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Capítulo 1 – Contexto global y problemáticas sanitarias emergentes

El escenario sanitario

Son diversas las tendencias macrosociales que actualmente inciden sobre la salud.
La acelerada modernización productiva y tecnológica que impacta sobre la vida
cotidiana, las condiciones y oportunidades de empleo, el deterioro ambiental y el
desarrollo de sustancias cuyo uso puede producir daños incontrolables, así como la
tecnología bélica que aumenta los riesgos instantáneos o proyectados en el tiempo
sobre la población civil por las alteraciones genéticas que produce la radioactividad.
Todas estas cuestiones profundizan los dilemas éticos e incrementan la complejidad
del quehacer en salud pública, que también involucran innovaciones científicas tales
como la fertilización asistida, la programación genética y/o los alcances de las
intervenciones terapéuticas que amenazan los derechos de las personas a la libre
determinación.

Por otra parte, ya hace más de un cuarto de siglo que científicos y agencias
sectoriales e intersectoriales de todo el mundo han alertado acerca del riesgo que un
modelo de desarrollo económico que genera sobreexplotación de los recursos
naturales termine produciendo un colapso en los ecosistemas humanos,
incrementando los desequilibrios actualmente existentes y amenazando la
sustentabilidad de la vida en nuestro hábitat común: el planeta Tierra.

Uno de los productos de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio


Ambiente y el Desarrollo (CNUMAD) fue la Convención Marco sobre el Cambio
Climático, acuerdo legalmente vinculante firmado por 154 gobiernos en la Cumbre
para la Tierra celebrada en Río de Janeiro en junio de 1992 cuyo objetivo principal
fue la “estabilización de las concentraciones de gases invernadero en la atmósfera a un
nivel que prevendría la peligrosa interferencia antropogénica con el sistema climático”,
con lo que se admite que el hombre es por lo menos uno de los factores decisivos que
está provocando el cambio. En las siguientes Conferencias de las Naciones Unidas
sobre Cambio Climático que se celebraron en Kioto en 1997 y en Montreal durante el
año 2005 se advirtió el mismo problema: los países desarrollados no limitan su
crecimiento industrial ni económico para adaptarse a la regulación de los límites de la
emisión propuestos por la Convención y, en el caso de EEUU, ni siquiera se ratificó la
firma del tratado.

Otro grave problema que amenaza la integración social es el crecimiento de la


desigualdad (Rosanvallon, 1996; Dubet, 2011). Conforme avanzan las brechas
producidas por la desigualdad que se produce entre quienes disponen de más
recursos y quienes menos obtienen del producto global se hace cada día más
ostensible que el espacio y el valor de lo público no es de todos ni para todos, sino que
es a menudo apropiado por quienes mayores capacidades relativas demuestran para
volcar las demandas sectoriales a la agenda pública y lograr que el estado ejerza
acciones en favor de sus intereses. Numerosos analistas han señalado que la mayor
amenaza contra la salud pública en los países desarrollados es hoy el aumento de la
desigualdad y que ello explicaría por qué, a pesar de que la diferencia entre el
producto bruto per cápita de los Estados Unidos y Costa Rica es de cerca de 21.000
dólares, la esperanza de vida es mayor en Costa Rica (79,83 años contra 78,6). Tales
evidencias, por otra parte, son consistentes con aquellas que resultan de la
comparación entre Estados Unidos y países desarrollados como Suecia o Japón.

Relacionado con el modelo de desarrollo, se han obtenido evidencias en muy


diversos contextos que el grado de privación relativa, medida a través de variables
tales como la distribución regresiva del ingreso, está más directamente asociado con
los indicadores de salud que el grado de privación absoluta (Sen, 2004). En el mismo
sentido, se reportan evidencias de que mejores niveles socioeconómicos incrementan
los niveles de salud poblacional, pero un simple aumento del producto interno bruto
per cápita por encima de US$ 5.000 no produce mejoras significativas.

En un estudio comparativo realizado entre países, Wilkinson (1996) demuestra el


impacto sanitario de lo que él denomina “sociedades infelices” en los cuales se
advierten patrones socioeconómicos claramente inequitativos y, en un trabajo aún
más reciente, Wilkinson y Pikett, (2009) argumentan persuasivamente que los
trastornos mentales, la obesidad, el rendimiento académico, la mortalidad materna y
la mortalidad infantil aumentan conforme se incrementan los niveles de desigualdad.

Contrariamente, cuando la distribución del ingreso al interior de los países es más


equitativa el nivel de salud y el Índice de Desarrollo Humano se incrementan,
evidencia que resulta al comparar aquellos con países que tienen un Producto Interno
Bruto per cápita superior pero con distribución del ingreso más regresiva respecto de
aquellos países con distribución más equitativa. Países muy modestos como Sri Lanka
o el Estado de Kerala, en la India, con reducidos productos brutos per cápita, tienen
una esperanza de vida muy superior a otros donde el producto bruto es mucho
mayor, como Brasil, Gabón y Sudáfrica. Según Amartya Sen (2004), la respuesta debe
hallarse en que dichas sociedades son menos desiguales, la salud y la educación son
prioridades reales y existen políticas públicas activas que gozan de apoyo y
legitimación social.

Conclusiones similares pueden extraerse de estudios que indagaron el efecto de la


desigualdad y estratificación social sobre la salud en distintos grupos ocupacionales.
La investigación longitudinal de Marmot (1978) señaló importantes conexiones entre
clase social, desempeño laboral y bienestar personal, ya que siguiendo por más de dos
décadas a miles de agentes del Servicio Público Inglés logró demostrar que, aún
cuando todos los sujetos bajo estudio satisfacían sus necesidades básicas de
subsistencia, los trabajadores de rango inferior que disponían de un menor control
sobre su tarea morían en una proporción cuatro veces mayor a los empleados de alto
rango, tales como gerentes, ejecutivos u otros funcionarios superiores.
A partir de una línea semejante de indagación, diversos estudios (Kawachi, 2008)
han reunido evidencias de correlación entre nivel de equidad, riqueza en capital
social y esperanza de vida. Como señala Puttnam:

Comparadas con comunidades y Estados con bajo capital social o


participación cívica, las comunidades cuyos miembros hacen más
trabajo voluntario en iglesias, hospitales, clubes, escuelas y
asociaciones cívicas disfrutan de niveles más altos de bienestar
relacional y mayores niveles de bienestar colectivo expresado en
mejores resultados educativos, sanitarios y de asistencia social para la
población.” (citado en Prilletensky, 2004).

En la medida que el capital social representa una fuente de apoyo afectivo, de


autoestima y respeto mutuo, es probable que su incremento difunda con rapidez
avances en la salud y el bienestar, y que exista menor tolerancia social hacia
comportamientos tales como la violencia o el abuso de sustancias. Esta situación se ve
reflejada, además, en las características de los sistemas sanitarios vigentes en los
distintos países y en el grado de eficacia que puede atribuirse a los mismos para
revertir las crecientes brechas en el acceso a una cobertura básica y universal de
servicios (Starfield, 2000).

En línea con estas consideraciones, otro aspecto importante a tomar en cuenta es


el factor educativo. El nivel educativo de los habitantes de un país no solo tiene
efectos en el aumento de su capacidad productiva sino también en los resultados
sanitarios. Según los cálculos del Banco Mundial, agregando tres años más de
escolaridad básica en jóvenes de bajos recursos se reduciría la mortalidad infantil en
un 15 por mil. En el caso de las mujeres en edad fértil, el mejoramiento de sus
recursos cognitivos facilita comprender los procesos fisiológicos asociados al
embarazo y, por lo tanto, prevenir las enfermedades de transmisión sexual o la
incidencia de maternidad adolescente, acceder a nociones que tienen que ver con la
planificación familiar y adoptar conductas de cuidado en la salud de los niños o de la
familia (Kliksberg, 2002).

La información planteada precedentemente da una nueva perspectiva acerca de


los principales desafíos que deben enfrentar las políticas de salud. En continuidad con
el planteo que ya formulara Marc Lalonde (1974), los principales factores
determinantes de la salud de los grupos humanos son sociales y ambientales, por
encima de la variabilidad biológica individual y los servicios de atención de la salud
(OMS, 2003).

En otros términos, las nuevas políticas públicas de salud deberán orientarse hacia
todo el ámbito social, quebrando la tradición actual que las reduce al sistema de
servicios sanitarios e incorporar aspectos tales como el incremento y redistribución
del ingreso, el mejoramiento de la educación, la vivienda, el transporte y el entorno
físico de los grupos humanos y las personas, así como el grado de equidad de una
sociedad y la fortaleza de su capital social.

Como lo señala G. Alleyne (OPS, 2000), ex director de la Oficina Panamericana de


la Salud, las crisis socioeconómicas recurrentes que han debido enfrentar los países
de la región en la última década se asociaron con una disminución en la velocidad de
mejoría de los niveles de salud. Si bien han existido avances muy positivos, subsisten
brechas en aspectos básicos tales como mortalidad infantil, mortalidad materna y
esperanza de vida, entre distintos países y dentro de cada uno de ellos. Las
diferencias tienen que ver con el acceso a servicios de salud (el 46 por ciento de la
población no tiene cobertura de seguridad social en salud, y el 17 por ciento de los
partos no son atendidos por personal capacitado), también con factores externos a los
sistemas de salud, como la disponibilidad de agua potable (152 millones de
latinoamericanos carecen de ella), de instalaciones sanitarias y de electricidad
(subsisten aún grandes déficit de cobertura), y las insuficiencias en educación (la tasa
de escolaridad general en la región es de sólo 5,2 años).

Estos trabajos dejan de manifiesto que los indicadores de salud de los individuos
de un grupo social empeoran según aumenta el grado de inequidad establecida de
acuerdo al modo en que está distribuida la riqueza en la sociedad a la que pertenecen
(medido este grado de inequidad, por ejemplo, como la brecha existente entre
quienes más obtienen de la riqueza colectivamente producida y quienes menos
obtienen). Las evidencias en este sentido han ido acumulándose consistentemente a
lo largo de las dos últimas décadas, por lo que el fenómeno parece haber quedado
estabilizado.

No obstante, se hace evidente que estos hallazgos requieren identificar las


variables mediadoras que los expliquen. Distintas hipótesis se han formulado a tal
efecto, mostrándose, a partir de estudios epidemiológicos, que varias de ellas son
plausibles y merecen ser objeto de profundización.

Una hipótesis, por ejemplo, afirma que la inequidad opera por vía de reducir el
gasto social (en educación, servicios de salud, etc.) en el sector más carenciado de la
población, impactando esto directamente sobre la salud individual. Por vía indirecta,
la explicación es que la educación fortalece los recursos cognitivos, aumenta el acceso
a la información, facilita el acceso al empleo con mejores ingresos y afecta
comportamientos relacionados con la salud, como seguir una dieta, fumar, ejercitarse
y adoptar decisiones relativas a la cantidad de hijos por procrear.

