templo, ocupado en las cosas de su Padre, y no entendieron la respuesta del
Hijo. Pero su Madre conservaba todo esto en su corazón para meditarlo (cf. Lc 2, 41-51).

58. En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su Madre ya desde el principio, cuando
en las bodas de Caná de Galilea, movida a misericordia, suscitó con su intercesión el comienzo de
los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn 2, 1-11). A lo largo de su predicación acogió las palabras con
que su Hijo, exaltando el reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre,
proclamó bienaventurados (cf. Mc 3, 35; Lc 11, 27-28) a los que escuchan y guardan la palabra de
Dios, como ella lo hacía fielmente (cf. Lc 2, 29 y 51). Así avanzó también la Santísima Virgen en la
peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no
sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito
y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación
de la víctima que ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús
agonizante en la cruz como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo»
(cf. Jn 19,26-27) [182].
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59. Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes
de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos que los Apóstoles, antes del día de
Pentecostés, «perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de
Jesús, y con los hermanos de éste» (Hch 1, 14), y que también María imploraba con sus oraciones
el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto a ella con su sombra. Finalmente, la
Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original [183], terminado el
decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial [184] y fue ensalzada
por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo,
Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte [185].

III. La Santísima Virgen y la Iglesia

60. Uno solo es nuestro Mediador según las palabra del Apóstol: «Porque uno es Dios, y uno
también el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo
para redención de todos» (1 Tm 2, 5-6). Sin embargo, la misión maternal de María para con los
hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien
sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los
hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la
superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente
de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes
con Cristo, la fomenta.

61. La Santísima Virgen, predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente
con la encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre
excelsa del divino Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas y
humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al
Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma
enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente
caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el
orden de la gracia.

62. Esta maternidad de María en la economía de gracia perdura sin cesar desde el momento del
asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz
hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta
misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la
salvación eterna [186]. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía
peregrinan y hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada.
Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada,
Auxiliadora, Socorro, Mediadora [187]. Lo cual, embargo, ha de entenderse de tal manera que no
reste ni añada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador [188].

Jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo encarnado y Redentor; pero así como el
sacerdocio Cristo es participado tanto por los ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel de
formas diversas, y como la bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así
también la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas
clases de cooperación, participada de la única fuente.

La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente


y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan
con mayor intimidad al Mediador y Salvador.

63. La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el
Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la

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Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe,
de la caridad y de la unión perfecta con Cristo [189]. Pues en el misterio de la Iglesia, que con
razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma
eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre [190]. Creyendo y
obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y sin conocer varón, cubierta con la
sombra del Espíritu Santo, como una nueva Eva, que presta su fe exenta de toda duda, no a la
antigua serpiente, sino al mensajero de Dios, dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito
entre muchos hermanos (cf. Rm 8,29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera
con amor materno.

64. La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente


la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad,
pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos
por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y es igualmente virgen, que guarda pura e
íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del
Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera
[191].

65. Mientas la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no


tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo
enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de
virtudes para toda la comunidad de los elegidos. La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y
contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el
soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo. Pues María, que por
su íntima participación en la historia de la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las
supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su
sacrificio y al amor del Padre. La Iglesia, a su vez, glorificando a Cristo, se hace más semejante a
su excelso Modelo, progresando continuamente en la fe, en la esperanza y en la caridad y
buscando y obedeciendo en todo la voluntad divina. Por eso también la Iglesia, en su labor
apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y
nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los
fieles. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén
animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de
los hombres.

IV. El culto de la Santísima Virgen en la Iglesia

66. María, ensalzada, por gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y de
todos los hombres, por ser Madre santísima de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo, es
justamente honrada por la Iglesia con un culto especial. Y, ciertamente, desde los tiempos más
antiguos, la Santísima Virgen es venerada con el título de «Madre de Dios», a cuyo amparo los
fieles suplicantes se acogen en todos sus peligros y necesidades [192]. Por este motivo,
principalmente a partir del Concilio de Efeso, ha crecido maravillosamente el culto del Pueblo de
Dios hacia María en veneración y en amor, en la invocación e imitación, de acuerdo con sus
proféticas palabras: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi
maravillas el Poderoso» (Lc 1, 48-49). Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia., a pesar
de ser enteramente singular, se distingue esencialmente del culto de adoración tributado al Verbo
encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, y lo favorece eficazmente, ya que las
diversas formas de piedad hacia la Madre de Dios que la Iglesia ha venido aprobando dentro de
los limites de la doctrina sana y ortodoxa, de acuerdo con las condiciones de tiempos y lugares y
teniendo en cuenta el temperamento y manera de ser de los fieles, hacen que, al ser honrada la
Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col 1, 15-16) y en el que plugo al Padre
eterno «que habitase toda la plenitud» (Col 1,19), sea mejor conocido, amado, glorificado, y que,
a la vez, sean mejor cumplidos sus mandamientos.
4
67. El santo Concilio enseña de propósito esta doctrina católica y amonesta a la vez a todos los
hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen, particularmente el
litúrgico; que estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia ella recomendados
por el Magisterio en el curso de los siglos y que observen escrupulosamente cuanto en los tiempos
pasados fue decretado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Santísima Virgen y de los
santos[193]. Y exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la palabra divina a
que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva
mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios [194]. Cultivando el
estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores y de las liturgias de la Iglesia
bajo la dirección del Magisterio, expliquen rectamente los oficios y los privilegios de la Santísima
Virgen, que siempre tienen por fin a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad. En las
expresiones o en las palabras eviten cuidadosamente todo aquello que pueda inducir a error a los
hermanos separados o a cualesquiera otras personas acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia.
Recuerden, finalmente, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo
estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce
a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra
Madre y a la imitación de sus virtudes.

V. María, signo de esperanza cierta y de consuelo para el Pueblo peregrinante de Dios

68. Mientras tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en
cuerpo y en alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la
vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de
esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 P 3,10).

69. Es motivo de gran gozo y consuelo para este santo Concilio el que también entre los hermanos
separados no falten quienes tributan el debido honor a la Madre del Señor y Salvador,
especialmente entre los Orientales, que concurren con impulso ferviente y ánimo devoto al culto
de la siempre Virgen Madre de Dios [195]. Ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la
Madre de Dios y Madre de los hombres para que ella, que ayudó con sus oraciones a la Iglesia
naciente, también ahora, ensalzada en el cielo por encima de todos los ángeles y bienaventurados,
interceda en la comunión de todos los santos ante su Hijo hasta que todas las familias de los
pueblos, tanto los que se honran con el título de cristianos como los que todavía desconocen a su
Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia, en un solo Pueblo de Dios, para gloria
de la Santísima e indivisible Trinidad.

Todas y cada una de las cosas establecidas en esta Constitución dogmática han obtenido el
beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, con la potestad apostólica que nos ha
sido conferida por Cristo, juntamente con los venerables Padres, las aprobamos,

decretamos y estatuimos en el Espíritu Santo, y ordenamos que lo así decretado conciliarmente


sea promulgado para gloria de Dios.

Roma, en San Pedro, día 21 de noviembre de 1964.

Yo,  Pablo, Obispo de la Iglesia católica.

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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA MARIALIS CULTUS
DE SU SANTIDAD PABLO VI
PARA LA RECTA ORDENACIÓN
Y DESARROLLO DEL CULTO
A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

INTRODUCCIÓN

Desde que fuimos elegidos a la Cátedra de Pedro, hemos puesto constante cuidado en incrementar el culto
mariano, no sólo con el deseo de interpretar el sentir de la Iglesia y nuestro impulso personal, sino también
porque tal culto —como es sabido— encaja como parte nobilísima en el contexto de aquel culto sagrado
donde confluyen el culmen de la sabiduría y el vértice de la religión y que por lo mismo constituye un deber
primario del pueblo de Dios (1). Pensando precisamente en este deber primario Nos hemos favorecido y
alentado la gran obra de la reforma litúrgica promovida por el Concilio Ecuménico Vaticano II; y ocurrió,
ciertamente no sin un particular designio de la Providencia divina, que el primer documento conciliar,
aprobado y firmado "en el Espíritu Santo" por Nos junto con los padres conciliares, fue la
Constitución Sacrosanctum Concilium, cuyo propósito era precisamente restaurar e incrementar la Liturgia
y hacer más provechosa la participación de los fieles en los sagrados misterios (2). Desde entonces,
siguiendo las directrices conciliares, muchos actos de nuestro pontificado han tenido como finalidad el
perfeccionamiento del culto divino, como lo demuestra el hecho de haber promulgado durante estos
últimos años numerosos libros del Rito romano, restaurados según los principios y las normas del Concilio
Vaticano II. Por todo ello damos las más sentidas gracias al Señor, Dador de todo bien, y quedamos
reconocidos a las Conferencias Episcopales y a cada uno de los obispos, que de distintas formas ha
cooperado con Nos en la preparación de dichos libros.

Pero, mientras vemos con ánimo gozoso y agradecido el trabajo llevado a cabo, así como los primeros
resultados positivos obtenidos por la renovación litúrgica, destinados a multiplicarse a medida que la
reforma se vaya comprendiendo en sus motivaciones de fondo y aplicando correctamente, nuestra
vigilante actitud se dirige sin cesar a todo aquello que puede dar ordenado cumplimiento a la restauración
del culto con que la Iglesia, en espíritu de verdad (cf. Jn 4,24), adora al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
"venera con especial amor a María Santísima Madre de Dios" (3) y honra con religioso obsequio la memoria
de los Mártires y de los demás Santos.

El desarrollo, deseado por Nos, de la devoción a la Santísima Virgen, insertada en el cauce del único culto
que "justa y merecidamente" se llama "cristiano" —porque en Cristo tiene su origen y eficacia, en Cristo
halla plena expresión y por medio de Cristo conduce en el Espíritu al Padre—, es un elemento cualificador
de la genuina piedad de la Iglesia. En efecto, por íntima necesidad la Iglesia refleja en la praxis cultual el
plan redentor de Dios, debido a lo cual corresponde un culto singular al puesto también singular que María
ocupa dentro de él(4); asimismo todo desarrollo auténtico del culto cristiano redunda necesariamente en
un correcto incremento de la veneración a la Madre del Señor. Por lo demás, la historia de la piedad filial
como "las diversas formas de piedad hacia la Madre de Dios, aprobadas por la Iglesia dentro de los límites
de la doctrina sana y ortodoxa" (5), se desarrolla en armónica subordinación al culto a Cristo y gravitan en
torno a él como su natural y necesario punto de referencia. También en nuestra época sucede así. La
reflexión de la Iglesia contemporánea sobre el misterio de Cristo y sobre su propia naturaleza la ha llevado
a encontrar, como raíz del primero y como coronación de la segunda, la misma figura de mujer: la Virgen
María, Madre precisamente de Cristo y Madre de la Iglesia. Un mejor conocimiento de la misión de María,
se ha transformado en gozosa veneración hacia ella y en adorante respeto hacia el sabio designio de Dios,
que ha colocado en su Familia -la Iglesia-, como en todo hogar doméstico, la figura de una Mujer, que
calladamente y en espíritu de servicio vela por ella y "protege benignamente su camino hacia la patria,
hasta que llegue el día glorioso del Señor" (6).
6
En nuestro tiempo, los caminos producidos en las usanzas sociales, en la sensibilidad de los pueblos, en los
modos de expresión de la literatura y del arte, en las formas de comunicación social han influido también
sobre las manifestaciones del sentimiento religioso. Ciertas prácticas cultuales, que en un tiempo no lejano
parecían apropiadas para expresar el sentimiento religioso de los individuos y de las comunidades
cristianas, parecen hoy insuficientes o inadecuadas porque están vinculadas a esquemas socioculturales del
pasado, mientras en distintas partes se van buscando nuevas formas expresivas de la inmutable relación de
la criatura con su Creador, de los hijos con su Padre. Esto puede producir en algunos una momentánea
desorientación; pero todo aquel que con la confianza puesta en Dios reflexione sobre estos fenómenos,
descubrirá que muchas tendencias de la piedad contemporánea —por ejemplo, la interiorización del
sentimiento religioso— están llamadas a contribuir al desarrollo de la piedad cristiana en general y de la
piedad a la Virgen en particular. Así nuestra época, escuchando fielmente la tradición y considerando
atentamente los progresos de la teología y de las ciencias, contribuirá a la alabanza de Aquella que, según
sus proféticas palabras, llamarán bienaventurada todas las generaciones (cf. Lc 1,48).

Juzgamos, por tanto, conforme a nuestro servicio apostólico tratar, como en un diálogo con vosotros,
venerables hermanos, algunos temas referentes al puesto que ocupa la Santísima Virgen en el culto de la
Iglesia, ya tocados en parte por el Concilio Vaticano II (7) y por Nos mismo (8), pero sobre los que no será
inútil volver para disipar dudas y, sobre todo, para favorecer el desarrollo de aquella devoción a la Virgen
que en la Iglesia ahonda sus motivaciones en la Palabra de Dios y se practica en el Espíritu de Cristo.

Quisiéramos, pues, detenernos ahora en algunas cuestiones sobre la relación entre la sagrada Liturgia y el
culto a la Virgen (I); ofrecer consideraciones y directrices aptas a favorecer su legítimo desarrollo (II);
sugerir, finalmente, algunas reflexiones para una reanudación vigorosa y más consciente del rezo del Santo
Rosario, cuya práctica ha sido tan recomendada por nuestros Predecesores y ha obtenido tanta difusión
entre el pueblo cristiano (III). .

PARTE I

EL CULTO A LA VIRGEN EN LA LITURGIA

1. Al disponernos a tratar del puesto que ocupa la Santísima Virgen en el culto cristiano, debemos dirigir
previamente nuestra atención a la sagrada Liturgia; ella, en efecto, además de un rico contenido doctrinal,
posee una incomparable eficacia pastoral y un reconocido valor de ejemplo para las otras formas de culto.
Hubiéramos querido tomar en consideración las distintas Liturgias de Oriente y Occidente; pero, teniendo
en cuenta la finalidad de este documento, nos fijaremos casi exclusivamente en los libros de Rito romano:
en efecto, sólo éste ha sido objeto, según las normas prácticas impartidas por el Concilio Vaticano II (9), de
una profunda renovación, aún en lo que atañe a las expresiones de la veneración a María y que requiere,
por ello, ser considerado y valorado atentamente. 

Sección primera 
La virgen en la liturgia romana restaurada 

2. La reforma de la Liturgia romana presuponía una atenta revisión de su Calendario General. Éste,
ordenado a poner en su debido resalto la celebración de la obra de la salvación en días determinados,
distribuyendo a lo largo del ciclo anual todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación hasta la espera de
su venida gloriosa (10), ha permitido incluir de manera más orgánica y con más estrecha cohesión la
memoria de la Madre dentro del ciclo anual de los misterios del Hijo.

3. Así, durante el tiempo de Adviento la Liturgia recuerda frecuentemente a la Santísima Virgen —aparte la
solemnidad del día 8 de diciembre, en que se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de María,
la preparación radical (cf. Is 11, 1.10) a la venida del Salvador y el feliz exordio de la Iglesia sin mancha ni
arruga (11)—, sobre todos los días feriales del 17 al 24 de diciembre y, más concretamente, el domingo

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anterior a la Navidad, en que hace resonar antiguas voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías (12),
y se leen episodios evangélicos relativos al nacimiento inminente de Cristo y del Precursor (13).

4. De este modo, los fieles que viven con la Liturgia el espíritu del Adviento, al considerar el inefable amor
con que la Virgen Madre esperó al Hijo (14), se sentirán animados a tomarla como modelos y a prepararse,
"vigilantes en la oración y... jubilosos en la alabanza" (15), para salir al encuentro del Salvador que viene.
Queremos, además, observar cómo en la Liturgia de Adviento, uniendo la espera mesiánica y la espera del
glorioso retorno de Cristo al admirable recuerdo de la Madre, presenta un feliz equilibrio cultual, que
puede ser tomado como norma para impedir toda tendencia a separar, como ha ocurrido a veces en
algunas formas de piedad popular el culto a la Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. Resulta
así que este periodo, como han observado los especialistas en liturgia, debe ser considerado como un
tiempo particularmente apto para el culto de la Madre del Señor: orientación que confirmamos y deseamos
ver acogida y seguida en todas partes.

5. El tiempo de Navidad constituye una prolongada memoria de la maternidad divina, virginal, salvífica de
Aquella "cuya virginidad intacta dio a este mundo un Salvador" (16): efectivamente, en la solemnidad de la
Natividad del Señor, la Iglesia, al adorar al divino Salvador, venera a su Madre gloriosa: en la Epifanía del
Señor, al celebrar la llamada universal a la salvación, contempla a la Virgen, verdadera Sede de la Sabiduría
y verdadera Madre del Rey, que ofrece a la adoración de los Magos el Redentor de todas las gentes
(cf. Mt 2, 11); y en la fiesta de la Sagrada Familia (domingo dentro de la octava de Navidad), escudriña
venerante la vida santa que llevan la casa de Nazaret Jesús, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, María, su
Madre, y José, el hombre justo (cf. Mt 1,19).

En la nueva ordenación del periodo natalicio, Nos parece que la atención común se debe dirigir a la
renovada solemnidad de la Maternidad de María; ésta, fijada en el día primero de enero, según la antigua
sugerencia de la Liturgia de Roma, está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la
salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre Santa, por la cual merecimos recibir al Autor
de la vida (17); y es así mismo, ocasión propicia para renovar la adoración al recién nacido Príncipe de la
paz, para escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico (cf. Lc 2, 14), para implorar de Dios, por mediación
de la Reina de la paz, el don supremo de la paz. Por eso, en la feliz coincidencia de la octava de Navidad con
el principio del nuevo año hemos instituido la "Jornada mundial de la Paz", que goza de creciente adhesión
y que está haciendo madurar frutos de paz en el corazón de tantos hombres.

6. A las dos solemnidades ya mencionadas —la Inmaculada Concepción y la Maternidad divina— se deben
añadir las antiguas y venerables celebraciones del 25 de marzo y del 15 de agosto.

Para la solemnidad de la Encarnación del Verbo, en el Calendario Romano, con decisión motivada, se ha
restablecido la antigua denominación —Anunciación del Señor—, pero la celebración era y es una fiesta
conjunta de Cristo y de la Virgen: el Verbo que se hace "hijo de María" (Mc 6, 3), de la Virgen que se
convierte en Madre de Dios. Con relación a Cristo, el Oriente y el Occidente, en las inagotables riquezas de
sus Liturgias, celebran dicha solemnidad como memoria del "fiat" salvador del Verbo encarnado, que
entrando en el mundo dijo: "He aquí que vengo (...) para cumplir, oh Dios, tu voluntad" (cf. Hb 10, 7; Sal 39,
8-9); como conmemoración del principio de la redención y de la indisoluble y esponsal unión de la
naturaleza divina con la humana en la única persona del Verbo. Por otra parte, con relación a María, como
fiesta de la nueva Eva, virgen fiel y obediente, que con su "fiat" generoso (cf. Lc 1, 38) se convirtió, por obra
del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes, y se convirtió también, al
acoger en su seno al único Mediador (cf. 1Tim 2, 5), en verdadera Arca de la Alianza y verdadero Templo de
Dios; como memoria de un momento culminante del diálogo de salvación entre Dios y el hombre, y
conmemoración del libre consentimiento de la Virgen y de su concurso al plan de la redención.

La solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al cielo: fiesta de su destino de
plenitud y de bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su
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perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y ala humanidad la imagen
y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final; pues dicha glorificación plena es el destino
de aquellos que Cristo ha hechos hermanos teniendo "en común con ellos la carne y la sangre" (Hb 2, 14;
cf. Gal 4, 4). La solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la
Realeza de María, que tiene lugar ocho días después y en la que se contempla a Aquella que, sentada junto
al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre (18). Cuatro solemnidades, pues, que
puntualizan con el máximo grado litúrgico las principales verdades dogmáticas que se refieren a la humilde
Sierva del Señor.

7. Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo, las celebraciones que conmemoran
acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como las fiestas de
la Natividad de María (8 setiembre), "esperanza de todo el mundo y aurora de la salvación" (19); de la
Visitación (31 mayo), en la que la Liturgia recuerda a la "Santísima Virgen... que lleva en su seno al Hijo"
(20), que se acerca a Isabel para ofrecerle la ayuda de su caridad y proclamar la misericordia de Dios
Salvador (21); o también la memoria de la Virgen Dolorosa (15 setiembre), ocasión propicia para revivir un
momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo "exaltado en la Cruz a la
Madre que comparte su dolor" (22).

También la fiesta del 2 de febrero, a la que se ha restituido la denominación de la Presentación del Señor,
debe ser considerada para poder asimilar plenamente su amplísimo contenido, como memoria conjunta del
Hijo y de la Madre, es decir, celebración de un misterio de la salvación realizado por Cristo, al cual la Virgen
estuvo íntimamente unida como Madre del Siervo doliente de Yahvé, como ejecutora de una misión
referida al antiguo Israel y como modelo del nuevo Pueblo de Dios, constantemente probado en la fe y en
la esperanza del sufrimiento y por la persecución (cf. Lc 2, 21-35).

8. Por más que el Calendario Romano restaurado pone de relieve sobre todo las celebraciones
mencionadas más arriba, incluye no obstante otro tipo de memorias o fiestas vinculadas a motivo de culto
local, pero que han adquirido un interés más amplio (11 febrero: la Virgen de Lourdes; 5 agosto: la
dedicación de la Basílica de Santa María); a otras celebradas originariamente en determinadas familias
religiosas, pero que hoy, por la difusión alcanzada, pueden considerarse verdaderamente eclesiales (16
julio: la Virgen del Carmen; 7 octubre: la Virgen del Rosario); y algunas más que, prescindiendo del aspecto
apócrifo, proponen contenidos de alto valor ejemplar, continuando venerables tradiciones, enraizadas
sobre todo en Oriente (21 noviembre: la Presentación de la Virgen María); o manifiestan orientaciones que
brotan de la piedad contemporánea (sábado del segundo domingo después de Pentecostés: el Inmaculado
Corazón de María).

9. Ni debe olvidarse que el Calendario Romano General no registra todas las celebraciones de contenido
mariano: pues corresponde a los Calendarios particulares recoger, con fidelidad a las normas litúrgicas pero
también con adhesión de corazón, las fiestas marianas propias de las distintas Iglesias locales. Y nos falta
mencionar la posibilidad de una frecuente conmemoración litúrgica mariana con el recurso a la Memoria
de Santa María "in Sabbato": memoria antigua y discreta, que la flexibilidad del actual Calendario y la
multiplicidad de los formularios del Misal hacen extraordinariamente fácil y variada.

10. En esta Exhortación Apostólica no intentamos considerar todo el contenido del nuevo Misal Romano,
sino que, en orden a la obra de valoración que nos hemos prefijado realizar en relación a los libros
restaurados del Rito Romano (23), deseamos poner de relieve algunos aspectos y temas. Y queremos, sobre
todo, destacar cómo las preces eucarísticas del Misal, en admirable convergencia con las liturgias orientales
(24), contienen una significativa memoria de la Santísima Virgen. Así lo hace el antiguo Canon Romano, que
conmemora la Madre del Señor en densos términos de doctrina y de inspiración cultual: "En comunión con
toda la Iglesia, veneramos la memoria, ante todo, de la glorioso siempre Virgen María, Madre de Jesucristo,
nuestro Dios y Señor"; así también el reciente Canon III, que expresa con intenso anhelo el deseo de los
orantes de compartir con la Madre la herencia de hijos: "Qué Él nos transforme en ofrenda permanente,
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para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos: con María, la Virgen". Dicha memoria cotidiana
por su colocación en el centro del Santo Sacrificio debe ser tenida como una forma particularmente
expresiva del culto que la Iglesia rinde a la "Bendita del Altísimo" (cf. Lc 1,28).

11. Recorriendo después los textos del Misal restaurado, vemos cómo los grandes temas marianos de la
eucología romana —el tema de la Inmaculada Concepción y de la plenitud de gracia, de la Maternidad
divina, de la integérrima y fecunda virginidad, del "templo del Espíritu Santo", de la cooperación a la obra
del Hijo, de la santidad ejemplar, de la intercesión misericordiosa, de la Asunción al cielo, de la realeza
maternal y algunos más— han sido recogidos en perfecta continuidad con el pasado, y cómo otros temas,
nuevos en un cierto sentido, han sido introducidos en perfecta adherencia con el desarrollo teológico de
nuestro tiempo. Así, por ejemplo, el tema María-Iglesia ha sido introducido en los textos del Misal con
variedad de aspectos como variadas y múltiples son las relaciones que median entre la Madre de Cristo y la
Iglesia. En efecto, dichos textos, en la Concepción sin mancha de la Virgen, reconocen el exordio de la
Iglesia, Esposa sin mancilla de Cristo (25); en la Asunción reconocen el principio ya cumplida y la imagen de
aquello que para toda la Iglesia, debe todavía cumplirse (26); en el misterio de la Maternidad la proclaman
Madre de la Cabeza y de los miembros: Santa Madre de Dios, pues, y próvida Madre de la Iglesia (27).

Finalmente, cuando la Liturgia dirige su mirada a la Iglesia primitiva y a la contemporánea, encuentra


puntualmente a María: allí, como presencia orante junto a los Apóstoles (28); aquí como presencia
operante junto a la cual la Iglesia quiere vivir el misterio de Cristo: "... haz que tu santa Iglesia, asociada con
ella (María) a la pasión de Cristo, partícipe en la gloria de la resurrección" (29); y como voz de alabanza
junto a la cual quiere glorificar a Dios: "...para engrandecer con ella (María) tu santo nombre" (30), y,
puesto que la Liturgia es culto que requiere una conducta coherente de vida, ella pide traducir el culto a la
Virgen en un concreto y sufrido amor por la Iglesia, como propone admirablemente la oración de después
de la comunión del 15 de setiembre: "...para que recordando a la Santísima Virgen Dolorosa, completemos
en nosotros, por el bien de la santa Iglesia, lo que falta a la pasión de Cristo".

12. El Leccionario de la Misa es uno de los libros del Rito Romano que se ha beneficiado más que los textos
incluidos, sea por su valor intrínseco: se trata, en efecto, de textos que contienen la palabra de Dios,
siempre viva y eficaz (cf. Heb 4,12). Esta abundantísima selección de textos bíblicos ha permitido exponer
en un ordenado ciclo trienal toda la historia de la salvación y proponer con mayor plenitud el misterio de
Cristo. Como lógica consecuencia ha resultado que el Leccionario contiene un número mayor de lecturas
vetero y neotestamentarias relativas a la bienaventurada Virgen, aumento numérico no carente, sin
embargo, de una crítica serena, porque han sido recogidas únicamente aquellas lecturas que, o por la
evidencia de su contenido o por las indicaciones de una atenta exégesis, avalada por las enseñanzas del
Magisterio o por una sólida tradición, puedan considerarse, aunque de manera y en grado diversos, de
carácter mariano. Además conviene observar que estas lecturas no están exclusivamente limitadas a las
fiestas de la Virgen, sino que son proclamadas en otras muchas ocasiones: en algunos domingos del año
litúrgico (31), en la celebración de ritos que tocan profundamente la vida sacramental del cristiano y sus
elecciones (32), así como en circunstancias alegres o tristes de su existencia (33).

13. También el restaurado libro de La Liturgia de las Horas, contiene preclaros testimonios de piedad hacia
la Madre del Señor: en las composiciones hímnicas, entre las que no faltan algunas obras de arte de la
literatura universal, como la sublime oración de Dante a la Virgen (34); en las antífonas que cierran el Oficio
divino de cada día, imploraciones líricas, a las que se ha añadido el célebre tropario "Sub tuum praesidium",
venerable por su antigüedad y admirable por su contenido; en las intercesiones de Laudes y Vísperas, en las
que no es infrecuente el confiado recurso a la Madre de Misericordia; en la vastísima selección de páginas
marianas debidas a autores de los primeros siglos del cristianismo, de la edad media y de la edad moderna.

14. Si en el Misal, en el Leccionario y en la Liturgia de las Horas, quicios de la oración litúrgica romana,
retorna con ritmo frecuente la memoria de la Virgen, tampoco en los otros libros litúrgicos restaurados
faltan expresiones de amor y de suplicante veneración hacia la "Theotocos": así la Iglesia la invoca como
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Madre de la gracia antes de la inmersión de los candidatos en las aguas regeneradoras del bautismo (35);
implora su intercesión sobre las madres que, agradecidas por el don de la maternidad, se presentan
gozosas en el templo (36); la ofrece como ejemplo a sus miembros que abrazan el surgimiento de Cristo en
la vida religiosa (37) o reciben la consagración virginal (38), y pide para ellos su maternal ayuda (39); a Ella
dirige súplica insistentes en favor de los hijos que han llegado a la hora del tránsito (40); pide su intercesión
para aquello que, cerrados sus ojos a la luz temporal se han presentado delante de Cristo, Luz eterna (41); e
invoca, por su intercesión, el consuelo para aquellos que, inmersos en el dolor, lloran con fe separación de
sus seres queridos (42).

