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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
MATERIA: ESTÉTICA
MODALIDAD DE DICTADO: VIRTUAL
RÉGIMEN DE PROMOCIÓN: PD
CUATRIMESTRE Y AÑO: 2° 2020
CÓDIGO Nº: 0226

PROFESOR/A: SCHWARZBÖCK, SILVIA ALICIA

TEÓRICO 1

Temas:

Unidad I: Estética y crítica cultural en las estéticas idealistas.

1. Ilustración, estética y crítica cultural


El gusto como problema ilustrado: de la sociabilidad al juicio estético. La ampliación del
círculo del gusto: el público “compuesto de cierta cantidad de hombres y mujeres jóvenes”.
La formación de las categorías estéticas. La estética de Burke.
Introducción a la estética kantiana.

A la estética de Kant vamos a dedicarle los tres primeros teóricos:

Teórico 1. Introducción a la estética kantiana

Teórico 2. Analítica de lo bello

Teórico 3: Analítica de lo sublime.

La lectura protorromántica de Kant, que figura en el programa como punto 3 de la Unidad


1, vamos a desarrollarla, brevemente, al final del Teórico 3.

DESARROLLO DEL TEÓRICO 1

El tema de la materia –habrán leído en el programa 2020− es la relación entre la


estética y la crítica cultural. No se trata, desde el título del programa, de dar por
sobreentendidos los términos (la estética, por un lado, y la crítica cultural, por el otro), ni de
relacionarlos como si preexistieran, por separado, a la relación. De lo que se trata,
básicamente, es de ver cómo la estética y la crítica cultural, a partir de la cultura y la
filosofía ilustradas, se constituyen, en tanto prácticas teóricas, en esa relación. La estética
es, en su nacimiento, una forma (nueva) de crítica cultural: la filosofía del gusto como
filosofía de la ilustración que es, al mismo tiempo, una filosofía de la autoilustración, es
decir, una justificación del propio gusto, en tanto difiere –o puede diferir− del gusto ajeno,
que tiene lugar, además, en un marco histórico-político donde todos los sujetos de la clase
en ascenso, la burguesía, sean varones o mujeres, se sienten con derecho a expresar,
públicamente, sus respectivos gustos.
Como disciplina filosófica, la estética nace –en términos kantianos− en una “época
de ilustración” antes que en una “época ilustrada”. La diferencia entre “época de
ilustración” y “época ilustrada” es la que establece Kant en “Qué es ilustración”: en el siglo
XVIII, aun cuando haya varones y mujeres que se presentan en sociedad como “ilustrados”,
no es una época donde el programa de la ilustración esté realizado. Por eso Kant ve a su
siglo con “nostalgia del futuro” (como le llama Hannah Arendt a la nostalgia kantiana, una
nostalgia por un tiempo que todavía él no sabe, al final de su vida, cuánto le falta para
llegar a ser presente).
Por lo tanto, la época que a Kant le toca vivir, en sus propias palabras, es una época
de ilustración: una época de promesa de ilustración, podríamos decir nosotros, desde el
siglo XXI. Al siglo de la ilustración le falta ilustración (ilustración realizada) para ser un
siglo ilustrado. El término mismo “ilustración” no es un término que defina una realidad
social como terminada (terminada por la Revolución Francesa), sino un estado de promesa
de la realidad.
De hecho, podríamos hablar de ilustración en, al menos, dos sentidos: la ilustración
empirista (con Hume y Burke como sus teóricos más representativos: Burke dice
explícitamente, en la Indagación sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y de lo
bello, de 1757, que su libro sigue, en materia de conceptos básicos, al empirismo de Locke)
y la ilustración trascendental (obviamente, la ilustración kantiana, pero pensada no a partir
de los escritos de filosofía política y filosofía de la historia, donde Kant tematiza más
abiertamente la ilustración, sino a partir de la Crítica del Juicio).
La ilustración empirista es más cercana, en su concepción liberal, a la cultura de los
salones; la ilustración trascendental kantiana, ciñéndose aún a la concepción liberal, es más
cercana a la cultura política de la Revolución francesa. Pienso esta diferencia en función de
que la de Kant es, en su aspiración a la universalidad, una ilustración radical. El derecho a
expresar el propio juicio, entendido como un derecho político característico del paradigma
liberal (la libertad de prensa, la libertad de imprenta, la libertad de expresión, el derecho a
que las propias ideas no sean censuradas por el Estado y por la religión de Estado), se
combina en Kant con la aspiración a compartir ese juicio, en tanto sea un juicio estético,
con todos los hombres (incluyendo en esa humanidad, que se establece como tal por la
igualdad en las facultades de conocimiento, también a las mujeres). Y es esta aspiración a
universalizarse del juicio estético, imposible de sustanciarse efectivamente en la sociedad
del siglo XVIII, lo que le da a la concepción kantiana del juicio un grado de radicalidad
mayor que a la de Burke (que voy a desarrollar, brevemente, un poco más adelante). Se
podría decir que la teorización del juicio de gusto, que se desarrolla en la primera parte de
Crítica del Juicio, coincide con el momento progresista −es decir, propiamente liberal, en
cuanto a lo político− de la burguesía como clase en ascenso. Porque aun el sujeto egoísta,
cuando realiza un juicio estético, es altruista. O, mejor dicho, expresa un altruismo, en la
expresión de ese juicio, todavía no realizable en la sociedad.
En este sentido, es el juicio estético (incluso el de un sujeto egoísta) el que es
altruista por su forma de formularlo: “esto es bello” o “esto es sublime”. Es decir, el
altruismo no es, en la teorización kantiana, algo que se deduce de la intención del sujeto,
sino algo que está ínsito en la aspiración a la universalidad que tiene el juicio, de acuerdo
con los momentos segundo y cuarto de la Analítica de lo bello de la Crítica del Juicio. Esta
es la hipótesis de la que parte la clase de hoy: aun el sujeto egoísta es altruista en el juicio
estético.
En ese altruismo del juicio estético como praxis (y no, necesariamente, del
individuo que lo emite) radica el límite del liberalismo político dieciochesco. Ese límite es,
al mismo tiempo, el de la clase social (la burguesía) que encarna el liberalismo político en
el final del siglo XVIII. La burguesía, en términos empíricos, aspira a compartir el juicio de
gusto con la clase inmediatamente superior a ella, la aristocracia, que hace del juicio de
gusto parte de su privilegio social. Pero la burguesía no será una clase tan generosa con la
clase inmediatamente inferior a ella cuando a ésta le llegue, un siglo después, el momento
de ascender.
La aspiración a compartir el juicio de gusto, por parte de la burguesía, no va a ser
tan universalista en el siglo XIX y el XX como en el siglo XVIII: en el XVIII, ese deseo no
podía ni necesitaba realizarse, mientras que en el XIX y en el XX, el proletariado (la clase
inmediatamente inferior, en la escala social, a la burguesía) va a aspirar a hacer valer su
derecho político, incluyendo en él el derecho a expresar el propio juicio, primero en alianza
con la burguesía (sirviéndole de vanguardia y carne de cañón en las revoluciones
burguesas) y luego, en conflicto con ella (a partir de la experiencia de la Comuna de París,
en 1871).
En el siglo XVIII no había propiamente proletariado, si se lo piensa como una clase
organizada, con quien compartir el juicio estético (cuando Kant se refiere a quienes no
tienen la suficiente cultura para el juicio estético –sobre todo para el juicio sobre lo
sublime, que requiere para él más cultura que el juicio estético sobre lo bello− se refiere a
los campesinos: los campesinos tienen una relación con la naturaleza tan mediada por la
utilidad que, aun cuando tienen las mismas facultades de conocimiento que el resto del
género humano, les resulta más difícil disponer de ellas, libremente, para hacer juicios
sobre lo sublime que para hacer juicios sobre lo bello).
En el siglo XVIII, hay campesinos, siervos y plebe en general, sin capacidad de
hacer valer, por su posición social, cualquier aspiración a compartir con la burguesía su
juicio estético trascendentalmente democrático y empíricamente privilegiado. En la
sociedad ilustrada, el juicio estético se amplía para la burguesía, que es la única clase en
posición de reclamarlo para sí: era ella la aspirante a compartirlo con la aristocracia (no con
la plebe).
Pero la paradoja del juicio estético es que no puede enunciarse sino para ser
compartido con toda la humanidad, aunque no toda la humanidad esté en condiciones
sociales de compartirlo efectivamente. La revolución francesa, de hecho, no declaraba
hombres libres e iguales a los esclavos de las colonias. Van a ser los propios esclavos
(como en el caso de Haití) quienes, jacobinamente inspirados, se den a sí mismos su propia
revolución. La explotación de millones de hombres y mujeres esclavizados en las colonias
era aceptada como un factum económico por los filósofos ilustrados. La paradoja de la
filosofía ilustrada es, en este sentido, la paradoja misma del liberalismo político. Los
derechos universales son derechos abstractos.
La versión empirista de la estética ilustrada, en el modo que llega a (ser leída por)
Kant, la encarna la Indagación sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y de lo bello,
de Edmund Burke (publicada en 1757).
Para fundamentar lo bello y lo sublime como categorías estéticas, Burke recurre a
dos tipos de pasiones (las pasiones de la autoconservación y las pasiones de la sociedad), a
las que asocia, empirísticamente, a la idea de dolor y a la idea de placer. Si bien él no define
pasión, dice que todas nuestras pasiones (sin hacer, antes, una enumeración de las pasiones
más frecuentes) desembocan en dos puntos claves. Como si dijera que todas nuestras
pasiones tienen dos metas posibles. Una meta es la autoconservación y la otra, la sociedad.
Lo contrario de la autoconservación es, obviamente, la muerte. Y lo contrario de la
sociedad, la soledad. Esto lo va a desarrollar en la sección XI de su libro (páginas 32 a 33
de la traducción española, que figura en el programa de la unidad 1 en la bibliografía
complementaria). Es importante que tengan en cuenta cuáles son los opuestos de estas
metas a las que tienden todas las pasiones humanas.

Todas las ideas que causan en nuestra mente una poderosa impresión, ya sea de dolor o
placer, se pueden reducir a estos dos puntos clave (metas). Las pasiones que conciernen a la
autoconservación se relacionan con el dolor o el peligro. (…) Las ideas de dolor,
enfermedad y muerte provocan fuertes emociones de horror.

