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Ciudad Fritanga, crónicas de ciudades no-metropolitanas

Editorial Bifurcaciones · www.bifurcaciones.cl


Arquitecto Sullivan 5893, Santiago, Chile.
En alianza con Centro de Estudios Urbano-Territoriales
c e u t · www.ceut.cl.

Primera edición, 2014


isbn 978-956-9501-00-5

Diseño e ilustraciones
Sergio Ramírez Flores

Impreso en
Maval Impresores, Santiago, Chile

Si fuéramos una editorial cualquiera les diríamos que este libro está
protegido y que no pueden copiar ni mostrar nada sin autorización,
pero nos gusta que las ideas fluyan así que pueden reproducirlo libre-
mente e incluso jactarse de ello. Eso sí: nombren autor, fuente y que
sea sin fines de lucro, que tan hippies no somos.
Crónicas de ciudades no-metropolitanas

Ricardo Greene (editor)


Este libro no hubiera sido posible sin el
entusiasmo de sus autores, el apoyo de mi
familia, el éxodo a Talca ni los generosos
consejos de Tomás Errázuriz, Andrea Palet,
Rodrigo Millán, Diego Campos, Claudia
Concha y Samuel Salgado, entre otros.
A todos, muchísimas gracias.
Introducción
Ciudad Fritanga:
entre lo urbano y lo rural
Ricardo Greene
Director Bifurcaciones / Investigador CEUT

La gran ciudad moderna se ha imaginado siempre en contraposición a lo


rural. Si el campo es primitivo, tradicional, pobre y restrictivo, la metró-
polis es el lugar de las posibilidades infinitas, del futuro y del progreso.
El campo es una pieza de tierra congelada en el tiempo que puede darnos
estabilidad pero no asombro. La gran ciudad, en cambio, tiene la cualidad
de lo sublime, produciendo en sus habitantes asfixia y admiración. Puede
generar muchas cosas pero nunca indiferencia.
Tan pronto esta gran ciudad moderna prendió sus luces, las artes sa-
lieron a la calle como polillas hipnotizadas. En el cine, las actualités y los
trabajos de Dziga Vertov enaltecieron su ritmo trepidante; en la pintura,
un poco más tarde, el cubismo y el surrealismo se construyeron desde
la fragmentación y el shock de lo urbano sobre los sentidos; y en la lite-
ratura, el género de la crónica tuvo un segundo aire reemplazando a su
hablante tradicional, el viajero, por el flâneur, un paseante cuyo rostro
se borra en la muchedumbre pero cuya voz se alza entre todas. Un na-
rrador siempre masculino, que disfruta del anonimato y se maravilla de
las multitudes, recolectando novedades efímeras desde una experiencia
subjetiva y parcial. Su hábitat es eminentemente urbano, y lo rural, como
diría Vila-Matas, es para él algo tan extraño como un país extranjero.
Durante el siglo xx , estos imaginarios del campo y la ciudad cambiarán
varias veces de signo, variando sus temas, personajes, sentidos y valores.
Lo único inmutable será que ambos se continuarán definiendo en contra-
posición: por un lado, los rascacielos, los cables, los cuerpos; por el otro,
la familia, las manos, las vacas. Asumiendo la complejidad de un mundo
que no es posible reducir nunca a binarios, este libro -y el trabajo que rea-
lizamos tanto en Bifurcaciones como en ceut- propone un enfoque com-

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pletamente distinto; una mirada continua sobre la realidad que piensa los
territorios en distintas combinaciones de urbanidad y ruralidad. Hasta la
metrópolis más moderna, nos gusta decir, la Nueva York o el Tokio global
de Sassen, contiene características rurales como huertos comunitarios, fe-
rias y mercados o vida barrial, distantes del paradigma de la innovación, la
heterogeneidad y la hiperconectividad. Lo rural, a su vez, está lejos de ser
un reducto estático y con facilidad puede verse en él las transformaciones
que ha producido la tecnología, la llegada de religiones globales o las nue-
vas formas de articular la producción, la familia y la identidad.
Arrancando entonces de la premisa que los territorios combinan siem-
pre, en distintas proporciones, lo urbano y lo rural, este libro busca cubrir
ese espacio que las artes, los medios, las políticas públicas, los estudios ur-
banos y la crónica han dejado de lado: aquellas ciudades que ya no son pue-
blos pero tampoco son –ni tienen por qué serlo– metrópolis. En todo Chile,
de Arica a Puerto Williams, nos hemos acercado a estos lugares que pueden
tener distinto tamaño, población, historia y entorno, pero que comparten
un cierto modo-de-vida. A través de treinta y cuatro relatos inéditos y seis
ensayos fotográficos, hemos querido reconocer sus particularidades.