15. El examen realizado sobre los libros litúrgicos restaurados lleva, pues, a una confortadora constatación:
la instauración postconciliar, como estaba ya en el espíritu del Movimiento Litúrgico, ha considerado como
adecuada perspectiva a la Virgen en el misterio de Cristo y, en armonía con la tradición, le ha reconocido el
puesto singular que le corresponde dentro del culto cristiano, como Madre Santa de Dios, íntimamente
asociada al Redentor.

No podía ser otra manera. En efecto, recorriendo la historia del culto cristiano se nota que en Oriente como
en Occidente las más altas y las más límpidas expresiones de la piedad hacia la bienaventurada Virgen ha
florecido en el ámbito de la Liturgia o han sido incorporadas a ella.

Deseamos subrayarlo: el culto que la Iglesia universal rinde hoy a la Santísima Virgen es una derivación, una
prolongación y un incremento incesante del culto que la Iglesia de todos los tiempos le han tributado con
escrupuloso estudio de la verdad y como siempre prudente nobleza de formas. De la tradición perenne,
viva por la presencia ininterrumpida del Espíritu y por la escucha continuada de la Palabra, la Iglesia de
nuestro tiempo saca motivaciones, argumentos y estímulo para el culto que rinde a la bienaventurada
Virgen. Y de esta viva tradición es expresión altísima y prueba fehaciente la liturgia, que recibe del
Magisterio garantía y fuerza.

Sección segunda 
La Virgen modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto 

16. Queremos ahora, siguiendo algunas indicaciones de la doctrina conciliar sobre María y la Iglesia,
profundizar un aspecto particular de las relaciones entre María y la Liturgia, es decir: María como ejemplo
de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios. La ejemplaridad de la Santísima
Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en
el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (43) esto es, de aquella disposición interior
con que la Iglesia, Esposa amadísima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde
culto al Padre Eterno (44).

17. María es la "Virgen oyente", que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino
hacia la Maternidad divina, porque, como intuyó S. Agustín: "la bienaventurada Virgen María concibió
creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo" (45); en efecto, cuando recibió del Ángel la respuesta a su duda
(cf. Lc 1,34-37) "Ella, llena de fe, y concibiendo a Cristo en su mente antes que en su seno", dijo: "he aquí la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38) (46); fe, que fue para ella causa de
bienaventuranza y seguridad en el cumplimiento de la palabra del Señor" (Lc 1, 45): fe, con la que Ella,
protagonista y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre los acontecimientos de la infancia de Cristo,
confrontándolos entre sí en lo hondo de su corazón (Cf. Lc 2, 19. 51). Esto mismo hace la Iglesia, la cual,
sobre todo en la sagrada Liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la distribuye
a los fieles como pan de vida (47) y escudriña a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los
acontecimientos de la historia.

18. María es, asimismo, la "Virgen orante". Así aparece Ella en la visita a la Madre del Precursor, donde abre
su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el
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"Magnificat"(cf. Lc 1, 46-55), la oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el
que confluyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque —como parece sugerir S. Ireneo— en el
cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán que presentía al Mesías (cf. Jn 8, 56) (48) y resonó, anticipada
proféticamente, la voz de la Iglesia: "Saltando de gozo, María proclama proféticamente el nombre de la
Iglesia: "Mi alma engrandece al Señor..." " (49). En efecto, el cántico de la Virgen, al difundirse, se ha
convertido en oración de toda la Iglesia en todos los tiempos.

"Virgen orante" aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad
temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando el primero de sus "signos", confirme
a sus discípulos en la fe en El (cf. Jn 2, 1-12).

También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: los Apóstoles "perseveraban
unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y con sus
hermanos"(Act 1, 14): presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo,
porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación (50). "Virgen orante" es
también la Iglesia, que cada día presenta al Padre las necesidades de sus hijos, "alaba incesantemente al
Señor e intercede por la salvación del mundo" (51).

19. María es también la "Virgen-Madre", es decir, aquella que "por su fe y obediencia engendró en la tierra
al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo" (52):
prodigiosa maternidad constituida por Dios como "tipo" y "ejemplar" de la fecundidad de la Virgen-Iglesia,
la cual "se convierte ella misma en Madre, porque con la predicación y el bautismo engendra a una vida
nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo, y nacidos de Dios" (53). Justamente los
antiguos Padres enseñaron que la Iglesia prolonga en el sacramento del Bautismo la Maternidad virginal de
María. Entre sus testimonios nos complacemos en recordar el de nuestro eximio Predecesor San León
Magno, quien en una homilía natalicia afirma: "El origen que (Cristo) tomó en el seno de la Virgen, lo ha
puesto en la fuente bautismal: ha dado al agua lo que dio a la Madre; en efecto, la virtud del Altísimo y la
sombra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo que María diese a luz al Salvador, hace también que el
agua regenere al creyente" (54). Queriendo beber (cf. Lev 12,6-8), un misterio de salvación relativo en las
fuentes litúrgicas, podríamos citar la Illatio de la liturgia hispánica: "Ella (María) llevó la Vida en su seno,
ésta (la Iglesia) en el bautismo. En los miembros de aquélla se plasmó Cristo, en las aguas bautismales el
regenerado se reviste de Cristo" (55).

20. Finalmente, María es la "Virgen oferente". En el episodio de la Presentación de Jesús en el Templo


(cf. Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes
relativas a la oblación del primogénito (cf. Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre (cf. Lev 12, 6-8), un
misterio de salvación relativo a la historia salvífica: esto es, ha notado la continuidad de la oferta
fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo (cf. Heb 10, 5-7); ha visto
proclamado la universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño la luz que ilumina las
gentes y la gloria de Israel (cf. Lc 2, 32), reconocía en El al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la
referencia profética a la pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio
al Hijo, "signo de contradicción", (Lc 2, 34), y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma
(cf. Lc 2, 35), se cumplieron sobre el calvario. Misterio de salvación, pues, que el episodio de la
Presentación en el Templo orienta en sus varios aspectos hacia el acontecimiento salvífico de la cruz. Pero
la misma Iglesia, sobre todo a partir de los siglos de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la Virgen
que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), una voluntad de oblación que
trascendía el significado ordinario del rito. De dicha intuición encontramos un testimonio en el afectuoso
apóstrofe de S. Bernardo: "Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre.
Ofrece por la reconciliación de todos nosotros la víctima santa, agradable a Dios" (56).

Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la redención (57) alcanza su culminación en el calvario,
donde Cristo "a si mismo se ofreció inmaculado a Dios" (Heb 9, 14) y donde María estuvo junto a la cruz
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(cf. Jn 19, 15) "sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con ánimo materno a su sacrificio,
adhiriéndose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose amorosamente a la inmolación de la Víctima
por Ella engendrada" (58) y ofreciéndola Ella misma al Padre Eterno (59). Para perpetuar en los siglos el
Sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó el Sacrificio Eucarístico, memorial de su muerte y resurrección, y
lo confió a la Iglesia su Esposa (60), la cual, sobre todo el domingo, convoca a los fieles para celebrar la
Pascua del Señor hasta que El venga (61): lo que cumple la Iglesia en comunión con los Santos del cielo y,
en primer lugar, con la bienaventurada Virgen (62), de la que imita la caridad ardiente y la fe
inquebrantable.

21. Ejemplo para toda la Iglesia en el ejercicio del culto divino, María es también, evidentemente, maestra
de vida espiritual para cada uno de los cristianos. Bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en María para,
como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida. Ya en el siglo IV, S.
Ambrosio, hablando a los fieles, hacía votos para que en cada uno de ellos estuviese el alma de María para
glorificar a Dios: "Que el alma de María está en cada uno para alabar al Señor; que su espíritu está en cada
uno para que se alegre en Dios" (63). Pero María es, sobre todo, modelo de aquel culto que consiste en
hacer de la propia vida una ofrenda a Dios: doctrina antigua, perenne, que cada uno puede volver a
escuchar poniendo atención en la enseñanza de la Iglesia, pero también con el oído atento a la voz de la
Virgen cuando Ella, anticipando en sí misma la estupenda petición de la oración dominical "Hágase tu
voluntad" (Mt 6, 10), respondió al mensajero de Dios: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra" (Lc 1, 38). Y el "sí" de María es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la
obediencia a la voluntad del Padre, en camino y en medio de santificación propia.

22. Por otra parte, es importante observar cómo traduce la Iglesia las múltiples relaciones que la unen a
María en distintas y eficaces actitudes cultuales: en veneración profunda, cuando reflexiona sobre la
singular dignidad de la Virgen, convertida, por obra del Espíritu Santo, en Madre del Verbo Encarnado; en
amor ardiente, cuando considera la Maternidad espiritual de María para con todos los miembros del
Cuerpo místico; en confiada invocación, cuando experimenta la intercesión de su Abogada y Auxiliadora
(64); en servicio de amor, cuando descubre en la humilde sierva del Señor a la Reina de misericordia y a la
Madre de la gracia; en operosa imitación, cuando contempla la santidad y las virtudes de la "llena de
gracia" (Lc 1, 28); en conmovido estupor, cuando contempla en Ella, "como en una imagen purísima, todo
lo que ella desea y espera ser" (65); en atento estudio, cuando reconoce en la Cooperadora del Redentor,
ya plenamente partícipe de los frutos del Misterio Pascual, el cumplimiento profético de su mismo futuro,
hasta el día en que, purificada de toda arruga y toda mancha (cf. Ef 5, 27), se convertirá en una esposa
ataviada para el Esposo Jesucristo (cf. Ap 21, 2).

23. Considerando, pues, venerable hermanos, la veneración que la tradición litúrgica de la Iglesia universal
y el renovado Rito romano manifiestan hacia la santa Madre de Dios; recordando que la Liturgia, por su
preeminente valor cultual, constituye una norma de oro para la piedad cristiana; observando, finalmente,
cómo la Iglesia, cuando celebra los sagrados misterios, adopta una actitud de fe y de amor semejantes a los
de la Virgen, comprendemos cuán justa es la exhortación del Concilio Vaticano II a todos los hijos de la
Iglesia "para que promuevan generosamente el culto, especialmente litúrgico, a la bienaventurada Virgen"
(66); exhortación que desearíamos ver acogida sin reservas en todas partes y puesta en práctica
celosamente. 

PARTE II

POR UNA RENOVACIÓN DE LA PIEDAD MARIANA

24. Pero el mismo Concilio Vaticano II exhorta a promover, junto al culto litúrgico, otras formas de piedad,
sobre todo las recomendadas por el Magisterio (67) . Sin embargo, como es bien sabido, la veneración de
los fieles hacia la Madre de Dios ha tomado formas diversas según las circunstancias de lugar y tiempo, la
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distinta sensibilidad de los pueblos y su diferente tradición cultural. Así resulta que las formas en que se
manifiesta dicha piedad, sujetas al desgaste del tiempo, parecen necesitar una renovación que permita
sustituir en ellas los elementos caducos, dar valor a los perennes e incorporar los nuevos datos doctrinales
adquiridos por la reflexión teológica y propuestos por el magisterio eclesiástico. Esto muestra la necesidad
de que las Conferencias Episcopales, las Iglesias locales, las familias religiosas y las comunidades de fieles
favorezcan una genuina actividad creadora y, al mismo tiempo, procedan a una diligente revisión de los
ejercicios de piedad a la Virgen; revisión que queríamos fuese respetuosa para con la sana tradición y
estuviera abierta a recoger las legítimas aspiraciones de los hombres de nuestro tiempo. Por tanto nos
parece oportuno, venerables hermanos, indicaros algunos principios que sirvan de base al trabajo en este
campo.

Sección primera
Nota trinitaria, cristológica y eclesial en el culto de la Virgen

25. Ante todo, es sumamente conveniente que los ejercicios de piedad a la Virgen María expresen
claramente la nota trinitaria y cristológica que les es intrínseca y esencial. En efecto, el culto cristiano es por
su naturaleza culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o, como se dice en la Liturgia, al Padre por Cristo en
el Espíritu. En esta perspectiva se extiende legítimamente, aunque de modo esencialmente diverso, en
primer lugar y de modo singular a la Madre del Señor y después a los Santos, en quienes, la Iglesia proclama
el Misterio Pascual, porque ellos han sufrido con Cristo y con El han sido glorificados (68). En la Virgen
María todo es referido a Cristo y todo depende de El: en vistas a El, Dios Padre la eligió desde toda la
eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a
ningún otro. Ciertamente, la genuina piedad cristiana no ha dejado nunca de poner de relieve el vínculo
indisoluble y la esencial referencia de la Virgen al Salvador Divino (69). Sin embargo, nos parece
particularmente conforme con las tendencias espirituales de nuestra época, dominada y absorbida por la
"cuestión de Cristo" (70), que en las expresiones de culto a la Virgen se ponga en particular relieve el
aspecto cristológico y se haga de manera que éstas reflejen el plan de Dios, el cual preestableció "con un
único y mismo decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría" (71). Esto contribuirá
indudablemente a hacer más sólida la piedad hacia la Madre de Jesús y a que esa misma piedad sea un
instrumento eficaz para llegar al "pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta alcanzar la medida de la
plenitud de Cristo" (Ef 4,13); por otra parte, contribuirá a incrementar el culto debido a Cristo mismo
porque, según el perenne sentir de la Iglesia, confirmado de manera autorizada en nuestros días (72), "se
atribuye al Señor, lo que se ofrece como servicio a la Esclava; de este modo redunda en favor del Hijo lo
que es debido a la Madre; y así recae igualmente sobre el Rey el honor rendido como humilde tributo a la
Reina" (73).

26. A esta alusión sobre la orientación cristológica del culto a la Virgen, nos parece útil añadir una llamada a
la oportunidad de que se dé adecuado relieve a uno de los contenidos esenciales de la fe: la Persona y la
obra del Espíritu Santo. La reflexión teológica y la Liturgia han subrayado, en efecto, cómo la intervención
santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento culminante de su acción en la
historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos Santos Padres y Escritores eclesiásticos atribuyeron a la
acción del Espíritu la santidad original de María, "como plasmada y convertida en nueva criatura" por El
(74); reflexionando sobre los textos evangélicos —"el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1,35) y "María... se halló en cinta por obra del Espíritu Santo; (...) es
obra del Espíritu Santo lo que en Ella se ha engendrado" (Mt 1,18.20)—, descubrieron en la intervención del
Espíritu Santo una acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María (75) y la transformó en Aula
del Rey (76), Templo o Tabernáculo del Señor (77), Arca de la Alianza o de la Santificación (78); títulos todos
ellos ricos de resonancias bíblicas; profundizando más en el misterio de la Encarnación, vieron en la
misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por Prudencio: "la Virgen
núbil se desposa con el Espíritu (79), y la llamaron sagrario del Espíritu Santo (80), expresión que subraya el
carácter sagrado de la Virgen convertida en mansión estable del Espíritu de Dios; adentrándose en la
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doctrina sobre el Paráclito, vieron que de El brotó, como de un manantial, la plenitud de la gracia
(cf. Lc 1,28) y la abundancia de dones que la adornaban: de ahí que atribuyeron al Espíritu la fe, la
esperanza y la caridad que animaron el corazón de la Virgen, la fuerza que sostuvo su adhesión a la
voluntad de Dios, el vigor que la sostuvo durante su "compasión" a los pies de la cruz (81); señalaron en el
canto profético de María (Lc 1, 46-55) un particular influjo de aquel Espíritu que había hablado por boca de
los profetas (82); finalmente, considerando la presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo, donde el
Espíritu descendió sobre la naciente Iglesia (cf. Act 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con nuevos datos el
antiguo tema María-Iglesia (83); y, sobre todo, recurrieron a la intercesión de la Virgen para obtener del
Espíritu la capacidad de engendrar a Cristo en su propia alma, como atestigua S. Ildefonso en una oración,
sorprendente por su doctrina y por su vigor suplicante: "Te pido, te pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús
por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús. Reciba mi alma a Jesús por obra
del Espíritu, por el cual tu carne a concebido al mismo Jesús (...). Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu,
en el cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo" (84).

27. Se afirma con frecuencia que muchos textos de la piedad moderna no reflejan suficientemente toda la
doctrina acerca del Espíritu Santo. Son los estudios quienes tienen que verificar esta afirmación y medir su
alcance; a Nos corresponde exhortar a todos, en especial a los pastores y a los teólogos, a profundizar en la
reflexión sobre la acción del Espíritu Santo en la historia de la salvación y lograr que los textos de la piedad
cristiana pongan debidamente en claro su acción vivificadora; de tal reflexión aparecerá, en particular, la
misteriosa relación existente entre el Espíritu de Dios y la Virgen de Nazaret, así como su acción sobre la
Iglesia; de este modo, el contenido de la fe más profundamente medido dará lugar a una piedad más
intensamente vivida.

28. Es necesario además que los ejercicios de piedad, mediante los cuales los fieles expresan su veneración
a la Madre del Señor, pongan más claramente de manifiesto el puesto que ella ocupa en la Iglesia: "el más
alto y más próximo a nosotros después de Cristo" (85); un puesto que en los edificios de culto del Rito
bizantino tienen su expresión plástica en la misma disposición de las partes arquitectónicas y de los
elementos iconográficos —en la puerta central de la iconostasis está figurada la Anunciación de María en el
ábside de la representación de la "Theotocos" gloriosa— con el fin de que aparezca manifiesto cómo a
partir del "fiat" de la humilde Esclava del Señor, la humanidad comienza su retorno a Dios y cómo en la
gloria de la "Toda Hermosa" descubre la meta de su camino. El simbolismo mediante el cual el edificio de la
Iglesia expresa el puesto de María en el misterio de la Iglesia contiene una indicación fecunda y constituye
un auspicio para que en todas partes las distintas formas de venerar a la bienaventurada Virgen María se
abran a perspectivas eclesiales.

En efecto, el recurso a los conceptos fundamentales expuestos por el Concilio Vaticano II sobre la
naturaleza de la Iglesia, Familia de Dios, Pueblo de Dios, Reino de Dios, Cuerpo místico de Cristo (86),
permitirá a los fieles reconocer con mayor facilidad la misión de María en el misterio de la Iglesia y el
puesto eminente que ocupa en la Comunión de los Santos; sentir más intensamente los lazos fraternos que
unen a todos los fieles porque son hijos de la Virgen, "a cuya generación y educación ella colabora con
materno amor" (87), e hijos también del la Iglesia, ya que nacemos de su parto, nos alimentamos con leche
suya y somos vivificados por su Espíritu" (88), y porque ambas concurren a engendrar el Cuerpo místico de
Cristo: "Una y otra son Madre de Cristo; pero ninguna de ellas engendra todo (el cuerpo) sin la otra" (89);
percibir finalmente de modo más evidente que la acción de la Iglesia en el mundo es como una
prolongación de la solicitud de María: en efecto, el amor operante de María la Virgen en casa de Isabel, en
Caná, sobre el Gólgota —momentos todos ellos salvíficos de gran alcance eclesial— encuentra su
continuidad en el ansia materna de la Iglesia porque todos los hombres llegan a la verdad (cf. 1Tim 2,4), en
su solicitud para con los humildes, los pobres, los débiles, en su empeño constante por la paz y la concordia
social, en su prodigarse para que todos los hombres participen de la salvación merecida para ellos por la
muerte de Cristo. De este modo el amor a la Iglesia se traducirá en amor a María y viceversa; porque la una
no puede subsistir sin la otra, como observa de manera muy aguda San Cromasio de Aquileya: "Se reunió la
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Iglesia en la parte alta (del cenáculo) con María, que era la Madre de Jesús, y con los hermanos de Este. Por
tanto no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos de
Este" (90). En conclusión, reiteramos la necesidad de que la veneración a la Virgen haga explícito su
intrínseco contenido eclesiológico: esto equivaldría a valerse de una fuerza capaz de renovar
saludablemente formas y textos.

Sección segunda
Cuatro orientaciones para el culto a la Virgen:
bíblica, litúrgica, ecuménica, antropológica 

29. A las anteriores indicaciones, que surgen de considerar las relaciones de la Virgen María con Dios —
Padre, Hijo y Espíritu Santo— y con la Iglesia, queremos añadir, siguiendo la línea trazada por las
enseñanzas conciliares (91), algunas orientaciones —de carácter bíblico, litúrgico, ecuménico,
antropológico— a tener en cuenta a la hora de revisar o crear ejercicios y prácticas de piedad, con el fin de
hacer más vivo y más sentido el lazo que nos une a la Madre de Cristo y Madre nuestro en la Comunión de
los Santos.

30. La necesidad de una impronta bíblica en toda forma de culto es sentida hoy día como un postulado
general de la piedad cristiana. El progreso de los estudios bíblicos, la creciente difusión de la Sagrada
Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la tradición y la moción íntima del Espíritu orientan a los cristianos de
nuestro tiempo a servirse cada vez más de la Biblia como del libro fundamental de oración y a buscar en
ella inspiración genuina y modelos insuperables. El culto a la Santísima Virgen no puede quedar fuera de
esta dirección tomada por la piedad cristiana (92); al contrario debe inspirarse particularmente en ella para
lograr nuevo vigor y ayuda segura. La Biblia, al proponer de modo admirable el designio de Dios para la
salvación de los hombres, está toda ella impregnada del misterio del Salvador, y contiene además, desde el
Génesis hasta el Apocalipsis, referencias indudables a Aquella que fue Madre y Asociada del Salvador. Pero
no quisiéramos que la impronta bíblica se limitase a un diligente uso de textos y símbolos sabiamente
sacados de las Sagradas Escrituras; comporta mucho más; requiere, en efecto, que de la Biblia tomen sus
términos y su inspiración las fórmulas de oración y las composiciones destinadas al canto; y exige, sobre
todo, que el culto a la Virgen esté impregnado de los grandes temas del mensaje cristiano, a fin de que, al
mismo tiempo que los fieles veneran la Sede de la Sabiduría sean también iluminados por la luz de la
palabra divina e inducidos a obrar según los dictados de la Sabiduría encarnada.

31. Ya hemos hablado de la veneración que la Iglesia siente por la Madre de Dios en la celebración de la
sagrada Liturgia. Ahora, tratando de las demás formas de culto y de los criterios en que se deben inspirar,
no podemos menos de recordar la norma de la Constitución Sacrosanctum Concilium, la cual, al
recomendar vivamente los piadosos ejercicios del pueblo cristiano, añade: "…es necesario que tales
ejercicios, teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, se ordenen de manera que estén en armonía con la
sagrada Liturgia; se inspiren de algún modo en ella, y, dada su naturaleza superior, conduzcan a ella al
pueblo cristiano" (93). Norma sabia, norma clara, cuya aplicación, sin embargo, no se presenta fácil, sobre
todo en el campo del culto a la Virgen, tan variado en sus expresiones formales: requiere, efectivamente,
por parte de los responsables de las comunidades locales, esfuerzo, tacto pastoral, constancia; y por parte
de los fieles, prontitud en acoger orientaciones y propuestas que, emanando de la genuina naturaleza del
culto cristiano, comportan a veces el cambio de usos inveterados, en los que de algún modo se había
oscurecido aquella naturaleza.

A este respecto queremos aludir a dos actitudes que podrían hacer vana, en la práctica pastoral, la norma
del Concilio Vaticano II: en primer lugar, la actitud de algunos que tienen cura de almas y que despreciando
a priori los ejercicios piadosos, que en las formas debidas son recomendados por el Magisterio, los
abandonan y crean un vacío que no prevén colmar; olvidan que el Concilio ha dicho que hay que armonizar
los ejercicios piadosos con la liturgia, no suprimirlos. En segundo lugar, la actitud de otros que, al margen
de un sano criterio litúrgico y pastoral, unen al mismo tiempo ejercicios piadosos y actos litúrgicos en
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celebraciones híbridas. A veces ocurre que dentro de la misma celebración del sacrifico Eucarístico se
introducen elementos propios de novenas u otras prácticas piadosas, con el peligro de que el Memorial del
Señor no constituya el momento culminante del encuentro de la comunidad cristiana, sino como una
ocasión para cualquier práctica devocional. A cuantos obran así quisiéramos recordar que la norma
conciliar prescribe armonizar los ejercicios piadoso con la Liturgia, no confundirlos con ella. Una clara
acción pastoral debe, por una parte, distinguir y subrayar la naturaleza propia de los actos litúrgicos; por
otra, valorar los ejercicios piadosos para adaptarlos a las necesidades de cada comunidad eclesial y hacerlos
auxiliares válidos de la Liturgia.

32. Por su carácter eclesial, en el culto a la Virgen se reflejan las preocupaciones de la Iglesia misma, entre
las cuales sobresale en nuestros días el anhelo por el restablecimiento de la unidad de los cristianos. La
piedad hacia la Madre del Señor se hace así sensible a las inquietudes y a las finalidades del movimiento
ecuménico, es decir, adquiere ella misma una impronta ecuménica. Y esto por varios motivos.

En primer lugar porque los fieles católicos se unen a los hermanos de las Iglesias ortodoxas, entre las cuales
la devoción a la Virgen reviste formas de alto lirismo y de profunda doctrina al venerar con particular amor
a la gloriosa Theotocos y al aclamarla "Esperanza de los cristianos" (94); se unen a los anglicanos, cuyos
teólogos clásicos pusieron ya de relieve la sólida base escriturística del culto a la Madre de nuestro Señor, y
cuyos teólogos contemporáneos subrayan mayormente la importancia del puesto que ocupa María en la
vida cristiana; se unen también a los hermanos de las Iglesias de la Reforma, dentro de las cuales florece
vigorosamente el amor por las Sagradas Escrituras, glorificando a Dios con las mismas palabras de la Virgen
(cf. Lc 1, 46-55).

En segundo lugar, porque la piedad hacia la Madre de Cristo y de los cristianos es para los católicos ocasión
natural y frecuente para pedirle que interceda ante su Hijo por la unión de todos los bautizados en un solo
pueblo de Dios (95). Más aún, porque es voluntad de la Iglesia católica que en dicho culto, sin que por ello
sea atenuado su carácter singular (96), se evite con cuidado toda clase de exageraciones que puedan
inducir a error a los demás hermanos cristianos acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia católica (97) y
se haga desaparecer toda manifestación cultual contraria a la recta práctica católica.

Finalmente, siendo connatural al genuino culto a la Virgen el que "mientras es honrada la Madre (…), el Hijo
sea debidamente conocido, amado, glorificado" (98), este culto se convierte en camino a Cristo, fuente y
centro de la comunión eclesiástica, en la cual cuantos confiesan abiertamente que Él es Dios y Señor,
Salvador y único Mediador (cf.  2, 5), están llamados a ser una sola cosa entre sí, con El y con el Padre en la
unidad del Espíritu Santo (99).

33. Somos conscientes de que existen no leves discordias entre el pensamiento de muchos hermanos de
otras Iglesias y comunidades eclesiales y la doctrina católica "en torno a la función de María en la obra de la
salvación" (100) y, por tanto, sobre el culto que le es debido. Sin embargo, como el mismo poder del
Altísimo que cubrió con su sombra a la Virgen de Nazaret (cf. Lc 1, 35) actúa en el actual movimiento
ecuménico y lo fecunda, deseamos expresar nuestra confianza en que la veneración a la humilde Esclava
del Señor, en la que el Omnipotente obró maravillas (cf. Lc 1, 49), será, aunque lentamente, no obstáculo
sino medio y punto de encuentro para la unión de todos los creyentes en Cristo. Nos alegramos, en efecto,
de comprobar que una mejor comprensión del puesto de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, por
parte también de los hermanos separados, hace más fácil el camino hacia el encuentro. Así como en Caná
la Virgen, con su intervención, obtuvo que Jesús hiciese el primero de sus milagros (cf. Jn 2, 1-12), así en
nuestro tiempo podrá Ella hacer propicio, con su intercesión, el advenimiento de la hora en que los
discípulos de Cristo volverán a encontrar la plena comunión en la fe. Y esta nueva esperanza halla consuelo
en la observación de nuestro predecesor León XIII: la causa de la unión de los cristianos "pertenece
específicamente al oficio de la maternidad espiritual de María. Pues los que son de Cristo no fueron
engendrados ni podían serlo sino en una única fe y un único amor: porque, "¿está acaso dividido Cristo?"

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(cf. 1 Cor 1, 13); y debemos vivir todos juntos la vida de Cristo, para poder fructificar en un solo y mismo
cuerpo (Rom 7, 14)" (101).