(E. Burke, De lo sublime y de lo bello, trad. Menene Gras Balaguer, Barcelona, Altaya,
1992, p. 29)

El dolor, la enfermedad y la muerte aparecen, en Burke, como ideas simples, no


como ideas complejas. Mientras que sus opuestos, la salud y la vida, aunque pueden ser
placenteras, no causan el mismo grado de emoción. Lo pertinente para definir un fenómeno
estético, entonces, es la intensidad. La emoción que causa el dolor, la enfermedad y la
muerte es más fuerte que la que produce la salud y la vida. La emoción más fuerte que
puede causar una idea de dolor o peligro, en tanto se relaciona con objetos terribles, es la
fuente de lo sublime.
La fuente de lo sublime está en estas ideas, a las cuales está asociada la muerte (él la
llama king of terrors). Su presencia inminente -o sugerida- nos trae, por una asociación
inmediata, la presencia del rey de los terrores. En este sentido, la emoción de esa presencia
inminente es la más fuerte de las emociones que impacta sobre nuestra mente.
Si algo duele es porque es emisario del rey de los terrores [el dolor es el emisario de la
muerte]. El peligro y el dolor, si acosan demasiado, son sencillamente terribles y no causan
ningún deleite [ningún placer relativo]. Pero a ciertas distancias y con ligeras
modificaciones pueden ser y son deliciosas [introduce, así, el tema de lo sublime]. (p. 29)