Robert Putnam (2003) y el propio Kawachi (2008) han formulado otra de las
hipótesis, que es una de las más interesantes al respecto y afirma que la inequidad
erosiona el capital social, esto es, aquellas características de una sociedad que
facilitan la cooperación para beneficio mutuo (por ejemplo, el grado de confianza que
los ciudadanos tienen en los demás, el grado percibido de egoísmo social, el grado de
participación en las asociaciones civiles de cualquier tipo). De este modo, la diferencia
entre quienes más ingresos perciben y quienes menos ingresos perciben conduce a
conflictos sociales e incrementa los niveles de desconfianza social. La erosión del
capital social debilita el tejido comunitario y el acceso a oportunidades de
participación política, actuando así, tanto de modo directo como indirecto sobre el
nivel de salud individual. En los estudios realizados por Kawachi (1999, 2004) en
Estados Unidos y Wilkinson (1986) en países europeos se halló una fuerte correlación
entre indicadores de capital social y mortalidad.

Si bien las vías mediante las cuales ello se produce son aún inciertas y deben ser
objeto de reflexión e investigación para confirmar las hipótesis interpretativas, este
fenómeno parecería explicarse por el concepto de privación social relativa, en la cual
algunos individuos aumentan sus niveles de frustración por concebir la falta de
acceso a los bienes o servicios básicos a los que sí acceden otros miembros de la
sociedad. Aún más, otra hipótesis afirma que la inequidad se relaciona con la mala
salud individual, por la vía de elevar el nivel de frustración de quienes menos acceso
tienen a la riqueza colectiva y que no logran alcanzar el modelo de estilo de vida
culturalmente imperante. El stress psicosocial que produce en los individuos la
comparación permanente de su estatus social con el de los demás actúa directamente
dañando la autoestima, el bienestar y la salud.

Una línea de investigación hoy mucho más consolidada, debido a que goza de una
abundante acumulación de evidencia a lo largo de las tres últimas décadas, reúne a
todas aquellas investigaciones provenientes de la epidemiología social que establecen
un fuerte vínculo entre los distintos indicadores de pobreza y la aparición de
enfermedad, tanto de manifestación preponderantemente física como mental.

La OMS (2008, p. 5) ha afirmado recientemente:

… la mala salud de los pobres, el gradiente social de salud dentro de los


países y las grandes desigualdades sanitarias entre los países están
provocadas por una distribución desigual, a nivel mundial y nacional,
del poder, los ingresos, los bienes y los servicios, y por las consiguientes
injusticias que afectan a las condiciones de vida de la población de
forma inmediata y visible (acceso a atención sanitaria, escolarización,
educación, condiciones de trabajo y tiempo libre, vivienda,
comunidades, pueblos o ciudades) y a la posibilidad de tener una vida
próspera. Esa distribución desigual de experiencias perjudiciales para
la salud no es, en ningún caso, un fenómeno «natural»... Los
determinantes estructurales y las condiciones de vida en su conjunto
constituyen los determinantes sociales de la salud.

En el reciente discurso que el presidente de la Organización Mundial de la Salud,


Dr. Tedros Adhanom Ghebreyesus, ofreció en la apertura del Congreso Mundial sobre
Enfermedades No Transmisibles se preguntaba lo siguiente:
¿Darían a sabiendas a sus propios hijos alimentos y bebidas poco
saludables con alto contenido de sal, azúcares y grasas trans,
orientándoles así desde una temprana edad hacia formas de vida con
un mayor riesgo de problemas de salud como la diabetes, la obesidad,
el cáncer y las enfermedades cardiovasculares? Si la respuesta es
negativa, ¿cómo es posible que los fabricantes de alimentos y refrescos
comercialicen y vendan sus productos a tantísimos niños de todo el
mundo, considerándolos más bien como oportunidades de lucro y
cerrando los ojos ante el vertiginoso aumento de los casos de obesidad
infantil y diabetes de aparición temprana?

En esta cita, la OMS pone de manifiesto que los determinantes macrosociales


afectan diferencialmente las condiciones (microsociales) de vida de distintos sectores
socioeconómicos de la población, y que la experiencia vital en tales condiciones
tendrá un impacto directo en el grado de salud que cada población puede llegar a
alcanzar. En una definición más dinámica y compleja, Saforcada (1999, p. 160):
sostiene que "la pobreza estructural constituye una forma de polimorbilidad
sistémico-sinérgica transmisible" y que la noción de polimorbilidad sistémico-
sinérgica hace referencia a que, el nacer y vivir experimentando únicamente la
situación de pobreza implica un conjunto de daños en los distintos planos de la
persona humana (físicos, psíquicos y sociales) que se retroalimentan, potenciándose
unos a otros y aumentando así la gravedad del problema. Este daño que hace la
pobreza a la salud es acumulativo y tiene un enorme efecto multiplicador (intra e
intergeneracional). Por ejemplo: una adolescente en situación de pobreza estructural
tiene más probabilidades de embarazarse (y de tener mayor número de hijos) que las
adolescentes de otros grupos sociales; esta adolescente tiene más probabilidades de
estar mal nutrida; un bebé de una madre desnutrida -particularmente si es
adolescente- tiene más probabilidades de presentar un bajo peso al nacer; el bajo
peso al nacer incrementa el riesgo de posteriores problemas de salud (incluso muy
graves, desde parálisis cerebral hasta retraso mental), cognitivos y emocionales; el
bajo peso es una condición mucho más riesgosa cuando el lactante pertenece a una
familia pobre, puesto que su familia tendrá enormes dificultades para acceder a los
recursos necesarios para mejorar las oportunidades de desarrollo del niño:

Los niños provenientes de hogares pobres tienen más probabilidad de


experimentar retardo en el crecimiento y desarrollo intrauterino
inadecuado, prematurez, bajo peso al nacer, bajo peso para la edad
(debido a carencias alimentarias) y defectos de nacimiento,
incapacidades diversas, síndrome alcohólico fetal o VIH” (Cogna,
citado por Colombo, 2005, p. 28 y sigs.).

En situación de pobreza estructural, los déficits tienden a retroalimentarse, de


modo que se incrementan de generación en generación, haciendo cada vez más difícil
revertir el círculo vicioso de la misma: la pobreza de una generación reduce las
probabilidades de un nacimiento saludable, a la vez que brinda un contexto ambiental
psicosocial y físico altamente desventajoso para el desarrollo del niño, creando así un
pronóstico desfavorable.

Para los niños, el contexto de carencias y privaciones aumenta la


probabilidad de que su crecimiento físico y desarrollo psicológico se
vean afectados por las dificultades para acceder a la alimentación e
inmunización adecuadas incluso antes del nacimiento (….). Por otra
parte, muchas de las carencias que conlleva la pobreza son de carácter
simbólico; las condiciones de vida hacen que las oportunidades de
estimular las competencias cognitivas y el desarrollo emocional,
intelectual y social de los niños disminuyan porque la tensión
psicológica y la impotencia de los adultos para alcanzar estándares
mínimos de dignidad cotidiana pueden provocar un aumento en la
incidencia de estresores en los ambientes de crianza” (Lipina, 2016,
p.13).

Asimismo, hoy está bien establecida la relación entre la pobreza y el menor


desarrollo cognitivo, social y emocional de los niños (Colombo y Lipina, 2005).
Sabemos que una madre u otro cuidador saludable, que pueda establecer un vínculo
afectuoso, atento y estable durante la infancia es imprescindible para permitir a los
lactantes y pequeños desarrollar funciones como el lenguaje, intelecto y la afectividad
(Colombo, 2005). Esta clase de cuidados sólo puede brindarlos una madre que, a su
vez, haya podido realizar su propio proceso de desarrollo integral en un contexto
socioambiental adecuado.

Los déficits en el desarrollo alcanzado por el niño y el adolescente repercuten en


mayor fracaso y deserción escolar, los que, a su vez, condicionan sus oportunidades
de inserción laboral y social futura. Afectarán, asimismo, sus habilidades de
afrontamiento de situaciones vitales críticas y la toma de decisiones en relación a
distintos aspectos de su vida cotidiana y, por estas vías, tendrán influencia en sus
estilos de vida.

La pobreza no sólo influye en las condiciones materiales de vida, sino en el


ambiente humano (psicosocial) en que las personas se desarrollan y viven: con
frecuencia fractura los vínculos familiares, dificulta la integración social, desorganiza
la vida comunitaria y debilita las capacidades por falta de información, educación,
desarrollo de habilidades y confianza personal, ya que se asocia con mucha frecuencia
a procesos de discriminación, humillación y a la vergüenza de depender (Sennett,
2003). Asimismo, según muestra la evidencia epidemiológica, tiene efectos
igualmente devastadores, sobre la dimensión mental y física de la salud (OMS 2004).

En síntesis, es posible que las transformaciones apuntadas en relación al medio


ambiente, la pobreza y la desigualdad generen un círculo vicioso de degradación de
las condiciones de vida y de las condiciones ambientales que tendrá efecto a la vez
sobre los niveles de salud (OPS, 2000). Contrariamente, la gestación de círculos
virtuosos a partir de la acción colectiva permitiría generar mayor cooperación,
confianza, reciprocidad, compromiso cívico y protección de los bienes públicos, que
podrían redundar finalmente en un mejor nivel de salud.

El nivel de educación materna es uno de los mejores predictores del desarrollo


integral saludable (físico, psíquico y social) del niño. Esta variable opera por distintas
vías, por ejemplo, influye en las decisiones que la madre es capaz de tomar respecto a
la crianza y a la adecuada y oportuna utilización de servicios de salud para el niño e
influye también en los recursos cognitivos con que la madre cuenta para brindar
estímulos apropiados para el desarrollo del niño.

Como veremos a lo largo de los capítulos subsiguientes, las acciones para


prevenir los efectos de la pobreza y la desigualdad requieren el diseño e
implementación de estrategias complejas que descansen en la participación actorial y
se fundamenten en abordajes integrales e interdisciplinarios que contribuyan a
concretar las respuestas más necesarias y también más eficaces.

Pero antes de analizar cuál es el contenido de tales estrategias se impone la


necesidad de caracterizar los problemas sociosanitarios emergentes (PSSE) en
Argentina.

Problemas sociosanitarios emergentes (PSSE)

Es a partir del escenario antes delineado que describiremos las características y el


peso que asumen los problemas sociosanitarios emergentes (PSSE) en Argentina.
Como resultado del proceso de transición epidemiológica y demográfica acaecido
durante las últimas décadas, el perfil epidemiológico de la sociedad argentina
comprende en la actualidad un conjunto multifacético de problemas sociosanitarios,
denominados emergentes. Al hablar de problemas sociosanitarios emergentes
hacemos alusión a la indisociable relación entre los componentes o dimensiones
sociales (cómo se caracteriza un problema, cuáles son los determinantes sociales, qué
efectos o impactos produce en la calidad de vida de los sujetos) y los aspectos
sanitarios (entré qué grupos se distribuye, quién se ve afectado, qué impacto produce
en términos de demanda a los servicios de salud).