34. En el culto a la Virgen merecen también atenta consideración las adquisiciones seguras y comprobadas
de las ciencias humanas; esto ayudará efectivamente a eliminar una de las causas de la inquietud que se
advierte en el campo del culto a la Madre del Señor: es decir, la diversidad entre algunas cosas de su
contenido y las actuales concepciones antropológicas y la realidad sicosociológica, profundamente
cambiada, en que viven y actúan los hombres de nuestro tiempo. Se observa, en efecto, que es difícil
encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es presentada por cierta literatura devocional, en las
condiciones de vida de la sociedad contemporánea y en particular de las condiciones de la mujer, bien sea
en el ambiente doméstico, donde las leyes y la evolución de las costumbres tienden justamente a
reconocerle la igualdad y la corresponsabilidad con el hombre en la dirección de la vida familiar; bien sea en
el campo político, donde ella ha conquistado en muchos países un poder de intervención en la sociedad
igual al hombre; bien sea en el campo social, donde desarrolla su actividad en los más distintos sectores
operativos, dejando cada día más el estrecho ambiente del hogar; lo mismo que en el campo cultural,
donde se le ofrecen nuevas posibilidades de investigación científica y de éxito intelectual.

Deriva de ahí para algunos una cierta falta de afecto hacia el culto a la Virgen y una cierta dificultad en
tomar a María como modelo, porque los horizontes de su vida —se dice— resultan estrechos en
comparación con las amplias zonas de actividad en que el hombre contemporáneo está llamado a actuar.
En este sentido, mientras exhortamos a los teólogos, a los responsables de las comunidades cristianas y a
los mismos fieles a dedicar la debida atención a tales problemas, nos parece útil ofrecer Nos mismo una
contribución a su solución, haciendo algunas observaciones.

35. Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no
precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente socio-cultural en que se
desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se
adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38); porque acogió la palabra y la puso en
práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir, fue
la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente.

36. En segundo lugar quisiéramos notar que las dificultades a que hemos aludido están en estrecha
conexión con algunas connotaciones de la imagen popular y literaria de María, no con su imagen evangélica
ni con los datos doctrinales determinados en el lento y serio trabajo de hacer explícita la palabra revelada;
al contrario, se debe considerar normal que las generaciones cristianas que se han ido sucediendo en
marcos socio-culturales diversos, al contemplar la figura y la misión de María —como Mujer nueva y
perfecta cristiana que resume en sí misma las situaciones más características de la vida femenina porque es
Virgen, Esposa, Madre—, hayan considerado a la Madre de Jesús como "modelo eximio" de la condición
femenina y ejemplar "limpidísimo" de vida evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las
categorías y los modos expresivos propios de la época. La Iglesia, cuando considera la larga historia de la
piedad mariana, se alegra comprobando la continuidad del hecho cultual, pero no se vincula a los
esquemas representativos de las varias épocas culturales ni a las particulares concepciones antropológicas
subyacentes, y comprende como algunas expresiones de culto, perfectamente válidas en sí mismas, son
menos aptas para los hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas.

37. Deseamos en fin, subrayar que nuestra época, como las precedentes, está llamada a verificar su propio
conocimiento de la realidad con la palabra de Dios y, para limitarnos al caso que nos ocupa, a confrontar
sus concepciones antropológicas y los problemas que derivan de ellas con la figura de la Virgen tal cual nos
es presentada por el Evangelio. La lectura de las Sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del Espíritu Santo
y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo
contemporáneo, llevará a descubrir como María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los
hombres de nuestro tiempo. De este modo, por poner algún ejemplo, la mujer contemporánea, deseosa de
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participar con poder de decisión en las elecciones de la comunidad, contemplará con íntima alegría a María
que, puesta a diálogo con Dios, da su consentimiento activo y responsable (102) no a la solución de un
problema contingente sino a la "obra de los siglos" como se ha llamado justamente a la Encarnación del
Verbo (103); se dará cuenta de que la opción del estado virginal por parte de María, que en el designio de
Dios la disponía al misterio de la Encarnación, no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado
matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor
de Dios; comprobará con gozosa sorpresa que María de Nazaret, aún habiéndose abandonado a la voluntad
del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes
bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidas y
derriba sus tronos a los poderosos del mundo (cf. Lc 1, 51-53); reconocerá en María, que "sobresale entre
los humildes y los pobres del Señor (104), una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la
huida y el exilio (cf. Mt 2, 13-23): situaciones todas estas que no pueden escapar a la atención de quien
quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad; y no se le
presentará María como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como mujer
que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2, 1-12) y cuya función
maternal se dilató, asumiendo sobre el calvario dimensiones universales (105). Son ejemplos. Sin embargo,
aparece claro en ellos cómo la figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna profunda de los hombres
de nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto del discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y
temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y
de la caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en los
corazones.

38. Después de haber ofrecido estas directrices, ordenadas a favorecer el desarrollo armónico del culto a la
Madre del Señor, creemos oportuno llamar la atención sobre algunas actitudes cultuales erróneas. El
Concilio Vaticano II ha denunciado ya de manera autorizada, sea la exageración de contenidos o de formas
que llegan a falsear la doctrina, sea la estrechez de mente que oscurece la figura y la misión de María; ha
denunciado también algunas devociones cultuales: la vana credulidad que sustituye el empeño serio con la
fácil aplicación a prácticas externas solamente; el estéril y pasajero movimiento del sentimiento, tan ajeno
al estilo del Evangelio que exige obras perseverantes y activas (106). Nos renovamos esta deploración: no
están en armonía con la fe católica y por consiguiente no deben subsistir en el culto católico. La defensa
vigilante contra estos errores y desviaciones hará más vigoroso y genuino el culto a la Virgen: sólido en su
fundamento, por el cual el estudio de las fuentes reveladas y la atención a los documentos del Magisterio
prevalecerán sobre la desmedida búsqueda de novedades o de hechos extraordinarios; objetivo en el
encuadramiento histórico, por lo cual deberá ser eliminado todo aquello que es manifiestamente
legendario o falso; adaptado al contenido doctrinal, de ahí la necesidad de evitar presentaciones
unilaterales de la figura de María que insistiendo excesivamente sobre un elemento comprometen el
conjunto de la imagen evangélica, límpido en sus motivaciones, por lo cual se tendrá cuidadosamente lejos
del santuario todo mezquino interés.

39. Finalmente, por si fuese necesario, quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a la
bienaventurada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en un vida absolutamente
conforme a su voluntad. Los hijos de la Iglesia, en efecto, cuando uniendo sus voces a la voz de la mujer
anónima del Evangelio, glorifican a la Madre de Jesús, exclamando, vueltos hacia El: "Dichoso el vientre que
te llevó y los pechos que te crearon" (Lc 11, 27), se verán inducidos a considerar la grave respuesta del
divino Maestro: "Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen" (Lc 11, 28). Esta
misma respuesta, si es una viva alabanza para la Virgen, como interpretaron algunos Santos Padres (107) y
como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II (108), suena también para nosotros como una admonición a
vivir según los mandamientos de Dios y es como un eco de otras llamadas del divino Maestro: "No todo el
que me dice: "Señor, Señor", entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que
está en los cielos" (Mt 7, 21) y "Vosotros sois amigos míos, si hacéis cuanto os mando" (Jn 15, 14). 

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PARTE III

INDICACIONES SOBRE DOS EJERCICIOS DE PIEDAD:


EL ANGELUS Y EL SANTO ROSARIO

40. Hemos indicado algunos principios aptos para dar nuevo vigor al culto de la Madre del Señor; ahora es
incumbencia de las Conferencias Episcopales, de los responsables de las comunidades locales, de las
distintas familias religiosas restaurar sabiamente prácticas y ejercicios de veneración a la Santísima Virgen y
secundar el impulso creador de cuantos con genuina inspiración religiosa o con sensibilidad pastoral desean
dar vida a nuevas formas. Sin embargo, nos parece oportuno, aunque sea por motivos diversos, tratar de
dos ejercicios muy difundidos en Occidente y de los que esta Sede Apostólica se ha ocupado en varias
ocasiones: el "Angelus" y el Rosario.

El Angelus

41. Nuestra palabra sobre el "Angelus" quiere ser solamente una simple pero viva exhortación a mantener
su rezo acostumbrado, donde y cuando sea posible. El "Angelus" no tiene necesidad de restauración: la
estructura sencilla, el carácter bíblico, el origen histórico que lo enlaza con la invocación de la incolumidad
en la paz, el ritmo casi litúrgico que santifica momentos diversos de la jornada, la apertura hacia el misterio
pascual, por lo cual mientras conmemoramos la Encarnación del Hijo de Dios pedimos ser llevados "por su
pasión y cruz a la gloria de la resurrección" (109), hace que a distancia de siglos conserve inalterado su valor
e intacto su frescor. Es verdad que algunas costumbres tradicionalmente asociadas al rezo del Angelus han
desaparecido y difícilmente pueden conservarse en la vida moderna, pero se trata de cosas marginales:
quedan inmutados el valor de la contemplación del misterio de la Encarnación del Verbo, del saludo a la
Virgen y del recurso a su misericordiosa intercesión: y, no obstante el cambio de las condiciones de los
tiempos, permanecen invariados para la mayor parte de los hombres esos momentos característicos de la
jornada mañana, mediodía, tarde que señalan los tiempos de su actividad y constituyen una invitación a
hacer un alto para orar.

El Rosario

42. Deseamos ahora, queridos hermanos, detenernos un poco sobre la renovación del piadoso ejercicio
que ha sido llamado "compendio de todo el Evangelio" (110): el Rosario. A él han dedicado nuestros
Predecesores vigilante atención y premurosa solicitud: han recomendado muchas veces su rezo frecuente,
favorecido su difusión, ilustrado su naturaleza, reconocido la aptitud para desarrollar una oración
contemplativa, de alabanza y de súplica al mismo tiempo, recordando su connatural eficacia para promover
la vida cristiana y el empeño apostólico. También Nos, desde la primera audiencia general de nuestro
pontificado, el día 13 de Julio de 1963, hemos manifestado nuestro interés por la piadosa práctica del
Rosario (111), y posteriormente hemos subrayado su valor en múltiples circunstancias, ordinarias unas,
graves otras, como cuando en un momento de angustia y de inseguridad publicamos la Carta
Encíclica Christi Matri ( 15 septiembre 1966), para que se elevasen oraciones a la bienaventurada Virgen del
Rosario para implorar de Dios el bien sumo de la paz (112); llamada que hemos renovado en nuestra
Exhortación Apostólica Recurrens mensis october (7 de octubre 1969), en la cual conmemorábamos además
el cuarto centenario de la Carta Apostólica Consueverunt Romani Pontifices de nuestro Predecesor San Pío
V, que ilustró en ella y en cierto modo definió la forma tradicional del Rosario (113).

43. Nuestro asiduo interés por el Rosario nos ha movido a seguir con atención los numerosos congresos
dedicados en estos últimos años a la pastoral del Rosario en el mundo contemporáneo: congresos
promovidos por asociaciones y por hombres que sienten entrañablemente tal devoción y en los que han
tomado parte obispos, presbíteros, religiosos y seglares de probada experiencia y de acreditado sentido
eclesial. Entre ellos es justo recordar a los Hijos de Santo Domingo, por tradición custodios y propagadores
de tan saludable devoción. A los trabajos de los congresos se han unido las investigaciones de los
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historiadores, llevadas a cabo no para definir con intenciones casi arqueológicas la forma primitiva del
Rosario, sino para captar su intuición originaria, su energía primera, su estructura esencial. De tales
congresos e investigaciones han aparecido más nítidamente las características primarias del Rosario, sus
elementos esenciales y su mutua relación.

44. Así, por ejemplo, se ha puesto en más clara luz la índole evangélica del Rosario, en cuanto saca del
Evangelio el enunciado de los misterios y las fórmulas principales; se inspira en el Evangelio para sugerir,
partiendo del gozoso saludo del Ángel y del religioso consentimiento de la Virgen, la actitud con que debe
recitarlo el fiel; y continúa proponiendo, en la sucesión armoniosa de las Ave Marías, un misterio
fundamental del Evangelio —la Encarnación del Verbo— en el momento decisivo de la Anunciación hecha a
María. Oración evangélica por tanto el Rosario, como hoy día, quizá más que en el pasado, gustan definirlo
los pastores y los estudiosos.

45. Se ha percibido también más fácilmente cómo el ordenado y gradual desarrollo del Rosario refleja el
modo mismo en que el Verbo de Dios, insiriéndose con determinación misericordiosa en las vicisitudes
humanas, ha realizado la redención: en ella, en efecto, el Rosario considera en armónica sucesión los
principales acontecimientos salvíficos que se han cumplido en Cristo: desde la concepción virginal y los
misterios de la infancia hasta los momentos culminantes de la Pascua —la pasión y la gloriosa resurrección
— y a los efectos de ella sobre la Iglesia naciente en el día de Pentecostés y sobre la Virgen en el día en que,
terminando el exilio terreno, fue asunta en cuerpo y alma a la patria celestial. Y se ha observado también
cómo la triple división de los misterios del Rosario no sólo se adapta estrictamente al orden cronológico de
los hechos, sino que sobre todo refleja el esquema del primitivo anuncio de la fe y propone nuevamente el
misterio de Cristo de la misma manera que fue visto por San Pablo en el celeste "himno" de la Carta a los
Filipenses: humillación, muerte, exaltación (2,6-11).

46. Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es, pues, oración de
orientación profundamente cristológica. En efecto, su elemento más característico —la repetición litánica
en alabanza constante a Cristo, término último de la anunciación del Ángel y del saludo de la Madre del
Bautista: "Bendito el fruto de tu vientre" (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave María constituye el
tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de los misterios; el Jesús que toda Ave María recuerda,
es el mismo que la sucesión de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen,
nacido en una gruta de Belén; presentado por la Madre en el Templo; joven lleno de celo por las cosas de
su Padre; Redentor agonizante en el huerto; flagelado y coronado de espinas; cargado con la cruz y
agonizante en el calvario; resucitado de la muerte y ascendido a la gloria del Padre para derramar el don
del Espíritu Santo. Es sabido que, precisamente para favorecer la contemplación y "que la mente
corresponda a la voz", se solía en otros tiempos —y la costumbre se ha conservado en varias regiones—
añadir al nombre de Jesús, en cada Ave María, una cláusula que recordase el misterio anunciado.

47. Se ha sentido también con mayor urgencia la necesidad de recalcar, al mismo tiempo que el valor del
elemento laudatorio y deprecatorio, la importancia de otro elemento esencial al Rosario: la contemplación.
Sin ésta el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de
fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: "cuando oréis no seáis charlatanes como los paganos que
creen ser escuchados en virtud se su locuacidad" (Mt 6,7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un
ritmo tranquilo y un reflexivo remanso que favorezcan en quien ora la meditación de los misterios de la
vida del Señor, vistos a través del Corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su
insondable riqueza.

48. De la contemporánea reflexión han sido entendidas en fin con mayor precisión las relaciones existentes
entre la Liturgia y el Rosario. Por una parte se ha subrayado cómo el Rosario en casi un vástago germinado
sobre el tronco secular de la Liturgia cristiana, "El salterio de la Virgen", mediante el cual los humildes
quedan asociados al "cántico de alabanza" y a la intercesión universal de la Iglesia; por otra parte, se ha
observado que esto ha acaecido en una época —al declinar de la Edad Media— en que el espíritu litúrgico
21
está en decadencia y se realiza un cierto distanciamiento de los fieles de la Liturgia, en favor de una
devoción sensible a la humanidad de Cristo y a la bienaventurada Virgen María. Si en tiempos no lejanos
pudo surgir en el animo de algunos el deseo de ver incluido el Rosario entre las expresiones litúrgicas, y en
otros, debido a la preocupación de evitar errores pastorales del pasado, una injustificada desatención hacia
el mismo, hoy día el problema tiene fácil solución a la luz de los principios de la Constitución Sacrosanctum
Concilium; celebraciones litúrgicas y piadoso ejercicio del Rosario no se deben ni contraponer ni equiparar
(114). Toda expresión de oración resulta tanto más fecunda, cuanto más conserva su verdadera naturaleza
y la fisonomía que le es propia. Confirmado, pues, el valor preeminente de las acciones litúrgicas, no será
difícil reconocer que el Rosario es un piadoso ejercicio que se armoniza fácilmente con la Sagrada Liturgia.
En efecto, como la Liturgia tiene una índole comunitaria, se nutre de la Sagrada Escritura y gravita en torno
al misterio de Cristo. Aunque sea en planos de realidad esencialmente diversos, anamnesis en la Liturgia y
memoria contemplativa en el Rosario, tienen por objeto los mismos acontecimientos salvíficos llevados a
cabo por Cristo. La primera hace presentes bajo el velo de los signos y operantes de modo misterioso los
"misterios más grandes de nuestra redención"; la segunda, con el piadoso afecto de la contemplación,
vuelve a evocar los mismos misterios en la mente de quien ora y estimula su voluntad a sacar de ellos
normas de vida.

Establecida esta diferencia sustancial, no hay quien no vea que el Rosario es un piadoso ejercicio inspirado
en la Liturgia y que, si es practicado según la inspiración originaria, conduce naturalmente a ella, sin
traspasar su umbral. En efecto, la meditación de los misterios del Rosario, haciendo familiar a la mente y al
corazón de los fieles los misterios de Cristo, puede constituir una óptima preparación a la celebración de los
mismos en la acción litúrgica y convertirse después en eco prolongado. Sin embargo, es un error, que
perdura todavía por desgracia en algunas partes, recitar el Rosario durante la acción litúrgica.

49. El Rosario, según la tradición admitida por nuestros Predecesor S. Pío V y por él propuesta
autorizadamente, consta de varios elementos orgánicamente dispuestos:

a) la contemplación, en comunión con María, de una serie de misterios de la salvación, sabiamente


distribuidos en tres ciclos que expresan el gozo de los tiempos mesiánicos, el dolor salvífico de Cristo, la
gloria del Resucitado que inunda la Iglesia; contemplación que, por su naturaleza, lleva a la reflexión
práctica y a estimulante norma de vida;

b) la oración dominical o Padrenuestro, que por su inmenso valor es fundamental en la plegaria cristiana y
la ennoblece en sus diversas expresiones;

c) la sucesión litánica del Avemaría, que está compuesta por el saludo del Ángel a la Virgen (Cf. Lc 1,28) y la
alabanza obsequiosa del santa Isabel (Cf. Lc 1,42), a la cual sigue la súplica eclesial Santa María. La serie
continuada de las Avemarías es una característica peculiar del Rosario y su número, en le forma típica y
plenaria de ciento cincuenta, presenta cierta analogía con el Salterio y es un dato que se remonta a los
orígenes mismos de este piadoso ejercicio. Pero tal número, según una comprobada costumbre, se
distribuye —dividido en decenas para cada misterio— en los tres ciclos de los que hablamos antes, dando
lugar a la conocida forma del Rosario compuesto por cincuenta Avemarías, que se ha convertido en la
medida habitual de la práctica del mismo y que ha sido así adoptado por la piedad popular y aprobado por
la Autoridad pontificia, que lo enriqueció también con numerosas indulgencias;

d) la doxología Gloria al Padre que, en conformidad con una orientación común de la piedad cristiana,
termina la oración con la glorificación de Dios, uno y trino, "de quien, por quien y en quien subsiste todo"
(Cf. Rom 11,36).

50. Estos son los elementos del santo Rosario. Cada uno de ellos tiene su índole propia que bien
comprendida y valorada, debe reflejarse en el rezo, para que el Rosario exprese toda su riqueza y variedad.
Será, pues, ponderado en la oración dominical; lírico y laudatorio en el calmo pasar de las Avemarías;
contemplativo en la atenta reflexión sobre los misterios; implorante en la súplica; adorante en la doxología.
22
Y esto, en cada uno de los modos en que se suele rezar el Rosario: o privadamente, recogiéndose el que ora
en la intimidad con su Señor; o comunitariamente, en familia o entre los fieles reunidos en grupo para crear
las condiciones de una particular presencia del Señor (cf. Mt 18, 20); o públicamente, en asambleas
convocadas para la comunidad eclesial.

51. En tiempo reciente se han creado algunos ejercicios piadosos, inspirados en el Santo Rosario. Queremos
indicar y recomendar entre ellos los que incluyen en el tradicional esquema de las celebraciones de la
Palabra de Dios algunos elementos del Rosario a la bienaventurada Virgen María, como por ejemplo, la
meditación de los misterios y la repetición litánica del saludo del Ángel. Tales elementos adquieren así
mayor relieve al encuadrarlos en la lectura de textos bíblicos, ilustrados mediante la homilía, acompañados
por pausas de silencio y subrayados con el canto. Nos alegra saber que tales ejercicios han contribuido a
hacer comprender mejor las riquezas espirituales del mismo Rosario y a revalorar su práctica en ciertas
ocasiones y movimientos juveniles.

52. Y ahora, en continuidad de intención con nuestros Predecesores, queremos recomendar vivamente el
rezo del Santo Rosario en familia. El Concilio Vaticano II a puesto en claro cómo la familia, célula primera y
vital de la sociedad "por la mutua piedad de sus miembros y la oración en común dirigida a Dios se ofrece
como santuario doméstico de la Iglesia" (115). La familia cristiana, por tanto, se presenta como una Iglesia
doméstica (116) cuando sus miembros, cada uno dentro de su propio ámbito e incumbencia, promueven
juntos la justicia, practican las obras de misericordia, se dedican al servicio de los hermanos, toman parte
en el apostolado de la comunidad local y se unen en su culto litúrgico (117); y más aún, se elevan en común
plegarias suplicantes a Dios; por que si fallase este elemento, faltaría el carácter mismo de familia como
Iglesia doméstica. Por eso debe esforzarse para instaurar en la vida familiar la oración en común.

53. De acuerdo con las directrices conciliares, la Liturgia de las Horas incluye justamente el núcleo familiar
entre los grupos a que se adapta mejor la celebración en común del Oficio divino: "conviene finalmente que
la familia, en cuanto sagrario doméstico de la Iglesia, no sólo eleve preces comunes a Dios, sino también
recite oportunamente algunas partes de la Liturgia de las Horas, con el fin de unirse más estrechamente a
la Iglesia" (118). No debe quedar sin intentar nada para que esta clara indicación halle en las familias
cristianas una creciente y gozosa aplicación.

54. Después de la celebración de la Liturgia de las Horas —cumbre a la que puede llegar la oración
doméstica—, no cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado como una de las
más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar. Nos queremos
pensar y deseamos vivamente que cuando un encuentro familiar se convierta en tiempo de oración, el
Rosario sea su expresión frecuente y preferida. Sabemos muy bien que las nuevas condiciones de vida de
los hombres no favorecen hoy momentos de reunión familiar y que, incluso cuando eso tiene lugar, no
pocas circunstancias hacen difícil convertir el encuentro de familia en ocasión para orar. Difícil, sin duda.
Pero es también una característica del obrar cristiano no rendirse a los condicionamientos ambientales,
sino superarlo; no sucumbir ante ellos, sino hacerles frente. Por eso las familias que quieren vivir
plenamente la vocación y la espiritualidad propia de la familia cristiana, deben desplegar toda clase de
energías para marginar las fuerzas que obstaculizan el encuentro familiar y la oración en común.

55. Concluyendo estas observaciones, testimonio de la solicitud y de la estima de esta Sede Apostólica por
el Rosario de la Santísima Virgen María, queremos sin embargo recomendar que, al difundir esta devoción
tan saludable, no sean alteradas sus proporciones ni sea presentada con exclusivismo inoportuno: el
Rosario es una oración excelente, pero el fiel debe sentirse libre, atraído a rezarlo, en serena tranquilidad,
por la intrínseca belleza del mismo. .

CONCLUSIÓN

VALOR TEOLÓGICO Y PASTORAL


DEL CULTO A LA VIRGEN
23
56. Venerables Hermanos: al terminar nuestra Exhortación Apostólica deseamos subrayar en síntesis el
valor teológico del culto a la Virgen y recordar su eficacia pastoral para la renovación de las costumbres
cristianas.

La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La veneración
que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar -desde la bendición de Isabel (cf. Lc. 1,
42-45) hasta las expresiones de alabanza y súplica de nuestro tiempo- constituye un sólido testimonio de su
"lex orandi" y una invitación a reavivar en las conciencias su "lex credendi". Viceversa: la "lex credendi" de
la Iglesia requiere que por todas partes florezca lozana su "lex orandi" en relación con la Madre de Cristo.
Culto a la Virgen de raíces profundas en la Palabra revelada y de sólidos fundamentos dogmáticos: la
singular dignidad de María "Madre del Hijo de Dios y, por lo mismo, Hija predilecta del Padre y templo del
Espíritu Santo; por tal don de gracia especial aventaja con mucho a todas las demás criaturas, celestiales y
terrestres" (119), su cooperación en momentos decisivos de la obra de la salvación llevada a cabo por el
Hijo; su santidad, ya plena en el momento de la Concepción Inmaculada y no obstante creciente a medida
que se adhería a la voluntad del Padre y recorría la vía de sufrimiento (cf. Lc 2, 34-35; 2, 41-52; Jn 19, 25-
27), progresando constantemente en la fe, en la esperanza y en la caridad; su misión y condición única en el
Pueblo de Dios, del que es al mismo tiempo miembro eminentísimo, ejemplar acabadísimo y Madre
amantísima; su incesante y eficaz intercesión mediante la cual, aún habiendo sido asunta al cielo, sigue
cercanísima a los fieles que la suplican, aún a aquellos que ignoran que son hijos suyos; su gloria que
ennoblece a todo el género humano, como lo expreso maravillosamente el poeta Dante: "Tú eres aquella
que ennobleció tanto la naturaleza humana que su hacedor no desdeño convertirse en hechura tuya"
(120); en efecto, María es de nuestra estirpe, verdadera hija de Eva, (aunque ajena a la mancha de la
Madre, y verdadera hermana nuestra, que ha compartido en todo, como mujer humilde y pobre, nuestra
condición).

Añadiremos que el culto a la bienaventurada Virgen María tiene su razón última en el designio insondable y
libre de Dios, el cual siendo caridad eterna y divina (cf. 1Jn 4, 7-8.16), lleva a cabo todo según un designio
de amor: la amó y obró en ella maravillas (cf. Lc 1, 49); la amó por sí mismo, la amó por nosotros; se la dio a
sí mismo y la dio a nosotros.

57. Cristo es el único camino al Padre (cf. Jn 14, 4-11). Cristo es el modelo supremo al que el discípulo debe
conformar la propia conducta (cf. Jn 13, 15), hasta lograr tener sus mismos sentimientos (cf. Fil 2,5), vivir de
su vida y poseer su Espíritu (cf. Gál 2, 20; Rom 8, 10-11); esto es lo que la Iglesia ha enseñado en todo
tiempo y nada en la acción pastoral debe oscurecer esta doctrina. Pero la Iglesia, guiada por el Espíritu
Santo y amaestrada por una experiencia secular, reconoce que también la piedad a la Santísima Virgen, de
modo subordinado a la piedad hacia el Salvador y en conexión con ella, tiene una gran eficacia pastoral y
constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana. La razón de dicha eficacia se intuye fácilmente. En
efecto, la múltiple misión de María hacia el Pueblo de Dios es una realidad sobrenatural operante y fecunda
en el organismo eclesial. Y alegra el considerar los singulares aspectos de dicha misión y ver cómo ellos se
orientan, cada uno con su eficacia propia, hacia el mismo fin: reproducir en los hijos los rasgos espirituales
del Hijo primogénito. Queremos decir que la maternal intercesión de la Virgen, su santidad ejemplar y la
gracia divina que hay en Ella, se convierten para el género humano en motivo de esperanza.

La misión maternal de la Virgen empuja al Pueblo de Dios a dirigirse con filial confianza a Aquella que está
siempre dispuesta a acogerlo con afecto de madre y con eficaz ayuda de auxiliadora; (121) por eso el
Pueblo de Dios la invoca como Consoladora de los afligidos, Salud de los enfermos, Refugio de los
pecadores, para obtener consuelo en la tribulación, alivio en la enfermedad, fuerza liberadora en el pecado;
porque Ella, la libre de todo pecado, conduce a sus hijos a esto: a vencer con enérgica determinación el
pecado. (122) Y, hay que afirmarlo nuevamente, dicha liberación del pecado es la condición necesaria para
toda renovación de las costumbres cristianas.

