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El valor del barrio a la sombra de la

gentrificación
Celia Barrantes Jiménez. Antropóloga social con maestría en diseño urbano, con experiencia en
patrimonio cultural y patrimonio cultural inmaterial.

ARQUITECTURA

El valor del barrio a la sombra de la gentrificación


Celia Barrantes Jiménez.
Antropóloga social con maestría en diseño urbano, con experiencia en patrimonio cultural y
patrimonio cultural inmaterial

Sinopsis:

Los barrios son epicentros que ofrecen cohesión y valor social a la ciudad, los cuales están siendo
sometidos hoy a proyectos de renovación urbana y repoblamiento, que desconocen la dinámica de
los residentes para ofrecer la ciudad a los intereses empresariales, aduciendo al despoblamiento y el
abandono. La experiencia de campo durante el posgrado de diseño urbano de la Escuela de
Arquitectura de la UCR en Barrio Los Ángeles, ubicado en lo que se conoce como barrios del sur de
San José, permitió observar que, pese a la baja densidad habitacional de la zona, existe una población
con arraigo y dinámica barrial que debe ser integrada a los proyectos, reivindicando su Derecho a la
Ciudad.

Texto:

En un acercamiento al sector noroeste de la estación del tren al Pacífico, en la ciudad de San José
(Costa Rica), se realiza un trabajo de investigación en el marco del posgrado de Diseño Urbano de la
Escuela de Arquitectura de la Universidad de Costa Rica. Que busca, entre otros propósitos,
caracterizar elementos relevantes del patrimonio cultural tangible e intangible del Barrio Los Ángeles
y sus alrededores como fundamento para emancipar el Derecho a la Ciudad por parte de los
habitantes y residentes de este espacio en vista de las proyecciones para adelantar proyectos de
regeneración, reinvención y repoblamiento en los distritos centrales de la capital.

Esta zona ha sido tradicionalmente denominada como Barrios del Sur, un sector asociado
perceptualmente por los externos con el despoblamiento, la degradación física, los problemas socio-
económicos, la inseguridad y la informalidad; construcciones simbólicas que se construyeron desde
el momento mismo en que se fundó la ciudad y que establece jerarquías espaciales de discriminación
y segregación socio económica.

Podemos recorrer brevemente en el tiempo la consolidación del casco central de San José
observando cómo se manifestó la segregación socio espacial. Esta dio como resultado una dinámica
de discriminación y, a su vez, un perfil urbano que ofrece un valor histórico singular a este sector.
Con la entrada de las reformas liberales en 1870 se procura reforzar el papel del Estado Nacional y
promover el desarrollo económico, especialmente a través de la industria cafetalera, que implicó el
surgimiento de la burguesía agraria. Ésta se instaló en el centro de la ciudad de San José y definió los
parámetros de la configuración urbana en su momento.  El núcleo poblacional vinculado al progreso
se instaló en un marco delimitado que se denominó como Calle de La Ronda, ubicado al noreste de la
Catedral. El auge de la economía cafetalera permitió la acumulación de riqueza a nivel nacional y
especialmente en las familias instaladas allí, donde se empezaron a capitalizar los servicios y  se
gestaron proyectos pioneros como el acueducto, el sistema de cloacas y el alumbrado público (León
Sáenz 2012), los cuales fueron instalados previo a la construcción de las viviendas (Quesada Avendaño
2007).

Mientras tanto, hacia el sur se asentaron poblaciones de menores recursos en un zona conocida
como La Puebla.  Población nicaragüense, obreros, peones y artesanos, coexistiendo con diversas
carencias en viviendas multifamiliares, hacinados y donde proliferaron en algunos momentos los
chinchorros, un tipo de residencia que concentraba trabajadores para las fincas cafetaleras y otros
oficios, en medio de condiciones insalubres. Sobre todo, la ausencia de intervenciones del gobierno
nacional y local para mejorar las condiciones de vida de los habitantes, provocaron un rezago del
“progreso” que se apuntalaba en los barrios hacia el norte ya que, todavía a inicios del siglo XX,
difícilmente podían gozar de los beneficios de saneamiento básico. Además de ello, la zona de La
Puebla se conoció como el barrio de “las prostitutas y meretrices, del vicio, el hambre, del juego y el
alcohol, de la vida de noche y la miseria social” (Quesada Avendaño 2007, 223), estigmas que
reforzaban la discriminación. Esto manifiesta que para esta época se establecieron relaciones de
poder laboral asociadas al espacio, donde se marcaron las diferencias entre los hacendados y la mano
de obra.

