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Panorama

del Antiguo Testamento, Paul N. Benware

Génesis, Howard F. Vos

Números: Viaje a la tierra de reposo, Irving L. Jensen

Deuteronomio: El evangelio del amor, Samuel J. Schultz

Josué: La tierra de reposo, conquistada, Irving L. Jensen

Jueces y Rut, Arthur H. Lewis

Primero y Segundo de Samuel, J. C. Laney

Primero y Segundo de Reyes, Richard 1. McNeely

Primero y Segundo de Crónicas, John Sailhamer

Ester: El triunfo de la soberanía de Dios, John C. Whitcomb

Job, Roy B. Zuck

Proverbios, Irving L. Jensen

Eclesiastés: La vida total, Walter C. Kaiser

Isaías: La salvación del Señor, Alfred Martin

Jeremías y Lamentaciones, Irving L. Jensen

Ezequiel, Ralph Alexander

Daniel, John C. Whitcomb

Nahúm, Sofonías, Habacuc, Hobart E. Freeman

Hageo y Malaquías: Rededicación y renovación, Herbert Wolf


Panorama del Nuevo Testamento, Paul N. Benware

Mateo, Arthur Robertson

Marcos, Ralph Earle

Lucas, Paul N. Benware

Juan: El evangelio de la fe, Everett F. Harrison

Los Hechos de los Apóstoles, Charles C. Ryrie

Gálatas: Una llamada a la libertad cristiana, Howard F. Vos

Efesios: La gloria de la Iglesia, Homer A. Kent, Jr.

Filipenses: Triunfo en Cristo, John F. Walvoord

Colosenses: Cristo, todo-suficiente, Everett F. Harrison

Primera y Segunda Tesalonicenses, Charles C. Ryrie

Primera y Segunda Timoteo, D. Edmond Hiebert

Tito y Filemón, D. Edmond Hiebert

Hebreos, Charles F. Pfeiffer

Primera y Segunda Pedro, Louis A. Barbieri

Las Epístolas de Juan, Donaid Burdick

Judas: Los hechos de los apóstatas, S. Maxwell Coder

Apocalipsis, Charles C. Ryrie


Charles F. Pfeiffer



Introducción ................................. 7

Bosquejo ................................... 11

1. La revelación de Dios en Su Hijo (1:1-2:18) ..... 15

2. El Salvador fiel (11-4:13) ................... 32

3. El gran Sumo Sacerdote (4:14-10:18) ........... 40

4. Exhortaciones prácticas (10:19-13:25) .......... 83

Bibliografía ............................... 126


NOTA: El autor ha hecho uso de la
Reina-Valera, 1960,
texto básico en castellano. En algunos
casos el propio
texto griego ha sido traducido por el
autor, que se
aprovechó de las sugerencias que le
hicieron los eruditos, cuyas obras se
citan en la bibliografía. En todos los
casos se han hecho comparaciones
con otras
traducciones españolas antes de
sugerir una lectura.

¿QUIEN ESCRIBIO HEBREOS?

La Epístola a los Hebreos es anónima y el nombre de Pablo no fue asociado


con ella hasta finales del siglo ii, e incluso entonces muchos otros autores fueron
sugeridos. La iglesia primitiva sugirió como autor a Bernabé, a Lucas, a Silvano,
a Felipe, a Priscila y a Clemente como posibles escritores de dicha epístola.
Martín Lutero sugirió un autor más, al elocuente Apolo de Alejandría (Hch.
18:24, 25). Calvino dijo: «No resulta posible descubrir quién compuso la
epístola, por mucho que nos esforcemos en la labor, pero no cabe duda alguna de
que ni la naturaleza del pensamiento ni el estilo tienen la menor semejanza con
el de Pablo». Le ha parecido bien al Espíritu de Dios hacer uso de escritores
desconocidos para ofrecernos nuestra Biblia. Ni la evidencia externa ni la interna
es suficiente para dilucidar el problema de identificar al autor de Hebreos. A
pesar de lo cual Dios habló por medio de él y su mensaje tuvo como fin el
edificar a la Iglesia de Jesucristo.

¿CUANDO FUE ESCRITA LA EPISTOLA?

La evidencia interna indica que la Epístola a los Hebreos fue escrita antes de
la destrucción de Jerusalén (70 d.C.). Puesto que la epístola alega que la muerte
de Cristo hace que el sistema de los sacrificios del Antiguo Testamento caiga en
desuso parece lógico el pensar que hubiese hecho mención de la destrucción del
Templo de haber ya acontecido ese suceso.

La epístola menciona la persecución (12:4) e implica que los cristianos


tenían que pasar por sufrimientos por causa de Cristo. La persecución llegó a su
punto más álgido bajo Nerón, en el año 64 d.C., y es muy probable que la
Epístola a los Hebreos fuese escrita durante la década de los años 60-70 d.C.

¿DESDE QUE LUGAR FUE ESCRITA?

Aunque la epístola no hace la menor alusión en cuanto a su lugar de origen,


se ha sugerido con frecuencia a Alejandría, en Egipto, pues en esa ciudad había
una gran colonia judía, que formaba una especie de síntesis entre el judaísmo y
el helenismo. Allí, durante los siglos iii y II a.C., las escrituras hebreas fueron
traducidas al griego, en una versión conocida como la Septuaginta. El autor de
esta epístola cita constantemente de esa versión. El contraste entre la «sombra»
del Antiguo Testamento y la realidad celestial, que halla su expresión
fundamental en Cristo, sería de particular interés para los judíos que estaban, al
propio tiempo, interesados en la filosofía platónica, de igual modo que les
sucedía a los alejandrinos. Filo, de Alejandría (25 a.C.-50 d.C.), fue un
representante principal del judaísmo helenístico.

¿A QUIEN SE DIRIGIA LA EPISTOLA?

La Epístola «a los Hebreos» iba dirigida a los cristianos judíos, pues el autor
tenía en mente a un grupo determinado de creyentes (cp. 5:11, 12; 6:10, 11; 13:
19). No estamos seguros de dónde vivían, aunque se han sugerido como lugar
posible, Jerusalén, Cesarea, Efeso y Antioquía. Sin embargo, la localidad más
probable es Roma. Ya por el año 95 d.C. era conocida en Roma dicha epístola
porque Clemente de Roma la cita en una carta a los corintios. Podemos encontrar
además evidencia interna en las palabras «los de Italia os saludan» (13:24), lo
cual implica que los cristianos de Italia deseaban enviar, por medio del autor que
vivía cerca de ellos, recuerdos a sus parientes, que estaban en su tierra natal.

¿POR QUE FUE ESCRITA LA EPISTOLA?

El escritor de la Epístola a los Hebreos conocía y amaba a las personas a


quienes se dirigía, que habían sido fieles a Cristo durante el pasado cuando había
habido persecución. Pero, a pesar de ello había señales de deserción y la epístola
fue escrita para advertirles en contra de la apostasía (6:4-8; 10:26-31; 12:14-19).
No podían refugiarse en el plan expuesto en el Antiguo Testamento, por haber
quedado éste anticuado (12:1829). Debe de haber, de verdad, el deseo de
progresar en la madurez espiritual (6:1-3). Cristo es la última palabra» que Dios
dirige al hombre y si bien es cierto que puede permitir que en su vida, en la vida
de sus hijos, haya pruebas, es preciso que ellos aprendan que la vida de fe es una
vida de bendición divina.


I. LA REVELACION DE DIOS EN SU HIJO, 1:1-2:18

A. Cristo, culminación de la revelación, 1: 1-3

B. La superioridad de Cristo sobre los ángeles, 1:414

1. El es el Hijo, 1:4-6

2. Su reino es eterno, 1:7-14

C. El peligro de descuidar la salvación por medio del Hijo, 2:1-4

D. El Hijo y la humanidad, 2:5-18

1. La humildad y la dignidad del hombre, 2:5-8

2. La necesidad de la encarnación, 2:9-18

a. Para cumplir el propósito, lleno de gracia, de Dios, 2:9-10

b. Para hacer del Salvador y de los salvos uno mismo, 2:11-15

c. Para permitir que el Salvador se identifique con los que han sido
salvos, 2:16-18

II. EL SALVADOR FIEL, 3:1-4:13

A. Cristo, como Hijo, superior a Moisés, como siervo, 3:1-6

B. Consecuencias de la incredulidad de Israel, 3:7-11

C. Advertencia en contra de la incredulidad, 3:12-19

D. Exhortaciones a la fidelidad, 4:1-13

1. Queda un reposo para el pueblo de Dios, 4:1-11


2. El Dios omnisciente es juez, 4:12-13

III. EL GRAN SUMO SACERDOTE, 4:14-10:18

A. Fe en el sacerdocio de Cristo, 4:14-16

B. Cristo posee las cualidades esenciales para el sacerdocio, 5:1-10

1. Identificación con los hombres, 5:1-3

2. Nombramiento de Dios, 5:4-10

C. Falta de experiencia espiritual de los hebreos, 5:11-6:12

1. Falta de crecimiento en el conocimiento, 5:11-14

2. La necesidad de llegar a la madurez, 6:1-3

3. El peligro de apartarse de Cristo, 6:4-8

4. Esperanza de cosas mejores, 6:9-12

D. La Palabra y el juramento de Dios, base de confianza, 6:13-20

E. Cristo sacerdote según el orden de Melquisedec, 7:1-28

1. La historia de Melquisedec, 7:1-3

2. La superioridad de Melquisedec sobre Aarón, 7:410

3. El sacerdocio de Aarón posterior al de Melquisedec, 7:11-19

4. La superioridad del sacerdocio de Cristo, 7:20-24

5. Cristo, el sacerdote que suple nuestras necesidades, 7:25-28

F. Cristo, el verdadero Sumo Sacerdote, 8:1-10:18

1. Su entrada en el verdadero santuario, 8:1-5


2. Cristo como sacerdote del Nuevo Pacto, 8:6-13

3. El antiguo tabernáculo y sus servicios, 9:1-7

4. Ineficacia de los sacrificios del antiguo tabernáculo, 9:8-10

5. Superioridad del sacrificio de Cristo, 9:11-14

6. El Mediador del Nuevo Pacto, 9:15-28

7. Debilidad de los sacrificios de la Ley, 10:1-5

8. La encarnación, 10:6-9

9. La única ofrenda satisfactoria, 10:10-18

IV. EXHORTACIONES PRACTICAS, 10:19-13:25

A. Acercándose a Dios y aferrándose a la fe, 10:19-23

B. La responsabilidad cristiana y los juicios de Dios, 10:24-31

C. La fidelidad pasada, base de la confianza presente, 10:32-39

D. Los héroes de la fe, 11:1-40

1. Características de la fe, 11: 1-3

2. Ejemplos de fe, 11:4-32

3. Triunfos de la fe, 11:33-40

E. Participando en la carrera, 12:1-3

F. Los sufrimientos como disciplina, 12:4-11

G. Obligaciones para con los hermanos, 12:12-17

H. Los dos pactos, 12:18-29


1. Obligaciones cristianas, 13:1-17

1. Las relaciones morales y sociales, 13:1-6

2. Lealtad a los dirigentes de la iglesia, 13:7-8

3. Advertencias en contra de las herejías, 13:9-14

4. La vida en la iglesia, 13:15-17

J. Asuntos Personales, 13:18-25

1. Una petición de oración, 13:18-19

2. Oración por la iglesia, 13:20-21

3. Una petición para ser escuchada, 13:22-23

4. Salutaciones finales, 13:24-25


(1:1-2:18)

A. CRISTO, CULMINACION DE LA REVELACION (1:1-3)

El punto de partida de la Epístola a los Hebreos es la esencia de la


afirmación cristiana: ¡Dios ha hablado! Una sucesión de escritores inspirados,
tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, dan testimonio del hecho de que
Dios se ha servido de oradores para declarar Su verdad en medio de todos los
errores a que es propenso el hombre caído. Si el hombre pecador ha de encontrar
el camino de regreso a Dios, solamente el propio Dios puede revelarle dicho
camino.

Los teólogos y los filósofos argumentan acerca de la posibilidad y la


probabilidad de la revelación. Dios es todopoderoso, por lo tanto, puede
revelarse a los hombres; su amor no tiene límites y por eso es de esperar que lo
haga y la Biblia afirma ser dicha revelación.

Pero con todo y con eso, la Epístola a los Hebreos no comienza con una
argumentación, sino que afirma una verdad que sus lectores habrán de
presuponer como algo básico: ¡Dios ha hablado!

La iglesia primitiva estaba formada por conversos que hacía poco que habían
pertenecido a las filas del judaísmo. El cristianismo no estaba considerado como
una nueva religión, sino como el cumplimiento de las esperanzas y de las
promesas de la antigua. Un cristiano era una persona que creía que Jesús de
Nazaret era el Mesías prometido de Israel y esta convicción producía una vida
guiada por el principio de la fe y el deseo de hacer la voluntad de Dios.

Estos convertidos llevaron sus Biblias con ellos, la Torá o Antiguo


Testamento, tal y como lo conocemos nosotros. Los primitivos cristianos
hebreos y los gentiles, que subsiguientemente formaron parte de la iglesia,
declararon que Dios había hablado realmente «a los padres por los profetas»
(1:1) del Antiguo Testamento.

Sin embargo, como cristianos se dieron cuenta de que existía una diferencia
entre la revelación del Antiguo Testamento y su cumplimiento en Cristo. La
revelación del pasado había acontecido en «diferentes ocasiones» y de «diversas
formas». Desde Moisés a Malaquías transcurrió un período de unos mil años y
dos milenios pasaron desde Abraham hasta Cristo. Israel tuvo una historia de lo
más variada, incluyendo un período seminómada, uno de esclavitud en Egipto,
uno de anarquía de las tribus (en los tiempos de los jueces) y una monarquía
centralizada (durante los reinados de David y de Salomón). Después de la
división del reino leemos acerca de un exilio (en Asiria y Babilonia) después del
cual regresó un remanente a Jerusalén y sus alrededores. A lo largo de estos
«diversos tiempos» podemos seguirle la pista a una sucesión de voceros
proféticos; hombres como Moisés, Josué, Samuel, Natán, Elías, Amós, Isaías y
Jeremías. Algunos de ellos escribieron libros, pero los otros quedaron, con sus
nombres, y sus ministerios, en los libros históricos del Antiguo Testamento. Su
mundo incluía Ur de los Caldeos, Harán, Siquem, Jerusalén, Egipto y Babilonia,
es decir, todo el sector del «Creciente Fertil». Los mensa jeros de Dios
declararon Su voluntad a Israel en tiempo de apostasía y también cuando triunfó
el espíritu. Moisés lo hizo en el desierto, Elías en el monte Carmelo y Ezequiel
en Babilonia, siendo representantes de los «diversos períodos» de la revelación
del Antiguo Testamento.

Debido a que Dios es un ser infinito tiene muchas maneras para que Su
revelación actúe de mediadora. Dios habló por medio de los sueños de José y de
un Daniel. Moisés y Abraham le vieron «cara a cara». Junto al río Quebar
Ezequiel recibió visiones apocalípticas y escritores, cuyos nombres no se
mencionan, fueron guiados por el Espíritu para tomar extractos de las crónicas
de los reyes israelitas y judíos o de las épicas de la literatura antigua, tal como
pueda ser el Libro de las Guerras del Señor y el Libro de Jaser (Nm. 21:14; Jos.
10: 13; 2.<> S. 1: 18). El Antiguo Testamento contiene toda una biblioteca de
libros que cubren una amplia variedad de temas y de formas; habla sobre la ley,
la historia, la poesía, la profecía, la sabiduría, los cánticos sagrados y los salmos.
Dice Hebreos que Dios utiliza «diversos modos» para revelarse a los padres.

Visualizando el Antiguo Testamento como una revelación preparatoria, el


cristiano encuentra la revelación definitiva en Cristo. En contraste con los
«diversos períodos» del Antiguo Testamento el autor de Hebreos habla de la
revelación postrera durante «esos últimos días» (1:2) que se refieren a las
profecías del Antiguo Testamento. Los maestros judíos mencionaban con
frecuencia «la edad venidera» como la edad mesiánica, el momento durante el
cual la historia encuentra su culminación en la aparición de ese Mesías al que
tanto tiempo se ha venido esperando. La Epístola a los Hebreos afirma que ha
llegado la edad mesiánica y que el Mesías ha hecho su aparición. Jesús es la
última palabra de Dios y más allá de El no tenemos necesidad de buscar.

Los profetas hablaron con fidelidad acerca de la Pa labra de Dios, pero Jesús
era Dios encarnado. El Hijo es creador, revelador y la meta de todos los procesos
históricos. El es el «heredero de todas las cosas» porque es el Hijo del Padre al
cual pertenecen finalmente todas las cosas. Los mismos reinos de este mundo
habrán de convertirse en los reinos de nuestro Señor y Su Cristo.

Se dice que el Hijo es «el resplandor» (1:3) de la gloria de Dios y esa gloria
esencial de Dios es algo que el hombre no puede conocer. Juan escribe: «A Dios
nadie le ha visto jamás», pero sin embargo, se apresura a añadir: «El Unigénito
Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Juan 1:18). Cristo,
el Hijo, es el resplandor visible de la gloria de Dios, de modo que el Dios
invisible puede verse y conocerse en la Persona de Su Hijo. Fue precisamente a
través de la Persona del Hijo que Dios se apareció a los patriarcas de Israel.

La humanidad desea constantemente «ver» a Dios. El pagano, que se inclina


ante su ídolo, se engaña creyendo que la suya es una «imagen» auténtica de
Dios. El deseo está bien, pero lo que está mal es la manifestación del mismo.
Dios desea «que le vean», pero solamente es visible en la Persona de Jesús, que
es «la imagen exacta de su persona».

Se atribuyen al Hijo de la creación, la providencia y la redención. El «hizo


también el universo» (1:2) y «sostiene todas las cosas con la palabra de su
poder» (1:3). Tanto la creación como la redención son cosas que las Escrituras
describen como obra del Dios trino. En Hebreos 11:3 se nos dice: «por la fe
entendemos que el universo fue enteramente organizado por la palabra de Dios».
Pablo escribe diciendo que Jesús «es la imagen del Dios invisible, el
primogénito de toda creación porque por él fueron creadas todas las cosas, las
que hay en los cielos y las que hay en la tierra, las visibles y las invisibles... todo
fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las
cosas tienen consistencia en él» (Col. 1:15-17).

Los profetas habían hablado acerca de uno que habría de llevar sobre sí
mismo la iniquidad de todos nosotros (Is. 53:6). Hebreos afirma que eso ya se ha
realizado porque el Hijo «ha efectuado la purificación de nuestros pecados por
medio de sí mismo» (1:3). Este hecho enfatiza lo inútiles que resultan los
esfuerzos que realiza el hombre a la hora de quitarse sus propios pecados y de
las ordenanzas del Antiguo Testamento, ya que se tenían que repetir
constantemente, lo cual daba testimonio de que no servían para «purgar la
conciencia de sus obras de muerte», a pesar de que no se minimiza su valor.
Formaban parte de aquella ley, que servía de pedagogo, haciendo que los
hombres se diesen cuenta de su necesidad de Cristo, el único capaz de redimirles
de sus pecados.

El ministerio redentor de Cristo venía a ser un preludio de la glorificación


del Hijo «a la diestra de la Majestad en las alturas». Pablo nos dice que fue
debido a que Cristo se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz, que el Padre «le exaltó hasta lo humo» (Fil. 2:7-9). El Cristo
anterior a la encarnación participaba de la gloria con el Padre «antes de que el
mundo fuese» (Juan 17:5). El Mesías crucificado, sin embargo, tiene una nueva
posición que le concede todo el poder sobre el cielo y sobre la tierra (Mt. 28:18).
Esta idea ha quedado reflejada en las palabras del Salmo 110: 1 que dicen:
«Jehová dijo a mi Señor: siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos
por estrado de tus pies».

La Epístola a los Hebreos enfatiza la superioridad de la revelación de Dios


en Cristo sobre cualquier otra revelación, sea real o imaginaria. Dios ha hablado
por medio de aquel que hizo que existiese el universo, que se convirtió en
nuestro sufriente Salvador y que aho ra está sentado en un lugar de favor y
autoridad, a la mano derecha del Padre. Su mensaje debe dictar un respeto
reverente y un santo temor.

B. LA SUPERIORIDAD DE CRISTO SOBRE LOS ANGELES (1:4-14)

1. El es el Hijo (1:4-6)

La superioridad de la revelación de Dios, por medio de la Persona del Hijo,


en relación a lo que con anterioridad habían expuesto los profetas, queda
reforzada por la demostración de la superioridad de Jesús sobre todos los seres
angélicos en Su lugar como Hijo divino.

Se dice que Jesús heredó más excelente nombre que los ángeles (1:4). Este
es el nombre por medio del cual los pecadores pueden ser salvos (Hch. 4:12) y
ante el cual toda rodilla ha de doblarse (Fil. 2:10). El nombre sirve para dar
expresión a la Persona misma, a Su gloria y a Sus atributos. Los ángeles tienen
un nombre que les identifica como mensajeros, que sirven a Dios y a Sus hijos,
pero, por otro lado, el nombre de Jesús le identifica como Salvador del mundo y
como el ungido (es decir, «el Cristo») del Padre. Cuando el nombre del «Hijo se
aplica a Jesús, se le menciona como el amado del Padre y como el heredero de
todas las cosas.

El argumento sobre la superioridad de Cristo sobre los ángeles viene


apoyado por las Escrituras del Antiguo Testamento. El autor de Hebreos
escudriñó su Biblia a la hora de buscar una evidencia sobre el hecho de que
Jesús es el Hijo unigénito y la encontró en Salmos 2:7 que dice: «Mi hijo eres tú;
yo te he engendrado hoy» y en 2." Samuel 7:14 donde se nos dice: «Yo lo seré a
él por Padre, y él me será a mí por Hijo». Aunque a los ángeles se les aplica, de
forma colectiva, el nombre de «hijos de Dios» (Job 1:6), so lamente Cristo lleva
el título de «el Hijo». El salmista habló acerca del día en que el Hijo fue
engendrado, lo cual es, sin duda, una referencia a la encarnación, a pesar de que
se aplica en otro lugar a la resurrección (Hch. 13:33).

David deseaba construirle un templo al Señor en Jerusalén, pero le fue dicho


que el proyecto tenía que ser postergado. Sin embargo, Dios dijo que una «casa»
sería edificada para David (2.1 S. 7:11). Esa casa, o dinastía, reinaría para
siempre sobre Israel (2° S. 7:16). Dios dijo acerca del hijo de David «yo le seré a
él por padre» (1:5; 2.° S. 7:14). En un sentido general podemos considerar a
Salomón como hijo de David y que fue quien construyó la «casa» o el templo,
pero el autor de Hebreos ve estas palabras como una profecía del hijo de David,
«mucho más importante», Jesús de Nazaret, que lleva el título distintivo de
«Hijo de Dios».

No solamente recibe Jesús el nombre de Hijo, sino que merece la alabanza y


adoración, que los ángeles pueden darle, pero jamás recibir ellos mismos. La cita
parece haber sido sacada del Salmo 97:7c, que dice: «Póstrense a él todos los
dioses» y que en la Septuaginta griega se ha traducido como «adoradle todos
vosotros los ángeles» (1:6). La versión de la Septuaginta tiene en Deuteronomio
32:43 una traducción similar. La fe de los israelitas no les permitía el adorar
jamás a los ángeles porque solamente el Dios trino de Israel es merecedor de la
adoración de Su pueblo, pues todas las demás cosas han sido creadas por El y
están bajo Su mando.

2. Su reino es eterno (1:7-14)

Se establece un contraste entre la naturaleza de los ángeles y la del Hijo. Se


cita el Salmo 104:4 en el versículo 7: «El que hace a sus ángeles espíritus, y a
sus ministros llama de fuego». Según las leyes del para lelismo hebreo los
«ángeles» y los «ministros» deben de ser términos sinónimos. Los ángeles son
ministros, siervos de Dios, sin embargo, Jesús es la deidad: «Tu trono es el trono
de Dios; es eterno y para siempre; cetro de justicia es el cetro de tu reino» (Sal.
54:6). El hecho de que el rey mesiánico fuese ungido con óleo de alegría más
que a sus compañeros (Sal. 45:7) es algo más que nos recuerda su preeminencia,
pues no se trata de una mera criatura, sino que ocupa un lugar supremo, ya que
es el Hijo de Dios.

En una cita más extensa de Salmo 102:26-28 se compara la eternidad del


Hijo con la naturaleza pasajera de la tierra y de los cielos: «ellos perecerán, mas
tú permaneces» (1:11). A ningún otro, que no haya sido el Hijo, ha dirigido Dios
estas palabras: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por
estrado de tus pies» (1:13; Sal. 110:1). El Señor Jesús está sentado «sobre todo
principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra,
no sólo en este siglo, sino también en el venidero» (Ef. 1:21).

Como contraste a la exaltación del Hijo, se nos recuerda que los ángeles son
«espíritus ministradores» (1: 14). Ellos son siervos de Dios y Su pueblo y el
cristianismo debe estar agradecido por el ministerio que desempeñan, así como
por todos los dones, fruto del amor de Dios. Sin embargo, reconoce que Jesús
ocupa un lugar único y como Hijo del Padre solamente El recibe la absoluta
lealtad del corazón que ha sido regenerado.

C. EL PELIGRO DE DESCUIDAR LA SALVACION POR MEDIO DEL HIJO


(2:1-4)
El autor de Hebreos ha mostrado las afirmaciones de Cristo a la absoluta
lealtad de Su pueblo. La palabra postrera de Dios es Cristo, el cumplimiento de
las esperanzas proféticas de Israel; ese Cristo que tie ne una relación única con el
Padre y que ofrece un contraste con los ángeles, que son seres y siervos de Dios
y de Su pueblo.

Sobre esta base doctrinal se nos hace una advertencia, que es preciso que los
hombres escuchen al Hijo. Fue preciso, durante la dispensación del Antiguo
Testamento, el dar crédito a la palabra expresada por medio de ángeles. Pablo
afirmó que la Ley «fue promulgada por medio de ángeles en mano de un
mediador» (Gá. 3:19). Esta ley era firme, de tal modo que «toda transgresión y
desobediencia recibió justa retribución» (2:2). Cuando Nadab y Abiú ofrecieron
«fuego extraño» delante del Señor murieron (Lv. 10: 1-7). Acán tomó de los
despojos de Jericó e Israel fue derrotado en el campo de batalla, hasta que él y su
familia fueron apedreados (Jos. 7). A pesar de que se había hecho provisión para
todo aquel que hubiese pecado «por simple ignorancia», el israelita que pecaba
«con todas las de Caín» moría sin la menor misericordia. Dios no era arbitrario,
pero se mantenía un estricto concepto de la justicia.

