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Cuento

     Como las generaciones de las hojas, así las de los hombres —decía Homero.
Apuremos la comparación. Lo que es el otoño para las hojas lo viene siendo
normalmente el invierno para los hombres. Pero en los dos últimos inviernos no había
soplado apenas el viento, y el árbol estaba cargadito de hojas acumuladas. Entonces
vino un viento retrasado, un viento primaveral, y se llevó esas hojas.
     Pero no, no fue así, porque resulta que el árbol no era un árbol del bosque: era
un árbol de una plantación, y tenía un dueño, y el dueño, viendo el viento primaveral
que empezaba a soplar y a llevarse las hojas, temió que se le estropeara la producción, y
quiso proteger el árbol, y no se le ocurrió otra cosa que construir una casa en torno a él
para protegerlo del viento. Pero la casa no pudo evitar que las hojas que estaban por
caer cayeran, y además hizo que todo el árbol enfermara, porque no recibía el aire ni la
luz ni anidaban en él los pajaritos ni todas esas cosas que necesitan los árboles para
vivir.

10 de mayo, 2020

Otra versión

El árbol de nuestro cuento era un árbol de hoja perenne, de ésos que no pierden las
hojas todas a la vez, sino que se van cayendo unas sí y otras no a lo largo de todo el año
pero especialmente algunas temporadas, aunque también les afecta el viento, que hace
que las hojas más débiles caigan antes de lo que caerían sin el viento y se lleva a veces
algunas hojas jóvenes. Pero en los dos últimos años no había soplado apenas viento, y
el árbol estaba cargadito de hojas acumuladas. Entonces vino un viento primaveral
más fuerte que los de los otros años y se llevó muchas hojas, la mayoría antiguas pero
también algunas jóvenes, y hasta arrancó entera de cuajo alguna rama vieja.
Pero no, no fue así, porque resulta que el árbol no era un árbol del bosque ni del
campo ni de la dehesa ni del borde del camino, ni siquiera era un árbol de jardín: era
un árbol de una plantación, y tenía un dueño, y el dueño, viendo el viento primaveral
que empezaba a soplar y a llevarse las hojas, temió que se le estropeara la producción, y
quiso proteger el árbol, y, sin saber todavía muy bien si el viento se iba a llevar muchas
hojas pero queriendo evitarlo a toda costa, no se le ocurrió otra cosa que construir una
casa en torno a él para librarlo del viento. Y el viento sopló y sopló y fue poco a poco
amainando. Los entendidos en vientos y árboles dijeron que la casa había evitado que
cayeran no todas las hojas, pero sí muchas de las que habrían caído de no ser por la
casa, y el dueño estaba muy satisfecho, pero el árbol había empezado a ponerse
enfermo, porque no recibía el aire ni la luz ni anidaban en él los pajaritos ni todas esas
cosas que necesitan los árboles para vivir. Algunos vecinos le dijeron al dueño que no
fuera bruto, que los árboles no viven en casas, que no se puede uno enfrentar a la
naturaleza y que en todo caso hay otras maneras, pero el dueño estaba la mar de
orgulloso de su invento, y, viendo al árbol más débil y previendo los vientos por venir,
no derribó la casa, sino que le hizo algunas ventanas y tragaluces que podía abrir y
cerrar según hiciera fuera más o menos aire o hubiera otros peligros, y también instaló
luz artificial y aire acondicinado y riegos automatizados con abonos y sales minerales,
además de acoplar en cada rama y en cada hoja diversos sensores de medición de las
constantes básicas de salud arbórea. También puso unos pajaritos mecánicos que
picoteaban y gorjeaban que era un primor.

(Un caso claro de lo que los griegos llamarían hýbris, de la que se me ocurre ahora
una nueva definición: la desmesura de los hombres de no reconocerse como cosas
entre las cosas.)

14 de mayo, 2020

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