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Libro Psicología, y Políticas Públicas - Capítulo 1
Libro Psicología, y Políticas Públicas - Capítulo 1
El escenario sanitario
Son diversas las tendencias macrosociales que actualmente inciden sobre la salud.
La acelerada modernización productiva y tecnológica que impacta sobre la vida
cotidiana, las condiciones y oportunidades de empleo, el deterioro ambiental y el
desarrollo de sustancias cuyo uso puede producir daños incontrolables, así como la
tecnología bélica que aumenta los riesgos instantáneos o proyectados en el tiempo
sobre la población civil por las alteraciones genéticas que produce la radioactividad.
Todas estas cuestiones profundizan los dilemas éticos e incrementan la complejidad
del quehacer en salud pública, que también involucran innovaciones científicas tales
como la fertilización asistida, la programación genética y/o los alcances de las
intervenciones terapéuticas que amenazan los derechos de las personas a la libre
determinación.
Por otra parte, ya hace más de un cuarto de siglo que científicos y agencias
sectoriales e intersectoriales de todo el mundo han alertado acerca del riesgo que un
modelo de desarrollo económico que genera sobreexplotación de los recursos
naturales termine produciendo un colapso en los ecosistemas humanos,
incrementando los desequilibrios actualmente existentes y amenazando la
sustentabilidad de la vida en nuestro hábitat común: el planeta Tierra.
En otros términos, las nuevas políticas públicas de salud deberán orientarse hacia
todo el ámbito social, quebrando la tradición actual que las reduce al sistema de
servicios sanitarios e incorporar aspectos tales como el incremento y redistribución
del ingreso, el mejoramiento de la educación, la vivienda, el transporte y el entorno
físico de los grupos humanos y las personas, así como el grado de equidad de una
sociedad y la fortaleza de su capital social.
Estos trabajos dejan de manifiesto que los indicadores de salud de los individuos
de un grupo social empeoran según aumenta el grado de inequidad establecida de
acuerdo al modo en que está distribuida la riqueza en la sociedad a la que pertenecen
(medido este grado de inequidad, por ejemplo, como la brecha existente entre
quienes más obtienen de la riqueza colectivamente producida y quienes menos
obtienen). Las evidencias en este sentido han ido acumulándose consistentemente a
lo largo de las dos últimas décadas, por lo que el fenómeno parece haber quedado
estabilizado.
Una hipótesis, por ejemplo, afirma que la inequidad opera por vía de reducir el
gasto social (en educación, servicios de salud, etc.) en el sector más carenciado de la
población, impactando esto directamente sobre la salud individual. Por vía indirecta,
la explicación es que la educación fortalece los recursos cognitivos, aumenta el acceso
a la información, facilita el acceso al empleo con mejores ingresos y afecta
comportamientos relacionados con la salud, como seguir una dieta, fumar, ejercitarse
y adoptar decisiones relativas a la cantidad de hijos por procrear.
Robert Putnam (2003) y el propio Kawachi (2008) han formulado otra de las
hipótesis, que es una de las más interesantes al respecto y afirma que la inequidad
erosiona el capital social, esto es, aquellas características de una sociedad que
facilitan la cooperación para beneficio mutuo (por ejemplo, el grado de confianza que
los ciudadanos tienen en los demás, el grado percibido de egoísmo social, el grado de
participación en las asociaciones civiles de cualquier tipo). De este modo, la diferencia
entre quienes más ingresos perciben y quienes menos ingresos perciben conduce a
conflictos sociales e incrementa los niveles de desconfianza social. La erosión del
capital social debilita el tejido comunitario y el acceso a oportunidades de
participación política, actuando así, tanto de modo directo como indirecto sobre el
nivel de salud individual. En los estudios realizados por Kawachi (1999, 2004) en
Estados Unidos y Wilkinson (1986) en países europeos se halló una fuerte correlación
entre indicadores de capital social y mortalidad.
Si bien las vías mediante las cuales ello se produce son aún inciertas y deben ser
objeto de reflexión e investigación para confirmar las hipótesis interpretativas, este
fenómeno parecería explicarse por el concepto de privación social relativa, en la cual
algunos individuos aumentan sus niveles de frustración por concebir la falta de
acceso a los bienes o servicios básicos a los que sí acceden otros miembros de la
sociedad. Aún más, otra hipótesis afirma que la inequidad se relaciona con la mala
salud individual, por la vía de elevar el nivel de frustración de quienes menos acceso
tienen a la riqueza colectiva y que no logran alcanzar el modelo de estilo de vida
culturalmente imperante. El stress psicosocial que produce en los individuos la
comparación permanente de su estatus social con el de los demás actúa directamente
dañando la autoestima, el bienestar y la salud.