El argumento seguía un proceso, según el caso fuese de menor o de mayor


importancia. Si el juicio recaía sobre aquellos que habían transgredido la Ley,
dada por mediación de los ángeles, ¿cuánto más grave no será el estado de
aquella persona que rechace la palabra del Hijo de Dios? Nosotros, ahora,
debemos de «prestar mucha mayor atención» que aquellos que vivían bajo la
dispensación anterior.

La advertencia contiene una pregunta que no tiene respuesta. «¿Cómo


escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?» (2:3) El
énfasis queda apropiadamente situado sobre el «nosotros», y los que perecieron
bajo la dispensación de Moisés son una advertencia para nosotros. El evangelio
ha traído consigo mayores privilegios, pero también mayores responsabilidades
y nosotros no nos atrevemos a presuponer la gracia de Dios. Su nivel de justicia
no se ha alterado y sigue esperando de Su pueblo la obediencia.

Esta «gran salvación» de la edad mesiánica fue primeramente proclamada


por el mismo Jesús, ya que El, además de «proclamar» las buenas nuevas de
salvación, las hizo posibles mediante el sacrificio de sí mismo. Su palabra, sin
embargo, no cesó con la muerte, la resurrección y la ascensión del Mesías. El dio
a Sus discípulos el mandamiento de proclamar el Evangelio a toda criatura,
asegurándoles que Su presencia estaría con ellos de continuo, así como el poder
del Espíritu Santo.

La predicación del evangelio fue acompañada por «señales como con


prodigios y diversos milagros y dones distribuidos por el Espíritu Santo según su
voluntad» (2:4). Estos términos se refieren a los diversos milagros de que fue
testigo la iglesia primitiva. Las «señales» daban testimonio de que Cristo era el
Mesías. Jesús se mostró como Señor de la naturaleza al calmar la tempestad en
Galilea y todos los que presenciaban esos hechos se encontraban cara a cara con
las afirmaciones hechas por Cristo. «Prodigios» como la alimentación de cinco
mil personas y «milagros» de poder, tal y como pueda ser el que echase afuera a
los demonios, sirven de igual modo para dar autenticidad a la misión de Jesús. El
Señor resucitado continuó Su ministerio por medio de los «diversos dones
espirituales» concedidos a la Iglesia (L" Co. 12:1-11).

D. EL HIJO Y LA HUMANIDAD (2:5-18)

1. La humildad y la dignidad del hombre (2:5-8)

Al proseguir el contraste entre Cristo y los ángeles, nuestra atención se fija


sobre el futuro. No solamente eficaz en la creación de todas las cosas,
incluyendo a los ángeles, sino que es el gobernador del «mundo venidero» (2:5).
Podemos honrar a los ángeles como criaturas de Dios, pero el gobierno le ha
sido confiado al Hijo. La historia humana no terminará de manera vana, sino en
el reinado de Cristo. Su muerte ha redimido a los hombres y con ella desaparece
la maldición que había recaído sobre la naturaleza (Ro. 8:22-23).

El Salmo 8 hace una pregunta muy aguda:

Esta pregunta surgió mientras el salmista contemplaba la naturaleza (Sal.


8:3). En contraste con la grandeza de la creación de Dios el hombre parece
insignificante. ¿Por qué ha de preocuparse Dios en lo más mínimo del hombre?
¿Acaso no tiene muchas otras cosas en que deleitarse? La pregunta queda sin
respuesta y leemos:
El tema sigue siendo el hombre. La expresión «hijo del hombre» que aparece
en el Salmo 8 es equivalente a «hombre». El hombre fue hecho como una
criatura de honor, dándosele dominio sobre la tierra (Gn. 1: 28), pero a pesar de
ello «pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sometidas» (2:8).

2. La necesidad de la encarnación (2:9-18)

a. Para cumplir el propósito, lleno de gracia, de Dios, 2:940.

El hombre fue creado como una criatura noble, con capacidad para glorificar
a Dios y llevar una vida de riqueza y honor. Pero, ¿qué es lo que sucedió? ¿A
qué se debe que no tenga el dominio que le había sido asignado? La respuesta es
evidente: el pecado. El hombre cayó de su inocencia y vive como un rebelde y el
lugar original de honor ha quedado vacante.

A pesar de que nos sintamos decepcionados al contemplar al hombre,


Hebreos nos recuerda que debemos de volver nuestra vista hacia otra parte. El
hombre pecó en Adán, así que no vemos al hombre en un lugar de dominio, pero
podemos mirar a un hombre, el único hombre perfecto, a Jesús. A pesar de ser
esencialmente Dios fue «hecho un poco menor que los ángeles» (2:9), es decir,
se convirtió en un hombre. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. El
Hijo de Dios tomó sobre sí nuestra humanidad y como hombre sufrió la muerte
de la cruz. Pero, sin embargo, ahora el Hombre glorificado, Cristo Jesús, está
«coronado de gloria y honra» (2:9). El hombre pecó, pero el Hombre, Cristo
Jesús, es el Redentor del pecado. El hombre desobedeció, pero el Hombre, Cristo
Jesús, fue «obediente hasta la muerte» (Fil. 2:8).

No solamente da muestras Jesús, como hombre, en Su Persona de la


voluntad del Padre, para la humanidad, sino que se identificó con Su pueblo, con
aquellos que le entregan a El sus vidas, de tal modo que se convierten en una
nueva humanidad. Por la gracia de Dios gustó la muerte en provecho de todos
(2:9).

Las palabras «gustase la muerte» significan mucho más que «murió». La


muerte es el destino natural del hombre caído porque «la paga del pecado» no
puede ser rechazada por los miembros de una humanidad pecadora, pero, por
otro lado, la muerte de Jesús, fue muy diferente. El que no tenía pecado y, por
tanto, no se hallaba bajo la maldición de la mortalidad «gustó» la muerte a fin de
que los hijos de los hombres, que han depositado en El su confianza, pudieran
verse libres de ese amargo trago. El pagó «con su propio cuerpo sobre el
madero» la deuda de los pecados de Su pueblo.

Por ello, ahora la muerte ya no es una fuente de terror para el cristiano.


Cuando Esteban fue apedreado sencillamente «se durmió» (Hch. 7:60) después
de haber contemplado una visión del Cristo resucitado esperando para dar la
bienvenida a Su siervo fiel al hogar celestial.

Leemos, con profunda reverencia, que el «capitán» de nuestra salvación fue


hecho perfecto por medio de sufrimientos Una perfección de carácter, una
santidad absoluta, fueron suyas antes del Calvario, a pesar de lo cual la palabra
«perfecto» tiene otro significado. Puede referirse a algo que ha sido completado.
Como Redentor, Jesús tenía que redimir. Era el maestro, que no tenía pecado,
pero el hombre tenía necesidad de algo más que un maestro, por muy santo que
éste fuese. El que se completase la obra para la cual Jesús vino al mundo
requería que sufriese, de modo que El sufrió y murió para traer a «muchos hijos
a la gloria».

Jesús está ahora «coronado de gloria y de honra» (2:9). Desde lo más


profundo de la humillación se levantó a las alturas de la exaltación y está sentado
a la mano derecha de Dios. El está ahora «en la gloria», pero Jesús no disfruta
solo de esa gloria. El tuvo que soportar la cruz «por causa del gozo que estaba
ante él» de «levar a muchos hijos a la gloria». Se identificó con la humanidad al
convertirse en «el hijo del hombre». Ahora nos asocia con El concediéndonos el
«poder [o "autoridad"] para ser hechos hijos de Dios» (Jn. 1:12). El fue
«santificado» o apartado, para venir al mundo como Redentor y de igual modo
son santificados los que pertenecen a Su pueblo, siendo apartados, como quienes
tienen en sus vidas al Espíritu y viviesen para disfrutar de Su gloria.
b. Hacer del Salvador y de los salvados uno, 2:11-15.

La unión existente entre el Redentor y los redimidos está expresada con unos
términos nada confusos. El Santificador y los santificados tienen un origen
común, en Dios y en Su voluntad soberana. El no se avergüenza de llamarles
«hermanos» (2:11) y ellos no son tan solamente «hijos de Dios», sino también
«coherederos con Cristo».

Se citan las palabras de David (Sal. 22:22) para ilustrar la identificación de


Cristo con Su pueblo:

De la misma manera que el salmista tenía «hermanos» entre los cuales


adoraba al Señor, Jesús se asocia con Sus «hermanos, con los cuales el Padre se
deleita en tener comunión al estar unidos por medio de la fe en Su Hijo amado.

Se citan otros dos versículos del Antiguo Testamento, Isaías 8:17 e Isaías
8:18, como palabras pronunciadas por Jesús (2:13): «Yo confiaré en él» y «he
aquí, yo y los hijos que Dios me dio». La primera es una expresión de fe
personal en Dios y la segunda muestra que el profeta Isaías se identificaba con
sus hijos, que le habían sido dados por Dios como «señales» ante la generación a
la cual tenía que dirigir su ministerio. De la misma manera que Isaías depositó su
fe en Dios y estuvo ante él con sus hijos, las Escrituras nos presentan cómo Jesús
está totalmente consciente de la voluntad del Padre, confiando en El aun en los
más pequeños detalles. Tampoco El se encuentra solo, sino que está con Sus
«hijos».

La identificación comenzó con la encarnación. Los hijos son «carne y


hueso», es decir, seres humanos. A fin de poderse identificar con ellos fue
preciso que participase de esa «carne y sangre» (2:14). Hebreos enfatiza tanto la
auténtica deidad como la verdadera humanidad, y Jesús solamente pudo pagar el
precio de nuestra redención convirtiéndose en un auténtico hombre.

Jesús se hizo hombre para poder morir, lo cual parece contrario a nuestro
habitual concepto de la voluntad de Dios. La vida es un don de Dios, pero a
veces esa vida se obtiene «por medio de la muerte». Satanás es el príncipe de la
muerte y cuando el hombre obedeció a su voz, el pecado entró en el mundo y la
muerte por medio de ese pecado. Pero en Cristo la muerte se convirtió en el
medio para destruir el poder de Satanás. El demonio mismo no es otra cosa que
un enemigo derrotado, derrotado por el poder del Príncipe de la Vida.

La obra redentora de Cristo libra al hombre del «temor de la muerte» (2:15).


El pecado es una realidad espantosa y el hombre es consciente de su
dependencia de Dios y del hecho de que se aproxima el día en que habrá de dar
cuentas, pero el aguijón de la muerte ha sido quitado para el cristianismo.
Debido al pecado el hombre le teme a la muerte, pero Jesús ha tomado sobre sí
mismo el pecado de Su pueblo. Si llegamos a la conclusión de que «la paga del
pecado es muerte» también nos gloriamos en saber que «el don de Dios es vida
eterna por medio de Jesucristo nuestro Señor». El temor a la muerte es una
«esclavitud», pero el cristiano es un hombre libre en Dios, habiendo sido
liberado de su temor y pudiendo allegarse al trono de la gracia por medio de
Cristo «el camino nuevo y viviente» con la mayor confianza, fruto de la
aceptación. Pablo pudo afirmar triunfalmente: «Para mí el vivir es Cristo y el
morir es ganancia».

c. Para permitir que el Salvador se identifique con los que han sido salvos, 2:16-
18.

Los propósitos gloriosos de Dios en cuanto a la redención son para los


hombres, no para los ángeles. A primera vista Hebreos 2:16, en la versión
autorizada inglesa parece como si se refiriese a la encarnación ya que lo traduce
de esta manera: «No tomó para sí la naturaleza de los ángeles». Algunos
notables eruditos, entre ellos Delitzsch y Westcott, consideran este versículo
como continuación al tema de la redención. Según el punto de vista de ellos,
Jesús no se apoderó de los ángeles para redimirlos, sino que más bien dirigió Su
amor propiciatorio hacia la raza humana caída. Su ministerio se dirigió en
principio a la «descendencia de Abraham» y cuando «los suyos no le recibieron»
el mensaje fue enviado «por toda la tierra», de modo que tanto los circuncisos
como los incircuncisos, los bárbaros, los escritas, los esclavos y los libres,
recibieron el mensaje del amor ilimitado de Dios.

A fin de poder redimir a Sus «hermanos» Jesús se hizo «en todo semejante a
sus hermanos» (2:17). Se convirtió en un auténtico hombre. Un sumo sacerdote
debe ser un ser humano, escogido de entre los hombres. Si ha de comprender y
representar a la humanidad caída delante de la Majestad de lo alto, debe conocer
el significado de la tentación y del sufrimiento. Una de las primeras herejías en
la iglesia cristiana era conocida por docetismo. Los docetistas dijeron que Jesús
parecía ser un hombre de verdad, pero que no era realmente humano, que la
humanidad de Cristo era un engaño. El autor de Hebreos no da lugar al
docentismo, puesto que para poder ser nuestro Sumo Sacerdote Jesús tenía que
compartir nuestra humanidad, incluso hasta el punto de tener que pasar por
sufrimientos.

El sacerdocio tenía a la misma vez un aspecto que se dirigía a Dios y otro al


hombre. Había un ministerio en cuanto a «cosas relacionadas con Dios» a fin de
efectuar «la propiciación por los pecados del pueblo» (2:17). De la misma
manera que el sumo sacerdote del Antiguo Testamento presentaba sacrificios a
Dios para poder efectuar la reconciliación, Jesús se ofreció a sí mismo al Padre.
Jesús fue «fiel» como sumo sacerdote, llevando a cabo el ministerio que le había
sido encomendado y teniendo compasión de Su pueblo. Aunque estaba
personalmente libre de pecado, la humanidad de Jesús le permitió conocer los
motivos de los hombres, sus tentaciones y sus debilidades. No quebró la caña
herida e incluso la Jerusalén, que le había rechazado, fue objeto de Su tierno
amor, llegando Jesús a llorar por causa de los pecados de la ciudad. No ahorró
invectiva a la hora de denunciar el engaño pretencioso de los fariseos hipócritas,
pero el pecador arrepentido siempre le encontró dispuesto a ofrecer una palabra
de comprensión y de perdón.

«más cortante que toda espada de dos filos». Penetra hasta lo más hondo,
dejando al descubierto las más secretas intenciones y motivos. La Palabra
«discierne los pensamientos y las intenciones del corazón».

Puede que sea un pensamiento que nos perturbe, pero debiera de traer
consuelo el saber que «todas las cosas están desnudas y descubiertas a los ojos
de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (4: 13), cosa que no se puede decir de
nadie más que de Dios. Nuestros más queridos amigos y los miembros de
nuestra familia nos conocen solamente en parte y la misma propensión de
nuestros corazones de olvidar a Dios es algo que El conoce. El conoce nuestro
marco y recuerda que somos polvo. Es precisamente con esta seguridad que
podemos confiarnos enteramente a El y solamente podemos entrar en Su reposo
al confiar completamente en El. Su Palabra, que da testimonio de Su Persona,
nos ayudará a hacerlo así.

(3:1-4:13)


A. CRISTO, COMO HIJO, SUPERIOR A MOISES COMO SIERVO (3:1-6)

Los ministerios de Jesús y de Moisés tienen una serie de cosas en común.


Moisés fue el «mediador» del pacto que Dios hizo con Israel en el monte Sinaí.
Por medio de él, Dios sacó a Su pueblo de la esclavitud egipcia y los llevó hasta
la misma frontera de la tierra de promisión, que era la herencia terrenal de Israel,
que podemos comparar con el «llamamiento celestial» de la Iglesia de Jesucristo
(3:1).

Se describe tanto a Moisés como a Jesús con la palabra «fiel». Los dos
tenían solemnes responsabilidades que les habían sido confiadas directamente
por Dios. En ambos casos se produjo un rechazo por una parte del pueblo, que
habría de beneficiarse de sus ministerios. Cuando se puso en duda el derecho que
Moisés tenía que actuar como árbitro en los asuntos de su pueblo, escapó al
desierto y, fiel al llamamiento que escuchó en la zarza ardiente, Moisés regresó a
Egipto y se convirtió en el que dirigió el éxodo.

Jesús fue igualmente «fiel», pues el Padre habló acerca de su contentamiento


con el Hijo y el mismo Jesús dijo: «Hago siempre las cosas que le complacen a
El».

El hecho del nombramiento divino también es evidente en el llamamiento y


en el ministerio de Moisés y en el de Jesús. La protección providencial de
Moisés cuando fue un bebé, el tiempo que pasó con su propia madre y sus años
de aprendizaje como «hijo de la hija del faraón» le prepararon para el día cuando
Dios llamó y mandó a Moisés que actuase como Su portavoz ante el faraón y
ante Israel.

El «nombramiento» de Jesús es un hecho solemne que escapa a todo análisis


y las Escrituras dejan bien claro que El fue «el cordero que fue inmolado desde
la fundación del mundo» (Ap. 13:8). El propósito de Dios de redimir al hombre,
por medio del sacrificio de Jesús, es anterior a la misma creación y dicho
propósito fue revelado en el momento de la encarnación. María sabía que su Hijo
había de ser el Mesías prometido y los sabios buscaron al «rey de los judíos». En
el momento de Su bautismo se produjo una proclamación pública de la misión
de Jesús. La palabra de Dios, «escuchadle», fue dirigida a Israel como
aprobación divina del ministerio de Jesús.

El hecho del nombramiento de Dios y la actitud de fidelidad son


características que Jesús y Moisés tenían en común. Sin embargo, el autor de
Hebreos desea destacar la diferencia entre el mediador del Antiguo y el del
Nuevo Pacto. En cada uno de ellos hay una relación con la «casa», es decir, con
la familia de la fe. Moisés fue un siervo fiel (literalmente, un criado) en la casa
de Dios (3:5) mientras que Jesús fue el que «edificó» dicha casa (3:3). Es la casa
de Dios con muchos siervos y Cristo es el Hijo y el heredero. Toda la propiedad
del Padre le pertenecen por derecho de herencia, por lo cual Jesús y Moisés se
encuentran en posiciones totalmente diferentes.

Cristo ocupa, de ese modo, la posición tanto de constructor como de Hijo de


la casa de fe, mientras que Moisés era parte de esa casa y ocupaba el lugar de un
siervo de honor. Esto no lo decimos con el propósito de menospreciar a Moisés,
sino para enseñar la diferencia esencial que existía entre Moisés y Jesús. El
ministerio de Moisés se anticipó al de Jesús, dando el primero testimonio de
aquellas cosas que habrían de anunciarse después (3:5), principalmente las que
se refieren a la salvación. Estas promesas se cumplen en Cristo y nosotros somos
Su casa (3:6). Tenemos motivos para tener fe y esperanza, que se nos anima a
mantener sin flaquear. La enseñanza respecto a la superioridad de Cristo sobre
Moisés tiene como propósito animar a toda persona que se sienta tentada a
vacilar en cuanto a seguir siendo obediente y leal a Cristo.

B. CONSECUENCIAS DE LA INCREDULIDAD DE ISRAEL (3:7-11)

Aunque Moisés fue fiel a Dios, la generación de la que él formaba parte


pereció en el desierto. Este hecho sirvió como advertencia a la generación que
escuchó el evangelio de Cristo y estuvo en peligro de rechazarla.

El período transcurrido en el desierto se define como el de la «provocación»


(3:8) porque el pueblo provocó la ira de Dios. Ellos habían sido los receptores de
Su gracia, pero eran culpables de ingratitud, de murmurar y de ser desobedientes
y a pesar de que habían jurado cumplir Su ley, lo cierto es que la transgredieron.
La incredulidad de Israel en el desierto dio como resultado la pérdida de toda
una generación. Aquellos que salieron de Egipto, a excepción de Caleb y Josué,
murieron en el desierto. A pesar de que habían tenido la esperanza de llegar a la
tierra prometida no llega ron nunca. Dios juró en Su ira: «No entrarán en mi
reposo» (3:11).

C. ADVERTENCIA EN CONTRA DE LA INCREDULIDAD (3:12-19)

Aquí se compara la dureza de corazón de la generación que pereció en el


desierto con la dureza de corazón de los que rechazan la palabra de Cristo. El
mensaje aparece como una advertencia: «Mirad, hermanos, que no haya en
ninguno de vosotros un corazón malo de incredulidad» (3:12). La lógica está
clara. Si la incredulidad impidió a la generación que estaba en el desierto el
entrar en el reposo de Dios, también impedirá a los hombres, pertenecientes a la
generación del escritor, entrar en el «reposo» que Dios tiene para Su pueblo.

Se hace un profundo énfasis sobre la palabra «hoy» (3:7, 13). El autor de


Hebreos se da cuenta de que está viviendo en un tiempo de suma importancia.
No es suficiente el preocuparse sencillamente de la historia pasada o de lo que
habrá de suceder en el futuro, ya que existe un «hoy», de gran importancia,
durante el cual Dios habla, de manera decisiva, a Su pueblo. La importancia de
servir a nuestra propia generación, de vivir con valor para Dios el momento
actual es un reto que encuentra amplia justificación en la Escritura. ¡Ahora es el
tiempo aceptable! No tenemos ninguna promesa respecto a un mañana, por lo
tanto, debemos sopesar y actuar, basándonos en las afirmaciones hechas por
Cristo, sin demora alguna.

A la luz de los asuntos que son críticos, en realidad cuestión de vida o


muerte, bueno es que nos demos cuenta de que existe «el engaño del pecado» (3:
13). Satanás se presenta como ángel de luz y su sugerencia de que tomemos de la
fruta prohibida va siempre adornada con un lenguaje que nos da a entender que
dicha experiencia servirá para que seamos mejo res y nos sintamos más felices.
Pero lo cierto es que él es el padre de las mentiras, el más hábil engañador. La
codicia de la carne, de la vista y de la vida nos conducirá en una sola dirección,
pero la «vida más abundante» en Cristo se basa en consideraciones más elevadas
y santas.

El 'lector diligente podrá hacerse tres preguntas que sirven como repaso de la
lección que estamos presentando. La primera tiene que ver con aquellos que
«habiendo oído, le provocaron» (3:16). En este caso la respuesta es evidente:
«¿No fueron todos los que salieron de Egipto por mano de Moisés?» He aquí la
segunda pregunta: «¿Con quienes estuvo él disgustado cuarenta años?» La
respuesta se encuentra escrita en las páginas de la historia del Antiguo
Testamento: «¿No fue con los que pecaron, cuyos cuerpos cayeron en el
desierto?» La tercera pregunta llega a una culminación: «¿A quiénes juró que no
entrarían en su reposo?» La respuesta es sencilla y oportuna: «A aquellos que
desobedecieron [que no

La incredulidad de+Israel queda registrada de manera específica en Números


12. Habían sido enviados espías a la tierra prometida para determinar si era
factible el seguir adelante a Canaán. La mayoría de los espías estuvieron de
acuerdo en que la tierra era buena, pero insistieron en que las fuerzas de Israel no
tenían la menor esperanza de derrotar a los gigantescos cananeos. Se compararon
a sí mismos con los «saltamontes» en contraste con los altos «hijos de Anac». La
seguridad que tenían Caleb y Josué de que podían confiar en Dios para que le
concediese la victoria a Su pueblo cayó sobre oídos sordos. Las gentes se
volvieron, los peregrinos se convirtieron en nómadas y los viajeros en
vagabundos. «Y vemos» nos dice el autor de Hebreos «que no pudieron entrar a
causa de incredulidad» (3:19). La incredulidad impide que los perdidos
compartan la bendición de la salvación y también impide que el cristiano
comparta la plenitud de la bendición de Dios.

D. EXHORTACIONES A LA FIDELIDAD (4:1-13)

1. Queda un reposo para el pueblo de Dios (4:1-11)

Leemos, a manera de aplicación personal: «Tememos, pues, no sea que


permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros
parezca no haberlo alcanzado» (4: 1). Si la generación que pereció en el desierto
no entró en Canaán, ¿en qué nos basamos nosotros para creer que entraremos en
el «reposo» que Dios tiene para Su pueblo? Está claro que la desobediencia por
nuestra parte, traerá los mismos resultados que produjo la desobediencia de ellos
(4:1, 11). Se puede notar la unidad en la manera que Dios trata a Su pueblo a lo
largo de las diferentes épocas. El requiere siempre que tengamos fe y la
incredulidad trae como resultado siempre el que Su juicio caiga sobre nosotros.
La apelación a la historia está clara. El Israel incrédulo no pudo entrar en el
reposo (4:3, 5). Se cita el Salmo 95:11: «Tal como juré en mi ira: no entrarán en
mi reposo». A pesar de que el «reposo» en Canaán fue el deseo de Israel durante
los días de Moisés y de Josué, una necesidad más básica fue (y sigue siendo) el
reposo espiritual que se alcanza por medio de la fe, por lo que solamente los
auténticos creyentes pueden alcanzar ese «verdadero» reposo. La Epístola a los
Hebreos (4:8) argumenta que Josué no llevó a Israel al verdadero reposo porque
el Salmo 95:11, escrito mucho después de Josué, habló del reposo como algo del
futuro.

La conclusión del autor está claro: «Por tanto, queda un reposo para el
pueblo de Dios» (4:9). Dios mismo había reposado el día del sábado (4:4), lo
cual marcaba la terminación de Sus «obras». Al hombre también le ha sido
asignada su obra y puede anticipar un reposo futuro. Esto no se consiguió bajo
Josué, pero gracias a Jesús podremos obtener ese reposo espiritual porque «el
que ha entrado en su reposo, tam bién el mismo ha reposado de sus obras, como
Dios de las suyas» (4:10). No se trata aquí de un recurso temporal, sino del
perfecto reposo del sábado diseñado por Dios.

Una exhortación, en forma de paradoja, sigue a estas instrucciones:


«Procuremos, pues, entrar en aquel reposo» (4:11). La advertencia de que una
parte de la generación de Josué fracasó es un recordatorio de que también
nosotros podemos fracasar y el propósito de la epístola es como una advertencia
para avisarnos de que también nosotros podemos fracasar. El «evangelio» de la
generación de Moisés era la esperanza de entrar en Canaán (4:2), pero como no
lo recibieron con fe perecieron en el desierto. También nosotros tenemos un
«evangelio», pero el nuestro trata del «reposo» que ni siquiera Josué pudo
facilitar, el reposo en Cristo. Aquellos que se acercan a El con fe encuentran el
don del reoso. Este «reposo del sábado» no significa el final del servicio a Dios
ni de las obras que son el fruto del Espíritu. Por el contrario, este reposo hace
posible dichas obras, pues no es sencillamente el reposo del cielo, sino del
espíritu en Cristo, lo cual es una especie de arras del cielo.