24
La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar "los ojos a María, la cual brilla como modelo
de virtud ante toda la comunidad de los elegidos". (123) Virtudes sólidas, evangélicas: la fe y la dócil
aceptación de la palabra de Dios (cf. Lc 1, 26-38; 1, 45; 11, 27-28; Jn 2, 5); la obediencia generosa (cf. Lc 1,
38); la humildad sencilla (cf. Lc 1, 48); la caridad solícita (cf. Lc 1, 39-56); la sabiduría reflexiva (cf. Lc 1,
29.34; 2, 19. 33. 51); la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos (cf. Lc 2, 21.22-
40.41), agradecida por los bienes recibidos (Lc 1, 46-49), que ofrecen en el templo (Lc 2, 22-24), que ora en
la comunidad apostólica (cf. Act 1, 12-14); la fortaleza en el destierro (cf. Mt 2, 13-23), en el dolor (cf. Lc 2,
34-35.49; Jn 19, 25); la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor (cf. Lc 1, 48; 2, 24); el vigilante
cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz (cf. Lc 2, 1-7; Jn 19, 25-27);
la delicadeza provisoria (cf. Jn 2, 1-11); la pureza virginal (cf. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38); el fuerte y casto
amor esponsal. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos, que con tenaz propósito contemplan
sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida. Y tal progreso en la virtud aparecerá como consecuencia
y fruto maduro de aquella fuerza pastoral que brota del culto tributado a la Virgen.

La piedad hacia la Madre del Señor se convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia divina:
finalidad última de toda acción pastoral. Porque es imposible honrar a la "Llena de gracia" (Lc 1, 28) sin
honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir, la amistad con Dios, la comunión en El, la inhabitación del
Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el hombre y lo hace conforme a la imagen del Hijo (cf. Rom 2,
29; Col 1, 18). La Iglesia católica, basándose en su experiencia secular, reconoce en la devoción a la Virgen
una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la Mujer nueva, está junto a
Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre, (124)
como prenda y garantía de que en una simple criatura —es decir, en Ella— se ha realizado ya el proyecto de
Dios en Cristo para la salvación de todo hombre. Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado
entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin
confín, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte,
oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea y hastío, la
Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya conseguida en la Ciudad de Dios, ofrece
una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la
comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la
náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte.

Sean el sello de nuestra Exhortación y una ulterior prueba del valor pastoral de la devoción a la Virgen para
conducir los hombres a Cristo las palabras mismas que Ella dirigió a los siervos de las bodas de Caná:
"Haced lo que El os diga" (Jn 2, 5); palabras que en apariencia se limitan al deseo de poner remedio a la
incómoda situación de un banquete, pero que en las perspectivas del cuarto Evangelio son una voz que
aparece como una resonancia de la fórmula usada por el Pueblo de Israel para ratificar la Alianza del Sinaí
(cf. Ex 19, 8; 24, 3.7; Dt 5, 27) o para renovar los compromisos (cf. Jos 24, 24; Esd 10, 12; Neh 5, 12) y son
una voz que concuerda con la del Padre en la teofanía del Tabor: "Escuchadle" (Mt 17, 5). 

58. Hemos tratado extensamente, venerables Hermanos, de un culto integrante del culto cristiano: la
veneración a la Madre del Señor. Lo pedía la naturaleza de la materia, objeto de estudio, de revisión y
también de cierta perplejidad en estos últimos años. Nos conforta pensar que el trabajo realizado, para
poner en práctica las normas del Concilio, por parte de esta Sede Apostólica y por vosotros mismos —la
instauración litúrgica, sobre todo— será una válida premisa para un culto a Dios Padre, Hijo y Espíritu, cada
vez más vivo y adorador y para el crecimiento de la vida cristiana de los fieles; es para Nos motivo de
confianza el constatar que la renovada Liturgia romana constituye -aun en su conjunto- un fúlgido
testimonio de la piedad de la Iglesia hacia la Virgen; Nos sostiene la esperanza de que serán sinceramente
aceptadas las directivas para hacer dicha piedad cada vez más transparente y vigorosa; Nos alegra
finalmente la oportunidad que el Señor nos ha concedido de ofrecer algunos principios de reflexión para
una renovada estima por la práctica del santo Rosario. Consuelo, confianza, esperanza, alegría que,

25
uniendo nuestra voz a la de la Virgen —como suplica la Liturgia romana —, (125) deseamos traducir en
ferviente alabanza y reconocimiento al Señor.

Mientras deseamos, pues, hermanos carísimos, que gracias a vuestro empeño generoso se produzca en el
clero y pueblo confiado a vuestros cuidados un incremento saludable en la devoción mariana, con
indudable provecho para la Iglesia y la sociedad humana, impartimos de corazón a vosotros y a todos los
fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral una especial Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 2 de febrero, Fiesta de la Presentación del Señor, del año 1974,
undécimo de Nuestro Pontificado.

PAULUS PP. VI

26
CARTA ENCÍCLICA
REDEMPTORIS MATER
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA BIENAVENTURADA
VIRGEN MARÍA
EN LA VIDA DE LA IGLESIA PEREGRINA

Venerables Hermanos,
amadísimos hijos e hijas:
¡Salud y Bendición Apostólica!   

INTRODUCCIÓN

1. La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación, porque « al llegar la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a
los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de que sois
hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!
» (Gál 4, 4-6).

Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al comienzo de la exposición
sobre la bienaventurada Virgen María,1 deseo iniciar también mi reflexión sobre el significado que
María tiene en el misterio de Cristo y sobre su presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia.
Pues, son palabras que celebran conjuntamente el amor del Padre, la misión del Hijo, el don del
Espíritu, la mujer de la que nació el Redentor, nuestra filiación divina, en el misterio de la «
plenitud de los tiempos ».2

Esta plenitud delimita el momento, fijado desde toda la eternidad, en el cual el Padre envió a su
Hijo « para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna » ( Jn 3, 16). Esta
plenitud señala el momento feliz en el que « la Palabra que estaba con Dios ... se hizo carne, y
puso su morada entre nosotros » (Jn 1, 1. 14), haciéndose nuestro hermano. Esta misma plenitud
señala el momento en que el Espíritu Santo, que ya había infundido la plenitud de gracia en María
de Nazaret, plasmó en su seno virginal la naturaleza humana de Cristo. Esta plenitud define el
instante en el que, por la entrada del eterno en el tiempo, el tiempo mismo es redimido y,
llenándose del misterio de Cristo, se convierte definitivamente en « tiempo de salvación ».
Designa, finalmente, el comienzo arcano del camino de la Iglesia. En la liturgia, en efecto, la
Iglesia saluda a María de Nazaret como a su exordio, 3 ya que en la Concepción inmaculada ve la
proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia salvadora de la Pascua y, sobre
todo, porque en el hecho de la Encarnación encuentra unidos indisolublemente a Cristo y a María:
al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer fiat de la Nueva Alianza,
prefigura su condición de esposa y madre.

2. La Iglesia, confortada por la presencia de Cristo (cf. Mt  28, 20),  camina en el tiempo hacia la
consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. Pero en este camino —deseo
destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario  realizado por la Virgen María,
que « avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la
Cruz  ».4 Tomo estas palabras tan densas y evocadoras de la Constitución Lumen gentium,  que en
su parte final traza una síntesis eficaz de la doctrina de la Iglesia sobre el tema de la Madre de
Cristo, venerada por ella como madre suya amantísima y como su figura en la fe, en la esperanza
y en la caridad.

27
Poco después del Concilio, mi gran predecesor Pablo VI quiso volver a hablar de la Virgen
Santísima, exponiendo en la Carta Encíclica Christi Matri  y  más tarde en las Exhortaciones
Apostólicas Signum magnum  y  Marialis cultus  5  los fundamentos y criterios de aquella singular
veneración que la Madre de Cristo recibe en la Iglesia, así como las diferentes formas de devoción
mariana —litúrgicas, populares y privadas— correspondientes al espíritu de la fe.

3. La circunstancia que ahora me empuja a volver sobre este tema es la perspectiva del año dos
mil,  ya cercano, en el que el Jubileo bimilenario del nacimiento de Jesucristo orienta, al mismo
tiempo, nuestra mirada hacia su Madre. En los últimos años se han alzado varias voces para
exponer la oportunidad de hacer preceder tal conmemoración por un análogo Jubileo, dedicado a
la celebración del nacimiento de María.

En realidad, aunque no sea posible establecer un preciso punto cronológico  para fijar la fecha del
nacimiento de María, es constante por parte de la Iglesia la conciencia de que María apareció
antes de Cristo  en el horizonte de la historia de la salvación.6  Es un hecho que, mientras se
acercaba definitivamente « la plenitud de los tiempos », o sea el acontecimiento salvífico del
Emmanuel, la que había sido destinada desde la eternidad para ser su Madre ya existía en la
tierra. Este « preceder » suyo a la venida de Cristo se refleja cada año en la liturgia de
Adviento.  Por consiguiente, si los años que se acercan a la conclusión del segundo Milenio
después de Cristo y al comienzo del tercero se refieren a aquella antigua espera histórica del
Salvador, es plenamente comprensible que en este período deseemos dirigirnos de modo
particular a la que, en la « noche » de la espera de Adviento, comenzó a resplandecer como una
verdadera « estrella de la mañana » (Stella matutina).  En efecto, igual que esta estrella junto con
la « aurora » precede la salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha precedido la
venida del Salvador, la salida del « sol de justicia » en la historia del género humano. 7

Su presencia en medio de Israel —tan discreta que pasó casi inobservada a los ojos de sus
contemporáneos— resplandecía claramente ante el Eterno, el cual había asociado a esta escondida
« hija de Sión » (cf. So  3, 14; Za  2, 14) al plan salvífico que abarcaba toda la historia de la
humanidad. Con razón pues, al término del segundo Milenio, nosotros los cristianos, que sabemos
como el plan providencial de la Santísima Trinidad sea la realidad central de la revelación y de la
fe,  sentimos la necesidad de poner de relieve la presencia singular de la Madre de Cristo en la
historia, especialmente durante estos últimos años anteriores al dos mil.

4. Nos prepara a esto el Concilio Vaticano II, presentando en su magisterio a la Madre de Dios en
el misterio de Cristo y de la Iglesia.  En efecto, si es verdad que « el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado » —como proclama el mismo Concilio 8—, es
necesario aplicar este principio de modo muy particular a aquella excepcional « hija de las
generaciones humanas », a aquella « mujer » extraordinaria que llegó a ser Madre de Cristo.
Sólo en el misterio de Cristo se esclarece  plenamente su misterio.  Así, por lo demás, ha intentado
leerlo la Iglesia desde el comienzo. El misterio de la Encarnación le ha permitido penetrar y
esclarecer cada vez mejor el misterio de la Madre del Verbo encarnado. En este profundizar tuvo
particular importancia el Concilio de Éfeso (a. 431) durante el cual, con gran gozo de los cristianos,
la verdad sobre la maternidad divina de María fue confirmada solemnemente como verdad de fe
de la Iglesia. María es la Madre de Dios  (Theotókos), ya que por obra del Espíritu Santo concibió
en su seno virginal y dio al mundo a Jesucristo, el Hijo de Dios consubstancial al Padre. 9 « El Hijo
de Dios... nacido de la Virgen María... se hizo verdaderamente uno de los nuestros... », 10 se hizo
hombre. Así pues, mediante el misterio de Cristo, en el horizonte de la fe de la Iglesia resplandece
plenamente el misterio de su Madre. A su vez, el dogma de la maternidad divina de María fue para
el Concilio de Éfeso y es para la Iglesia como un sello del dogma de la Encarnación, en la que el
Verbo asume realmente en la unidad de su persona la naturaleza humana sin anularla.

5. El Concilio Vaticano II, presentando a María en el misterio de Cristo, encuentra también, de este
modo, el camino para profundizar en el conocimiento del misterio de la Iglesia. En efecto, María,
28
como Madre de Cristo, está unida de modo particular a la Iglesia,  « que el Señor constituyó como
su Cuerpo ».11 El texto conciliar acerca significativamente esta verdad sobre la Iglesia como cuerpo
de Cristo (según la enseñanza de las Cartas  paulinas) a la verdad de que el Hijo de Dios « por
obra del Espíritu Santo nació de María Virgen ». La realidad de la Encarnación encuentra casi su
prolongación en el misterio de la Iglesia-cuerpo de Cristo.  Y no puede pensarse en la realidad
misma de la Encarnación sin hacer referencia a María, Madre del Verbo encarnado.

En las presentes reflexiones, sin embargo, quiero hacer referencia sobre todo a aquella «
peregrinación de la fe », en la que « la Santísima Virgen avanzó », manteniendo fielmente su
unión con Cristo.12 De esta manera aquel doble vínculo,  que une la Madre de Dios a Cristo y a la
Iglesia,  adquiere un significado histórico. No se trata aquí sólo de la historia de la Virgen Madre,
de su personal camino de fe y de la « parte mejor » que ella tiene en el misterio de la salvación,
sino además de la historia de todo el Pueblo de Dios, de todos los que toman parte  en la
misma peregrinación de la fe.

Esto lo expresa el Concilio constatando en otro pasaje que María « precedió », convirtiéndose en «
tipo de la Iglesia ... en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo ». 13 Este
« preceder » suyo  como tipo, o modelo,  se refiere al mismo misterio íntimo de la Iglesia, la cual
realiza su misión salvífica uniendo en sí —como María— las cualidades de madre y virgen.  Es
virgen que « guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo » y que « se hace también
madre ... pues ... engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del
Espíritu Santo y nacidos de Dios ».14

6. Todo esto se realiza en un gran proceso histórico y, por así decir, « en un camino ». La
peregrinación de la fe indica la historia interior,  es decir la historia de las almas. Pero ésta es
también la historia de los hombres, sometidos en esta tierra a la transitoriedad y comprendidos en
la dimensión de la historia. En las siguientes reflexiones deseamos concentrarnos ante todo en la
fase actual, que de por sí no es aún historia, y sin embargo la plasma sin cesar, incluso en el
sentido de historia de la salvación. Aquí se abre un amplio espacio, dentro del cual la
bienaventurada Virgen María sigue  «  precediendo »  al Pueblo de Dios.  Su  excepcional
peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los
individuos y comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo, para toda la
humanidad. De veras es difícil abarcar y medir su radio de acción.

El Concilio subraya que la Madre de Dios es ya el cumplimiento escatológico de la Iglesia:  « La


Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni
arruga (cf. Ef 5, 27) » y  al mismo tiempo que « los fieles luchan todavía por crecer en santidad,
venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María,  que resplandece como
modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos ». 15 La peregrinación de la fe ya no
pertenece a la Madre del Hijo de Dios; glorificada junto al Hijo en los cielos, María ha superado ya
el umbral entre la fe y la visión « cara a cara » (1 Cor  13, 12). Al mismo tiempo, sin embargo, en
este cumplimiento escatológico no deja de ser la « Estrella del mar » ( Maris Stella)  16 para todos
los que aún siguen el camino de la fe. Si alzan los ojos hacia ella en los diversos lugares de la
existencia terrena lo hacen porque ella « dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito
entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29) »,17 y también porque a la « generación y educación » de
estos hermanos y hermanas « coopera con amor materno ». 18

I PARTE

MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO

1. Llena de gracia

29
7. « Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase
de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo » ( Ef 1,  3). Estas palabras de la Carta a los
Efesios  revelan el eterno designio de Dios Padre, su plan de salvación del hombre en Cristo. Es un
plan universal, que comprende a todos los hombres creados a imagen y semejanza de Dios
(cf. Gén  1,  26). Todos, así como están incluidos « al comienzo » en la obra creadora de Dios,
también están incluidos eternamente en el plan divino de la salvación, que se debe revelar
completamente, en la « plenitud de los tiempos », con la venida de Cristo. En efecto, Dios, que es
« Padre de nuestro Señor Jesucristo, —son las palabras sucesivas de la misma Carta—  « nos ha
elegido en él antes de la fundación del mundo,  para ser santos e inmaculados en su presencia, en
el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus « hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según
el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en
el  Amado.  En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la
riqueza de su gracia » (Ef 1,  4-7).

El plan divino de la salvación,  que nos ha sido revelado plenamente con la venida de Cristo, es
eterno. Está también —según la enseñanza contenida en aquella Carta  y en otras Cartas  paulinas
— eternamente unido a Cristo.  Abarca a todos los hombres, pero reserva un lugar particular a la
« mujer »  que es la Madre de aquel, al cual el Padre ha confiado la obra de la salvación. 19 Como
escribe el Concilio Vaticano II, « ella misma es insinuada proféticamente en la promesa dada a
nuestros primeros padres caídos en pecado », según el libro del Génesis  (cf. 3, 15). « Así también,
ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel », según las
palabras de Isaías (cf. 7, 14).20 De este modo el Antiguo Testamento prepara aquella « plenitud de
los tiempos », en que Dios « envió a su Hijo, nacido de mujer, ... para que recibiéramos la filiación
adoptiva ». La venida del Hijo de Dios al mundo es el acontecimiento narrado en los primeros
capítulos de los Evangelios según Lucas y Mateo.

8. María  es introducida  definitivamente en el misterio de Cristo a través de  este


acontecimiento: la anunciación  del ángel. Acontece en Nazaret, en circunstancias concretas de la
historia de Israel, el primer pueblo destinatario de las promesas de Dios. El mensajero divino dice
a la Virgen: « Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo » ( Lc 1, 28).  María « se conturbó por
estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo » ( Lc 1, 29). Qué significarían aquellas
extraordinarias palabras y, en concreto, la expresión « llena de gracia » ( Kejaritoméne).21

Si queremos meditar junto a María sobre estas palabras y, especialmente sobre la expresión «
llena de gracia », podemos encontrar una verificación significativa precisamente en el pasaje
anteriormente citado de la Carta a los Efesios.  Si, después del anuncio del mensajero celestial, la
Virgen de Nazaret es llamada también « bendita entre las mujeres » (cf. Lc  1, 42), esto se explica
por aquella bendición de la que « Dios Padre » nos ha colmado « en los cielos, en Cristo ». Es
una bendición espiritual,  que se refiere a todos los hombres, y lleva consigo la plenitud y la
universalidad (« toda bendición »), que brota del amor que, en el Espíritu Santo, une al Padre el
Hijo consubstancial. Al mismo tiempo, es una bendición derramada por obra de Jesucristo en la
historia del hombre desde el comienzo hasta el final: a todos los hombres. Sin embargo, esta
bendición se refiere a María de modo especial y excepcional;  en efecto, fue saludada por Isabel
como « bendita entre las mujeres ».

La razón de este doble saludo es, pues, que en el alma de esta « hija de Sión » se ha
manifestado, en cierto sentido, toda la « gloria de su gracia », aquella con la que el Padre « nos
agració en el Amado ». El mensajero saluda, en efecto, a María como « llena de gracia »; la llama
así, como si éste fuera su verdadero nombre. No llama a su interlocutora con el nombre que le es
propio en el registro civil: « Miryam » (María), sino con este nombre nuevo: «llena de gracia ».
¿Qué significa este nombre? ¿Porqué el arcángel llama así a la Virgen de Nazaret?

En el lenguaje de la Biblia « gracia » significa un don especial que, según el Nuevo Testamento,
tiene la propia fuente en la vida trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor (cf. 1 Jn 4, 8).
30
Fruto de este amor es la elección,  de la que habla la Carta a los Efesios.  Por parte de Dios esta
elección es la eterna voluntad de salvar al hombre a través de la participación de su misma vida en
Cristo (cf. 2 P 1, 4): es la salvación en la participación de la vida sobrenatural. El efecto de este
don eterno, de esta gracia de la elección del hombre, es como un germen de santidad,  o como
una fuente que brota en el alma como don de Dios mismo, que mediante la gracia vivifica y
santifica a los elegidos. De este modo tiene lugar, es decir, se hace realidad aquella bendición del
hombre « con toda clase de bendiciones espirituales », aquel « ser sus hijos adoptivos ... en Cristo
» o sea en aquel que es eternamente el « Amado » del Padre.

Cuando leemos que el mensajero dice a María « llena de gracia », el contexto evangélico, en el
que confluyen revelaciones y promesas antiguas, nos da a entender que se trata de una bendición
singular entre todas las « bendiciones espirituales en Cristo ». En el misterio de Cristo María
está presente  ya « antes de la creación del mundo » como aquella que el Padre « ha elegido
» como Madre  de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola
eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y
excepcional, e igualmente es amada en este « Amado »eternamente,  en este Hijo consubstancial
al Padre, en el que se concentra toda « la gloria de la gracia ». A la vez, ella está y sigue abierta
perfectamente a este « don de lo alto » (cf. St 1, 17). Como enseña el Concilio, María « sobresale
entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación ». 22

9. Si el saludo y el nombre « llena de gracia » significan todo esto, en el contexto del anuncio del
ángel se refieren ante todo a la elección de María como Madre del Hijo de Dios . Pero, al mismo
tiempo, la plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha
sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo. Si esta elección es fundamental para el
cumplimiento de los designios salvíficos de Dios respecto a la humanidad, si la elección eterna en
Cristo y la destinación a la dignidad de hijos adoptivos se refieren a todos los hombres, la elección
de María es del todo excepcional y única. De aquí, la singularidad y unicidad de su lugar en el
misterio de Cristo.

El mensajero divino le dice: « No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a
concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y
será llamado Hijo del Altísimo » (Lc 1, 30-32). Y cuando la Virgen, turbada por aquel saludo
extraordinario, pregunta: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? », recibe del ángel la
confirmación y la explicación de las palabras precedentes. Gabriel le dice: « El Espíritu Santo
vendrá sobre ti  yel poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será
santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc 1, 35).

Por consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio de la Encarnación al comienzo mismo


de su cumplimiento en la tierra. El donarse salvífico que Dios hace de sí mismo y de su vida en
cierto modo a toda la creación, y directamente al hombre, alcanza en el misterio de la Encarnación
uno de sus vértices.  En efecto, este es un vértice entre todas las donaciones de gracia en la
historia del hombre y del cosmos. María es « llena de gracia », porque la Encarnación del Verbo, la
unión hipostática del Hijo de Dios con la naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente en
ella. Como afirma el Concilio, María es « Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del
Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a
todas las criaturas celestiales y terrenas ».23

10. La Carta a los Efesios,  al hablar de la « historia de la gracia » que « Dios Padre ... nos agració
en el Amado », añade: « En él tenemos por medio de su sangre la redención » (Ef  1, 7). Según la
doctrina, formulada en documentos solemnes de la Iglesia, esta « gloria de la gracia » se ha
manifestado en la Madre de Dios por el hecho de que ha sido redimida « de un modo eminente
».24 En virtud de la riqueza de la gracia del Amado, en razón de los méritos redentores del que
sería su Hijo, María ha sido preservada de la herencia del pecado original.25 De esta manera, desde
el primer instante de su concepción, es decir de su existencia, es de Cristo, participa de la gracia
31
salvífica y santificante y de aquel amor que tiene su inicio en el « Amado », el Hijo del eterno
Padre, que mediante la Encarnación se ha convertido en su propio Hijo. Por eso, por obra del
Espíritu Santo, en el orden de la gracia, o sea de la participación en la naturaleza divina, María
recibe la vida de aquel al que ella misma dio la vida  como madre, en el orden de la generación
terrena. La liturgia no duda en llamarla « madre de su Progenitor » 26 y en saludarla con las
palabras que Dante Alighieri pone en boca de San Bernardo: « hija de tu Hijo ». 27 Y dado que esta
« nueva vida » María la recibe con una plenitud que corresponde al amor del Hijo a la Madre y,
por consiguiente, a la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el ángel la llama « llena
de gracia ».

11. En el designio salvífico de la Santísima Trinidad el misterio de la Encarnación constituye el


cumplimiento  sobreabundante de la promesa  hecha por Dios a los hombres, después del pecado
original,  después de aquel primer pecado cuyos efectos pesan sobre toda la historia del hombre
en la tierra (cf. Gén  3, 15). Viene al mundo un Hijo, el « linaje de la mujer » que derrotará el mal
del pecado en su misma raíz: « aplastará la cabeza de la serpiente ». Como resulta de las palabras
del protoevangelio, la victoria del Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará
toda la historia humana. « La enemistad », anunciada al comienzo, es confirmada en el
Apocalipsis, libro de las realidades últimas de la Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la
señal de la « mujer », esta vez « vestida del sol » (Ap  12, 1).

María, Madre del Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de aquella  « enemistad », de
aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la
salvación. En este lugar ella, que pertenece a los « humildes y pobres del Señor », lleva en sí,
como ningún otro entre los seres humanos, aquella « gloria de la gracia » que el Padre « nos
agració en el Amado », y esta gracia determina la extraordinaria grandeza y belleza  de todo su
ser. María permanece así ante Dios, y también ante la humanidad entera, como el signo inmutable
e inviolable de la elección por parte de Dios, de la que habla la Carta  paulina: « Nos ha elegido en
él (Cristo) antes de la fundación del mundo, ... eligiéndonos de antemano para ser sus hijos
adoptivos » (Ef 1, 4.5). Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de
toda aquella « enemistad » con la que ha sido marcada la historia del hombre. En esta historia
María sigue siendo una señal de esperanza segura.

2. Feliz la que ha creído

12. Poco después de la narración de la anunciación, el evangelista Lucas nos guía tras los pasos de
la Virgen de Nazaret hacia « una ciudad de Judá » (Lc 1, 39). Según los estudiosos esta ciudad
debería ser la actual Ain-Karim, situada entre las montañas, no distante de Jerusalén. María llegó
allí « con prontitud » para visitar a Isabel  su pariente. El motivo de la visita se halla también en el
hecho de que, durante la anunciación, Gabriel había nombrado de modo significativo a Isabel, que
en edad avanzada había concebido de su marido Zacarías un hijo, por el poder de Dios: « Mira,
también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella
que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible a Dios »(Lc  1, 36-37). El mensajero divino
se había referido a cuanto había acontecido en Isabel, para responder a la pregunta de María: «
¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? » ( Lc 1,  34). Esto sucederá precisamente por el «
poder del Altísimo », como y más aún que en el caso de Isabel.

Así pues María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su pariente. Cuando entra, Isabel, al
responder a su saludo y sintiendo saltar de gozo al niño en su seno, « llena de Espíritu Santo », a
su vez saluda a María  en alta voz: « Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno »
(cf. Lc  1, 40-42). Esta exclamación o aclamación de Isabel entraría posteriormente en el Ave
María,  como una continuación del saludo del ángel, convirtiéndose así en una de las plegarias más
frecuentes de la Iglesia. Pero más significativas son todavía las palabras de Isabel en la pregunta
que sigue: « ¿de donde a mí que la madre de mi Señor  venga a mí? »(Lc  1,  43). Isabel da
testimonio de María: reconoce y proclama que ante ella está la Madre del Señor, la Madre del
32
Mesías. De este testimonio participa también el hijo que Isabel lleva en su seno: « saltó de gozo el
niño en su seno » (Lc 1,  44). EL niño es el futuro Juan el Bautista, que en el Jordán señalará en
Jesús al Mesías.

En el saludo de Isabel cada palabra está llena de sentido y, sin embargo, parece ser
de importancia fundamental  lo que dice al final: «¡Feliz la que ha creído  que se cumplirían las
cosas que le fueron dichas de parte del Señor! » (Lc 1, 45).28 Estas palabras se pueden poner
junto al apelativo « llena de gracia » del saludo del ángel. En ambos textos se revela un contenido
mariológico esencial, o sea, la verdad sobre María, que ha llegado a estar realmente presente en
el misterio de Cristo precisamente porque « ha creído ». La plenitud de gracia,  anunciada por el
ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María,  proclamada por Isabel en la visitación,
indica como  la Virgen de Nazaret ha respondido a este don.

13. « Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe »  (Rom  16, 26; cf. Rom 1,
5; 2 Cor  10, 5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, como enseña el
Concilio.29 Esta descripción de la fe encontró una realización perfecta en María. El momento «
decisivo » fue la anunciación, y las mismas palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » se refieren
en primer lugar a este instante.30

En efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios  completamente, manifestando « la


obediencia de la fe » a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando « el homenaje
del entendimiento y de la voluntad ».31 Ha respondido, por tanto, con todo su  « yo »  humano,
femenino, y  en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con « la gracia
de Dios que previene y socorre » y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que,
« perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones ». 32

La palabra del Dios viviente, anunciada a María por el ángel, se refería a ella misma « vas a
concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo » (Lc 1, 31). Acogiendo este anuncio, María se
convertiría en la « Madre del Señor » y en ella se realizaría el misterio divino de la Encarnación: «
El Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de parte de la
Madre predestinada ».33 Y María da este consentimiento, después de haber escuchado todas las
palabras del mensajero. Dice: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra »
(Lc 1, 38). Este fiat de María —« hágase en mí »— ha decidido, desde el punto de vista humano,
la realización del misterio divino. Se da una plena consonancia con las palabras del Hijo que,
según la  Carta a los Hebreos,  al venir al mundo dice al Padre: « Sacrificio y oblación no
quisiste; pero me has formado un cuerpo ...  He aquí que vengo ... a hacer, oh Dios, tu voluntad »
(Hb 10, 5-7). El misterio de la Encarnación se ha realizado en el momento en el cual María ha
pronunciado su fiat:  « hágase en mí según tu palabra », haciendo posible, en cuanto concernía a
ella según el designio divino, el cumplimiento del deseo de su Hijo. María ha pronunciado este fiat
por medio de la fe.  Por medio de la fe se confió a Dios sin reservas y « se consagró totalmente a
sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo ». 34 Y este Hijo —como
enseñan los Padres— lo ha concebido en la mente antes que en el seno: precisamente por medio
de la fe.35 Justamente, por ello, Isabel alaba a María: « ¡Feliz la que ha creído que
se cumplirían  las cosas que le fueron dichas por parte del Señor! ». Estas palabras ya se han
realizado. María de Nazaret se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías como Madre
del Hijo de Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel: « ¿de donde a mí que la Madre de mi
Señor venga a mí? ».