La Ciudad Fritanga
Llamamos Ciudad Fritanga a este lugar donde la vida social no transcurre
tanto en las calles sino en espacios domésticos o semi-públicos, como
iglesias, clubes deportivos o sedes vecinales; donde los fines de semana
no hay mucho que hacer más que organizar un asado familiar o escapar
rápido a la naturaleza; donde la entretención es poca y pobre, con suerte
un multicine, un partido de fútbol o un teatro que trae de la capital espec-
táculos cómicos o de revista; donde moverse de un lugar a otro no toma
mucho tiempo y la gente se ríe cuando ve los problemas del Transantiago
en la tele, hasta que recuerda que ellos también lo pagaron y lo siguen
pagando; donde el crimen es poco y a nadie preocupa mucho; donde las
calles tienen una presencia ubicua de carros de papafritas, churros y so-
paipillas, pastores evangélicos con altoparlantes, máquinas de habilidad
y destreza, fuentes de soda q​ ue siempre están dando el matinal, tiendas
chinas al por mayor y venta callejera de accesorios para celulares, ropa
íntima, juguetes de plástico y linternas desechables.
Ciudad Fritanga donde convive en tensión una variedad de tiempos: el
tiempo circular de la cosecha y la crianza, de las temporadas y las tempore-

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ras, del día y la noche; y el tiempo lineal del capitalismo y del progreso. Un
lugar donde a las personas les gustaría ganar más plata pero no están muy
dispuestas a deslomarse para ello: si a la pastelería se le acaba el stock a
mediodía, cerrará el local o lo dejará abierto para que los conocidos entren
a conversar, pero de aumentar la producción, ni hablar. Lugares donde el
capitalismo tiene horario. Lo que se agradece.
Ciudad Fritanga a medio camino entre vínculos comunitarios y socie-
tales: por un lado, de relaciones intensas entre familiares y amigos a las
que el extraño puede asomarse pero nunca entrar; y por otro, un lugar
donde también es necesario involucrarse cotidianamente con desconoci-
dos, a quienes pronto se intenta posicionar en el mapa social, buscando
un parentesco, una trayectoria o un apellido que aminore la incertidum-
bre. Porque pese a ser ciudad, la diferencia no es muy bienvenida, y la
discriminación sexual, étnica y de género campea a sus anchas. Pueblo
chico infierno grande, dicen, lo que puede tener muchos males pero
como destacaron Tönnies y Simmel también provee de una buena base
afectiva a sus habitantes. O al menos a muchos de ellos.
Ciudad Fritanga hermanada con sus pares en la precariedad. Lugar
de promesas incumplidas que nadie sabe bien cómo planificar, si con
instrumentos urbanos o rurales, y en eso se ha dibujado tantas veces su
forma que lo que queda es un monstruo de parches verdes y grises que
irradian frustración. Ciudad que parece narrarse con cariño sólo cuan-
do se habla de su pasado. En el Temuco de Sanhueza, en La Serena de
Basualto o en el San Antonio de Mellado, lo positivo se encuentra en la
ciudad que fue o que se recuerda que fue; en la ciudad de la infancia.
Rara vez se dice algo bueno de la ciudad del presente.
Ciudad Fritanga cruzada por una historia de desigualdad y dependen-
cia. Lugar que, con excepciones, no cuenta con un alto capital económico,
humano ni cultural; donde la intelectualidad se ha mermado por la cre-
ciente fuga de cerebros, la casta política sufre de endogamia, populismo e
ineptitud y el empresariado local ha sido reemplazado por grandes corpo-
raciones que tan pronto pueden, se llevan sus utilidades a las metrópolis.
Donde la modernidad se intentó imponer a fuego y la tecnología aterrizó
desgarrando relaciones sociales.
Si Latinoamérica es un continente donde hubo modernización sin
modernidad, la Ciudad Fritanga nos dice que también hay desindustria-
lización sin haber habido nunca una gran industria. Por eso su geografía

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es la de un escenario distópico, ballardiano, con chimeneas en ruinas,
fábricas a medio caer, caminos que no dan a ninguna parte y galpones
vacíos. También de farmacias rutilantes, solitarios edificios de espejos y
centros comerciales que no dan abasto. Ciudades de contrastes. Ciudades
deterioradas. Ciudades fritanga, con políticos fritanga, ejecutivos fritan-
ga, universidades fritanga, periódicos fritanga y circuitos fritanga. Ciu-
dades deformes, sumergidas en aceite hirviendo, quemadas y adictivas,
cancerígenas y abandonadas. Transparentes. Desperdiciadas.