Cuando el peligro y el dolor (como emisarios de la muerte) están efectivamente a


una determinada distancia -y con una ligera modificación- son deliciosos. No hay nada que
sea comparable, en intensidad, a la presencia del rey de los terrores, siempre cuando esa
presencia se haga efectiva a través de sus emisarios y, desde ya, uno esté a una cierta
distancia de ellos. Pero además de la distancia, hace falta “una cierta modificación” en la
presencia del peligro y el dolor. Uno podría decir que en las tragedias todos los personajes
mueren, pero hay una modificación en la presencia de la muerte, porque se trata de una
representación (aunque lo representado haya sucedido en la vida real). El problema, en todo
caso, es en qué consisten, fuera de una ficción, la distancia y la ligera modificación del
dolor y del peligro que requiere lo sublime. Porque, en principio, Burke no dice que esto
sea propio de las obras de arte, si bien muchos de los ejemplos que da son de tragedias (al
igual que sucede con Hume).
Pero Hume, cuando habla de lo trágico (en el ensayo “De la tragedia”), establece
una diferencia sutil entre lo trágico propio de una ficción y lo trágico propio de un hecho
real. Hume equipara lo trágico ficcional y lo trágico real siempre cuando el relato de un
hecho real trágico no nos involucre directamente: o porque no fuimos protagonistas del
hecho o porque las personas que lo protagonizaron no tienen un vínculo afectivo con
nosotros o porque el hecho ha sucedido hace tiempo y ha devenido, ahora, recuerdo.
Cualquiera de las tres posibilidades reduce la intensidad de las emociones que el hecho real
provoca. Tengan en cuenta que el recuerdo, en Hume, de acuerdo con el Tratado de la
naturaleza humana, tiene una menor intensidad respecto del hecho vivido, respecto del
hecho cuando fue experimentado a través de las impresiones.
En todo caso, ese matiz (la distancia afectiva con el hecho o la distancia temporal
respecto del hecho) podría pensarse como un modelo del tipo de distancia que requiere lo
sublime. No es la misma distancia que requiere lo bello, que es más bien la distancia física
necesaria para que el objeto sea contemplable.
En este momento ilustrado y fisiológico de la estética, no hay una diferenciación
estricta entre placeres y dolores que provienen de obras ficcionales y placeres y dolores que
provienen de relatos de la vida real. Enterarse de la enfermedad de un familiar es terrible.
Pero enterarse, en el curso de una tragedia que está siendo representada, que un personaje
está enfermo es algo que vuelve a la historia más intensa. No obstante, en este último caso,
no se suscita en uno el mismo tipo de dolor. En Burke, esta diferencia es la diferencia entre
lo terrible y lo sublime. El matiz aparece en la idea de la distancia y de la modificación del
dolor y el peligro. Se podría decir que la ficcionalización es un criterio de distancia. Otro
criterio de distancia es la distancia temporal respecto del suceso. Si el que lee sobre la
decapitación del rey está temporalmente lejano del suceso. Otro criterio, la distancia
emotiva: no produce la misma emoción enterarse de la decapitación del propio rey (como
suceso deseado o temido) que enterarse de que ha sido decapitado el rey de Francia. En
última instancia, la diferencia en el impacto se debe a si el hecho es cercano o lejano en
términos afectivos, más que geográficos. Otra cuestión, respecto de lo sublime, es en qué
consiste lo que Burke llama “cierta modificación del dolor y el peligro”. Desde ya, es algo
que está ligado a la figura de la distancia, en este caso, a la distancia que crea el relato o la
representación de un suceso. El suceso narrado o representado no es lo mismo que el suceso
en sí. En un punto, es lo que sucedía con las tragedias: eran sucesos reales pero distantes en
el tiempo, sucesos, además, que habían sucedido en épocas que se consideraban más
crueles que la propia. Pero también eran sucesos narrados o representados. En la tragedia,
dice Hume, se incorpora el suspenso para narrar un suceso real. Desde ya, él no habla de
suspenso, sino de “dosificación de la información”. Los autores de tragedias –recalca− usan
estrategias narrativas para mantener la atención del público. El suceso real no se presenta
ante el público tal como sucedió, sino que se lo re-presenta con ciertas modificaciones, las
modificaciones propias de una ficción.
Por eso, la distancia no es lejanía geográfica o lejanía temporal medida en años, sino
esa lejanía simbólica que resulta de poner un suceso en un marco cuasi-ficcional por el solo
hecho de narrarlo, de acentuar u omitir datos para hacerlo más interesante. La distancia
necesaria para lo sublime la explica mejor Hume que Burke, porque Hume la explica como
distancia afectiva. Pero Hume no tiene, en sus ensayos de estética, la categoría de lo
sublime, sino la categoría de lo trágico. La distancia afectiva, en “De la tragedia”, aparece
como condición de la catarsis. Hume no diferencia, estrictamente, entre los hechos trágicos
de la vida real y los de una ficción, siempre cuando estos hechos sean narrados (es decir, en
la medida en que uno sea de ellos lector o espectador). Por ejemplo, cuando a uno no le
sucede directamente algún hecho (sea lejano o próximo, acá no importa el tiempo que haya
pasado), ese hecho es sentido por uno como lejano. Cosas completamente cercanas pueden
tornarse muy lejanas porque no somos afectados directamente por ellas. Y esta diferencia
entre lo trágico ficcional y lo trágico real, en cuanto a la modificación que le cabe a los
hechos narrados, la establece mejor Hume en De la tragedia que Burke en la Indagación
sobre nuestras ideas de lo sublime y de lo bello. Porque, en el caso de Hume, lo trágico
tiende a ser un modo de distancia afectiva con los hechos, no importa su procedencia (real
o ficcional). Las emociones que despierta la tragedia las despierta por el modo en que la
tragedia está narrada, no por la índole terrible de los hechos narrados. Por eso, igual que
para Hume hay críticos buenos y malos (y hay que saber diferenciarlos), también hay
buenos y malos autores de tragedias. Lo terrible, como contenido de una tragedia, no basta
por sí mismo para emocionar. El carácter delicioso de lo terrible cuando está modificado y
uno se encuentra a una cierta distancia de él –como condiciones de lo sublime en Burke−
parece necesario entenderlo en términos de una ficcionalización, aún cuando el suceso
terrible no sea ficcional y aún cuando no tenga todas las condiciones como para ser
ficcionalizado.
Lo que tiene el dolor como para hacer de acicate de las emociones es que es el
emisario de The King of Terrors, según llama Burke a la muerte. Cuando aparece la idea de
dolor, aparece la idea de muerte. Son ideas conexas. Por lo tanto: peligro, dolor,
enfermedad están asociadas al máximo de los terrores, y en ese sentido es que producen una
emoción intensa.
Ahora bien, hay un componente que Burke necesita teorizar para que no sea la
curiosidad sino la intensidad lo que le permita fundamentar la experiencia estética: la
distancia. El peligro y el dolor, si acosan demasiado, son sencillamente terribles y no
causan ningún placer, ni siquiera placer relativo (delight), “pero a ciertas distancias y con
ligeras modificaciones, pueden ser y son deliciosos” (p. 29). La distancia y la modificación
del dolor (el hecho de que el dolor esté “a distancia” y “ligeramente modificado”) es lo que
le permite a la intensidad, en términos de Burke, reemplazar a la mera curiosidad, con la
que Montesquieu, en su Ensayo sobre el gusto, explicaba la experiencia estética: la
distancia a la que el sujeto se encuentra del peligro y del dolor y la modificación ligera que
tienen ese peligro y ese dolor son los elementos que lo hacen delicioso. La distancia –
podríamos decir− es la que pone el propio yo: en la experiencia estética, si es una
experiencia estética auténtica, no soy yo quien padece realmente. Lo que yo padezco es un
dolor por empatía con el dolor ajeno; pero no es mi dolor. Yo no estoy realmente sufriendo
cuando veo las noticias
El otro punto clave o meta en torno al cual Burke clasifica las pasiones es la
sociedad. Divide la sociedad en dos especies: la sociedad de los sexos y la sociedad en
general. El primero de los tipos de sociedad que considera en relación a estas pasiones -que
tienen como meta la sociedad- es la sociedad de los sexos. Se trata de pasiones propias de la
generación, con fines de propagación, que se originan en gratificaciones y placeres. Por eso
Burke dice que el placer con el que más directamente conectado está este fin, la
propagación, es de carácter alegre, entusiasta, violento y, realmente, el placer de los
sentidos más elevado. Suponemos que se está refiriendo al orgasmo, aunque no use este
término. Es muy difícil desconectar estas pasiones del placer que suscitan, dice Burke.
Aquello que lleva a la propagación está relacionado con un placer extremo, el más elevado
de los placeres de los sentidos. Noten que cuando habla de las pasiones de la sociedad no se
refiere a la cuestión del dolor. Pareciera que lo que tiene de violencia, de alegría y de
entusiasmo el orgasmo estuviera vinculado, precisamente, a lo contrario de la muerte. No
hay en Burke una relación sexo-muerte. Él pone las pasiones de la sociedad en el extremo
opuesto a las de la autoconservación. El sexo está relacionado con la sociedad: son
necesarios al menos dos para el sexo y, aun si son más, uno podría pensar que se trata
siempre de algo que podría tener como fin la propagación, desde el punto de vista de los
fines de la naturaleza; no obstante, la razón por la cual este tipo de pasiones se practica con
tanta regularidad no es la reproducción, sino el placer extremo de los sentidos con que están
asociadas. En esto, Burke es también altamente empirista. Está tomando, otra vez, el índice
de intensidad para relacionar las pasiones de la sociedad con el cuerpo. El orgasmo es el
máximo placer de los sentidos: esa es la razón del sexo, no la reproducción.
Ahora bien, cabe preguntarse por qué son menos intensas estas pasiones que tienen
al orgasmo como meta que las pasiones que están vinculadas a la autoconservación.
Precisamente, dice Burke, porque la ausencia de este tipo de goce tan grande raramente
causa malestar. Lo mismo va a decir del amor. En Burke, no sólo el sexo y la muerte están
desacoplados, también lo están el sexo y el amor. La petit morte, el orgasmo, no se asocian,
en la teoría de Burke, a las pasiones relacionadas con la muerte. Pero tampoco el amor está
relacionado con las pasiones vinculadas al sexo. La pérdida del objeto del amor afecta, dice
Burke, pero al igual que lo que pasaba con la pérdida del objeto del placer, que causaba
pesar, y su recuperación, alegría, la pérdida del objeto del amor produce un pesar, que es un
dolor relativo y no un dolor independiente (en cambio, la idea de la muerte produce un
dolor positivo: independiente). Y tampoco el amor está relacionado a la muerte sino a lo
social, al asociarse, al acoplarse. En este sentido, también es menos intenso. Burke diría:
nadie muere de amor. Y tampoco nadie muere por falta de sexo. El sexo se busca por el
placer y el amor se busca por el placer; pero se podría vivir en soledad (la soledad,
burkeanamente, es lo contrario de la sociedad).
Pero, así y todo, Burke dice que la soledad es abominable, insoportable y muy
parecida a la muerte. Podemos pensar que la falta de sexo y la falta de amor, aun cuando
sean distintos, generan una soledad que se parece a la muerte. Pero no es lo mismo, en
términos de intensidad, que la idea de la muerte. Nadie teme a la falta de sexo y a la falta de
amor como teme a la enfermedad que desemboca en la muerte. En todo caso, es
displacentero, es feo, es triste, es insoportablemente aburrido carecer de sexo y de amor.
Pero no produce, como idea, la presencia de The King of Terrors.
Así, para Burke, tampoco la pérdida del objeto de placer relativo que está asociada
al sexo y al amor, que son distintos, puede llevar a la locura. No sólo el sexo o el amor no
están relacionados con la muerte sino tampoco con la locura. Las pasiones que pertenecen a
la sociedad se relacionan por eso con lo bello, y no con lo sublime. Podemos decir: el sexo
está cerca de la belleza, el amor también, pero ninguno de los dos está cerca de lo sublime,
porque no están asociados –en Burke- con la intensidad propia del terror que provoca la
idea de la muerte. Se trata siempre de placeres, en lugar de dolores. En lo bello prima la
idea del placer. Y las promesas de placer que traen el sexo y el amor permiten entender la
intensidad de esas promesas como belleza, es decir, según la categoría de lo bello, y no
según la de lo sublime.
La concepción de lo sublime, por su intensidad, es más acabada como categoría
estética, que la de la belleza. Burke tiene que explicar la belleza por analogía. Es un
sentimiento que se parece al sexo y al amor. El placer relativo (el deleite) que prometen el
sexo y el amor provocan en nosotros un cambio del estado de indiferencia. Pero ese cambio
de estado no es tan intenso como el cambio de estado, en términos de intensidad, que
provoca la presencia de la muerte. Siempre hablando en términos de intensidad: la promesa
de placer máximo es menos intensa que la promesa de dolor máximo. Lo sublime está
relacionado con el terror y lo bello con el orgasmo. Se trataría siempre de sentimientos,
emociones, pasiones que están asociadas por una meta (la autoconservación o la sociedad),
que difiere de la otra en términos de intensidad (toda emoción, pasión, o sentimiento, si
tiene por meta la autoconservación, es decir, si la pone en peligro, es de mayor intensidad
que si tiene por meta a la sociedad: ni el sexo ni el amor, para Burke, en tanto pasiones de
la sociedad, ponen en peligro la autoconservación).
Por eso el punto de partida (y el modelo) de Burke, para entender la experiencia
estética es, por su intensidad, lo sublime, y no lo bello. En la clase que viene vamos a ver
cómo Kant invierte esta relación; va a empezar a teorizar por lo bello, y no por lo sublime.
En cuanto al segundo tipo de pasiones, aquellas vinculadas a la sociedad en general,
dice lo siguiente. La sociedad en general no nos hace gozar de ningún placer verdadero, de
ningún placer positivo. Sería el caso de aquello que suscita el tipo de emoción más bajo que
puede suscitar una emoción estética. Ahora bien, la soledad total, que es lo contrario de la
sociedad, del hecho de vivir en una sociedad, la exclusión perpetua de la sociedad, es el
máximo dolor que el hombre puede concebir fuera de la muerte (p. 33). Cuando en la
experiencia de la belleza aparece un objeto que nos produce un sentimiento por el cual
decimos “esto es bello” y ese sentimiento es más débil que el que puede suscitarnos otro
objeto, esa diferencia en cuanto a la intensidad, esa debilidad de las pasiones que se
relacionan con la sociedad en general y no con la sociedad de los sexos, se debe a que el
objeto, siendo relativamente familiar (o familiar), se presenta como si fuera
momentáneamente extraño.
El placer estético, cuando se mide por las pasiones de la sociedad en general, refiere
a la más baja intensidad dentro de las intensidades que se pueden medir en términos de
sentimiento estético. Es decir, el objeto place; pero el sujeto se da cuenta de que es
placentero cuando falta más que cuando está. Sucede habitualmente, en términos de Burke,
que el objeto bello (socialmente bello) se vuelve familiar y deja de ser visto como si fuera
algo que posee la cualidad de la belleza. Burke utiliza el ejemplo de la cercanía de los
animales. Hay cierto tipo de compañía de objetos y de animales que se busca por la belleza
y, sólo por la belleza. Es la razón por la cual se decoran las mesas con flores, o se ponen
flores en ceremonias importantes. El problema es que produce un placer que sólo se puede
medir como tal en función de que, si no estuvieran, la realidad sería deficitaria. Pero no
porque producen, por su sola presencia, un placer tan intenso como aquello que hace que
uno diga “qué bello” y le suscita una emoción que se puede medir según pasiones de la
sociedad de los sexos, es decir, el orgasmo o el amor. En lo bello, podríamos decir, hay
intensidades: un juicio estético que se mide por las pasiones de la sociedad de los sexos y
un juicio estético que se mide por las pasiones de la sociedad en general.
Es decir, hay una gradación en la escala de la intensidad para medir las emociones
estéticas desde lo sublime hasta lo bello, y dentro de lo bello, hay emociones más fuertes y
más débiles, en términos empiristas –los términos de comparación para esa debilidad o
fortaleza son, precisamente, los de las pasiones que tienen por meta la sociedad de los sexos
y las pasiones que tienen por meta la sociedad en general.
El juicio –que, de acuerdo con el “Discurso Preliminar”, es equivalente al gusto:
tener gusto es tener juicio y tener juicio es tener gusto− es lo único enteramente individual.
Es decir, tampoco Burke necesita definir este concepto (juicio) como algo distinto del
gusto. El gusto es una facultad, o conjunto de facultades, dice él, que se forja a través de un
proceso de autoilustración. No hay nada del orden de lo misterioso en el gusto; no hay nada
del orden de lo inefable e intransferible, sino que lo que llamamos gusto es una
construcción que hace cada sujeto a partir de algo que es común: lo más común de todo son
los sentidos, aunque también es común la imaginación que, si bien no hace en todos los
sujetos las mismas combinatorias, se rige por los mismos principios: semejanza y
diferencia.
El juicio depende de la educación, es decir, de la autoeducación. Pero no se trata, en
Burke, de una perspectiva como podría ser la kantiana (la del último Kant, el de los escritos
de filosofía de la historia), es decir, una perspectiva del ciudadano del mundo, una
perspectiva cosmopolita, sino de una perspectiva estrictamente individual. Tiene más gusto
aquel sujeto que, de acuerdo a su biografía, ha frecuentado más objetos que otro sujeto.
Uno podría decir lo contrario: tiene más conocimiento del mundo, en lugar de más gusto.
Precisamente cuando llegamos a la instancia del gusto juega un papel importante cuánto ha
ampliado el sujeto su perspectiva sobre la realidad, es decir, cuántos objetos y cuánta
cantidad y variedad de objetos ha frecuentado para hablar en él de un gusto.
Si alguien tiene un gusto –si decimos: es su gusto, por ejemplo− es precisamente
porque todo lo que en algún momento ha sido objeto de su curiosidad ha dejado en él algún
tipo de huella, por la cual en una instancia posterior es capaz de discernir, de usar la
imaginación, de un modo menos estándar que precisamente quien no ha ampliado su
perspectiva sobre el mundo, no ha frecuentado tantos objetos, y vive restringido, como los
animales, a su medio práctico, un medio que no tiene un horizonte de mundo demasiado
amplio.
En este sentido, podríamos decir que la de Burke es una perspectiva liberal e
ilustrada, pero diferente a la perspectiva liberal e ilustrada que veremos en Kant. El
refinamiento de las propias facultades (que son facultades comunes a todos los hombres:
los sentidos y la imaginación) depende de la ampliación del juicio por la vía del
conocimiento.
Para Burke tener gusto no depende de ampliar la curiosidad –como quien dice,
devenir snob- sino, al revés, de ampliar el conocimiento: en la medida en que tengamos
más conocimiento, nuestro gusto va a ser más refinado, más exquisito; más difícil. Cuanto
más difícil es que nos guste algo, cuanto menos curiosos seamos gracias al conocimiento, y
no gracias a la pedantería -por eso digo que es una perspectiva liberal ilustrada: no hay
condolencias por la pérdida de la curiosidad-, cuanto más difícil nos sea que algo se nos
presente bajo el signo de la novedad, más refinado, más difícil, más complicado, más
histérico, será nuestro gusto.
El refinamiento del gusto deviene de la capacidad de restringirlo: no por coartarlo y
volverse amargado, sino por volverse ilustrado. Si en el curso de la vida se adquiere más
conocimiento, al sujeto adulto no le puede gustar lo mismo que cuando era niño. Quien
conserva sus gustos infantiles es porque no se ha separado de su círculo familiar, su círculo
de pertenencia, y ha tendido a repetir en todos los mundos que frecuenta las opciones que
se le han dado en su mundo de pertenencia. Sería el caso del turista de clase alta –o el
ejecutivo de empresa- que va siempre al Hilton (o a un hotel de cinco estrellas). Ese
consumidor quiere tener los mismos servicios en Egipto que en Nueva York, en París que
en Madrid, en Argentina que en Groenlandia. Se restringe la experiencia, en ese sentido, en
la medida en que alguien –contratando los servicios de la empresa Hilton u otra
equivalente- busca estereotiparla.
El conocimiento, que aumenta con la edad, Burke lo asocia al gusto no sostener que
lo restringe, sino que lo refina. Refinar el gusto no es lo mismo que templarlo –o atrofiarlo-
sino lo mismo que sofisticarlo. Para un ilustrado, no hay posibilidad de que el conocimiento
arruine el gusto. Refinar el gusto no es arruinarlo. Comer comidas de sabores exóticos –hay
muchos ejemplos en Burke que provienen del mundo culinario y gastronómico, incluyendo
los vinos- amplía el conocimiento del propio paladar –gusto y paladar están muy
relacionados etimológicamente-, y no hace perder la capacidad de gustar. Lo agrio, para
Burke –por eso el ejemplo del vino- es el caso de un sabor que algunos paladares rechazan.
Ahora bien, poder incorporar lo agrio al paladar implica poder educarlo para cierto tipo de
sabores, que para ese mismo sujeto, en estado infantil, serían intolerables. Hay que
aprender a tomar vino. Con este aprendizaje no se fomenta el alcoholismo, sino todo lo
contrario: la condición de sommelier. Refinar el paladar sería todo lo contrario de abrirlo a
cualquier tipo de sabor. Ponerle límites a ciertos sabores porque son más fáciles que otros
implica tener un conocimiento acerca de los sabores que, para un ilustrado como Burke,
amplían el gusto (como lo agrio), en lugar de restringirlo.
El gusto es, así, todo lo contrario de la curiosidad; es todo lo contrario de la
apetencia omnívora infantil. Se trata de encontrar en el conocimiento el umbral para el
gusto, para el placer estético, y no la restricción para ese placer.
De ahí que sea tan central en Burke, igual que en Hume, el problema de la
autoeducación: la autoeducación (de acuerdo con la máxima “sapere aude”) es la matriz
liberal de la estética ilustrada. Los sujetos deben cultivarse ellos mismos y a sí mismos (sin
más autoridad que la del crítico erudito, en el caso de Hume) para llegar a tener un gusto
propio. Quien lee más enciclopedias de viajes tiene más capacidad para ver las pirámides el
día que vaya a Egipto que quien no tiene idea ni de que existen las pirámides ni de que una
pirámide puede ser bella o sublime (ejemplo que usará Kant en la Crítica del Juicio).
Podríamos pensar, si no, ¿qué puede tener de atractivo viajar hasta Egipto para ver una
pirámide, si es una mole de material compacto, sin ninguna cualidad? O ¿por qué su
tamaño despertaría en mí un juicio estético? Estas serían autopreguntas de quien no se
autoilustrara sobre la historia de otras culturas que no sean la propia. La estética de Burke,
en lo que tiene de ilustrada, plantearía que quien frecuenta en su vida una mayor cantidad
de objetos tiene una mayor capacidad de juicio.
Pero para fundamentar el juicio estético como autoilustración (y como una
autoilustración que se amplía en el curso de una vida individual) tiene que haber en el
sujeto algo más estable que la curiosidad, y eso más estable son las pasiones. Todas
nuestras pasiones, dice Burke, cualesquiera fueren, desembocan en dos metas o puntos
clave: la autoconservación, cuyo contrario es la muerte, y la sociedad, cuyo contrario es la
soledad. Todas las pasiones, entonces, tienen como meta la autoconservación o la sociedad.
Y si para entender lo que es el placer no hay que escindirlo del dolor, de igual modo, para
entender qué es la autoconservación no hay que escindirla de su contrario, la muerte; y para
entender lo que es la sociedad no hay que escindirla de su contrario, la soledad. La idea de
sociedad está relacionada con vivir entre seres humanos, y lo contrario de la sociedad es
estar totalmente aislado (la soledad).