2. El Dios omnisciente es juez (4:12-13)

La «Palabra de Dios» es instrumental en traer a los hombres a ese «reposo»


del cual nos habla la Epístola a los Hebreos. Comenzamos con la afirmación de
que Dios había hablado por medio de los profetas y, finalmente, por medio de Su
Hijo. Aquí se nos recuerda la naturaleza de la Palabra de Dios, que es «viva y
eficaz» («rápida y poderosa») y, como tal, tiene significado para nosotros y se
puede aplicar a nuestras vidas. La Biblia contiene muchos hechos, pero no
debemos de tratarla como una enciclopedia. Actúa sobre el alma del hombre de
tal manera que éste nunca más puede volver a ser el mismo. Se describe a la
Palabra como «más cortante que toda espada de dos filos». Penetra hasta lo más
hondo, dejando al descubierto las más secretas intenciones y motivos. La Palabra
«discierne los pensamientos y las intenciones del corazón».

Puede que sea un pensamiento que nos perturbe, pero debiera de traer
consuelo el saber que «todas las cosas están desnudas y descubiertas a los ojos
de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (4:13), cosa que no se puede decir de
nadie más que de Dios. Nuestros más queridos amigos y los miembros de
nuestra familia nos conocen solamente en parte y la misma propensión de
nuestros corazones de olvidar a Dios es algo que El conoce. El conoce nuestro
marco y recuerda que somos polvo. Es precisamente con esta seguridad que
podemos confiarnos enteramente a El y solamente podemos entrar en Su reposo
al confiar completamente en El. Su Palabra, que da testimonio de Su Persona,
nos ayudará a hacerlo así.

(4:14-10:18)


A. FE EN EL SACERDOCIO DE CRISTO (4:14-16)

Básico para el judaísmo, antes de la destrucción de Jerusalén (70 d.C.), era el


sacerdote que oficiaba en el Templo de dicha ciudad. Allí, en determinadas
ocasiones, mataban animales como sacrificios y se oraba a Dios a favor del
israelita que había cometido el pecado. Estos conceptos habían existido en Israel
desde los primeros tiempos porque en la Biblia se nos habla de sacrificios
hechos por Abel y su hermano Caín. Noé ofreció sacrificios después del diluvio
y los patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, normalmente construyeron altares y
ofrecieron sacrificios sobre ellos.

El sistema de sacrificios judaicos quedó ordenado en el monte de Sinaí y una


estructura en concreto, el Tabernáculo, más adelante reemplazado por el Templo,
fue destinado al ministerio del sacerdocio. Aarón y sus hijos fueron consagrados
como sacerdotes y un sistema de ofrendas y días santos fue incorporado a la vida
de Israel.

La iglesia cristiana está edificada sobre la base del Antiguo Testamento. La


Ley no fue abolida, sino cumplida en Cristo. Hebreos declara (4:14): «Tenemos
un gran sumo sacerdote». Jesús, que es nuestro Sumo Sacerdote, ha «pasado por
los cielos» y está actualmente sentado sobre el trono, a la diestra de Dios. Su
posición gloriosa es la base de la fe cristiana. El sumo sacerdote terrenal
solamente podía entrar una vez al año en el Santísimo, pero nuestro Sumo
Sacerdote está ahora en el cielo, donde está sentado junto al Padre, a Su derecha.

Nuestro glorioso Sumo Sacerdote no se encuentra, en ningún sentido, lejos


de nosotros, cosa que se afirma con una doble negativa: «Porque no tenemos un
sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades» (4:15).
Nuestro sumo sacerdote conoce la naturaleza de la humanidad ya que El mismo
se hizo hombre. Una característica del hombre, en su estado presente, es la
tentación. Jesús fue tentado como un verdadero hombre y el Salvador pasó por
toda la gama de las tentaciones humanas: la codicia de la carne, la de la vista y el
orgullo de la vida, pero fue diferente al resto de la humanidad ya que El era «sin
pecado». De este modo Cristo nos hace regresar al período anterior a la caída de
Adán. En Adán todos murieron, pero en Cristo todos reciben la vida.

Cristo es perfectamente capaz está dispuesto a interceder por nosotros.


Seguros de Su amor podemos acercarnos a El con fe. Esta es una de las
características del Nuevo Pacto. El antiguo israelita se tenía que mantener
alejado, no pudiendo entrar en el «lugar santo» cuanto menos al «Santísimo»,
que era donde estaba el trono de Dios. Con Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, que
está en el cielo mismo, el creyente no tiene necesidad de mantenerse alejado ni
buscar tímidamente a intermediarios por medio de los cuales poder llegar hasta
Dios. Ahora posee una confianza, un santo «valor» porque Jesús se ha identifica
do con nosotros y nos ha permitido entrar en la mismísima presencia de Dios.

B. CRISTO POSEE LAS CUALIDADES ESENCIALES PARA EL


SACERDOCIO (5:1-10)

1. Identificación con los hombres (5:1-3)

Tanto el sacerdocio levítico como Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote,


poseen ciertas cualidades y requisitos indispensables. La «orden» del sacerdocio
de Cristo difiere de la del sacerdocio levítico, pero ambos fueron escogidos de
entre los hombres y aceptados por Dios. Ya hemos enfatizado la verdadera
humanidad de Jesús. El fue escogido de entre aquellos a quienes había de
representar ante Dios. El hombre trajo el pecado al mundo y era necesario que la
liberación se efectuase por medio del hombre.

Como sacerdote, Jesús fue «constituido a favor de los hombres» (5:1) o


nombrado para actuar a favor de los hombres en relación a Dios. Se puede
establecer un contraste entre los ministerios proféticos y del sacerdocio. El
profeta, como portavoz de Dios, se dirige al hombre mientras que el sacerdote se
aproxima a Dios, por medio de sus oraciones, y sus ofrendas, a favor de los
hombres. Cristo llevó a cabo ambos ministerios.

Las ofrendas de Jesús, al igual que las de los sacerdotes del Antiguo
Testamento, se describen como «ofrendas y sacrificios por los pecados». El
primer término habla de todas las ofrendas, tanto si eran de sangre como si no.
En los ritos del Levítico se había hecho provisión para una ofrenda de alimentos
así como del sacrificio de «los toros y las cabras». Sin embargo, el término
«sacrificio» implica el derramamiento de la sangre de la víctima. Los teólogos se
refieren con frecuencia a la «obediencia activa» y a la «obediencia pasiva» de
Cristo. Puede que estos términos no sean muy satisfactorios, pero la distinción es
válida porque Cristo obedeció, de forma perfecta, al Padre en Su vida («la
obediencia activa»), pero el momento en que la Palabra se hizo carne fue cuando
se realizó el sacrificio en el Calvario, cuando El fue «obediente hasta la muerte».
Las palabras y las obras del Hijo de Dios forman un preludio necesario a la
ofrenda de sí mismo por los pecados de Su pueblo. Es necesario que el sacerdote
tenga un sacrificio y Jesús se ofreció a sí mismo como expiación por el pecado.

El ministerio del sacerdote 'es uno de «compasión» (5:2) y la afinidad es, en


sí misma, una forma de sufrimiento. El sacerdote no se pone de parte del
pecador, en contra de los justos mandamientos del Dios santo, pero sí muestra
una compasión para con el pecador cuando éste lo expresa, de palabra o por
medio de sus actos, con una severidad en contra de dicho pecado. Se expresa
compasión por los ignorantes, por aquellos que se han descarriado del camino,
los testarudos. Las ofrendas levíticas hacían provisión a favor de la persona que
hubiese pecado «por ignorancia» (Nm. 15:27-31), pero aquel que pecaba «por
arrogancia» no recibía la más mínima misericordia, puesto que los pecados
cometidos por esa causa implican una renuncia voluntaria a la señoría del Dios
de Israel. A pesar de que todo pecado le resulta odioso a Dios, se hace una
distinción entre la persona que peca debido a las flaquezas de la carne y el
rebelde insolente. El primero tiene unos motivos propios, y puede experimentar
la mano disciplinadora de Dios con el fin de traerle al lugar de la obediencia que
es la voluntad de Dios, pero el segundo se encuentra con el juicio, como les
sucedió a Datán y a Abiran o a Coré y su compañía. En casos semejantes el
hacer juicio no queda en manos del hombre, sino que el mismo Dios
administraba Sus propios castigos. Incluso hechos tan malvados como el
asesinato de Urías por el adúltero David eran perdonados. Está claro que David
«se descarrió del camino» cuando cometió estos pecados, y fue castigado por
ellos, pero pudo ser restaurado y obtener de nuevo el favor divino una vez que se
hubo arrepentido.

También el sacerdote humano «está rodeado de debilidad» (5:2), pues ha


experimentado las flaquezas y debilidades humanas. Jesús compartió también
todas las flaquezas del pecado que eran propias de la raza humana. Sintió, al
principio de su ministerio, los tormentos del hambre y al final del mismo clamó
«sed tengo». El ansiaba la amistad y lealtad de Sus discípulos, pero todos ellos le
abandonaron y huyeron. Pedro, Santiago y Juan fueron incapaces de velar con 71
«durante una hora» en el huerto y Judas, uno de los doce, le traicionó por treinta
monedas de plata. Jesús realizó obras poderosas en Capernaum, pero fue
rechazado allí, de la misma manera que lo había sido en Nazaret, la ciudad de Su
juventud. Desde el momento de Su nacimiento conoció la pobreza, naciendo en
un establo en Belén, hasta que fue enterrado en la tumba de José. Se dijo de El:
«el Hijo del hombre no tiene dónde recostar su cabeza» (Mt. 8:20; Lc. 9:58).

En contraste con Cristo, el sacerdocio levítico no solamente experimentó las


flaquezas, que son resultado de nuestra humanida, sino que están asociadas con
el pecado. Debido a este hecho, el sacerdote levítico tenía que hacer sacrificios
«tanto por sí mismo como también por el pueblo» (5:3). El ha sido tentado, y ha
cedido a dicha tentación, por lo que está claro que el sacerdote levítico no podía
servir como un mediador efectivo. Tenía una culpa personal que requería la
expiación, de mod que la ayuda tenía que proceder de otro.

2. Nombramiento de Dios (5:4-10)

Es preciso que el llamamiento de todo sacerdote sea de origen divino. Aarón


fue llamado por Dios v sus descendientes sirvieron por causa del lugar que
habían de ocupar en el plan divino. Cuando el rey Saúl intentó ofrecer sacrificio,
un ministerio que estaba reservado a los sacerdotes, Samuel le reprendió y le
habló del juicio de Dios, que habría de caer sobre su «casa» o familia. El no ser
un miembro de la línea escogida por Dios para oficiar como sacerdote era en sí
mismo un hecho que mostraba claramente que se debía de escoger otra vocación,
pues los hombres no tenían derecho a convertirse en sacerdotes porque así lo
deseasen. Era un ministerio dirigido a Dios y aquel que se atreviese a ejercerlo
aparte de Dios era culpable de arrogancia.

A pesar de que Jesús no descendía de la línea de Aarón no hay duda de que


fue llamado por Dios para ejercer una obra sacerdotal. Existen dos porciones de
la Escritura del Antiguo Testamento que se citan como prueba de este hecho. El
Salmo 2:7 dice que el Padre escogió a Cristo: «Mi Hijo eres tú, yo te he
engendrado hoy». Tanto durante el bautismo de Jesús como en el momento de
Su transfiguración el Padre distinguió a Jesús como al Hijo al que habían que oír
y obedecer.

Más específica todavía es, sin embargo, la referencia al sacerdocio de Cristo


en Salmo 110:4: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de
Melquisedec». Esta cita provee la clave a la disputa respecto al hecho de que
Cristo es superior, como sacerdote, a Aarón y a sus descendientes. A pesar de
que todos los sacerdotes de Israel debían descender de la línea de Aarón, la Ley
misma mencionó que habría un sacerdote, anterior a Aarón, que fue reconocido
por un personaje no menos importante que Abraham. Melquisedec había sido el
sacerdote y rey de la ciudad, que era al propio tiempo un estado, Jerusalén
(Salem) cuando Abraham rescató a Lot de sus apresadores. Posteriormente el
salmista habló de una línea de sacerdotes, ideal y que habría de perdurar para
siempre, según el orden de Melquisedec.

Como sacerdote escogido, Jesús reunía los requisitos tan importantes, que
eran precisos, para llevar a cabo Su obra como mediador de Su pueblo. El autor
de Hebreos nos ofrece a continuación un cuadro, que es todo un reto, del Jesús
humano, debatiéndose en oración. Vemos al Salvador ofreciendo «ruegos y
súlicas» (5:7) lo cual es una expresión de un corazón acongojado ante la
perspectiva de la calamidad que era inminente. Pensamos de inmediato en la
agonía de Getsemaní, a pesar de que los Evangelios dejan bien claro que con
frecuencia Jesús pasaba largo tiempo en oración. Leemos, de manera concreta,
que El oró «al que le podía librar de la muerte» (5:7). ¿Significa esto que Jesús
intentó evitar la muerte? Delitzsch sugiere que las palabras que podemos
interpretar literalmente como «salvar fuera de la muerte» se refieren a la
salvación de la muerte espiritual. Según esta interpretación Jesús se estremeció
debido a las consecuencias espirituales de Su muerte, teniendo que experimentar
la ira de Dios por causa de los pecadores a favor de los cuales murió. La
respuesta la tenemos en la fortaleza que el Padre dio al Hijo para que pudiese
soportar el pecado del mundo.

A pesar de que pueda dar la impresión de que la oración de Jesús no fue


contestada, porque murió, es evidente que al poco tiempo se le daría una
contestación gloriosa. Jesús venció al poder de la muerte y, a pesar de que tuvo
que gustar la muerte, al hacerlo ofreció a Su pueblo una visión de la vida eterna.
El que Jesús fuese tentado «en todo» incluía la cuestión de la muerte, pero El
aceptó la voluntad de Su Padre y «por causa del gozo... venidero» soportó su
agonía.
Jesús obtuvo la respuesta de Dios siendo «oído de su temor reverente» (5:7).
Nos enfrentamos con Jesucristo, el Hombre sumiso y obediente y el Salvador se
mostró con un temor reverencial frente a la revelación de la voluntad del Padre,
aunque el temor, en este sentido, no es una actitud de aprensión o de espanto,
sino que es una virtud positiva, es la respuesta de la persona que ha recibido
debidamente la naturaleza de Dios y las demandas que éste hace a Sus criaturas.
A psar de ser el Dios encarnado, el Hijo aceptó y se sometió enteramente a la
voluntad del Padre, habiéndola aceptado como buena y actuando sobre la misma.

La disciplina es la señal de filiación y aunque la deidad de Jesús parezca


como si hubiese hecho innecesaria la obediencia y el sufrimiento, no era ese el
caso. Jesús no llamó a legiones de ángeles para que le liberasen de Sus
enemigos, que era un privilegio real que podía muy bien haber utilizado. Jesús
no solamente estaba dispuesto a obedecer, sino que de hecho obedeció. Esto no
sirvió para que Su falta de pecado fuese mayor, sino que «perfeccionó» o
completó Su preparación para la muerte sobre la cruz como Redentor divino.

El resultado del éxito de la misión de Jesús, como Sumo Sacerdote, queda


resumida en las siguientes palabras: «Vino a ser autor de eterna salvación para
todos los que le obedecen» (5:9). Jesús obedeció al Padre y ahora busca la
obediencia, por fe, de todos los que desean compartir Sus bendiciones. La fe
puede ser considerada como la respuesta de la obediencia a la predicación del
mensaje de redención en Cristo. La salvación que podemos disfrutar es «eterna»,
tanto sin fin en cualidad como perfecta en carácter, hablándonos de las riquezas
de la gracia de Dios para con Su pueblo, al que desea honrar.

C. FALTA DE EXPERIENCIA ESPIRITUAL DE LOS HEBREOS (5:11 - 6:12)

1. Falta de crecimiento en el conocimiento (5:11-14)

El escritor de la Epístola a los Hebreos se entusiasma con el tema, pero se


siente perturbado por causa de la falta de madurez espiritual de su público. Jesús
fue llamado «por Dios como sumo sacerdote según el orden de Melquisedec» (5:
10), una verdad llena de significado y que se explica en el capítulo 7. Hay
mucho que decir acerca de Melquisedec, pero los cristianos son «tardos para oír»
(5:11), faltos de madurez y, por tanto, no están preparados para recibir la
enseñanza espiritual.
Los cristianos que no son maduros no solamente se hacen daño a sí mismos,
privándose de los beneficios espirituales que acompañan a la madurez,.sino que
también privan a los demás. Los cristianos deberían de ser «maestros» (5:12),
compartiendo con otros sus bendiciones espirituales, tanto dentro como fuera de
la iglesia, pues que ha sido la iglesia entera la que ha sido llamada al ministerio
de la enseñanza, aunque algunas personas posean dones especiales (Ef. 4: 11-
12). La gran comisión lleva en sí el mandamiento: «Enseñad a todas las
naciones» (Mt. 28: 19).

Pero en lugar de ser maestros los cristianos faltos de madurez tenían


necesidad de que alguien les enseñase de nuevo «los primeros rudimentos de las
palabras de Dios» (5:12). Aquellos maestros que normalmente debían alcanzar a
los perdidos tenían que pasar su tiempo volviendo a enseñar a los inmaduros.
Las palabras «primeros rudimentos» se utilizan en griego refiriéndose al
alfabeto. ¡Es preciso aprender otra vez el alfabeto! Esta instrucción se encuentra
en los «rudimentos de Dios». El término refleja el elevado concepto de la
inspiración bíblica que se enseña en Hebreos, enfatizando aquí el pecado del
descuido. ¡Habían llegado a olvidar las verdades elementales de la Escritura, que
es la Palabra de Dios! Si esto era así o si te ha sucedido a ti, es necesario
aprender de nuevo. Estas lecciones son de suma importancia, pero la súplica
vehemente continúa enseñando que es preciso avanzar de la etapa de la «leche»
espiritual a la de la «carne» espiritual.

Como es lógico este ejemplo está tomado de la vida física. Nos gozamos
cuando un niño llega al mundo y nos esforzamos en cubrir cada una de sus
necesidades. Durante los primeros días de su vida le basta con la leche, pero la
vida no permanece estacionaria y el crecimiento físico requiere una alimentación
variada. Es evidente la analogía con la vida espiritual. Se nos ha dado un
mandamiento: «Creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo» (2.a P. 3:18).

Efesios 4:15 expresa lo ideal como un crecimiento «en todo hacia aquel que
es cabeza, es decir, Cristo». Pablo dice: «Cuando yo era hombre dejé a un lado lo
que era de niño» (1.a Co. 13:11). El sigue, exhortando a los corintios con estas
palabras: «Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la
malicia, pero maduros en el modo de pensar» (1.a Co. 14:20).

Leemos que el que bebe leche «es inexperto en la palabra de justicia» (5:13).
Como es natural, esto no implica que no debamos estimar la «leche», es decir,
los rudimentos de la fe cristiana porque los hechos sobre la gracia de Dios, en
Cristo, siempre deben ser algo de profundo valor para el creyente, como dice el
himno:

Esto no hay necesidad de enseñarlo constantemente al creyente, sin embargo,


porque éste debería descansar en la verdad del amor de Dios y la redención
llevada a cabo por Cristo en el Calvario a fin de seguir adelante a una vida de
servicio.

El cristiano que puede «digerir la carne dura» es un cristiano maduro (5:14)


y se le describe como persona que utiliza las facilidades que Dios ha puesto a su
disposición, en lugar de limitarse a contemplar sencillamente las batallas de la
vida. El hombre munda no podrá ser un espectador que no tiene el menor interés
en la batalla entre la verdad y el error, pero el cristiano debe ser un participante
activo. Los hebreos estaban defendiendo la verdad, en cierto modo, pero no
estaban participando activamente en la batalla a favor de esa verdad. Se excluye
a los bebés de la lucha, pero las personas maduras deben de encontrarse allí
donde la lucha es más encarnizada. Al cristiano se le instruye a fin de que se
ponga su armadura (Ef. 6:11) y a que se meta de lleno en la lucha.

La distinción entre «el bien y el mal» (5:14) requiere algo más que la parte
teórica, pues es gracias «a su uso» que los sentidos «por razón de la costumbre,
tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y el mal».
Comoquiera que el cristiano que aún está en la etapa de la leche es incapaz de
participar en la batalla, se ve obligado a actuar como un niño «zarandeados por
las olas y llevados a la deriva por todo viento de doctrina, por estratagema de
hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error» (Ef. 4:
14). Cuando el cristiano gana en experiencia puede identificar lo falso y
rechazarlo en favor de lo verdadero. Como es lógico, no es infalible y muchos
cometen errores de juicio en el proceso de su «desarrollo», pero sus poderes de
discernimiento van madurando al mismo paso que él madura.

2. La necesidad de llegar a la madurez (6:1-3)


Al suplicarnos que busquemos la madurez espiritual, el autor de Hebreos nos
pide que dejemos «los rudimentos de la doctrina de Cristo» (6:1). El «dejar»
significa aquí un avance, pues no hay la menor alusión a que abandonemos o
descuidemos las doctrinas básicas de las cuales ha estado hablando. La leche es
necesaria, y hay un período de nuestra vida durante el cual nos alimentamos de
ella, pero lo que el autor nos dice es que busquemos la madurez. Que pasemos
de los conocimientos más rudimentarios a la madurez («perfección»).

No tenemos que poner de nuevo «el fundamento del arrepentimiento de


obras muertas» (6:1). El arrepentimiento delante de Dios y tener fe en Jesucristo
son fundamentos cristianos y el cristiano se ha visto a sí mismo como un pecador
que ha transgredido la ley de Dios. El ha visto el pecado como una ofensa
delante del Dios que le amó y envió a su Hijo como Redentor divino. La misma
bondad de Dios nos guía al arrepentimiento (Ro. 2:4) y este arrepentimiento
lleva implicado el que dejemos atrás las «obras muertas», es decir, aquellas obras
que no son el fruto del Espíritu del Cristo vivo porque las obras del que no es
creyente están «muertas» además de ser malas. Las «buenas obras» son el fruto
de la salvación Nosotros nos hemos arrepentido de nuestras obras muertas al
convertirnos en hijos de la vida, pero no es necesario que repasemos otra vez
todo eso. El fundamento está ahí, pero es necesario que sigamos adelante a la
madurez.

«La fe en Dios» (6:1) es, como es natural, básica para la experiencia


cristiana y el que viene a Dios es necesario que crea que «la hay, y que es
galardonador de los que le buscan» (He. 11:6). Se nos recuerda una vez más que
es preciso que edifiquemos sobre un fundamento bíblico, verdad que todo
cristiano reconoce y a partir de estas verdades básicas puede haber un progreso.

Entre lo más básico de la doctrina cristiana, a partir de lo cual el cristiano


debe de progresar, está «la doctrina de bautismos» (6:2). Aunque la iglesia
cristiana no conoce más que un bautismo (Ef. 4:5), el Antiguo Testamento
prescribía numerosos «lavamientos» o limpiezas ceremoniales que tipificaban la
limpieza que se requería antes de que ningún hombre pudiese aproximarse a
Dios. Era algo fundamental en la fe cristiana el distinguir entre el rito cristiano
del bau tismo, que acompañaba a la profesión de fe en Cristo, y los muchos
«lavamientos» que eran la señal del judío piadoso.

La «imposición de manos» era otro elemento de uso cristiano que se


esperaba que entendiese el creyente y este rito simbolizaba la transmisión.
Durante el Día de la Expiación se ponían las dos manos sobre la cabeza de un
macho cabrío mientras el sacerdote confesaba los pecados de Israel (Lv. 16:21) y
a continuación se enviaba al macho cabrío al desierto, llevando,
imaginativamente, los pecados, para no regresar jamás. Por otro lado, cuando
Jesús imponía Sus manos servía para sanar a los enfermos (Mr. 5:23). Con
ocasión de la consagración de los primeros diáconos (Hch. 6:6), los apóstoles
«después de orar les impusieron las manos». Es muy probable que en el
momento del bautismo se impusieran las «manos» sobre los nuevos cristianos, lo
cual era un símbolo de investidura del Espíritu Santo.

El Libro de los Hechos deja bien claro que la «resurrección de los muertos»
era un elemento importante en la predicación de la Iglesia primitiva. La
resurrección de Jesús tuvo un valor apologético. El Mesías de Israel había sido
crucificado por hombres malvados, pero Dios le había levantado de entre los
muertos y los discípulos se declararon testigos de estas cosas. Su confianza en la
resurrección de Jesús les dio confianza en que todos los que «durmieron en
Cristo» (1.' Co. 15:18) también se levantarían de los muertos.

El «juicio eterno» (6:2) era una parte importante del mensaje de los apóstoles
y Jesús era declarado como «Juez de vivos y muertos» (Hch. 10:42).

Los cristianos que recibieron la Epístola a los Hebreos conocían todas estas
doctrinas y el autor da a entender que no desea dedicarles más tiempo porque
son fundamentos básicos y desea dejar estos principios «si Dios en verdad lo
permite» (6:3).

3. El peligro de apartarse de Cristo (6:4-8)

Una de las razones prácticas para «seguir adelante» es que la constante


preocupación por lo que es fundamental no convencerá de todos modos a los que
no se sientan convencidos. ¿Hubo algunos que «una vez fueron iluminados»
(6:4) y que ahora se debaten, intentando ver la luz? El escritor desea exponer
ante estas personas el hecho de que el Evangelio de Cristo es único. ¿Hay
personas que han podido escuchar el mensaje de vida eterna y lo han rechazado?
Si es así, continúa el argumento, no hay ningún otro camino de arrepentimiento y
de fe. El que venga por otro camino será «ladrón y salteador» (Jn. 10:8).
Hay muchos creyentes que se han sentido preocupados por causa de estos
versículos que parecen enseñar que es posible que el creyente acabe por perder
su salvación. Palabras tales como «iluminados», «gustaron del don celestial»,
«fueron hechos partícipes del Espíritu Santo» (6:4), «degustaron la buena
palabra de Dios y los poderes del siglo venidero» (6:5) parecen, a primera vista,
al menos, describir a los creyentes de verdad. Es cierto, como es natural, que
muchos cristianos nominales conocen algo del poder del evangelio. Judas
Iscariote, a pesar de haber sido «un hijo de perdición» fue uno de los doce
apóstoles. Muchos maestros de la Biblia, entre ellos Kenneth S. Wuest y Gleason
L. Archer, afirman que las personas descritas en Hebreos 6:4-6 no eran, ni
mucho menos, cristianas, sino personas que habían llegado a un conocimiento
del evangelio por la experiencia de otros. William R. Newell dijo que «probar no
era beber» y R. A. Torrey habló acerca de la «animación que no llegaba a ser una
regeneración». John Owen, el antiguo teólogo puritano, dijo: «Las personas de
que se habla aquí no son creyentes sinceros y de verdad».