Una línea de investigación hoy mucho más consolidada, debido a que goza de una
abundante acumulación de evidencia a lo largo de las tres últimas décadas, reúne a
todas aquellas investigaciones provenientes de la epidemiología social que establecen
un fuerte vínculo entre los distintos indicadores de pobreza y la aparición de
enfermedad, tanto de manifestación preponderantemente física como mental.
Los desafíos que hoy plantean los PSSE interpelan los límites de un discurso
medicalizador que nos impele a pensar casi en forma excluyente en términos de
enfermedades, trastornos o dolencias para comprender los determinantes y
situaciones que afectan la calidad de vida y el bienestar de las personas. Este enfoque
dominante, de base biomédica, se ha fundado en las ciencias naturales y ha empleado
el término enfermedad para todo aquello que podía identificarse, medirse y
clasificarse de acuerdo a parámetros tangibles que presentan un correlato orgánico,
así como permitieron estimar sobre esa base la desviación de los patrones de
normalidad caracterizados desde una óptica reduccionista.
Los sujetos carecen de un sistema de protección social que les brinden seguridad
ante las principales contingencias que podían amenazar su salud, bienestar
económico e integridad física, y las leyes en materia laboral no resguardaban lo
suficiente las condiciones de empleo y de convivencia social (Castel, 2010). Un
ejemplo cabal de este fenómeno podemos hallarlo expresado a través de la
problemática del trabajo infantil, que ha sido una práctica infelizmente recurrente y
naturalizada en el decurso histórico de la civilización occidental y aún presente en
vastos conglomerados sociales. Los niños, a quienes no se consideraba sujetos con
derechos y aspiraciones específicas y diferenciadas de los adultos, eran
frecuentemente víctimas de abusos físicos y psicológicos en los procesos de crianza y
eran enviados a trabajar en condiciones infrahumanas como parte del proceso
industrializador que en Occidente permitió la consolidación de un capitalismo
monopólico expandido a escala mundial. Por lo tanto, ha resultado impensable
reconocer en este proceso que el niño podía ser sujeto de derechos y que debían
reconocerse como tales los problemas que afectaban su salud, desarrollo y bienestar.
Debemos agregar a este breve listado otros factores que en la actualidad generan
enfermedad pública (Saforcada, 2015) y que comprenden, por ejemplo, los problemas
asociados al tránsito vehicular, la falta de protección ante las agresiones del hábitat,
del medio ambiente de trabajo o de los ámbitos de recreación (por ejemplo, boliches
nocturnos) en los que se desarrolla y emplea gran parte del tiempo libre y el ocio de
la población juvenil.
Las transformaciones productivas y en las pautas de vida han incidido para que la
vida se vuelva más sedentaria, la dieta más industrializada (menos natural) y,
frecuentemente, excesiva en grasas saturadas, calorías, sal y azúcar; se incremente el
consumo de sustancias tóxicas (como el alcohol, tabaco y drogas ilegales); aumente el
tiempo de ocio y las actividades recreativas pasivas e impuesto pautas de consumo
que conllevan nuevos riesgos para la salud física, psíquica y social y que están
produciendo un incremento en las enfermedades crónicas y degenerativas
(enfermedades cardiovasculares, cáncer y obesidad).
Es un consenso entre los analistas de políticas públicas que, para que se pueda
formular y adoptar una política pública los problemas deben pasar de una instancia a
menudo invisible (porque afectan al orden doméstico y/o privado) para pasar a
constituirse o hacerse visible públicamente mediante su problematización social, ya
que si bien numerosos hechos o situaciones afectan a individuos o a pequeños grupos
y producen un impacto importante en quienes se hallan implicados, no alcanzan el
estatuto de cuestión que moviliza el interés o la atención del público general.
Uno de los temas más controversiales (que a su vez es materia de disputa entre
los actores sociales) es la propia definición de la cuestión social, ya que allí se
establece el campo mismo de las intervenciones de política pública, condicionadas a
su vez por las representaciones dominantes que refuerzan y legitiman ciertas
visiones acerca de los problemas que acontecen en la realidad social. Se observan en
tal sentido diversos criterios para definir qué es una cuestión social, entre las cuales
retomaremos aquellos que en su momento planteara Joan Subirats, reconocido
experto español en la materia: a) Cuando la cuestión alcanza proporciones
significativas y no puede ser ya desconocido como tal; b) Cuando ha adquirido
características específicas que lo distinguen de una cuestión ya aceptada como
problemática por la opinión pública; c) Cuando se asocia a situaciones emotivas que
concitan rápidamente la atención de los medios masivos de comunicación (ej:
sufrimiento por atravesar una situación límite, como la imposibilidad de acceder a un
bien o servicio para la vida), d) Cuestiones directamente vinculadas al sostenimiento
o la afectación de la legitimidad y el poder; e) Cuestiones que adquieren notoriedad
pública por vincularse a valores o tendencias que la sociedad destaca especialmente
importantes en un determinado período histórico.
