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Charles F. Pfeiffer
Introducción ................................. 7
Bosquejo ................................... 11
NOTA: El autor ha hecho uso de la
Reina-Valera, 1960,
texto básico en castellano. En algunos
casos el propio
texto griego ha sido traducido por el
autor, que se
aprovechó de las sugerencias que le
hicieron los eruditos, cuyas obras se
citan en la bibliografía. En todos los
casos se han hecho comparaciones
con otras
traducciones españolas antes de
sugerir una lectura.
¿QUIEN ESCRIBIO HEBREOS?
La evidencia interna indica que la Epístola a los Hebreos fue escrita antes de
la destrucción de Jerusalén (70 d.C.). Puesto que la epístola alega que la muerte
de Cristo hace que el sistema de los sacrificios del Antiguo Testamento caiga en
desuso parece lógico el pensar que hubiese hecho mención de la destrucción del
Templo de haber ya acontecido ese suceso.
La Epístola «a los Hebreos» iba dirigida a los cristianos judíos, pues el autor
tenía en mente a un grupo determinado de creyentes (cp. 5:11, 12; 6:10, 11; 13:
19). No estamos seguros de dónde vivían, aunque se han sugerido como lugar
posible, Jerusalén, Cesarea, Efeso y Antioquía. Sin embargo, la localidad más
probable es Roma. Ya por el año 95 d.C. era conocida en Roma dicha epístola
porque Clemente de Roma la cita en una carta a los corintios. Podemos encontrar
además evidencia interna en las palabras «los de Italia os saludan» (13:24), lo
cual implica que los cristianos de Italia deseaban enviar, por medio del autor que
vivía cerca de ellos, recuerdos a sus parientes, que estaban en su tierra natal.
I. LA REVELACION DE DIOS EN SU HIJO, 1:1-2:18
1. El es el Hijo, 1:4-6
c. Para permitir que el Salvador se identifique con los que han sido
salvos, 2:16-18
8. La encarnación, 10:6-9
(1:1-2:18)
Pero con todo y con eso, la Epístola a los Hebreos no comienza con una
argumentación, sino que afirma una verdad que sus lectores habrán de
presuponer como algo básico: ¡Dios ha hablado!
La iglesia primitiva estaba formada por conversos que hacía poco que habían
pertenecido a las filas del judaísmo. El cristianismo no estaba considerado como
una nueva religión, sino como el cumplimiento de las esperanzas y de las
promesas de la antigua. Un cristiano era una persona que creía que Jesús de
Nazaret era el Mesías prometido de Israel y esta convicción producía una vida
guiada por el principio de la fe y el deseo de hacer la voluntad de Dios.
Sin embargo, como cristianos se dieron cuenta de que existía una diferencia
entre la revelación del Antiguo Testamento y su cumplimiento en Cristo. La
revelación del pasado había acontecido en «diferentes ocasiones» y de «diversas
formas». Desde Moisés a Malaquías transcurrió un período de unos mil años y
dos milenios pasaron desde Abraham hasta Cristo. Israel tuvo una historia de lo
más variada, incluyendo un período seminómada, uno de esclavitud en Egipto,
uno de anarquía de las tribus (en los tiempos de los jueces) y una monarquía
centralizada (durante los reinados de David y de Salomón). Después de la
división del reino leemos acerca de un exilio (en Asiria y Babilonia) después del
cual regresó un remanente a Jerusalén y sus alrededores. A lo largo de estos
«diversos tiempos» podemos seguirle la pista a una sucesión de voceros
proféticos; hombres como Moisés, Josué, Samuel, Natán, Elías, Amós, Isaías y
Jeremías. Algunos de ellos escribieron libros, pero los otros quedaron, con sus
nombres, y sus ministerios, en los libros históricos del Antiguo Testamento. Su
mundo incluía Ur de los Caldeos, Harán, Siquem, Jerusalén, Egipto y Babilonia,
es decir, todo el sector del «Creciente Fertil». Los mensa jeros de Dios
declararon Su voluntad a Israel en tiempo de apostasía y también cuando triunfó
el espíritu. Moisés lo hizo en el desierto, Elías en el monte Carmelo y Ezequiel
en Babilonia, siendo representantes de los «diversos períodos» de la revelación
del Antiguo Testamento.
Debido a que Dios es un ser infinito tiene muchas maneras para que Su
revelación actúe de mediadora. Dios habló por medio de los sueños de José y de
un Daniel. Moisés y Abraham le vieron «cara a cara». Junto al río Quebar
Ezequiel recibió visiones apocalípticas y escritores, cuyos nombres no se
mencionan, fueron guiados por el Espíritu para tomar extractos de las crónicas
de los reyes israelitas y judíos o de las épicas de la literatura antigua, tal como
pueda ser el Libro de las Guerras del Señor y el Libro de Jaser (Nm. 21:14; Jos.
10: 13; 2.<> S. 1: 18). El Antiguo Testamento contiene toda una biblioteca de
libros que cubren una amplia variedad de temas y de formas; habla sobre la ley,
la historia, la poesía, la profecía, la sabiduría, los cánticos sagrados y los salmos.
Dice Hebreos que Dios utiliza «diversos modos» para revelarse a los padres.
Los profetas hablaron con fidelidad acerca de la Pa labra de Dios, pero Jesús
era Dios encarnado. El Hijo es creador, revelador y la meta de todos los procesos
históricos. El es el «heredero de todas las cosas» porque es el Hijo del Padre al
cual pertenecen finalmente todas las cosas. Los mismos reinos de este mundo
habrán de convertirse en los reinos de nuestro Señor y Su Cristo.
Se dice que el Hijo es «el resplandor» (1:3) de la gloria de Dios y esa gloria
esencial de Dios es algo que el hombre no puede conocer. Juan escribe: «A Dios
nadie le ha visto jamás», pero sin embargo, se apresura a añadir: «El Unigénito
Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Juan 1:18). Cristo,
el Hijo, es el resplandor visible de la gloria de Dios, de modo que el Dios
invisible puede verse y conocerse en la Persona de Su Hijo. Fue precisamente a
través de la Persona del Hijo que Dios se apareció a los patriarcas de Israel.
Los profetas habían hablado acerca de uno que habría de llevar sobre sí
mismo la iniquidad de todos nosotros (Is. 53:6). Hebreos afirma que eso ya se ha
realizado porque el Hijo «ha efectuado la purificación de nuestros pecados por
medio de sí mismo» (1:3). Este hecho enfatiza lo inútiles que resultan los
esfuerzos que realiza el hombre a la hora de quitarse sus propios pecados y de
las ordenanzas del Antiguo Testamento, ya que se tenían que repetir
constantemente, lo cual daba testimonio de que no servían para «purgar la
conciencia de sus obras de muerte», a pesar de que no se minimiza su valor.
Formaban parte de aquella ley, que servía de pedagogo, haciendo que los
hombres se diesen cuenta de su necesidad de Cristo, el único capaz de redimirles
de sus pecados.
1. El es el Hijo (1:4-6)
Se dice que Jesús heredó más excelente nombre que los ángeles (1:4). Este
es el nombre por medio del cual los pecadores pueden ser salvos (Hch. 4:12) y
ante el cual toda rodilla ha de doblarse (Fil. 2:10). El nombre sirve para dar
expresión a la Persona misma, a Su gloria y a Sus atributos. Los ángeles tienen
un nombre que les identifica como mensajeros, que sirven a Dios y a Sus hijos,
pero, por otro lado, el nombre de Jesús le identifica como Salvador del mundo y
como el ungido (es decir, «el Cristo») del Padre. Cuando el nombre del «Hijo se
aplica a Jesús, se le menciona como el amado del Padre y como el heredero de
todas las cosas.
Como contraste a la exaltación del Hijo, se nos recuerda que los ángeles son
«espíritus ministradores» (1: 14). Ellos son siervos de Dios y Su pueblo y el
cristianismo debe estar agradecido por el ministerio que desempeñan, así como
por todos los dones, fruto del amor de Dios. Sin embargo, reconoce que Jesús
ocupa un lugar único y como Hijo del Padre solamente El recibe la absoluta
lealtad del corazón que ha sido regenerado.