Para introducirnos ahora a la estética kantiana, y leerla en lo que tiene de filosofía


trascendental de la ilustración (por contraste con la ilustración empirista), vamos a leer los
primeros 29 parágrafos de la Crítica del Juicio. Ustedes verán estos parágrafos, completos,
con detalle, en los trabajos prácticos. Yo voy a desarrollarlos, en las clases teóricas, sólo en
relación al tema del programa. Tengan en cuenta que García Morente, en la traducción que
voy a utilizar, traduce como “Juicio”, con mayúscula, la palabra Urteilskraft, que en otras
traducciones, con más criterio, traducen como “facultad de juzgar”: -kraft puede traducirse
como “fuerza”, “capacidad” o “facultad”. A su vez, cuando García Morente usa la palabra
“juicio”, con minúscula, se refiere a lo que entendemos habitualmente como un juicio
(Urteil), es decir, un enunciado que tiene la forma “s es p”.
Dice Kant, en el Prólogo de la Crítica del Juicio, que el Juicio, en el orden de las
facultades, es un término medio entre el entendimiento y la razón. El entendimiento, la
facultad de los conceptos, tiene su propia esfera en la facultad de conocer (que encierra
principios de conocimiento constitutivos a priori) fundamentada en la Crítica de la razón
pura. La razón, la facultad de las ideas, que no encierra principios constitutivos a priori
más que en relación a la facultad de desear -recordemos que esta es la facultad que aspira a
conocer lo que sólo se puede pensar, lo incondicionado: las ideas de mundo, Dios y alma
(o, diríamos hoy, en lugar de alma, yo)- encuentra su esfera propia en la Crítica de la razón
práctica.
Es decir, en el juego de las facultades, la facultad de juzgar es mediadora. Es una
facultad de aplicación, dice también Kant en el Prólogo y en la Introducción de la Crítica
del Juicio. Dentro del sistema de las Críticas, la Crítica del Juicio es aquella que le hace
falta escribir para mediar entre la Crítica de la razón pura y la Crítica de la razón práctica;
entre la facultad de los conceptos, dice él, y la facultad de las ideas; entre el entendimiento
y la razón, que tuvieron su fundamentación en cada una de las Críticas anteriores.
Al hacer esta recuperación de las Críticas anteriores en el comienzo de la Crítica
del Juicio, Kant establece la diversidad y la especificidad de la facultad de juzgar. El juicio
es una facultad de aplicación; pero no aplica a los conceptos para constituir un objeto, como
sucede en los juicios de conocimiento, sino para buscar una regla no objetiva. En relación
al uso de la facultad del Juicio, no hay necesidad, sino libertad. La facultad del Juicio tiene
un grado de libertad, en su aplicación, que no tienen las facultades a las cuales Kant les ha
dedicado las otras dos Críticas. En el ámbito de aplicación del Juicio existe algo que Kant
denomina perplejidad: tanto en el juicio teleológico, por el cual se construyen hipótesis
acerca de la naturaleza entendida como un sistema –de ahí el concepto de teleología: una
naturaleza a la que los científicos la piensan organizada como si una mente ordenadora
hubiera puesto en ella un orden para que el hombre lo conozca en el modo de leyes
científicas-, como en el juicio estético, del que nos vamos a ocupar en la clase de hoy,
refiriéndonos a sus dos momentos: la Analítica de lo bello y la Analítica de lo sublime.
De todos modos, de lo que se trata en el juicio estético, como variedad de los juicios
reflexionantes (la otra variedad son los juicios teleológicos), no es de aplicar los conceptos,
como en los juicios determinantes, los juicios de conocimiento, sino de buscar una regla
que no está dada. Por lo tanto, en esa búsqueda hay una perplejidad que está relacionada
con la libertad que se tiene en la aplicación del Juicio como facultad. No es una aplicación
enteramente a priori. La regla que se busca no es enteramente objetiva sino que puede ser
subjetiva, sobre todo, en el juicio estético, en el cual hay más libertad que en el juicio
teleológico.
La perplejidad, que causa la búsqueda de un principio que puede no ser objetivo
sino subjetivo –en principio, no se sabe-, se encuentra, sobre todo, en los juicios estéticos,
más que en los juicios teleológicos. Hay más libertad (en el uso de las facultades de
conocimiento) en los juicios estéticos; pero ambos, no obstante, son juicios reflexionantes,
y no juicios determinantes: el concepto no está dado. Y en la medida en que en el juicio
estético hay más libertad (que en el juico teleológico) respecto del concepto, se crean las
condiciones para que aparezca (en lugar del conocimiento: “Esto es X [el concepto del
objeto]”) un sentimiento de placer o dolor (“Esto es bello” o “esto es sublime” [qué es el
objeto queda, por un instante, sin determinar]).
Dice Kant en el primer párrafo del punto IV de la Introducción a la Crítica del
Juicio:
El Juicio, en general, es la facultad de pensar lo particular como contenido en lo universal.
Si lo universal (la regla, el principio, la ley) es dado, el Juicio, que subsume en él lo
particular […] es determinante. Pero si sólo lo particular es dado, sobre el cual él debe
encontrar lo universal, entonces el juicio es solamente reflexionante.