Pero lo que interesa destacar es cómo, a partir de hechos o situaciones que antes
podían circunscribirse al ámbito privado o del pequeño grupo familiar y, como tal,
resultaban invisibles y no problematizados socialmente, este movimiento ha
permitido develar gran parte de las circunstancias sociales, políticas y culturales
asociadas al problema de los femicidios en Argentina.
Entre los aspectos que cabe reconocer como relevantes para caracterizar este
movimiento que resulta emblemático, en los cuales hallamos rasgos definitorios
similares a los de otros movimientos sociales análogos son:
Tales situaciones impelen a que los agentes sociales puedan ser conscientes de
aquellos factores socio-culturales e ideológicos en los que se hallan implicados,
siéndonos de gran utilidad el aporte que los cientistas sociales pueden hacer para
esclarecer al máximo las condiciones y los efectos de esta implicación. Bourdieu había
alertado ya que no hay mayor posibilidad de objetividad que agudizando al máximo la
reflexión respecto de la implicación subjetiva, pues un trabajo de objetivación sólo es
controlado científicamente en el grado de objetivación al que se haya sometido el
sujeto que hace la objetivación, aspecto que debe ser considerado con mucha
atención por quienes trabajan en este campo.
Uno de los temas que resultan más importantes en torno a esta cuestión es el
aislamiento y la soledad que padecen los individuos ubicados en el tramo
denominado de la tercera edad, agravado ello por las transformaciones en las
pirámides demográficas que produce una inédita descompensación en la relación
entre adultos y ancianos. Este fenómeno provoca, a la vez, una grave sobrecarga
sobre los sistemas de seguridad social, dado que cada vez se cuentan menos activos
para sostener las crecientes necesidades del sector pasivo, fenómeno que resulta
altamente preocupante en aquellas sociedades que más han avanzado en el proceso
de transición demográfica.
Si bien tales datos fenómenos no hacen más que subrayar la importancia que
adquiere la problemática del envejecimiento, su complejidad desborda las
posibilidades de un enfoque meramente cuantitativo centrado en variables agregadas
de naturaleza económica y resitúa la importancia que adquieren las connotaciones
culturales, éticas y psicosociales en su tratamiento.
Retomando aquello que se venía desarrollando cabe distinguir, dentro de las hoy
llamadas enfermedades mentales, aquellas cuya incidencia resulta similar en casi
todos los países del mundo (ej: la esquizofrenia) o que resultan altamente
dependiente de la expectativa de vida promedio de la población (como es el caso de
las demencias con un sustrato neurobiológico), de aquellas otras problemáticas
vinculadas a factores dependientes de las condiciones locales, tales como la
depresión, las distintas formas de neurosis, los trastornos de ansiedad, la violencia o
las patologías adictivas.
En las últimas décadas, y aún cuando la información sobre los riesgos asociados con
tales conductas están ampliamente difundidos en la sociedad, las tendencias que han
exhibido la mayoría de los problemas sanitarios expuestos con anterioridad indican
un desplazamiento en la prevalencia de los casos desde los niveles más acomodados
socialmente hacia aquellos grupos más desfavorecidos. Se han reportado importantes
estudios (Marmot, 1988) en los cuales la conducta de fumar o la obesidad por
malnutrición parece en la actualidad informarnos más acerca del grupo
socioeconómico en el cual se incluye el sujeto que acerca de sus características
subjetivas, razón por la cual deben introducirse criterios en torno a cómo reducir la
inequidad que manifiesta la distribución diferencial de esta y otras conductas que
tienen influencia sobre la salud.
Por último, y no menos importante, las PSSE plantean una brecha, a menudo
irresoluble, entre exigibilidad de derechos y satisfacción efectiva de demandas.
Por otra parte, las normativas son discursos que encierran una visión ética,
ideológica y política en torno a cuestiones socialmente problematizadas. En la medida
que las normativas comprendan nuevas visiones paradigmáticas en torno a temas en
los cuales han persistido visiones muy tradicionales cobra sentido analizarlas por sí
mismas como elemento innovador, deteniéndonos en el análisis de su coherencia
interna y/o los fundamentos que están en la base de tales propuestas normativas.
Las normas, además, se institucionalizan y son interiorizadas como tales por los
sujetos que integran una cultura y crea un conjunto de aspiraciones en torno a lo
justo o injusto, permitiendo que se reivindiquen los derechos de aquellos colectivos
sociales vulnerados y menoscabados a lo largo de la historia por factores
socioculturales (discriminación de género, por identidad sexual, a pueblos
originarios, comunidades pobres y/o marginadas incluso en el espacio territorial).
Pero esta brecha no debe convertirse en una fuente de desasosiego que impida
actuar en la consecución de aquellas iniciativas, medidas y acciones que deben
adoptarse en el ámbito de las políticas públicas, sino que deberían constituirse en un
acicate para acortar las brechas que tan claramente se han puesto de manifiesto para
los actores implicados en su resolución.
Perspectivas futuras