La segunda expansión del sur de la ciudad a inicios del siglo XX surge producto de la construcción de
la estación del tren al Pacífico, y se asoció al estímulo de una actividad económica, social y cultural
de artesanos, industrias manufactureras pequeñas, pero aún carentes de buenos servicios básicos. La
llegada del tren consolida y aglomera los primeros barrios, pero no correspondió con una
planificación o política estatal, sino bajo los lineamientos de las élites josefinas.

Estas nuevas condiciones impulsaron el desarrollo en los Barrios del Sur de una arquitectura de
viviendas multifamiliares económicas, que utilizaron los materiales más accesibles y que se ofrecían
en las cercanías de estación del tren. Por esta misma razón, fueron también adaptadas para uso
mixto de residencia y comercio (Álvarez Masís y Gómez Duarte 2000). La mayoría eran construidas
sobre un zócalo de ladrillo, que aíslaban de la humedad a la madera de las paredes, protegiéndolas de
la lluvia ya que se ubicaban sobre la línea de propiedad; de ellas aún se mantienen en pie varias en
algunos sectores de estos barrios (Malavassi Aguilar 2014).

REMANENTE DE MUESTRA DE LADRILLO Y CASA DE MADERA


CON ZÓCALO DE LADRILLO EN BARRIO LOS ÁNGELES, SAN JOSÉ
Este tipo de arquitectura continuó conviviendo con los chinchorros y otras infraestructuras de
vivienda de malas condiciones, que albergaban a las familias que migraban de las zonas rurales para
trabajar en el centro de la ciudad o haciendas cercanas (Elizondo, 1998). Asimismo, se reforzaron los
estigmas relacionados con la zona, que desde la apertura de la calle 12 asoció los barrios detrás de la
estación del Pacífico con actividades de “mala reputación” y donde era muy común el inquilinato, en
estructuras muy similares a lo que hoy se conoce como “cuarterías”. Otras actividades como burdeles
se extendieron por los barrios hacia al norte de la estación, lo que provocaba conflictos permanentes
con las autoridades municipales y eclesiales.
Lo que resulta importante destacar es que pese a la segregación social, los barrios del distrito
Hospital de San José se caracterizaron por un patrón arquitectónico de vivienda multifamiliar de
madera, que hoy reviste valor como circuito cultural barrial y un corredor histórico que se conecta
con Barrio Cristo Rey y La Dolorosa hacia el Este, entre otros (Malavassi Aguilar 2013).

Durante el trabajo de campo, constituido por técnicas como la observación participante, la revisión
de fuentes secundarias, la aplicación de entrevistas breves a residentes y el empleo de cuestionarios
de percepción; fue posible reconocer que los barrios en cuestión no eran zonas desoladas y
desprovistas de su riqueza cultural, sino que en medio del hecho mismo del despoblamiento, se
presentaban dinámicas propias de interacción entre los vecinos, de arraigos inesperados incluso en
la misma población migrante o que vive en cuarterías y redes de solidaridad poco valoradas, pero
visibles. Por lo tanto, la zona funciona como una unidad que no puede ser desmembrada en sí misma
ni de su interacción con los barrios vecinos y el centro de la ciudad.

Comprendiendo esto, se observa que a lo largo de la historia, conforme la ciudad de San José crece y
se consolida, los esquemas de segregación continúan hoy reproduciéndose desde las mismas
instituciones públicas; sea por abandono o por la implementación de medidas poco equitativas que
limitan las oportunidades de desarrollo y crecimiento para determinados sectores urbanos, los
cuales con el tiempo sufren la retirada de sus pobladores originarios, la especulación con los precios
del suelo y el crecimiento sistemático de sus problemáticas.

A esto se suma que los estigmas asociados con los Barrios del Sur les han restado valor frente a las
políticas de conservación patrimonial, invisibilizando su identidad histórica y física, representada
especialmente por las viviendas multifamiliares que caracterizaron la fundación de estos barrios y su
relación con la estación del Pacífico.