Volviendo a pensar lo urbano


Hace justo una década dimos inicio a la Revista Bifurcaciones para
producir y promover reflexiones sobre la vida urbana contemporánea.
Desde un comienzo quisimos hacer un proyecto que cuestionara las
convenciones de la comunicación académica y de los estudios urbanos.
Arrancamos con una revista digital cuando casi no había ninguna, e in-
tentamos pensar y aprovechar las particularidades del medio; generamos
diversas secciones que convocaran a un público amplio y pusieran freno
a la endogamia académica; planteamos un proyecto independiente que,
aunque en alianza con instituciones formales, mantuviera su libertad de
opinión; cuestionamos el sistema de evaluación académica con sus índi-
ces, redes y distorsiones; trabajamos por reflotar los estudios cualitativos
y culturales sobre la ciudad en un momento en que estaban alicaídos, y
trabajamos por validar formas no convencionales de producción acadé-
mica como ensayos audiovisuales, paisajes sonoros o fotografías.
En esta trayectoria, sin embargo, algo que nunca cuestionamos fue
nuestro propio objeto de estudio: lo urbano; o mejor dicho, lo metropoli-
tano. En 2012 nos trasladamos a la ciudad (fritanga) de Talca, 250 kilóme-
tros al sur de la capital, y asumimos un desafío grande: abordar ese otro
tipo de territorios, también urbano, llamado ciudad intermedia, rururba-
nidad, ciudad pequeña o agrópolis. Desde entonces, los descubrimientos
tanto a nivel profesional como personal han sido múltiples y asombrosos,
y hoy, tras diez años discutiendo la ciudad, hemos querido redefinir nues-
tro campo de trabajo. Damos inicio entonces a la nueva Editorial Bifur-
caciones​,​con un libro dedicado a estos territorios que engarzan de modo
particular lo urbano y lo rural. Sin más preámbulos, dejamos con ustedes
a la Ciudad Fritanga.

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Narrando la ciudad intermedia

Rodrigo Salcedo
P h .   D . / Director C E U T

La gran mayoría de quienes investigan la ciudad habitan en grandes me-


trópolis, por lo que no es de extrañar que sus laboratorios y su realidad
cotidiana estén constituidos por un espacio metropolitano. Nueva York,
Tokio, Chicago, Londres, Sao Paulo e incluso Santiago de Chile han sido
el objeto de miles de tesis, artículos y libros; sus problemas han sido ob-
servados al detalle y es a partir de esas ciudades, sus morfologías y pautas
de socialización, que se han desarrollado modelos de análisis y teorías
que luego son exportadas al mundo entero. Así, por ejemplo, la teoría de
los «círculos concéntricos» de la famosa Escuela de Ecología Urbana de
Chicago (Burguess, 1925), gobernó la discusión urbana por décadas y fue
enseñada como supuesto válido en América Latina, aun cuando la mor-
fología de nuestras ciudades no concordara en nada con el diseño urbano
de la Chicago industrial de entreguerras.
Conceptos como suburbio, gueto, gentrificación, segregación resi-
dencial, clases creativas, urbanismo post-moderno y otros, tienen su ori-
gen, desarrollo y máxima expresión en las grandes áreas metropolitanas.
Son representaciones de realidades que requieren masas poblacionales
enormes, diversas, y espacios urbanos desacoplados de sus entornos físi-
cos inmediatos. Tanto se habla de estos conceptos que los pocos investi-
gadores residentes en urbes más pequeñas comienzan a replicarlos y ver
hasta qué punto sus propias ciudades son reflejo de las «tendencias de la
literatura», llenándose de angustia cuando los modelos deben ajustarse a
porfiadas realidades que son tratadas como resabios pre-modernos.
Al mismo tiempo, desarrolladores inmobiliarios y otros emprende-
dores contribuyen a construir, en las ciudades intermedias, un territorio

