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Un día jueves los cielos estaban clarísimos que parecía de día, iba a
estallar en partículas de mil soles, aquella luz iluminaba el taller de Juan
mientras esculpía varios ángeles para la capilla de Loreto del Templo de
San Francisco el Grande, Dios había querido enviar a los heraldos
divinos, salidos de las manos de Juan para que anunciarán un hecho
prodigioso y milagroso.
Juan de Aguirre quiso salir a dar un corto paseo por las calles de la
capital, pero sintiéndose cansado se dispuso a dormir. Ya echado sobre
su catre se fue durmiendo lentamente con la vista puesta en el Cielo.
Ya el Alba tendía su manto celeste sobre el firmamento, cuando Juan
sintió que lo movían, despertase inquieto y vio una blanca mano
aferrada a su brazo derecho, al levantar la vista asustado vio la tez
blanca y perfecta de uno de los ángeles que había esculpido.
Pero ¡cómo!, Juan venid conmigo que el Señor espera. Habláis imposible
vos eréis el ángel que yo hice, Juan seguidme y sabréis todo.
Todos con vida no es posible -exclamó- Los ángeles cargaban una litera
de oro adornada con bellas telas. Entrad Juan dijo el ángel pasad.
La Reina
De pronto distinguió una figura que venía caminando hacia él, luciendo
un manto carmín y una túnica blanca.
Juan alzó los ojos y la vio y fue tal la sorpresa que cayó de rodillas, Dios
mío, sí es la Virgen, si es la Dolorosa, que he hecho.
Con toda ternura la Virgen le puso las manos de azucena sobre la frente
y lo bendijo. Luego levantando la mano señaló hacia el frente. Lo que
vio Juan lo dejó mudo, era el esplendor del Nazareno. Cansado y
abatido aparecía Jesús entre unas nubes. Tras él un ángel portaba unas
balanzas, la justicia del cordero.
Y aquel paso elegante del Dios Nazareno que cargaba la cruz por
impartir amor, dulzura y esperanza. Ahí estaba ante la figura del
Nazareno tal y cual la había visto aquella madrugada.