Tales problemas devienen de un proceso histórico que acompaña a toda


estructura social y ponen por otro lado al descubierto situaciones antes invisibles
desde la perspectiva sanitaria. Hoy se han convertido en cuestiones que gravitan de
un modo relevante en los perfiles de morbilidad y mortalidad que afectan a las
sociedades contemporáneas y han alcanzado manifestaciones epidémicas en relación
a las siguientes entidades:

a) El uso y abuso de substancias psicoactivas


b) Las lesiones intencionales y no intencionales
c) Los comportamientos asociados con la salud reproductiva que impactan
negativamente sobre la salud y el bienestar psicosocial
d) La discapacidad y cronicidad asociadas a las patologías no transmisibles
e) Los padecimientos mentales y neurológicos
f) El maltrato psicológico de las personas por su condición física,
psicológica o bien por las creencias que profesa y los comportamientos
que adopta.
g) Los efectos de la pobreza sobre el desarrollo cognitivo y emocional

Los desafíos que hoy plantean los PSSE interpelan los límites de un discurso
medicalizador que nos impele a pensar casi en forma excluyente en términos de
enfermedades, trastornos o dolencias para comprender los determinantes y
situaciones que afectan la calidad de vida y el bienestar de las personas. Este enfoque
dominante, de base biomédica, se ha fundado en las ciencias naturales y ha empleado
el término enfermedad para todo aquello que podía identificarse, medirse y
clasificarse de acuerdo a parámetros tangibles que presentan un correlato orgánico,
así como permitieron estimar sobre esa base la desviación de los patrones de
normalidad caracterizados desde una óptica reduccionista.

Dicho criterio de anormalidad ha tratado con frecuencia de sustraerse a las


características específicas del contexto sociocultural y de los aspectos subjetivos
implicados en el padecimiento, y a escamotear el hecho de que todo proceso en el cual
se fija las propiedades de lo normal es fruto de un proceso de normalización. En dicho
proceso, y a lo largo de un dilatado proceso histórico, el saber médico ha establecido
los umbrales e indicadores juzgados como legítimos por la comunidad científica e
irradiando, hacia la población lega, los criterios fundamentales en torno a lo que debe
considerarse sano o enfermo (Canguilhem, 2005).

Tal modelo de intervención se validó en el relato triunfante de la medicina como


un saber y un arte al servicio del curar que ha sido principal artífice en brindar las
herramientas para vencer las epidemias que diezmaban a las colectividades humanas.
El sesgo de esta perspectiva ha sido criticada por quienes advirtieron que se escondía
entonces el germen de un imparable proceso de medicalización que ha tenido efectos
sobre la vida cotidiana de los padecientes, así como también sobre los modos de
administración colectiva de la salud en términos poblacionales (Illich, 1976).

No obstante, los innegables avances producidos por la medicina (cabe destacar la


producción de vacunas que inmunizaron masivamente a la población mundial y
contribuyeron a detener la propagación de enfermedades transmisibles), han sido
puestos en cuestión por las evidencias que aportaron estudios históricos como los de
McKeown (1982), en los cuales se enumeran aquellas transformaciones sociales
acontecidas hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX que han tenido mayor
impacto sobre las condiciones de morbimortalidad y han contribuido en mayor
medida a acelerar el proceso de transición epidemiológica por el que han atravesado
todas las sociedades modernas. Este proceso incluye, como principales factores: la
disponibilidad de alimentos, el cambio en el tamaño de las familias, la higiene urbana
y doméstica y la mejora en los sistemas de protección social. Pero, lo más relevante,
resulta ineficaz para comprender y actuar cabalmente sobre los problemas
sociosanitarios emergentes que hoy tienen mayor prevalencia sobre el colectivo social
y que demandan urgentes respuestas de acuerdo a su magnitud, severidad e impactos
asociados.

¿Cuáles son los aspectos específicos a considerar para la caracterización adecuada


de las PSSE? Aún cuando en el presente trabajo se privilegiará el enfoque sanitario, no
puede desconocerse la gravitación que tienen las otras perspectivas que trabajan
sobre tales problemas, echando luz sobre los aspectos políticos, normativos y
socioculturales que resultan insoslayables. Y, dentro de la perspectiva sanitaria,
optamos por una mirada basada en la complejidad no sólo porque nos permite
entender con mayor claridad la incidencia de los procesos de carácter macro y micro
sociales, sino porque nos permite establecer un diálogo y una apertura más fecunda
hacia otras miradas que son necesariamente indispensables para el trabajo en el
ámbito de la Salud Pública.

Si bien algunos de estos temas son abordados en diversos capítulos de la presente


obra, adelantaremos los aspectos de mayor relevancia que tiene el tratamiento de los
problemas sociosanitarios desde una perspectiva centrada en la formulación e
implementación de políticas públicas.

En primer término, debemos señalar que los PSSE han presentado y


actualmente presentan manifestaciones con alto grado de variabilidad y/o
diversidad, dependiendo del desarrollo histórico y del contexto social.

Al hablar de procesos emergentes es necesario reconocer que los sistemas


complejos, sea cual fuere su nivel de organización, reflejan la historia de sus
transformaciones y, por lo tanto, de interacciones pasadas con el medio. Podemos
conjeturar, entonces, que los mencionados problemas sociosanitarios resultan
emergentes porque devienen de un proceso que, al abarcar tendencias históricas de
nivel macro que se están difundiendo por todo el planeta, anudan determinantes de
muy distinto orden (sociales, económicos, políticos, culturales), asumen distintas
modalidades en cada momento histórico y generan distintos efectos de salud en cada
grupo social.

A lo largo del último período, se desarrolló inicialmente en los países occidentales


y con cierta rémora temporal en los restantes países del orbe el proceso denominado
transición epidemiológica, que se refiere a un cambio en el perfil de los problemas de
salud prevalentes en la población, desde un patrón caracterizado por predominio
relativo de las enfermedades infecciosas o transmisibles hacia otro caracterizado por
el predominio relativo de las enfermedades crónicas respecto de las transmisibles.
Dicha transición está vinculada a una serie de procesos históricos que implicaron
el pasaje desde sociedades de tipo tradicional basadas en la subsistencia rural hacia
un perfil de sociedad en el que predomina la concentración en aglomerados urbanos y
el intenso desarrollo de la producción industrial. Así como en las fases pre-
transicionales las privaciones en las condiciones materiales de vida aparecen como
los factores determinantes, en las fases más avanzadas del proceso se ponen de
manifiesto otros determinantes asociados con los procesos de envejecimiento y las
condiciones, modos y/o estilos de vida que adoptan los colectivos humanos.

El proceso de transición demográfica designa una mutación en la estructura


demográfica de la población por varios procesos concomitantes, entre los cuales cabe
destacar el descenso en la tasa de fecundidad, la declinación de la tasa de natalidad y
la disminución de la tasa de mortalidad infantil; que entre otros factores contribuyen
a producir en las sociedades postransicionales el fenómeno reconocido como
envejecimiento poblacional.

Existe un suficiente consenso en situar el inicio de este proceso en la revolución


industrial, ya que allí se aceleraron fenómenos tales como la urbanización, la
tecnificación del proceso productivo y otra serie de cambios que incidirían sobre los
patrones socio-demográficos que alterarían irreversiblemente el futuro del planeta.
Durante este período arribaron a las nacientes ciudades industriales masas de
desposeídos que emigraban de los campos, atraídos por las nuevas fuentes de trabajo
y por las nuevas oportunidades que ofrecían los más ricos contextos urbanos
(Polanyi, 1991). Las ciudades se convirtieron en ámbitos superpoblados,
contaminados, carente de servicios urbanos (de agua potable, cloacas o recolección
de residuos), en los cuales vastos sectores de la población vivían en pésimas
condiciones higiénicas y en cuyas industrias las condiciones de trabajo eran
infrahumanas. Se propagaron entonces problemas epidémicos de todo tipo,
principalmente representados por enfermedades transmisibles que se constituyeron
entonces en las principales causas de mortalidad.

Los avances que se produjeron en la provisión estatal de servicios básicos (por


ejemplo, desagües cloacales), en el tratamiento y recolección de residuos, en las
medidas de saneamiento e higiene tanto doméstica como urbana, en el mejoramiento
nutricional de las poblaciones (principalmente en el segmento etario de la infancia),
así como la creciente protección legal en el trabajo permitió un mejoramiento en las
condiciones de vida de quienes residían en las urbes modernas. Consecuentemente a
tales mejoras, las epidemias por enfermedades transmisibles y la mortalidad
comenzaron a descender (OPS, 1994).

Es imposible comprender el proceso de industrialización y urbanización si no se


repara también en la difusión a escala mundial de la economía de mercado, que ha
producido una distribución cada vez más inequitativa de la riqueza y ha impactado
negativamente sobre la calidad de vida y la salud de la población. Con la consolidación
del sistema capitalista sólo una parte de la población urbana mundial experimentó
mejoras en las condiciones de vida mientras que, en los sectores periurbanos de la
mayoría de las ciudades ricas, las condiciones de vida continuaron siendo, hasta la
actualidad, similares a las imperantes en el siglo XIX.

La etapa final de este proceso histórico está caracterizada por la configuración de


un orden globalizado mundial en el cual rige la economía de mercado y en el cual se
producen auténticas mutaciones sociales, demográficas y ambientales. El aspecto
central de esta globalización cultural es lo que se denomina imposición de un modelo
cultural que promueve el consumo indiscriminado de bienes materiales y la
obsolescencia programada (Delgado, 2014), (Bauman, 1999), que implica el
reemplazo constante de los productos ya disponibles para el uso o para el consumo
por los últimos modelos que se introducen en el mercado.

La cultura del consumismo es introducida en todas las sociedades del mundo a


partir, básicamente, de la publicidad por medios de comunicación masivos, la que se
apoya en elaboradísimas estrategias de marketing a gran escala. La publicidad se ha
convertido así en uno de los grandes condicionantes del comportamiento social e
instrumentos de control social y propagador de los valores culturales que sostienen el
sistema capitalista.

Se puede decir que el consumismo es un tipo de acuerdo social que


resulta de la reconversión de los deseos, ganas o anhelos humanos en
la principal fuerza de impulso y operaciones de la sociedad, una fuerza
que coordina la reproducción sistémica, la integración social, la
estratificación social y la formación del individuo humano, así como
también desempeña un papel preponderante en los procesos
individuales y grupales de autoidentificación, y en la selección y
consecución de políticas de vida individuales. (Bauman, 1999, p. 75)

Veremos seguidamente, a partir de una esquemática caracterización que se


referencia en la metodología de construcción de los tipos ideales, cuáles son los
principales factores que amenazan a las poblaciones que viven en las sociedades más
desarrolladas respecto de las sociedades tradicionales.

Las sociedades tradicionales se caracterizan por una alta tasa de natalidad


(familias numerosas), a la vez que por una alta tasa de mortalidad infantil, vinculada a
las malas condiciones de vida (carencias nutricionales, viviendas deficitarias,
ausencia de saneamiento ambiental, escasa higiene de los alimentos) que contribuyen
a la proliferación de la enfermedades transmisibles como las diarreas (sobre todo
infantiles), infecciones respiratorias agudas (sobre todo infantiles), tuberculosis, el
cólera, la viruela, la rubeola y el dengue. La estructura demográfica de estas
sociedades se caracterizan por un mayor porcentaje de población joven y un reducido
porcentaje de población anciana, lo que se explica por su relativamente baja
expectativa de vida.
En tales contextos las actividades de la vida cotidiana están orientadas a cubrir la
satisfacción de necesidades básicas como alimentación, agua, vivienda y vestido. Las
condiciones de trabajo suelen ser precarias (ya sea en el campo o en fábricas con
ambientes insalubres) y las actividades recreativas están vinculadas con la vida
familiar y comunal. Según la OPS (2000), en las sociedades tradicionales predominan
una serie de riesgos ambientales, vinculados a la pobreza y la falta de desarrollo,
como los siguientes: falta de acceso al agua potable, saneamiento básico insuficiente
en el hogar y en la comunidad (por ej. Insuficiencia de letrinas y desagües cloacales),
contaminación de los alimentos por microorganismos patógenos (p. ej. elaboración de
alimentos sin normas higiénicas, mala conservación de los mismos), sistemas
deficientes de eliminación de residuos sólidos (p. ej. ausencia de servicio de
recolección de basura domiciliaria, acumulación de residuos en basurales), presencia
de vectores de enfermedades (especialmente insectos y roedores), entre otros.