Kant, I., Crítica del Juicio, trad. M. García Morente, Madrid, Espasa Calpe, 3ª. ed., 1984, p.
78
[Esta paginación no se corresponde con la de las reediciones posteriores que hace de esta
misma traducción la editorial Espasa Calpe: se trata de una edición de bolsillo, que salió
como “volumen extra”]

De lo que se trata, al hacer esta presentación tan general, es de intentar entender,


dentro del concierto de las facultades kantianas, qué lugar ocupa la Crítica del Juicio y qué
es lo que habilita que aparezca, ya en el primer parágrafo del primer momento de la
Analítica de lo bello, la figura del sentimiento de placer y dolor.
Uno podría decir que el problema de la Crítica del Juicio, en lo que respecta al
juicio estético, es la relación entre apriorismo y placer: ¿cómo un sujeto, con las facultades
de conocimiento, experimenta algo que no es conocimiento sino placer?
El problema se podría plantear también en los términos en los que lo plantea
Adorno, en el capítulo 1 de Teoría estética, para referirse a la Crítica del Juicio como una
obra que entra en dialéctica con la teoría más opuesta a ella, la teoría psicoanalítica del arte:
el problema del juicio estético es el del hedonismo castrado; si lo interesante (lo que place a
los sentidos) puede ser contemplado de manera desinteresada, es porque media la
castración.
Llamarle hedonismo castrado al placer desinteresado es, de parte de Adorno, una
crítica a la estética kantiana. Pero esa crítica encierra, a su modo, un profundo elogio hacia
esa estética, porque le reconoce haber creado, para el goce estético, un umbral: tiene que
haber una restricción para que el placer estético sea, como comportamiento burgués, un
comportamiento distinto de la mera apetencia. En lugar de acercarse al objeto para
apropiarse de él, el sujeto toma distancia, para contemplarlo. Dice Adorno:

Paradójicamente, la estética se le convierte a Kant en un hedonismo castrado, en un placer


sin placer, igualmente injusto con la experiencia artística (en la que el agrado tiene un lugar,
pero no es en absoluto el todo) y con el interés corporal, con las necesidades reprimidas y
no satisfechas, que también vibran en su negación estética y hacen de las figuras algo más
que modelos vacíos.

Adorno, T. W., Teoría estética, Obra completa 7, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal,
2004, p. 23

Hay, entonces, una necesidad, de parte de Kant, de establecer un límite (un umbral)
a partir del cual exista una experiencia que sea, en tanto placer estético, algo diferenciado
del mero deleite, de la mera sensación de lo agradable. Pero, de todos modos, podríamos
entender qué es lo que responde la Crítica del Juicio, analizando, primero, qué es aquello
de lo cual debe dar cuenta un filósofo trascendental cuando se enfrenta al problema del
placer.
En este sentido, al final de la fundamentación del juicio estético, Kant le dedica un
reconocimiento a Burke, diciendo que el punto de vista fisiológico, presente en la
Indagación sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y de lo bello, es un gran aporte
para la antropología, no para la filosofía trascendental, en la medida en que ese punto de
vista fisiológico se concentra en lo que podríamos llamar el aparato sentimental del sujeto
(las pasiones) y no en cuáles son las condiciones de posibilidad (el uso específico y
modificado de las facultades de conocimiento) para que exista el placer estético, el placer
propio de lo sublime y de lo bello.
La crítica de Kant a la fisiología burkeana se encuentra en la Nota general a la
exposición de los juicios estéticos reflexionantes que está después del parágrafo 29 (y antes
del 30) de la Crítica del Juicio. Esta Nota no está numerada como parágrafo.1

Ahora se puede comparar con la exposición trascendental, hasta aquí llevada, de los juicios
estéticos, la fisiológica, como la han trabajado un Burke y muchos hombres penetrantes,
entre nosotros, para ver adónde conduce una exposición meramente empírica de lo sublime
y lo bello. Burke, que, en ese modo de tratarla, merece ser nombrado como el autor más
distinguido, consigue, por ese camino (…), la solución siguiente…: “que el sentimiento de
lo sublime se funda en el instinto de conservación y en el miedo, es decir, en un dolor que,
como no llega hasta la verdadera alteración de las partes del cuerpo, produce movimientos
que, limpiando los vasos más finos, o los más groseros, de obstrucciones peligrosas o
pesadas, se encuentran en estado de excitar sensaciones agradables, no ciertamente placer,
sino una especie de temblor satisfactorio, cierta paz que está mezclada con terror”.
Lo bello, que él funda en el amor (del cual, sin embargo, quiere considerar el deseo como
separado), lo reduce (…) a “el relajamiento, la distensión y embotamiento de las fibras del
cuerpo, y, por tanto, un enternecimiento, desenlace, agotamiento; un sumirse, agonizar y
disolverse de placeres”.

En este fragmento, se ve cuál es la reconstrucción de los argumentos burkeanos que


hace Kant, después de decir que es el autor más distinguido de entre los que hacen planteos
fisiológicos. Se trata de una crítica, pero es una crítica a modo de elogio: una crítica al
mejor de los fisiólogos.
Más allá de que lo que Kant presenta como una explicación puramente fisiológica
(casi médica) es una visión maquínica del cuerpo (una reducción de su funcionamiento a
los estados de tensión y relajación, sístole y diástole, digamos) se trataría -en términos de
reconocimiento a Burke y, a la vez, de crítica- de mostrar que, si la diferencia es la
intensidad, lo que vale para lo sublime vale también para lo bello: se acelera el ritmo
cardíaco, la sangre es bombeada con mayor celeridad y, una vez que se obtiene el placer, se
produce la operación inversa, con lo cual el cuerpo se relaja.
De todas maneras, el problema, para Kant, no es la explicación fisiológica (que

1
En la edición moderna de Austral con la traducción de Manuel García Morente la página de dicho apartado
es 214.
puede ser perfectamente plausible, como explicación médica), sino cómo se justifica en
términos trascendentales:

Y después justifica ese modo de explicación, no sólo en casos en que la imaginación


se une al entendimiento, sino incluso en otros en que se une a una sensación de los
sentidos, para despertar en nosotros tanto el sentimiento de lo bello como el de lo
sublime. Como observaciones psicológicas, esos análisis de los fenómenos de
nuestro espíritu son grandemente hermosos, y proporcionan rica materia a las
investigaciones preferidas de la antropología empírica. No se puede tampoco negar
que todas nuestras representaciones, sean, del punto de vista objetivo, solamente
sensibles, o sean totalmente intelectuales, pueden, sin embargo, subjetivamente, ir
unidas con deleite o con dolor, por muy poco que se noten ambos (porque ellas
afectan del todo el sentimiento de la vida, y ninguna de ellas, en cuanto es
modificación del sujeto, puede ser indiferente), y hasta que, como opinaba Epicuro,
el placer y el dolor son siempre, en último término, corporales, aunque partan de la
imagen y hasta de representaciones del entendimiento, porque la vida, sin
sentimiento del órgano corporal, es sólo conciencia de la propia existencia, pero no
sentimiento del bienestar o malestar, es decir, de la excitación, de la suspensión de las
facultades vitales, pues el espíritu, por sí solo, es todo vida (el principio mismo de la
vida), y las resistencias, las excitaciones, hay que buscarlas fuera de él, y, sin
embargo, en el hombre mismo, por tanto, en la unión con su cuerpo.

La explicación de cómo las representaciones se pueden unir con placer y dolor,


como explicación fisiológica, podría ser plausible, en la medida en que el sentimiento
mismo de la vida –en los términos epicúreos que Kant cita pasa por el cuerpo. Incluso lo
intelectual, en la medida en que lo experimenta un sujeto vivo –un ser humano de carne y
hueso− está unido con su cuerpo. Por lo tanto, Burke ha hecho una notable contribución a
la antropología. El último Kant, de hecho, escribe una Antropología en sentido pragmático,
porque está interesado en un estudio sobre la parte empírica del sujeto humano, al que ya ha
estudiado en tanto sujeto trascendental.
La reconstrucción de la estética burkeana Kant la hace con las mismas facultades de
su propia fundamentación de lo sublime y de lo bello: el entendimiento y la imaginación.
Como si, de alguna manera, la estética fisiológica fuera fisiológica sólo desde el punto de
vista trascendental. Sólo porque hubo después de Burke un punto de vista trascendental se
puede decir que el punto de vista burkeano es fisiológico. Lo fisiológico burkeano está
leído como tal en clave kantiana. No nos olvidemos que esta crítica (y elogio) hacia Burke
es la culminación de la analítica de lo sublime, es decir, Kant ya expuso la analítica de lo
bello y de lo sublime. Al final, justamente, aparece la insuficiencia del punto de vista
fisiológico. Esa insuficiencia, en última instancia, es que Burke no tiene una teoría general
de los juicios en la que los juicios sobre lo bello y lo sublime puedan ser delimitados por
otros tipos de juicio. Lo que en Burke es indiferencia (como grado cero de la experiencia
estética), en Kant es conocimiento. Pero Kant tiene una teoría del conocimiento y una ética,
además de una estética. Por lo tanto, lo bello es distinto de lo agradable y de lo bueno. Lo
sublime es distinto de lo terrible, de lo monstruoso y de lo colosal. Pero se trata de
diferencias al interior de una teoría general de los juicios que, por no tener Burke la suya,
no puede fundamentarla de un modo que no sea empirista-psicológico. Es cierto que él
habla de placer relativo (deleite), de dolor relativo (que lo llama de distintas maneras, pero
la más fuerte de las tres es el pesar), como placeres y dolores distintos del placer y el dolor
positivos (o verdaderos), pero de todas maneras no hay categorías estéticas en Burke (de lo
bello y de lo sublime) que se delimiten entre sí por el estado de las facultades de
conocimiento (facultades que funcionan, en el gusto, de un modo distinto que en el
conocimiento), como va a pasar con las categorías kantianas.
La diferencia de intensidad entre lo sublime y lo bello, en Kant, no se debe a que
haya una idea distinta asociada a la emoción (la muerte o la soledad), sino que se produce
ese tipo de placer (positivo, en lo bello y negativo, en lo sublime) en la medida en que las
facultades del sujeto se relacionan entre sí de una manera diferente. La diferencia radica en
que las facultades tienden a la concordancia en lo bello (entre la imaginación y el
entendimiento) o a la disonancia -al desacuerdo- en lo sublime (entre la razón y la
imaginación). Se trataría, para Kant, de fundamentar el placer en el uso libre de las
facultades de conocimiento y no en una idea (idea en sentido empirista: la idea de muerte,
para lo sublime, o la idea de orgasmo, para lo bello) que está asociada al objeto que
produce una emoción con distinto grado de intensidad. Si no, uno podría pensar que,
efectivamente, sea lo bello o lo sublime de lo que se trata en cada caso, siempre se trata de
una descarga corporal: un simple esquema de tensión y relajación. Así, poco importaría si
se trata de lo bello o de lo sublime, salvo por la variación de intensidad.