14. Por lo tanto, la fe de María puede parangonarse también a la de Abraham,  llamado por el


Apóstol « nuestro padre en la fe » (cf. Rom 4, 12). En la economía salvífica de la revelación divina
la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación da
comienzo a la Nueva Alianza. Como Abraham « esperando contra toda esperanza, creyó  y fue
hecho padre de muchas naciones » (cf. Rom 4, 18), así María, en el instante de la anunciación,
después de haber manifestado su condición de virgen (« ¿cómo será esto, puesto que no conozco
33
varón? »), creyó  que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la
Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel: « el que ha de nacer será santo y será
llamado Hijo de Dios » (Lc 1, 35).

Sin embargo las palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » no se aplican únicamente a aquel
momento concreto de la anunciación. Ciertamente la anunciación representa el momento
culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde
inicia todo su « camino hacia Dios », todo su camino de fe. Y sobre esta vía, de modo eminente y
realmente heroico —es mas, con un heroísmo de fe cada vez mayor— se efectuará la « obediencia
» profesada por ella a la palabra de la divina revelación. Y esta « obediencia de la fe » por parte
de María a lo largo de todo su camino tendrá analogías sorprendentes con la fe de Abraham.
Como el patriarca del Pueblo de Dios, así también María, a través del camino de su fiat  filial y
maternal, « esperando contra esperanza, creyó ». De modo especial a lo largo de algunas etapas
de este camino la bendición concedida a « la que ha creído » se revelará con particular evidencia.
Creer quiere decir « abandonarse » en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y
reconociendo humildemente « ¡cuan insondables son sus designios e inescrutables sus
caminos!  » (Rom  11, 33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede
decirse, en el centro mismo de aquellos « inescrutables caminos » y de los « insondables designios
» de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón
abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino.

15. María, cuando en la anunciación siente hablar del Hijo del que será madre y al que « pondrá
por nombre Jesús » (Salvador), llega a conocer también que a el mismo « el Señor Dios le dará el
trono de David, su padre » y que « reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no
tendrá fin » (Lc  1, 32-33) En esta dirección se encaminaba la esperanza de todo el pueblo de
Israel. EL Mesías prometido debe ser « grande », e incluso el mensajero celestial anuncia que
« será grande  »,  grande tanto por el nombre de Hijo del Altísimo  como por asumir la herencia de
David.  Por lo tanto, debe ser rey, debe reinar « en la casa de Jacob ». María ha crecido en medio
de esta expectativa de su pueblo, podía intuir, en el momento de la anunciación ¿qué significado
preciso tenían las palabras del ángel? ¿Cómo conviene entender aquel « reino » que no « tendrá
fin »?

Aunque por medio de la fe se haya sentido en aquel instante Madre del « Mesías-rey », sin
embargo responde: « He aquí la esclava del Señor;  hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38 ).
Desde el primer momento, María profesa sobre todo « la obediencia de la fe », abandonándose al
significado que, a las palabras de la anunciación, daba aquel del cual provenían: Dios mismo.

16. Siempre a través de este camino de la « obediencia de la fe » María oye algo más tarde otras
palabras;  las pronunciadas por Simeón  en el templo de Jerusalén. Cuarenta días después del
nacimiento de Jesús, según lo prescrito por la Ley de Moisés, María y José « llevaron al niño a
Jerusalén para presentarle al Señor » (Lc 2, 22) El nacimiento se había dado en una situación de
extrema pobreza. Sabemos, pues, por Lucas que, con ocasión del censo de la población ordenado
por las autoridades romanas, María se dirigió con José a Belén; no habiendo encontrado « sitio en
el alojamiento », dio a luz a su hijo en un establo  y «le acostó en un pesebre » (cf. Lc 2, 7).

Un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, aparece al comienzo del « itinerario » de la fe de


María. Sus palabras, sugeridas por el Espíritu Santo (cf. Lc 2, 25-27), confirman la verdad de la
anunciación. Leemos, en efecto, que « tomó en brazos » al niño, al que —según la orden del ángel
— « se le dio el nombre de Jesús » (cf. Lc 2, 21). El discurso de Simeón es conforme al significado
de este nombre, que quiere decir Salvador: « Dios es la salvación ». Vuelto al Señor, dice lo
siguiente: « Porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los
pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel » (Lc 2, 30-32). Al mismo
tiempo, sin embargo, Simeón se dirige a María con estas palabras: « Este está puesto para caída y
elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción  ... a fin de que queden al
34
descubierto las intenciones de muchos corazones »; y añade con referencia directa a María: « y a
ti misma una espada te atravesará el alma ( Lc 2, 34-35). Las palabras de Simeón dan nueva luz al
anuncio que María ha oído del ángel: Jesús es el Salvador, es « luz para iluminar  » a los hombres.
¿No es aquel que se manifestó, en cierto modo, en la Nochebuena, cuando los pastores  fueron al
establo? ¿No es aquel que debía manifestarse todavía más con la llegada de los Magos del
Oriente?  (cf. Mt  2, 1-12). Al mismo tiempo, sin embargo, ya al comienzo de su vida, el Hijo de
María —y con él su Madre— experimentarán en sí mismos la verdad de las restantes palabras de
Simeón: « Señal de contradicción » (Lc 2, 34). El anuncio de Simeón parece como un segundo
anuncio a María,  dado que le indica la concreta dimensión histórica en la cual el Hijo cumplirá su
misión, es decir en la incomprensión y en el dolor. Si por un lado, este anuncio confirma su fe en
el cumplimiento de las promesas divinas de la salvación, por otro, le revela también que deberá
vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será
oscura y dolorosa. En efecto, después de la visita de los Magos, después de su homenaje («
postrándose le adoraron »), después de ofrecer unos dones (cf. Mt  2, 11), María con el niño debe
huir a Egipto  bajo la protección diligente de José, porque « Herodes buscaba al niño para matarlo
» (cf. Mt  2, 13). Y hasta la muerte de Herodes tendrán que permanecer en Egipto (cf. Mt  2, 15).

17. Después de la muerte de Herodes, cuando la sagrada familia regresa a Nazaret, comienza el
largo período de la vida oculta.  La que « ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas
de parte del Señor » (Lc 1, 45) vive cada día el contenido de estas palabras. Diariamente junto a
ella está el Hijo a quien ha puesto por nombre Jesús;  por consiguiente, en la relación con él usa
ciertamente este nombre, que por lo demás no podía maravillar a nadie, usándose desde hacía
mucho tiempo en Israel. Sin embargo, María sabe que el que lleva por nombre Jesús  ha sido
llamado por el ángel  « Hijo del Altísimo » (cf. Lc  1, 32). María sabe que lo ha concebido y dado a
luz « sin conocer varón », por obra del Espíritu Santo, con el poder del Altísimo que ha extendido
su sombra sobre ella (cf. Lc  1, 35), así como la nube velaba la presencia de Dios en tiempos de
Moisés y de los padres (cf. Ex 24, 16; 40, 34-35; 1 Rom  8, 10-12). Por lo tanto, María sabe que el
Hijo dado a luz virginalmente, es precisamente aquel « Santo », el « Hijo de Dios », del que le ha
hablado el ángel.

A lo largo de la vida oculta de Jesús en la casa de Nazaret, también la vida de María está  «  oculta
con Cristo en Dios  » (cf. Col  3, 3), por medio de la fe.  Pues la fe es un contacto con el misterio de
Dios. María constantemente y diariamente está en contacto con el misterio inefable de Dios que se
ha hecho hombre, misterio que supera todo lo que ha sido revelado en la Antigua Alianza. Desde
el momento de la anunciación, la mente de la Virgen-Madre ha sido introducida en la radical «
novedad » de la autorrevelación de Dios y ha tomado conciencia del misterio. Es la primera de
aquellos « pequeños », de los que Jesús dirá: « Padre ... has ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, y se las has revelado a pequeños » ( Mt 11, 25). Pues « nadie conoce bien al Hijo sino
el Padre » (Mt 11, 27). ¿Cómo puede, pues, María « conocer al Hijo »? Ciertamente no lo conoce
como el Padre; sin embargo, es la primera entre aquellos a quienes el Padre  « lo ha querido
revelar » (cf. Mt  11, 26-27; 1 Cor  2, 11). Pero si desde el momento de la anunciación le ha sido
revelado el Hijo, que sólo el Padre conoce plenamente, como aquel que lo engendra en el eterno «
hoy » (cf. Sal  2, 7), María, la Madre, está en contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la
fe y por la fe. Es, por tanto, bienaventurada, porque « ha creído » y cree cada día  en medio de
todas las pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús y luego durante los años de
su vida oculta en Nazaret, donde « vivía sujeto a ellos » ( Lc 2, 51): sujeto a María y también a
José, porque éste hacía las veces de padre ante los hombres; de ahí que el Hijo de María era
considerado también por las gentes como « el hijo del carpintero » ( Mt 13, 55).

La Madre de aquel Hijo,  por consiguiente, recordando cuanto le ha sido dicho en la anunciación y
en los acontecimientos sucesivos, lleva consigo la radical « novedad » de la fe: el inicio de la
Nueva Alianza.  Esto es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No es
difícil, pues, notar en este inicio una particular fatiga del corazón,  unida a una especie de a noche
de la fe » —usando una expresión de San Juan de la Cruz—, como un « velo » a través del cual
35
hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio. 36 Pues de este modo María,
durante muchos años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su
itinerario de fe, a medida que Jesús « progresaba en sabiduría ... en gracia ante Dios y ante los
hombres » (Lc 2, 52). Se manifestaba cada vez más ante los ojos de los hombres la predilección
que Dios sentía por él. La primera entre estas criaturas humanas admitidas al descubrimiento de
Cristo era María , que con José vivía en la casa de Nazaret.

Pero, cuando, después del encuentro en el templo, a la pregunta de la Madre: « ¿por qué has
hecho esto? », Jesús, que tenía doce años,  responde « ¿No sabíais que yo debía estar en la casa
de mi Padre? », y el evangelista añade: «  Pero ellos  (José y María) no comprendieron  la respuesta
que les dio » (Lc 2, 48-50) Por lo tanto, Jesús tenía conciencia de que « nadie conoce bien al Hijo
sino el Padre » (cf. Mt  11, 27), tanto que aun aquella, a la cual había sido revelado más
profundamente el misterio de su filiación divina, su Madre, vivía en la intimidad con este misterio
sólo por medio de la fe. Hallándose al lado del hijo, bajo un mismo techo y « manteniendo
fielmente la unión con su Hijo », « avanzaba en la peregrinación de la fe »,como subraya el
Concilio.37 Y así sucedió a lo largo de la vida pública de Cristo (cf. Mc  3, 21,35); de donde, día tras
día, se cumplía en ella la bendición pronunciada por Isabel en la visitación: « Feliz la que ha creído
».

18. Esta bendición alcanza su pleno significado, cuando María está junto a la Cruz  de su Hijo
(cf. Jn  19, 25). El Concilio afirma que esto sucedió « no sin designio divino »: « se condolió
vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo
con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma »; de este modo María «
mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz »: 38 la unión por medio de la fe, la misma fe
con la que había acogido la revelación del ángel en el momento de la anunciación. Entonces había
escuchado las palabras: « El será grande ... el Señor Dios  le dará el trono de David, su padre ...
reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin » ( Lc 1, 32-33).

Y he aquí que, estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un


completo desmentido de estas palabras.  Su Hijo agoniza sobre aquel madero como un condenado.
« Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores ... despreciable y no le tuvimos en cuenta
»: casi anonadado (cf. Is  53, 35)  ¡Cuan grande, cuan heroica en esos momentos la obediencia de
la fe  demostrada por María ante los « insondables designios » de Dios! ¡Cómo se « abandona en
Dios » sin reservas, « prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad » 39 a aquel,
cuyos « caminos son inescrutables »! (cf. Rom  11, 33). Y a la vez ¡cuan poderosa es la acción de
la gracia en su alma, cuan penetrante es la influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza!

Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo en su despojamiento.  En efecto, «
Cristo, ... siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se
despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres »;
concretamente en el Gólgota « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de
cruz » (cf. Flp  2, 5-8).  A los pies de la Cruz María participa por medio de la fe en el
desconcertante misterio de este despojamiento. Es ésta tal vez la más profunda « kénosis » de la
fe en la historia de la humanidad. Por medio de la fe la Madre participa en la muerte del Hijo, en
su muerte redentora; pero a diferencia de la de los discípulos que huían, era una fe mucho más
iluminada. Jesús en el Gólgota, a través de la Cruz, ha confirmado definitivamente ser el « signo
de contradicción », predicho por Simeón. Al mismo tiempo, se han cumplido las palabras dirigidas
por él a María: « ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! ». 40

19. ¡Sí, verdaderamente « feliz la que ha creído »! Estas palabras, pronunciadas por Isabel
después de la anunciación, aquí, a los pies de la Cruz, parecen resonar con una elocuencia
suprema y se hace penetrante la fuerza contenida en ellas. Desde la Cruz, es decir, desde el
interior mismo del misterio de la redención, se extiende el radio de acción y se dilata la perspectiva
de aquella bendición de fe. Se remonta « hasta el comienzo » y, como participación en el sacrificio
36
de Cristo, nuevo Adán, en cierto sentido, se convierte en el contrapeso de la desobediencia y de la
incredulidad  contenidas en el pecado de los primeros padres. Así enseñan los Padres de la Iglesia
y, de modo especial, San Ireneo, citado por la Constitución Lumen gentium: « El nudo de la
desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la
incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe  »,41 A la luz de esta comparación con Eva los
Padres —como recuerda todavía el Concilio— llaman a María « Madre de los vivientes » y afirman
a menudo: a la muerte vino por Eva, por María la vida ». 42

Con razón, pues, en la expresión « feliz la que ha creído » podemos encontrar como una clave  que
nos abre a la realidad íntima de María, a la que el ángel ha saludado como « llena de gracia ». Si
como a llena de gracia » ha estado presente eternamente en el misterio de Cristo, por la fe se
convertía en partícipe en toda la extensión de su itinerario terreno: « avanzó en la peregrinación
de la fe » y al mismo tiempo, de modo discreto pero directo y eficaz, hacía presente a los
hombres el misterio de Cristo.  Y sigue haciéndolo todavía. Y por el misterio de Cristo está presente
entre los hombres. Así, mediante el misterio del Hijo, se aclara también el misterio de la Madre.

3. Ahí tienes a tu madre

20. El evangelio de Lucas recoge el momento en el que « alzó la voz una mujer de entre la gente,
y dijo, dirigiéndose a Jesús: « ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!  »  (Lc  11,
27). Estas palabras constituían una alabanza para María como madre de Jesús, según la carne. La
Madre de Jesús quizás no era conocida personalmente por esta mujer. En efecto, cuando Jesús
comenzó su actividad mesiánica, María no le acompañaba y seguía permaneciendo en Nazaret. Se
diría que las palabras de aquella mujer desconocida le hayan hecho salir, en cierto modo, de su
escondimiento.

A través de aquellas palabras ha pasado rápidamente por la mente de la muchedumbre, al menos


por un instante, el evangelio de la infancia de Jesús. Es el evangelio en que María está presente
como la madre que concibe a Jesús en su seno, le da a luz y le amamanta maternalmente: la
madre-nodriza, a la que se refiere aquella mujer del pueblo. Gracias a esta maternidad Jesús —
Hijo del Altísimo (cf. Lc  1, 32)— es un verdadero hijo del hombre. Es «carne », como todo
hombre: es « el Verbo (que) se hizo carne » (cf. Jn  1, 14). Es carne y sangre de María.43

Pero a la bendición proclamada por aquella mujer respecto a su madre según la carne, Jesús
responde de manera significativa: « Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la
guardan  » (cf. Lc  11, 28). Quiere quitar la atención de la maternidad entendida sólo como un
vínculo de la carne, para orientarla hacia aquel misterioso vínculo del espíritu, que se forma en la
escucha y en la observancia de la palabra de Dios.

El mismo paso a la esfera de los valores espirituales se delinea aun más claramente en otra
respuesta de Jesús, recogida por todos los Sinópticos. Al ser anunciado a Jesús que su « madre y
sus hermanos están fuera y quieren verle », responde:  « Mi madre y mis hermanos son aquellos
que oyen la Palabra de Dios y la cumplen  »  (cf. Lc  8,  20-21). Esto dijo « mirando en torno a los
que estaban sentados en corro », como leemos en Marcos (3, 34) o, según Mateo (12, 49) «
extendiendo su mano hacia sus discípulos ».

Estas expresiones parecen estar en la línea de lo que Jesús, a la edad de doce años,  respondió a
María y a José, al ser encontrado después de tres días en el templo de Jerusalén.

Así pues, cuando Jesús se marchó de Nazaret y dio comienzo a su vida pública en Palestina,
ya estaba completa y exclusivamente  «  ocupado en las cosas del Padre » (cf. Lc  2, 49). Anunciaba
el Reino: « Reino de Dios » y « cosas del Padre », que dan también una dimensión nueva y un
sentido nuevo a todo lo que es humano y, por tanto, a toda relación humana, respecto a las

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finalidades y tareas asignadas a cada hombre. En esta dimensión nueva un vínculo, como el de la
« fraternidad », significa también una cosa distinta de la « fraternidad según la carne », que
deriva del origen común de los mismos padres. Y aun la « maternidad »,  en la dimensión del reino
de Dios, en la esfera de la paternidad de Dios mismo, adquiere un significado diverso.  Con las
palabras recogidas por Lucas Jesús enseña precisamente este nuevo sentido de la maternidad.

¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según la carne? ¿Quiere tal vez dejarla en la sombra
del escondimiento, que ella misma ha elegido? Si así puede parecer en base al significado de
aquellas palabras, se debe constatar, sin embargo, que la maternidad nueva y distinta, de la que
Jesús habla a sus discípulos, concierne concretamente a María de un modo especialísimo. ¿No es
tal vez María la primera entre «aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen  »? Y por
consiguiente ¿no se refiere sobre todo a ella aquella bendición pronunciada por Jesús en respuesta
a las palabras de la mujer anónima? Sin lugar a dudas, María es digna de bendición por el hecho
de haber sido para Jesús Madre según la carne (« ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que
te criaron! »), pero también y sobre todo porque ya en el instante de la anunciación ha acogido la
palabra de Dios, porque ha creído, porque fue obediente a Dios,  porque « guardaba » la palabra y
« la conservaba cuidadosamente en su corazón » (cf. Lc 1, 38.45; 2, 19. 51 ) y la cumplía
totalmente en su vida. Podemos afirmar, por lo tanto, que el elogio pronunciado por Jesús no se
contrapone, a pesar de las apariencias, al formulado por la mujer desconocida, sino que viene a
coincidir con ella en la persona de esta Madre-Virgen, que se ha llamado solamente « esclava del
Señor » (Lc  1, 38).  Sies cierto que « todas las generaciones la llamarán bienaventurada »
(cf. Lc  1,  48), se puede decir que aquella mujer anónima ha sido la primera en confirmar
inconscientemente aquel versículo profético del Magníficat  de María y dar comienzo
al Magníficat  de los siglos.

Si por medio de la fe  María se ha convertido en la Madre del Hijo que le ha sido dado por el Padre
con el poder del Espíritu Santo, conservando íntegra su virginidad, en la misma fe ha descubierto
y acogido la otra dimensión de la maternidad,  revelada por Jesús durante su misión mesiánica. Se
puede afirmar que esta dimensión de la maternidad pertenece a María desde el comienzo, o sea
desde el momento de la concepción y del nacimiento del Hijo. Desde entonces era « la que ha
creído ». A medida que se esclarecía ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella misma
como Madre se abría cada vez más a aquella  « novedad »de la maternidad,  que debía constituir
su « papel » junto al Hijo. ¿No había dicho desde el comienzo: « He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra »? (Lc  1,  38). Por medio de la fe María seguía oyendo y meditando
aquella palabra, en la que se hacía cada vez más transparente, de un modo « que excede todo
conocimiento » (Ef 3, 19), la autorrevelación del Dios viviente. María madre se convertía así, en
cierto sentido, en la primera  « discípula »  de su Hijo,  la primera a la cual parecía decir: « Sígueme
» antes aún de dirigir esa llamada a los apóstoles o a cualquier otra persona (cf. Jn  1, 43).

21. Bajo este punto de vista, es particularmente significativo el texto del Evangelio de Juan,  que
nos presenta a María en las bodas de Caná. María aparece allí como Madre de Jesús al comienzo
de su vida pública: « Se celebraba una boda en Caná de Galilea  y estaba allí la Madre de Jesús.
Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos ( Jn  2, 1-2). Según el texto resultaría que
Jesús y sus discípulos fueron invitados junto con María, dada su presencia en aquella fiesta: el Hijo
parece que fue invitado en razón de la madre. Es conocida la continuación de los acontecimientos
concatenados con aquella invitación, aquel « comienzo de las señales » hechas por Jesús —el
agua convertida en vino—, que hace decir al evangelista: Jesús « manifestó su gloria, y creyeron
en él sus discípulos » (Jn  2,  11).

María está presente en Caná de Galilea como Madre de Jesús,  y de modo


significativo contribuye  a aquel « comienzo de las señales », que revelan el poder mesiánico de su
Hijo. He aquí que: « como faltaba vino, le dice a Jesús su Madre: "no tienen vino". Jesús le
responde: « ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora » ( Jn  2, 3-4).  En el
Evangelio de Juan aquella « hora » significa el momento determinado por el Padre, en el que el
38
Hijo realiza su obra y debe ser glorificado (cf. Jn 7, 30; 8, 20; 12, 23. 27; 13, 1; 17, 1; 19,
27).  Aunque la respuesta de Jesús a su madre parezca como un rechazo (sobre todo si se mira,
más que a la pregunta, a aquella decidida afirmación: « Todavía no ha llegado mi hora »), a pesar
de esto María se dirige a los criados y les dice: « Haced lo que él os diga » ( Jn 2, 5). Entonces
Jesús ordena a los criados llenar de agua las tinajas, y el agua se convierte en vino, mejor del que
se había servido antes a los invitados al banquete nupcial.

¿Qué entendimiento profundo se ha dado entre Jesús y su Madre? ¿Cómo explorar el misterio de
su íntima unión espiritual? De todos modos el hecho es elocuente. Es evidente que en aquel hecho
se delinea ya con bastante claridad la nueva dimensión,  el nuevo sentido de la maternidad de
María.  Tiene un significado que no está contenido exclusivamente en las palabras de Jesús y en
los diferentes episodios citados por los Sinópticos ( Lc  11, 27-28; 8, 19-21; Mt  12, 46-50; Mc  3,
31-35). En estos textos Jesús intenta contraponer sobre todo la maternidad, resultante del hecho
mismo del nacimiento, a lo que esta « maternidad » (al igual que la « fraternidad ») debe ser en la
dimensión del Reino de Dios, en el campo salvífico de la paternidad de Dios. En el texto joánico,
por el contrario, se delinea en la descripción del hecho de Caná lo que concretamente se
manifiesta como nueva maternidad según el espíritu y no únicamente según la carne, o sea la
solicitud de María por los hombres,  el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades. En
Caná de Galilea se muestra sólo un aspecto concreto de la indigencia humana, aparentemente
pequeño y de poca importancia « No tienen vino »). Pero esto tiene un valor simbólico. El ir al
encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su introducción en el radio de
acción de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una
mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones,
indigencias y sufrimientos. Se pone  « en medio », o sea hace de mediadora no como una persona
extraña, sino en su papel de madre,  consciente de que como tal puede —más bien « tiene el
derecho de »— hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por lo tanto,
tiene un carácter de intercesión: María « intercede » por los hombres. No sólo: como Madre desea
también que se manifieste el poder mesiánico del Hijo,  es decir su poder salvífico encaminado a
socorrer la desventura humana, a liberar al hombre del mal que bajo diversas formas y medidas
pesa sobre su vida. Precisamente como había predicho del Mesías el Profeta Isaías en el conocido
texto, al que Jesús se ha referido ante sus conciudadanos de Nazaret « Para anunciar a los pobres
la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos ... » (cf. Lc 4,
18).

Otro elemento esencial de esta función materna de María se encuentra en las palabras dirigidas a
los criados: « Haced lo que él os diga ». La Madre  de Cristo se presenta ante los hombres
como portavoz de la voluntad del Hijo,  indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse.
para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías. En Caná, merced a la intercesión de
María y a la obediencia de los criados, Jesús da comienzo a « su hora ». En Caná María aparece
como la que cree en Jesús;  su  fe provoca la primera « señal » y contribuye a suscitar la fe de los
discípulos.

22. Podemos decir, por tanto, que en esta página del Evangelio de Juan encontramos como un
primer indicio de la verdad sobre la solicitud materna de María. Esta verdad ha encontrado su
expresión en el magisterio del último Concilio.  Es importante señalar cómo la función materna de
María es ilustrada en su relación con la mediación de Cristo. En efecto, leemos lo siguiente: « La
misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única
mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia », porque « hay un solo mediador entre
Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también » (1 Tm  2, 5). Esta función materna brota,
según el beneplácito de Dios, « de la superabundancia de los méritos de Cristo... de ella depende
totalmente y de la misma saca toda su virtud ». 44 Y precisamente en este sentido el hecho de
Caná de Galilea, nos ofrece como una predicción de la mediación de María,  orientada plenamente
hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico.

39
Por el texto joánico parece que se trata de una mediación maternal. Como proclama el Concilio:
María « es nuestra Madre en el orden de la gracia ». Esta maternidad en el orden de la gracia ha
surgido de su misma maternidad divina, porque siendo, por disposición de la divina providencia,
madre-nodriza del divino Redentor se ha convertido de « forma singular en la generosa
colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor » y que « cooperó ... por la
obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural
de las almas ».45 « Y esta maternidad de María  perdura sin cesar en la economía de la
gracia ...  hasta la consumación de todos los elegidos ».46

23. Si el pasaje del Evangelio de Juan sobre el hecho de Caná presenta la maternidad solícita de
María al comienzo de la actividad mesiánica de Cristo, otro pasaje del mismo Evangelio confirma
esta maternidad de María en la economía salvífica de la gracia en su momento culminante, es
decir cuando se realiza el sacrificio de la Cruz de Cristo, su misterio pascual. La descripción de
Juan es concisa: « Junto a la cruz de Jesús estaban su  Madre y la hermana de su madre. María,
mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien
amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu
madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa » ( Jn  19, 25-27).

Sin lugar a dudas se percibe en este hecho una expresión de la particular atención del Hijo por la
Madre, que dejaba con tan grande dolor. Sin embargo, sobre el significado de esta atención el «
testamento de la Cruz » de Cristo dice aún más. Jesús ponía en evidencia un nuevo vínculo entre
Madre e Hijo, del que confirma solemnemente toda la verdad y realidad. Se puede decir que, si la
maternidad de María respecto de los hombres ya había sido delineada precedentemente, ahora es
precisada y establecida claramente; ella emerge  de la definitiva maduración del misterio pascual
del Redentor.  La Madre de Cristo, encontrándose en el campo directo de este misterio que abarca
al hombre —a cada uno y a todos—, es entregada al hombre —a cada uno y a todos— como
madre. Este hombre junto a la cruz es Juan, « el discípulo que él amaba ». 47 Pero no está él solo.
Siguiendo la tradición, el Concilio no duda en llamar a María « Madre de Cristo, madre de los
hombres  ». Pues, está « unida en la estirpe de Adán con todos los hombres...; más aún, es
verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que
naciesen en la Iglesia los fieles ».48

Por consiguiente, esta « nueva maternidad de María », engendrada por la fe, es fruto
del  « nuevo » amor,  que maduró en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su
participación en el amor redentor del Hijo.

24. Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la promesa, contenida en el
protoevangelio: el « linaje de la mujer pisará la cabeza de la serpiente » (cf. Gén 3,
15).  Jesucristo, en efecto, con su muerte redentora vence el mal del pecado y de la muerte en sus
mismas raíces. Es significativo que, al dirigirse a la madre desde lo alto de la Cruz, la llame «
mujer » y le diga: « Mujer, ahí tienes a tu hijo ». Con la misma palabra, por otra parte, se había
dirigido a ella en Caná (cf. Jn 2,  4). ¿Cómo dudar que especialmente ahora, en el Gólgota, esta
frase no se refiera en profundidad al misterio de María, alcanzando el singular lugar que ella ocupa
en toda la economía de la salvación?  Como enseña el Concilio, con María, « excelsa Hija de Sión,
tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva
economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del
pecado mediante los misterios de su carne ».49

Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la Cruz significan que la maternidad  de su
madre encuentra una « nueva » continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia,  simbolizada y
representada por Juan. De este modo, la que como « llena de gracia » ha sido introducida en el
misterio de Cristo para ser su Madre, es decir, la Santa Madre de Dios, por medio de la Iglesia
permanece en aquel misterio como  « la mujer  » indicada por el libro del Génesis  (3, 15) al
comienzo y por el Apocalipsis  (12, 1)  al final de la historia de la salvación. Según el eterno
40
designio de la Providencia la maternidad divina de María debe derramarse sobre la Iglesia, como
indican algunas afirmaciones de la Tradición para las cuales la « maternidad » de María respecto
de la Iglesia es el reflejo y la prolongación de su maternidad respecto del Hijo de Dios. 50

Ya el momento mismo del nacimiento de la Iglesia y de su plena manifestación al mundo, según el


Concilio, deja entrever esta continuidad de la maternidad de María: « Como quiera que plugo a
Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el
Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles  antes del día de Pentecostés "perseverar
unánimemente en la oración,  con las mujeres y María la Madre de Jesús  y los hermanos de Este"
(Hch 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había
cubierto con su sombra en la anunciación ».51

Por consiguiente, en la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu Santo, se da una
particular correspondencia entre el momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la
Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el
cenáculo de Jerusalén.  En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el camino del «
nacimiento del Espíritu ». Así la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace —
por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo— presente en el misterio de la Iglesia. También
en la Iglesia sigue siendo una presencia materna,  como indican las palabras pronunciadas en la
Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu hijo »; « Ahí tienes a tu madre ».

II PARTE

LA MADRE DE DIOS EN EL CENTRO DE LA IGLESIA PEREGRINA

1. La Iglesia, Pueblo de Dios radicado en todas las naciones de la tierra

25. « La Iglesia, "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de
Dios",52 anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1 Co 11, 26) ».53 « Así
como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del desierto, es llamado alguna vez Iglesia
de Dios (cf. 2 Esd  13, 1; Núm 20, 4; Dt  23, 1 ss.),  así el nuevo Israel... se llama Iglesia de Cristo
(cf. Mt  16,  18), porque El la adquirió con su sangre (cf. Hch  20, 28), la llenó de su Espíritu y la
proveyó de medios aptos para una unión visible y social. La congregación de todos los creyentes
que miran a Jesús  como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia
convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para
todos y cada uno ».54

El Concilio Vaticano II habla de la Iglesia en camino, estableciendo una analogía con el Israel de la
Antigua Alianza en camino a través del desierto. El camino posee
un carácter  incluso exterior,  visible en el tiempo y en el espacio, en el que se desarrolla
históricamente. La Iglesia, en efecto, debe « extenderse por toda la tierra », y por esto « entra en
la historia humana rebasando todos los límites de tiempo y de lugares ». 55 Sin embargo,
el carácter  esencial de su camino es interior.  Se trata de una peregrinación a través de la fe,  por «
la fuerza del Señor Resucitado »,56 de una peregrinación en el Espíritu Santo, dado a la Iglesia
como invisible Consolador (parákletos)  (cf. Jn  14, 26; 15, 26; 16, 7): « Caminando, pues, la
Iglesia a través de los peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la
gracia de Dios que el Señor le prometió ... y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del
Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso ». 57

Precisamente en este camino —peregrinación eclesial—  a través del espacio y del tiempo, y más
aún a través de la historia de las almas, María está presente,  como la que es « feliz porque ha
creído », como la que avanzaba « en la peregrinación de la fe », participando como ninguna otra
criatura en el misterio de Cristo. Añade el Concilio que « María ... habiendo entrado íntimamente

41
en la historia de la salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la
fe ».58 Entre todos los creyentes es como un  « espejo »,  donde se reflejan del modo más
profundo y claro « las maravillas de Dios » (Hch  2, 11).

26.  La Iglesia, edificada por Cristo sobre los apóstoles, se hace plenamente consciente de estas
grandes obras de Dios el día de Pentecostés,  cuando los reunidos en el cenáculo « quedaron todos
llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía
expresarse » (Hch 2, 4).  Desde aquel momento inicia  también aquel camino de fe, la
peregrinación de la Iglesia  a través de la historia de los hombres y de los pueblos. Se sabe que al
comienzo de este camino está presente María, que vemos en medio de los apóstoles en el
cenáculo « implorando con sus ruegos el don del Espíritu ».59

Su camino de fe es, en cierto modo, más largo. El Espíritu Santo ya ha descendido a ella, que se
ha convertido en su esposa fiel en la anunciación, acogiendo al Verbo de Dios verdadero,
prestando « el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a la
revelación hecha por El », más aún abandonándose plenamente en Dios por medio de « la
obediencia de la fe »,60 por la que respondió al ángel: « He aquí la esclava del Señor; hágase en
mí según tu palabra ». El camino de fe de María, a la que vemos orando en el cenáculo, es por lo
tanto « más largo » que el de los demás reunidos allí: María les « precede », « marcha delante de
» ellos.61 El momento de Pentecostés  en Jerusalén ha sido preparado, además de la Cruz, por
el momento de la Anunciación  en Nazaret. En el cenáculo el itinerario de María se encuentra con
el camino de la fe de la Iglesia ¿De qué manera?

Entre los que en el cenáculo eran asiduos en la oración, preparándose para ir « por todo el mundo
» después de haber recibido el Espíritu Santo, algunos habían sido llamados por
Jesús  sucesivamente desde el inicio de su misión en Israel. Once de ellos habían sido constituidos
apóstoles, y  a ellos Jesús había transmitido la misión que él mismo había recibido del Padre: «
Como el Padre me envió, también yo os envío » ( Jn 20, 21), había dicho a los apóstoles después
de la resurrección. Y cuarenta días más tarde, antes de volver al Padre, había añadido: cuando «
el Espíritu Santo vendrá sobre vosotros ... seréis mis testigos...  hasta los confines de la tierra »
(cf. Hch  1, 8). Esta misión de los apóstoles comienza en el momento de su salida del cenáculo de
Jerusalén. La Iglesia nace y crece entonces por medio del testimonio que Pedro y los demás
apóstoles dan de Cristo crucificado y resucitado (cf. Hch  2, 31-34; 3, 15-18; 4, 10-12; 5, 30-32).

María no ha recibido directamente esta misión apostólica.  No se encontraba entre los que Jesús
envió « por todo el mundo para enseñar a todas las gentes » (cf. Mt  28, 19), cuando les confirió
esta misión. Estaba, en cambio, en el cenáculo, donde los apóstoles se preparaban a asumir esta
misión con la venida del Espíritu de la Verdad: estaba con ellos. En medio de ellos María «
perseveraba en la oración » como « madre de Jesús » (Hch  1, 13-14), o sea de Cristo crucificado
y resucitado. Y aquel primer núcleo de quienes en la fe miraban « a Jesús como autor de la
salvación »,62 era consciente de que Jesús era el Hijo de María, y que ella era su madre, y como tal
era, desde el momento de la concepción y del nacimiento, un testigo singular del misterio de
Jesús,  de aquel misterio que ante sus ojos se había manifestado y confirmado con la Cruz y la
resurrección. La Iglesia, por tanto, desde el primer momento, « miró » a María, a través de Jesús,
como « miró » a Jesús a través de María. Ella fue para la Iglesia de entonces y de siempre un
testigo singular de los años de la infancia de Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando
« conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón  » (Lc  2, 19; cf. Lc  2, 51).

Pero en la Iglesia de entonces y de siempre María ha sido y es sobre todo la que es « feliz porque
ha creído »: ha sido la primera en creer.  Desde el momento de la anunciación y de la concepción,
desde el momento del nacimiento en la cueva de Belén, María siguió paso tras paso a Jesús en su
maternal peregrinación de fe. Lo siguió a través de los años de su vida oculta en Nazaret; lo siguió
también en el período de la separación externa, cuando él comenzó a « hacer y enseñar »
(cf. Hch  1, 1 ) en Israel; lo siguió sobre todo en la experiencia trágica del Gólgota. Mientras María
42
se encontraba con los apóstoles en el cenáculo de Jerusalén en los albores de la Iglesia, se
confirmaba su fe, nacida de las palabras  de la anunciación. El ángel le había dicho entonces: « Vas
a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande..
reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin » ( Lc 1, 32-33). Los recientes
acontecimientos del Calvario habían cubierto de tinieblas aquella promesa; y ni siquiera bajo la
Cruz había disminuido la fe de María. Ella también, como Abraham, había sido la que « esperando
contra toda esperanza, creyó » (Rom 4, 18). Y he aquí que, después de la resurrección, la
esperanza había descubierto su verdadero rostro y la promesa había comenzado a transformarse
en realidad.  En efecto, Jesús, antes de volver al Padre, había dicho a los apóstoles: « Id, pues, y
haced discípulos a todas las gentes ... Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el
fin del mundo » (Mt 28, 19.20). Así había hablado el que, con su resurrección, se reveló como el
triunfador de la muerte, como el señor del reino que « no tendrá fin », conforme al anuncio del
ángel.

27. Ya en los albores de la Iglesia, al comienzo del largo camino por medio de la fe que
comenzaba con Pentecostés en Jerusalén, María estaba con todos los que constituían el germen
del « nuevo Israel ». Estaba presente en medio de ellos como un testigo excepcional del misterio
de Cristo. Y la Iglesia perseveraba constante en la oración junto a ella y, al mismo tiempo, « la
contemplaba a la luz del Verbo hecho hombre ». Así sería siempre. En efecto, cuando la Iglesia «
entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación », piensa en la Madre de Cristo
con profunda veneración y piedad.63 María pertenece indisolublemente al misterio de Cristo y
pertenece además al misterio de la Iglesia desde el comienzo, desde el día de su nacimiento. En la
base de lo que la Iglesia es desde el comienzo, de lo que debe ser constantemente, a través de las
generaciones, en medio de todas las naciones de la tierra, se encuentra la que « ha creído que se
cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor » ( Lc 1, 45). Precisamente esta fe de
María, que señala el comienzo de la nueva y eterna Alianza de Dios con la humanidad en
Jesucristo, esta heroica fe suya  «  precede »  el testimonio  apostólico de la Iglesia, y permanece
en el corazón de la Iglesia, escondida como un especial patrimonio de la revelación de Dios. Todos
aquellos que, a lo largo de las generaciones, aceptando el testimonio apostólico de la Iglesia
participan de aquella misteriosa herencia, en cierto sentido, participan de la fe de María.

Las palabras de Isabel « feliz la que ha creído » siguen acompañando a María incluso en
Pentecostés, la siguen a través de las generaciones, allí donde se extiende, por medio del
testimonio apostólico y del servicio de la Iglesia, el conocimiento del misterio salvífico de Cristo. De
este modo se cumple la profecía del Magníficat:  « Me felicitarán todas las generaciones,  porque el
Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo » ( Lc 1, 48-49). En efecto, al
conocimiento del misterio de Cristo sigue la bendición de su Madre bajo forma de especial
veneración para la Theotókos.  Pero en esa veneración está incluida siempre la bendición de su fe.
Porque la Virgen de Nazaret ha llegado a ser bienaventurada por medio de esta fe, de acuerdo con
las palabras de Isabel. Los que a través de los siglos, de entre los diversos pueblos y naciones de
la tierra, acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo encarnado y Redentor del mundo, no sólo se
dirigen con veneración y recurren con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su
fe el sostén para la propia fe.  Y precisamente esta participación viva de la fe de María decide su
presencia especial en la peregrinación de la Iglesia como nuevo Pueblo de Dios en la tierra.

28. Como afirma el Concilio: « María ... habiendo entrado íntimamente en la historia de la
salvación ... mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio, y
hacia el amor del Padre ».64 Por lo tanto, en cierto modo la fe de María, sobre la base del
testimonio apostólico de la Iglesia, se convierte sin cesar en la fe del pueblo de Dios en camino: de
las personas y comunidades, de los ambientes y asambleas, y finalmente de los diversos grupos
existentes en la Iglesia. Es una fe que se transmite al mismo tiempo mediante el conocimiento y el
corazón. Se adquiere o se vuelve a adquirir constantemente mediante la oración. Por tanto «
también en su obra apostólica con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a

43
Cristo,  concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la
Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles  ».65

Ahora, cuando en esta peregrinación de la fe nos acercamos al final del segundo Milenio cristiano,
la Iglesia, mediante el magisterio del Concilio Vaticano II, llama la atención sobre lo que ve en sí
misma. como un « único Pueblo de Dios ... radicado en todas las naciones de la tierra », y sobre la
verdad según la cual todos los fieles, aunque a esparcidos por el haz de la tierra comunican en el
Espíritu Santo con los demás »,66 de suerte que se puede decir que en esta unión se realiza
constantemente el misterio de Pentecostés. Al mismo tiempo, los apóstoles y los discípulos del
Señor, en todas las naciones de la tierra « perseveran en la oración en compañía de María, la
madre de Jesús » (cf. Hch  1, 14). Constituyendo a través de las generaciones « el signo del Reino
» que no es de este mundo,67 ellos son asimismo conscientes de que en medio de este
mundo tienen que reunirse con aquel Rey,  al que han sido dados en herencia los pueblos (Sal 2,
8), al que el Padre ha dado « el trono de David su padre », por lo cual « reina sobre la casa de
Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin ».

En este tiempo de vela María, por medio de la misma fe que la hizo bienaventurada especialmente
desde el momento de la anunciación, está presente  en la misión y en la obra de la Iglesia que
introduce en el mundo el Reino de su Hijo.68  Esta presencia de María encuentra múltiples medios
de expresión en nuestros días al igual que a lo largo de la historia de la Iglesia. Posee también un
amplio radio de acción; por medio de la fe y la piedad de los fieles, por medio de las tradiciones de
las familias cristianas o « iglesias domésticas », de las comunidades parroquiales y misioneras, de
los institutos religiosos, de las diócesis, por medio de la fuerza atractiva e irradiadora de los
grandes santuarios, en los que no sólo los individuos o grupos locales, sino a veces naciones
enteras y continentes, buscan el encuentro con la Madre del Señor, con la que es bienaventurada
porque ha creído; es la primera entre los creyentes y por esto se ha convertido en Madre del
Emmanuel. Este es el mensaje de la tierra de Palestina, patria espiritual de todos los cristianos, al
ser patria del Salvador del mundo y de su Madre. Este es el mensaje de tantos templos que en
Roma y en el mundo entero la fe cristiana ha levantado a lo largo de los siglos. Este es el mensaje
de los centros como Guadalupe, Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en las distintas
naciones, entre los que no puedo dejar de citar el de mi tierra natal Jasna Gora. Tal vez se podría
hablar de una específica a « geografía » de la fe y de la piedad mariana, que abarca todos estos
lugares de especial peregrinación del Pueblo de Dios, el cual busca el encuentro con la Madre de
Dios para hallar, en el ámbito de la materna presencia de « la que ha creído », la consolidación de
la propia fe. En efecto, en la fe de María,  ya en la anunciación y definitivamente junto a la Cruz, se
ha vuelto a abrir por parte del hombre aquel espacio interior  en el cual el eterno Padre puede
colmarnos « con toda clase de bendiciones espirituales »: el espacio « de la nueva y eterna Alianza
».69 Este espacio subsiste en la Iglesia, que es en Cristo como « un sacramento ... de la íntima
unión con Dios y de la unidad de todo el género humano ».70

En la fe, que María profesó en la Anunciación como « esclava del Señor » y en la que sin cesar «
precede » al « Pueblo de Dios » en camino por toda la tierra, la Iglesia  « tiende eficaz y
constantemente a recapitular la Humanidad entera ... bajo Cristo como Cabeza,  en la unidad de su
Espíritu ».71

2. El camino de la Iglesia y la unidad de todos los cristianos

29. « El Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para que
todos se unan  en paz, en un rebaño y bajo un solo pastor,  como Cristo determinó ».72 El camino
de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está marcado por el signo del ecumenismo; los
cristianos buscan las vías para reconstruir la unidad, por la que Cristo invocaba al Padre por sus
discípulos el día antes de la pasión: « para que todos sean uno.  Como tú, Padre, en mí y yo en ti,
que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado  »  (Jn  17,

44
21). Por consiguiente, la unidad de los discípulos de Cristo es un gran signo para suscitar la fe del
mundo, mientras su división constituye un escándalo. 73

El movimiento ecuménico, sobre la base de una conciencia más lúcida y difundida de la urgencia
de llegar a la unidad de todos los cristianos, ha encontrado por parte de la Iglesia católica su
expresión culminante en el Concilio Vaticano II. Es necesario que los cristianos profundicen en sí
mismos y en cada una de sus comunidades aquella « obediencia de la fe », de la que María es el
primer y más claro ejemplo. Y dado que « antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante,
como signo de esperanza segura y consuelo », ofrece gran gozo y consuelo para este sacrosanto
Concilio el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados  quienes tributan debido
honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los Orientales ». 74

30. Los cristianos saben que su unidad se conseguirá verdaderamente sólo si se funda en la
unidad de su fe. Ellos deben resolver discrepancias de doctrina no leves sobre el misterio y
ministerio de la Iglesia, y a veces también sobre la función de María en la obra de la
salvación.75 Los diferentes coloquios, tenidos por la Iglesia católica con las Iglesias y las
Comunidades eclesiales de Occidente,76 convergen cada vez más sobre estos dos aspectos
inseparables  del mismo misterio de la salvación. Si el misterio del Verbo encarnado nos permite
vislumbrar el misterio de la maternidad divina y si, a su vez, la contemplación de la Madre de Dios
nos introduce en una comprensión más profunda del misterio de la Encarnación, lo mismo se debe
decir del misterio de la Iglesia y de la función de María en la obra de la salvación. Profundizando
en uno y otro, iluminando el uno por medio del otro, los cristianos deseosos de hacer —como les
recomienda su Madre— lo que Jesús les diga (cf. Jn 2, 5), podrán caminar juntos en aquella «
peregrinación de la fe », de la que María es todavía ejemplo y que debe guiarlos a la unidad
querida por su único Señor y tan deseada por quienes están atentamente a la escucha de lo que
hoy « el Espíritu dice a las Iglesias » (Ap 2, 7.  11. 17).

Entre tanto es un buen auspicio que estas Iglesias y Comunidades eclesiales concuerden con la
Iglesia católica en puntos fundamentales de la fe cristiana, incluso en lo concerniente a la Virgen
María. En efecto, la reconocen como Madre del Señor y consideran que esto forma parte de
nuestra fe en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Estas Comunidades miran a María que,
a los pies de la Cruz, acoge como hijo suyo al discípulo amado, el cual a su vez la recibe como
madre.

¿Por qué, pues, no mirar hacia ella todos juntos como a nuestra Madre común,  que reza por la
unidad de la familia de Dios y que « precede » a todos al frente del largo séquito de los testigos
de la fe en el único Señor, el Hijo de Dios, concebido en su seno virginal por obra del Espíritu
Santo?

31. Por otra parte, deseo subrayar cuan profundamente unidas se sienten la Iglesia católica, la
Iglesia ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales por el amor y por la alabanza a la Theotókos.  No
sólo « los dogmas fundamentales de la fe cristiana: los de la Trinidad y del Verbo encarnado en
María Virgen han sido definidos en concilios ecuménicos celebrados en Oriente », 77 sino también
en su culto litúrgico « los Orientales ensalzan con himnos espléndidos a María siempre Virgen ... y
Madre Santísima de Dios ».78

Los hermanos de estas Iglesias han conocido vicisitudes complejas, pero su historia siempre ha
transcurrido con un vivo deseo de compromiso cristiano y de irradiación apostólica, aunque a
menudo haya estado marcada por persecuciones incluso cruentas. Es una historia de fidelidad al
Señor, una auténtica « peregrinación de la fe » a través de lugares y tiempos durante los cuales
los cristianos orientales han mirado siempre con confianza ilimitada a la Madre del Señor, la han
celebrado con encomio y la han invocado con oraciones incesantes. En los momentos difíciles de la
probada existencia cristiana « ellos se refugiaron bajo su protección », 79 conscientes de tener en

45
ella una ayuda poderosa. Las Iglesias que profesan la doctrina de Éfeso proclaman a la Virgen «
verdadera Madre de Dios », ya que a nuestro Señor Jesucristo, nacido del Padre antes de los
siglos según la divinidad, en los últimos tiempos, por nosotros y por nuestra salvación, fue
engendrado por María Virgen Madre de Dios según la carne ». 80 Los Padres griegos y la tradición
bizantina, contemplando la Virgen a la luz del Verbo hecho hombre, han tratado de penetrar en la
profundidad de aquel vínculo que une a María, como Madre de Dios, con Cristo y la Iglesia: la
Virgen es una presencia permanente en toda la extensión del misterio salvífico.

Las tradiciones coptas y etiópicas han sido introducidas en esta contemplación del misterio de
María por san Cirilo de Alejandría y, a su vez, la han celebrado con abundante producción
poética.81 El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado « la cítara del Espíritu Santo », ha cantado
incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia
siríaca.82 En su panegírico sobre la Theotókos,  san Gregorio de Narek, una de las glorias más
brillantes de Armenia, con fuerte inspiración poética, profundiza en los diversos aspectos del
misterio de la Encarnación, y cada uno de los mismos es para él ocasión de cantar y exaltar la
dignidad extraordinaria y la magnífica belleza de la Virgen María, Madre del Verbo encarnado. 83

No sorprende, pues, que María ocupe un lugar privilegiado en el culto de las antiguas Iglesias
orientales con una abundancia incomparable de fiestas y de himnos.

32. En la liturgia bizantina, en todas las horas del Oficio divino, la alabanza a la Madre está unida a
la alabanza al Hijo y a la que, por medio del Hijo, se eleva al Padre en el Espíritu Santo. En la
anáfora o plegaria eucarística de san Juan Crisóstomo, después de la epíclesis, la comunidad
reunida canta así a la Madre de Dios: « Es verdaderamente justo proclamarte bienaventurada, oh
Madre de Dios, porque eres la muy bienaventurada) toda pura y Madre de nuestro Dios. Te
ensalzamos, porque eres más venerable que los querubines e incomparablemente más gloriosa
que los serafines. Tú, que sin perder tu virginidad, has dado al mundo el Verbo de Dios. Tú, que
eres verdaderamente la Madre de Dios ».

Estas alabanzas, que en cada celebración de la liturgia eucarística se elevan a María, han forjado la
fe, la piedad y la oración de los fieles. A lo largo de los siglos han conformado todo el
comportamiento espiritual de los fieles, suscitando en ellos una devoción profunda hacia la « Toda
Santa Madre de Dios ».

33. Se conmemora este año el XII centenario del II Concilio ecuménico de Nicea (a. 787), en el
que, al final de la conocida controversia sobre el culto de las sagradas imágenes, fue definido que,
según la enseñanza de los santos Padres y la tradición universal de la Iglesia, se podían proponer
a la veneración de los fieles, junto con la Cruz, también las imágenes de la Madre de Dios, de los
Ángeles y de los Santos, tanto en las iglesias como en las casas y en los caminos. 84 Esta costumbre
se ha mantenido en todo el Oriente y también en Occidente. Las imágenes de la Virgen tienen un
lugar de honor en las iglesias y en las casas. María está representada o como trono de Dios, que
lleva al Señor y lo entrega a los hombres (Theotókos), o como camino que lleva a Cristo y lo
muestra (Odigitria),  o bien como orante en actitud de intercesión y signo de la presencia divina en
el camino de los fieles hasta el día del Señor (Deisis), o como protectora que extiende su manto
sobre los pueblos (Pokrov),  o como misericordiosa Virgen de la ternura (Eleousa). La Virgen es
representada habitualmente con su Hijo, el niño Jesús, que lleva en brazos: es la relación con el
Hijo la que glorifica a la Madre. A veces lo abraza con ternura ( Glykofilousa); otras veces,
hierática, parece absorta en la contemplación de aquel que es Señor de la historia (cf. Ap 5, 9-
14).85

Conviene recordar también el Icono de la Virgen de Vladimir que ha acompañado constantemente


la peregrinación en la fe de los pueblos de la antigua Rus'. Se acerca el primer milenio de la
conversión al cristianismo de aquellas nobles tierras: tierras de personas humildes, de pensadores

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y de santos. Los Iconos son venerados todavía en Ucrania, en Bielorusia y en Rusia con diversos
títulos; son imágenes que atestiguan la fe y el espíritu de oración de aquel pueblo, el cual advierte
la presencia y la protección de la Madre de Dios. En estos Iconos la Virgen resplandece como la
imagen de la divina belleza, morada de la Sabiduría eterna, figura de la orante, prototipo de la
contemplación, icono de la gloria: aquella que, desde su vida terrena, poseyendo la ciencia
espiritual inaccesible a los razonamientos humanos, con la fe ha alcanzado el conocimiento más
sublime. Recuerdo, también, el Icono de la Virgen del cenáculo, en oración con los apóstoles a la
espera del Espíritu. ¿No podría ser ésta como un signo de esperanza para todos aquellos que, en
el diálogo fraterno, quieren profundizar su obediencia de la fe?

34. Tanta riqueza de alabanzas, acumulada por las diversas manifestaciones de la gran tradición
de la Iglesia, podría ayudarnos a que ésta vuelva a respirar plenamente con sus « dos pulmones
», Oriente y Occidente. Como he dicho varias veces, esto es hoy más necesario que nunca. Sería
una ayuda valiosa para hacer progresar el diálogo actual entre la Iglesia católica y las Iglesias y
Comunidades eclesiales de Occidente.86 Sería también, para la Iglesia en camino, la vía para cantar
y vivir de manera más perfecta su Magníficat.

3. El Magníficat de la Iglesia en camino

35. La Iglesia, pues, en la presente fase de su camino, trata de buscar la unión de quienes
profesan su fe en Cristo para manifestar la obediencia a su Señor que, antes de la pasión, ha
rezado por esta unidad. La Iglesia « va peregrinando ..., anunciando la cruz del Señor hasta que
venga ».87 « Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada
con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad
perfecta por la debilidad de la carne, antes al contrario, persevere como esposa digna de su Señor
y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz
que no conoce ocaso ».88

La Virgen Madre está constantemente presente en este camino de fe del Pueblo de Dios hacia la
luz. Lo demuestra de modo especial el cántico del Magníficat que, salido de la fe profunda de
María  en la visitación, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los siglos. Lo
prueba su recitación diaria en la liturgia de las Vísperas y en otros muchos momentos de devoción
tanto personal como comunitaria.

« Proclama mi alma la grandeza del Señor,


se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí;
su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos,
enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres—
en favor de Abraham y su descendencia por siempre »
(Lc  1, 46-55).

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36. Cuando Isabel saludó a la joven pariente que llegaba de Nazaret, María respondió con el
Magníficat.  En el saludo Isabel había llamado antes a María « bendita » por « el fruto de su
vientre », y luego « feliz » por su fe (cf. Lc  1, 42. 45). Estas dos bendiciones se referían
directamente al momento de la anunciación. Después, en la visitación, cuando el saludo de Isabel
da testimonio de aquel momento culminante, la fe de María adquiere una nueva conciencia y una
nueva expresión. Lo que en el momento de la anunciación permanecía oculto en la profundidad de
la « obediencia de la fe », se diría que ahora se manifiesta como una llama del espíritu clara y
vivificante. Las palabras usadas por María en el umbral de la casa de Isabel constituyen una
inspirada profesión le su fe,  en la que la respuesta a la palabra de la revelación  se expresa con la
elevación espiritual y poética de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, que son al
mismo tiempo muy sencillas y totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de
Israel,89 se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón. Resplandece en
ellas un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor que, como un
don irrevocable, entra en la historia del hombre.