En su comentario a los Hebreos B. F. Westcott interpreta que lo «imposible»


se refiere a que es «imposible para el hombre». Da a entender que Dios puede
obrar, de manera efectiva, en semejante persona, pero no existe esperanza
humana para aquella persona que ha probado la gracia de Dios y le ha dado la
espalda a Cristo. W. H. Griffith Thomas sugiere una modificación de esto
diciendo: «La hostilidad activa contra Cristo, en la que se sigue insistiendo, no
puede ser asunto de restauración, aunque, desde luego, si la causa deja de operar,
el efecto cesará de producirse». En este sentido, el término «imposible» no se
interpreta en su sentido absoluto.

Un punto de vista popular, que mantienen Delitzsch y Lenski, es que el


pecado de Hebreos 6 es idéntico al pecado cometido en contra del Espíritu Santo
(Lc. 12:8-10; Mt. 12:31; Mr. 3:29). Los hombres que se describen serían
culpables del pecado de atribuir la obra realizada por el Espíritu de Dios a
Satanás y deben ser considerados como pecadores endurecidos. A pesar de lo
cual no se nos da a entender que las personas que pecaron en contra del Espíritu
Santo fuesen creyentes.

Otros sugieren que se presenta una situación hipotética en Hebreos 6 y si un


creyente pecaba de ese modo el resultado sería el indicado, pero eso no es
posible en el caso de un verdadero creyente y el escritor dijo: «Pero en cuanto a
vosotros... estamos persuadidos de cosas mejores» (6:9).
El escritor británico G. H. Lang ha expresado otro punto de vista diferente a
los anteriores. El muestra la analogía entre los israelitas que perecieron en el
desierto y los cristianos que se apartaron de Cristo. Los israelitas no perecieron
en el sentido de ir al Infierno, sino que murieron. En la iglesia primitiva, Ananías
y Safira padecieron la muerte física como resultado de su pecado y Lang sugiere
que se trata, en este libro, de auténticos creyentes que se encuentran con el juicio
de Dios, pero que dicho juicio es temporal en lugar de ser eterno. Ellos han
pecado y por ello han muerto, pero se trata de la muerte física y no de la
espiritual.

Puede resultar difícil estar de acuerdo en el significado del pasaje, pero hay
algunas cosas que sí pueden decirse con confianza. No hay ninguna alusión aquí
de que sea posible que haya nadie que tenga una experiencia de la salvación que
se obtenga y se pierda repetidamente. ¡Si una persona que es salva pierde su
salvación la perderá para siempre! Las muchas afirmaciones de que un creyente
tiene vida eterna y no perecerá jamás no puede, sin embargo, ser dejado a un
lado a la ligera. El Espíritu de Dios nos ha hecho una solemne advertencia de
juicios muy severos que habrán de recaer sobre cualquier persona que se aleje
del Evangelio de Jesucristo. El mismísimo hecho de que exista esta Escritura es
un método, utilizado por el Espíritu, para evitar que los hombres cometan esta
clase de pecado.

Aquellos que rechazan al Señor se les compara a la tierra que absorbe la


lluvia, que cae del cielo, pero que da como fruto espinos y abrojos (6:7-8). Los
espinos y los abrojos no tienen ningún valor, así que han de ser destruidos, pero
hay otra tierra, que al recibir la lluvia, da hierbas útiles y es bendecida.

4. Esperanza de cosas mejores (6:9-12)

A pesar de que era plenamente consciente de las tentaciones que existían


para los cristianos hebreos, el autor de la epístola expresa su confianza en ellos
diciendo: «Pero en cuanto a vosotros, oh amados, estamos persuadidos de cosas
mejores, y que pertenecen a la salvación» (6:9). Las duras palabras que acababa
de utilizar no debían de ser interpretadas como una falta de confianza, sino que
servían de advertencia y por ello no habían de ser descartadas a la ligera. Su
propósito era el de hacer que los lectores tomasen conciencia de la urgencia de la
situación y animarles a que siguiesen adelante con el fin de llegar a la madurez
cristiana.

La base de dicha confianza era la vida pasada de los cristianos hebreos. No


solamente el escritor, sino «Dios no es injusto para olvidarse de vuestra obra y
del trabajo de amor» (6: 10). Estas personas se habían hecho cargo de sus
hermanos necesitados, en el nombre de Cristo, y ese ministerio continuaba a
pesar de la persecución y de las tentaciones. Ese buen comienzo debía de
continuarse (6:11). La ansiedad de los creyentes por ayudarse unos a otros,
cuando hay necesidad, debe de continuar para un mayor crecimiento en la gracia.
Es solamente por medio de la fe y la paciencia (6:12) que el creyente hereda las
promesas hechas por Dios. Existe la tentación de ser descuidados y perezosos
cuando aparecen las dificultades y la meta aparece lejana. A pesar de lo cual ha
existido toda una sucesión de personas fieles (cp. He. 11) y sabemos que
nuestros esfuerzos no son en vano.

D. LA PALABRA Y EL JURAMENTO DE DIOS, BASE DE CONFIANZA


(6:13-20)

Un ejemplo de firmeza en medio de las tribulaciones es el patriarca Abraham


(6:13). Los hombres, cuando desean dar solemnidad a sus palabras, ponen a Dios
por testigo por medio de un juramento. Dios, sin embargo, no podía jurar por
nadie mayor que El, así que, por su propio nombre, juró bendecir a Abraham y
multiplicar su descendencia (6:14). Transcurrió mucho tiempo antes de que
Abraham llegase a ser padre del hijo de la promesa y hubo momentos durante los
cuales Abraham se temió que la palabra de Dios no se cumpliese, pero a pesar de
eso «esperó con paciencia» (6:15) y, en su ancianidad, pudo mirar el rostro de
Isaac.

En las relaciones humanas los hombres juran por uno mayor que ellos
mismos. Un juramento pronunciado por un hombre íntegro está considerado
como solemne ligadura (6:16). Si los hombres confían los unos en los otros,
teniendo como base un juramento, ¿cuánto más no podremos confiar en los
juramentos de Dios El juramento no fue pronunciado porque Dios necesitase
reforzar Su palabra, sino para fortalecer la fe de Abraham, siendo una señal de la
condescendencia de Dios. El desea que confiemos en El y ofrece a Sus hijos
todos los incentivos para que puedan hacerlo.

Abraham y todos los que son hijos suyos, por la fe, pueden depositar su
confianza en Dios tomando como base «dos cosas inmutables» que son la
Palabra de Dios y Su juramento. La promesa de Dios no puede ser quebrantada,
porque es la Palabra del Dios viviente. Su juramento es digno de toda confianza
porque se ha jugado su reputación divina al hacerlo y él no puede mentir.
Aquellos que miran hacia Dios en un mundo de tribulaciones pueden dejarse
llevar por la tentación del temor y preguntarse: ¿Acaso le importo yo a Dios?
¿Será fiel a Su palabra? Nosotros «los que nos hemos refugiado para asirnos de
la esperanza puesta delante de nosotros» tenemos «un fuerte consuelo» en la
Palabra en el juramento de Dios (6:18).

Esta esperanza se ha convertido en una «firme ancla del alma» (6:19). Como
tal garantiza nuestra seguridad porque alcanza desde este mundo hasta la gloria.
La presencia de Dios se describe en términos de un tabernáculo terrenal, donde
Dios estaba sentado en un trono, entre los querubines, en el lugar santísimo
«dentro del velo». Esto no era más que un vago reflejo de la verdadera morada
de Dios, el mismo cielo. Dios se encuentra allí y también es allí donde se
encuentra nuestra ancla «detrás del velo», en Su presencia.

No solamente es que tenemos allí nuestra ancla, sino que está allí, además,
nuestro Predecesor. El Jesús resucitado está en Su trono, en la gloria, como
«primer fruto» de Su pueblo redimido. Jesús está cumpliendo Su ministerio
sacerdotal, en el tabernáculo celestial, «hecho sumo sacerdote para siempre
según el orden de Melquisedec» (6:20; Sal. 110:4).

E. CRISTO, SACERDOTE SEGUN EL ORDEN DE MELQUISEDEC (7:1-28)

1. La historia de Melquisedec (7:1-3)

Melquisedec aparece en el Libro del Génesis como un personaje de la


antigua historia bíblica. Lot, el sobrino de Abraham, se había trasladado a la
malvada ciudad de Sodoma y se había visto involucrado en su vida política.
Cuando una coalición de reyes del Este derrotaron a Soloma y a sus aliados, Lot,
juntamente con otros ciudadanos de Sodoma, fue llevado cautivo. Sin embargo,
Abraham, sintiendo la responsabilidad para con su sobrino, reunió a los
miembros armados de su casa e hizo con ellos un largo viaje, al norte del país,
donde sorprendió al enemigo y rescató a Lot y a los otros hombres de Sodoma.

Cuando regresaba de esta lucha victoriosa, Abraham se detuvo en Salem,


normalmente identificada con el lugar que más adelante se conocería como
Jerusalén, donde pagó diezmos al que era el propio tiempo sacerdote y rey de la
ciudad. Melquisedec bendijo a Abraham con las siguientes palabras: «Bendito
sea Abraham del Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra; y bendito sea
el Dios Altísimo, que entregó tus enemigos en tu mano» (Gn. 14:19-20).

¿Quién era este Melquisedec? La referencia que se hace sobre él en Génesis


14 es tan sólo una mención de Melquisedec en los libros históricos del Antiguo
Testamento. Se le describe como gobernante de Salem. Las ciudades-estados del
antiguo Oriente Próximo eran frecuentemente gobernados por hombres que
llevaban el título de «rey» y a pesar de que los israelitas hacían una distinción
entre rey y sacerdote, siendo el rey descendiente de Judá, pasando por David, y
el sacerdote descendiente de Leví, pasando por Aarón, los dos cargos se
combinaban normalmente entre los vecinos de Israel. Las antiguas ciudades
sumerias eran gobernadas por ensis, es decir, por sacerdotes que go bernaban
como los famosos representantes de los dioses, y los faraones egipcios de hecho
recibían los honores de una deidad.

Se dice que Melquisedec fue un sacerdote de El Elyon, «el Dios Altísimo».


Abraham reconoció a Melquisedec como un verdadero sacerdote, considerando
al El Elyon como uno de los nombres del Dios al que adoraba. De esta manera
nos enteramos de que incluso en aquellos tiempos cargadas de idolatría, durante
los cuales vivió Abraham, había personas que adoraban al Dios verdadero, a
pesar de que no eran miembros de la familia del patriarca.

El significado del nombre y el cargo que ocupaba Melquisedec se utiliza en


Hebreos para mostrar que este antiguo sacerdote-rey era figura adecuada de
Cristo. Melquisedec es un nombre compuesto. La palabra hebrea melech
significa «rey» y zedek es la palabra habitual que significa «justicia», por lo que
el nombre viene a significar «rey de justicia».

Melquisedec es además melech (rey de Salem, un nombre relacionado, en su


significado, con el hebreo corriente shalom (en árabe salam) o sea «paz». Por lo
tanto, el hombre que bendijo a Abraham era real en dos sentidos, rey de justicia
y rey de paz, lo cual se presenta en la Escritura como una relación ideal. «La
justicia y la paz se besaron» (Sal. 85: 10). Expresa la persona y el ministerio de
Jesús, que está «lleno de gracia y de verdad» (Jn. 1:14). El Evangelio dice que
Dios es «justo y el que significa al que es de la fe de Jesús» (Ro. 3:26).
La justicia es un atributo de Dios, pero esta justicia brilla por su ausencia en
el hombre caído y pecaminoso. ¿Cómo puede, entonces, el hombre llevar una
vida de justicia en conformidad con los mandamientos soberanos de Dios? La
respuesta cristiana distintiva es que en principio la cuestión es negativa porque el
hombre no puede, por sí solo, tener jamás la esperanza de llevar una vida de
justicia. Este hecho podría llevarnos a la desesperación de no ser por otro hecho
que le acompaña y que consiste en que Dios, en Su gracia soberana, ha provisto
sobradamente la necesidad del hombre, aunque éste no puede proveer para sí
mismo dicha justicia:

Ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante
de El; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado. Pero
ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por
la ley y por los profetas; la justicia de Dios, por medio de la fe en
Jesucristo, para todos los que creen en El.

El Evangelio proclama que Dios ha hecho por el hombre lo que éste no ha


podido hacer por sí mismo. Dios requiere justicia, pero Dios ha provisto esa
justicia en la Persona de Su Hijo. La justicia se puede, entonces, atribuir (Ro.
4:6) al creyente. De la misma manera que Cristo tomó, en el Calvario, nuestros
pecados y al hacerlo fue tratado com un pecador, sufriendo la muerte en la cruz,
El ha atribuido Su justicia a todos los creyentes para que ellos pudiesen ser
considerados justos. Es debido a esta relación con Cristo, que llevó nuestros
pecados y nos otorgó Su justicia, por medio de la cual el creyente tiene acceso al
trono de gracia.

Melquisedec era al mismo tiempo, como hemos dicho, rey de paz y uno de
los nombres del Mesías prometido era «Príncipe de Paz» (Is. 9:6). «Paz, buena
voluntad para con los hombres» (Lc. 2:14) era parte del cántico de los ángeles al
anunciar el nacimiento de «Cristo el Señor». Esta paz aparece en la Epístola a
los Romanos como el resultado de la muerte y la resurrección de Jesús:

El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra


justificación. Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por
medio de nuestro Señor Jesucristo
La paz señala el final de las hostilidades. En las Escrituras shalom habla de
bienestar. El pecador no tiene una armonía dentro de sí mismo, en su relación
con sus semejantes ni en sus relaciones con Dios, pero es precisamente Dios
quien restablece la armonía. La muerte de Cristo sirvió de expiación por el
pecado y ahora Dios, por medio de Sus «embajadores», anima a los hombres
caídos diciendo: «Reconciliaos con Dios» (2.a Co. 5:20). Cristo restablece la
relación entre el hombre y Dios que se había roto por causa del pecado. Aunque
los resultados de ese hecho tienen aspectos importantes en cuanto a la actitud del
hombre para con su prójimo, el mensaje básico del Evangelio es la paz con Dios.

El autor de Hebreos enfatiza el orden de los títulos de Melquisedec:


«Primeramente Rey de justicia... y también Rey de paz» (7:2). Aparte de la
justicia de Dios, que se recibe por fe, no hay la menor esperanza de obtener la
auténtica paz.

El lector del libro de Génesis podrá sorprenderse por el hecho de que


Melquisedec no tenga «padre, ni madre, sin genealogía; que ni tiene principio de
días, ni fin de vida» (7:3). El Génesis es un libro dedicado, en gran parte, a las
líneas de las familias y a la genealogía. Hay listas de personas entre los
descendientes de Adán, de Noé (y sus tres hijos), de Abraham, de Ismael, de
Esaú, así como la descendencia de Abraham por Isaac y Jacob hasta las doce
tribus.

El lector del Antiguo Testamento también considerará extraño que un


hombre que no poseía la debida genealogía pudiese actuar como sacerdote. La
descendencia de los sacerdotes, en Israel, se limitaba, de forma estricta, a la
familia de Aarón y hasta un rey que se atreviese a usurpar las funciones del
sacerdocio sería censurado.

El autor de Hebreos nos dice que el sacerdocio de Melquisedec no dependía


de su relación familiar y el Génesis ni siquiera menciona la genealogía de
Melquisedec (aunque, como es lógico, como hombre la tenía). El Espíritu de
Dios hizo que el historiador sa grado omitiese toda referencia a los antepasados
de Melquisedec ni a su posteridad. Los anales nada dicen sobre un «principio de
días» ni un «fin de vida» y este hecho, que es cierto en el caso de Melquisedec,
lo es el mismo tiempo sobre la Persona de Jesús. A pesar de que nació en un
establo de Belén, en un momento concreto de la historia, Jesús es aquel cuyas
«salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad» (Mi. 5:2). Su vida
terrenal le fue arrancada, conforme a la voluntad divina, a pesar de lo cual Jesús
se levantó de los muertos y declaró: «Soy el que vivo, y estuve muerto; mas he
aquí que estoy vivo por los siglos de los siglos» (Ap. 1:18).

2. La superioridad de Melquisedec sobre Aarón (7:4-10)

El hecho de que Abraham estuviese dispuesto a pagar los diezmos a


Melquisedec se considera como señal de la grandeza del sacerdote-rey de Salem
(7:4). Abraham había sido llamado por Dios, para que se marchase de Ur, había
sido llevado a Canaán y le había sido prometida toda la tierra por herencia. Si
hubo alguien que pudiese evitarse los servicios de Melquisedec ciertamente
Abraham era la persona indicada. Pero a pesar de ello el patriarca reconoció la
autoridad espiritual de este hombre al pagarle los diezmos.

Hebreos nos recuerda que los diezmos se entregaban (7:5) normalmente por
el pueblo a los hijos de Leví «según la ley». La ley mosaica establecía unas
normas para gobernar la vida religiosa de Israel en todos sus detalles, quedando
especificados los sacrificios que eran aceptables, el lugar de adoración que era
aceptable y el sacerdocio que también lo era.

Continúa diciendo Hebreos que el sacerdocio levítico, del Antiguo


Testamento, debe su origen a Abraham. Leví, uno de los doce hijos de Jacob, de
hecho «salió de los lomos de Abraham» (7:5), y, por tanto, fue descendiente del
patriarca.

El relato, sin embargo, continúa diciéndonos que Melquisedec, que no era un


sacerdote levítico (puesto que las consideraciones cronológicas impedirían esa
posibilidad), recibió los diezmos de Abraham y Abraham fue bendecido por él»
(7:6). Como todo el mundo sabe que la bendición la concede una persona de
mayor importancia a una de menor importancia (7:7) debemos llegar a la
conclusión de que Melquisedec era más importante que Abraham y, al mismo
tiempo, más importante que Leví.

Comoquiera que Leví pagó, figurativamente, diezmos a Melquisedec (7:9) el


autor de Hebreos llega a la conclusión de que el sacerdocio de Melquisedec
debió ser superior al de Aarón. El sacerdocio levítico se componía de hombres
que morían (7:8), pero el sacerdocio de Melquisedec no habla para nada de la
muerte (7:8).
3. El sacerdocio de Aarón posterior al de Melquisedec
(7:11-19)

El argumento, tomado de una comparación con el historial de Melquisedec


(en Gn. 14) con el sacerdocio levítico encuentra un mayor apoyo en las palabras
del Salmo 100:4 que dicen: «Juró Jehová y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote
para siempre, según el orden de Melquisedec». Si el sacerdocio levítico hubiese
sido perfecto, ¿para qué se habría mencionado a ningún otro sacerdocio (7:11)?
Debido a que el sacerdocio era una parte integrante de la ley mosaica, el
reconocer que era preciso que se operase un cambio en el sacerdocio habría de
tener consecuencias de largo alcance (7:12).

La Epístola a los Hebreos presenta a Cristo como nuestro gran Sumo


Sacerdote a pesar de que la genea logía de Jesús desciende de la tribu de Judá
(7:14), una tribu que no tenía ninguna responsabilidad sacerdotal. ¿Cómo se
podía afirmar, pues, que Jesús era un verdadero sacerdote? La respuesta está
clara. La discusión sobre el sacerdocio de Melquisedec ha sido preliminar a esta
afirmación. Es cierto que Jesús no fue un sacerdote levítico, pero El sirve, como
sacerdote, a una orden más antigua y honorable que la de Levi, pues era
sacerdote, según la orden de Melquisedec (7:15). El sacerdocio levítico fue
establecido bajo la Ley y está descrito como parte de un «mandamiento carnal»
(7:16). No tienen las palabras intención de ser despectivas, pues la orden del
Antiguo Testamento la describe Hebreos como divina en su origen, aunque
temporal en cuanto a su duración. Era carnal en el sentido de que era «para este
mundo» y cubría ciertas necesidades reales entre el pueblo de Dios, pero su
propósito no era que durase eternamente. El mismo hecho de que la profecía
hable de otro sacerdocio es suficiente para demostrar que el orden levítico no
duraría para siempre.

El sistema de los sacrificios del Antiguo Testamento, con su sacerdocio


levítico, se describe como débil y sin provecho o sin utilidad (7:18). Era débil
porque no podía expiar los pecados. Servía una función temporal, además de
servir como profecía, en espera del sacrificio de Cristo y de Su ministerio como
Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedec.

Aunque la Ley no traía la «perfección», es decir, no completaba los


propósitos de Dios, sí introducía «una mejor esperanza» (7: 19) y la Ley
preparaba para el Evangelio. El ministerio de los sacerdotes levíticos daba
testimonio del pecado del hombre y de la misericordia de Dios, mientras que la
Ley hacía que el hombre pecador tuviese que mantenerse alejado. Por medio de
Cristo, que es nuestra «mejor esperanza» nos podemos acercar a Dios con
confianza.

4. La superioridad del sacerdocio de Cristo (7:20-24)

El Salmo 110 es de lo más enfático en su presentación del sacerdocio de


Melquisedec: «Juró el Señor y no se arrepentirá». El sacerdocio de Cristo fue, de
este modo, confirmado por el solemne juramento hecho por Dios (7:20-21). Este
hecho debiera de animar al cristiano que en medio de un mundo cambiante
puede confiar en un Cristo que no cambia y que ocupa Su cargo por virtud de la
Palabra inalterable y de la voluntad de Dios.

Los sacerdotes levíticos fueron «muchos» (7:23), lo cual era necesario


porque como criaturas del tiempo eran mortales y debían realizarse arreglos de
modo que tuviese una sucesión para que siempre hubiese alguien que pudiese
servir ante el altar. El sacerdocio de Cristo, sin embargo, es eterno. El
«permanece para siempre» (7:24) y es de siglo en siglo el mismo y es
precisamente por este motivo «por lo cual puede también salvar completamente
a los que por medio de él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por
ellos» (7:25). El Cristo resucitado está sentado en un trono, a la mano derecha de
Dios y sigue interesándose por Su pueblo. Aunque pensamos a veces que la obra
de Cristo concluyó en el Calvario, donde se realizó la expiación por causa del
pecado, debiéramos recordar el ministerio continuo que realiza el Cristo
resucitado, nuestro Abogado ante el Padre.

5. Cristo, el Sacerdote que suple nuestras necesidades (7:25-28)

Este Sumo Sacerdote nos «convenía» (7:26), lo cual es otra manera de decir
que Jesús es adecuado, un Sumo Sacerdote idóneo. En el plan de Dios, Jesús fue
el ordenado para suplir las necesidades de Su pueblo y El es «santo, inocente, sin
mancha, apartado de los pecadores, y encumbrado por encima de los cielos»
(7:26). Precisamente por todo lo expuesto podemos depositar en El nuestra
confianza. Su perfecta justicia le da unos derechos, que no tienen igual, ante el
Padre. Su posición está «por encima de los cielos», cosa que nos recuerda que ha
sido aceptado ante el trono de gracia y que es el amado del Padre.
Los sacerdotes del Antiguo Testamento ofrecían a diario una sucesión de
sacrificios, teniendo que presentar ofrendas tanto por sí mismos como por el
pueblo (7:27). Esos sacerdotes eran ellos mismos personas que tenían pecado y
aquí se les compara con el Hijo de Dios, que no tiene mancha. Cristo realizó un
solo sacrificio, ofreciéndose a sí mismo y ese sacrificio tuvo un gran mérito y el
pensar en añadir al mismo es una blasfemia.

Los sacerdotes, que actuaban bajo la ley mosaica, eran débiles (7:28) y a
pesar de que era necesario que todos estuviesen físicamente sanos y purificados
por el ceremonial de la pila, antes de acercarse al santuario, estos hombres no
olvidaron nunca el hecho de que eran pecadores. En contraste con la debilidad de
los sacerdotes del Antiguo Testamento encontramos la fortaleza del Hijo,
consagrado, perfeccionado para siempre y que no tenía mancha alguna que
precisara de la expiación, pudiéndose presentar delante de Dios en toda la
belleza de Su perfección.

F. CRISTO, EL VERDADERO SUMO SACERDOTE

1. Su entrada en el verdadero santuario (8:1-5)

La Epístola a los Hebreos comenzó con la afirmación «Dios... ha... hablado».


Leemos aquí otra solemne y bendita afirmación: «Tenemos tal sumo sacerdote»
(8:1). El judaísmo tenía un sacerdocio que desempeñaba su oficio en el Templo
de Jerusalén, según las directrices que contenía la ley mosaica. El cristia no, sin
embargo, tiene todo lo que se podía disfrutar bajo el Antiguo Pacto y más. El
tiene «un sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en
los cielos» (8: 1).

El lugar en el cual el Sumo Sacerdote celestial realiza Su labor puede


contrastarse con el Tabernáculo terrenal, que sirvió como santuario a Israel, antes
de que se erigiese el Templo de Salomón. Sin embargo, la estructura terrenal no
es el «verdadero tabernáculo» (8:2) porque fue levantado por el hombre. Los
hombres que construyeron el tabernáculo fueron dirigidos por el Espíritu Santo
en sus labores, pero no dejaban, por ello, de ser criaturas terrenales y su obra
llevaba las marcas del pecado humano. Por maravilloso que fuese, no fue la
verdadera morada de Dios y aunque Dios se reveló a sí mismo, en gloria, entre
dos querubines, en el santísimo, ningún israelita juicioso pensaba que Dios
pudiese encontrarse metido dentro de esa estructura. Salomón habló con gran
comprensión cuando dijo: «Los cielos de los cielos no te pueden contener» (l.' R.
8:27).

El Sumo Sacerdote, podía, en virtud del cargo que desempeñaba,


aproximarse a Dios con un sacrificio. En este sentido su ministerio era diferente
del ministerio del profeta, porque éste estaba ante el pueblo como representante
de Dios y el sacerdote aparecía ante Dios representando al pueblo, siendo sus
principales responsabilidades la oración y el sacrificio.

La esfera determinada del ministerio sacerdotal de Jesús se define como el


mismo cielo. Cuando fue escrito el libro de Hebreos el Templo no había sido
derrumbado aún y los sacerdotes, que descendían de Aarón, ofrecían en él
sacrificio todos los días. Pero ese no fue el ministerio que tuvo Jesús aquí en la
tierra, pues a El le preocupó la realidad, mientras que aquellos sacerdotes
realizaban su obra entre sombras (8: 4-5).

Se puede citar la palabra de Dios a Moisés, en el monte Sinaí, para mostrar


el origen celestial del verdadero tabernáculo. Dios dijo: «Mira, haz todas las
cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte» (8:5). La
revelación sobre el santuario había venido del cielo y los hombres, que estaban
en la tierra, construyeron, siguiendo las instrucciones dadas por Dios, la
estructura, pero el edificio que construyeron no era el verdadero santuario, sino
que era la «sombra de las cosas celestiales».