Recientemente, bajo el discurso del saneamiento de zonas en estado de deterioro, se buscan


soluciones de regeneración o renovación urbana y repoblamiento que esperan una sustitución de las
condiciones actuales y, por lo tanto, de la población que vive en el lugar y de la actividad comercial
vigente, pretendiendo con esto generar mejores percepciones de seguridad y mayor visitación
turística. Esto, de no abordarse adecuadamente, podría representar una nueva forma de segregación
para los grupos poblacionales residentes; aquella que les obliga a desplazarse a sitios alejados y en
condiciones desfavorables, en lugar de ofrecerles alternativas para ejercer su Derecho a la Ciudad. De
ahí que cualquier atención integral, humana y contextualizada sobre estos barrios, tendría que partir
del reconocimiento de la población (residente, transitoria, nómada) que vive e interactúa en este
espacio, así como de la comprensión de las formas en que el espacio se ha organizado a través de la
historia, como del proceso material y social que lo explica (Galleguillos y Inzulza 2015).

Producto de la exploración, fue posible constatar que existen problemáticas muy diversas, entre las
que se encuentran la inexistencia de espacios de socialización o encuentro comunitario (sean físicos
o inmateriales), que se suma a la ausencia de estructuras organizativas barriales. Por otro lado,
algunas de las expresiones que congregaban a la comunidad, como las procesiones de la Virgen de
los Ángeles, han ido desapareciendo por la presión que generan las vías de alto tránsito, las cuales no
pueden ser cerradas para efectos de actividades comunitarias, lo cual contribuye a la desaparición de
los momentos de reunión y convivencia.

No obstante, existen manifestaciones de vida barrial y redes de colaboración, así como


manifestaciones de resistencia de algunos vecinos procurando mantener sus hábitos vecinales:
sentarse en la acera, conversar en las puertas, pasar el rato en las gradas, jugar en las aceras, visitar a
otros vecinos. Por otra parte, se registraron redes de solidaridad manifiestas en el cuidado de niños
de otras madres, recolectar fondos para ayudar en un entierro o brindar alimentación a adultos
mayores en abandono. Esto es lo que permite establecer que las dinámicas barriales se mantienen en
esta zona, pese al abandono que ha sufrido y el despoblamiento paulatino.

Por lo tanto, es posible considerar que aún la zona mantiene una dinámica barrial, a lo que se suman
cualidades producto de su desarrollo histórico que integran al paisaje urbano valores arquitectónicos
particulares, anchos de acera e inversiones municipales (como la electrificación subterránea y la
arborización) que sirven de oportunidad para consolidar el espacio público, el barrio y el centro
histórico.
Las ciudades se caracterizan por su potencial para el desarrollo y la generación de nuevas formas de
crecimiento económico, pero donde suelen concentrarse por determinados grupos, impidiendo que
los residentes de los centros urbanos antiguos o de menores ingresos puedan aprovechar estas
oportunidades, creando entonces una forma de discriminación e incluso obligando a su
desplazamiento sin garantizar que contará con las mismas, o mejores, condiciones en otro sitio de
residencia en espacios periféricos. De ahí que las intervenciones públicas o público-privadas que
pretenden mejorar determinados sectores de la ciudad, sea bajo el discurso de la protección del
patrimonio histórico arquitectónico o de la seguridad ciudadana (entre muchos otros), pueden
fácilmente generar dinámicas de expulsión de habitantes y residentes, exponiendo a las poblaciones
a un nuevo ciclo de vulnerabilidad, sin considerar estrategias que les incluyan en los proyectos y
mejoren su calidad de vida en sitio. El fenómeno es conocido como gentrificación, y ha puesto
especial atención sobre los centros urbanos consolidados, hoy sometidos a la renovación y
rehabilitación luego de años de abandono por parte de las instituciones y sus políticas públicas, en
donde se han producido “ciclos previos de devaluación o desinversión del suelo que garanticen la
rentabilidad de la (re)inversión posterior” (Durán, Martí y Mérida 2016, 126).