Los sujetos carecen de un sistema de protección social que les brinden seguridad
ante las principales contingencias que podían amenazar su salud, bienestar
económico e integridad física, y las leyes en materia laboral no resguardaban lo
suficiente las condiciones de empleo y de convivencia social (Castel, 2010). Un
ejemplo cabal de este fenómeno podemos hallarlo expresado a través de la
problemática del trabajo infantil, que ha sido una práctica infelizmente recurrente y
naturalizada en el decurso histórico de la civilización occidental y aún presente en
vastos conglomerados sociales. Los niños, a quienes no se consideraba sujetos con
derechos y aspiraciones específicas y diferenciadas de los adultos, eran
frecuentemente víctimas de abusos físicos y psicológicos en los procesos de crianza y
eran enviados a trabajar en condiciones infrahumanas como parte del proceso
industrializador que en Occidente permitió la consolidación de un capitalismo
monopólico expandido a escala mundial. Por lo tanto, ha resultado impensable
reconocer en este proceso que el niño podía ser sujeto de derechos y que debían
reconocerse como tales los problemas que afectaban su salud, desarrollo y bienestar.

En las sociedades industrializadas desarrolladas, las mejoras en las condiciones


de vida (en el aporte alimentario, en la higiene doméstica, en el sistema de protección
social y legal y en el saneamiento ambiental) condujeron a una disminución de la
mortalidad infantil, con el consiguiente aumento de la expectativa de vida. La
estructura demográfica por ende, se caracteriza por un porcentaje de población
anciana mucho mayor que las anteriores y un menor porcentaje de población joven.
Estas sociedades se caracterizan también por el mayor acceso de la mujer en el
mercado de trabajo, y el acceso a métodos anticonceptivos eficaces que condujeron,
asimismo, a una disminución de la natalidad expresado en el indicador de un menor
número de hijos por familia.

Tales sociedades presentan una serie de riesgos ambientales vinculados con el


proceso de industrialización, urbanización y desarrollo tecnológico, entre los que se
cuentan: la contaminación de los cursos de agua por la evacuación de excretas
humanas, los desechos industriales y el uso de agroquímicos; la acumulación de
residuos sólidos y peligrosos (basura domiciliaria, residuos hospitalarios patógenos,
desechos industriales y radiactivos); los riesgos químicos y por radiación debidos a la
introducción de nuevas tecnologías industriales y agrícolas (glifosato, sustancias
químicas de uso industrial o materiales sintéticos utilizados para la fabricación de
innumerables productos de uso cotidiano) los desarrollos productivos basados en el
uso de diversos tipos de radiaciones (electromagnéticas ionizantes y no ionizantes,
alimentos transgénicos, etc.).

Debemos agregar a este breve listado otros factores que en la actualidad generan
enfermedad pública (Saforcada, 2015) y que comprenden, por ejemplo, los problemas
asociados al tránsito vehicular, la falta de protección ante las agresiones del hábitat,
del medio ambiente de trabajo o de los ámbitos de recreación (por ejemplo, boliches
nocturnos) en los que se desarrolla y emplea gran parte del tiempo libre y el ocio de
la población juvenil.

Las transformaciones productivas y en las pautas de vida han incidido para que la
vida se vuelva más sedentaria, la dieta más industrializada (menos natural) y,
frecuentemente, excesiva en grasas saturadas, calorías, sal y azúcar; se incremente el
consumo de sustancias tóxicas (como el alcohol, tabaco y drogas ilegales); aumente el
tiempo de ocio y las actividades recreativas pasivas e impuesto pautas de consumo
que conllevan nuevos riesgos para la salud física, psíquica y social y que están
produciendo un incremento en las enfermedades crónicas y degenerativas
(enfermedades cardiovasculares, cáncer y obesidad).

Debido a que la globalización ha llevado los procesos de producción industrial, la


publicidad, los medios de comunicación, tecnologías de información y estilos de vida
originarios de los países avanzados, hasta los lugares más remotos del planeta, en los
países pobres hoy coexisten los problemas ambientales y sanitarios vinculados a la
pobreza, junto con aquellos otros surgidos de la industrialización. A pesar de la
delimitación de estos cambios sociodemográficos los riesgos ambientales y modos de
vida tradicionales se conjugan en su aparición y en la producción de efectos,
existiendo muy frecuentemente perfiles mixtos o de transición que reflejan un
proceso de acumulación epidemiológica. El modo de vida centrado en el consumo
genera, por su parte, profundos impactos en la salud de las personas, en la
estructuración de los valores sociales y en la preservación o pérdida del tejido social,
que constituye una importante señal de alarma para quienes deben adoptar
decisiones sanitarias.

En tanto compradores, hemos sido arrastrados por gerentes de


marketing y guionistas publicitarios a realizar el papel de sujetos, una
ficción vivida como si fuera real. […] Y así, a medida que esas
necesidades de la vida que alguna vez se obtenían con esfuerzo y sin el
lujo de la intermediación de las redes comerciales se fueron
convirtiendo en productos también los cimientos del fetichismo de la
subjetividad se fueron ensanchando y asentando. Se podría completar
la versión revisada del cogito cartesiano: ´Compro, luego existo´.
(Bauman, 1999, p. 32)

Complementariamente a lo anterior, los PSSE presentan manifestaciones


altamente variables y dependientes del contexto socio-temporal. Por ejemplo, el
consumo de sustancias psicoactivas acompañó a la humanidad prácticamente en los
albores de la civilización. Pero el consumo de sustancias (que comprendía a las que
actualmente se consideran lícitas como a las ilícitas) se hallaba fuertemente regulado
por las pautas culturales, y fue a partir de que la constitución progresiva de un
mercado de oferta y demanda facilitó el libre acceso a las sustancias psicoactivas que
comenzó a aparecer el consumidor problema, así como todas las calamidades que
solemos asociar con el alcoholismo como enfermedad y problemática social.

Adoptando una perspectiva crítica sustentada en las ciencias sociales Menéndez


comprende a la problemática del uso de alcohol en el marco de los procesos
económicos-políticos y socioculturales que operan en una situación históricamente
determinada para establecer las características determinantes del consumo y el no
consumo de sujetos y/o agregados sociales. El proceso de alcoholización, entonces,
hace referencia a las funciones sociales y a las consecuencias positivas y negativas
que cumple la ingesta de alcohol e implica sólo parcialmente el problema de la
enfermedad física y mental. Desde esta mirada, toda la sociedad –y no solo quienes
padecen de un consumo abusivo- están comprendidos en la génesis y el
reforzamiento del problema: así es cómo abstemios, bebedores moderados,
bebedores excesivos y dependientes participan (en el sentido que son parte) de esta
construcción de sentido.

Desde esta perspectiva, el consumo de alcohol como conducta socialmente


problemática y no solamente como enfermedad se halla comprendida en el proceso
de alcoholización, siendo una de las tantas y variadas expresiones de este proceso
más amplio y más complejo, pero no la única. Limitar el análisis del proceso de
alcoholización a las manifestaciones que se expresan en los alcohólicos denominados
dependientes y/o excesivos plantea el inconveniente de asociar el fenómeno y su
abordaje a una estricta consideración patológica, tornando invisible el modo en que
los bebedores moderados y los abstemios también participan en los procesos
económicos-políticos y socioculturales que operan para sostener las características
dominantes del uso y del consumo de alcohol en un conjunto social determinado. Al
mismo tiempo, utilizar el concepto de alcoholismo como rótulo con una connotación
negativa, solo permite focalizar unilateralmente las consecuencias de la ingesta
excesiva, reduciendo el fenómeno a un proceso de consumo en el cual se pierde de
vista su contexto productivo, social e ideológico. Esta visión produce, entre otras
consecuencias sanitarias, la dificultad de visualizar las formas más leves de
dependencia y actuar preventivamente para evitar su incidencia.
En segundo lugar, las PSSE se constituyen en hechos problematizados
socialmente, ya que se hacen visibles para el colectivo social por efecto de las
acciones que adoptan en la arena pública actores con alto grado de
participación política.

En el ámbito de la salud, el término problema sanitario suele implicar una


dimensión aparentemente objetiva de las entidades que reciben esta denominación,
pero en este caso particular enfatizamos la circunstancia de que tales entidades son
resultado de un continuo proceso de problematización que descansa en el accionar
organizado de grupos y/o movimientos sociales, los cuales actúan en la defensa de las
personas padecientes y sostienen reclamos relacionados con el mayor acceso a
derechos que mitiguen las históricas condiciones de vulneración. Al reclamar sus
derechos en la arena pública, instan a una toma de posición respecto de la protección
y defensa de los derechos vulnerados y, en tal sentido, ponen en cuestión e interpelan
la legitimidad de los poderes públicos que deberían ocuparse de su tratamiento y
resolución.

Es un consenso entre los analistas de políticas públicas que, para que se pueda
formular y adoptar una política pública los problemas deben pasar de una instancia a
menudo invisible (porque afectan al orden doméstico y/o privado) para pasar a
constituirse o hacerse visible públicamente mediante su problematización social, ya
que si bien numerosos hechos o situaciones afectan a individuos o a pequeños grupos
y producen un impacto importante en quienes se hallan implicados, no alcanzan el
estatuto de cuestión que moviliza el interés o la atención del público general.

Desde esta concepción, las cuestiones emergentes en la sociedad son


problematizadas por la acción de grupos de presión que utilizan canales
institucionales para situar su demanda en la órbita del Estado y así movilizar los
recursos necesarios para su resolución. Una vez que el problema es considerado
como asunto de interés público origina el proceso de formulación e implementación
de la/s políticas específicas, que implica la articulación de acciones y recursos
orientados al logro de determinados fines resolutivos.

Uno de los temas más controversiales (que a su vez es materia de disputa entre
los actores sociales) es la propia definición de la cuestión social, ya que allí se
establece el campo mismo de las intervenciones de política pública, condicionadas a
su vez por las representaciones dominantes que refuerzan y legitiman ciertas
visiones acerca de los problemas que acontecen en la realidad social. Se observan en
tal sentido diversos criterios para definir qué es una cuestión social, entre las cuales
retomaremos aquellos que en su momento planteara Joan Subirats, reconocido
experto español en la materia: a) Cuando la cuestión alcanza proporciones
significativas y no puede ser ya desconocido como tal; b) Cuando ha adquirido
características específicas que lo distinguen de una cuestión ya aceptada como
problemática por la opinión pública; c) Cuando se asocia a situaciones emotivas que
concitan rápidamente la atención de los medios masivos de comunicación (ej:
sufrimiento por atravesar una situación límite, como la imposibilidad de acceder a un
bien o servicio para la vida), d) Cuestiones directamente vinculadas al sostenimiento
o la afectación de la legitimidad y el poder; e) Cuestiones que adquieren notoriedad
pública por vincularse a valores o tendencias que la sociedad destaca especialmente
importantes en un determinado período histórico.