María es la primera en participar de esta nueva revelación de Dios y, a través de ella, de esta
nueva « autodonación » de Dios. Por esto proclama: « ha hecho obras grandes por mí; su nombre
es santo ». Sus palabras reflejan el gozo del espíritu, difícil de expresar: « se alegra mi espíritu en
Dios mi salvador ». Porque « la verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre ...
resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación ». 90 En su arrebatamiento María
confiesa que se ha encontrado en el centro mismo de esta plenitud  de Cristo. Es consciente de
que en ella se realiza la promesa hecha a los padres y, ante todo, « en favor de Abraham y su
descendencia por siempre »; que en ella, como madre de Cristo, converge toda la economía
salvífica,  en la que, « de generación en generación », se manifiesta aquel que, como Dios de la
Alianza, se acuerda « de la misericordia ».

37. La Iglesia, que desde el principio conforma su camino terreno con el de la Madre de Dios,
siguiéndola repite constantemente las palabras del Magníficat.  Desde la profundidad de la fe de la
Virgen en la anunciación y en la visitación, la Iglesia llega a la verdad sobre el Dios de la Alianza,
sobre Dios que es todopoderoso y hace « obras grandes » al hombre: « su nombre es santo ». En
el Magníficat  la Iglesia encuentra vencido de raíz el pecado del comienzo de la historia terrena del
hombre y de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la « poca fe » en Dios. Contra la «
sospecha » que el « padre de la mentira » ha hecho surgir en el corazón de Eva, la primera mujer,
María, a la que la tradición suele llamar « nueva Eva » 91 y verdadera « madre de los vivientes » 92,
proclama con fuerza la verdad no ofuscada  sobre Dios: el Dios Santo y todopoderoso, que desde
el comienzo es la fuente de todo don,  aquel que « ha hecho obras grandes ». Al crear, Dios da la
existencia a toda la realidad. Creando al hombre, le da la dignidad de la imagen y semejanza con
él de manera singular respecto a todas las criaturas terrenas. Y no deteniéndose en su voluntad de
prodigarse no obstante el pecado del hombre, Dios se da en el Hijo:  « Porque tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16). María es el primer testimonio de esta maravillosa
verdad, que se realizará plenamente mediante lo que hizo y enseñó su Hijo (cf. Hch  1, 1) y,
definitiva mente, mediante su Cruz y resurrección.

La Iglesia, que aun « en medio de tentaciones y tribulaciones » no cesa de repetir con María las
palabras del Magníficat,  « se ve confortada » con la fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada
entonces con tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con esta verdad sobre Dios desea
iluminar  las difíciles y a veces intrincadas vías de la existencia terrena de los hombres. El camino
de la Iglesia, pues, ya al final del segundo Milenio cristiano, implica un renovado empeño en su
misión. La Iglesia, siguiendo a aquel que dijo de sí mismo: « (Dios) me ha enviado para
anunciar a los pobres la Buena Nueva  » (cf. Lc 4, 18), a través de las generaciones, ha tratado y
trata hoy de cumplir la misma misión.

Su amor preferencial por los pobres  está inscrito admirablemente en el Magníficat  de María. El
Dios de la Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en la elevación de su espíritu, es a la vez el
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que « derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de
bienes y a los ricos los despide vacíos, ... dispersa a los soberbios ... y conserva su misericordia
para los que le temen ». María está profundamente impregnada del espíritu de los « pobres de
Yahvé », que en la oración de los Salmos esperaban de Dios su salvación, poniendo en El toda su
confianza (cf. Sal  25; 31; 35; 55). En cambio, ella proclama la venida del misterio de la salvación,
la venida del « Mesías de los pobres » (cf. Is  11, 4; 61, 1). La Iglesia, acudiendo al corazón de
María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magníficat,  renueva cada vez
mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva,  sobre Dios
que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los
humildes,  que, cantado en el Magníficat,  se encuentra luego expresado en las palabras y obras de
Jesús.

La Iglesia, por tanto, es consciente —y en nuestra época tal conciencia se refuerza de manera
particular— de que no sólo no se pueden separar estos dos elementos del mensaje contenido en
el Magníficat,  sino que también se debe salvaguardar cuidadosamente la importancia que « los
pobres » y « la opción en favor de los pobres » tienen en la palabra del Dios vivo. Se trata de
temas y problemas orgánicamente relacionados con el sentido cristiano de la libertad y de la
liberación.  « Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia El por el empuje de
su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación  de la
humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo para comprender en su
integridad el sentido de su misión ».93

III PARTE

MEDIACIÓN MATERNA

1. María, Esclava del Señor

38. La Iglesia sabe y enseña con San Pablo que uno solo es nuestro mediador:  « Hay un solo
Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se
entregó a sí mismo como rescate por todos » ( 1 Tm 2, 5-6). « La misión maternal de María para
con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes
bien sirve para demostrar su poder » 94: es mediación en Cristo.

La Iglesia sabe y enseña que « todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen  sobre los hombres ...
dimana del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo;  se apoya en la
mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de
impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta ». 95 Este saludable influjo está
mantenido por el Espíritu Santo, quien, igual que cubrió con su sombra a la Virgen María
comenzando en ella la maternidad divina, mantiene así continuamente su solicitud hacia los
hermanos de su Hijo.

Efectivamente, la mediación de María  está íntimamente unida a su maternidad  y posee un


carácter específicamente materno que la distingue del de las demás criaturas que, de un modo
diverso y siempre subordinado, participan de la única mediación de Cristo, siendo también la suya
una mediación participada.96 En efecto, si « jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo
encarnado y Redentor », al mismo tiempo « la única mediación del Redentor no excluye, sino que
suscita en las criaturas diversas clases de cooperación,  participada de la única fuente »; y así « la
bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas ». 97

La enseñanza del Concilio Vaticano II presenta la verdad sobre la mediación de María como
una participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo.  Leemos al respecto: «
La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente

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y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan
con mayor intimidad al Mediador y Salvador ». 98 Esta función es, al mismo tiempo, especial y
extraordinaria.  Brota de su maternidad divina y puede ser comprendida y vivida en la fe,
solamente sobre la base de la plena verdad de esta maternidad. Siendo María, en virtud de la
elección divina, la Madre del Hijo consubstancial al Padre y « compañera singularmente generosa
» en la obra de la redención, es nuestra madre en el orden de la gracia ». 99 Esta función
constituye una dimensión real de su presencia en el misterio salvífico de Cristo y de la Iglesia.

39. Desde este punto de vista es necesario considerar una vez más el acontecimiento fundamental
en la economía de la salvación, o sea la encarnación del Verbo en la anunciación. Es significativo
que María, reconociendo en la palabra del mensajero divino la voluntad del Altísimo y
sometiéndose a su poder, diga: « He aquí la esclava  del Señor; hágase en mí según tu palabra »
(Lc  1, 3). El primer momento de la sumisión a la única mediación « entre Dios y los hombres » —
la de Jesucristo— es la aceptación de la maternidad por parte de la Virgen de Nazaret. María da su
consentimiento a la elección de Dios, para ser la Madre de su Hijo por obra del Espíritu Santo.
Puede decirse que este consentimiento suyo para la maternidad  es sobre todo fruto de la
donación total a Dios en la virginidad.  María aceptó la elección para Madre del Hijo de Dios, guiada
por el amor esponsal, que « consagra » totalmente una persona humana a Dios. En virtud de este
amor, María deseaba estar siempre y en todo « entregada a Dios », viviendo la virginidad. Las
palabras « he aquí la esclava del Señor » expresan el hecho de que desde el principio ella acogió y
entendió la propia maternidad como donación total de sí, de su persona, al servicio de los
designios salvíficos del Altísimo. Y toda su participación materna en la vida de Jesucristo, su Hijo,
la vivió hasta el final de acuerdo con su vocación a la virginidad.

La maternidad de María, impregnada profundamente por la actitud esponsal de « esclava del


Señor », constituye la dimensión primera y fundamental de aquella mediación que la Iglesia
confiesa y proclama respecto a ella, 100 y continuamente « recomienda a la piedad de los fieles »
porque confía mucho en esta mediación. En efecto, conviene reconocer que, antes que nadie, Dios
mismo, el eterno Padre, se entregó a la Virgen de Nazaret,  dándole su propio Hijo en el misterio
de la Encarnación. Esta elección suya al sumo cometido y dignidad de Madre del Hijo de Dios, a
nivel ontológico, se refiere a la realidad misma de la unión de las dos naturalezas en la persona del
Verbo (unión hipostática). Este hecho fundamental de ser la Madre del Hijo de Dios supone, desde
el principio, una apertura total a la persona de Cristo, a toda su obra y misión. Las palabras « he
aquí la esclava del Señor » atestiguan esta apertura del espíritu de María, la cual, de manera
perfecta, reúne en sí misma el amor propio de la virginidad y el amor característico de la
maternidad, unidos y como fundidos juntamente.

Por tanto María ha llegado a ser no sólo la « madre-nodriza » del Hijo del hombre, sino también la
« compañera singularmente generosa » 101 del Mesías y Redentor. Ella —como ya he dicho—
avanzaba en la peregrinación de la fe y en esta peregrinación  suya hasta los pies de la Cruz se ha
realizado, al mismo tiempo, su cooperación  materna en toda la misión del Salvador mediante sus
acciones y sufrimientos. A través de esta colaboración en la obra del Hijo Redentor, la maternidad
misma de María conocía una transformación singular, colmándose cada vez más de « ardiente
caridad » hacia todos aquellos a quienes estaba dirigida la misión de Cristo. Por medio de esta «
ardiente caridad », orientada a realizar en unión con Cristo la restauración de la « vida
sobrenatural de las almas »,102 María entraba de manera muy personal en la única mediación  «
entre Dios y los hombres », que es la mediación del hombre Cristo Jesús.  Si ella fue la primera en
experimentar en sí misma los efectos sobrenaturales de esta única mediación —ya en la
anunciación había sido saludada como « llena de gracia »— entonces es necesario decir, que por
esta plenitud de gracia y de vida sobrenatural, estaba particularmente predispuesta a la
cooperación con Cristo, único mediador de la salvación humana. Y tal cooperación
es precisamente esta mediación subordinada  a la mediación de Cristo.

50
En el caso de María se trata de una mediación especial y excepcional, basada sobre su « plenitud
de gracia », que se traducirá en la plena disponibilidad de la « esclava del Señor ». Jesucristo,
como respuesta a esta disponibilidad interior de su Madre, la preparaba  cada vez más a ser para
los hombres « madre en el orden de la gracia ». Esto indican, al menos de manera indirecta,
algunos detalles anotados por los Sinópticos (cf. Lc  11, 28; 8, 20-21; Mc  3, 32-35; Mt  12, 47-50) y
más aún por el Evangelio de Juan (cf. 2, 1-12; 19, 25-27), que ya he puesto de relieve. A este
respecto, son particularmente elocuentes las palabras, pronunciadas por Jesús en la Cruz, relativas
a María y a Juan.

40. Después de los acontecimientos de la resurrección y de la ascensión, María, entrando con los
apóstoles en el cenáculo a la espera de Pentecostés, estaba presente como Madre del Señor
glorificado. Era no sólo la que « avanzó en la peregrinación de la fe » y guardó fielmente su unión
con el Hijo « hasta la Cruz », sino también la  « esclava del Señor »,  entregada por su Hijo como
madre a la Iglesia naciente:  « He aquí a tu madre ». Así empezó a formarse una relación especial
entre esta Madre y la Iglesia. En efecto, la Iglesia naciente era fruto de la Cruz y de la resurrección
de su Hijo. María, que desde el principio se había entregado sin reservas a la persona y obra de su
Hijo, no podía dejar de volcar sobre la Iglesia esta entrega suya materna. Después de la ascensión
del Hijo, su maternidad permanece en la Iglesia como mediación materna; intercediendo por todos
sus hijos, la madre coopera en la acción salvífica del Hijo, Redentor del mundo. Al respecto enseña
el Concilio: « Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar ...  hasta la
consumación perpetua de todos los elegidos ».103 Con la muerte redentora de su Hijo, la mediación
materna de la esclava del Señor alcanzó una dimensión universal, porque la obra de la redención
abarca a todos los hombres. Así se manifiesta de manera singular la eficacia de la mediación única
y universal de Cristo « entre Dios y los hombres ». La cooperación de María participa,  por su
carácter subordinado, de la universalidad de la mediación del Redentor,  único mediador. Esto lo
indica claramente el Concilio con las palabras citadas antes.

« Pues —leemos todavía— asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con
su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna ». 104 Con este
carácter de « intercesión », que se manifestó por primera vez en Caná de Galilea, la mediación de
María continúa en la historia de la Iglesia y del mundo. Leemos que María « con su amor materno
se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad
hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada ».105 De este modo la maternidad de María
perdura incesantemente en la Iglesia como mediación intercesora, y la Iglesia expresa su fe en
esta verdad invocando a María « con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora ». 106

41. María, por su mediación subordinada a la del Redentor, contribuye de manera especial a la
unión de la Iglesia  peregrina en la tierra con la realidad  escatológica y celestial de la comunión de
los santos, habiendo sido ya « asunta a los cielos ». 107 La verdad de la Asunción, definida por Pío
XII, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II, que expresa así la fe de la Iglesia: «
Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original,
terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial  y fue
ensalzada  por el Señor como Reina universal  con el fin de que se asemeje de forma más plena a
su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte ».108 Con esta
enseñanza Pío XII enlazaba con la Tradición, que ha encontrado múltiples expresiones en la
historia de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente.

Con el misterio de la Asunción a los cielos, se han realizado definitivamente en María todos los
efectos de la única mediación de Cristo Redentor del mundo y Señor resucitado:  « Todos vivirán
en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de Cristo en su Venida »
(1 Co 15, 22-23). En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según la cual María «
está también íntimamente unida » a Cristo porque, aunque como madre-virgen estaba
singularmente unida a él en su primera venida,  por su cooperación constante con él lo estará
también a la espera de la segunda; « redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de
51
su Hijo »,109 ella tiene también aquella función, propia de la madre, de mediadora de clemencia en
la venida definitiva,  cuando todos los de Cristo revivirán, y « el último enemigo en ser destruido
será la Muerte » (1 Co 15, 26).110

A esta exaltación de la « Hija excelsa de Sión », 111 mediante la asunción a los cielos, está unido el
misterio de su gloria eterna. En efecto, la Madre de Cristo es glorificada como « Reina universal
».112 La que en la anunciación se definió como « esclava del Señor » fue durante toda su vida
terrena fiel a lo que este nombre expresa, confirmando así que era una verdadera « discípula » de
Cristo, el cual subrayaba intensamente el carácter de servicio de su propia misión: el Hijo del
hombre « no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos »
(Mt 20, 28). Por esto María ha sido la primera entre aquellos que, « sirviendo a Cristo también en
los demás, conducen en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a
reinar »,113 Y ha conseguido plenamente aquel « estado de libertad real », propio de los discípulos
de Cristo: ¡servir quiere decir reinar!

« Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el
Padre (cf. Flp  2,  8-9), entró en la gloria de su reino. A El están sometidas todas las cosas, hasta
que El se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las
cosas (cf. 1 Co  15, 27-28) ».114 María, esclava del Señor, forma parte de este Reino del
Hijo.115 La gloria de servir  no cesa de ser su exaltación real; asunta a los cielos, ella no termina
aquel servicio suyo salvífico, en el que se manifiesta la mediación materna, « hasta la consumación
perpetua de todos los elegidos ». 116 Así aquella, que aquí en la tierra « guardó fielmente su unión
con el Hijo hasta la Cruz », sigue estando unida a él, mientras ya « a El están sometidas todas las
cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre ». Así en su asunción a los
cielos, María está como envuelta por toda la realidad de la comunión de los santos, y su misma
unión con el Hijo en la gloria está dirigida toda ella hacia la plenitud definitiva del
Reino, cuando  «  Dios sea todo en todas las cosas  ».

También en esta fase la mediación materna de María sigue estando subordinada a aquel que es el
único Mediador, hasta la realización definitiva de la  « plenitud de los tiempos »,es decir, hasta que
« todo tenga a Cristo por Cabeza » ( Ef  1, 10).

2. María en la vida de la Iglesia y de cada cristiano

42. El Concilio Vaticano II, siguiendo la Tradición, ha dado nueva luz sobre el papel de la Madre de
Cristo en la vida de la Iglesia. « La Bienaventurada Virgen, por el don ... de la maternidad divina,
con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también
íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia,  a saber: en el orden de la fe, de
la caridad y de la perfecta unión con Cristo ». 117 Ya hemos visto anteriormente como María
permanece, desde el comienzo, con los apóstoles a la espera de Pentecostés y como, siendo «
feliz la que ha creído », a través de las generaciones está presente en medio de la Iglesia
peregrina mediante la fe y como modelo de la esperanza que no desengaña (cf. Rom 5, 5).

María creyó que se cumpliría lo que le había dicho el Señor. Como Virgen, creyó que concebiría y
daría a luz un hijo: el « Santo », al cual corresponde el nombre de « Hijo de Dios », el nombre de
« Jesús » (Dios que salva). Como esclava del Señor, permaneció perfectamente fiel a la persona y
a la misión de este Hijo. Como madre, « creyendo y obedeciendo,  engendró en la tierra al
mismo Hijo del Padre,  y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo ». 118

Por estos motivos María « con razón es honrada con especial culto por la Iglesia; ya desde los
tiempos más antiguos ... es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en
todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas ».119 Este culto es del todo particular:
contiene en sí y expresa  aquel profundo vínculo existente entre la Madre de Cristo y la

52
Iglesía.120  Como virgen y madre, María es para la Iglesia un « modelo perenne ». Se puede decir,
pues, que, sobre todo según este aspecto, es decir como modelo o, más bien como « figura »,
María, presente en el misterio de Cristo, está también constantemente presente en el misterio de
la Iglesia. En efecto, también la Iglesia « es llamada madre y virgen », y estos nombres tienen una
profunda justificación bíblica y teológica.121

43. La Iglesia  « se hace también madre  mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad
».122 Igual que María creyó la primera, acogiendo la palabra de Dios que le fue revelada en la
anunciación, y permaneciendo fiel a ella en todas sus pruebas hasta la Cruz, así la Iglesia llega a
ser Madre cuando, acogiendo con fidelidad la palabra de Dios,  « por la predicación y el
bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo  y
nacidos de Dios ».123 Esta característica « materna » de la Iglesia ha sido expresada de modo
particularmente vigoroso por el Apóstol de las gentes, cuando escribía: « ¡Hijos míos, por quienes
sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros! » ( Gál 4, 19). En estas
palabras de san Pablo está contenido un indicio interesante de la conciencia materna de la Iglesia
primitiva, unida al servicio apostólico entre los hombres. Esta conciencia permitía y permite
constantemente a la Iglesia ver el misterio de su vida y de su misión a ejemplo de la misma Madre
del Hijo,  que es el « primogénito entre muchos hermanos » (Rom 8, 29).

Se puede afirmar que la Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce la
dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza sacramental, «
contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del
Padre ».124 Si la Iglesia es signo e instrumento de la unión íntima con Dios, lo es por su
maternidad, porque, vivificada por el Espíritu, « engendra » hijos e hijas de la familia humana a
una vida nueva en Cristo. Porque, al igual que María está al servicio del misterio de la
encarnación,  así la Iglesia  permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos  por medio
de la gracia.

Al mismo tiempo, a ejemplo de María, la Iglesia es la virgen fiel al propio esposo: « también ella es
virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo ». 125 La Iglesia es, pues, la
esposa de Cristo, como resulta de las cartas paulinas (cf. Ef  5, 21-33; 2 Co  11, 2) y de la
expresión joánica « la esposa del Cordero » (Ap  21, 9). Si la Iglesia  como esposa custodia « la
fe prometida  a Cristo », esta fidelidad, a pesar de que en la enseñanza del Apóstol se haya
convertido en imagen del matrimonio (cf. Ef  5, 23-33), posee también el valor tipo de la total
donación a Dios en el celibato « por el Reino de los cielos », es decir de la virginidad consagrada a
Dios  (cf. Mt  19, 11-12; 2 Cor  11, 2). Precisamente esta virginidad, siguiendo el ejemplo de la
Virgen de Nazaret, es fuente de una especial fecundidad espiritual: es fuente de la maternidad en
el Espíritu Santo.

Pero la Iglesia  custodia también la fe recibida de  Cristo; a ejemplo de María, que guardaba y
meditaba en su corazón (cf. Lc  2, 19. 51) todo lo relacionado con su Hijo divino, está dedicada a
custodiar la Palabra de Dios, a indagar sus riquezas con discernimiento y prudencia con el fin de
dar en cada época un testimonio fiel a todos los hombres. 126

44. Ante esta ejemplaridad, la Iglesia se encuentra con María e intenta asemejarse a ella: «
Imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe
íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad ». 127 Por consiguiente, María está presente en el
misterio de la Iglesia como modelo.  Pero el misterio de la Iglesia consiste también en el hecho de
engendrar a los hombres a una vida nueva e inmortal: es su maternidad en el Espíritu Santo. Y
aquí María no sólo es modelo y figura de la Iglesia, sino mucho más. Pues, « con materno amor
coopera a la generación y educación  »  de los hijos e hijas de la madre Iglesia. La maternidad de
la Iglesia se lleva a cabo no sólo según el modelo y la figura de la Madre de Dios, sino también
con su « cooperación ». La Iglesia recibe  copiosamente de esta cooperación, es decir de la
mediación materna, que es característica de María, ya que en la tierra ella cooperó a la generación
53
y educación de los hijos e hijas de la Iglesia, como Madre de aquel Hijo « a quien Dios constituyó
como hermanos ».128

En ello cooperó —como enseña el Concilio Vaticano II— con materno amor. 129 Se descubre aquí el
valor real de las palabras dichas por Jesús a su madre cuando estaba en la Cruz: « Mujer, ahí
tienes a tu hijo » y al discípulo: « Ahí tienes a tu madre » ( Jn 19, 26-27). Son palabras que
determinan el lugar de María en la vida de los discípulos de Cristo  y expresan —como he dicho ya
— su nueva maternidad como Madre del Redentor: la maternidad espiritual, nacida de lo profundo
del misterio pascual del Redentor del mundo. Es una maternidad en el orden de la gracia, porque
implora el don del Espíritu Santo que suscita los nuevos hijos de Dios, redimidos mediante el
sacrificio de Cristo: aquel Espíritu que, junto con la Iglesia, María ha recibido también el día de
Pentecostés.

Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el
sagrado Banquete —celebración litúrgica del misterio de la Redención—, en el cual Cristo, su
verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente.

Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo  entre la devoción a
la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental
como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos
contemporáneos incluso los juveniles, en la pastoral de los Santuarios marianos María guía a los
fieles a la Eucaristía.

45. Es esencial a la maternidad la referencia a la persona. La maternidad determina siempre una


relación única e irrepetible  entre dos personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la
Madre.  Aun cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con cada
uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia. En efecto, cada hijo es engendrado
de un modo único e irrepetible, y esto vale tanto para la madre como para el hijo. Cada hijo es
rodeado del mismo modo por aquel amor materno, sobre el que se basa su formación y
maduración en la humanidad.

Se puede afirmar que la maternidad « en el orden de la gracia » mantiene la analogía con cuanto
a en el orden de la naturaleza » caracteriza la unión de la madre con el hijo. En esta luz se hace
más comprensible el hecho de que, en el testamento de Cristo en el Gólgota, la nueva maternidad
de su madre haya sido expresada en singular, refiriéndose a un hombre: « Ahí tienes a tu hijo ».

Se puede decir además que en estas mismas palabras está indicado plenamente el motivo de la
dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo ; no sólo de Juan, que en aquel instante se
encontraba a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de
Cristo, de todo cristiano. El Redentor confía su madre al discípulo y, al mismo tiempo, se la da
como madre. La maternidad de María, que se convierte en herencia del hombre, es un don: un
don que Cristo mismo  hace personalmente a cada hombre. El Redentor confía María a Juan, en la
medida en que confía Juan a María. A los pies de la Cruz comienza aquella especial entrega del
hombre a la Madre de Cristo,  que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y expresado
posteriormente de modos diversos. Cuando el mismo apóstol y evangelista, después de haber
recogido las palabras dichas por Jesús en la Cruz a su Madre y a él mismo, añade: « Y desde
aquella hora el discípulo la acogió en su casa » (Jn  19,27). Esta afirmación quiere decir con
certeza que al discípulo se atribuye el papel de hijo y que él cuidó de la Madre del Maestro amado.
Y ya que María fue dada como madre personalmente a él, la afirmación indica, aunque sea
indirectamente, lo que expresa la relación íntima de un hijo con la madre. Y todo esto se encierra
en la palabra « entrega ». La entrega es la respuesta  al amor de una persona y, en concreto, al
amor de la madre.

54
La dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta de modo especial
precisamente mediante esta entrega filial respecto a la Madre de Dios, iniciada con el testamento
del Redentor en el Gólgota. Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, «
acoge entre sus cosas propias » 130 a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su
vida interior, es decir, en su « yo » humano y cristiano: « La acogió en su casa  » Así el cristiano,
trata de entrar en el radio de acción de aquella « caridad materna », con la que la Madre del
Redentor « cuida de los hermanos de su Hijo »,131 « a cuya generación y educación coopera
» 132 según la medida del don, propia de cada uno por la virtud del Espíritu de Cristo. Así se
manifiesta también aquella maternidad según el espíritu, que ha llegado a ser la función de María
a los pies de la Cruz y en el cenáculo.

46. Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre no sólo tiene su comienzo en Cristo,  sino
que se puede decir que definitivamente se orienta hacia él.  Se puede afirmar que María sigue
repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: « Haced lo que él os diga ».
En efecto es él, Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres; es él « el Camino, la Verdad y
la Vida » (Jn 4, 6); es él a quien el Padre ha dado al mundo, para que el hombre « no perezca,
sino que tenga vida eterna » (Jn 3, 16). La Virgen de Nazaret se ha convertido en la primera «
testigo » de este amor salvífico del Padre y desea permanecer también su humilde esclava
siempre y por todas partes.  Para todo cristiano y todo hombre, María es la primera que « ha
creído », y precisamente con esta fe suya de esposa y de madre quiere actuar sobre todos los que
se entregan a ella como hijos. Y es sabido que cuanto más estos hijos perseveran en esta actitud y
avanzan en la misma, tanto más María les acerca a la « inescrutable riqueza de Cristo » ( Ef 3, 8).
E igualmente ellos reconocen cada vez mejor la dignidad del hombre en toda su plenitud, y el
sentido definitivo de su vocación, porque « Cristo ... manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre ».133

Esta dimensión mariana en la vida cristiana adquiere un acento peculiar respecto a la mujer y a su
condición. En efecto, la feminidad tiene una relación singular  con la Madre del Redentor, tema que
podrá profundizarse en otro lugar. Aquí sólo deseo poner de relieve que la figura de María de
Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal  por el mismo hecho de que Dios, en el sublime
acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una
mujer. Por lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto
para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María,
la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es espejo de los más altos
sentimientos, de que es capaz el corazón humano: la oblación total del amor, la fuerza que sabe
resistir a los más grandes dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad
de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.

47. Durante el Concilio Pablo VI proclamó solemnemente que María es Madre de la Iglesia,  es


decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores ». 134 Más tarde, el
año 1968 en la Profesión de fe, conocida bajo el nombre de « Credo del pueblo de Dios », ratificó
esta afirmación de forma aún más comprometida con las palabras « Creemos que la Santísima
Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia continúa en el cielo su misión maternal para con los
miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los
redimidos ».135

El magisterio del Concilio ha subrayado que la verdad sobre la Santísima Virgen, Madre de Cristo,
constituye un medio eficaz para la profundización de la verdad sobre la Iglesia. El mismo Pablo VI,
tomando la palabra en relación con la Constitución Lumen gentium,  recién aprobada por el
Concilio, dijo: « El conocimiento  de la verdadera doctrina católica sobre María  será siempre la
clave para la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia  ».136 María está presente en
la Iglesia como Madre de Cristo y, a la vez, como aquella Madre que Cristo, en el misterio de la
redención, ha dado al hombre en la persona del apóstol Juan. Por consiguiente, María acoge, con
su nueva maternidad en el Espíritu, a todos y a cada uno en la  Iglesia, acoge también a todos y a
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cada uno por medio  de la Iglesia. En este sentido María, Madre de la Iglesia, es también su
modelo. En efecto, la Iglesia —como desea y pide Pablo VI— « encuentra en ella (María) la más
auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo ». 137

Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de Cristo con la Iglesia, se aclara  mejor el
misterio de aquella  «  mujer  » que, desde los primeros capítulos del Libro del Génesis  hasta
el Apocalipsis,  acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues
María, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella « dura
batalla contra el poder de las tinieblas » 138 que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana.
Y por esta identificación suya eclesial con la « mujer vestida de sol » ( Ap 12, 1),139 se puede
afirmar que « la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin
mancha ni arruga »; por esto, los cristianos, alzando con fe los ojos hacia María a lo largo de su
peregrinación terrena, « aún se esfuerzan en crecer en la santidad ». 140 María, la excelsa hija de
Sión, ayuda a todos los hijos —donde y como quiera que vivan— a encontrar en Cristo el camino
hacia la casa del Padre.