Sobre esta base doctrinal se nos hace una advertencia, que es preciso que los
hombres escuchen al Hijo. Fue preciso, durante la dispensación del Antiguo
Testamento, el dar crédito a la palabra expresada por medio de ángeles. Pablo
afirmó que la Ley «fue promulgada por medio de ángeles en mano de un
mediador» (Gá. 3:19). Esta ley era firme, de tal modo que «toda transgresión y
desobediencia recibió justa retribución» (2:2). Cuando Nadab y Abiú ofrecieron
«fuego extraño» delante del Señor murieron (Lv. 10: 1-7). Acán tomó de los
despojos de Jericó e Israel fue derrotado en el campo de batalla, hasta que él y su
familia fueron apedreados (Jos. 7). A pesar de que se había hecho provisión para
todo aquel que hubiese pecado «por simple ignorancia», el israelita que pecaba
«con todas las de Caín» moría sin la menor misericordia. Dios no era arbitrario,
pero se mantenía un estricto concepto de la justicia.
El hombre fue creado como una criatura noble, con capacidad para glorificar
a Dios y llevar una vida de riqueza y honor. Pero, ¿qué es lo que sucedió? ¿A
qué se debe que no tenga el dominio que le había sido asignado? La respuesta es
evidente: el pecado. El hombre cayó de su inocencia y vive como un rebelde y el
lugar original de honor ha quedado vacante.
La unión existente entre el Redentor y los redimidos está expresada con unos
términos nada confusos. El Santificador y los santificados tienen un origen
común, en Dios y en Su voluntad soberana. El no se avergüenza de llamarles
«hermanos» (2:11) y ellos no son tan solamente «hijos de Dios», sino también
«coherederos con Cristo».
Se citan otros dos versículos del Antiguo Testamento, Isaías 8:17 e Isaías
8:18, como palabras pronunciadas por Jesús (2:13): «Yo confiaré en él» y «he
aquí, yo y los hijos que Dios me dio». La primera es una expresión de fe
personal en Dios y la segunda muestra que el profeta Isaías se identificaba con
sus hijos, que le habían sido dados por Dios como «señales» ante la generación a
la cual tenía que dirigir su ministerio. De la misma manera que Isaías depositó su
fe en Dios y estuvo ante él con sus hijos, las Escrituras nos presentan cómo Jesús
está totalmente consciente de la voluntad del Padre, confiando en El aun en los
más pequeños detalles. Tampoco El se encuentra solo, sino que está con Sus
«hijos».
Jesús se hizo hombre para poder morir, lo cual parece contrario a nuestro
habitual concepto de la voluntad de Dios. La vida es un don de Dios, pero a
veces esa vida se obtiene «por medio de la muerte». Satanás es el príncipe de la
muerte y cuando el hombre obedeció a su voz, el pecado entró en el mundo y la
muerte por medio de ese pecado. Pero en Cristo la muerte se convirtió en el
medio para destruir el poder de Satanás. El demonio mismo no es otra cosa que
un enemigo derrotado, derrotado por el poder del Príncipe de la Vida.
c. Para permitir que el Salvador se identifique con los que han sido salvos, 2:16-
18.
A fin de poder redimir a Sus «hermanos» Jesús se hizo «en todo semejante a
sus hermanos» (2:17). Se convirtió en un auténtico hombre. Un sumo sacerdote
debe ser un ser humano, escogido de entre los hombres. Si ha de comprender y
representar a la humanidad caída delante de la Majestad de lo alto, debe conocer
el significado de la tentación y del sufrimiento. Una de las primeras herejías en
la iglesia cristiana era conocida por docetismo. Los docetistas dijeron que Jesús
parecía ser un hombre de verdad, pero que no era realmente humano, que la
humanidad de Cristo era un engaño. El autor de Hebreos no da lugar al
docentismo, puesto que para poder ser nuestro Sumo Sacerdote Jesús tenía que
compartir nuestra humanidad, incluso hasta el punto de tener que pasar por
sufrimientos.
«más cortante que toda espada de dos filos». Penetra hasta lo más hondo,
dejando al descubierto las más secretas intenciones y motivos. La Palabra
«discierne los pensamientos y las intenciones del corazón».
Puede que sea un pensamiento que nos perturbe, pero debiera de traer
consuelo el saber que «todas las cosas están desnudas y descubiertas a los ojos
de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (4: 13), cosa que no se puede decir de
nadie más que de Dios. Nuestros más queridos amigos y los miembros de
nuestra familia nos conocen solamente en parte y la misma propensión de
nuestros corazones de olvidar a Dios es algo que El conoce. El conoce nuestro
marco y recuerda que somos polvo. Es precisamente con esta seguridad que
podemos confiarnos enteramente a El y solamente podemos entrar en Su reposo
al confiar completamente en El. Su Palabra, que da testimonio de Su Persona,
nos ayudará a hacerlo así.
(3:1-4:13)
A. CRISTO, COMO HIJO, SUPERIOR A MOISES COMO SIERVO (3:1-6)
Se describe tanto a Moisés como a Jesús con la palabra «fiel». Los dos
tenían solemnes responsabilidades que les habían sido confiadas directamente
por Dios. En ambos casos se produjo un rechazo por una parte del pueblo, que
habría de beneficiarse de sus ministerios. Cuando se puso en duda el derecho que
Moisés tenía que actuar como árbitro en los asuntos de su pueblo, escapó al
desierto y, fiel al llamamiento que escuchó en la zarza ardiente, Moisés regresó a
Egipto y se convirtió en el que dirigió el éxodo.
El 'lector diligente podrá hacerse tres preguntas que sirven como repaso de la
lección que estamos presentando. La primera tiene que ver con aquellos que
«habiendo oído, le provocaron» (3:16). En este caso la respuesta es evidente:
«¿No fueron todos los que salieron de Egipto por mano de Moisés?» He aquí la
segunda pregunta: «¿Con quienes estuvo él disgustado cuarenta años?» La
respuesta se encuentra escrita en las páginas de la historia del Antiguo
Testamento: «¿No fue con los que pecaron, cuyos cuerpos cayeron en el
desierto?» La tercera pregunta llega a una culminación: «¿A quiénes juró que no
entrarían en su reposo?» La respuesta es sencilla y oportuna: «A aquellos que
desobedecieron [que no
La conclusión del autor está claro: «Por tanto, queda un reposo para el
pueblo de Dios» (4:9). Dios mismo había reposado el día del sábado (4:4), lo
cual marcaba la terminación de Sus «obras». Al hombre también le ha sido
asignada su obra y puede anticipar un reposo futuro. Esto no se consiguió bajo
Josué, pero gracias a Jesús podremos obtener ese reposo espiritual porque «el
que ha entrado en su reposo, tam bién el mismo ha reposado de sus obras, como
Dios de las suyas» (4:10). No se trata aquí de un recurso temporal, sino del
perfecto reposo del sábado diseñado por Dios.
Puede que sea un pensamiento que nos perturbe, pero debiera de traer
consuelo el saber que «todas las cosas están desnudas y descubiertas a los ojos
de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (4:13), cosa que no se puede decir de
nadie más que de Dios. Nuestros más queridos amigos y los miembros de
nuestra familia nos conocen solamente en parte y la misma propensión de
nuestros corazones de olvidar a Dios es algo que El conoce. El conoce nuestro
marco y recuerda que somos polvo. Es precisamente con esta seguridad que
podemos confiarnos enteramente a El y solamente podemos entrar en Su reposo
al confiar completamente en El. Su Palabra, que da testimonio de Su Persona,
nos ayudará a hacerlo así.
(4:14-10:18)
A. FE EN EL SACERDOCIO DE CRISTO (4:14-16)
Las ofrendas de Jesús, al igual que las de los sacerdotes del Antiguo
Testamento, se describen como «ofrendas y sacrificios por los pecados». El
primer término habla de todas las ofrendas, tanto si eran de sangre como si no.
En los ritos del Levítico se había hecho provisión para una ofrenda de alimentos
así como del sacrificio de «los toros y las cabras». Sin embargo, el término
«sacrificio» implica el derramamiento de la sangre de la víctima. Los teólogos se
refieren con frecuencia a la «obediencia activa» y a la «obediencia pasiva» de
Cristo. Puede que estos términos no sean muy satisfactorios, pero la distinción es
válida porque Cristo obedeció, de forma perfecta, al Padre en Su vida («la
obediencia activa»), pero el momento en que la Palabra se hizo carne fue cuando
se realizó el sacrificio en el Calvario, cuando El fue «obediente hasta la muerte».
Las palabras y las obras del Hijo de Dios forman un preludio necesario a la
ofrenda de sí mismo por los pecados de Su pueblo. Es necesario que el sacerdote
tenga un sacrificio y Jesús se ofreció a sí mismo como expiación por el pecado.