Pero si la satisfacción en el objeto se funda únicamente en el hecho de que éste mediante


encanto o emoción, entonces no se puede exigir a ninguna otra persona que esté de acuerdo
con el juicio estético que enunciamos, pues sobre eso, cada uno interroga, con razón, sólo
su sentido privado.

Los argumentos anteriores de Kant son relevantes para la crítica al punto de vista
fisiológico en estética, pero el que acaba de decir es clave para no adoptarlo, en la medida
en que lo más problemático de toda fisiología es el subjetivismo de su idea del juicio. El
problema del juicio, entendido a la manera fisiológica, es que queda restringido a la esfera
privada. Y no sólo a la esfera privada entendida como el ámbito de los salones (el círculo
cerrado de los pares), sino a la inefabilidad de la experiencia. Es decir, cuando alguien
interroga a otro respecto de cómo experimenta determinado objeto, el otro responde
“bello”, y con “bello” quiere decir algo que, en última instancia, resulta intransferible como
experiencia del orden de la intensidad. Dice en lenguaje universal (la palabra “bello”) algo
estrictamente particular (su sentimiento, en ese instante, de que algo es bello). Así lo
planteaba Hume: lo que se discute como problema del gusto es qué quiere decir “bello”
para cada interlocutor. Porque, en última instancia, de lo que se trata en el punto de vista
fisiológico es de algo para lo cual el lenguaje, incluso el lenguaje más refinado, sería
insuficiente. Uno podría preguntarse si la relajación posterior a la obtención del placer ha
sido bien descrita. Pero esa descripción, en tanto buena descripción, está relacionada sólo
con la cultura y la facilidad de palabra. O, si no, con la familiaridad que tengamos con la
persona con la que estamos hablando, que nos permite saber que está siendo sincera
respecto de la intensidad de su experiencia. Pero se trataría, en última instancia, de algo que
queda en foro interno en cuanto a su carácter experiencial. Continúo con la cita:

Pero entonces toda censura del gusto cesa también totalmente, pues habría que hacer del
ejemplo que otros dan, por la concordancia casual de sus juicios, una orden de aplauso para
nosotros, y contra este principio, sin embargo, nos alzaríamos probablemente y apelaríamos
al derecho natural de someter el juicio que descansa en el sentimiento inmediato de la
propia satisfacción a nuestro sentido propio y no al de otros.
Si nosotros quisiéramos compartir el juicio, cuando la experiencia no la sentimos
del modo en que nos es comunicada (como bella o sublime), tendríamos que plegarnos a él
como algo arbitrario, bajo el modo de la autoridad: me debe gustar lo que le gusta a otro o a
otros. Pero si, así y todo, uno quisiera entender lo que se nos acaba de comunicar como
bello o como sublime, entonces, apelaríamos a la comparación con estados similares de
parte nuestra en nuestra propia experiencia pasada. En ese caso, estaríamos, de algún modo,
estableciendo un parámetro que siempre sería un parámetro relativo a nosotros. La
comparación con los propios parámetros de intensidad tendría el mismo problema que el
caso del término medio aristotélico: si yo comparo la valentía ajena con la mía propia, la
comparo de acuerdo con mis propios extremos (la cobardía y la temeridad eran los
extremos respecto de la valentía como término medio relativo al sujeto). ¿A qué distancia
de estos dos extremos está mi término medio? (se trata de un ejemplo pedagógico, nada
más). Es decir, la comparación empática con la propia experiencia, para comprender el
juicio ajeno, siempre es problemática.
En el párrafo siguiente aparece una categoría muy vinculada con el Kant de los
escritos políticos y de filosofía de la historia: la categoría de pluralismo.

Así, pues, si el juicio de gusto no ha de valer como egoísta, sino que, según su naturaleza
interior, es decir, por sí mismo y no por los ejemplos que otros dan de su gusto [porque en el
caso anterior, el de la comparación de la experiencia del otro con mi propia experiencia,
seguiríamos en una perspectiva egoísta], ha de valer necesariamente como pluralista;

Aun cuando en la estética fisiológica yo compare los juicios ajenos con mis juicios
propios, esos juicios tendrían siempre una perspectiva egoísta y no pluralista. La
perspectiva pluralista, en Kant, es siempre una perspectiva de lo trascendental y no una
perspectiva del consenso (el juicio privado de X se compara con el juicio privado de Y y,
entonces, lo que obtenemos es un principio de acuerdo acerca de qué es lo que ha sentido
cada uno). El consenso resultaría de la comparación de los egoísmos individuales. En la
Crítica del Juicio, en cambio, el pluralismo es una perspectiva trascendental y no empírica
(ni siquiera es pragmática, que es el punto de vista mixto –entre empírico y trascendental−
que desarrolla el último Kant, por el cual la situación histórica ilustrada, como situación
empírica, debe ser vista con la perspectiva del ciudadano del mundo: como idea
regulativa).
La categoría de pluralismo estético Kant la utiliza en la Antropología en sentido
pragmático. En esta obra, en el parágrafo 2 (“Del egoísmo”), describe tres tipos de egoísta:

El egoísta lógico tiene por innecesario contrastar el propio juicio apelando al entendimiento
de los demás, exactamente como si no necesitase para nada de esta piedra de toque (…)
Pero es tan cierto que no podemos prescindir de este medio para asegurarnos de la verdad
de nuestros juicios, que acaso es ésta la razón más importante por la que el público docto
clama tan insistentemente por la libertad de imprenta (…)
El egoísta estético es aquel al que le basta su propio gusto, por malo que los demás puedan
encontrarlo o por mucho que puedan censurar o hasta ridiculizar sus versos, cuadros,
música, etc. Este egoísta se priva a sí mismo de progresar y mejorar, aislándose con su
propio juicio, aplaudiéndose a sí mismo y buscando sólo en sí la piedra de toque de lo bello
en el arte.
Finalmente, el egoísta moral es aquel que reduce todos los fines a sí mismo, que no ve más
provecho que el que hay en lo que le aprovecha, y que incluso como eudemonista pone
meramente en el provecho y en la propia felicidad –no en la idea del deber- el supremo
fundamento determinante de su voluntad (…)
Al egoísmo sólo puede oponérsele el pluralismo, esto es, aquel modo de pensar que consiste
en considerarse ni conducirse como encerrando en el propio yo el mundo entero, sino como
un simple ciudadano del mundo.

Kant, I., Antropología en sentido pragmático, trad. José Gaos, Madrid, Alianza, 1991, Libro
Primero, # 2, pp. 17-19

El pluralismo, como salida del egoísmo, la propicia el propio egoísmo. Kant, en el


aspecto político, es liberal. La penuria que traería el egoísmo hace que los hombres
comparen los juicios, como parte de la “insociable sociabilidad” que da origen a la sociedad
civil. El pluralismo de la Crítica del Juicio no es un pluralismo liberal- político, sino un
pluralismo filosófico –aunque con una raíz político-utópica- que podríamos llamarlo
trascendental. Recordemos que Kant –volviendo al texto de la Crítica del Juicio− está
diferenciando el punto de vista trascendental del punto de vista empírico. Sigo la cita de la
Crítica del Juicio donde la había dejado:

si se le estima de tal modo que se pueda pedir al mismo tiempo que cada cual deba
adherirse a él [al juicio de gusto], entonces tiene que tener a su base algún principio a
priori (subjetivo u objetivo), al cual no se puede llegar nunca acechando leyes
empíricas de modificaciones del espíritu, porque éstas no dan a conocer más que cómo
se juzga, pero no mandan cómo se debe juzgar, y aún de tal modo, que la ley sea
incondicionada; esto es lo que los juicios de gusto presuponen al pretender que la
satisfacción vaya inmediatamente unida con una representación.

El pluralismo no es algo que esté en la voluntad de los sujetos empíricos, como si


ellos, por su solo grado de ilustración, quisieran compartir sus juicios egoístas para salir
del egoísmo, sino algo intrínseco al juicio estético. Esta es la verdadera revolución kantiana
en materia de estética liberal: aspirar a compartir los juicios estéticos no depende del nivel
de educación y refinamiento de cada sujeto empírico ilustrado (por más que, efectivamente,
la época ilustrada así lo demande), sino del tipo de universalidad y del tipo de modalidad
que tienen esos juicios (de acuerdo con el segundo y el cuarto momento de la Analítica de
lo bello).
Independientemente de que cada sujeto empírico tenga distinta voluntad de compartir
sus juicios (y de que muchos lo hagan simplemente para mostrar su grado de ilustración y
sociabilidad), el pluralismo pertenece intrínsecamente al juicio estético. Es una propiedad
de los juicios estéticos, y no algo que dependa del sujeto empírico que los enuncia en
sociedad.
Este matiz es fundamental para diferenciar el punto de vista fisiológico del punto de
vista trascendental. El pluralismo, de acuerdo con la Crítica del Juicio, no radica en la
educación del sujeto individual, como en Burke, sino en las condiciones de posibilidad del
juicio estético. En el punto de vista fisiológico, el sujeto puede compartir el juicio egoísta,
en todo caso, para salir de su egoísmo y ejercer así su condición ilustrada. Pero no porque
comparta el juicio con otros sujetos deja de ser egoísta. El juicio estético, en la
fundamentación fisiológica, es egoísta, aunque el sujeto sea pluralista, y se comporte de
manera pluralista, al querer compartirlo. El juicio estético de un sujeto pluralista,
fisiológicamente explicado, siempre es explicado como un juicio egoísta que busca ser
comparado con otros juicios egoístas para salir del egoísmo y entrar empíricamente en el
pluralismo del consenso. En la fundamentación trascendental sucede al revés: el juicio
estético aspira a ser compartido (por el tipo de juicio que es) aunque el sujeto quiera
mantenerlo en la esfera privada. El juicio de gusto –fundamentado trascendentalmente- es
pluralista, aunque el sujeto que lo enuncia sea egoísta.