Existe un riesgo de gentrificación residencial y comercial cuando se apuesta por la renovación de


centros históricos, donde también se realizan importantes inversiones para su recuperación que
desplazan a la población residente, incluso fundamentados en un discurso conservacionista que
vuelve el patrimonio y la memoria en espectáculo:
“Hoy lo que queda es recobrar los procesos históricos, confiriendo un rostro humano a la renovación,
para que ésta sea una plataforma de innovación de la ciudad, una palanca de la reinvención del
gobierno local, un atributo de la integración social y un mecanismo de la sustentabilidad de la
economía” (Carrión y Hanley 2005, 26).

Como expone Ana Gretel Tomasz (2013), estas intervenciones que pretenden otorgar espacios
agradables y atractivos estéticamente a la ciudad para que sean de consumo exclusivo por parte de
nuevos sectores sociales y turísticos, que promuevan el placer y el consumo, llaman a reivindicar no
sólo al derecho a la ciudad y la calidad de vida, sino también el derecho a la belleza para quienes
residen originalmente en determinadas zonas de la ciudad. Se ha falseado, entonces, el uso de la
cultura como recurso de revitalización del espacio urbano, apelando al patrimonio histórico
arquitectónico y al arte como el modo de revivir espacios deteriorados, pero sin articular a las
comunidades y generar nuevas estrategias de gobernanza que incluyan a los residentes (formales e
informales) en estos lugares y les haga parte de la apropiación de la experiencia urbana.

Estas tendencias dirigidas a la gentrificación desconocen el carácter orgánico del barrio, el cual
carga consigo las historias que muestran el desarrollo de la ciudad; multicultural, producto de las
constantes migraciones que suceden en su núcleo y que cuenta con una dinámica particular
(también como resultado de su propia historia), pero que no ponen en valor, sino que suele ser
menospreciado por su asociación con las expresiones mal llamadas “populares”. El barrio conforma
además un ecosistema con los barrios vecinos, en algunos casos donde no se distinguen los límites
sino las identidades o referencias de apropiación (Yo soy del Barrio “X”, nací en el Barrio “X”).

A nivel físico, los barrios de los cascos fundacionales se caracterizan por sus conjuntos de baja altura
(escala humana) que permite la interacción inmediata con el entorno, en muchos casos con fachadas
contiguas o pareadas, la apreciación de los hitos naturales y el paseo por calles y aceras, así como
otros elementos que podrían configurar la identidad barrial.

A su vez, aunque sea bajo una relación llena de contradicciones, los barrios históricos tienen un
vínculo con los núcleos de la ciudad. El círculo de la segregación pasa también por la
correspondencia dialéctica con el centro porque tienen orígenes paralelos, el uno (centro burgués)
surge por la existencia del otro (barrio marginal). Y en esta coexistencia se crearon los discursos
discriminatorios que persisten hasta hoy y que cargaron negativamente a la manifestación física y
simbólica de los barrios “populares”, dando lugar a que no se consideren hoy día patrimonio cultural
de las ciudades y sean subvalorados en las intervenciones de conservación o participación
comunitaria de la planificación.

Y es que la calificación del patrimonio histórico arquitectónico en las políticas públicas, poco
consideran aquellas valoraciones que son construidas por quienes viven e interactúan con los
espacios, que relacionan diferentes sustancias (memorias, relatos, usos) en los lugares y que son el
fundamento de las identidades comunitarias o tejidos sociales. Estas valoraciones se basan en
prácticas y conocimientos que han pasado por varias generaciones, creado códigos especiales y se
han enraizado en la comunidad y en su identidad con una pluralidad de significados en medio de
diferentes acciones; llevan a una práctica histórica que puede estar cargada de ambigüedades (como
la segregación misma), pero que también se re-construyen (como los que suceden producto de los
flujos migratorios). Todo esto puede pasar o tener relación directa con espacios, lugares o
intersticios urbanos determinados.
Si tanto los inmuebles declarados hoy se relacionaran con aquellos edificios y lugares de valor por el
relato y el uso, es posible apelar a recorridos sensoriales y culturales, que tienen fuerzas
performativas que crean esta idea de ciudad como una forma de ser, que se alimentan de la acción
permanente y de la cotidianeidad con la que cada uno interactúa con el espacio, ésta última como
una expresión de la resistencia a la presión permanente de políticas urbanas homogeneizadoras.