Como sacerdote escogido, Jesús reunía los requisitos tan importantes, que
eran precisos, para llevar a cabo Su obra como mediador de Su pueblo. El autor
de Hebreos nos ofrece a continuación un cuadro, que es todo un reto, del Jesús
humano, debatiéndose en oración. Vemos al Salvador ofreciendo «ruegos y
súlicas» (5:7) lo cual es una expresión de un corazón acongojado ante la
perspectiva de la calamidad que era inminente. Pensamos de inmediato en la
agonía de Getsemaní, a pesar de que los Evangelios dejan bien claro que con
frecuencia Jesús pasaba largo tiempo en oración. Leemos, de manera concreta,
que El oró «al que le podía librar de la muerte» (5:7). ¿Significa esto que Jesús
intentó evitar la muerte? Delitzsch sugiere que las palabras que podemos
interpretar literalmente como «salvar fuera de la muerte» se refieren a la
salvación de la muerte espiritual. Según esta interpretación Jesús se estremeció
debido a las consecuencias espirituales de Su muerte, teniendo que experimentar
la ira de Dios por causa de los pecadores a favor de los cuales murió. La
respuesta la tenemos en la fortaleza que el Padre dio al Hijo para que pudiese
soportar el pecado del mundo.
Como es lógico este ejemplo está tomado de la vida física. Nos gozamos
cuando un niño llega al mundo y nos esforzamos en cubrir cada una de sus
necesidades. Durante los primeros días de su vida le basta con la leche, pero la
vida no permanece estacionaria y el crecimiento físico requiere una alimentación
variada. Es evidente la analogía con la vida espiritual. Se nos ha dado un
mandamiento: «Creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo» (2.a P. 3:18).
Efesios 4:15 expresa lo ideal como un crecimiento «en todo hacia aquel que
es cabeza, es decir, Cristo». Pablo dice: «Cuando yo era hombre dejé a un lado lo
que era de niño» (1.a Co. 13:11). El sigue, exhortando a los corintios con estas
palabras: «Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la
malicia, pero maduros en el modo de pensar» (1.a Co. 14:20).
Leemos que el que bebe leche «es inexperto en la palabra de justicia» (5:13).
Como es natural, esto no implica que no debamos estimar la «leche», es decir,
los rudimentos de la fe cristiana porque los hechos sobre la gracia de Dios, en
Cristo, siempre deben ser algo de profundo valor para el creyente, como dice el
himno:
La distinción entre «el bien y el mal» (5:14) requiere algo más que la parte
teórica, pues es gracias «a su uso» que los sentidos «por razón de la costumbre,
tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y el mal».
Comoquiera que el cristiano que aún está en la etapa de la leche es incapaz de
participar en la batalla, se ve obligado a actuar como un niño «zarandeados por
las olas y llevados a la deriva por todo viento de doctrina, por estratagema de
hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error» (Ef. 4:
14). Cuando el cristiano gana en experiencia puede identificar lo falso y
rechazarlo en favor de lo verdadero. Como es lógico, no es infalible y muchos
cometen errores de juicio en el proceso de su «desarrollo», pero sus poderes de
discernimiento van madurando al mismo paso que él madura.
El Libro de los Hechos deja bien claro que la «resurrección de los muertos»
era un elemento importante en la predicación de la Iglesia primitiva. La
resurrección de Jesús tuvo un valor apologético. El Mesías de Israel había sido
crucificado por hombres malvados, pero Dios le había levantado de entre los
muertos y los discípulos se declararon testigos de estas cosas. Su confianza en la
resurrección de Jesús les dio confianza en que todos los que «durmieron en
Cristo» (1.' Co. 15:18) también se levantarían de los muertos.
El «juicio eterno» (6:2) era una parte importante del mensaje de los apóstoles
y Jesús era declarado como «Juez de vivos y muertos» (Hch. 10:42).
Los cristianos que recibieron la Epístola a los Hebreos conocían todas estas
doctrinas y el autor da a entender que no desea dedicarles más tiempo porque
son fundamentos básicos y desea dejar estos principios «si Dios en verdad lo
permite» (6:3).
Puede resultar difícil estar de acuerdo en el significado del pasaje, pero hay
algunas cosas que sí pueden decirse con confianza. No hay ninguna alusión aquí
de que sea posible que haya nadie que tenga una experiencia de la salvación que
se obtenga y se pierda repetidamente. ¡Si una persona que es salva pierde su
salvación la perderá para siempre! Las muchas afirmaciones de que un creyente
tiene vida eterna y no perecerá jamás no puede, sin embargo, ser dejado a un
lado a la ligera. El Espíritu de Dios nos ha hecho una solemne advertencia de
juicios muy severos que habrán de recaer sobre cualquier persona que se aleje
del Evangelio de Jesucristo. El mismísimo hecho de que exista esta Escritura es
un método, utilizado por el Espíritu, para evitar que los hombres cometan esta
clase de pecado.
En las relaciones humanas los hombres juran por uno mayor que ellos
mismos. Un juramento pronunciado por un hombre íntegro está considerado
como solemne ligadura (6:16). Si los hombres confían los unos en los otros,
teniendo como base un juramento, ¿cuánto más no podremos confiar en los
juramentos de Dios El juramento no fue pronunciado porque Dios necesitase
reforzar Su palabra, sino para fortalecer la fe de Abraham, siendo una señal de la
condescendencia de Dios. El desea que confiemos en El y ofrece a Sus hijos
todos los incentivos para que puedan hacerlo.
Abraham y todos los que son hijos suyos, por la fe, pueden depositar su
confianza en Dios tomando como base «dos cosas inmutables» que son la
Palabra de Dios y Su juramento. La promesa de Dios no puede ser quebrantada,
porque es la Palabra del Dios viviente. Su juramento es digno de toda confianza
porque se ha jugado su reputación divina al hacerlo y él no puede mentir.
Aquellos que miran hacia Dios en un mundo de tribulaciones pueden dejarse
llevar por la tentación del temor y preguntarse: ¿Acaso le importo yo a Dios?
¿Será fiel a Su palabra? Nosotros «los que nos hemos refugiado para asirnos de
la esperanza puesta delante de nosotros» tenemos «un fuerte consuelo» en la
Palabra en el juramento de Dios (6:18).
Esta esperanza se ha convertido en una «firme ancla del alma» (6:19). Como
tal garantiza nuestra seguridad porque alcanza desde este mundo hasta la gloria.
La presencia de Dios se describe en términos de un tabernáculo terrenal, donde
Dios estaba sentado en un trono, entre los querubines, en el lugar santísimo
«dentro del velo». Esto no era más que un vago reflejo de la verdadera morada
de Dios, el mismo cielo. Dios se encuentra allí y también es allí donde se
encuentra nuestra ancla «detrás del velo», en Su presencia.
No solamente es que tenemos allí nuestra ancla, sino que está allí, además,
nuestro Predecesor. El Jesús resucitado está en Su trono, en la gloria, como
«primer fruto» de Su pueblo redimido. Jesús está cumpliendo Su ministerio
sacerdotal, en el tabernáculo celestial, «hecho sumo sacerdote para siempre
según el orden de Melquisedec» (6:20; Sal. 110:4).
Ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante
de El; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado. Pero
ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por
la ley y por los profetas; la justicia de Dios, por medio de la fe en
Jesucristo, para todos los que creen en El.
Melquisedec era al mismo tiempo, como hemos dicho, rey de paz y uno de
los nombres del Mesías prometido era «Príncipe de Paz» (Is. 9:6). «Paz, buena
voluntad para con los hombres» (Lc. 2:14) era parte del cántico de los ángeles al
anunciar el nacimiento de «Cristo el Señor». Esta paz aparece en la Epístola a
los Romanos como el resultado de la muerte y la resurrección de Jesús:
Hebreos nos recuerda que los diezmos se entregaban (7:5) normalmente por
el pueblo a los hijos de Leví «según la ley». La ley mosaica establecía unas
normas para gobernar la vida religiosa de Israel en todos sus detalles, quedando
especificados los sacrificios que eran aceptables, el lugar de adoración que era
aceptable y el sacerdocio que también lo era.