Desde el cielo se había recibido otra revelación directa en la Persona de


Jesús. El «habitó» (lit., «en el tabernáculo») entre los hombres que pudieron dar
testimonio del hecho de haber visto «su gloria» (Jn. 1:14). Jesús fue la
«sustancia» de la cual el tabernáculo no fue más que una sombra. No fue un
reflejo de la realidad celestial, sino Dios mismo, entrando en nuestra humanidad,
Emmanuel, Dios con nosotros.

2. Cristo como Sacerdote del Nuevo Pacto (8:6-13)

El ministerio de Jesús es «tanto mejor» (8:6) que el ministerio de cualquier


hijo de Aarón en el santuario prueban la superioridad del Sumo Sacerdote
celestial, que está en el trono, a la diestra del Padre.

La relación que Israel tenía con Dios se describe en términos de un pacto.


Israel aceptó la Ley, en el Sinaí, incluyendo el sacerdocio y el sistema de los
sacrificios, pero esa Ley no había sido efectiva a la hora de arrancar los deseos
malvados del pueblo de Dios. Durante los años que pasó en el desierto
murmuraron persistentemente en contra de Dios y Su siervo Moisés y una vez
que hubieron entrado en Canaán cayeron presa de los dioses de la tierra. La
práctica inmoral de la adoración a Baal se hizo corriente en Israel y, aunque hubo
períodos durante los cuales se produjeron avivamientos espirituales, gracias a
reyes piadosos como Ezequías y Josías, la tendencia general fue hacia la
apostasía. Le pareció bien al Dios de Israel tomar el reino del norte, Israel, y, un
siglo y medio después, el reino del sur, Judá, y llevarlos al exilio. Dios había
sido fiel con Su pueblo, pero éste le había rechazado una y otra vez. Su Ley no
tenía nada de malo, pero no se podía decir lo mismo acerca de Su pueblo, que
persistió en la rebelión. Pablo dice que la Ley fue débil «por causa de la carne» y
el hombre pecaminoso no estaba dispuesto a obedecerla.

De la misma manera que había existido una promesa en cuanto a un nuevo


sacerdocio, en la persona de un sacerdote «según la orden de Melquisedec»,
Dios había profetizado un nuevo pacto por medio del profeta Jeremías (Jer.
31:31-34). La misma lógica que se aplicaba al sacerdocio puede aplicarse al
pacto. Si el primer pacto hubiese sido sin tacha, no habría existido la necesidad
de la promesa de un segundo pacto (8:7). Pero Dios ofreció un mensaje de
esperanza a la generación que salía para el exilio por medio de Jeremías. Ellos
no habían sido fieles al Dios de Israel y Jeremías se quejó de que tenían tantos
dioses como ciudades. Insistió en que Dios los llevase al exilio, donde habrían
de permanecer durante setenta años, pero a pesar de ello Jeremías no termina con
una nota de desesperación. Un día Dios escribiría un nuevo pacto y no lo haría
sobre tabletas de piedra, sino en las tabletas de carne del corazón humano. La
motivación interior del hombre sería transformada y se convertiría en una nueva
criatura.

Se describe el primer pacto con términos llenos de ternura. Dios había


tomado a Su pueblo «de la mano» para sacarlos de Egipto (8:9). Ellos habían
clamado a El por causa de los que les oprimían y Dios había demostrado que se
interesaba en los suyos, pero algo estaba básicamente mal, puesto que prevaleció
el pecado y fue necesario que Israel fuese solemnemente disciplinado.

Pero «después de aquellos días» (8:10) habría de surgir una nueva situación.
Las leyes quedarían escri tas en los corazones de las gentes y Dios podría decir:
«Y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo». Esta es, para
resumir, la naturaleza de dicho pacto. El Dios soberano estuvo de acuerdo en
cuidar de aquel pueblo que dependía de El y la única obligación que el pueblo
tenía era entronizarle en sus corazones.

Las palabras del versículo 11 no pueden cumplirse en su totalidad hasta que


no veamos a nuestro Señor y seamos como El, pero su propósito es que nos las
apliquemos en la actualidad: «Y ninguno enseñará a su prójimo, ni ninguno a su
hermano, diciendo: Conoce al Señor; porque todos me conocerán, desde el
menor hasta el mayor de ellos». «Pero vosotros le conocéis, porque mora en
vosotros, y estará en vosotros» (Jn. 14:17).

Una de las grandes doctrinas que fue enfatizada de nuevo durante el período
de la Reforma Protestante fue la del sacerdocio de los creyentes. Cada cristiano,
relacionado por la fe con Jesucristo, tiene el derecho al acercamiento, como
sacerdote, a Dios, por medio de la oración. Algunos creyentes saben más acerca
de su Señor que sus hermanos menos instruidos, pero el más débil de los
cristianos «conoce» al Señor de verdad. Podemos honrar a los maestros humanos
como dones de Cristo a Su iglesia, pero no tenemos necesidad de depender de
ellos.

El Nuevo Pacto logra lo que no podía realizar el Antiguo; provee la


expiación final por el pecado: «Nunca más me acordaré de sus pecados y de sus
iniquidades» (8:12). La conciencia de pecado no fue nunca totalmente borrada
por el Antiguo Pacto:

Bajo el Antiguo Pacto era preciso perpetuar todos los años un recordatorio
del pecado. Había ofrendas diarias, sacrificios por las nuevas lunas y los días del
sábado y un Día solemne de Expiación cuando se volvía a recordar el pecado y a
quitarlo por medio de ceremonias. Pero esto, según se nos dice en Hebreos, ha
quedado atrás para siempre, porque Dios se ha olvidado de nuestro pecado por
medio de Su gracia y no hay temor de condenación para el hijo de Dios.

El autor de Hebreos era consciente del momento tan crítico que le había
tocado vivir porque eran los «postreros días» (1:2) durante los cuales Dios había
hablado por medio de Su Hijo. Eran, además, días durante los cuales el
sacerdocio judío, que había venido sirviendo durante tiempos inmemoriales, iba
a ser cambiado. Todo el pacto, establecido con Israel en el Sinaí, estaba cayendo
en desuso y quedando anticuado y estaba a punto de «desvanecerse» (8:13).

No se trataba de un simple anhelo ni de escribir por polémica. Es un hecho


histórico que, al poco tiempo de que se escribiesen estas líneas, la ciudad de
Jerusalén con su templo, que Herodes había hecho más hermoso, habían
quedado convertidos en ruinas. Los ejércitos romanos del general Tito entraron
en Jerusalén y pusieron fin a toda una era de la vida judía. El Templo fue
destruido y no ha sido restaurado y en la actualidad el lugar donde estaba dicho
templo lo ocupa una mezquita musulmana conocida como la Cúpula de la Roca.
Los judíos piadosos han continuado estudiando los detalles de la ley mosaica,
pero hoy en día ningún sacerdote ofrece sacrificio alguno, debido a que el
antiguo orden ha desaparecido y es una realidad que el antiguo pacto se ha
desvanecido.

3. El antiguo tabernáculo y sus servicios (9:1-7)

El primer pacto, establecido en el monte de Sinaí, tenía «ordenanzas de culto


y un santuario terrenal» Los cultos eran prescritos por Dios y se realizaban en el
tabernáculo terrenal. El santuario estaba dividido en dos sectores. Entrando
desde el patio, el sacerdote llegaba primeramente al Lugar Santo, contenía que
un candelabro de siete brazos y una mesa sobre la que se colocaba el «pan de la
proposición» o «pan de la Presencia». El candelabro contenía, de hecho, siete
lámparas de aceite que iluminaban el Lugar Santo. Las doce barras del pan de la
proposición representaban a las tribus de Israel dentro del santuario del Señor.

El sacerdote entraba, por un velo, del patio al Lugar Santo. Una vez al año,
en el Día de la Expiación, el sumo sacerdote pasaba por el segundo velo (9:3),
que se separaba al Lugar Santo del Lugar Santísimo (o «Santo de los Santos»).
Allí se encontraba el arca sagrada del pacto, el objeto más sagrado relacionado
con la fe del antiguo Israel. Levantados, sobre el arca, había dos querubines de
oro, mirándose el uno al otro. La tapa del arca era conocida como el asiento de la
misericordia y allí, durante el Día de la Expiación, el sumo sacerdote derramaba
la sangre de los sacrificios que llevaba al Lugar Santísimo. En la antigüedad
había dentro del arca una vasija de maná (Ex. 16:33), la vara de Aarón que había
reverdecido milagrosamente durante el peregrinar por el desierto (Nm. 17: 10) y
las dos tablas de la Ley (cp. 1.'> R. 8:9).

Los sacerdotes entraban a diario en el Lugar Santo, pero el Lugar Santísimo


era la sala del trono del Dios de Israel y El deseaba dejar claro la santidad de Su
Persona sobre Su pueblo por medio de unas instrucciones muy concretas. No era
posible que cualquier persona se acercase al arca sagrada, pues ese era un
privilegio del que había sido divinamente escogida, es decir, el hijo de Aarón,
que servía como sumo sacerdote. El sumo sacerdote no tenía acceso constante al
Lugar Santísimo, no pudiendo entrar más que una vez al año (9:7) con el
sacrificio de sangre y ésta se ofrecía tanto por sus pecados como por los de su
pueblo. La sangre procedía de dos animales: un becerro, prescrito para el
sacerdote, y la de una cabra, ofrecida por el pueblo.

4. Ineficacia de los sacrificios del antiguo tabernáculo (9:8-10)

La observación ceremonial del Antiguo Pacto no se cita sencillamente por un


interés de anticuario, pues Dios hizo uso de todo ese ceremonial para enseñar
importantes lecciones a Su pueblo. Durante los tiempos del tabernáculo, una
serie de cortinas impedían que los israelitas corrientes ni los sacerdotes entrasen
en el Lugar Santísimo. Dios quería inculcar a Su pueblo su propio pecado y la
santidad Suya. Ellos aprendieron que al pecador le resultaba imposible tener la
menor esperanza de llegar a ver a Dios, a menos que no fuese por una reciente
obra de la gracia.

La dificultad asociada con la adoración en el tabernáculo y su sucesor, el


templo, era su preocupación por lo externo. Se ofrecían sacrificios, pero no
podían «hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto»
(9:9). Eran externos y temporales en lugar de ser internos y externos. Servían
como figura, o símbolo, para las generaciones a las que servían y, como tales,
eran tipos del mejor ministerio de Cristo.

El versículo 10 describe los ritos del Antiguo Testamento como «comidas y


bebidas, en diversas abluciones, y en prescripciones carnales, impuestas hasta el
tiempo de reformar las cosas». La palabra «reformar» se utiliza como término
médico que significa reducir una fractura y habla de arreglar las cosas. Se nos
pre senta al mundo como «desarticulado» y solamente cuando Cristo entra en
una vida se produce una verdadera rectificación y las cosas se enderezan. El
Antiguo Testamento miraba con esperanza la llegada de ese día. En tipo y en
profecía, Dios estaba afirmando que enviaría a Su Mesías, a Su Ungido, que
pondría fin a toda la historia.

5. Superioridad del sacrificio de Cristo (9:11-14)

¡Nosotros declaramos ahora con confianza que Cristo ha venido! Los


mejores textos griegos no dicen que Jesús es el sacerdote de «las buenas cosas
que están por venir», sino de «de cosas que ya han sucedido» (9:11). Si bien es
cierto que el cristiano tiene mucho que esperar de bueno, es ya un hijo de Dios y
debería de gozarse en la abundante provisión que Dios ha hecho para cubrir
todas sus necesidades. Cristo no opera ya en una estructura terrenal, sino en un
templo celestial. El santuario en el que entró (9:12) no fue uno al cual se llevaba
la sangre de los becerros ni de las cabras, que es una mera figura de las
realidades espirituales, pues Jesús «por medio de su propia sangre, entró una vez
para siempre, habiendo obtenido eterna redención» (9:12).

El autor de Hebreos nos presenta una vez más una serie de contrastes. Los
sacerdotes levíticos entraban en un tabernáculo terrenal y Jesús lo hacía en uno
celestial. Ellos llevaban la sangre de los becerros y de las cabras; El, Su propia
sangre. Ellos tenían que entrar muchas veces; El, una sola vez. Ellos no podían
presentar una cura permanente que sanase los males espirituales del hombre,
pero El «obtuvo la eterna redención».

Durante el período o dispensación del Antiguo Testamento la sangre de los


becerros y de las cabras «santificaban» de manera externa (9:13) y el hombre era
purificado, gracias a las ceremonias, una vez que el sacerdote había llevado a
cabo el ritual prescrito. Entonces podía ocupar su lugar en Israel y actuar como
un miembro normal de la nación escogida. Pero la sangre de Cristo tiene
infinitamente mayor eficacia que cualquiera de los sacrificios del Antiguo
Testamento. El «mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a
Dios» (9:14). Cristo se sometió voluntariamente a la muerte en la cruz y fue al
mismo tiempo el sumo sacerdote y la ofrenda. Debido a que no había pecado en
Su vida no tenía necesidad de sacrificio para sí mismo, pero Su muerte expió los
pecados de Su pueblo. Su falta de pecado hicieron de El el sacrificio «sin
mancha».

Este sacrificio puede «purificar vuestras conciencias de obras muertas para


que sirváis al Dios vivo» (9:14), que es una realidad práctica. El sacrificio de
Cristo da al creyente una posición ante Dios, de modo que podamos decir que
está justificado. Provee una justicia, como si fuese del creyente mismo, e imparte
al mismo tiempo un poder al creyente sobre «las obras muertas» que quedan
purificadas. Las obras del hombre que está espiritualmente muerto son «obras
muertas», pero el cristiano, que ha nacido de nuevo, posee un poder divino por
medio del cual puede «servir al Dios vivo». El creyente no puede, por sus
propias fuerzas, servir a Dios, como tampoco puede el pecador salvarse a sí
mismo. Todas las gracias que el Espíritu nos otorga tienen su base en la obra de
Cristo y es gracias a la sangre derramada que ahora podemos, dependiendo del
Espíritu, servir a Dios.

6. El Mediador del Nuevo Pacto (9:15-28)

El que Cristo se ofreciese a sí mismo como sacrificio, en contraste con las


ofrendas del Antiguo Testamento, que eran becerros y cabras, marca el comienzo
de un Nuevo Pacto o Testamento. Moisés había sido el mediador del pacto en el
Sinaí, habiéndose revelado Dios a Moisés que, a su vez, dio la Ley al pueblo de
Israel y consagró a Aarón y a sus hijos al ministerio sacerdotal. Cristo se
convirtió, al ofrecerse a sí mismo, en el Mediador del Nuevo Pacto. Durante la
última cena Jesús les dijo a Sus discípulos: «Esta copa es el nuevo pacto [o
testamento] en mi sangre, que por vosotros se derrama» (Lc. 22:20).

La muerte de Cristo llevó a cabo «la remisión de las transgresiones que había
bajo el primer pacto» (9: 15). Aunque sean diferentes, los dos pactos están
relacionados porque el antiguo tipificaba y profetizaba al nuevo. Aquellos que
habían pecado bajo el Antiguo Pacto podían después alcanzar misericordia. Al
contrario de lo que sucedía con los resultados temporales de los sacrificios
llevados a cabo bajo el primer pacto, Cristo ha logrado «la eterna redención» de
Su pueblo.

Existe algo de confusión en las traducciones de la palabra griega diatheke, a


la lengua castellana, porque significa al mismo tiempo «pacto» y «testamento».
Sin embargo, cuando se utiliza como un pacto no implica que los partidos de
dicho pacto fuesen iguales. Dios, en el Sinaí, fue el Soberano cuya Ley llegó al
pueblo por mediación de Moisés. Un diatheke es, en este sentido, un pacto por
medio del cual una persona podía disponer de su propiedad como le pareciese.
Por lo tanto, el uso de esta palabra no anda muy lejos de la idea de un
testamento. En la antigüedad estos pactos, o testamentos, se solemnizaban por
medio de animales que eran sacrificados.

El autor de Hebreos hace notar que un testamento no tiene fuerza alguna


hasta la muerte del testador (9: 16-17). El pacto-testamento, del Sinaí, fue
consagrado con la sangre de las víctimas para el sacrificio (9: 18-23; Ex. 24:3-8).
Este culto era conforme al mandato concreto de Dios (9:20). La sangre fue
rociada por el libro sagrado del pacto, por el pueblo (9:19), por el tabernáculo
mismo y sus vasos para el ministerio (9: 21). La sangre era de tanta importancia
en el servicio que se puede mencionar el principio de que: «sin derramamiento
de sangre no hay remisión» (9:22).

Estos ritos eran realizados como «figuras de las cosas celestiales» (9:23). ¡El
acercamiento a la realidad celestial debe ser más solemne todavía! Jesús, el gran
sumo sacerdote entró en el cielo mismo en favor del hombre pecador y los
terrenales «santuarios hechos de manos» (9:24) no eran más que símbolos de la
morada celestial y allí se necesitaba un sacrificio mejor que el de los becerros y
los machos cabríos (9:23).

El sumo sacerdote tenía que entrar en el santuario terrenal «con frecuencia»,


es decir, una vez al año (9:25). El traía la sangre de otros, de los animales que
dictaminaba la ley mosaica. Sin embargo, Cristo entró en el verdadero
tabernáculo (que es el propio cielo) una sola vez y el mismo fue la víctima del
sacrificio (9:26). Del mismo modo que el hombre muere una sola vez (9:27)
Cristo murió una vez (9:28) y Su pueblo, aquellos que le esperan, le verán
cuando venga por segunda vez.

¡Se ha realizado la expiación por el pecado y el creyente está justificado!


Esta es la proclamación que hace el Evangelio. Jesús exclamó en la cruz:
«Consumado es» (Jn. 19:30). Cristo se ofreció «una sola vez» para «llevar los
pecados de muchos». Por lo tanto, en Su segunda venida no tendrá que ocuparse
del pecado otra vez porque éste ya ha sido abolido. El finalizará todas las cosas y
reinará como soberano sobre Su pueblo redimido.
7. Debilidad de los sacrificios de la Ley (10:1-5)

De la misma manera que Cristo, el Hijo, fue superior a los profetas del
Antiguo Testamento y del mismo modo que el sacerdocio de Melquisedec fue
superior al de Aarón, todo el ceremonial de la ley del Antiguo Testamento recibe
la descripción de «sombra» de «los bienes venideros» (10: 1) por medio del
ministerio sacerdotal de Cristo. El Salvador fue la «realidad» y los sacerdotes
levíticos habían sido la «sombra» de la misma. Leemos que la Ley era «no la
misma imagen de las cosas» y la verdadera forma de las realidades espirituales
esperaban la plenitud de los tiempos cuando habría de aparecer el Salvador.
Como sombra la Ley servía para preparar los corazones de los hombres para la
realidad, pero una vez que Jesús hubo venido las sombras dejaron de tener
sentido. La repetición anual de las ofrendas levíticas era prueba sobrada de que
en ellas no había nada final.

El adorador que llevaba sus sacrificios al tabernáculo o al templo no se


marchaba pensando que sus problemas habían quedado resueltos, sino que había
cumplido con los ritos establecidos, pero seguía teniendo plena conciencia de su
pecado, sabiendo que sería necesario volver una y otra vez y la culpabilidad, por
causa del pecado, pesaba sobre el pecador.

El motivo de que fuese necesario repetir los sacrificios del Antiguo


Testamento no es difícil de encontrar: «Porque la sangre de los toros y de los
machos cabríos no puede quitar los pecados» (10:4). Servían para cubrir una
necesidad temporal, pero apuntaban a la necesidad de un mayor sacrificio. Jesús
vino como Cordero de Dios, con el propósito de quitar el pecado del mundo y se
le llamó Jesús porque Su destino era el de llevar sobre sí mismo el pecado de Su
pueblo.

8. La encarnación (10:6-9)

Ciertamente el Antiguo Testamento mismo da testimonio del hecho de que


las ofrendas establecidas por la Ley no podían tener ninguna justicia. La misión
realizada por Cristo ha quedado resumida en las palabras del Salmo 40:7-9: «Por
lo cual, entrando en el mundo dice: sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me
preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron.
Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el
rollo del libro está escrito de mí» (10:5-7).
La diferencia principal entre el pasaje del Salmo 40 y la cita de Hebreos 10
es la expresión que aparece en esta última «me preparaste cuerpo». El texto
hebreo del Salmo 40 dice: «Has abierto mis oídos», y los traductores griegos del
salmo introdujeron la frase: «Orejas has preparado para mí», pero en ambos
casos lo que se enfatiza es la obediencia. El que habla tiene su oído presto a
escuchar lo que Dios le diga y al mismo tiempo está preparado para responder.
Al aplicar estas palabras a Cristo, el autor de Hebreos extendió el concepto de
los oídos a todo el cuerpo. El obediente Hijo de Dios tenía un cuerpo, preparado
por el Padre, y con el cual haría siempre la voluntad del Padre.

La cita, tomada del Salmo, tenía un elemento negativo. Dios no se complacía


en los sacrificios que se ofrecían conforme a los mandamientos de la ley mosaica
(10:8) aparte de una actitud de fe. El «placer» radica en este caso en la obra
acabada. No hay duda alguna de que los sacrificios del Antiguo Testamento
fueron ordenados por Dios y tenían como propósito servir de ejemplo y profecía
de la ofrenda de Cristo. En el propósito eterno de Dios, la ofrenda de la sangre
de Su Hijo podía por sí misma servir para limpiar el pecado y la redención
solamente fue completada al llevar los pecados de Su pueblo sobre la cruz del
Calvario.

Las palabras de Cristo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu
voluntad» (10:9) ofrecen un contraste apropiado con los sacrificios del Antiguo
Testamento, que no sirvieron para quitar de en medio el pecado, pero El vino
para hacer la voluntad de Su Padre. A fin de que no haya duda alguna respecto a
la importancia del ministerio llevado a cabo por Cristo se expresa el siguiente
principio: «Quita lo primero, para establecer lo segundo» (10:9). El autor de He
breos argumenta que es «una de dos» y no «ambos y», pues no es posible
presentarse delante de Dios por medio de la sangre de los becerros y de los
machos cabríos, ordenados en el Sinaí, y ¡el Cordero de Dios que murió en el
Calvario! El primer pacto, que fue establecido en el Sinaí, queda rechazado de
manera específica. Había cumplido con su propósito, pero ese propósito ya no es
válido. Por medio de Su muerte Cristo se convirtió en el Mediador del Nuevo
Pacto y El es nuestra única esperanza.

Aunque estas palabras se referían de modo concreto a los antiguos cristianos


hebreos, que recibieron la epístola, su aplicación es universal. Todo esfuerzo que
se realice para obtener el favor de Dios, dejando a un lado a Jesucristo, es en
vano. La ley mosaica no podía traer paz a la conciencia culpable, ni puede
hacerlo ningún otro sistema legal, tanto si se ampara bajo el nombre del
cristianismo como si lo hace bajo el del paganismo.

9. La única ofrenda satisfactoria (10:10-18)

Se enfatiza el hecho de que la ofrenda de Jesús se realizó «una vez para


siempre» El Salvador ofreció un sacrificio perfecto para santificar, es decir, para
apartar para sí un pueblo que fuese redimido del pecado y compartiese Su gloria
eterna. El sugerir que se añadiesen otros sacrificios a este gran sacrificio sería
poner en duda su mérito. Cristo, por medio de Su muerte, llevó a cabo lo que era
la voluntad de Dios, y todos los demás sacrificios perdieron su significado.

Los sacerdotes humanos presentaban la misma clase de ofrendas todos los


días y no podían nun ca traer paz a un alma atormentada. Cuando un día sigue a -
otro el pecador se desespera y es impotente para limpiar su propia alma y
tampoco le sirve para nada la sangre derramada sobre el altar. Cristo, sin cambia
todo esto. El ofreció «un solo sacrificio» que tiene una eficacia eterna. El
pecador puede ahora tener la seguridad de que no tendrá que enfrentarse más con
la evidencia de su culpa pobre la expiación ha sido completada por Cristo. El
sacerdote no tiene necesidad de entrar de nuevo en el santuario porque nuestro
gran Sumo Sacerdote está sentado «a la diestra de Dios» (10:12).

Un día el Cristo resucitado será adorado universalmente como el Señor de la


Gloria. Los poderes de las tinieblas todavía no han sido sojuzgados, pero El está
esperando «hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies» El
Padre le ha dicho: «Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión
tuya los confines de la tierra. Los quebrantarás con cetro de hierro; como vasija
de alfarero los desmenuzarás» (Sal. 2:8-9).

Aunque los enemigos de Cristo tengan motivos sobrados para temer Su ira,
aquellos que se aprovechan de Su misericordia pueden estar totalmente a salvo.
Porque la ofrenda única sirve para siempre (10: 14), así que el hombre que está
en Cristo no será condenado jamás.
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o
persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está
escrito: por tu causa somos muertos todo el día; somos considerados como
ovejas de matadero. Pero en todas estas cosas somos más que vencedores
por medio de Aquél que nos amó

Cristo dijo: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no
prevalecerán contra ella» (Mt. 16:18). El cristiano podrá verse atacado por
«principados y potestados» y todo el poder del maligno, pero está a salvo porque
el sacrificio realizado por Jesús sirve eternamente.

El testimonio del Antiguo Testamento sobre estos hechos debería servirnos


también de base para que tuviésemos plena confianza en la sabiduría y el poder
de Dios. La redención no fue un pensamiento posterior, sino que formó parte del
programa divino para las edades. Jeremías habló acerca del día cuando Dios
establecería un Nuevo Pacto con Su pueblo, escribiendo Su Ley en sus
corazones y en sus mentes (10: 16; Jer. 31:33). El resultado es la seguridad
divina: «Nunca más me acordaré de sus pecados e iniquidades» (10:17).

Si no se ha de acordar de nuestros pecados, no hay necesidad de presentar


una ofrenda por ellos, puesto que Dios ha afirmado que se ha olvidado de ellos y
el hombre no tiene necesidad de seguir tambaleándose bajo su peso. Las
ofrendas levíticas ya no son necesarias (10: 18), porque el creyente tiene la
seguridad de que Cristo ha apartado sus pecados de él tan lejos como está el
oriente del occidente.

(10:19-13:25)


A. ACERCANDOSE A DIOS Y AFERRANDOSE A LA FE (10:19-23)

A la vista del sacrificio, el creyente puede ahora acercarse a Dios sin temor,
aunque el término «libertad» no sugiere una falta de reverencia. Nosotros somos,
y lo seremos siempre, criaturas de Dios, que dependemos de El para todo cuanto
somos y tenemos. El ha provisto, sin embargo, por la muerte del sacrificio
realizado por Su Hijo un camino por medio del cual podamos acercarnos hasta
Su mismísima presencia. El Israel del Antiguo Testamento tenía que mantenerse
alejado, pero a nosotros se nos pide ahora que nos acerquemos al trono de la
gracia con confianza porque El desea tener comunión con Su pueblo redimido.
Es por «la sangre de Jesús» que podemos entrar en el «santuario». Los sumos
sacerdotes de la antigüedad llevaban la sangre de los animales al Lugar
Santísimo una vez al año, pero nosotros nos acercamos a diario al cielo mismo
teniendo por nuestra confianza la sangre del Salvador.