De esta forma podríamos apelar al Derecho a la Ciudad de los residentes de estos barrios referida al
reconocimiento de su diversidad cultural y de su valor por la identidad personal y comunitaria que se
refleja en estos espacios, por el derecho a la experiencia del espacio desde los sentidos y discursos
locales, al arraigo que se construye desde diferentes ópticas (migrante, habitante antiguo, residente
heredero o la del transeúnte) y, sobre todo, a habitar los barrios de forma digna y con calidad
aprovechando las oportunidades que ofrece la convivencia barrial y la cercanía al centro de la ciudad.
Y es que para los casos de barrios en centros históricos, Díaz y Rabasco (2013) y López y Ocaranza
(2012) plantean el reto que representa realizar renovaciones o repoblamientos que eviten la expulsión
de los habitantes. Para ello consideran la aplicación de metodologías participativas verdaderamente
inclusivas, esto significa que los procesos de planificación urbana deben ofrecer las condiciones para
que exista representación de la diversidad social que compone las ciudades y la posibilidad de definir
conjuntamente, no sólo las necesidades, sino también los criterios de diseño de los espacios, así
como incentivar figuras asociativas y colaborativas para la ejecución de determinados planes, como
sucede con las cooperativas de vivienda de autoconstrucción, pero aplicadas a la restauración.

Las ciudades han sido siempre reconocidas como entes dinámicos, aunque más recientemente como
productos de mercado, para vender, y con ello capitalizar inversiones y consumidores externos. Por
ello, se ha considerado que este modelo busca una ciudad atractiva, más no equitativa. Este enfoque
ha perpetuado un patrón del crecimiento de la mancha urbana y la expulsión de pobladores a zonas
alejadas en periferias, ahora amparado en el “boom” de la centralidad, al desplazar a los habitantes
que se han mantenido en los centros históricos abandonados, que hoy se han convertido en una gran
oportunidad de negocio, caracterizado por desconocer el papel que tienen estos núcleos en el
entramado de la ciudad y se encapsulan para potenciar la extracción económica, desligando el tejido
natural de la dinámica urbana.

Esto representa desprender al centro histórico de su memoria, de los simbolismos que son creados
por los habitantes al interactuar con el espacio y, por tanto, irrumpir en aquellos valores que
alimentan el arraigo de los pobladores. Para aquellos espacios del centro que fueron históricamente
objeto de segregación no existe excepción en esta tendencia, aunque se ha diferenciado porque no
son espacios en los que, usualmente, se desplaza a los residentes para sustituir el uso de las viviendas
y comercios, sino para reemplazarlos por nuevos edificios.
Si bien es claro que Costa Rica y su área metropolitana requiere detener la extensión de la mancha
urbana, para contener la explotación de recursos naturales y la presión sobre los servicios, es
necesario plantear alternativas que garanticen a los residentes actuales oportunidades reales de
desarrollo, calidad de vida urbana y reducir la brecha producida por la segregación histórica y
sistemática de zonas como las del distrito Hospital en el cantón de San José.

Por otra parte, ofrecer a la ciudadanía que transita por la capital espacios patrimoniales y culturales
que resalten el valor en la historia de las poblaciones que habitan los barrios del sur reconoce el
derecho a una ciudad con identidad puesta como un bien común, al servicio no sólo de sus
habitantes sino de sus visitantes, al tiempo que coloca a la población residente en una posición
empoderada y co-responsable con su entorno.

Por esto, se propone fortalecer y consolidar los barrios existentes partiendo de sus cualidades,
algunas que han sido reconocidas en esta breve aproximación, que pueden aprovecharse si son vistas
como oportunidades, como son: la cercanía con el centro de la ciudad y sus servicios; la vida barrial
existente que puede potenciarse para generar mayor dinamismo; los comercios y oficios
tradicionales que se desarrollan en la zona (sastrerías, construcción de instrumentos, ebanistería,
entre otros); viviendas características de una época histórica que ofrecen paisaje particular a escala y
de confortabilidad para sus residentes y visitantes y una diversidad cultural que puede ampliar la
oferta de servicios en el barrio.

BIBLIOGRAFÍA

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