Este Sumo Sacerdote nos «convenía» (7:26), lo cual es otra manera de decir
que Jesús es adecuado, un Sumo Sacerdote idóneo. En el plan de Dios, Jesús fue
el ordenado para suplir las necesidades de Su pueblo y El es «santo, inocente, sin
mancha, apartado de los pecadores, y encumbrado por encima de los cielos»
(7:26). Precisamente por todo lo expuesto podemos depositar en El nuestra
confianza. Su perfecta justicia le da unos derechos, que no tienen igual, ante el
Padre. Su posición está «por encima de los cielos», cosa que nos recuerda que ha
sido aceptado ante el trono de gracia y que es el amado del Padre.
Los sacerdotes del Antiguo Testamento ofrecían a diario una sucesión de
sacrificios, teniendo que presentar ofrendas tanto por sí mismos como por el
pueblo (7:27). Esos sacerdotes eran ellos mismos personas que tenían pecado y
aquí se les compara con el Hijo de Dios, que no tiene mancha. Cristo realizó un
solo sacrificio, ofreciéndose a sí mismo y ese sacrificio tuvo un gran mérito y el
pensar en añadir al mismo es una blasfemia.
Los sacerdotes, que actuaban bajo la ley mosaica, eran débiles (7:28) y a
pesar de que era necesario que todos estuviesen físicamente sanos y purificados
por el ceremonial de la pila, antes de acercarse al santuario, estos hombres no
olvidaron nunca el hecho de que eran pecadores. En contraste con la debilidad de
los sacerdotes del Antiguo Testamento encontramos la fortaleza del Hijo,
consagrado, perfeccionado para siempre y que no tenía mancha alguna que
precisara de la expiación, pudiéndose presentar delante de Dios en toda la
belleza de Su perfección.
Pero «después de aquellos días» (8:10) habría de surgir una nueva situación.
Las leyes quedarían escri tas en los corazones de las gentes y Dios podría decir:
«Y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo». Esta es, para
resumir, la naturaleza de dicho pacto. El Dios soberano estuvo de acuerdo en
cuidar de aquel pueblo que dependía de El y la única obligación que el pueblo
tenía era entronizarle en sus corazones.
Una de las grandes doctrinas que fue enfatizada de nuevo durante el período
de la Reforma Protestante fue la del sacerdocio de los creyentes. Cada cristiano,
relacionado por la fe con Jesucristo, tiene el derecho al acercamiento, como
sacerdote, a Dios, por medio de la oración. Algunos creyentes saben más acerca
de su Señor que sus hermanos menos instruidos, pero el más débil de los
cristianos «conoce» al Señor de verdad. Podemos honrar a los maestros humanos
como dones de Cristo a Su iglesia, pero no tenemos necesidad de depender de
ellos.
Bajo el Antiguo Pacto era preciso perpetuar todos los años un recordatorio
del pecado. Había ofrendas diarias, sacrificios por las nuevas lunas y los días del
sábado y un Día solemne de Expiación cuando se volvía a recordar el pecado y a
quitarlo por medio de ceremonias. Pero esto, según se nos dice en Hebreos, ha
quedado atrás para siempre, porque Dios se ha olvidado de nuestro pecado por
medio de Su gracia y no hay temor de condenación para el hijo de Dios.
El autor de Hebreos era consciente del momento tan crítico que le había
tocado vivir porque eran los «postreros días» (1:2) durante los cuales Dios había
hablado por medio de Su Hijo. Eran, además, días durante los cuales el
sacerdocio judío, que había venido sirviendo durante tiempos inmemoriales, iba
a ser cambiado. Todo el pacto, establecido con Israel en el Sinaí, estaba cayendo
en desuso y quedando anticuado y estaba a punto de «desvanecerse» (8:13).
El sacerdote entraba, por un velo, del patio al Lugar Santo. Una vez al año,
en el Día de la Expiación, el sumo sacerdote pasaba por el segundo velo (9:3),
que se separaba al Lugar Santo del Lugar Santísimo (o «Santo de los Santos»).
Allí se encontraba el arca sagrada del pacto, el objeto más sagrado relacionado
con la fe del antiguo Israel. Levantados, sobre el arca, había dos querubines de
oro, mirándose el uno al otro. La tapa del arca era conocida como el asiento de la
misericordia y allí, durante el Día de la Expiación, el sumo sacerdote derramaba
la sangre de los sacrificios que llevaba al Lugar Santísimo. En la antigüedad
había dentro del arca una vasija de maná (Ex. 16:33), la vara de Aarón que había
reverdecido milagrosamente durante el peregrinar por el desierto (Nm. 17: 10) y
las dos tablas de la Ley (cp. 1.'> R. 8:9).
El autor de Hebreos nos presenta una vez más una serie de contrastes. Los
sacerdotes levíticos entraban en un tabernáculo terrenal y Jesús lo hacía en uno
celestial. Ellos llevaban la sangre de los becerros y de las cabras; El, Su propia
sangre. Ellos tenían que entrar muchas veces; El, una sola vez. Ellos no podían
presentar una cura permanente que sanase los males espirituales del hombre,
pero El «obtuvo la eterna redención».
La muerte de Cristo llevó a cabo «la remisión de las transgresiones que había
bajo el primer pacto» (9: 15). Aunque sean diferentes, los dos pactos están
relacionados porque el antiguo tipificaba y profetizaba al nuevo. Aquellos que
habían pecado bajo el Antiguo Pacto podían después alcanzar misericordia. Al
contrario de lo que sucedía con los resultados temporales de los sacrificios
llevados a cabo bajo el primer pacto, Cristo ha logrado «la eterna redención» de
Su pueblo.
Estos ritos eran realizados como «figuras de las cosas celestiales» (9:23). ¡El
acercamiento a la realidad celestial debe ser más solemne todavía! Jesús, el gran
sumo sacerdote entró en el cielo mismo en favor del hombre pecador y los
terrenales «santuarios hechos de manos» (9:24) no eran más que símbolos de la
morada celestial y allí se necesitaba un sacrificio mejor que el de los becerros y
los machos cabríos (9:23).
De la misma manera que Cristo, el Hijo, fue superior a los profetas del
Antiguo Testamento y del mismo modo que el sacerdocio de Melquisedec fue
superior al de Aarón, todo el ceremonial de la ley del Antiguo Testamento recibe
la descripción de «sombra» de «los bienes venideros» (10: 1) por medio del
ministerio sacerdotal de Cristo. El Salvador fue la «realidad» y los sacerdotes
levíticos habían sido la «sombra» de la misma. Leemos que la Ley era «no la
misma imagen de las cosas» y la verdadera forma de las realidades espirituales
esperaban la plenitud de los tiempos cuando habría de aparecer el Salvador.
Como sombra la Ley servía para preparar los corazones de los hombres para la
realidad, pero una vez que Jesús hubo venido las sombras dejaron de tener
sentido. La repetición anual de las ofrendas levíticas era prueba sobrada de que
en ellas no había nada final.
8. La encarnación (10:6-9)
Las palabras de Cristo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu
voluntad» (10:9) ofrecen un contraste apropiado con los sacrificios del Antiguo
Testamento, que no sirvieron para quitar de en medio el pecado, pero El vino
para hacer la voluntad de Su Padre. A fin de que no haya duda alguna respecto a
la importancia del ministerio llevado a cabo por Cristo se expresa el siguiente
principio: «Quita lo primero, para establecer lo segundo» (10:9). El autor de He
breos argumenta que es «una de dos» y no «ambos y», pues no es posible
presentarse delante de Dios por medio de la sangre de los becerros y de los
machos cabríos, ordenados en el Sinaí, y ¡el Cordero de Dios que murió en el
Calvario! El primer pacto, que fue establecido en el Sinaí, queda rechazado de
manera específica. Había cumplido con su propósito, pero ese propósito ya no es
válido. Por medio de Su muerte Cristo se convirtió en el Mediador del Nuevo
Pacto y El es nuestra única esperanza.
Aunque los enemigos de Cristo tengan motivos sobrados para temer Su ira,
aquellos que se aprovechan de Su misericordia pueden estar totalmente a salvo.
Porque la ofrenda única sirve para siempre (10: 14), así que el hombre que está
en Cristo no será condenado jamás.
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o
persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está
escrito: por tu causa somos muertos todo el día; somos considerados como
ovejas de matadero. Pero en todas estas cosas somos más que vencedores
por medio de Aquél que nos amó
Cristo dijo: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no
prevalecerán contra ella» (Mt. 16:18). El cristiano podrá verse atacado por
«principados y potestados» y todo el poder del maligno, pero está a salvo porque
el sacrificio realizado por Jesús sirve eternamente.