Nuestro medio de acercamiento a Dios es «por el camino nuevo y vivo»


(10:20). Es nuevo, en contraste con las ofrendas mosaicas que no solamente eran
viejas, sino anticuadas, preparadas para «desaparecer». Es un «camino nuevo»
porque nuestro Sumo Sacerdote, el Mediador del Nuevo Pacto, vive para
siempre. Nosotros no nos acercamos ahora a Dios con un animal sin vida, sino
por medio del Cristo vivo. El sacerdote del Antiguo Testamento entraba,
cruzando el velo, al Lugar Santísimo. De la misma manera nosotros llegamos a
la presencia de Dios atravesando un velo, pero el velo es el de la carne del Hijo
de Dios, que fue atravesada por hombres malvados y ahora nos permite la
entrada a la presencia de Dios. En Su encarnación, Jesús tomó sobre sí mismo
una verdadera naturaleza humana. El que Su cuerpo fuese atravesado fue, sin
embargo, el medio que Dios utilizó para facilitarnos la entrada, a los pecadores,
a fin de poder llegar a Su presencia. Hasta en el Templo de Jerusalén el velo del
templo se rasgó en dos durante el momento de la crucifixión (Mt. 27:51). Los
ritos del Antiguo Testamento habían dado resultados inútiles para facilitar el
camino a la presencia de Dios, pero Jesús lo realizó finalmente y de modo
irrevocable cuando Su cuerpo fue atravesado por nosotros.

Es una cosa, como es lógico, decirnos que la obra de Cristo es totalmente


eficaz y otra confiar en que la vida nuestra ha sido liberada de la esclavitud y de
las frustraciones de una mala conciencia. El evangelio cristiano afirma que Dios
ha hecho ciertas cosas a nuestro favor y a continuación nos pide que le creamos
y actuemos conforme a lo que él ha realizado.

Como Cristo ha hecho tanto a nuestro favor, se nos pide que nos
«acerquemos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe» (10:22). Aquellos
que están acostumbrados a los rituales del Antiguo Testamento podrán dudar a la
hora de hacerlo así, pero vemos que se enfatizaba el pecado como una ofensa
delante de Dios y ahora hay un nuevo énfasis. El pecado es odioso, pero Jesús
nos ha librado de él y por ello no debemos temer a Dios. Nosotros podemos y
debemos de acercarnos con plena confianza al trono de Dios y reconocernos
como Sus hijos. El negarnos a hacerlo así es realmente menospreciar Su gracia e
insultar al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucrito. Nosotros no nos acercamos
con libertad por ser mejores que los demás, sino porque Jesús ha expiado
totalmente nuestros pecados.

El acercamiento a Dios en el Antiguo Testamento tenía que realizarse


derramando el sacerdote la sangre sobre el santuario y, por medio de la fe en
Cristo, nuestros corazones han sido «purificados de mala conciencia» (10:22).
Cristo ha reparado nuestra culpa y Su sangre ha sido aplicada, por medio de la
fe, a nuestros corazones malvados. Al acercarnos lo hacemos con cuerpos
«lavados con agua pura» (10:22). El sacerdote del Antiguo Testamento tenía que
pasar por el lavamiento, que formaba parte del ceremonial, en la pila antes de
poder entrar en el tabernáculo donde realizaba sus sagrados deberes. Es preciso
que nosotros seamos limpios para acercarnos al trono de la gracia, pero Dios ha
provisto una pila que nos limpiará, por medio de la sangre de Jesucristo, que
limpia de todo pecado El rito del bautismo cristiano representa, de modo
simbólico, esa limpieza interior que es indispensable para poder tener comunión
con Dios.

El sacerdocio de todos los creyentes es una verdad que enfatizan estos


versículos y ahora todos los creyentes pueden entrar en el «Lugar Santo» (10:
19) pasando a través del «velo» (10:20) y acercarse a Dios mismo, por medio de
Jesucristo (10:21-22). Todos los creyentes conocen el significado de la limpieza
en la pila y el rociamiento de la sangre sobre el corazón. Dios había dicho acerca
de Israel: «Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa» (Ex. 19:6)
y Pedro dijo acerca de la Iglesia: «Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio,
nación santa» Todos los que nombran a Jesús tienen derecho a acercarse a Dios
como sacerdotes.

El creyente, que es al mismo tiempo sacerdote, en tiempos de prueba tiene


una doble responsabilidad. Debido a que Dios es fiel, nosotros debiéramos
«mantener firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza» (10:23). Las
palabras «profesión de nuestra fe» (Rv. 1977) no son totalmente exactas. Como
es natural «profesamos fe», pero las palabras que se utilizan aquí hablan de la
confesión, del testimonio público tocante a nuestra confianza en Dios, así como
nuestra esperanza y nuestra fe en el futuro. Como creyentes sabemos que Dios
tiene la clave del futuro: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?»
(Ro. 8:31).

B. LA RESPONSABILIDAD CRISTIANA Y LOS JUICIOS DE DIOS (10:24-


31)

La confesión personal debe aumentar mostrando interés por nuestros


hermanos: «Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las
buenas obras» (10:24). La ayuda y el interés constante por los demás cristianos
es responsabilidad de cada hijo de Dios, pues no vivimos para nosotros mismos.
Es posible animarnos los unos a los otros en las cosas de Cristo y una actitud
amorosa debería ser la meta de todas nuestras actividades cristianas. Las «buenas
obras» son el fruto de la salvación más que su causa (Ef. 2:810), pero no deben
de ser despreciadas. El que Dios obre en nosotros nos permitirá hacer aquellas
cosas que sean agradables a Sus ojos.

El testimonio cristiano no es un asunto privado, sino que encuentra


normalmente expresión en la iglesia. No deberíamos descuidar el «congregarnos,
como algunos tienen por costumbre» (10:25). El testimonio, la oración y la
comunión de una asamblea de creyentes aportan unos beneficios que no
debemos nunca pasar por alto. Aunque debiéramos estar dispuestos a
encontrarnos solos, si ello fuese preciso, normalmente Dios reúne a Sus hijos en
asambleas a fin de que puedan participar juntos en la obra y orar juntos. Esto es
de particular importancia porque de hecho nos necesitamos los unos a los otros y
no hay ningún cristiano que posea todos los dones del Espíritu. Nosotros somos
miembros del cuerpo de Cristo porque, «además, el cuerpo no es un solo
miembro, sino muchos. Si dijese el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo,
¿por eso no será del cuerpo?... ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo
necesidad de vosotros... Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno
en particular» (1.a Co. 12:14-27).

La consistencia en la comunión cristiana y la exhortación se fomenta «tanto


más, cuanto que veis que aquel día se acerca» (10:25). Los lectores de la
Epístola a los Hebreos vivían días trágicos, anteriores a la destrucción de
Jerusalén. Importantes cambios esperaban tanto a ellos como a los judíos que no
creían, siendo prudente y apropiado el que durante esos tiempos los cristianos
permaneciesen reunidos, ejercitando un testimonio unido del evangelio. Nuestra
propia generación ha sido testigo de importantes sucesos. Aunque no sabemos ni
el día ni la hora en que el Salvador ha de regresar, parece que la historia está
llegando a su culminación. Cuando llegó el siglo xx, muchos pensaron que
estábamos a punto de comenzar una era dorada, un milenio creado por el
hombre. El transcurso de los años no solamente ha empañado esa esperanza, sino
que nos ha hecho pensar todo lo contrario. Ahora el hombre le teme a la
aniquilación, de modo que la exhortación de Cristo respecto a que nos
mantengamos firmes no ha sido nunca más necesaria que en la hora presente.
Puede que los creyentes no estén siempre de acuerdo en ciertos detalles sobre su
fe, pero como tales deben de estar dispuestos a hacer causa común contra el
enemigo de sus almas. Puede que no sepamos lo que el futuro inmediato nos va a
deparar, pero sí sabemos que un día los reinos de este mundo se convertirán en
los reinos de nuestro Señor Su Cristo. He aquí una base para mantener firmes la
esperanza de una generación que conoce bien el significado del temor.

Las consecuencias de rechazar a sabiendas la gracia de Dios son algo que


nos asusta considerar: «Porque si continuamos pecando voluntariamente después
de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por
los pecados» (10:26). ¿Es posible para la persona que rechaza a Cristo regresar a
«la sangre de los becerros v de los machos cabríos» como medio de expiación?
La respuesta es «¡No!». La persona que se atreve a rechazar a Cristo no tiene a
donde volverse, ha despreciado su única esperanza en el tiempo y en la
eternidad. Para esa persona hay «una horrenda expectación de juicio, y un fuego
airado, que está a punto de consumir a los adversarios» (10:27). Puede resultar
irónico, pero Cristo es el Salvador de los que son salvos y el Juez de los que son
juzgados. La misericordia se ofrece gratuitamente, pero si alguien la desprecia,
esa persona, que es pecadora, tendrá que enfrentarse con la ira del Dios
Todopoderoso.

Podemos encontrar una vez más analogías del Antiguo Testamento: «El que
viola le ley de Moisés, por el testimonio de dos o tres testigos muere sin
compasión» (10:28; cp. Dt. 17:6). El Antiguo Testamento ofrecía misericordia al
pecador que trajese su ofrenda al tabernáculo y, aunque estos actos solamente
podían renovar de manera temporal y ceremoniosa el divino favor, eran la
expresión de un corazón creyente. La persona que pecaba voluntariamente,
desafiando abiertamente a Dios, no recibía ninguna misericordia.

Pero, si ese castigo caía sobre la persona que había pecado en contra de la
revelación menor de Dios en el Antiguo Testamento, ¿qué podemos esperar del
juicio de Dios sobre el que rechace la revelación final en la persona de Su Hijo?
Semejante desafío es tirar por tierra al Hijo de Dios, despreciar la sangre del
Nuevo Pacto y una injuria contra el Espíritu Santo, llamado aquí el Espíritu de
Gracia (10:29).

Esa no es la imagen de un hijo de Dios que ha caído temporalmente en


pecado, sino el hombre que abiertamente niega a Cristo y rechaza la salvación
que Dios ha provisto. Cristo deja bien claro que él «no quebrará la caña cascada»
(Mt. 12:20). El rebelde, sin embargo, recibe un tratamiento diferente: «Mía es la
venganza, yo daré el pago, dice el Señor» (10:30). Dios, como juez, defiende la
ley moral (Dt. 32:35). Esto se aplicaba incluso a Israel: «Porque Jehová juzga a
su pueblo» (Sal. 135:14).

Esta solemne advertencia sobre las temibles consecuencias del pecado dice:
«¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!» (10:31). Dios no se complace
en la muerte de los malvados, sino que es un Dios lleno de gracia, pero es,
además, el Dios de la santidad que debe castigar el pecado. Aquellos que han
corrido a buscar refugio en el Salvador han encontrado paz y seguridad.
Aquellos que prefieren seguir su propio camino pecaminoso, de rechazo y
desafío, deben encontrarse ante el Juez de toda la tierra.

C. LA FIDELIDAD PASADA, BASE DE LA CONFIANZA PRESENTE


(10:32-39)
Los hebreos, sin embargo, disfrutaron en períodos de triunfo espiritual y el
mero recuerdo de esos tiempos debería servir de estímulo a la fidelidad cuando
surjen nuevas dificultades. Ellos «sostuvieron gran combate de padecimientos»
(10:32), una dura lucha durante la que tuvieron que sufrir. Dios les había con
cedido Su gracia en el pasado, incluso cuando habían quedado expuestos al
abuso público, «convertidos en el hazmerreír» (10:33). En otras ocasiones
habían sido compañeros de los que habían sufrido por causa del evangelio. Para
ello se requería la gracia, porque les hubiese sido muy fácil separarse de aquellos
que, por causa de su testimonio cristiano, se atraían la ira de los dirigentes
civiles. Pero estos hebreos habían estado dispuestos a compartir las tribulaciones
de los que padecían por causa de Cristo.

Los que recibieron la Epístola a los Hebreos mostraron compasión para con
aquellos que estaban prisioneros por haber dado testimonio de Jesucristo. Los
más antiguos textos griegos no justifican la lectura: «Os compadecisteis de los
presos» (10:34). Delitzsch dice: «Vosotros... mostrásteis vuestra camaradería
para con los que estaban presos» y esto era algo que demostraron de manera
práctica. Los enemigos de Cristo saquearon las propiedades de los cristianos,
pero ellos lo aceptaron sin quejarse. Debido a que sus verdaderas riquezas
estaban en los cielos, no se compungieron por su pérdida de bienes terrenales.

Esta había sido la gloriosa historia de los hebreos. Habían empezado bien,
depositando su confianza en Dios en lo que a su futuro se refería. Las cosas del
tiempo y de los sentidos serán pasajeras y ellos vivían a la luz de la eternidad. El
escritor les anima diciendo: «No perdáis, pues, vuestra confianza» (10:35).

Su necesidad inmediata era la paciencia y ellos corrían peligro de «cansarse


de hacer el bien». La palabra «paciencia» significa en realidad «permanecer bajo
el peso» o lo que podríamos describir como soportar. No intentemos, pues,
evadir nuestra responsabilidad, sino continuemos sirviendo fielmente al Señor y
cuando llegue el momento oportuno él nos libertará.

La esperanza del que se debate es la llegada del Señor: «Porque aún un


poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará» (10:37). Esta esperanza
aparece en el Antiguo Testamento (Hab. 2:3). Dios no demora Su venida sin
causa, así que, si la noche parece larga, sed de buen ánimo, porque el día se
encuentra cercano y El sigue ejerciendo un control soberano.
Éntre las tribulaciones hay una forma de vida: «Mas el justo vivirá por fe»
(10:38; Hab. 2:4). Durante largo tiempo los eruditos de la Biblia han discutido el
significado de la palabra hebrea traducida como «fe» en el pasaje de Habacuc y
algunos lo traducirían diciendo: «El justo vivirá por su fidelidad», pero tanto si
la traducimos de un modo o de otro el significado no es básicamente distinto. El
hombre fiel es el que hace suya la fidelidad de Dios, pero el que retrocede
(10:38) niega la fe y muestra una falta de fidelidad y lo único que se pide a los
mayordomos es que sean fieles (l.a Co. 4:2).

El autor de la epístola se identifica con sus lectores al hacer la siguiente


observación: «Pero nosotros no somos de los que retroceden para destrucción,
sino de los que tienen fe para preservación del alma» (10: 39). Los creyentes de
verdad sigue adelante con plena seguridad en la fe y las tribulaciones sirven para
dividir a los que sencillamente profesan una fe de los que han edificado sus vidas
sobre el fundamento firme de la realidad cristiana. No podemos negar que
muchas personas han hecho profesión de fe en Cristo, pero han acabado por
retroceder y Juan habla acerca de estas personas: «Salieron de nosotros, pero no
eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con
nosotros; pero salieron para que se manifestase que no todos son de nosotros»
(1.' Jn. 2:19).

D. LOS HEROES DE LA FE (11:1-40)

1. Características de la fe (11:1-3)

La fe es el principio que sirve de norma en la vida del cristiano, aunque esto


no es sencillamente un fac tor psicológico. Para algunas personas fe significa
creer que pueden realizar un trabajo mejor de lo que lo han hecho en el pasado o
creer que un ser amado se levantará de su lecho de dolor. Este «pensar positivo»
puede ser de gran valor, pero ése no es el significado de la fe. La verdadera fe
bíblica tiene como objetivo a Dios, de modo que creemos en Dios y confiamos
en Su Palabra. Esa Palabra no nos dice que tengamos motivo alguno para
creernos que nos convertiremos en la persona más rica de la Calle Mayor, sino
que nos dice todo lo contrario, que tendremos tribulaciones y que como
discípulos de Jesús tendremos nuestras propias cruces que llevar. Pero nos
asegura, al mismo tiempo, que nos dará Su gracia para poder soportar. La fe
encierra una mirada al pasado, pues declara que Dios ha hecho grandes cosas en
los días que fueron, pero la fe también mira al futuro por cuanto declara que
podemos confiar en El para las cosas venideras.

A pesar de que la Escritura no define la fe, sí se dicen una serie de cosas


acerca de ella. «La fe», leemos (11:1), «es la firme seguridad de las realidades
que se esperan, la prueba convincente de lo que no se ve». La palabra traducida,
en otras versiones, como «sustancia» era utilizada en el sentido de «título de
propiedad» en los tiempos apostólicos. La fe es la firme seguridad, la
convicción, de que Dios hará lo que ha prometido hacer, aunque, como es lógico,
sería presuntuoso el que insistiésemos en que El debe hacer lo que nosotros
queramos que haga. Muchos cristianos se sienten desilusionados en sus vidas
cristianas debido a que Dios no se amolda a lo que ellos desean, pero la fe acepta
tal cual lo que Dios ha dicho y no insiste en que sea El quien se someta a
nuestras ideas.

Muchos de los hebreos comenzaban a inquietarse porque no veían que Dios


resolviese sus más inmediatos problemas y para el cristiano es una tentación
razonar: «Dios no me ama» cuando se demora la respuesta a sus oraciones. «La
fe», sin embargo, «es la evidencia (lit., "la demostración") de las cosas que no se
ven, es la convicción de que Dios sabe lo que está haciendo, ¡incluso cuando
nosotros no lo sabemos!».

Si parece irracional ejercer una fe así la historia provee amplia justificación


para que lo hagamos: «Porque por ella alcanzaron buen testimonio los antiguos»
(11:2). Nosotros nos encontramos al final de una larga lista de hombres que
fueron fieles y cada uno de ellos llegó al convencimiento de que Dios merecía su
confianza. Estos hombres serían desconocidos para nosotros en la actualidad de
no haber sido precisamente por el hecho de que depositaron su fe en Dios.

El universo material solamente lo podemos comprender utilizando la fe


como base. ¿Cómo llegó a ser lo que es? Por la obra creadora de Dios. El dijo:
«Sea la luz; y fue la luz» (Gn. 1:3). La fe ve a Dios como fuente principal y
agente responsable de la creación; El fue quien dio el ser a lo que antes no
existía: «Lo que se ve fue hecho de cosas no visibles» (11:3). Puede que la fe no
comprenda todo el proceso por medio del cual el mundo obtuvo su forma actual,
pero sí ve a Dios tras la obra. La fe no sirve para que sepamos el tiempo que
empleó Dios para crear el mundo presente, pero descansa en Dios como Creador.
2. Ejemplos de fe (11:4-32)

Los héroes de la fe comienzan con un mártir. Fue «por fe» que «Abel ofreció
a Dios más excelente sacrificio que Caín» (11:4). El autor de Hebreos no hace
alusión a la diferencia que existía entre las ofrendas. Caín había traído de los
frutos de sus campos una ofrenda a Dios, pero Abel cogió «de los primogénitos
de sus ovejas» (Gn. 4:3-4). A los dos les preocupaba lo externo de la religión,
pero solamente uno de los dos fue aceptado. La ofrenda realizada «por fe» era
una ofrenda que había sido hecha de acuerdo con la voluntad revelada de Dios.
Caín cometió la equivocación de razonar que su ofrenda era «igualmente
buena», pensando que estaba haciendo lo mejor que podía, pero las costumbres
religiosas que no están de acuerdo con la voluntad revelada de Dios se basan en
la superstición, no en la fe.

Dios aceptó la ofrenda de Abel, pero ¡no evitó que su hermano le matase!
Los hombres que buscan su recompensa en este mundo se sienten con frecuencia
defraudados. A pesar de que fue un mártir, Abel no vivió en vano porque
«muerto, aún habla por ella» (11:4), con lo cual Abel nos enseña que la vida de
fe puede ser dura, pero lo que realmente importa es la sonrisa de Dios.

Un segundo héroe antediluviano es Enoc (11:5) y acerca de su vida no


sabemos más que una sola cosa: «agradó a Dios». Su biografía, que se encuentra
en Génesis 5:21-24, no ocupa más que unas pocas líneas. «Y caminó Enoc, pues,
con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios.» Esa fue una vida de fe y el que
realizase o no grandes cosas no tiene aquí importancia. Judas nos dice que fue un
profeta (Judas 14,15), a pesar de lo cual el autor de Hebreos no menciona este
hecho porque lo más importante que podemos decir acerca de Enoc es que
agradó a Dios.

Enoc salió de este mundo de una forma muy diferente a la de los otros seres
humanos: «Por la fe Enoc fue trasladado para no ver muerte» (11:5). Un día no
pudieron dar con este hombre de fe que había vivido para la eternidad en lugar
de hacerlo para su presente y Dios se lo llevó de una manera milagrosa, pero ese
mismo patrón no se aplica a todos los hombres que tienen fe porque Dios tiene
diversas maneras de tratar a Sus hijos, pero a pesar de ello vemos que cada uno
de ellos está bajo la protección de Dios.

Los elementos constituyentes de la fe son pocos, pero no tienen sustitutos. El


hombre de fe cree en la existencia de Dios (11:6), sepa poco o mucho acerca de
El. Después de que Jesús hubo curado a un hombre que había nacido ciego, el
hombre dio testimonio diciendo: «Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que yo era
ciego, y ahora veo» (Jn. 9:25). Es posible para nosotros tener muchas
concepciones falsas respecto a Dios y seguir siendo hombres de fe, pero es
preciso que creamos en El.

El Dios en quien creemos no es una «primera causa» abstracta, sino un Ser


personal y es «galardonador de los que le buscan» (11:6). Por lo tanto, la fe es un
elemento activo de la vida, que no solamente espera pasivamente a Dios, sino
que busca activamente conocer y hacer su voluntad. Dios, según Juan 4:23,
busca verdaderos adoradores que le adoren.

La fe de Noé le hizo actuar. Dios había pronunciado Su juicio en contra de


un mundo sumido en el pecado (Gn. 6:7) y le había dicho a Noé que construyese
un arca (Gn. 6:13-21). Se enfatiza la fe de Noé porque la advertencia tenía que
ver con «cosas que aún no se veían» (11:7). No había ni la más mínima
evidencia de que una tormenta estuviese a punto de desencadenarse y Noé no
tenía más que la palabra de Dios, pero a él le bastó y preparó un navío que habría
de convertirse en la liberación de Noé y de los suyos.

El mismo hecho de que Noé construyese el arca «condenó al mundo» (11:7).


Mientras el arca estaba siendo construida no hay duda de que sus vecinos le
preguntarían el propósito de la misma y él les diría que el juicio de Dios iba a
caer sobre la humanidad pecadora, con lo cual se expuso al ridículo, pero Noé
«fue hecho heredero de la justicia que es por la fe» (11:7).

Abraham, el padre de la nación israelita, brilla como uno de los más grandes
hombres de fe. Salió de Ur de los Caldeos, en respuesta al llamamiento de Dios,
teniendo que viajar durante un tiempo por Harán y luego «salió al lugar que
había de recibir como herencia» (11:8). Aunque Canaán era el lugar futuro del
patriarca éste no tenía un destino fijo allí, sino que «por la fe, habitó como
extranjero en la tierra prometida, como en tierra ajena» (11:9). La tierra le fue
prometida a su «semilla» o descendientes, pero Abraham mismo no era dueño ni
siquiera de un palmo de tierra y cuando murió Sara tuvo que comprar una
sepultura a un hitita, que era un colono local (Gn. 23:16).

Abraham, Isaac y Jacob vivían en tiendas de campaña (o «tabernáculos») y


se trasladaban de un lugar a otro con sus rebaños y ganado (11:9), siendo
campamentos temporales Siquem, Betel, Beerseba, Gerar y Hebrón, pero
Abraham no encontró nunca una morada permanente «porque esperaba la ciudad
que tiene fundamentos, cuyo artífice y constructor es Dios» (11: 10). Como
hombre de fe, la visión espiritual de Abraham le llevaba más allá de la tierra de
Canaán a la ciudad celestial, pues en la tierra no era más que un peregrino, pero
era un ciudadano de la ciudad de Dios.

Sara forma también parte de la lista de los fieles (Gn. 17:19; 18:11, 14).
Aunque ella se rió al pensar que pudiese tener un hijo en su ancianidad, sí creyó
en Dios (11: 11) y recibió fuerza de El para realizar lo imposible y se dice de
Sara que ella «creyó que era fiel quien lo había prometido» (11:11).

Debido a que Abraham y Sara, su mujer, se atrevieron a creer en Dios, se


convirtieron en los padres de hijos «una descendencia como las estrellas del
cielo en multitud, y como la arena innumerable que está a la orilla del mar» así
que, físicamente, Israel tiene el principio de su linaje en Abraham y,
espiritualmente, todos aquellos que «son de la fe» miran a Abraham como padre.
¡La fidelidad de un solo hombre produjo una rica cosecha!

Abraham y los patriarcas «conforme a la fe murieron todos éstos sin haber


recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos» (11:13). Dios le había dicho a
Abraham: «Haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu
nombre... y serán benditas en ti todas las familias de la tierra» (Gn. 12:1-3). Esa
era una promesa que no habría de cumplirse hasta siglos después de la muerte de
los patriarcas, pero a pesar de ello los patriarcas no se quejaron, sino que se
gozaron al meditar en el futuro. Ellos «confesaron que eran extranjeros y
peregrinos sobre la tierra» cp. Gn. 23:4).

El hombre cuyo único interés es la prosperidad de este mundo se sentirá


frustrado si no la alcanza, pero aquel que está satisfecho con ser un peregrino
debe buscar una patria superior (11: 14). Abraham había conocido algo sobre la
elevada cultura de la ciudad sumeria de Ur, porque durante siglos Ur había sido
centro de comercio y de actividades culturales y presumía de sus escuelas y
templos. Los escribas copiaban epístolas y documentos públicos y los artesanos
hacían preciosas joyas. La arqueología actual nos ha ayudado a apreciar el
significado de la vida en Ur durante los siglos antes de Abraham. Pero a pesar de
ello Abraham decidió abandonarlo todo. ¿Sintió alguna vez deseos de regresar?
El escritor de Hebreos dice acerca de los patriarcas: «Pues si hubiesen estado
recordándose de aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver»
(11:15). Ellos escogieron abandonar los grandes centros urbanos de sus tiempos
y mantenerse alejados. El motivo es que tenían algo que era mejor: «Pero aspiran
a una mejor, esto es, celestial» (11:16).