Cabe señalar además que la problematización social devela los procesos de


implicación (Rodríguez, 2012) de quienes asumen roles de responsabilidad política y
técnica en relación a tales problemas y los sesgos que condicionan la perspectiva
mediante la cual efectúan su abordaje los agentes que intervienen en roles de
planificación, implementación y control. Tales procesos de implicación están basadas
en supuestos o creencias (propias de su pertenencia de género, de clase, ideológicos,
vinculados a los procesos de socialización cultural) que son a menudo inconscientes
para los sujetos (en el sentido de que escotomizan zonas de la realidad, que no son
reconocidas ni percibidas conscientemente) pero que no obstante operan en la
práctica real y efectiva que se instituye en los servicios.

Veamos específicamente el tema de la violencia, fenómeno que se modula


socialmente, ya que resultan muy distintas sus expresiones en una sociedad que
acepta, protege o naturaliza situaciones de maltrato cotidiano que en aquellas
sociedades donde las conductas violentas resultan sancionadas moralmente y/o
penalizadas socialmente. Así es como los medios masivos de comunicación registran
con asiduidad casos o situaciones emblemáticos que ponen al descubierto la violación
de derechos de quienes han sido víctimas de maltrato social, violencia de género,
problemas vinculados al abuso de sustancias, sujetos transexuales que son víctimas
de vejaciones que vulneran, entre otros, su derecho a la atención de la salud.

Numerosos casos de violencia que son emblemáticos para describir y caracterizar


el problema de la violencia contra la mujer, y que son recurrentemente exhibidos en
los medios masivos de comunicación presentan una alta relevancia, ya que existen
numerosas problemáticas “invisibles”, que cuando se hacen públicas y se visibilizan
en la sociedad, comienzan a ser consideradas como situaciones que no pueden ser
toleradas porque afectan derechos inalienables de la persona. Pensando en la
infancia, por ejemplo, se da el caso del trabajo infantil, una realidad que acompaña a
la humanidad desde su origen, y que acompañó de forma masiva el proceso de la
revolución industrial, pero que sin embargo hoy está considerada como una
problemática social que debe ser prevenida y/o erradicada, mediante intervenciones
de política pública en el cual el Estado y otros organismos sociales tienen un rol muy
preponderante.

En las situaciones que hemos referenciado aparecen grupos que manifiestan


algún grado de organización, que poseen recursos materiales y/o simbólicos para
poder llevar este problema a la agenda pública. Sin embargo, un aspecto que no suele
ser considerado es cuando el caso afecta a grupos sociales que no poseen los recursos
indispensables para hacer valer una demanda y/o un reclamo tras la constatación de
que sus derechos han sido vulnerados. Es decir, la posibilidad que tienen ciertos
actores sociales para llevar una determina problemática a la agenda pública depende
de los recursos que posean las personas afectadas, de la capacidad de movilizarse
organizadamente y articular su demanda ante la sociedad.

El proceso de construcción en la agenda pública se inicia comúnmente con la


percepción del problema. Existe una situación que es calificada como disruptiva y
problemática, no por una persona sino por un colectivo social, y ello abre distintas
opciones para actuar también desde herramientas de intervención que actúen según
lógicas colectivas. A veces la acción social es directa, una huelga de hambre, una
protesta organizada o bien inorgánica que gana el espacio público, mientras que en
otras ocasiones la acción social es indirecta, tramitada a través de canales
institucionalizados (por ejemplo, inclusión de un tema problemático para su
discusión en una comisión legislativa a fin de impulsar un proyecto de ley, estrategia
de difusión y sensibilización de vastas audiencias a través de medios masivos de
difusión).

Una cuestión importante en la conformación de la agenda pública guarda relación


con otorgarle legitimidad al problema que afecta a un grupo. Una estrategia habitual
de legitimar la cuestión es que el Estado reconozca las razones que fundamentan la
demanda y se ocupe de su abordaje y resolución. Durante este problema no puede
soslayarse el rol decisivo de los medios de comunicación, que contribuyen a situar esa
problemática no como un tema que afecta sólo a una persona y/o grupo, sino que
comprende valores universales y, como tal, extensibles a toda persona que se halle o
pueda hallarse en una condición similar. En la actualidad, y con la gran difusión que
ha alcanzado la perspectiva de derechos esto se hace más claro, porque detrás de
cada caso singular expuesto a través de los medios masivos de comunicación y que
refleja un problema de alto impacto social aparecen derechos vulnerados que son de
carácter universal.

Cuando se piensa en aquellas cuestiones que se definen en el espacio público, y


que vamos a definir como la agenda temática, aparecen los actores sociales y/o
estatales que intervienen en la definición del problema. El Estado puede tener un
papel en la definición de un tema, por ejemplo, sancionando una ley y difundiéndola a
través de los medios oficiales de comunicación, mediante la declaración profesada
por un funcionario estatal o a través del anuncio de una política pública destinada a
trabajar en torno a dicha cuestión problematizada socialmente.

Un ejemplo puede observarse en relación con el movimiento Ni una menos, que ha


denunciado el problema de los femicidios y la violencia de género, y que ha
desencadenado a partir del empoderamiento del colectivo de mujeres una intensa
movilización social, política y cultural. Precedida por un conjunto de hechos y
situaciones que treparon de forma recurrente a la agenda pública por constituir
hechos de alto impacto mediático (violencia expresada en crímenes que se
consignaron como hechos policiales), el Movimiento Ni Una Menos resulta un ejemplo
adecuado para ilustrar este punto.

Enmarcado en el movimiento de mujeres que ha llevado a la arena pública


cuestiones sociosanitarias de alta gravitación pública y sosteniendo la perspectiva de
género, los referentes de este movimiento han tomado posición en torno a la grave
cuestión de los femicidios, que impacta epidemiológicamente como causa de
mortalidad y discapacidad en una franja etaria de mujeres jóvenes a través del rubro
lesiones intencionales.

Pero lo que interesa destacar es cómo, a partir de hechos o situaciones que antes
podían circunscribirse al ámbito privado o del pequeño grupo familiar y, como tal,
resultaban invisibles y no problematizados socialmente, este movimiento ha
permitido develar gran parte de las circunstancias sociales, políticas y culturales
asociadas al problema de los femicidios en Argentina.

Entre los aspectos que cabe reconocer como relevantes para caracterizar este
movimiento que resulta emblemático, en los cuales hallamos rasgos definitorios
similares a los de otros movimientos sociales análogos son:

a) Se trata de un problema que se ha instalado en la agenda pública y de los


poderes públicos, expresando la tensión entre la magnitud y relevancia
de la cuestión y las escasas respuestas que, en términos de políticas
públicas activas, procuren avanzar en su resolución;
b) Manifiestan o son indicadores de un movimiento activo que tiende a
crecer e integrar fuerzas diversas que se congregan finalmente en un
reclamo común;
c) Articulan y agregan demandas que se expresan en activas invocaciones a
la participación política las cuales, basándose en una perspectiva de
género, comprenden también cuestiones relativas a la salud, el bienestar
y la emancipación de las mujeres;
d) Configuran identidades sociales y políticas que permiten integran la
participación desde diversas instancias, y promueven el empoderamiento
de actores tradicionalmente excluidos de la toma de decisiones que
carecen de oportunidades y herramientas para hacer valer sus reclamos
en la arena pública;

Por último, un aspecto importante a considerar nos remite a los modos de


implicación de los agentes sociales cuyo rol supone la intervención asistencial que
tiene impacto potencial sobre el bienestar de tales sujetos. La gestión e
implementación de políticas públicas descansa en equipos de trabajo cuyos
integrantes se implican de forma diferencial según género, clase social, edad o
posición ideológica. Pero tales vínculos entre los operadores y los destinatarios de
una política pública a menudo obedecen a distintas racionalidades, en las cuales se
conjugan criterios éticos, técnicos, administrativos y/o políticos que pueden estar en
conflicto a la hora de tratar y/o resolver situaciones específicas, vinculándose ello con
la perduración de prácticas institucionales que promueven o refuerzan la segregación
y/o el menoscabo del/los sujetos beneficiarios de las políticas públicas. Es una
constatación habitual en la práctica de los equipos que los profesionales se implican
en el accionar de una política pública a partir de muy diversas motivaciones, y
basadas en supuestos o creencias (propias de su pertenencia de género, de clase, o
vinculadas a los procesos de socialización cultural) que son a menudo inconscientes
para el sujeto (en el sentido de que escotomizan zonas de la realidad que no son
reconocidas ni percibidas conscientemente) pero que operan en la práctica real y
efectiva.

Si bien esta cuestión se plantea de modo universal en quienes trabajan en el


ámbito de los servicios sociales y sanitarios, resulta claro que en tales problemáticas
la implicación en las prácticas puede hallarse más condicionada por los marcos de
referencia ideológicos y/o por el sistema de creencias que opera consciente o
inconscientemente en cada uno de los agentes intervinientes. Podemos citar varios
ejemplos e interrogantes que, presentes en numerosas situaciones de trabajo,
permiten ilustrar esta cuestión: una visión que oculta aspectos que conciernen a las
problemáticas de salud según género, creencias sobre el carácter educativo de ciertas
conductas hacia la infancia y que impiden trabajar en la deslegitimación del maltrato
infantil, conductas de naturalización aceptadas en relación al consumo de sustancias
y que representan un obstáculo para identificar situaciones de consumo abusivo en
terceros.

Tales situaciones impelen a que los agentes sociales puedan ser conscientes de
aquellos factores socio-culturales e ideológicos en los que se hallan implicados,
siéndonos de gran utilidad el aporte que los cientistas sociales pueden hacer para
esclarecer al máximo las condiciones y los efectos de esta implicación. Bourdieu había
alertado ya que no hay mayor posibilidad de objetividad que agudizando al máximo la
reflexión respecto de la implicación subjetiva, pues un trabajo de objetivación sólo es
controlado científicamente en el grado de objetivación al que se haya sometido el
sujeto que hace la objetivación, aspecto que debe ser considerado con mucha
atención por quienes trabajan en este campo.

La reflexividad es una herramienta para producir más ciencia, no


menos. No está destinada a desanimar la ambición científica sino
ayudarla a ser más realista. Contribuyendo al progreso de la ciencia y
por ende al crecimiento del conocimiento sobre el mundo social, la
reflexividad hace posible una política más responsable, tanto dentro
como fuera de la academia. (Bourdieu y Wacquant, 2014, p. 242).
Los trabajos que se enmarcan en la denominada sociología reflexiva (Bourdieu y
Wacquant, 2014) nos permite analizar el tipo de implicación de los profesionales que,
estimulando un proceso de reflexión sobre las prácticas evite intervenciones
distorsivas. Es fundamental aquí sostener un proceso de reflexión continua sobre las
prácticas que incremente el compromiso participativo de los técnicos, profesionales y
líderes comunitarios en la construcción de una conciencia crítica y comprometida con
la vida de las personas (Quintal de Freitas, 2008) y que pueda ayudar a superar
barreras a la inclusión de las personas con padecimiento, ancladas en los prejuicios y
los procesos de estigmatización tan extendidos aún en la comunidad.

La constatación de estas propiedades genera desafíos relevantes respecto de los


modos de intervención a ser desarrollados a través de las políticas públicas, tema que
trataremos en capítulos subsiguientes.