(10:19-13:25)
A. ACERCANDOSE A DIOS Y AFERRANDOSE A LA FE (10:19-23)
A la vista del sacrificio, el creyente puede ahora acercarse a Dios sin temor,
aunque el término «libertad» no sugiere una falta de reverencia. Nosotros somos,
y lo seremos siempre, criaturas de Dios, que dependemos de El para todo cuanto
somos y tenemos. El ha provisto, sin embargo, por la muerte del sacrificio
realizado por Su Hijo un camino por medio del cual podamos acercarnos hasta
Su mismísima presencia. El Israel del Antiguo Testamento tenía que mantenerse
alejado, pero a nosotros se nos pide ahora que nos acerquemos al trono de la
gracia con confianza porque El desea tener comunión con Su pueblo redimido.
Es por «la sangre de Jesús» que podemos entrar en el «santuario». Los sumos
sacerdotes de la antigüedad llevaban la sangre de los animales al Lugar
Santísimo una vez al año, pero nosotros nos acercamos a diario al cielo mismo
teniendo por nuestra confianza la sangre del Salvador.
Como Cristo ha hecho tanto a nuestro favor, se nos pide que nos
«acerquemos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe» (10:22). Aquellos
que están acostumbrados a los rituales del Antiguo Testamento podrán dudar a la
hora de hacerlo así, pero vemos que se enfatizaba el pecado como una ofensa
delante de Dios y ahora hay un nuevo énfasis. El pecado es odioso, pero Jesús
nos ha librado de él y por ello no debemos temer a Dios. Nosotros podemos y
debemos de acercarnos con plena confianza al trono de Dios y reconocernos
como Sus hijos. El negarnos a hacerlo así es realmente menospreciar Su gracia e
insultar al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucrito. Nosotros no nos acercamos
con libertad por ser mejores que los demás, sino porque Jesús ha expiado
totalmente nuestros pecados.
Podemos encontrar una vez más analogías del Antiguo Testamento: «El que
viola le ley de Moisés, por el testimonio de dos o tres testigos muere sin
compasión» (10:28; cp. Dt. 17:6). El Antiguo Testamento ofrecía misericordia al
pecador que trajese su ofrenda al tabernáculo y, aunque estos actos solamente
podían renovar de manera temporal y ceremoniosa el divino favor, eran la
expresión de un corazón creyente. La persona que pecaba voluntariamente,
desafiando abiertamente a Dios, no recibía ninguna misericordia.
Pero, si ese castigo caía sobre la persona que había pecado en contra de la
revelación menor de Dios en el Antiguo Testamento, ¿qué podemos esperar del
juicio de Dios sobre el que rechace la revelación final en la persona de Su Hijo?
Semejante desafío es tirar por tierra al Hijo de Dios, despreciar la sangre del
Nuevo Pacto y una injuria contra el Espíritu Santo, llamado aquí el Espíritu de
Gracia (10:29).
Esta solemne advertencia sobre las temibles consecuencias del pecado dice:
«¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!» (10:31). Dios no se complace
en la muerte de los malvados, sino que es un Dios lleno de gracia, pero es,
además, el Dios de la santidad que debe castigar el pecado. Aquellos que han
corrido a buscar refugio en el Salvador han encontrado paz y seguridad.
Aquellos que prefieren seguir su propio camino pecaminoso, de rechazo y
desafío, deben encontrarse ante el Juez de toda la tierra.
Los que recibieron la Epístola a los Hebreos mostraron compasión para con
aquellos que estaban prisioneros por haber dado testimonio de Jesucristo. Los
más antiguos textos griegos no justifican la lectura: «Os compadecisteis de los
presos» (10:34). Delitzsch dice: «Vosotros... mostrásteis vuestra camaradería
para con los que estaban presos» y esto era algo que demostraron de manera
práctica. Los enemigos de Cristo saquearon las propiedades de los cristianos,
pero ellos lo aceptaron sin quejarse. Debido a que sus verdaderas riquezas
estaban en los cielos, no se compungieron por su pérdida de bienes terrenales.
Esta había sido la gloriosa historia de los hebreos. Habían empezado bien,
depositando su confianza en Dios en lo que a su futuro se refería. Las cosas del
tiempo y de los sentidos serán pasajeras y ellos vivían a la luz de la eternidad. El
escritor les anima diciendo: «No perdáis, pues, vuestra confianza» (10:35).
1. Características de la fe (11:1-3)
Los héroes de la fe comienzan con un mártir. Fue «por fe» que «Abel ofreció
a Dios más excelente sacrificio que Caín» (11:4). El autor de Hebreos no hace
alusión a la diferencia que existía entre las ofrendas. Caín había traído de los
frutos de sus campos una ofrenda a Dios, pero Abel cogió «de los primogénitos
de sus ovejas» (Gn. 4:3-4). A los dos les preocupaba lo externo de la religión,
pero solamente uno de los dos fue aceptado. La ofrenda realizada «por fe» era
una ofrenda que había sido hecha de acuerdo con la voluntad revelada de Dios.
Caín cometió la equivocación de razonar que su ofrenda era «igualmente
buena», pensando que estaba haciendo lo mejor que podía, pero las costumbres
religiosas que no están de acuerdo con la voluntad revelada de Dios se basan en
la superstición, no en la fe.
Dios aceptó la ofrenda de Abel, pero ¡no evitó que su hermano le matase!
Los hombres que buscan su recompensa en este mundo se sienten con frecuencia
defraudados. A pesar de que fue un mártir, Abel no vivió en vano porque
«muerto, aún habla por ella» (11:4), con lo cual Abel nos enseña que la vida de
fe puede ser dura, pero lo que realmente importa es la sonrisa de Dios.
Enoc salió de este mundo de una forma muy diferente a la de los otros seres
humanos: «Por la fe Enoc fue trasladado para no ver muerte» (11:5). Un día no
pudieron dar con este hombre de fe que había vivido para la eternidad en lugar
de hacerlo para su presente y Dios se lo llevó de una manera milagrosa, pero ese
mismo patrón no se aplica a todos los hombres que tienen fe porque Dios tiene
diversas maneras de tratar a Sus hijos, pero a pesar de ello vemos que cada uno
de ellos está bajo la protección de Dios.
Abraham, el padre de la nación israelita, brilla como uno de los más grandes
hombres de fe. Salió de Ur de los Caldeos, en respuesta al llamamiento de Dios,
teniendo que viajar durante un tiempo por Harán y luego «salió al lugar que
había de recibir como herencia» (11:8). Aunque Canaán era el lugar futuro del
patriarca éste no tenía un destino fijo allí, sino que «por la fe, habitó como
extranjero en la tierra prometida, como en tierra ajena» (11:9). La tierra le fue
prometida a su «semilla» o descendientes, pero Abraham mismo no era dueño ni
siquiera de un palmo de tierra y cuando murió Sara tuvo que comprar una
sepultura a un hitita, que era un colono local (Gn. 23:16).
Sara forma también parte de la lista de los fieles (Gn. 17:19; 18:11, 14).
Aunque ella se rió al pensar que pudiese tener un hijo en su ancianidad, sí creyó
en Dios (11: 11) y recibió fuerza de El para realizar lo imposible y se dice de
Sara que ella «creyó que era fiel quien lo había prometido» (11:11).
Esta actitud de fe por parte de los patriarcas evocó una respuesta por parte de
Dios. El «no se avergüenza de llamarse Dios de ellos» (11:16) y esto se convirtió
de hecho en un medio de identificación. Dios se llamó a sí mismo: «el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob» (cp. Ex. 3:6). El también está preparando una
ciudad, mayor que la Jerusalén terrenal, para aquellos que están espiritualmente
preparados para heredarla. Dice el salmista: «Hay un río cuyas corrientes alegran
la ciudad de Dios, el santuario de las moradas del Altísimo» (Sal. 46:4). Esta es
la ciudad «con fundacio nes» a la que aspiraban los patriarcas, es la patria
celestial que tan ardientemente deseaban.
La mayor prueba por la que tuvo que pasar Abraham en su vida fue cuando
Dios le pidió que entregase a su hijo amado Isaac como sacrificio. El le dijo a
Abraham: «Porque en Isaac te será llamada descendencia» (Gn. 21:12), de modo
que todas las promesas dependían de Isaac, que se esperaba que alcanzase la
madurez y la pasase a sus hijos. Pero si Isaac moría resultaría que las promesas
hechas por Dios no tendrían significado alguno, a pesar de lo cual le fue dicho a
Abraham que ofreciese a Isaac. El anciano patriarca estaba dispuesto a hacerlo
(Gn. 22:3), «considerando que Dios es poderoso para levantar aún de entre los
muertos» (11:9), aunque durante los tiempos de los patriarcas ése hubiese sido
un milagro sin precedentes. Pero Abraham tuvo fe y confió en que Dios
cumpliría Su palabra en cualquier circunstancia. Dios intervino y dio
instrucciones a Abraham para que ofreciese un carnero que se encontraba trabajo
en un zarzal cercano, en lugar de ofrecer a su hijo Isaac. El muchacho fue
liberado, arrancado, por así decirlo, de las garras de la muerte por mandato de
Dios.