Por consiguiente, la Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la Madre de Dios un vínculo
que comprende, en el misterio salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la venera como madre
espiritual de la humanidad y abogada de gracia.

3. El sentido del Año Mariano

48. Precisamente el vínculo especial de la humanidad con esta Madre me ha movido a proclamar
en la Iglesia, en el período que precede a la conclusión del segundo Milenio del nacimiento de
Cristo, un Año Mariano. Una iniciativa similar tuvo lugar ya en el pasado, cuando Pío XII proclamó
el 1954 como Año Mariano, con el fin de resaltar la santidad excepcional de la Madre de Cristo,
expresada en los misterios de su Inmaculada Concepción (definida exactamente un siglo antes) y
de su Asunción a los cielos.141

Ahora, siguiendo la línea del Concilio Vaticano II, deseo poner de relieve la especial presencia  de
la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia. Esta es, en efecto, una dimensión
fundamental que brota de la mariología del Concilio, de cuya clausura nos separan ya más de
veinte años. El Sínodo extraordinario de los Obispos, que se ha realizado el año 1985, ha
exhortado a todos a seguir fielmente el magisterio y las indicaciones del Concilio. Se puede decir
que en ellos —Concilio y Sínodo— está contenido lo que el mismo Espíritu Santo desea « decir a la
Iglesia » en la presente fase de la historia.

En este contexto, el Año Mariano deberá promover también una nueva y profunda lectura de
cuanto el Concilio ha dicho sobre la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de
Cristo y de la Iglesia, a la que se refieren las consideraciones de esta Encíclica. Se trata aquí no
sólo de la doctrina de fe,  sino también de la vida de fe  y, por tanto, de la auténtica «
espiritualidad mariana », considerada a la luz de la Tradición y, de modo especial, de la
espiritualidad a la que nos exhorta el Concilio. 142 Además, la espiritualidad  mariana, a la par de
la devoción  correspondiente, encuentra una fuente riquísima en la experiencia histórica de las
personas y de las diversas comunidades cristianas, que viven entre los distintos pueblos y naciones
de la tierra. A este propósito, me es grato recordar, entre tantos testigos y maestros de la
espiritualidad mariana, la figura de san Luis María Grignion de Montfort, el cual proponía a los
cristianos la consagración a Cristo por manos de María, como medio eficaz para vivir fielmente el
compromiso del bautismo.143 Observo complacido cómo en nuestros días no faltan tampoco nuevas
manifestaciones de esta espiritualidad y devoción.

49. Este Año comenzará en la solemnidad de Pentecostés, el 7 de junio próximo.  Se trata, pues,


de recordar no sólo que María « ha precedido » la entrada de Cristo Señor en la historia de la

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humanidad, sino de subrayar además, a la luz de María, que desde el cumplimiento del misterio de
la Encarnación la historia de la humanidad ha entrado en la « plenitud de los tiempos » y que la
Iglesia es el signo de esta plenitud. Como Pueblo de Dios, la Iglesia realiza su peregrinación hacia
la eternidad mediante la fe, en medio de todos los pueblos y naciones, desde el día de
Pentecostés. La Madre de Cristo,  que estuvo presente en el comienzo del « tiempo de la Iglesia »,
cuando a la espera del Espíritu Santo rezaba asiduamente con los apóstoles y los discípulos de su
Hijo, « precede » constantemente a la Iglesia en este camino suyo  a través de la historia de la
humanidad. María es también la que, precisamente como esclava del Señor, coopera sin cesar en
la obra de la salvación llevada a cabo por Cristo, su Hijo.

Así, mediante este Año Mariano, la Iglesia es llamada  no sólo a recordar todo lo que en su pasado
testimonia la especial y materna cooperación de la Madre de Dios en la obra de la salvación en
Cristo Señor, sino además a preparar,  por su parte, cara al futuro las vías de esta cooperación, ya
que el final del segundo Milenio cristiano abre como una nueva perspectiva.

50. Como ya ha sido recordado, también entre los hermanos separados muchos honran y celebran
a la Madre del Señor, de modo especial los Orientales. Es una luz mariana proyectada sobre el
ecumenismo. De modo particular, deseo recordar todavía que, durante el Año Mariano, se
celebrará el Milenio del bautismo  de San Vladimiro, Gran Príncipe de Kiev (a. 988), que dio
comienzo al cristianismo en los territorios de la Rus' de entonces y, a continuación, en otros
territorios de Europa Oriental; y que por este camino, mediante la obra de evangelización, el
cristianismo se extendió también más allá de Europa, hasta los territorios septentrionales del
continente asiático. Por lo tanto, queremos, especialmente a lo largo de este Año, unirnos en
plegaria con cuantos celebran el Milenio de este bautismo, ortodoxos y católicos, renovando y
confirmando con el Concilio aquellos sentimientos de gozo y de consolación porque « los orientales
... corren parejos con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo en el culto de la Virgen Madre de
Dios ».144 Aunque experimentamos todavía los dolorosos efectos de la separación, acaecida
algunas décadas más tarde (a. 1054), podemos decir que ante la Madre de Cristo nos sentimos
verdaderos hermanos y hermanas  en el ámbito de aquel pueblo mesiánico, llamado a ser una
única familia de Dios en la tierra, como anunciaba ya al comienzo del Año Nuevo: « Deseamos
confirmar esta herencia universal de todos los hijos y las hijas de la tierra ». 145

Al anunciar el año de María, precisaba además que su clausura se realizará el año próximo en
la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen a los cielos,  para resaltar así « la señal
grandiosa en el cielo », de la que habla el Apocalipsis.  De este modo queremos cumplir también la
exhortación del Concilio, que mira a María como a un « signo de esperanza segura y de consuelo
para el pueblo de Dios peregrinante ». Esta exhortación la expresa el Concilio con las siguientes
palabras: « Ofrezcan los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres,
para que ella, que estuvo presente en las primeras oraciones de la Iglesia, ahora también,
ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los
santos, interceda ante su Hijo, para que las familias de todos los pueblos, tanto los que se honran
con el nombre cristiano como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con
paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua Trinidad ». 146

CONCLUSIÓN

51. Al final de la cotidiana liturgia de las Horas se eleva, entre otras, esta invocación de la Iglesia a
María: « Salve, Madre soberana del Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar;
socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que para asombro de la naturaleza has
dado el ser humano a tu Creador ».

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« Para asombro de la naturaleza ». Estas palabras de la antífona expresan aquel asombro de la
fe,  que acompaña el misterio de la maternidad divina de María. Lo acompaña, en cierto sentido,
en el corazón de todo lo creado y, directamente, en el corazón de todo el Pueblo de Dios, en el
corazón de la Iglesia. Cuán admirablemente lejos ha ido Dios, creador y señor de todas las cosas,
en la « revelación de sí mismo » al hombre. 147 Cuán claramente ha superado todos los espacios de
la infinita « distancia » que separa al creador de la criatura. Si en sí mismo permanece inefable e
inescrutable,  más aún es inefable e inescrutable en la realidad de la Encarnación  del Verbo, que
se hizo hombre por medio de la Virgen de Nazaret.

Si El ha querido llamar eternamente al hombre a participar de la naturaleza divina (cf.   2 P 1, 4), se
puede afirmar que ha predispuesto la « divinización » del hombre según su condición histórica, de
suerte que, después del pecado, está dispuesto a restablecer con gran precio el designio eterno de
su amor mediante la « humanización » del Hijo, consubstancial a El. Todo lo creado y, más
directamente, el hombre no puede menos de quedar asombrado ante este don, del que ha llegado
a ser partícipe en el Espíritu Santo: « Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único »
(Jn 3, 16).

En el centro de este misterio,  en lo más vivo de este asombro de la fe, se halla María, Madre
soberana del Redentor, que ha sido la primera en experimentar: « tú que para asombro de la
naturaleza has dado el ser humano a tu Creador ».

52. En la palabras de esta antífona litúrgica se expresa también la verdad del  «  gran cambio  »,
que se ha verificado en el hombre mediante el misterio de la Encarnación. Es un cambio que
pertenece a toda su historia, desde aquel comienzo que se ha revelado en los primeros capítulos
del Génesis  hasta el término último, en la perspectiva del fin del mundo, del que Jesús no nos ha
revelado « ni el día ni la hora » (Mt 25, 13). Es un cambio incesante y continuo entre el caer y el
levantarse, entre el hombre del pecado y el hombre de la gracia y de la justicia. La liturgia,
especialmente en Adviento, se coloca en el centro neurálgico de este cambio, y toca su incesante
« hoy y ahora », mientras exclama: « Socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse ».

Estas palabras se refieren a todo hombre, a las comunidades, a las naciones y a los pueblos, a las
generaciones y a las épocas de la historia humana, a nuestros días, a estos años del Milenio que
está por concluir: « Socorre, si, socorre al pueblo que sucumbe ».

Esta es la invocación dirigida a María, « santa Madre del Redentor », es la invocación dirigida a
Cristo, que por medio de María ha entrado en la historia de la humanidad. Año tras año, la
antífona se eleva a María, evocando el momento en el que se ha realizado este esencial cambio
histórico, que perdura irreversiblemente: el cambio entre el « caer » y el « levantarse ».

La humanidad ha hecho admirables descubrimientos y ha alcanzado resultados prodigiosos en el


campo de la ciencia y de la técnica, ha llevado a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la
civilización, y en épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de la historia. Pero
el cambio fundamental, cambio que se puede definir « original », acompaña siempre el camino del
hombre y, a través de los diversos acontecimientos históricos, acompaña a todos y a cada uno. Es
el cambio entre el « caer » y el « levantarse », entre la muerte y la vida. Es también un constante
desafío  a las conciencias humanas, un desafío a toda la conciencia histórica del hombre: el desafío
a seguir la vía del « no caer » en los modos siempre antiguos y siempre nuevos, y del « levantarse
», si ha caído.

Mientras con toda la humanidad se acerca al confín de los dos Milenios, la Iglesia, por su parte,
con toda la comunidad de los creyentes y en unión con todo hombre de buena voluntad, recoge el
gran desafío contenido en las palabras de la antífona sobre el « pueblo que sucumbe y lucha por
levantarse » y se dirige conjuntamente al Redentor y a su Madre con la invocación « Socorre ». En

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efecto, la Iglesia ve —y lo confirma esta plegaria— a la Bienaventurada Madre de Dios en el
misterio salvífico de Cristo y en su propio misterio; la ve profundamente arraigada en la historia de
la humanidad, en la eterna vocación del hombre según el designio providencial que Dios ha
predispuesto eternamente para él; la ve maternalmente presente y partícipe en los múltiples y
complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las
naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para
que « no caiga » o, si cae, « se levante ».

Deseo fervientemente que las reflexiones contenidas en esta Encíclica ayuden también a la
renovación de esta visión en el corazón de todos los creyentes.

Como Obispo de Roma, envío a todos, a los que están destinadas las presentes consideraciones, el
beso de la paz, el saludo y la bendición en nuestro Señor Jesucristo. Así sea.

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor del
año 1987, noveno de mi Pontificado.

IOANNES PAULUS PP. II 

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PUEBLA

2.4. María, Madre y modelo de la Iglesia 282. En nuestros pueblos, el Evangelio ha sido anunciado
presentando a la Virgen María como su realización más alta. Desde los orígenes —en su aparición y
advocación de Guadalupe— María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la
cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comunión. María fue también la voz
que impulsó a la unión entre los hombres y los pueblos. Como el de Guadalupe, los otros santuarios
marianos del continente son signos del encuentro de la fe de la Iglesia con la historia latinoamericana. 283.
Pablo VI afirmó que la devoción a María es «un elemento cualificador» e «intrínseco» de la «genuina
piedad de la Iglesia» y del «culto cristiano» 71 . Esto es una experiencia vital e histórica de América Latina.
Esa experiencia, lo señala Juan Pablo II, pertenece a la íntima «identidad propia de estos pueblos» (Juan
Pablo II, Homilía Zapopán 2). 284. El pueblo sabe que encuentra a María en la Iglesia Católica. La piedad
mariana ha sido, a menudo, el vínculo resistente que ha mantenido fieles a la Iglesia sectores que carecían
de atención pastoral adecuada. 285. El pueblo creyente reconoce en la Iglesia la familia que tiene por
madre a la Madre de Dios. En la Iglesia confirma su instinto evangélico según el cual María es el modelo
perfecto del cristiano, la imagen ideal de la Iglesia. María, Madre de la Iglesia 286. La Iglesia «instruida por
el Espíritu Santo venera» a María «como madre amantísima, con afecto de piedad filial» (LG 13). En esa fe,
el Papa Pablo VI quiso proclamar a María como «Madre de la Iglesia» 72 . 287. Se nos ha revelado la
admirable fecundidad de María. Ella se hace Madre de Dios, del Cristo histórico en el fiat de la anunciación,
cuando el Espíritu Santo la cubre con su sombra. Es Madre de la Iglesia porque es Madre de Cristo, Cabeza
del Cuerpo místico. Además, es nuestra Madre «por haber cooperado con su amor» (LG 53) en el momento
en que del corazón traspasado de Cristo nacía la familia de los redimidos; «por eso es nuestra madre en el
orden de la gracia» (LG 61). Vida de Cristo que irrumpe victoriosa en Pentecostés, donde María imploró
para la Iglesia el Espíritu Santo vivificador. 288. La Iglesia, con la Evangelización, engendra nuevos hijos. Ese
proceso que consiste en «transformar desde dentro», en «renovar a la misma humanidad» (EN 18), es un
verdadero volver a nacer. En ese parto, que siempre se reitera, María es nuestra Madre. Ella, gloriosa en el
cielo, actúa en la tierra. Participando del señorío de Cristo Resucitado, «con su amor materno cuida de los
hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan» (LG 62); su gran cuidado es que los cristianos tengan vida
abundante y lleguen a la madurez de la plenitud de Cristo 73 . 289. María no sólo vela por la Iglesia. Ella
tiene un corazón tan amplio como el mundo e implora ante el Señor de la historia por todos los pueblos.
Esto lo registra la fe popular que encomienda a María, como Reina maternal, el destino de nuestras
naciones. 290. Mientras peregrinamos, María será la Madre educadora de la fe (LG 63). Cuida de que el
Evangelio nos penetre conforme nuestra vida diaria y produzca frutos de santidad. Ella tiene que ser cada
vez más la pedagoga del Evangelio en América Latina. 291. María es verdaderamente Madre de la Iglesia.
Marca al Pueblo de Dios. Pablo VI hace suya una concisa fórmula de la tradición: «No se puede hablar de la
Iglesia si no está presente María» (MC 28). Se trata de una presencia femenina que crea el ambiente
familiar, la voluntad de acogida, el amor y el respeto por la vida. Es presencia sacramental de los rasgos

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maternales de Dios. Es una realidad tan hondamente humana y santa que suscita en los creyentes las
plegarias de la ternura, del dolor y de la esperanza. María, modelo de la Iglesia 292. Modelo en su relación
a Cristo. —Según el plan de Dios, en María «todo está referido a Cristo y todo depende de Él» (MC 25). Su
existencia entera es una plena comunión con su Hijo. Ella dio su sí a ese designio de amor. Libremente lo
aceptó en la anunciación y fue fiel a su palabra hasta el martirio del Gólgota. Fue la fiel acompañante del
Señor en todos sus caminos. La maternidad divina la llevó a una entrega total. Fue un don generoso, lúcido
y permanente. Anudó una historia de amor a Cristo íntima y santa, única, que culmina en la gloria. 293.
María, llevada a la máxima participación con Cristo, es la colaboradora estrecha en su obra. Ella fue «algo
del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante» (MC 37). No es sólo el
fruto admirable de la redención; es también la cooperadora activa. En María se manifiesta preclaramente
que Cristo no anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo, desarrolla todas sus
capacidades y responsabilidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por
su cooperación libre en la nueva Alianza de Cristo, es junto a Él protagonista de la historia. Por esta
comunión y participación, la Virgen Inmaculada vive ahora inmersa en el misterio de la Trinidad, alabando
la gloria de Dios e intercediendo por los hombres. 294. Modelo para la vida de la Iglesia y de los hombres.
—Ahora, cuando nuestra Iglesia Latinoamericana quiere dar un nuevo paso de fidelidad a su Señor,
miramos la figura viviente de María. Ella nos enseña que la virginidad es un don exclusivo a Jesucristo, en
que la fe, la pobreza y la obediencia al Señor se hacen fecundas por la acción del Espíritu. Así también la
Iglesia quiere ser madre de todos los hombres, no a costa de su amor a Cristo, distrayéndose de Él o
postergándolo, sino por su comunión íntima y total con Él. La virginidad maternal de María conjuga en el
misterio de la Iglesia esas dos realidades: toda de Cristo y con Él, toda servidora de los hombres. Silencio,
contemplación y adoración, que originan la más generosa respuesta al envío, la más fecunda Evangelización
de los pueblos. 295. María, Madre, despierta el corazón filial que duerme en cada hombre. En esta forma
nos lleva a desarrollar la vida del bautismo por el cual fuimos hechos hijos. Simultáneamente, ese carisma
maternal hace crecer en nosotros la fraternidad. Así María hace que la Iglesia se sienta familia. 296. María
es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe 74 . Ella es la creyente en quien
resplandece la fe como don, apertura, respuesta y fidelidad. Es la perfecta discípula que se abre a la palabra
y se deja penetrar por su dinamismo: Cuando no la comprende y queda sorprendida, no la rechaza o relega;
la medita y la guarda 75 . Y cuando suena dura a sus oídos, persiste confiadamente en el diálogo de fe con
el Dios que le habla; así en la escena del hallazgo de Jesús en el templo y en Caná, cuando su Hijo rechaza
inicialmente su súplica 76 . Fe que la impulsa a subir al Calvario y a asociarse a la cruz, como al único árbol
de la vida. Por su fe es la Virgen fiel, en quien se cumple la bienaventuranza mayor: «feliz la que ha creído»
(Lc 1,45) 77 . 297. El Magnificat es espejo del alma de María. En ese poema logra su culminación la
espiritualidad de los pobres de Yahvé y el profetismo de la Antigua Alianza. Es el cántico que anuncia el
nuevo Evangelio de Cristo; es el preludio del Sermón de la Montaña. Allí María se nos manifiesta vacía de sí
misma y poniendo toda su confianza en la misericordia del Padre. En el Magnificat se manifiesta como
modelo «para quienes no aceptan pasivamente las circunstancias adversas de la vida personal y social, ni
son víctimas de la "alienación", como hoy se dice, sino que proclaman con ella que Dios "ensalza a los
humildes" y, si es el caso, "derriba a los potentados de sus tronos"...» (Juan Pablo II, Homilía Zapopán 4:
AAS 71 p. 230). 298. Bendita entre todas las mujeres. —La Inmaculada Concepción nos ofrece en María el
rostro del hombre nuevo redimido por Cristo, en el cual Dios recrea «más maravillosamente aún» (Colecta
de la Natividad de Jesús) el proyecto del paraíso. En la Asunción se nos manifiesta el sentido y el destino del
cuerpo santificado por la gracia. En el cuerpo glorioso de María comienza la creación material a tener parte
en el cuerpo resucitado de Cristo. María Asunta es la integridad humana, cuerpo y alma que ahora reina
intercediendo por los hombres, peregrinos en la historia. Estas verdades y misterios alumbran un
continente donde la profanación del hombre es una constante y donde muchos se repliegan en un pasivo
fatalismo. 299. María es mujer. Es «la bendita entre todas las mujeres». En ella Dios dignificó a la mujer en
dimensiones insospechadas. En María el Evangelio penetró la feminidad, la redimió y exaltó. Esto es de
capital importancia para nuestro horizonte cultural, en el que la mujer debe de ser valorada mucho más y

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donde sus tareas sociales se están definiendo más clara y ampliamente. María es garantía de la grandeza
femenina, muestra la forma específica del ser mujer, con esa vocación de ser alma, entrega que
espiritualice la carne y encarne el espíritu. 300. Modelo de servicio eclesial en América Latina. —La Virgen
María se hizo la sierva del Señor. La Escritura la muestra como la que, yendo a servir a Isabel en la
circunstancia del parto, le hace el servicio mucho mayor de anunciarle el Evangelio con las palabras del
Magnificat. En Caná está atenta a las necesidades de la fiesta y su intercesión provoca la fe de los discípulos
que «creyeron en Él» (Jn 2,11). Todo su servicio a los hombres es abrirlos al Evangelio e invitarlos a su
obediencia: «haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). 301. Por medio de María Dios se hizo carne; entró a formar
parte de un pueblo; constituyó el centro de la historia. Ella es el punto de enlace del cielo con la tierra. Sin
María, el Evangelio se desencarna, se desfigura y se transforma en ideología, en racionalismo espiritualista.
302. Pablo VI señala la amplitud del servicio de María con palabras que tienen un eco muy actual en
nuestro continente: Ella es «una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio
(cf. Mt 2,13-23): situaciones éstas que no pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con
espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad. Se presentará María como mujer
que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2,1-12) y cuya función
maternal se dilató, asumiendo sobre el calvario dimensiones universales» (MC 37). 303. El pueblo
latinoamericano sabe todo esto. La Iglesia es consciente de que «lo que importa es evangelizar no de una
manera decorativa, como un barniz superficial» (EN 20). Esa Iglesia, que con nueva lucidez y decisión quiere
evangelizar en lo hondo, en la raíz, en la cultura del pueblo, se vuelve a María para que el Evangelio se haga
más carne, más corazón de América Latina. Ésta es la hora de María, tiempo de un nuevo Pentecostés que
ella preside con su oración, cuando, bajo el influjo del Espíritu Santo, inicia la Iglesia un nuevo tramo en su
peregrinar. Que María sea en este camino «estrella de la Evangelización siempre renovada» (EN 81).

62
APARECIDA

6.1.4 María, discípula y misionera 266. La máxima realización de la existencia cristiana como un vivir
trinitario de “hijos en el Hijo” nos es dada en la Virgen María quien, por su fe (cf. Lc 1, 45) y obediencia a la
voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38), así como por su constante meditación de la Palabra y de las acciones de
Jesús (cf. Lc 2, 19.51), es la discípula más perfecta del Señor157. Interlocutora del Padre en su proyecto de
enviar su Verbo al mundo para la salvación humana, María, con su fe, llega a ser el primer miembro de la
comunidad de los creyentes en Cristo, y también se hace colaboradora en el renacimiento espiritual de los
discípulos. Del Evangelio, emerge su figura de mujer libre y fuerte, conscientemente orientada al verdadero
seguimiento de Cristo. Ella ha vivido por entero toda la peregrinación de la fe como madre de Cristo y luego
de los discípulos, sin que le fuera ahorrada la incomprensión y la búsqueda constante del proyecto del
Padre. Alcanzó, así, a estar al pie de la cruz en una comunión profunda, para entrar plenamente en el
misterio de la Alianza. 267. Con ella, providencialmente unida a la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4), llega
a cumplimiento la esperanza de los pobres y el deseo de salvación. La Virgen de Nazaret tuvo una misión
única 157 Cf. LG 53. 153 EL ITINERARIO FORMATIVO DE LOS DISCÍPULOS MISIONEROS en la historia de
salvación, concibiendo, educando y acompañado a su hijo hasta su sacrificio definitivo. Desde la cruz,
Jesucristo confió a sus discípulos, representados por Juan, el don de la maternidad de María, que brota
directamente de la hora pascual de Cristo: “Y desde aquel momento el discípulo la recibió como suya” (Jn
19, 27). Perseverando junto a los apóstoles a la espera del Espíritu (cf. Hch 1, 13-14), cooperó con el
nacimiento de la Iglesia misionera, imprimiéndole un sello mariano que la identifica hondamente. Como
madre de tantos, fortalece los vínculos fraternos entre todos, alienta a la reconciliación y el perdón, y
ayuda a que los discípulos de Jesucristo se experimenten como una familia, la familia de Dios. En María, nos
encontramos con Cristo, con el Padre y el Espíritu Santo, como asimismo con los hermanos. 268. Como en
la familia humana, la Iglesia-familia se genera en torno a una madre, quien confiere “alma” y ternura a la
convivencia familiar158. María, Madre de la Iglesia, además de modelo y paradigma de humanidad, es
artífice de comunión. Uno de los eventos fundamentales de la Iglesia es cuando el “sí” brotó de María. Ella
atrae multitudes a la comunión con Jesús y su Iglesia, como experimentamos a menudo en los santuarios
marianos. Por eso la Iglesia, como la Virgen María, es madre. Esta visión mariana de la Iglesia es el mejor
remedio para una Iglesia meramente funcional o burocrática. 269. María es la gran misionera, continuadora
de la misión de su Hijo y formadora de misioneros. Ella, así como dio a luz al Salvador del mundo, trajo el
Evangelio a nuestra América. En el acontecimiento guadalupano, presidió, junto al humilde Juan Diego, el
Pentecostés que nos abrió a los dones del Espíritu. Desde entonces, son incontables las comunidades que
han encontrado en ella la inspiración más cercana para aprender cómo ser discípulos y misioneros de Jesús.
Con gozo, constatamos que se ha hecho parte del caminar de cada uno de nuestros pueblos, entrando

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profun158 Cf. DP 295. LA VIDA DE JESUCRISTO EN LOS DISCÍPULOS MISIONEROS 154 damente en el tejido
de su historia y acogiendo los rasgos más nobles y significativos de su gente. Las diversas advocaciones y los
santuarios esparcidos a lo largo y ancho del Continente testimonian la presencia cercana de María a la
gente y, al mismo tiempo, manifiestan la fe y la confianza que los devotos sienten por ella. Ella les
pertenece y ellos la sienten como madre y hermana. 270. Hoy, cuando en nuestro continente
latinoamericano y caribeño se quiere enfatizar el discipulado y la misión, es ella quien brilla ante nuestros
ojos como imagen acabada y fidelísima del seguimiento de Cristo. Ésta es la hora de la seguidora más
radical de Cristo, de su magisterio discipular y misionero, al que nos envía el Papa Benedicto XVI: María
Santísima, la Virgen pura y sin mancha es para nosotros escuela de fe destinada a guiarnos y a fortalecernos
en el camino que lleva al encuentro con el Creador del cielo y de la tierra. El Papa vino a Aparecida con viva
alegría para decirles en primer lugar: permanezcan en la escuela de María. Inspírense en sus enseñanzas.
Procuren acoger y guardar dentro del corazón las luces que ella, por mandato divino, les envía desde lo
alto159. 271. Ella, que “conservaba todos estos recuerdos y los meditaba en su corazón” (Lc 2, 19; cf. 2, 51),
nos enseña el primado de la escucha de la Palabra en la vida del discípulo y misionero. El Magnificat está
enteramente tejido por los hilos de la Sagrada Escritura, los hilos tomados de la Palabra de Dios. Así, se
revela que en Ella la Palabra de Dios se encuentra de verdad en su casa, de donde sale y entra con
naturalidad. Ella habla y piensa con la Palabra de Dios; la Pala159 BENEDICTO XVI, Discurso al final del rezo
del Santo Rosario en el Santuario de Nuestra Señora Aparecida, 12 de mayo de 2007. 155 EL ITINERARIO
FORMATIVO DE LOS DISCÍPULOS MISIONEROS bra de Dios se le hace su palabra, y su palabra nace de la
Palabra de Dios. Además, así se revela que sus pensamientos están en sintonía con los pensamientos de
Dios, que su querer es un querer junto con Dios. Estando íntimamente penetrada por la Palabra de Dios,
Ella puede llegar a ser madre de la Palabra encarnada160. Esta familiaridad con el misterio de Jesús es
facilitada por el rezo del Rosario, donde: El pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del
rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene
abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la madre del Redentor161. 272. Con los
ojos puestos en sus hijos y en sus necesidades, como en Caná de Galilea, María ayuda a mantener vivas las
actitudes de atención, de servicio, de entrega y de gratuidad que deben distinguir a los discípulos de su
Hijo. Indica, además, cuál es la pedagogía para que los pobres, en cada comunidad cristiana, “se sientan
como en su casa”162. Crea comunión y educa a un estilo de vida compartida y solidaria, en fraternidad, en
atención y acogida del otro, especialmente si es pobre o necesitado. En nuestras comunidades, su fuerte
presencia ha enriquecido y seguirá enriqueciendo la dimensión materna de la Iglesia y su actitud
acogedora, que la convierte en “casa y escuela de la comunión”163 y en espacio espiritual que prepara
para la misión.

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