Esta actitud de fe por parte de los patriarcas evocó una respuesta por parte de
Dios. El «no se avergüenza de llamarse Dios de ellos» (11:16) y esto se convirtió
de hecho en un medio de identificación. Dios se llamó a sí mismo: «el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob» (cp. Ex. 3:6). El también está preparando una
ciudad, mayor que la Jerusalén terrenal, para aquellos que están espiritualmente
preparados para heredarla. Dice el salmista: «Hay un río cuyas corrientes alegran
la ciudad de Dios, el santuario de las moradas del Altísimo» (Sal. 46:4). Esta es
la ciudad «con fundacio nes» a la que aspiraban los patriarcas, es la patria
celestial que tan ardientemente deseaban.

La mayor prueba por la que tuvo que pasar Abraham en su vida fue cuando
Dios le pidió que entregase a su hijo amado Isaac como sacrificio. El le dijo a
Abraham: «Porque en Isaac te será llamada descendencia» (Gn. 21:12), de modo
que todas las promesas dependían de Isaac, que se esperaba que alcanzase la
madurez y la pasase a sus hijos. Pero si Isaac moría resultaría que las promesas
hechas por Dios no tendrían significado alguno, a pesar de lo cual le fue dicho a
Abraham que ofreciese a Isaac. El anciano patriarca estaba dispuesto a hacerlo
(Gn. 22:3), «considerando que Dios es poderoso para levantar aún de entre los
muertos» (11:9), aunque durante los tiempos de los patriarcas ése hubiese sido
un milagro sin precedentes. Pero Abraham tuvo fe y confió en que Dios
cumpliría Su palabra en cualquier circunstancia. Dios intervino y dio
instrucciones a Abraham para que ofreciese un carnero que se encontraba trabajo
en un zarzal cercano, en lugar de ofrecer a su hijo Isaac. El muchacho fue
liberado, arrancado, por así decirlo, de las garras de la muerte por mandato de
Dios.

La fe de los patriarcas fue evidente con frecuencia cuando les llegó la hora
de la muerte porque entonces, con una visión profética, pudieron ver más allá en
el tiempo el cumplimiento del propósito de Dios. «Por la fe bendijo Isaac a
Jacob y a Esaú respecto a cosas venideras» (11:20; Gn. 27:27-40). Estas
bendiciones fueron diferentes a las que se anticiparon, pues Isaac había esperado
impartir la bendición del primogénito sobre Esaú, a pesar de que con
anterioridad Jacob la había intentado conseguir de él como príncipe de «un
«plato de guiso rojo». Con el consentimiento de Rebeca Jacob fue a su padre
Isaac, disfrazado como si hubiese sido Esaú, para asegurarse la bendición de su
padre. Se acercó a su padre, que estaba ciego, y le pidió alguna bendición. Isaac
se sintió dolorido por lo que había sucedido, pero la aceptó como la voluntad de
Dios y una bendición menor fue concedida a Esaú, que se convirtió en padre de
los edomitas, pero Jacob se convirtió en el antepasado de los israelitas, a través
de los cuales continuó la promesa divina hasta encontrar su cumplimiento en la
persona de Jesucristo, nuestro Señor. Isaac, por fe, pudo contemplar el paso del
tiempo y pudo así bendecir a sus hijos.

También Jacob, a la 'hora de su muerte, bendijo a sus hijos (Gn. 49:2-27) y


los hijos de José recibieron una bendición especial. Cada uno de los otros hijos
de Jacob se convirtieron en padres de tribus en Israel, pero José fue el padre de
dos tribus, una de las cuales recibió el nombre de su hijo Efraín y la otra el de su
hijo Manasés (Gn. 48:5). También en este caso el hijo mayor tuvo que ocupar el
segundo lugar y Efraín, el más joven, recibió mayor honra que su hermano. Por
fe Jacob pudo ver la historia futura de las tribus.

José habló, bajo circunstancias similares, cuando le llegó la hora de la


muerte, acerca del éxodo que tendría lugar en breve. Esta profecía fue
pronunciada en unos momentos cuando los israelitas se encontraban viviendo
tranquilamente en Gosén, mucho tiempo antes de la opresión, a pesar de lo cual
José insistió en que los israelitas no le enterrasen en Egipto: «E hizo jurar José a
los hijos de Israel, diciendo: Dios ciertamente os visitará, y haréis llevar de aquí
mis huesos» (Gn. 50:25), así que posteriormente fue embalsamado y le pusieron
en un ataúd en Egipto, en espera del éxodo.

Los padres de Moisés pusieron su fe por obra (11: 23) desafiando el mandato
del rey y escondiendo a su hijito. El faraón se había propuesto debilitar a los
israelitas causando la muerte de sus varones de pequeños y mandó a los padres
que tirasen a sus hijos al río Nilo, pero los padres de Moisés le tuvieron en su
casa todo el tiempo que fue posible y luego le pusieron en una arquilla de juncos
en el Nilo y allí fue encon trado por la hija del faraón que le adoptó y pagó a la
madre del niño para que fuese su nodriza.

El propio Moisés, cuando fue adulto, fue un excelente ejemplo de la vida de


fe. Como hijo de la hija del faraón había sido tratado como un príncipe egipcio.
Mientras que sus conciudadanos israelitas sufrían, él asistía a la escuela en
Egipto. Moisés pudo muy bien haber llegado a ocupar un alto puesto en la
familia que le había adoptado y hasfa es posible que hubiese llegado a ocupar el
trono de Egipto, pero en lugar de eso él «rehusó llamarse hijo de la hija de
Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los
deleites temporales del pecado» (11: 24-25).

La fe de Moisés quedó expresada en su elección franca. ¿Debió él seguir el


curso normal de los sucesos, olvidando su pasado como israelita, y vivir como
miembro de la realeza egipcia? La alternativa era convertirse en un despreciado
esclavo hebreo y Moisés escogió esta alternativa por fe. Los placeres de Egipto
habrían de ser de corta duración y a pesar de que el relacionarse con el pueblo de
Dios le pusiese en toda suerte de dificultades había que tener en cuenta el futuro.

Tenía que escoger entre «el vituperio de Cristo» y «los tesoros de los
egipcios», pero el fiel Moisés escogió a Cristo (11:26). El tuvo en consideración
las recompensas de la fidelidad a Dios y despreció las satisfacciones
momentarias que le hubiesen producido la fama y su posición. De haber
escogido de otro modo muy bien pudiese haber llegado a convertirse en faraón y
actualmente su momia podría encontrarse en algún museo. Pero debido a que
prefirió asociarse con el pueblo de Dios, se convirtió en el que dio la ley a Israel
y el que dirigió el éxodo y su nombre es honrado entre los grandes hombres de
fe. Aunque murió en los montes de Moab apareció con Jesús sobre el monte de
la Transfiguración.

Fue por fe que Moisés «abandonó Egipto» (11:27) después de una serie de
diez plagas en aquella tierra. El faraón se negó a aprender que se estaba
enfrentando con el Dios de Israel, que a pesar de ser una nación débil y
esclavizada pudo salir, gracias a Moisés, de la tierra de su esclavitud. Entonces la
ira del rey se soliviantó y los israelitas que huían fueron perseguidos por los
soldados del faraón, que fueron destruíos en el mar Rojo. Por fe Moisés
acometió una tarea imposible, pero Dios estaba con él. Israel fue alimentado con
maná, que caía del cielo, y bebió agua de la roca. La ropa que llevaban los
israelitas en el desierto no se desgastó durante toda una generación y esas cosas
que eran imposibles para los hombres fueron posibles para Dios.

La fe de Moisés se basó en un principio espiritual: «Porque se mantuvo


firme, como viendo al Invisible» (11:27). Esto es, como es lógico, una paradoja.
¿Cómo es posible que una persona vea lo que es invisible? La respuesta es:
«Mediante el ojo de la fe.» Pedro se dirigió a los santos que sufrían,
recordándoles la venida del Señor Jesús con las siguientes palabras: «A quien
améis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis
con gozo inefable y glorioso» (l.° P. 1:8). El creyente no insiste en ver a Dios,
sino que camina «por fe» y al hacerlo conoce al Señor de una manera personal.
Esto es lo que significa conocer el amor de Cristo, que sobrepasa a todo
entendimiento (Ef. 3:19) y ver al Dios invisible.

La décima plaga que cayó sobre la tierra de Egipto produjo la muerte de los
primogénitos, tanto entre los hombres como entre los animales (Ex. 11:5), sin
embargo, Israel recibió instrucciones de celebrar la Pascua (11:28; cp. Ex. 12:1-
28). En todos los hogares tenían que matar un cordero y aplicar la sangre a «los
dos postes y el dintel de las casas» (Ex. 12:7). El cordero se lo iban a comer los
miembros de la casa y sus invitados y la sangre aplicada a la casa era una
garantía de protección: «Y la sangre os será por señal en las casas donde
vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de largo en cuanto a vosotros, y no
habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto» (Ex.
12:13). Moisés cumplió, con fe, la Pascua y trajo de esa manera al mismo tiempo
protección y liberación a su pueblo.

Cuando los israelitas llegaron al mar Rojo temieron encontrarse atrapados


(Ex. 14:10), pues tenían a los egipcios a sus espaldas y el mar ante ellos. Dios le
instruyó a Moisés que levantase su vara (Ex. 14:16), haciendo que las aguas del
mar se dividiesen y al hacerlo así «los hijos de Israel entraron por en medio del
mar, en seco» (Ex. 14:22) y cuando el enemigo intentó seguirles «los egipcios al
huir se encontraban con el mar; y Jehová derribó a los egipcios en medio del
mar» (Ex. 14:27). Moisés había estado dispuesto a confiar en Dios en cuanto a
su propia vida, rechazando las ventajas del palacio egipcio y también confió en
Dios como dirigente del éxodo de Israel. Los momentos oscuros se vieron
alumbrados por la presencia de Dios. La fe de Moisés fue, sin embargo, una fe
activa porque no solamente meditó en la palabra de Dios, sino que actuó
conforme a ella.

Hubo actos de fe que también marcaron la entrada de Israel en Canaán


(11:30). La clave de la tierra era la ciudad fortificada de Jericó, situada en el
valle del Jordán. En obediencia al mandato de Dios, los israelitas marcharon
alrededor de la ciudad una vez al día durante seis días y siete veces el séptimo
día (Jos. 6). Entonces los sacerdotes tocaron sus trompetas, el pueblo clamó a
gran voz y «el muro cayó a plomo» (Jos. 6:20) y, por haber obedecido a Dios,
Israel pudo ocupar su primera fortaleza en Canaán.

Dentro de la ciudad de Jericó había una mujer cananea que mostró fe en el


Dios de Israel (11:31). Cuando los espías llegaron por primera vez a la ciudad,
antes de que Israel cruzase el Jordán, ella les dijo: «Sé que Jehová os ha dado
esta tierra» (Jos. 2:9). Ella había oído hablar acerca de las victorias de los
ejércitos de Josué, al este del Jordán, y ella creyó en el poder del Dios de Israel y
por medio de esa fe escondió a los espías, arriesgando su propia vida. Cuando la
ciudad cayó bajo el poder de Josué, Rahab y su familia fueron los únicos
habitantes que se salvaron.

Hubo otros héroes de la fe que también vivieron durante los tiempos de los
jueces (11:32). Gedeón y sus trescientos hombres hicieron que huyesen los
madianitas (Jue. 7:7). Barac, acompañado por Débora, derrotó a los cananeos
junto al arroyo de Cisón (Jue. 4-5). Sansón, que no fue precisamente un buen
ejemplo, pidió a Dios la fortaleza para lograr la derrota del opresor filisteo: «Y
dijo Sansón: muera yo con los filisteos. Entonces se inclinó con toda su fuerza, y
cayó la casa sobre los principales, y sobre todo el pueblo que estaba en ella. Y
los que mató al morir fueron muchos más que los que había matado durante su
vida» (Jue. 16:30).

Jefté fue otro juez cuya vida se echó a perder por causa de las influencias
paganas. Era hijo ilegítimo y se vio obligado a abandonar la casa de su padre,
teniendo que vivir entre el detritu de la sociedad (Jue. 11: 1-3). Pero cuando
Israel se vio amenazada por los amonitas los ancianos de Galaad mandaron
llamar a Jefté y le ofrecieron convertirle en jefe de la tribu si estaba dispuesto a
conducir a los ejércitos en contra del enemigo. Aunque Jefté hizo mal en ofrecer
holocausto al primero que saliese a su encuentro al regresar de la derrota de los
amonitas (Jue. 11: 30-31), logró derrotar al enemigo porque tuvo fe en el Señor
(Jue. 11:32-33).

Más adelante siguió la sucesión de hombres fieles, durante el tiempo de la


monarquía. David, que había sido culpable de cometer un grave pecado, fue, a
pesar de ello, un hombre de fe y pudo, bajo la dirección de Dios, hacer de Israel
una nación poderosa. David su frió por causa de su pecado y sirve para
recordarnos que hasta los hombres de fe pueden estar sujetos a la tentación. La
lista de los fieles incluye a Samuel, que ungió a los dos primeros reyes de Israel,
y a los «profetas» (11:32), aquellos hombres dignos que fueron los voceros de
Dios en un tiempo cuando las gentes acostumbraban a olvidar los derechos que
el Hacedor tenía sobre sus vidas.

3. Triunfos de la fe (11:33-40)

Los logros de la fe son muchos y muy variados. Hubo reinos que se


levantaron en contra del pueblo de Dios y que fueron sojuzgados. Josué y los
jueces habían conseguido ocupar la tierra de Canaán a pesar de las tremendas
dificultades, pero Dios les había concedido la victoria. Senaquerib, el asirio, sitió
a Jerusalén, pero Dios salvó a la ciudad. Los hombres de fe «obraron con
justicia», defendiendo la verdad del Señor en unos tiempos de degeneración
espiritual. Elías se puso de parte del Dios de Israel, en contra de Acab y de
Jezabel y el programa pecaminoso de éstos que consistía en adorar a Baal y Dios
le concedió la victoria. Los hombres de fe «obtuvieron promesas» viendo el
cumplimiento de la palabra de Dios. Daniel estudió las profecías de Jeremías y
las vio cumplidas cuando Ciro publicó un decreto que permitía el regreso de los
israelitas a Jerusalén.

Daniel, que fue un hombre de fe, «tapó la boca de los leones» (11:33) y sus
compañeros Sadrac, Mesac y Abed-negó fueron libertados de «los fuegos
impetuosos» (11:34). Un ejército de hombres dignos, incluyendo a David y a
Elías «escaparon del filo de la espada» (11:34): Los siervos del Dios del Antiguo
Testamento recibían de vez en cuando el llamamiento para ser «fuertes en la
batalla».

Los «ejércitos extranjeros» (11:34) se han enfrentado con frecuencia en


contra del pueblo de Dios, pero el hombre de fe no se deja dominar por el
pánico. Algunos estudiosos piensan que las palabras que aquí se utilizan se
refieren, de modo especial, a las victorias de los macabeos sobre las fuerzas
sirias de Antíoco Epífanes.

La Biblia habla acerca de mujeres que «recibieron sus muertos por medio de
la resurreción» (11:35). Elías volvió a la vida al hijo de la viuda de Sarepta
17:17) y Eliseo devolvió la vida al hijo de la sunamita (2° R. 4:32-37). Algunos
del pueblo de Dios, sin embargo, «fueron torturados, no aceptando el rescate, a
fin de obtener una mejor resurrección» (11:35). Estos fueron los mártires a los
que se les ofreció la libertad si negaban su fe, pero ellos escogieron morir,
honrando a Dios. No todos, sin embargo, tuvieron que morir pues algunos
vivieron entre «vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles» (11:36).
Esto fue cierto de Jeremías, que fue puesto en el cepo en Pasur (Jer. 20:2).

La muerte por lapidación (11:37) fue la suerte que corrió Nabot, que deseó
guardar la herencia que había recibido de sus padres y Jezabel tomó eso como
una ofensa La tradición sugiere que Isaías fue «aserrado» durante el gobierno
idólatra de Manasés. Cientos de los profetas del Señor fueron «muertos por la
espada» por orden de la malvada Jezabel (1.0 R. 19:10).

A muchos de los santos les faltaban las necesidades más básicas de la vida:
«Anduvieron de acá para allá cubiertos con pieles de ovejas y de cabras,
menesterosos, atribulados, maltratados» (11:37). A personas como Elías al huir
de Acab y David, cuando tuvo que refugiarse para que no le alcanzase Saúl, que
se había propuesto matarle. Estos hombres dejaron atrás, voluntariamente, todas
las comodidades de la vida porque tenían en profundo aprecio las realidades
espirituales. Podrían haber llevado vidas «normales», pero se negaron a transigir
con la maldad. Hay un sentido de justicia en quitar a estas personas del mundo
porque lo cierto es que «el mundo no era digno» de ellas. El mundo sigue
adelante con su propia escala de valores, pero estos hombres vivían para cosas
mejores y más duraderas. Los desiertos, las montañas, los fosos y las cuevas de
la tierra (11:38) no son una verdadera carga para el hombre de fe porque su vida
se centra sobre las realidades espirituales y las cosas pertenecientes al tiempo y a
los sentidos son secundarias.

Aquellos que nos precedieron, tanto si fueron mártires como personas fieles
que vivieron ya sus vidas, tuvieron algo en común. Aunque ellas «alcanzaron
buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido» (11:39). Estos
hombres murieron sin haber obtenido personalmente lo que se les había
prometido y, al igual que Moisés, contemplaron la tierra prometida desde lo
lejos.

No era el propósito de Dios llevar a cabo la consumación «aparte de


nosotros» (11:40). Los santos del Antiguo Testamento esperaron en fe el día de
la venida del Mesías y Su reino. Hasta que llegase ese día, no podrían obtener su
recompensa total. El Nuevo Pacto es «mejor» que el Antiguo porque la puerta ha
quedado abierta tanto para el judío como para el gentil. Cuando aparezca Jesús
se cumplirá la esperanza de los santos del Antiguo, pero también del Nuevo
Testamento. Los sufrimientos y las privaciones habrán dejado paso a la gloria y
la perfección la alcanzaremos cuando veamos a Aquel de quien habla tanto el
Antiguo como el Nuevo Testamento, al Salvador del pecado, que reinará como
Rey de reyes y Señor de señores.

E. PARTICIPANDO EN LA CARRERA (12:1-3)

El cristiano fiel no está solo. Aunque se sienta destituido, le ha sido


asegurada la continua presencia del mismo Dios, que ha prometido no dejar ni
abandonar nunca a los suyos. El cristiano sabe, sin embargo, que forma parte de
un ejército de siervos fieles de Dios, muchos de los cuales vivieron en el pasado.
Hombres como Lutero, Calvino, Knox, Wesley, Moody y otros muchos fueron
fieles a la confianza sagrada que les había sido encomendada durante su
generación. Nosotros, empero, vamos más atrás todavía, a aquellos hombres
fieles del capítulo 11 de Hebreos. Estos, cuyas vidas conocemos gracias a la
Biblia, eran hombres que también estaban sometidos a pasiones similares a las
nuestras (Stg. 5:17). Nosotros somos uno con ellos, como lo somos con los
santos de todos los tiempos.

Como incentivo a la fidelidad, el autor de Hebreos nos recuerda que tenemos


«en derredor nuestro» a una gran nube de testigos (12:1). La descripción es
gráfica. Nosotros nos encontramos en el ruido y la carrera ha comenzado. Los
testigos nos están mirando. Delitzsch dice:

Habiendo sido con anterioridad testigos de Dios ahora son testigos


nuestros, que somos sus hermanos, pero ambas nociones están
íntimamente relacionadas. Nuestra vida aquí abajo es una competición,
teniendo como teatro al universo y los asientos de los espectadores están
alineados en los cielos.

Debiéramos darnos cuenta de que no hay ninguna afirmación explícita, aquí


ni en ningún otro lugar de las Escrituras, de que los santos que se han ido a la
gloria sepan lo que está pasando en este mundo. Los argumentos en pro y en
contra todos ellos dejan un profundo silencio porque a Dios no le ha parecido
apropiado revelar ese detalle respecto a Sus hijos, que están ya en Su presencia.
Se nos dice, sin embargo, que están con el Señor y que nos rodean como
espectadores en un redondel, y su ejemplo de fidelidad durante sus respectivas
generaciones debería de ser un incentivo para que nosotros seamos fieles en la
nuestra.

La visión de los que corren por la pista continúa y se compara la vida


cristiana a esa carrera en la que tenemos que participar y, como es natural, es
solamente el cristiano el que corre. El don de la vida es un requisito
indispensable para poder tomar parte en dicha carrera. A pesar de lo cual no
todos utilizan ese don de la vida de la mejor manera posible y hay recompensas a
la fidelidad que podremos perdernos.

La preparación para la carrera es de suma importancia. Debemos dejar a un


lado «todo peso» El ejemplo resulta intencionadamente ridículo porque ¿qué
corredor pensaría en echarse un peso encima? Todo lo que es superfluo debe
dejarse a un lado para poder ganar y lo mismo sucede con el cristiano. Algunas
veces preguntamos: «¿Es tal o cual cosa un pecado?» Puede que en algunos
casos las opiniones varíen, pues sabemos que algunas cosas son ciertamente
malas, pero hay otras de las que podemos dudar. Sin embargo, el cristiano debe
hacerse una pregunta más: «¿Son pesos?» Si nos van o obligar a ir más despacio
en la carrera, entonces no queda más remedio que echarlas a un lado.

Hay, además, pecados importunos que debemos desechar porque el cristiano


no está nunca fuera del alcance de la tentación. El maligno es muy astuto. Puede
ser que un hombre determinado se deje atrapar por la lujuria de la carne y para
otro el pecado que parece perseguirle será el orgullo. Los celos, la envidia y la
avaricia tienden su lazo a algunas personas que no se dejarían arrastrar por las
borracheras ni la glotonería. La falta de fe puede que sea el pecado en el que
todos caigamos, pero se nos pide que, por medio de la gracia de Dios, lo
echemos a un lado. Es verdad que solos no podemos obtener la victoria, pero
nuestro Señor nos ha dado un mandamiento, según el cual debemos de
deshacernos de todo lo que nos entorpezca. Jesús dijo con palabras muy claras:
«Y si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo y échalo de ti... y si tu mano
derecha te es ocasión de caer, córtala y échala de ti» (Mt. 5:29-30). Jesús no está
dando a entender que el mal exista en los objetos ni que el arrancar los órganos
físicos nos convierta en personas más santas, sino que nos estaba enseñando, de
forma bastante enfática, que para nosotros nada debiera de sernos tan querido y
de tal alto valor que nos aferrásemos a ello si fues una ofensa. Si es que hemos
de tomar parte en la carrera es necesario que dejemos a un lado los pecados y
todo lo que sea un peso.
Hemos de participar en la carrera «con paciencia» No es preciso quitarle
importancia al duro trabajo ni al esfuerzo, pero sí es necesario enfatizar la
paciencia. Los hebreos, a quienes iba dirigida la epístola, habían sufrido y
comenzaban a impacientarse. «¿Por qué no hace Dios algo?» es una pregunta
que no siempre podemos contestarnos, pero es suficiente saber que El conoce el
principio y el fin, que El tiene todo el poder y que es el Dios de toda la gracia.
Nosotros hemos depositado nuestra confianza en un Creador y Redentor que es
fiel.

Durante la carrera es necesario que fijemos nuestra atención sobre la meta:


«Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe» (12:2) y no cabe
duda de que si nos dedicamos a mirar a los demás corredores nosotros mismos
correremos más despacio. Lo que los demás hagan no es, como es natural, de
nuestra incumbencia, a menos que nos esforcemos por animarles en su
testimonio cristiano. Las demás personas no tienen por qué ser ni una guía ni una
norma porque solamente nuestro Salvador lo es, ya que es el autor de nuestra fe.
Nuestra vida misma procede de El y también El es quien la acabará. Pablo podía
dar testimonio diciendo: «Porque yo sé a quien he creído, y estoy seguro de que
es poderoso para guardar mi depósito para aquel día» (2.a Ti. 1:12).

Tenemos una visión más profunda sobre los sufrimientos del Hijo de Dios en
las palabras: «El cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospre
ciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios» (12:2). ¿Por qué
soportó Jesús las agonías del Calvario? ¿Por qué estuvo dispuesto a que el Padre
le abandonase? La respuesta es majestuosa en su simplicidad. Su propósito era
uno de amor. El gozo de redimir a Su pueblo hizo que estuviese dispuesto a
soportar la cruz y nosotros no podemos quitar la tremenda importancia del
Calvario porque fue allí donde Jesús pagó el precio del rescate por Su pueblo.
Cristo no pasó por el valle de la muerte con rencor, pues ningún hombre le quitó
la vida, sino que. la dio de manera voluntaria, incluso con gozo, ¡a fin de poder
redimirnos a nosotros! Esta gracia es tan tremenda que nos deja sin palabras.

F. LOS SUFRIMIENTOS COMO DISCIPLINA (12:4-11)

Hebreos hace una aplicación práctica de esta gran verdad ante una
generación que ha llegado a la indiferencia. Cristo tuvo que enfrentarse con las
burlas de los hombres pecadores (12:3). Cuando tú te sientas tentado a titubear,
¡acuérdate de El! Fueron los mismos pecadores los que pidieron Su vida y como
resultado de su falta de santidad y de sus demandas, Poncio Pilato le entregó
para ser crucificado. Los lectores de la Epístola a los Hebreos todavía no habían
«resistido hasta derramar sangre» (12:4), aunque un día pudiesen llegar a
convertirse en mártires. ¿Estaban ellos dispuestos a pagar el precio del
discipulado? La vida cristiana es como una batalla, «luchando en contra del
pecado» y en todas las batallas hay víctimas.

Se acusa, además, a los hebreos de ser olvidadizos. Dios había dicho: «Hijo
mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres
reprendido por El» (12:5; Pr. 3:11-12). Esta es una palabra que va dirigida a los
hijos y que se ha pronunciado en un ambiente de amor. El castigo es en realidad
la marca del hijo (12:7). Un padre no castiga a los extraños, sino que son sus
propios hijos los que se han de someter a los castigos y la disciplina de la casa.
Por lo tanto, si Dios no nos castigase, pensaríamos que el Padre no nos
consideraba como de Su familia (12:8).

Los padres terrenales son, como es lógico, falibles y puede que les falte el
juicio debido en la disciplina que quieren imponer, pero con todo y con eso
reconocemos la responsabilidad que tienen como padres y les honramos por
atender a la disciplina de sus hijos. Dios es, sin embargo, el Padre de los
espíritus, el Creador de todas las cosas. ¡Cuánto más no debiéramos nosotros
honrar y reverenciarle a El por Su gobierno divino! (12:9).