La fe de los patriarcas fue evidente con frecuencia cuando les llegó la hora
de la muerte porque entonces, con una visión profética, pudieron ver más allá en
el tiempo el cumplimiento del propósito de Dios. «Por la fe bendijo Isaac a
Jacob y a Esaú respecto a cosas venideras» (11:20; Gn. 27:27-40). Estas
bendiciones fueron diferentes a las que se anticiparon, pues Isaac había esperado
impartir la bendición del primogénito sobre Esaú, a pesar de que con
anterioridad Jacob la había intentado conseguir de él como príncipe de «un
«plato de guiso rojo». Con el consentimiento de Rebeca Jacob fue a su padre
Isaac, disfrazado como si hubiese sido Esaú, para asegurarse la bendición de su
padre. Se acercó a su padre, que estaba ciego, y le pidió alguna bendición. Isaac
se sintió dolorido por lo que había sucedido, pero la aceptó como la voluntad de
Dios y una bendición menor fue concedida a Esaú, que se convirtió en padre de
los edomitas, pero Jacob se convirtió en el antepasado de los israelitas, a través
de los cuales continuó la promesa divina hasta encontrar su cumplimiento en la
persona de Jesucristo, nuestro Señor. Isaac, por fe, pudo contemplar el paso del
tiempo y pudo así bendecir a sus hijos.
Los padres de Moisés pusieron su fe por obra (11: 23) desafiando el mandato
del rey y escondiendo a su hijito. El faraón se había propuesto debilitar a los
israelitas causando la muerte de sus varones de pequeños y mandó a los padres
que tirasen a sus hijos al río Nilo, pero los padres de Moisés le tuvieron en su
casa todo el tiempo que fue posible y luego le pusieron en una arquilla de juncos
en el Nilo y allí fue encon trado por la hija del faraón que le adoptó y pagó a la
madre del niño para que fuese su nodriza.
Tenía que escoger entre «el vituperio de Cristo» y «los tesoros de los
egipcios», pero el fiel Moisés escogió a Cristo (11:26). El tuvo en consideración
las recompensas de la fidelidad a Dios y despreció las satisfacciones
momentarias que le hubiesen producido la fama y su posición. De haber
escogido de otro modo muy bien pudiese haber llegado a convertirse en faraón y
actualmente su momia podría encontrarse en algún museo. Pero debido a que
prefirió asociarse con el pueblo de Dios, se convirtió en el que dio la ley a Israel
y el que dirigió el éxodo y su nombre es honrado entre los grandes hombres de
fe. Aunque murió en los montes de Moab apareció con Jesús sobre el monte de
la Transfiguración.
Fue por fe que Moisés «abandonó Egipto» (11:27) después de una serie de
diez plagas en aquella tierra. El faraón se negó a aprender que se estaba
enfrentando con el Dios de Israel, que a pesar de ser una nación débil y
esclavizada pudo salir, gracias a Moisés, de la tierra de su esclavitud. Entonces la
ira del rey se soliviantó y los israelitas que huían fueron perseguidos por los
soldados del faraón, que fueron destruíos en el mar Rojo. Por fe Moisés
acometió una tarea imposible, pero Dios estaba con él. Israel fue alimentado con
maná, que caía del cielo, y bebió agua de la roca. La ropa que llevaban los
israelitas en el desierto no se desgastó durante toda una generación y esas cosas
que eran imposibles para los hombres fueron posibles para Dios.
La décima plaga que cayó sobre la tierra de Egipto produjo la muerte de los
primogénitos, tanto entre los hombres como entre los animales (Ex. 11:5), sin
embargo, Israel recibió instrucciones de celebrar la Pascua (11:28; cp. Ex. 12:1-
28). En todos los hogares tenían que matar un cordero y aplicar la sangre a «los
dos postes y el dintel de las casas» (Ex. 12:7). El cordero se lo iban a comer los
miembros de la casa y sus invitados y la sangre aplicada a la casa era una
garantía de protección: «Y la sangre os será por señal en las casas donde
vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de largo en cuanto a vosotros, y no
habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto» (Ex.
12:13). Moisés cumplió, con fe, la Pascua y trajo de esa manera al mismo tiempo
protección y liberación a su pueblo.
Hubo otros héroes de la fe que también vivieron durante los tiempos de los
jueces (11:32). Gedeón y sus trescientos hombres hicieron que huyesen los
madianitas (Jue. 7:7). Barac, acompañado por Débora, derrotó a los cananeos
junto al arroyo de Cisón (Jue. 4-5). Sansón, que no fue precisamente un buen
ejemplo, pidió a Dios la fortaleza para lograr la derrota del opresor filisteo: «Y
dijo Sansón: muera yo con los filisteos. Entonces se inclinó con toda su fuerza, y
cayó la casa sobre los principales, y sobre todo el pueblo que estaba en ella. Y
los que mató al morir fueron muchos más que los que había matado durante su
vida» (Jue. 16:30).
Jefté fue otro juez cuya vida se echó a perder por causa de las influencias
paganas. Era hijo ilegítimo y se vio obligado a abandonar la casa de su padre,
teniendo que vivir entre el detritu de la sociedad (Jue. 11: 1-3). Pero cuando
Israel se vio amenazada por los amonitas los ancianos de Galaad mandaron
llamar a Jefté y le ofrecieron convertirle en jefe de la tribu si estaba dispuesto a
conducir a los ejércitos en contra del enemigo. Aunque Jefté hizo mal en ofrecer
holocausto al primero que saliese a su encuentro al regresar de la derrota de los
amonitas (Jue. 11: 30-31), logró derrotar al enemigo porque tuvo fe en el Señor
(Jue. 11:32-33).
3. Triunfos de la fe (11:33-40)
Daniel, que fue un hombre de fe, «tapó la boca de los leones» (11:33) y sus
compañeros Sadrac, Mesac y Abed-negó fueron libertados de «los fuegos
impetuosos» (11:34). Un ejército de hombres dignos, incluyendo a David y a
Elías «escaparon del filo de la espada» (11:34): Los siervos del Dios del Antiguo
Testamento recibían de vez en cuando el llamamiento para ser «fuertes en la
batalla».
La Biblia habla acerca de mujeres que «recibieron sus muertos por medio de
la resurreción» (11:35). Elías volvió a la vida al hijo de la viuda de Sarepta
17:17) y Eliseo devolvió la vida al hijo de la sunamita (2° R. 4:32-37). Algunos
del pueblo de Dios, sin embargo, «fueron torturados, no aceptando el rescate, a
fin de obtener una mejor resurrección» (11:35). Estos fueron los mártires a los
que se les ofreció la libertad si negaban su fe, pero ellos escogieron morir,
honrando a Dios. No todos, sin embargo, tuvieron que morir pues algunos
vivieron entre «vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles» (11:36).
Esto fue cierto de Jeremías, que fue puesto en el cepo en Pasur (Jer. 20:2).
La muerte por lapidación (11:37) fue la suerte que corrió Nabot, que deseó
guardar la herencia que había recibido de sus padres y Jezabel tomó eso como
una ofensa La tradición sugiere que Isaías fue «aserrado» durante el gobierno
idólatra de Manasés. Cientos de los profetas del Señor fueron «muertos por la
espada» por orden de la malvada Jezabel (1.0 R. 19:10).
A muchos de los santos les faltaban las necesidades más básicas de la vida:
«Anduvieron de acá para allá cubiertos con pieles de ovejas y de cabras,
menesterosos, atribulados, maltratados» (11:37). A personas como Elías al huir
de Acab y David, cuando tuvo que refugiarse para que no le alcanzase Saúl, que
se había propuesto matarle. Estos hombres dejaron atrás, voluntariamente, todas
las comodidades de la vida porque tenían en profundo aprecio las realidades
espirituales. Podrían haber llevado vidas «normales», pero se negaron a transigir
con la maldad. Hay un sentido de justicia en quitar a estas personas del mundo
porque lo cierto es que «el mundo no era digno» de ellas. El mundo sigue
adelante con su propia escala de valores, pero estos hombres vivían para cosas
mejores y más duraderas. Los desiertos, las montañas, los fosos y las cuevas de
la tierra (11:38) no son una verdadera carga para el hombre de fe porque su vida
se centra sobre las realidades espirituales y las cosas pertenecientes al tiempo y a
los sentidos son secundarias.