En tercer término, deben ser enfocados como problemas epidémicos, ya que


han experimentado un incremento en la prevalencia e incidencia de casos que
impactan sobre los sistemas de servicios de salud.

La metáfora del iceberg se ha empleado con frecuencia para describir cómo el


conjunto de casos o situaciones que se han hecho superficialmente visibles
representan una fracción del universo completo, conformado por un gran volumen de
casos que se mantienen ocultos porque no se han hecho aún manifiestos ni evidentes.
El adjetivo emergentes expresa también que el principal volumen de casos o
situaciones se ubican por debajo de la superficie porque no han sido identificados aún
como problemas en el ámbito de lo público.

Con el objetivo de situar un problema sanitario en la agenda de decisiones y


orientar los cursos necesarios de acción se requiere un cúmulo de evidencias
epidemiológicas que destaquen la importancia capital de los factores psicosociales, y
un examen acerca de las políticas públicas puestas en marcha para la resolución
del/los problemas de salud concebidos como prioritarios.

De acuerdo a datos oficiales (INDEC, 2012), correspondientes al Censo del año


2010 la edad media del total de la población es de aproximadamente 29 años siendo
Argentina el tercer país envejecido de la región. Cuba ocupa el primer lugar con una
edad media 38 seguido por Uruguay con 32,8. Pero, aún estamos lejos de Europa cuya
edad media es 43 años. Aunque, de continuar esta tendencia, los especialistas estiman
que para el 2050, 1 de cada 5 argentinos tendrá más de 64 años de edad. La pirámide
poblacional del 2010 muestra la profundización del estrechamiento de la base, es
decir de las edades de 0 a 4 años y el ensanchamiento en la cúspide de la pirámide
(más de 65 años). En los adultos mayores es marcada la presencia de mujeres
producto de la sobremortalidad femenina. La proporción de adultos de más de 65
años ya supera el 10,2% a nivel total país, siendo la Capital la que concentra más
personas mayores, con un 16,4%, informó el INDEC en base a los datos del Censo.
Esta constatación, que ubica a nuestro país como una sociedad envejeciente,
implicará en el corto plazo la agudización de tendencias epidemiológicas en curso, de
patologías crónicas y degenerativas asociadas a los tramos de edad más avanzados, y
una mayor demanda para su atención o cuidado. Asimismo, de acuerdo a cálculos
proyectados para el año 2020 el porcentaje de población que podría quedar
comprendida en la tercera edad ascendería al 16%, con una tasa de envejecimiento de
11.1. El continente americano es una de las regiones con más rápida tasa de
envejecimiento del planeta: mientras que 1 de cada 10 habitantes era adulto mayor
en 2015, para el año 2030 lo será 1 de cada 6; y para 2050, 1 de cada 4 (Global Age
Watch Index, 2015). Según el mismo informe, la Argentina, con 15,1% de adultos
mayores sobre su población total, se encuentra entre los países más envejecidos de
Latinoamérica, y según el Ministerio de Salud de la Nación viene demostrando signos
de envejecimiento desde 1970 (MSAL, 2007).

Uno de los temas que resultan más importantes en torno a esta cuestión es el
aislamiento y la soledad que padecen los individuos ubicados en el tramo
denominado de la tercera edad, agravado ello por las transformaciones en las
pirámides demográficas que produce una inédita descompensación en la relación
entre adultos y ancianos. Este fenómeno provoca, a la vez, una grave sobrecarga
sobre los sistemas de seguridad social, dado que cada vez se cuentan menos activos
para sostener las crecientes necesidades del sector pasivo, fenómeno que resulta
altamente preocupante en aquellas sociedades que más han avanzado en el proceso
de transición demográfica.

La temática del envejecimiento poblacional cobra relevancia a la vez como una


cuestión a ser abordada mediante programas de fortalecimiento de las unidades
familiares que se ocupan de su cuidado, a menudo sobrecargadas y sin recursos
materiales o psicológicos para afrontar las demandas crecientes de este grupo
poblacional. La carga de morbilidad y discapacidad que está asociada al
envejecimiento poblacional exige el desarrollo de estrategias que trasciendan el
universo familiar y abarque a instituciones especializadas en su atención o cuidado,
para que éstas no se conviertan en depositarias del abandono o negligencia con que la
propia sociedad trata la situación de los ancianos y, por el contrario, puedan
constituirse en factor de integración y promoción de una mejor calidad de vida (Rath,
2003).

Por ello reconstruir y actuar en el modelado de dichas representaciones ha sido


uno de los desafíos más importantes de la gerontología social, pues allí se juegan las
chances de adoptar políticas públicas más inclusivas, participativas y centradas en los
derechos o competencias de los propios asistidos, que a la vez se constituyan en
fomentadoras o promotoras de la salud de la ancianidad entendida como una etapa
más en el proceso de desarrollo vital.

Tales datos no hacen más que exponer la importancia que adquiere la


problemática del envejecimiento, el cual desborda un enfoque meramente
cuantitativo centrado en variables agregadas de carácter económico o macrosocial y
resitúa la importancia que adquieren las connotaciones culturales, étic3as y
psicosociales en su tratamiento.

De acuerdo a lo planteado en recientes estudios (Redondo, 2010), como resultado


de las modalidades que ha seguido el proceso demográfico en nuestro país se
observan los siguientes procesos socio-demográficos emergentes:

a) Feminización de la población anciana, debido a la mortalidad diferencial


de los sexos que favorece a las mujeres en todas las edades y,
principalmente, en las más avanzadas; siendo más pronunciado este
fenómeno en la población adulta mayor de 65 años, ya que la proporción
de mujeres alcanza en este segmento etario un 59,4% del total.
b) Reducción del tamaño de las familias, dado que el alargamiento de la
expectativa de vida está asociado con el alargamiento del ciclo de vida
familiar, el cual se expresa a la vez en el incremento proporcional de las
personas en edades más avanzadas que viven en hogares de pareja sola
(conyugales sin hijos) y en hogares unipersonales.
c) A partir de los avances producidos en la legislación social, los sistemas de
protección social y la cobertura previsional garantizada por el Estado
para todas aquellas personas se logra socializar progresivamente el
apoyo económico a las personas mayores a través de instituciones
públicas, semipúblicas y privadas que brindan cobertura sanitaria a la
población anciana.

Si bien tales datos fenómenos no hacen más que subrayar la importancia que
adquiere la problemática del envejecimiento, su complejidad desborda las
posibilidades de un enfoque meramente cuantitativo centrado en variables agregadas
de naturaleza económica y resitúa la importancia que adquieren las connotaciones
culturales, éticas y psicosociales en su tratamiento.

En estrecha relación con el proceso de envejecimiento progresivo de la sociedad


argentina, la prevalencia de padecimientos mentales no cesa de incrementarse. Se
estima, por ejemplo, que la depresión es el principal componente de la carga de
morbilidad psiquiátrica en la región de América Latina que, de acuerdo a distintos
estudios, ascienden al 24 % del total; y que en el año 2020 será la segunda causa de
Años de Vida Ajustados por Discapacidad, superada sólo por las miocardiopatías
(Roses, 2005).

Según estimaciones de estudios realizados en diferentes países (Regier et. al.,


1988; Almeida Filho et al., 1997) más del 25 % de los individuos padecen uno o más
de estos trastornos de manifestación preponderantemente mental, y de acuerdo a los
resultados de un proyecto conjunto desarrollado por los principales referentes
regionales en Salud Mental, el número de personas afectados aumentará de 114
millones en 1990 a 176 millones en el 2010 (Kohn; Levav; Caldas de Almeida;
Vicente; Andrade; Caraveo-Anduaga, Saxena y Sarraceno, 2005).

El mundo “occidental” actual no es un buen lugar para envejecer; pero


llegaríamos a mejorar la calidad de vida de la futura tercera edad, si se lograra que
toda la gente llegue a tener verdadera conciencia de cuatro cosas: a) que muy
probablemente llegarán a viejos; b) que ciertas características vitales se pierden o
disminuyen inevitablemente al avanzar en edad; c) que muchas se pueden conservar
y algunas acrecentar; y d) que otras se pueden generar en esta etapa de la vida si se
dan las condiciones para ello.

La carga y el costo humano, social y económico de los padecimientos mentales es


cada vez mayor, por el efecto combinado de numerosos factores, entre los que cabe
incluir el peso de los estresores ambientales, la presión que imponen las actuales
condiciones de vida y trabajo así como la inestabilidad económica y política que asoló
al país en los últimos años. No obstante el reconocimiento de la creciente incidencia
de tales situaciones y del impacto que ello ocasiona en la persona y/o en el grupo
familiar, en virtud de la misma invisibilidad que estos hechos presentan se plantean
obstáculos para que los sistemas de registro y notificación detecten adecuadamente
estas problemáticas: resulta aún excepcional que se incorporen indicadores
específicos en los sistemas de vigilancia epidemiológica diseminados por todo el país,
y no se han desarrollado suficientemente estudios poblacionales que actualicen
periódicamente el perfil epidemiológico asociado a tales problemáticas.

Si bien la producción de datos oficiales para caracterizar la situación


epidemiológica en la salud mental en Argentina ha sido discontinua y a menudo
errática, el país cuenta con evidencias consistentes respecto del peso relativo que
tiene el consumo de psicotrópicos como causa de egreso hospitalario con el 48,4% de
casos, seguida de los trastornos esquizofrénicos con el 29,5% y los trastornos del
humor alcanzan un valor de 24,5%.

Se estima, de acuerdo a informes mundiales que 1 de cada 4 familias tienen un


miembro con una de estas patologías, y que el 43 % de las discapacidades a nivel
mundial son causadas por patologías encuadradas en el campo de la salud mental. En
2010 los trastornos mentales (TM) fueron responsables del 7.05% de los años de vida
ajustados en función de la discapacidad (AVAD) perdidos por todas las enfermedades
y lesiones. Según la citada fuente, en Argentina la carga de enfermedad por trastornos
mentales (TM) han sido responsables del 10,32% de los años de vida ajustados por
Discapacidad. La depresión es el trastorno más común (5%), seguido por los
trastornos de ansiedad, (3,4%), la distimia (1,7%), el trastorno obsesivo compulsivo
(1,4%), trastorno de pánico y psicosis no afectivas (1% cada una), y trastorno bipolar
(0,8%), entre otros.

Retomando aquello que se venía desarrollando cabe distinguir, dentro de las hoy
llamadas enfermedades mentales, aquellas cuya incidencia resulta similar en casi
todos los países del mundo (ej: la esquizofrenia) o que resultan altamente
dependiente de la expectativa de vida promedio de la población (como es el caso de
las demencias con un sustrato neurobiológico), de aquellas otras problemáticas
vinculadas a factores dependientes de las condiciones locales, tales como la
depresión, las distintas formas de neurosis, los trastornos de ansiedad, la violencia o
las patologías adictivas.

Íntimamente vinculada a los procesos transicionales en el plano demográfico y


epidemiológico se halla la problemática de la discapacidad intelectual y física como
consecuencia del proceso de cronificación y del tipo de morbilidad que hoy afecta de
manera más prevalente a la población. Como ejemplo de ello obsérvase que, de
acuerdo a recientes relevamientos efectuados por el INDEC (2005), se estima que la
prevalencia de discapacidad abarca al 7,9 % de la población total, incrementándose al
21,2% para el tramo que se ubica entre los 65 y 74 años de edad y al 37,8% para la
población que supera los 75 años.