Así, pues, la exposición empírica de los juicios estéticos puede, desde luego, constituir el
comienzo para proporcionar la materia para una investigación más alta [Kant considera a
Burke alguien que le ha ayudado con esta materia fisiológica, sobre la cual ha razonado, a
establecer el punto de vista trascendental como un punto de vista diferenciado de los puntos
de vista fisiológicos, de los cuales dice él que Burke es uno de los mejores exponentes];
pero una explicación trascendental de esa facultad es, sin embargo, posible, y pertenece
esencialmente a la crítica del gusto, pues sin tener éste principios a priori, le sería imposible
regir los juicios de otros y fallar sobre ellos, aunque sólo fuera con alguna apariencia de
derecho, por medio de sentencias de aprobación o reprobación.
Lo que aún queda de la analítica del Juicio estético está encerrada, ante todo, en la
deducción de los juicios estéticos puros.

Empecé por el final (después retomaremos los 29 parágrafos anteriores) para que se vea por
qué el pluralismo estético no es una cualidad solamente ilustrada en Kant, aún cuando
también sea una cualidad ilustrada. Quiero decir, no es solamente una cualidad ilustrada
(aunque sea ilustrada) porque no depende de que el sujeto empírico quiera salir de la
minoría de edad y pensar por sí mismo (en el sentido del escrito ¿Qué es ilustración?). No
se trata, simplemente, de formarse uno por sí mismo sus propios juicios y, después, querer
compartirlos con otros -algo que sí bastaría para ser empíricamente pluralista-, sino del
régimen mismo de los juicios estéticos, por la cual, cuando los sujetos los enuncian, no
están siendo sólo de hecho ciudadanos del mundo avant la lettre, sino siendo también
pluralistas de derecho. No importa que se trate de personas que desearían profundamente
no compartir ni su juicio estético ni la posesión del objeto del cual dicen Esto es bello.
No es que Burke, para Kant, esté equivocado; es que adopta un punto de vista que
no es propiamente filosófico trascendental. Hoy podríamos atribuir este punto de vista a un
sociólogo, a un antropólogo o a un psicólogo, en cuanto a cómo explica el placer estético.
Antes que una explicación falsa, es una explicación protofilosófica. Tengamos en cuenta
que Kant respeta mucho su propio pasado: él ha sido, en su escrito precrítico Sobre el
sentimiento de lo sublime y de lo bello, fundamentalmente burkeano, y no humeano ni
lockeano.
Podemos decir, entonces, que hay algo en lo que conceptualiza Burke que, desde un
punto de vista antropológico, es correcto. Esto se ve cuando, en su Antropología en sentido
pragmático, Kant se ocupa del problema del gusto y teoriza aquellos aspectos que no están
teorizados en la Crítica del Juicio: los aspectos que él llama pragmáticos.
En Kant, el punto de vista pragmático (que aparece en sus últimos escritos: los
escritos antropológicos, los de filosofía de la historia y sobre todo, los escritos de
intervención política) es el punto de vista que busca establecer una relación entre lo
empírico y lo trascendental a partir del concepto de hombre, ya no de sujeto. El punto de
vista pragmático tiene en cuenta, precisamente, el estado empírico del hombre y su
proyección trascendental: qué es lo que el hombre puede llegar a hacer de acuerdo al uso
racional de sus facultades, cuando se comporta como un ciudadano del mundo. El punto de
vista pragmático es el de un ciudadano del mundo, un punto de vista cosmopolita.
En el Libro II de la Antropología en sentido pragmático, llamado “El sentimiento de
placer y displacer”, en el § 60, “Ilustración mediante ejemplos,” dice:

¿Por qué es el juego, principalmente con dinero, tan atrayente y, cuando no es demasiado
interesado, la mejor manera de distraerse y reponerse tras un largo esfuerzo intelectual?
Pues, no haciendo nada, el reponerse es muy lento. Porque es un estado de temor y de
esperanza incesantemente alternantes. La cena, después de este estado, sabe y sienta
también mejor.
[…] ¿Por qué es el teatro, sea tragedia o comedia, tan cautivador? Porque en todas las
piezas surgen ciertas dificultades, la inquietud y la perplejidad en medio de la esperanza y la
alegría. Y este juego de contrarias emociones es, al terminar la pieza, un estímulo favorable
para la vitalidad del espectador, al que ha puesto interiormente en conmoción.
[…] ¿Por qué termina una novela de amor con el casamiento y por qué causa es repugnante
y absurdo un tomo suplementario que la prolonga dentro del matrimonio?
[…] ¿Por qué es el trabajo la mejor manera de gozar de la vida? Porque es una ocupación
molesta, en sí desagradable, y sólo satisfactoria por su resultado, y el reposo se torna, por el
mero desaparecer una larga molestia, en un notorio placer.
[…] El tabaco está unido, ante todo, con una sensación desagradable. Pero justamente
porque la naturaleza suprime en el acto este dolor, segregando una mucosidad del paladar o
de la nariz, se convierte en una especie de buena compañía, que entretiene y despierta a
cada momento nuevas sensaciones, e incluso pensamientos.
[…] Al que, por último, no le incita a la actividad ningún dolor positivo, le afectará un dolor
negativo: el aburrimiento o vacío de sensaciones. Antes se sentirá impulsado a hacer algo
que le perjudique que a no hacer absolutamente nada.

Resumí estos ejemplos que da Kant, y que responden a la pregunta por el placer
entendido como placer estético desde el punto de vista antropológico-pragmático: cómo
puede ser que haya una conexión tan fuerte, y tan intrínsecamente fuerte, entre el placer y el
dolor.
Al culminar el apartado, Kant habla de placer positivo, una categoría que, en Burke,
está referida al placer estético, y que, precisamente, es diferente de la noción de placer
relativo, que se correspondía a la noción de delight, “deleite”.
Burke aclara que, aunque la palabra delight no suele usarse con el sentido de placer
relativo, sino casi con el sentido contrario, como placer pleno, para él equivalía a placer
relativo. Este placer relativo es, en Burke, el que depende, para ser placer, del momento
previo, que era de dolor.
Así, todos estos ejemplos que reúne Kant en su Antropología, vinculados a la
pregunta por el placer, corresponden a lo que Burke llama deleite. De hecho, si ustedes se
fijan, Kant los presenta siempre como la restitución de un estado contrario al estado
anterior. Es decir, lo que se puede explicar más fácilmente desde el punto de vista
antropológico es no tanto el placer positivo, sino el placer relativo; no tanto el placer
estético, sino el deleite. Estos ejemplos de placer sensible corresponden, en la Crítica del
Juicio, al sentimiento de lo agradable, que es de lo primero que Kant diferencia lo bello. Lo
que en Burke vimos como deleite, en Kant será agrado, la sensación de lo agradable. La
diferencia entre una sensación y un sentimiento es sustancial, porque el sentimiento es
subjetivo y la sensación es objetiva. Es decir, la sensación de lo agradable depende
estrictamente de la presencia del objeto, el sentimiento de lo bello, del libre juego entre las
facultades de conocimiento del sujeto: el entendimiento y la imaginación.
Kant retoma, en la Antropología, el concepto burkeano de deleite, siempre en el §
60:
El deleite es un placer por medio del sentido –es decir, no del sentimiento-. Y lo que da
placer a éste se dice agradable. El dolor es el displacer por medio del sentido –es decir, por
medio de alguno de los cinco sentidos- y lo que produce es desagradable. Deleite y dolor no
son mutuamente como la ganancia y la carencia:+ y 0, sino como la ganancia y la pérdida: +
y -. Esto es, lo uno no es opuesto a lo otro meramente como su contradicción sino también
como su contrario. Las manifestaciones de lo que place o displace y de lo que hay en el
medio, lo indiferente, son demasiado vastas, pues pueden llegar también hasta lo intelectual,
donde no coincidirán ya con el deleite y el dolor.

Kant diferencia, aquí, placer sensible de placer intelectual. Y el placer sensible es el


placer propio de lo agradable, el placer propio de los sentidos, el placer propio de la
presencia de un objeto ante los sentidos de un sujeto. Por ejemplo, cuando alguien acaricia
algo suave y tiene una sensación de suavidad, que es placentera. Esto es, precisamente,
agradable: depende de la presencia del objeto.
Kant dice, un poco más adelante, en la página 157, dentro de este mismo parágrafo
60 de la Antropología:

Así pues, a todo deleite ha de preceder el dolor. El dolor es siempre lo primero, pues, ¿qué
otra cosa se seguirá de una continua expansión de la fuerza vital que, sin embargo, no puede
elevarse por encima de cierto grado, sino una rápida muerte del goce?

El deleite está definido como placer relativo, en el mismo sentido que Burke:

Deleite es el sentimiento de la expansión de la vida. Dolor es una represión de ésta. La vida


animal es, como ya han hecho notar los médicos, un continuo juego del antagonismo entre
ambas cosas.

El punto de vista fisiológico, que en la Crítica del Juicio Kant le atribuye


meritoriamente a Burke como un aporte a la antropología es, precisamente, el que Kant, en
su propia Antropología, retoma cuando se dedica a explicar todos los aspectos sensibles,
que en la Crítica del Juicio dejó afuera.
Si algo tiene de obsesivo Kant es que, precisamente, a cada problema le dedica un
libro, pero nunca mezcla los problemas en un mismo libro. No es que a Kant no le interese
el punto de vista antropológico: simplemente que, cuando escriba su Antropología, va a
recuperar todo lo que, para él, sea recuperable de la Inquiry burkeana, pero no lo va a hacer
en la Crítica del Juicio, donde en cambio va a marcar su distancia, su diferencia, con el
punto de vista fisiológico, porque necesita instaurar, en relación al juicio estético, el punto
de vista trascendental.
Cierra el parágrafo, antes de dar los ejemplos con los que empecé esta cita,
diciendo:
Los dolores que remiten lentamente, como el paulatino convalecer de una enfermedad o la
lenta readquisición de un capital perdido, no tienen un deleite vivo como secuela, porque la
transición es imperceptible.