Aquellos que nos precedieron, tanto si fueron mártires como personas fieles
que vivieron ya sus vidas, tuvieron algo en común. Aunque ellas «alcanzaron
buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido» (11:39). Estos
hombres murieron sin haber obtenido personalmente lo que se les había
prometido y, al igual que Moisés, contemplaron la tierra prometida desde lo
lejos.
Tenemos una visión más profunda sobre los sufrimientos del Hijo de Dios en
las palabras: «El cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospre
ciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios» (12:2). ¿Por qué
soportó Jesús las agonías del Calvario? ¿Por qué estuvo dispuesto a que el Padre
le abandonase? La respuesta es majestuosa en su simplicidad. Su propósito era
uno de amor. El gozo de redimir a Su pueblo hizo que estuviese dispuesto a
soportar la cruz y nosotros no podemos quitar la tremenda importancia del
Calvario porque fue allí donde Jesús pagó el precio del rescate por Su pueblo.
Cristo no pasó por el valle de la muerte con rencor, pues ningún hombre le quitó
la vida, sino que. la dio de manera voluntaria, incluso con gozo, ¡a fin de poder
redimirnos a nosotros! Esta gracia es tan tremenda que nos deja sin palabras.
Hebreos hace una aplicación práctica de esta gran verdad ante una
generación que ha llegado a la indiferencia. Cristo tuvo que enfrentarse con las
burlas de los hombres pecadores (12:3). Cuando tú te sientas tentado a titubear,
¡acuérdate de El! Fueron los mismos pecadores los que pidieron Su vida y como
resultado de su falta de santidad y de sus demandas, Poncio Pilato le entregó
para ser crucificado. Los lectores de la Epístola a los Hebreos todavía no habían
«resistido hasta derramar sangre» (12:4), aunque un día pudiesen llegar a
convertirse en mártires. ¿Estaban ellos dispuestos a pagar el precio del
discipulado? La vida cristiana es como una batalla, «luchando en contra del
pecado» y en todas las batallas hay víctimas.
Se acusa, además, a los hebreos de ser olvidadizos. Dios había dicho: «Hijo
mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres
reprendido por El» (12:5; Pr. 3:11-12). Esta es una palabra que va dirigida a los
hijos y que se ha pronunciado en un ambiente de amor. El castigo es en realidad
la marca del hijo (12:7). Un padre no castiga a los extraños, sino que son sus
propios hijos los que se han de someter a los castigos y la disciplina de la casa.
Por lo tanto, si Dios no nos castigase, pensaríamos que el Padre no nos
consideraba como de Su familia (12:8).
Los padres terrenales son, como es lógico, falibles y puede que les falte el
juicio debido en la disciplina que quieren imponer, pero con todo y con eso
reconocemos la responsabilidad que tienen como padres y les honramos por
atender a la disciplina de sus hijos. Dios es, sin embargo, el Padre de los
espíritus, el Creador de todas las cosas. ¡Cuánto más no debiéramos nosotros
honrar y reverenciarle a El por Su gobierno divino! (12:9).
Los padres humanos corrigen a sus hijos para que puedan ser honorables y
miembros productivos en el hogar. A veces podemos llevarnos la impresión de
que al hacerlo hay un tanto de egoísmo, a pesar de que se esté ayudando al niño
a ocupar el lugar que le corresponde en la familia. La corrección de Dios es
siempre «para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad»
(12: 10). Dios tiene pleno derecho a pedir a Sus hijos que le sirvan, pero no hay
en Su disciplina el más mínimo egoísmo, puesto que lo que El desea es nuestro
bien y los sufrimientos fortalecen el carácter.
Otra exhortación de la que los hebreos tenían necesidad era en cuanto a las
relaciones humanas: «Seguid la paz con todos» (12:4). El desaliento da pie a la
falta de armonía. Un cristiano sospechaba de otro, y cada uno de ellos sentía que
su carga era extraordinariamente pesada. Un verdadero despertar espiritual
siempre trae como resultado el que las relaciones tirantes se rectifiquen y que los
creyentes se estimen a otros como compañeros del mismo Cuerpo de Cristo.
La paz y la santidad aparecen juntas (12:14) y una relación correcta con los
demás creyentes debiera acompañar a la debida relación con Dios. De hecho
estas ideas están íntimamente relacionadas: «Y nosotros tenemos este
mandamiento de parte de él: el que ama a Dios, ame también a su hermano» (1.8
Jn. 4:21). Cuando el hombre llega a conocer a Cristo, se convierte en una nueva
criatura y en un miembro de la casa de la fe. Se convierte en un «santo», uno
separado para Cristo, aunque no siempre se comporte como tal. Esta santidad,
concedida al creyente, le marca como persona diferente al hombre mundano.
Como es lógico, el creyente tiene la capacidad para crecer en la gracia de Dios y
llegar a ser cada día más parecido a Cristo. Aparte, sin embargo, de la inicial
naturaleza santa, la marca del cristiano es tan sólo como un profesor y no «verá
al Señor» (12:14).
Se pide a cada uno de los creyentes que ejercite su preocupación espiritual
en lo que a sus compañeros en la fe se refiere (12:15). ¿Hay una falta de la
manifestación de la gracia de Dios en las vidas de los creyentes? ¿Hay evidencia
de un espíritu de amargura en la iglesia? (cp. Dt. 29:18) y esa amargura, sin
control, se convertirá en apostasía.
No hay dato alguno que nos indique que en la vida de Esaú hubiese ningún
gran pecado. Era un hombre moral, pero totalmente seglar. Isaac había deseado
im partir su bendición a Esaú, pero Rebeca se alió con Jacob para engañar a su
padre, que se estaba quedando ciego. Una vez que Jacob hubo obtenido su
bendición, se presentó Esaú ante su padre, buscando la bendición, pero ya había
sido otorgada: Esaú reconoció el valor de la primogenitura cuando ya era
demasiado tarde y sus lágrimas no lograron devolvérsela (12:17).
Israel oyó en el Sinaí el sonido de la trompeta seguido por una voz que
proclamaba la Ley de Dios (12: 19). El pueblo, condenado, pidió que cesase la
voz y ni una bestia podía aproximarse al monte (12:20) y el mismo Moisés dijo:
«Estoy espantado y temblando» (12:21). El estruendo del Sinaí proclamó la
santidad de Dios y el pecado de Su pueblo, de manera que nadie podía
permanecer en la presencia del Todopoderoso (cp. Dt. 9:19).
El cristiano puede comparar la Sión del Nuevo Testamento con el Sinaís del
Antiguo. Sión fue un nombre que se aplicó a Jerusalén, la ciudad santa. En ella
fue edificado el Templo y Jesús fue crucificado. Desde una colina, al este de la
ciudad, ascendió a los cielos. La «ciudad celestial de Dios» no era más que un
reflejo de la Jerusalén celestial (12:22), la morada de los ángeles y los santos de
todos los tiempos (12:23).
Aunque es posible establecer una comparación entre Sinaí y Sión, ambas nos
hablan del mismo Dios, cuyo carácter es inmutable. Aquellos que se negaron a
escuchar Su palabra en el Sinaí se encontraron con un juicio terrible (12:25).
Cuando el Hijo habla una palabra de gracia desde el cielo también El tiene
derecho a que le escuchen y el rechazarle es buscarnos muy graves problemas.
Para todo esto hay una respuesta práctica. Aunque nosotros no podemos
«edificar» la ciudad celestial, porque Dios ya lo ha hecho, aún podemos ofrecer
nuestro servicio, con gratitud, al Dios de nuestra salvación. El no es un Dios
diferente en carácter al Dios del Sinaí, pero es preciso que nos acerquemos a El
con reverencia (12:28). El es un fuego consumidor (12:29) para aquellos que
desprecian Su misericordia, pero sigue siendo el Dios que envió a Su Hijo a
morir por los pecadores y que no se complace en la muerte de los malvados. Si
el Dios de Sinaí y de Sión es el mismo, los montes mismos hablan acerca de las
diferentes realidades. Sinaí dice: «Manteos alejados.» Cuando murió Jesús el
velo del templo de Jerusalén se partió de tal manera que nadie podía entrar en el
santuario. Sión dice: «Entrad, por el camino nuevo y consagrado para vosotros
por medio de la sangre del Salvador.»