Para lograr una caracterización más adecuada de dicha problemática es necesario


considerar el fenómeno de la discapacidad en estrecha relación con la facilitación o
restricción de oportunidades existentes en el medio ambiente físico y social. Este
enfoque, que evita tratar a la discapacidad como una condición absoluta u homogénea
ha permitido la introducción del concepto de capacidades diferentes, a partir del cual
se ha destacado el interés por fortalecer las competencias más que atender las
carencias que pueden expresar los sujetos reconocidos bajo el rótulo de
discapacitados.

El consumo de sustancias psicoactivas incluye las drogas legales o de uso


aceptado socialmente y aquellas denominadas ilegales, que están penalizadas por la
ley. Comprenden, por lo tanto, el consumo excesivo de alcohol, psicofármacos,
cocaína, marihuana y toda la variedad de drogas ilícitas que hoy se reconocen como
asociadas al patrón de consumo que caracteriza a los sectores populares.

No obstante su utilidad, esta clasificación prescinde de lo más importante: las


consecuencias que tiene el uso y abuso de tales sustancias sobre la salud. Los estudios
realizados en nuestro país han demostrado que el uso de alcohol está ampliamente
incorporado a los hábitos sociales y dietéticos de la población adulta, y que su abuso
está asociado con trastornos orgánicos (cuyos efectos están directamente asociados
con patologías hepáticas, circulatorias y congénitas con efectos discapacitantes sobre
la población consumidora) y mentales, así como también relacionados con los
accidentes de tránsito, el ausentismo laboral, suicidios, homicidios o episodios de
violencia familiar y social. Estas consecuencias acarrean severos costos, entre los que
se incluye la necesidad de brindar una hospitalización costosa y prolongada a quienes
sufren los síntomas de dependencia al alcohol en los estadios avanzados de la
enfermedad.
De acuerdo al sexto Estudio Nacional en población de 12 a 65 años sobre
consumo de sustancias psicoactivas realizado por la SEDRONAR en la Argentina en el
año 2017 (SEDRONAR, 2018) , podemos afirmar que: a) Los consumidores de alcohol
en los últimos 12 meses representan el 68% de la población total, de 12 a 65 años; b)
El total de personas con problemas de consumo de alcohol perjudicial y de riesgo
representan el 16% (2.066.941 personas) del total de consumidores de alcohol del
último año, y es mayor entre los varones y en los jóvenes de 12 a 24 años; c) De los
niños y adolescentes que consumieron alcohol en el último mes, 1 de cada 2 lo hizo de
forma abusiva, d) El consumo de sustancias de manera riesgosa en las mujeres de 12
a 65 años creció del el 6.1% en el año 2010 al 9%, equivalente en el año 2017.

Si bien afecta a una proporción menor de la población, el consumo de drogas


penalizadas suele alcanzar mayor impacto en la opinión pública por su asociación,
como parte del sistema de representaciones sociales predominante, al delito y la
marginalidad social. La vinculación entre el consumo de sustancias ilegales
(marihuana, cocaína, heroína) y los trastornos a la salud se manifiesta en la
mortalidad por los problemas de sobredosis, complicaciones menores que abarcan al
sistema respiratorio y cardiovascular, lesiones no intencionales (ej: accidentes de
tránsito), homicidios y suicidios.

De acuerdo al citado estudio de SEDRONAR, se obtuvieron los siguientes


resultados: a) En comparación al 2010, se triplicó el consumo de cocaína de alguna
vez en la vida entre los niños y adolescentes; b) El consumo de alguna droga ilícita en
niños y adolescentes aumentó un 146%.; c) La marihuana es la droga ilícita de mayor
consumo en el país. El 7,8% de la población declaró su uso en el último año; Entre
2010 y 2017, el consumo creció en todos los grupos de edad, tanto en varones como
en mujeres; d) El 5,3 % de la población entre 12 y 65 años consumió cocaína alguna
vez en su vida, lo que implica un incremento del 100% con respecto al estudio del año
2010. En comparación con el año 2010 se triplicó el consumo alguna vez en la vida
entre adolescentes.

Finalmente, sobresalen en el último período dos problemáticas emergentes que


impactan sobre la formulación de políticas públicas: tradicionalmente denominados
como accidentes y violencia, diferenciados respectivamente como lesiones no
intencionales e intencionales. Las lesiones no intencionales son en la actualidad el
principal problema sanitario emergente por la carga de morbimortalidad y efectos
discapacitantes asociados, y por su alto grado de evitabilidad, tanto si se considera a
los accidentes de tránsito que ocurren en la vía pública y en los ámbitos laborales
como a los que acontecen en el hogar. Según los datos aportados por la Dirección de
Estadísticas Sanitarias del Ministerio de Salud y Ambiente de la Nación (2004),
resulta clara su relevancia epidemiológica si observamos que las lesiones no
intencionales representan la primera causa de mortalidad entre la población que se
ubica entre los 16 y 35 años de edad y como tercera causa si se toma a la población en
su conjunto.
Más allá de su tratamiento mediático, que en ocasiones plantea una equívoca
concepción en torno a los determinantes y la extensión del problema de la violencia,
no cabe duda que la misma se ha instalado como una de las problemáticas sanitarias
emergentes en América Latina. Cabe distinguir, no obstante, el problema de la
violencia como fenómeno de autoagresión y los fenómenos de aloagresión o agresión
a terceros, entre las que cabe reconocer las distintas formas de homicidios y lesiones
intencionales. En un informe realizado en base a las Estadísticas de Mortalidad del
Programa Nacional de Estadísticas de Salud (PNES) de los años 1997- 2002, se
observaba que Argentina presenta una tasa cruda de suicidios, por cada 100.000
habitantes, que varía entre 6,3 en el año 1997 y 8,4 en el año 2002; observándose el
salto cuantitativo en números absolutos de muertes en 900 casos, que se constata
entre 1999 y 2000. La tasa de suicidios se ha estabilizado desde el comienzo del
milenio, y ha rondado en el año 2014 trepando a un valor de 7,8/100000, y
sosteniendo una tasa de 4 hombres por mujer.

En torno a la emergencia y sostenimiento de la violencia cobran una importancia


fundamental los problemas vinculados con el maltrato a la infancia, el maltrato
conyugal o las distintas formas de opresión de minorías. Estos problemas, que se
registran como fenómenos con incremento de su incidencia en el período reciente y
plantea directas consecuencias en el terreno epidemiológico, aún cuando predominen
fenómenos de naturalización e invisibilización social.

Respecto de la salud reproductiva, hemos de detenernos especialmente en la


temática del aborto, que se ha constituido en la primera causa de muerte materna
desde 1980 (Ramos et al, 2014), y se realiza, en la mayoría de los casos, de manera
masiva, en la clandestinidad y en condiciones inseguras (Rosenberg, 2010). Según el
Ministerio de Salud de la Nación, en el año 2008 más del 17% de las causas de
mortalidad materna fueron provocadas por abortos (MSAL, 2017). Asimismo, un
estudio de la Sociedad de Obstetricia y Ginecología de Buenos Aires (SOGIBA, 2008)
señala que del total de muertes ocurridas en la Ciudad de Buenos Aires en el año
2008 casi los dos tercios obedecieron a muertes por causas directas, que son aquellas
que resultan de complicaciones obstétricas del embarazo, parto o puerperio, de
intervenciones, omisiones, tratamiento incorrecto o de una cadena de
acontecimientos originadas en cualquiera de las circunstancias anteriores (SOGIBA,
op. cit); siendo las frecuencias más altas correspondientes a abortos, preeclampsia,
eclampsia y tromboembolismo, aclarando que son además las causas que presentan
mayor proporción de subregistro. Asimismo, se ha registrado que las principales
afectadas son las mujeres de los sectores populares que no tienen acceso a la atención
sanitaria y que se someten a abortos clandestinos y realizados sin las condiciones
mínimas de seguridad para su vida y su salud (Gil Dominguez, 2006). En suma, el
problema del aborto no es sólo un problema legal, sino que debe ser entendido como
un problema de salud que necesita ser abordado de manera prioritaria e incluirse en
la agenda de los servicios de salud sexual y salud reproductiva para incidir en la
reducción de la mortalidad materna del país. Pero a pesar de las evidencias
epidemiológicas y del marco normativo existente, no se ha podido aún consolidar una
política pública integral que pueda ampliar el acceso de todas las mujeres y personas
con capacidad de gestar a la interrupción legal del embarazo, disminuyendo los
abortos inseguros y las muertes asociadas a dicha práctica que inciden sobre la
mortalidad materna en nuestro país. Por ello es que la consideración del aborto como
un problema de salud pública impone la necesidad de un compromiso ético y un
accionar responsable de los/as profesionales de salud que pueden actuar frente al
mismo.

La emergencia de las problemáticas socio-sanitarias antedichas ha sido asociada


con hábitos y factores comportamentales fuertemente arraigados en la población que
explican su ocurrencia y mantenimiento en el tiempo, así como los obstáculos que se
plantean al momento de diseñar estrategias destinadas a su disminución o control.
Sin embargo, como alerta Goodman (2000), reconocer las variables
comportamentales no debe implicar la adhesión dogmática a teorías que ignoren el
contexto de vida de las personas y refuerzen visiones que tiendan a culpabilizar a la
víctima. A menudo esta concepción tiene como consecuencia, en el plano de las
políticas públicas, la omisión de medidas colectivas que permitan atender con mayor
intensidad a aquellos sujetos o grupos que se encuentren en una situación de mayor
vulnerabilidad relativa y transferir a los sujetos responsabilidades que en última
instancia deben ser asumidas por actores colectivos.

En las últimas décadas, y aún cuando la información sobre los riesgos asociados con
tales conductas están ampliamente difundidos en la sociedad, las tendencias que han
exhibido la mayoría de los problemas sanitarios expuestos con anterioridad indican
un desplazamiento en la prevalencia de los casos desde los niveles más acomodados
socialmente hacia aquellos grupos más desfavorecidos. Se han reportado importantes
estudios (Marmot, 1988) en los cuales la conducta de fumar o la obesidad por
malnutrición parece en la actualidad informarnos más acerca del grupo
socioeconómico en el cual se incluye el sujeto que acerca de sus características
subjetivas, razón por la cual deben introducirse criterios en torno a cómo reducir la
inequidad que manifiesta la distribución diferencial de esta y otras conductas que
tienen influencia sobre la salud.

Por último, y no menos importante, las PSSE plantean una brecha, a menudo
irresoluble, entre exigibilidad de derechos y satisfacción efectiva de demandas.

Como se insistirá a menudo en el presente trabajo, el derecho se encarna en una


conciencia de derechos o, más específicamente, en una expectativa psicosocial y
cultural que se concreta en aquello que es viable satisfacer en un determinado
contexto socio-histórico, y según la posición relativa que cada sujeto ocupa en el
espacio social. Existe una tensión fundamental que se expresa en la creciente
exigibilidad por satisfacer derechos que, de la mano de los movimientos sociales
antes apuntados, resultan ilimitados y abarcan áreas cada vez más diversas de la vida
social y las capacidades o recursos (institucionales, económicos, políticos) existentes
y/o efectivamente movilizados para darles adecuada satisfacción, que son por
definición limitados.