Los padres humanos corrigen a sus hijos para que puedan ser honorables y
miembros productivos en el hogar. A veces podemos llevarnos la impresión de
que al hacerlo hay un tanto de egoísmo, a pesar de que se esté ayudando al niño
a ocupar el lugar que le corresponde en la familia. La corrección de Dios es
siempre «para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad»
(12: 10). Dios tiene pleno derecho a pedir a Sus hijos que le sirvan, pero no hay
en Su disciplina el más mínimo egoísmo, puesto que lo que El desea es nuestro
bien y los sufrimientos fortalecen el carácter.

Estos comentarios podrán parecer un tanto piadosos, por lo menos para la


persona que esté sufriendo y podrá insistir en que las penas por las que está
pasando son «causa de tristeza» (12: 11). La respuesta reconoce ese hecho. La
naturaleza de la corrección es que el castigo resulte desagradable y los hijos de
Dios a veces tienen que pasar por experiencias terriblemente dolorosas. El no ha
prometido salvar a Sus hijos del fuego ardiente, pero sí ha prometido estar junto
a ellos en su hora de necesidad. Es difícil soportar la corrección, pero Dios nos
concederá la gracia para soportar. El cristiano puede aceptarlo con gratitud por
los resultados: «Pero después da fruto apacible de justicia a los que han sido
ejercitados por medio de ella» (12:11). El creyente sabe que Dios sabe lo que
Dios está haciendo.

G. OBLIGACIONES PARA CON LOS HERMANOS (12:12-17)

Aquellos creyentes que se sienten desanimados deben dejarse alentar para


mantenerse firmes. Citando Isaías 35:3 y Proverbios 4:26 el autor dijo: «Por lo
cual, levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced sendas
derechas para vuestros pies, para que lo cojo no se desvíe, sino que sea sanado»
(12:12-13). Esta es una escena un tanto desalentadora. El pueblo se siente
desalentado por una serie de adversidades y se les anima a que renueven su vida
y sus actividades. Dios no los ha olvidado y los débiles pueden ser fuertes. ¡Que
los cojos anden otra vez y participen en la batalla!

Otra exhortación de la que los hebreos tenían necesidad era en cuanto a las
relaciones humanas: «Seguid la paz con todos» (12:4). El desaliento da pie a la
falta de armonía. Un cristiano sospechaba de otro, y cada uno de ellos sentía que
su carga era extraordinariamente pesada. Un verdadero despertar espiritual
siempre trae como resultado el que las relaciones tirantes se rectifiquen y que los
creyentes se estimen a otros como compañeros del mismo Cuerpo de Cristo.

La paz y la santidad aparecen juntas (12:14) y una relación correcta con los
demás creyentes debiera acompañar a la debida relación con Dios. De hecho
estas ideas están íntimamente relacionadas: «Y nosotros tenemos este
mandamiento de parte de él: el que ama a Dios, ame también a su hermano» (1.8
Jn. 4:21). Cuando el hombre llega a conocer a Cristo, se convierte en una nueva
criatura y en un miembro de la casa de la fe. Se convierte en un «santo», uno
separado para Cristo, aunque no siempre se comporte como tal. Esta santidad,
concedida al creyente, le marca como persona diferente al hombre mundano.
Como es lógico, el creyente tiene la capacidad para crecer en la gracia de Dios y
llegar a ser cada día más parecido a Cristo. Aparte, sin embargo, de la inicial
naturaleza santa, la marca del cristiano es tan sólo como un profesor y no «verá
al Señor» (12:14).
Se pide a cada uno de los creyentes que ejercite su preocupación espiritual
en lo que a sus compañeros en la fe se refiere (12:15). ¿Hay una falta de la
manifestación de la gracia de Dios en las vidas de los creyentes? ¿Hay evidencia
de un espíritu de amargura en la iglesia? (cp. Dt. 29:18) y esa amargura, sin
control, se convertirá en apostasía.

Podemos citar un ejemplo, sacado del Antiguo Testamento. Esaú fue el


primogénito de Isaac y pudo muy bien haberse convertido en el principal
heredero de su padre, pero fue, sin embargo, un «fornicario» (12:16). Esta
expresión es probablemente una alusión al hecho de que se casó con mujeres
«hititas» ante el dolor de sus padres. Esto fue una muestra de su falta de
discernimiento espiritual, porque su padre y su abuelo habían recibido el
llamamiento para abandonar el paganismo y a vivir fielmente, como testigos del
Dios de Israel. Se describe. además, a Esaú como un hombre aunque dicho
término no tiene referencia a su forma de hablar, sino a la naturaleza seglar de su
vida, ya que vivió para las cosas de este mundo. No podemos excusar a Jacob
por haberse aprovechado injustamente de Esaú, pero nos damos cuenta de que
Esaú, que estaba hambriento, se convenció a sí mismo que su primogenitura de
nada le serviría si moría de hambre. El no pudo confiar en Dios para que supliese
todas sus necesidades. Así que, «por una sola comida vendió su primogenitura»
(12:16).

No hay dato alguno que nos indique que en la vida de Esaú hubiese ningún
gran pecado. Era un hombre moral, pero totalmente seglar. Isaac había deseado
im partir su bendición a Esaú, pero Rebeca se alió con Jacob para engañar a su
padre, que se estaba quedando ciego. Una vez que Jacob hubo obtenido su
bendición, se presentó Esaú ante su padre, buscando la bendición, pero ya había
sido otorgada: Esaú reconoció el valor de la primogenitura cuando ya era
demasiado tarde y sus lágrimas no lograron devolvérsela (12:17).

H. LOS DOS PACTOS (12:18-29)

El creyente de nuestros días puede acercarse a Dios por medio de Jesucristo.


El Antiguo Testamento, sin embargo, nos presenta a un Dios que era santo y
remoto para Su pueblo. Las experiencias del monte Sinaí ilustran este hecho de
modo gráfico, pues Sinaí era «el monte que se podía palpar» (12:18), es decir, un
monte material. La entrega de la Ley sobre él fue acompañada por
manifestaciones naturales de un poder tremendo como el fuego volcánico, las
tinieblas, la oscuridad y una tempestad (y hasta es posible que un torbellino) (Ex.
20:18-20). Dios estaba mostrando Su poder soberano y Su infinita santidad a un
pueblo que tenía que aprender que necesitaba Su gracia salvífica. Esta fue una de
las «muchas maneras» que Dios utilizó para hablar en el Antiguo Testamento

Israel oyó en el Sinaí el sonido de la trompeta seguido por una voz que
proclamaba la Ley de Dios (12: 19). El pueblo, condenado, pidió que cesase la
voz y ni una bestia podía aproximarse al monte (12:20) y el mismo Moisés dijo:
«Estoy espantado y temblando» (12:21). El estruendo del Sinaí proclamó la
santidad de Dios y el pecado de Su pueblo, de manera que nadie podía
permanecer en la presencia del Todopoderoso (cp. Dt. 9:19).

El cristiano puede comparar la Sión del Nuevo Testamento con el Sinaís del
Antiguo. Sión fue un nombre que se aplicó a Jerusalén, la ciudad santa. En ella
fue edificado el Templo y Jesús fue crucificado. Desde una colina, al este de la
ciudad, ascendió a los cielos. La «ciudad celestial de Dios» no era más que un
reflejo de la Jerusalén celestial (12:22), la morada de los ángeles y los santos de
todos los tiempos (12:23).

El cristiano se aproxima a Dios «el Juez de todos» (12:23) y Jesús «el


Mediador del nuevo pacto». La sangre redentora de Jesús la podemos contrastar
con la sangre que derramó Abel, el primer mártir. La sangre de Abel clamó,
pidiendo ser vengada, y fue testigo de la culpabilidad del hombre, mientras que
la sangre de Jesús es una expresión de perdón, que da testimonio del amor que
Dios siente por los hombres culpables. Abel, y todos los mártires, deben recibir
honra por su testimonio de la verdad y Jesús debe ser adorado como el Redentor
divino.

Aunque es posible establecer una comparación entre Sinaí y Sión, ambas nos
hablan del mismo Dios, cuyo carácter es inmutable. Aquellos que se negaron a
escuchar Su palabra en el Sinaí se encontraron con un juicio terrible (12:25).
Cuando el Hijo habla una palabra de gracia desde el cielo también El tiene
derecho a que le escuchen y el rechazarle es buscarnos muy graves problemas.

Cuando Dios se manifestó a Moisés y a los israelitas «todo el monte es


estremecía en gran manera» (Ex. 19:18). El profeta Hageo nos ofrece la escena
de un día cuando Dios hará que tiemblen «los cielos, y la tierra, el mar y la tierra
seca» (Hag. 2:6). El autor de Hebreos utiliza estos «temblores» como un símbolo
del final del antiguo orden. Todo cuanto podía temblar lo ha hecho (12:26-27).
El antiguo orden, incluyendo la adoración en el templo, con sus ofertas levíticas,
ha pasado ya. Todo cuanto está en la tierra ha temblado para dejar espacio a un
reino que «sean inconmovibles» (He. 12:27). La sesión de Cristo a la diestra del
Padre, Su ministerio de intercesión en un santuario celestial; ésas son realidades
celestiales que no tienen relación alguna con un mundo cambiante y en deca
dencia. Aquellos que fijen su vista en las estructuras terrenales se llevarán una
tremenda desilusión, pero ¡miremos arriba, a la realidad celestial! Esta es la
exhortación hecha a los hebreos.

Para todo esto hay una respuesta práctica. Aunque nosotros no podemos
«edificar» la ciudad celestial, porque Dios ya lo ha hecho, aún podemos ofrecer
nuestro servicio, con gratitud, al Dios de nuestra salvación. El no es un Dios
diferente en carácter al Dios del Sinaí, pero es preciso que nos acerquemos a El
con reverencia (12:28). El es un fuego consumidor (12:29) para aquellos que
desprecian Su misericordia, pero sigue siendo el Dios que envió a Su Hijo a
morir por los pecadores y que no se complace en la muerte de los malvados. Si
el Dios de Sinaí y de Sión es el mismo, los montes mismos hablan acerca de las
diferentes realidades. Sinaí dice: «Manteos alejados.» Cuando murió Jesús el
velo del templo de Jerusalén se partió de tal manera que nadie podía entrar en el
santuario. Sión dice: «Entrad, por el camino nuevo y consagrado para vosotros
por medio de la sangre del Salvador.»

1. OBLIGACIONES CRISTIANAS (13:1-17)

1. Las relaciones morales y sociales (13:1-6)

La Epístola a los Hebreos finaliza, como lo hacen las epístolas paulinas, con
una serie de mandatos prácticos y, con frecuencia, personales. La vida cristiana,
vivida en el poder del Espíritu de Dios, debiera ser un medio de bendición y de
estímulo para otros. El cristiano debería llevar la marca del amor fraternal (13:1).
De hecho haríamos bien en hablar acerca del «amor de hermanos» porque los
cristianos están relacionados los unos con los otros como miembros de Cristo y
como hijos de Dios, por medio de la fe en El.

La gracia de la hospitalidad era apreciada en el mundo antiguo donde era con


frecuencia una necesi dad. Como no existían hoteles ni lugares donde pasar la
noche era responsabilidad de la persona cuidar de las necesidades del viajero.
«Fui forastero y me recogísteis» (Mt. 23:35) es una expresión de gratitud por la
hospitalidad acordada. Cuando unos extranjeros pasaron por la puerta de
Abraham (Gn. 18) hizo todos los preparativos necesarios para alimentarles y
atender a todas sus necesidades. Sin saberlo él «hospedó ángeles» (13:2).

Es cierto, como es natural, que- nosotros no podemos extender, de manera


indiscriminada, la misma hospitalidad en nuestra cultura como sucedía en los
tiempos de los patriarcas bíblicos, pero a pesar de ello el principio sigue en
vigor. Es nuestro privilegio hospedar a los siervos del Señor cuando éstos van de
un lado a otro y ¡qué bendición el tener un hogar en el cual son bienvenidos los
pastores y los misioneros! Si en nuestra propia casa no tenemos las comodidades
suficientes como para hospedarles y cerca tenemos un hotel, deberíamos, sin
duda alguna, ayudar con los gastos de alojamientos de los siervos del Señor.

Algunos puede que se interesen en los que son totalmente extraños, en


personas que ni siquiera son cristianas. ¿Tenemos nosotros responsabilidad para
con estas personas? Con frecuencia sucede que nosotros seremos el único
evangelio que esas personas llegarán a leer jamás y el dar ayuda no siempre
significa dar dinero o albergue. El dar dinero a un borracho puede que le ayude a
cimentarse en su vicio pecaminoso, pero el cristiano debería de considerarse
siempre como el ayudador de su hermano. El estar siempre dispuesto a echar una
mano debería ser la marca de todos los que profesan ser discípulos de Jesús, de
quien está escrito que El fue «haciendo el bien» (Hch. 10:38).

Otra de las responsabilidades del cristiano era la de visitar, con amor, a los
prisioneros. Muchos eran echados en la cárcel por causa de su fe en Cristo y
aquellos cristianos que no eran prisioneros deberían de considerarse
estrechamente vinculados con sus hermanos afligidos (13:3). Había siempre la
posibilidad de que el hombre que era libre un día fuese apresado al siguiente y
los que formaban «parte del cuerpo» tenían motivos más que suficientes como
para esperar la persecución, lo cual debería haber sido un estímulo para que los
hermanos tuviesen compasión de aquellos otros hermanos que estaban sufriendo.

Solamente ha sido durante las décadas recientes que las cárceles han provisto
la comida, el albergue y el cuidado médico necesario para los prisioneros. Pablo,
en su 2.a Epístola a Timoteo, explica su necesidad cuando se encontró en una
cárcel próxima al foro romano. Lucas, el médico amado, se encontraba con él
(2.a Ti. 4:11), pero no hay duda de que el apóstol pasaba frío y deseaba la capa
que había dejado en Troas (2.a Ti. 4:13). Había cierto grado de urgencia porque
Pablo escribió: «Procura venir pronto a verme» (2.a Ti. 4:9). El Imperio Romano
estuvo persiguiendo a los cristianos con frecuencia durante los tres primeros
siglos de la Iglesia Cristiana. Esto no debía sorprender al cristiano, pero sí debía
servir de apoyo a sus compañeros en la fe en los momentos de necesidad.

La actitud cristiana en lo que al matrimonio se refiere (13:4) indica la pureza


que se esperaba de los discípulos verdaderos. La institución del matrimonio tiene
un origen divino y todos deben considerarla como honorable. La procreación de
los hijos ha sido ordenada por Dios, y todos aquellos que encuentren falta en su
expresión legítima, dentro del ámbito del matrimonio, son culpables de encontrar
falta en el Creador. El hombre inmoral y adúltero, sin embargo, es una categoría
diferente, pues Dios ha establecido distinciones sexuales para el cumplimiento
de Su voluntad. La violación de la relación del matrimonio, sin embargo, es un
pecado en la opinión de Dios y aquellos que son culpables «los juzgará Dios»
(13:4).

La vida del cristiano debe estar libre de toda avaricia (13:5). Las palabras
traducidas «sin codicia» significan, literalmente, «no amantes del dinero», pues
el dinero se puede usar bien o se puede usar mal. El dinero se puede usar como
es debido por aquellos que son fieles mayordomos de la confianza que Dios ha
depositado en ellos, pero también se puede abusar del dinero, sobre todo cuando
la persona lo convierte en un fin o en un medio para conseguir un fin que no es
el glorificar a Dios. La avaricia es una señal inequívoca del descontento e
implica una falta de confianza en Dios. Su promesa: «De ningún modo te
desampararé ni te dejaré» debiera de satisfacernos en nuestros momentos de
temor (13:5). No se deja nunca al cristiano a que salga adelante por sus propios
recursos, sino que puede decir: «El Señor es mi ayudador, no temeré lo que me
pueda hacer el hombre» (13:6).

2. Lealtad a los dirigentes de la Iglesia (13:7-8)

Aunque reconoce a un solo Sumo Sacerdote, a Jesucristo, el «autor y


consumador» de nuestra fe, se exhorta al cristiano a dar el honor que merecen
los siervos de Dios y que ocupan lugares de responsabilidad en la iglesia. El
Cristo resucitado constituyó «a unos, apóstoles, a otros, profetas; a otros,
evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de equipar completamente a los
santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef.
4:11-12). El autor de Hebreos exhorta diciéndonos: «Acordaos de vuestros
pastores» (13:7), que han sido colocados en esa posición por Dios y deben
recibir honra como siervos de Dios, debiendo todos seguir su ejemplo de
fidelidad, cada uno a los que alcanza su ministerio.

La fe de los dirigentes cristianos queda resumida en una línea: «Jesucristo es


el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (13:8). El cristiano está en un mundo
cambiante. La estructura social del siglo i d.C. presen ció poderosos cambios.
Jerusalén fue conquistada y el templo fue destruido. Nuestra generación está
amenazada por la extinción a causa de los misiles que pueden traer la
destrucción instantánea de millones de personas. ¿Hay algo que sea eternamente
igual? El cristiano responde: «Jesucristo.» Su reino no podrá ser conmovido,
pues El es el fundamento sobre el que edificar, una roca que permanecerá firme
cuando las arenas movedizas resulten ser una falsa esperanza.

3. Advertencias en contra de las herejías (13:9-14)

El cristiano se siente constantemente tentado a investigar «doctrinas diversas


y extrañas» (13:9). Las personas para las cuales fue escrita la epístola se sentían
tentadas a regresar a la forma que conocían del judaísmo, especialmente a las
ordenanzas del Antiguo Testamento, en lo que a la comida y a la bebida se
referían. Pero se les advierte que esas ordenanzas (13:9) no han beneficiado en
realidad a los que las han cumplido, pues que ¡el corazón se fortalece por la
gracia de Dios, no por los alimentos!

Durante la época en que fue escrita la carta a los hebreos existían todavía dos
altares: uno en el Templo de Jerusalén y el otro en el cielo. Se podía depositar la
confianza en la eficacia de uno o del otro, pero resultaba imposible confiar en
ambos. Aquellos que sirven en el Tabernáculo no tienen derecho a comer de
nuestro altar (13: 10), insiste el autor. El altar cristiano está en el cielo, donde
Cristo sirve como sacerdote.

Sin embargo, es posible sacar una analogía entre el ritual del Día de la
Expiación y la posición de Cristo durante el primer siglo. El cuerpo del animal
utilizado por el sumo sacerdote como ofrenda por el pecado se quemaba fuera
del campamento (Lv. 16:27). Como hecho histórico, también Jesús, habiendo
sido recha zado por Su pueblo, murió fuera de las murallas de Jerusalén, «fuera
del campamento» del judaísmo de Sus tiempos (13:12). Siendo esto así el autor
anima a sus lectores con las siguientes palabras: «Salgamos, pues, a él, fuera del
campamento, llevando su vituperio» (13:13). No es ninguna vergüenza estar con
Jesús, fuera del campamento. Si el incrédulo le amenaza con la excomunión, no
se deje atemorizar, únase con gozo a su Señor y Redentor.

El rechazo junto al «campamento» no es en realidad una gran tragedia,


puesto que en este mundo no tenemos «aquí una ciudad permanente» (13:14).
Mientras estemos aquí seremos peregrinos y extranjeros, pero sí que tenemos
una ciudadanía celestial. ¡Buscamos la ciudad que habrá de venir, y vivimos para
el día cuando el Señor vuelva a buscar a Su esposa! Pero a pesar de ello, nuestras
raíces están aquí. Tenemos que dejar atrás nuestras posesiones terrenales, pero
tenemos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corroen y donde los
ladridos no minan ni hurtan.

4. La vida en la Iglesia (13:15-17)

El ciudadano de la ciudad celestial tiene una ofrenda que hacer. La sangre de


los becerros y de los machos cabríos ya no es necesaria, porque Jesús se ha
ofrecido a sí mismo como sustituto. Traemos, sin embargo, el «sacrificio de
alabanza» (13:15), que se describe como «la ofrenda de nuestros labios» (Os.
14:2). El motivo primordial de la vida del cristiano es dar gracias a Dios y,
aunque el sacrificio que realizó nuestro gran Sumo Sacerdote lo realizó una vez
para siempre, debemos ofrecer «de continuo» nuestra alabanza.

Nuestra alabanza encuentra mayor expresión cuando llevamos una vida llena
de amor: «Y no os olvidéis de hacer el bien y de comunicar; porque de tales
sacrificios se agrada Dios» (13:16). La palabra traducida como «comunicar»
(koinonía), en algunas versiones, sugiere el compartir con nuestros hermanos
necesitados. El cristiano rinde su alabanza a Dios y comparte sus bienes
materiales con aquellos hermanos que carecen de los bienes de este mundo.
Algunos cristianos llegaron a perder todo lo que tenían durante el tiempo de la
persecución, pero otros compartieron con ellos, con gozo, todo cuanto tenían,
incluso en casos de pobreza, porque la gracia de Dios inundaba sus vidas.

Se había exhortado con anterioridad (13:7) a los hebreos a recordar a sus


dirigentes espirituales y a que permaneciesen firmes en su fe y después (13:17)
se les dijo que les obedeciesen. Los dirigentes de la Iglesia tienen una solemne
responsabilidad sobre las almas que les son confiadas por Dios. Un día tendrán
que rendir cuentas de su mayordomía delante del Señor y ese rendir cuentas
podrá ser gozoso si los miembros de la Iglesia han sido fieles en su vida cristiana
y en su testimonio, pero será triste si hay aquellos que han negado la fe y su vida
se ha convertido en carnal.

Aunque la Escritura hace énfasis, con frecuencia, sobre la doctrina de la


responsabilidad individual ante Dios, no debemos de hacernos la idea de que el
cristiano pueda vivir una vida de ilegalidad con respecto a los demás. La Iglesia
es el cuerpo por medio del cual el Señor obra normalmente y sus miembros
deben recibir el honor que les corresponde. Si se convierten en mercenarios y
niegan al Señor que les compró, deben ser rechazados. Pero normalmente el
miembro de la iglesia debe orar por su pastor y animarle como hombre de Dios.
El pastor debe identificarse con su gente y buscar su bienestar espiritual a pesar
de que haya momentos durante los cuales ellos parezcan estar resentidos por su
intervención. En una ocasión Pablo tuvo que decir: «Y yo con el mayor placer
gastaré lo mío, y aún yo mismo me desgastaré del todo por amor de vuestras
almas, aunque amándoos más, sea amado menos» (2." Co. 12:15).

J. ASUNTOS PERSONALES (13:18-25)

1. Una petición de oración (13:18-19)

El escritor de la epístola concluye con una serie de peticiones personales,


pidiendo que se interesen en la oración (13:18), porque él ha vivido ante ellos
con toda honradez, buscando su bienestar espiritual como fieles siervos de
Jesucristo. El ansía verlos de nuevo y quiere que oren para que pronto sea
restaurado a la comunión con ellos (13:19).

2. Oración por la Iglesia (13:20-21)

El apóstol, a su vez, oraba por su pueblo, siendo con frecuencia, y de modo


apropiado, su oración utilizada como una bendición. Comienza dirigiéndose al
«Dios de paz» (13:20). En un tiempo cuando muchos de los creyentes padecían
persecución y algunos dudaban de su fe, bien estaba recordarles que Dios es un
Dios de paz. La paz del alma la ha provisto el sacrificio que Cristo realizó sobre
el Calvario, y la mente puede disfrutar de esa paz si permanece en El.
El gran acto que garantiza nuestra paz ahora y en la eternidad no se
menciona en esta bendición, sino que dice: «Que resucitó de los muertos a
nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas» (13:20). Las ovejas tienen
por costumbre alejarse de un lado a otro, pero Jesús es el Buen Pastor que busca
a Sus ovejas hasta encontrarlas y este Pastor murió por ellas, pero está vivo y,
como Buen Pastor, sigue amando a Su rebaño.

Las ovejas están a salvo porque el pastor derramó «la sangre del pacto
eterno». El pacto establecido en el Sinaí era temporal, pero el Nuevo Pacto, en la
sangre de Jesús, es eterno. Aquellos que le pertenecen tienen vida eterna y están
eternamente seguros.

La bendición continúa con una oración para que se realice una buena obra,
de Dios, en los corazones de aquellos a los que iba dirigida la epístola. La
voluntad de Dios es suprema y el cristiano ora debidamente para que se haga la
voluntad de Dios. La mejor manera de orar es diciendo: «Hágase tu voluntad.»
Aquí el escritor ora para que los hebreos puedan estar preparados («hechos...
perfectos») teniendo todo lo necesario para hacer la voluntad de Dios. Debemos
recordar que el hombre pecador no puede hacer, por sí mismo, lo que es
agradable para Dios. El pecado invade todo nuestro ser, pero el Espíritu de Dios
puede dirigirnos y darnos poder de tal manera que obtengamos la victoria sobre
el pecado y podamos hacer Su voluntad. Aquello que es «lo que es agradable
delante de El» es, en el análisis final, lo que es mejor para los hombres. Si Dios
obra en nosotros el hacer Su voluntad somos realmente bendecidos.

La bendición termina recordándonos que toda la obra de Dios es «por medio


de Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos» (13:21). El es el
Señor de la gloria y tomó sobre sí mismo, humillándose, nuestra naturaleza
pecaminosa, teniendo que sufrir la muerte sobre la cruz. Pero es ahora un Señor
resucitado y glorificado, a los que los ángeles y los arcángeles alaban juntamente
con los redimidos de todos los tiempos.

3. Una petición para ser escuchada (13:22-23)

Como nota final y personal, el escritor suplica a sus lectores que «soporten
estas palabras de exhortación» (13:22). Podría haber escrito mucho más acerca
de las tentaciones y los peligros que corrían ellos, pero se esforzó en ser breve.
Las palabras proceden de un corazón lleno de amor y tiene la esperanza de que
sean recibidas en ese espíritu. Timoteo acababa de ser puesto en libertad (al
parecer de la cárcel). El escritor de la epístola, al referirse a Timoteo, muestra
que forma ba parte del círculo paulino, siendo posible que Timoteo acompañase
al escritor de la epístola a visitar a los lectores (¿en Roma?) pronto.

4. Salutaciones finales (13:24-25)

El escritor envía sus saludos a los dirigentes de la iglesia (13:24), a los que
evidentemente conoce bien. La epístola les ha recomendado altamente a los
cristianos que titubean. «Los de Italia os saludan» podría significar que el
escritor se encontraba en Italia cuando escribió la epístola, o que no estaba allí,
dirigiendo una epístola a los cristianos de allí, y que las personas de Italia, que
estaban en la ciudad cuando la epístola fue escrita enviaban sus saludos a sus
conciudadanos en su ciudad natal, aunque lo segundo parece ser más bien el
caso.

La epístola termina con un saludo final muy breve: «La gracia sea con todos
vosotros. Amén» (13:25). Todas las misericordias de Dios fluyen de Su gracia
incomparable.


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Wuest. Kenneth S. Hebreas in the Greek New Testament. Grand Rapids: Wm. B.
Eerdmans Publishing Company, 1948.


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