La Epístola a los Hebreos finaliza, como lo hacen las epístolas paulinas, con
una serie de mandatos prácticos y, con frecuencia, personales. La vida cristiana,
vivida en el poder del Espíritu de Dios, debiera ser un medio de bendición y de
estímulo para otros. El cristiano debería llevar la marca del amor fraternal (13:1).
De hecho haríamos bien en hablar acerca del «amor de hermanos» porque los
cristianos están relacionados los unos con los otros como miembros de Cristo y
como hijos de Dios, por medio de la fe en El.
Otra de las responsabilidades del cristiano era la de visitar, con amor, a los
prisioneros. Muchos eran echados en la cárcel por causa de su fe en Cristo y
aquellos cristianos que no eran prisioneros deberían de considerarse
estrechamente vinculados con sus hermanos afligidos (13:3). Había siempre la
posibilidad de que el hombre que era libre un día fuese apresado al siguiente y
los que formaban «parte del cuerpo» tenían motivos más que suficientes como
para esperar la persecución, lo cual debería haber sido un estímulo para que los
hermanos tuviesen compasión de aquellos otros hermanos que estaban sufriendo.
Solamente ha sido durante las décadas recientes que las cárceles han provisto
la comida, el albergue y el cuidado médico necesario para los prisioneros. Pablo,
en su 2.a Epístola a Timoteo, explica su necesidad cuando se encontró en una
cárcel próxima al foro romano. Lucas, el médico amado, se encontraba con él
(2.a Ti. 4:11), pero no hay duda de que el apóstol pasaba frío y deseaba la capa
que había dejado en Troas (2.a Ti. 4:13). Había cierto grado de urgencia porque
Pablo escribió: «Procura venir pronto a verme» (2.a Ti. 4:9). El Imperio Romano
estuvo persiguiendo a los cristianos con frecuencia durante los tres primeros
siglos de la Iglesia Cristiana. Esto no debía sorprender al cristiano, pero sí debía
servir de apoyo a sus compañeros en la fe en los momentos de necesidad.
La vida del cristiano debe estar libre de toda avaricia (13:5). Las palabras
traducidas «sin codicia» significan, literalmente, «no amantes del dinero», pues
el dinero se puede usar bien o se puede usar mal. El dinero se puede usar como
es debido por aquellos que son fieles mayordomos de la confianza que Dios ha
depositado en ellos, pero también se puede abusar del dinero, sobre todo cuando
la persona lo convierte en un fin o en un medio para conseguir un fin que no es
el glorificar a Dios. La avaricia es una señal inequívoca del descontento e
implica una falta de confianza en Dios. Su promesa: «De ningún modo te
desampararé ni te dejaré» debiera de satisfacernos en nuestros momentos de
temor (13:5). No se deja nunca al cristiano a que salga adelante por sus propios
recursos, sino que puede decir: «El Señor es mi ayudador, no temeré lo que me
pueda hacer el hombre» (13:6).
Durante la época en que fue escrita la carta a los hebreos existían todavía dos
altares: uno en el Templo de Jerusalén y el otro en el cielo. Se podía depositar la
confianza en la eficacia de uno o del otro, pero resultaba imposible confiar en
ambos. Aquellos que sirven en el Tabernáculo no tienen derecho a comer de
nuestro altar (13: 10), insiste el autor. El altar cristiano está en el cielo, donde
Cristo sirve como sacerdote.
Sin embargo, es posible sacar una analogía entre el ritual del Día de la
Expiación y la posición de Cristo durante el primer siglo. El cuerpo del animal
utilizado por el sumo sacerdote como ofrenda por el pecado se quemaba fuera
del campamento (Lv. 16:27). Como hecho histórico, también Jesús, habiendo
sido recha zado por Su pueblo, murió fuera de las murallas de Jerusalén, «fuera
del campamento» del judaísmo de Sus tiempos (13:12). Siendo esto así el autor
anima a sus lectores con las siguientes palabras: «Salgamos, pues, a él, fuera del
campamento, llevando su vituperio» (13:13). No es ninguna vergüenza estar con
Jesús, fuera del campamento. Si el incrédulo le amenaza con la excomunión, no
se deje atemorizar, únase con gozo a su Señor y Redentor.
Nuestra alabanza encuentra mayor expresión cuando llevamos una vida llena
de amor: «Y no os olvidéis de hacer el bien y de comunicar; porque de tales
sacrificios se agrada Dios» (13:16). La palabra traducida como «comunicar»
(koinonía), en algunas versiones, sugiere el compartir con nuestros hermanos
necesitados. El cristiano rinde su alabanza a Dios y comparte sus bienes
materiales con aquellos hermanos que carecen de los bienes de este mundo.
Algunos cristianos llegaron a perder todo lo que tenían durante el tiempo de la
persecución, pero otros compartieron con ellos, con gozo, todo cuanto tenían,
incluso en casos de pobreza, porque la gracia de Dios inundaba sus vidas.
Las ovejas están a salvo porque el pastor derramó «la sangre del pacto
eterno». El pacto establecido en el Sinaí era temporal, pero el Nuevo Pacto, en la
sangre de Jesús, es eterno. Aquellos que le pertenecen tienen vida eterna y están
eternamente seguros.
La bendición continúa con una oración para que se realice una buena obra,
de Dios, en los corazones de aquellos a los que iba dirigida la epístola. La
voluntad de Dios es suprema y el cristiano ora debidamente para que se haga la
voluntad de Dios. La mejor manera de orar es diciendo: «Hágase tu voluntad.»
Aquí el escritor ora para que los hebreos puedan estar preparados («hechos...
perfectos») teniendo todo lo necesario para hacer la voluntad de Dios. Debemos
recordar que el hombre pecador no puede hacer, por sí mismo, lo que es
agradable para Dios. El pecado invade todo nuestro ser, pero el Espíritu de Dios
puede dirigirnos y darnos poder de tal manera que obtengamos la victoria sobre
el pecado y podamos hacer Su voluntad. Aquello que es «lo que es agradable
delante de El» es, en el análisis final, lo que es mejor para los hombres. Si Dios
obra en nosotros el hacer Su voluntad somos realmente bendecidos.
Como nota final y personal, el escritor suplica a sus lectores que «soporten
estas palabras de exhortación» (13:22). Podría haber escrito mucho más acerca
de las tentaciones y los peligros que corrían ellos, pero se esforzó en ser breve.
Las palabras proceden de un corazón lleno de amor y tiene la esperanza de que
sean recibidas en ese espíritu. Timoteo acababa de ser puesto en libertad (al
parecer de la cárcel). El escritor de la epístola, al referirse a Timoteo, muestra
que forma ba parte del círculo paulino, siendo posible que Timoteo acompañase
al escritor de la epístola a visitar a los lectores (¿en Roma?) pronto.
El escritor envía sus saludos a los dirigentes de la iglesia (13:24), a los que
evidentemente conoce bien. La epístola les ha recomendado altamente a los
cristianos que titubean. «Los de Italia os saludan» podría significar que el
escritor se encontraba en Italia cuando escribió la epístola, o que no estaba allí,
dirigiendo una epístola a los cristianos de allí, y que las personas de Italia, que
estaban en la ciudad cuando la epístola fue escrita enviaban sus saludos a sus
conciudadanos en su ciudad natal, aunque lo segundo parece ser más bien el
caso.
La epístola termina con un saludo final muy breve: «La gracia sea con todos
vosotros. Amén» (13:25). Todas las misericordias de Dios fluyen de Su gracia
incomparable.
Archer, Gleason L. The Epistle to the Hebrews. Grand Rapids: Baker Book
House, 1957.
Hewitt, Thomas. The Epistle to the Hebrews. Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans
Publishing Company, 1960.
Mall, Carl Bernhard. The Epistle to the Hebrews. A.c. Kendrick. Tr., Lange
Commentary Series. Nueva York: Charles Scribners' Sons. 1868.
Vos, Geerhardus. The Teaching of the Epistle to the Hebrews. Grand Rapids:
Wm. B. Eerdmans Publishing Company, 1956.
Wuest. Kenneth S. Hebreas in the Greek New Testament. Grand Rapids: Wm. B.
Eerdmans Publishing Company, 1948.
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