Esta perspectiva de creciente exigibilidad se imbrica profundamente con el


concepto de inclusión social, porque esta debe concebirse como el acceso a
oportunidades para el ejercicio de derechos y porque estos deben concretarse en un
determinado contexto histórico y social. En Argentina cabe destacar
fundamentalmente que este proceso de creciente acceso a derechos se ha concretado
en un conjunto importante de leyes y normativas que se han abocado
fundamentalmente a regular diversos aspectos ligados con las problemáticas
sociosanitarias emergentes entre las que cabe destacar, por su relevancia e impacto,
la ley N° 26061 de protección integral de los derechos de las niñas, niños y
adolescentes, la ley Nº 24901 de discapacidad, la ley N° 26485 de protección integral
para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, la ley Nº 26657
de salud mental, la ley N° 27042 de Abordaje integral e interdisciplinario de las
personas que presentan trastornos del espectro autismo y la ley N° 24788 de
prevención del consumo nocivo de alcohol.

Las normativas recientemente sancionadas y arriba citadas presentan las


siguientes características fundamentales:

a) Proponen desplazar el paradigma tradicional, de tipo tutelar, por un


enfoque centrado en la protección de derechos; (ejemplo ley de niñez,
discapacidad y salud mental) y, consiguientemente, un cambio en las
conceptualizaciones que han sido habitualmente establecidas para
designar tales problemáticas. El término menor (tributario de un enfoque
tutelar) ha sido sustituido por niño/niña; el enfermo mental por sujeto
con padecimiento mental y a menudo se utiliza el término sujeto con
capacidades diferentes para sustituir la carga estigmatizante que aún
pesa sobre el concepto discapacidad.
b) Se plantean introducir reformas en los procesos de formación; tal como
queda ejemplificado en el artículo 33° de la ley 26657, en el cual se insta a
proponer recomendaciones a las universidades públicas y privadas para
que adapten las currículas de formación a los principios rectores,
dispositivos y procedimientos contenidos en la ley y, en particular, la
incorporación del conocimiento de las normativas propias del sistema
internacional de los derechos humanos como parte de los contenidos de
la formación.
c) Proponen nuevos dispositivos institucionales para mejorar la atención de
tales problemáticas desde una perspectiva de salud pública,
incorporando la necesidad de cubrir mediante prestaciones sociales y/o
sanitarias la atención de dicha temática. La implementación de tales
dispositivos (Servicios locales y zonales de niñez de acuerdo a la ley
nacional n° 26061 centros de día y educativos terapéuticos según lo
pautado en la ley de discapacidad nº 24901 y dispositivos de atención
comunitaria para sustituir a los monovalentes en la ley nacional Nº
26657) están concebidos como un medio para la progresiva supresión de
las estructuras institucionales concebidas históricamente de acuerdo a un
enfoque tutelar.
d) Proponen mayores grados de acceso a oportunidades sociales,
emparentándose esto con la inclusión social; como queda claramente
reflejado en la ley Nº 22.431 que se inspira en el modelo social de la
discapacidad y a lo pautado en la Convención que aboga por propuestas
inclusivas en las áreas de educación y salud, en la ley de salud mental en
lo que respecta al acceso a oportunidades de integración social antes
vedadas por efecto de la institucionalización.
e) Se apoyan en otras normativas de alcance supranacional (Convenciones,
Declaraciones, Resoluciones, Acuerdos) que obligan al país en el marco
del sistema internacional de derechos humanos. Tales normativas
pueden a su vez clasificarse de acuerdo al grado de obligatoriedad que le
imponen a la nación, ya que algunas de ellas se han adoptado como
obligaciones ut supra en la Constitución del año 1994 y otras, en cambio y
sin desmedro de su relevancia, actúan como ley blanda (soft law) (por
ejemplo, la Declaración de Caracas en el ámbito de las políticas de Salud
Mental).

Debemos entonces apuntar otro conjunto de normativas que, si bien no atienden


específicamente a los PSSE, profundizan el acceso a derechos que han sido
históricamente vulnerados y que sin duda tendrán impacto sobre cuestiones ligadas
con la salud y el bienestar, tanto individual como colectivo, tales como: la ley Nº
26743 de Identidad de Género, la ley Nº 25871 de migraciones, la ley Nº 26862 de
fertilización asistida, la ley Nº 26618 de reforma del Código Civil reconocida como
matrimonio igualitario, la Ley Nº 26.364 de prevención y sanción de la trata de
personas y asistencia a sus víctimas, sólo para citar las más relevantes.

Por otra parte, las normativas son discursos que encierran una visión ética,
ideológica y política en torno a cuestiones socialmente problematizadas. En la medida
que las normativas comprendan nuevas visiones paradigmáticas en torno a temas en
los cuales han persistido visiones muy tradicionales cobra sentido analizarlas por sí
mismas como elemento innovador, deteniéndonos en el análisis de su coherencia
interna y/o los fundamentos que están en la base de tales propuestas normativas.

Las normas, además, se institucionalizan y son interiorizadas como tales por los
sujetos que integran una cultura y crea un conjunto de aspiraciones en torno a lo
justo o injusto, permitiendo que se reivindiquen los derechos de aquellos colectivos
sociales vulnerados y menoscabados a lo largo de la historia por factores
socioculturales (discriminación de género, por identidad sexual, a pueblos
originarios, comunidades pobres y/o marginadas incluso en el espacio territorial).

Otra mirada en torno al cuerpo normativo es de carácter político institucional y


nos puede remitir al campo de relaciones sociales y políticas que se tejen alrededor
de ciertas cuestiones socialmente problematizadas en un determinado contexto
histórico. El ámbito legislativo suele ser el escenario en el que se discuten y sancionan
las leyes a través de arduas negociaciones en las cuales se disputan sentidos, alcances
y derivaciones prácticas que pueden seguirse de tales piezas normativas, que suelen
plantearse en las comisiones organizadas temáticamente para el tratamiento de las
leyes o bien durante audiencias públicas cuando se convocan para conocer la opinión
de los distintos grupos y/o movimientos sociales. Aquí puede resultar de interés, a
partir de una ley o temática específica analizar cómo son las distintas posiciones que
se plantean en torno a una cuestión específica, tomando en cuenta, por ejemplo: a)
Cuál es la perspectiva y el posicionamiento de los actores; b) Cuáles son sus
estrategias y/o sus formas de presión? ; c) Qué recursos movilizan para promover o
bloquear las leyes?; d) Cómo impacta todo ello en el contenido de las herramientas
normativas?

Un ejemplo puede instruirnos fácilmente en torno a esto: la violencia o el


asesinato de mujeres está reconocido como una de las situaciones más problemáticas,
y la ley penaliza a quienes ejercen tales tipos de violencia. Aún cuando la realidad
actual no se transforme mecánicamente por el imperio de las normas (y quienes
deben ser sancionados esquivan con frecuencia el brazo de la Justicia) las normas
permiten cuestionar o problematizar el estatuto de lo real para constituir ciertos
hechos como desviados, indeseables o insatisfactorios, y generar las condiciones para
que tras ese proceso de cuestionamiento se puedan desarrollar acciones
transformadoras que la misma norma a menudo contempla.

Otro de los aspectos importantes que cabe remarcar, y que ha sido


reiteradamente señalado por diversos autores, es que si la prédica de los derechos no
se aúna a un genuino movimiento de participación social que permita cerrar la brecha
de atención en la condición de los grupos desfavorecidos se corre el riesgo del
vaciamiento y/o la manipulación discursiva: la ley termina convirtiéndose en un texto
discursivo, en una retórica que promueve la autocomplacencia de quienes abrigan
buenas intenciones pero que no logra constituirse en una herramienta clara de
transformación. Los grados, niveles y procesos de participación social se constituyen
en tal sentido como uno de los elementos a analizar centralmente con el objetivo de
identificar cuáles son aquellos factores favorecedores y cuáles obstaculizadoras en la
aplicación de las medidas contenidas en la norma, en cuya elucidación la psicología
comunitaria ha demostrado que puede brindar aportes específicos y relevantes
(Jiménez Domínguez, 2008).
Una de las cuestiones que habitualmente se plantea es el impacto efectivo que han
tenido tales normas en el colectivo social. Más allá de que en el proceso de
implementación de las normas se ha puesto claramente de manifiesto la profunda
brecha entre la creciente concientización (para acceso a derechos) y las limitadas
capacidades institucionales existentes para satisfacerlos, en todos los casos se ha
profundizado la percepción social en torno a la brecha que existe entre lo normativo y
lo fáctico; entre lo actualmente presente y lo proyectado o deseado; entre el conjunto
de necesidades identificadas (número de individuos que padecen un determinado
problema o situación) y la asistencia o cobertura formal de prestaciones que se le
ofrece u otorga.

Pero esta brecha no debe convertirse en una fuente de desasosiego que impida
actuar en la consecución de aquellas iniciativas, medidas y acciones que deben
adoptarse en el ámbito de las políticas públicas, sino que deberían constituirse en un
acicate para acortar las brechas que tan claramente se han puesto de manifiesto para
los actores implicados en su resolución.

Perspectivas futuras

Nuestro objetivo ha sido señalar y caracterizar la complejidad de las


problemáticas sociosanitarias emergentes más relevantes de la Argentina, puesto ello
en evidencia a la luz de los datos epidemiológicos así como por el relieve que dichos
problemas han alcanzado como cuestiones sociales que, incorporadas a la agenda
pública, impele a los poderes del Estado y a las organizaciones sociales para actuar en
su tratamiento y resolución.

Tales problemáticas sanitarias incluyen aspectos de muy variada índole, pero


tienen la posibilidad de ser abordadas de acuerdo a las contribuciones más relevantes
de las distintas teorías y técnicas que conforman el cuadro disciplinario de la
psicología social aplicada (comunitaria y sanitaria), y que abarca tópicos tales como:

• El impacto que tienen los problemas sociosanitarios en el plano de la


subjetividad, la asunción que las personas realizan en torno a su rol de
enfermos, así como las creencias, actitudes y conductas que aparecen
como facilitadores o barreras en la relación con los profesionales e
instituciones sanitarias.
• La construcción que efectúan individuos y grupos sociales acerca de los
factores que intervienen en la determinación de la salud y la enfermedad,
y de los factores de riesgo o de protección que amenazan o protegen a las
personas.
• La adopción de conductas protectivas, preventivas o rehabilitantes que
condicionan la eficacia de programas educativos dirigidos a fomentar el
autocuidado y control de la propia salud y enfermedad, como así también
la de otras personas vinculadas (familiares, vecinos, etc.).
• La participación en redes de apoyo y sostén que mejoran la protección
ante la enfermedad potencial, la sensación de bienestar y la retroacción
positiva para ejercer un mayor control sobre los episodios que pueden
alterar la salud.

Dichos aportes requieren ser adoptados de manera perentoria y basados en un


criterio social-expansivo que supere las restricciones del modelo clínico tradicional.
De lo contrario, la respuesta fragmentada, tardía, ineficaz e ineficiente limitará el
derecho de la ciudadanía a participar, decidir e intervenir en la solución de cuestiones
tan complejas que afectan no sólo a su funcionalidad sino a la aspiración de lograr
una mejor calidad de vida.

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