Es decir, lo que hace placentero al juego, al teatro a la novela amorosa, al descanso


después del trabajo y al tabaco –los ejemplos que leímos anteriormente− es que consisten
en la remoción de un dolor, y en que esa remoción sucede instantáneamente. No hay una
transición lenta, como cuando alguien pierde dinero y lo va recuperando de a poco con los
meses o los años. Lo mismo pasa cuando una persona se recupera lentamente de una
enfermedad: el hecho de curarse, salvo que sea súbito e inesperado, no produce una
sensación de placer. El placer de la sensación (es decir, el placer de lo agradable, el placer
relativo, el deleite) es el de recuperar inmediatamente algo que se ha perdido.
El deleite es la figura de los obreros saliendo de la fábrica, que además son las
primeras imágenes cinematográficas, filmadas por los hermanos Lumière. Esas imágenes
las recupera Harun Farocki en su película Trabajadores saliendo de la fábrica, para reparar
en que en todas las imágenes que se han filmado, en distintas épocas, a la salida de la
fábrica, los obreros salen corriendo. Del trabajo se sale corriendo, se sale feliz de haberlo
terminado, feliz de entrar en el tiempo libre, feliz de dejar de trabajar. Esta imagen de la
salida de la fábrica, que parece la imagen misma de la felicidad, es en realidad la del
deleite: alguien que corre a ocupar el tiempo del día que le queda para sí.
En la Crítica del Juicio Kant sólo va a señalar cuál es la diferencia entre lo bello y
lo agradable, y pareciera que a Kant lo agradable no le interesara o lo desdeñara. Y no es
así: lo tenía reservado para la Antropología, en la cual le dedica todo un capítulo al placer y
al dolor, retomando la conceptualización burkeana. Lo que ocurre es que, en la Crítica del
Juicio, la categoría de lo agradable es el límite con lo bello, del mismo modo que la otra
categoría limítrofe es lo bueno. Pero esto no significa que a Kant lo agradable le parezca
indigno de teorización filosófica. Lo que podemos decir es que, cuando la filosofía tematiza
la sensación de lo agradable se vuelve antropología en sentido pragmático, es decir, es un
tipo de saber que trata de articular lo trascendental con lo empírico. Mientras que la Crítica
del Juicio, quirúrgicamente, se ocupa de lo trascendental del juicio estético. Lo bueno tiene
sus libros kantianos, lo agradable tiene su lugar también en un libro kantiano (la
Antropología en sentido pragmático), y lo trascendental del juicio estético tiene la primera
parte de la Crítica del Juicio para él. En la aspiración sistemática de la filosofía kantiana,
prácticamente, no hay tema que sea indigno de un tratamiento filosófico. En todo caso, de
lo empírico Kant se va a ocupar al final de su vida, después de terminadas las Críticas. Lo
agradable, al igual que lo bueno, es el límite del punto de vista estético: es aquello que va a
quedar fuera de él y, en la medida en que queda afuera, va a ser su sombra: aquello que
sostiene la teorización trascendental.
Volviendo a la Introducción de la Crítica del Juicio, la relación entre apriorismo y
placer, tal como aparece allí, es problemática. Vimos recién que el placer es algo que,
cuando es la remoción de un dolor, está vinculado a la sensación corporal de lo agradable, y
no al sentimiento subjetivo. Por lo tanto, la investigación de los juicios estéticos es la parte
–dice Kant- más importante de la Crítica de la facultad de juzgar, porque aunque estos
juicios –los estéticos- no contribuyan en nada al conocimiento de las cosas, pertenecen a la
facultad de conocer y muestran una relación inmediata de esta facultad con el sentimiento
de placer o dolor según algún principio a priori, pero sin confundir a este principio a priori
con lo que pueda ser el motivo determinante de la facultad de desear.
Las facultades que están involucradas en el juicio de gusto –ya está claro desde la
Introducción a la Crítica del Juicio− son las facultades de conocimiento. No hay facultades
específicas en el sujeto (diferentes de las del conocimiento) para experimentar placer
estético. Esto es un avance sideral en la historia de la filosofía, en relación, por ejemplo, a
Baumgarten y a los fundadores de la estética (Baumgarten es el primero que utiliza la
palabra estética para nombrar esta disciplina). Significa un avance en la historia de la
filosofía porque se logra explicar el placer estético por facultades que no son
específicamente estéticas (es decir, el gusto no se explica por una facultad del gusto). En
lugar de postular que hay en el sujeto una facultad –pongámosle el nombre más común: la
sensibilidad- que se relaciona con las cosas bellas por algún tipo de empatía o afinidad, lo
que postula Kant es que con un uso libre de las facultades del conocimiento –no hace falta
agregar ninguna otra facultad- experimentamos, bajo ciertas circunstancias, placer.
Kant dice que entre las facultades de conocimiento y el placer hay una relación
enigmática. Ese enigma es el que resuelva la primera parte de la Crítica del Juicio: cómo
podemos experimentar placer con las mismas facultades que nos permiten conocer. Es
decir, cómo puede haber un instante de desvío, respecto del conocimiento del objeto, que
representa, desde el punto de vista de la experiencia subjetiva, un placer estético.
No puede ser mejor el punto de partida de Kant. Esto es lo que tienen que explicar
los filósofos trascendentales como él: cómo puede un sujeto que conoce a priori
experimentar un placer que no puede ser enteramente corporal, pero donde lo corporal
interviene. Por eso les hablaba del límite entre la sensación y el sentimiento. En el
sentimiento hay un placer de lo bello, que es un placer estético: no es el placer de lo
agradable, que es placer de la sensación.
Aquí también hay burkismo. Estamos hablando de algo que tiene que diferenciarse
de la idea de la muerte y de la idea del sexo (para Burke lo bello y lo sublime son ideas,
ideas en sentido empirista, relacionadas con impresiones de los sentidos) en la medida en
que ya no se adopta el punto de vista de cómo son experimentadas en términos de
intensidad (en cuyo caso, lo sublime, en tanto está relacionado con las pasiones de la
autoconservación, es más intenso que lo bello, que está relacionado con las pasiones de la
sociedad); el juicio estético está vinculado a un uso libre de facultades de conocimiento,
pero lo que se produce por esa libertad es placer. El juicio estético está entreverado con el
placer. Con lo cual lo que va a tener que explicar Kant es cómo se produce un desvío en el
uso de las facultades de conocimiento: cómo no hay conocimiento, cuando iba a haber
conocimiento; cómo se pone entre paréntesis el concepto, cuando iba a haber determinación
de un objeto por un concepto.
El sentimiento de placer y dolor aparece en el modo del desvío del conocimiento, no
en el modo de la irrupción de algo irracional o de algo corporal, o de algo del orden de lo
enteramente exterior a las facultades de conocimiento. Por eso ese placer que se
experimenta cuando no hay conocimiento con las facultades de conocimiento va a estar
vinculado al grado de libertad que tiene el juicio estético, y no al grado de corporalidad que
involucra al sujeto frente a determinados objetos.
Cuando prima lo agradable, en cambio, se trata de otro tipo de experiencia: hay
deseo del objeto. No se disfruta de la representación del objeto (donde no hay un concepto
de él, en el instante del juicio), sino del objeto (hay, entonces, un concepto de lo que él es).
No significa esto que, en el instante del juicio, el sujeto empírico pueda diferenciar,
psicológicamente, si ha dicho “esto es bello”, pero ha experimentado “esto es agradable”: la
diferencia entre lo bello y lo agradable existe desde el punto de vista trascendental (que es
el punto de vista del filósofo, el punto de vista de la fundamentación).
Si la mayoría de ustedes ya cursó Historia de la Filosofía Moderna y Ética, ya sabe
en qué consiste el punto de vista trascendental, por qué, por ejemplo, independientemente
de que el sujeto sea capaz de diferenciar, en cada caso particular, si obró por deber u obró
por una inclinación positiva, lo que fundamenta la moralidad de la acción es el imperativo
categórico. De la misma manera, en la Analítica de los juicios estéticos, aun cuando el
sujeto no pueda determinar si ha juzgado lo bello o ha juzgado lo agradable, si ha juzgado
lo bello, el fundamento de determinación de su juicio es la forma del objeto y no su
contenido (esto lo van a ver en detalle cuando lean el tercer momento de la “Analítica de lo
bello). Se trata, precisamente, de una presencia del a priori sin que ese a priori sea
determinante. Porque si no, habría conocimiento en lugar de juicio estético o –como lo
desarrolla Kant en la segunda mitad de la Crítica del Juicio-, juicio teleológico.
Hay un margen de libertad en los juicios reflexionantes, que abre una brecha para
que aparezca el placer. A esto se refiere Kant cuando dice que el placer es lo enigmático de
los juicios reflexionantes: cuando se produce esa perplejidad, cuando no aparece
inmediatamente el concepto, existe una libertad en el uso de las facultades de conocimiento
que da lugar al placer.
Para el conocimiento de la naturaleza puede y debe ser aplicado algún principio a
priori. Pero no tiene este principio relación inmediata alguna con el sentimiento de placer y
dolor, que es, justamente –aquí cito a Kant− lo enigmático en el principio de la facultad de
juzgar. Si el placer es lo enigmático, es lo que de alguna manera hay que explicar. Y hay
que hacerlo no en términos de la intromisión de un factor externo a las facultades, sino con
el sistema de las facultades que ya fueron tematizadas en la Crítica de la razón pura y en la
Crítica de la razón práctica, que son el entendimiento, la imaginación, y la razón.
Por eso, lo que vamos a ver en el primer momento de la Analítica de lo bello es la
presencia del sentimiento de placer y dolor vinculado a lo que Kant llama un libre juego de
las facultades; en este caso, las facultades son el entendimiento y la imaginación.

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