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que se parece cada vez más a la metrópolis. Si la literatura habla de pro-
cesos de gentrificación, los desarrolladores comienzan a recuperar cen-
tros urbanos y a otorgarle valor al patrimonio construido, aunque estas
zonas terminen siendo el refugio de habitantes metropolitanos trasplan-
tados por razones de trabajo a estas verdaderas «áreas de barbarie». Si en
las metrópolis las zonas industriales se convierten en espacios culturales,
restaurantes o galerías de arte, en la ciudad intermedia comienza a apa-
recer el mismo fenómeno, aunque lo construido no tenga nada que ver
con la realidad cultural y el modo de vida del «urbanita-aún-semi-rural».
Asimismo, los imaginarios metropolitanos también se van haciendo
realidad en la urbe intermedia. Tal como lo sostiene Soja (2000), existe
una influencia mutua entre el espacio percibido (lo material), el conce-
bido (lo imaginado) y el vivido; lo que lleva a una producción del espacio
que es al mismo tiempo objetiva y subjetiva. La penetración de las TIC’s,
la migración y la llegada de aparatos socio-espaciales como malls y ba-
rrios cerrados van cambiando la imagen que los habitantes de las ciuda-
des intermedias tienen sobre su entorno, al tiempo que van modificando
sus prácticas para hacerlas consistentes con la «nueva ciudad».
En este contexto, el miedo al (casi inexistente) crimen, la desconfian-
za al otro o las distintas percepciones respecto a la distancia y al tiempo
propias de la metrópolis, van alterando la forma tradicional de habitar el
territorio del urbanita-no-metropolitano. Podemos entender entonces a
la urbe intermedia como un territorio «en el margen», pues al no conte-
ner todos los elementos de una metrópolis, para muchos no califica como
plenamente urbana; mientras que para otros, las tradicionales formas de
habitar, la lentitud, la monotonía, los largos espacios de conversación
y ocio, se pierden en el maremágnum del progreso social y económico,
desvirtuando la percepción bucólica asociada al pequeño pueblo. Es asi-
mismo un territorio «en proceso de convertirse» y un punto en un con-
tinuum entre la ruralidad tradicional y la gran metrópolis (Concha, et al,
2013), lo que genera ansiedad, nostalgia y permanentes expectativas de
cambio en sus habitantes.
Con un grupo de investigadores quisimos entender esta realidad poco
conocida e intentar descubrir si existen similitudes entre distintas ciuda-
des intermedias; parecidos que nos permitieran diseñar modelos y teo-
rías más acordes a la realidad que cotidianamente vivimos. Nos muda-
mos de la metrópolis a Talca, a la barbarie, a una ciudad de sólo 230.000

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habitantes, conservadora en lo social y respetuosa –en demasía– de su
historia y de sus élites. Comenzamos a trabajar. Fundamos el Instituto
de investigación c eu t ; establecimos alianzas con ongs e instituciones
públicas; organizamos talleres y otras instancias para vincularnos con la
ciudadanía; inauguramos la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas
de la uc m y, en ella, conocimos la experiencia de vida de alumnos para
quienes el concepto de metrópolis era algo lejano, mucho más que los
250 kilómetros que separan Talca de la capital; y por último, la revista
Bifurcaciones, puntal de los Estudios Urbanos Latinoamericanos desde
hace 10 años, se radicó en la ciudad y reenfocó su línea editorial para
pensar sobre lo urbano en estos territorios.
Medio en broma medio en serio, Michael Dear, uno de los fundadores
de la famosa Escuela de Los Ángeles, en una de sus visitas a nuestra región
nos aseguró estar feliz de haber sido invitado al nacimiento de la «Escuela
de Talca». No somos tan pretenciosos pero si sentimos que estamos explo-
rando un terreno vagamente mapeado, donde hay mucho por hacer.
El trabajo ha sido algo difícil y solitario; de partida, porque tenemos
pocos interlocutores: aquí en Talca a pocos les interesa el tema y en San-
tiago nos miran con condescendencia, preguntándonos por qué insisti-
mos en hablar de un lugar tan pequeño y marginal. Hemos hecho lo que
hemos podido, y una de las cosas más relevantes que hemos aprendido
es que el estudio de las ciudades y su análisis riguroso no se limita a las
disciplinas tradicionales o a un método en particular, sea éste el análi-
sis censal, las encuestas o la etnografía. Para analizar un fenómeno tan
complejo como el habitar hace falta mucho más que eso; hace falta un
diálogo permanente que ponga en común los tres espacios mencionados
por Soja: un diálogo entre la comunidad (espacio vivido), los creadores y
académicos (espacio concebido), y las autoridades y desarrolladores in-
mobiliarios, quienes tienen el poder de decidir la forma que ha de tener
la urbe (espacio percibido).
La revista Bifurcaciones ha sido ciertamente un aporte central en di-
cho proceso de apertura. Bifurcaciones ha publicado columnas, entrevis-
tas, ensayos y artículos sobre este tipo de territorios; ha producido tres
documentales sobre la vida de barrio en las ciudades del Maule y tam-
bién ha deslumbrado a la región con su proyecto «Esto es Talca», el que,
actualizando la metodología de trabajo desarrollada por el sociólogo y
fotógrafo Camilo José Vergara (expuestas por ejemplo en Vergara, 1995),

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está documentando visualmente la ciudad y llevando un registro de sus
transformaciones en el tiempo.
Hoy Bifurcaciones se embarca en un nuevo proyecto, «Ciudad Fritan-
ga». Apoyado por el Centro de Estudios Urbano-Territoriales ceut, el libro
busca mostrar, a través de la visión de diversos creadores nacionales, el
modo de habitar y las distintas texturas y capas que conforman las ciuda-
des intermedias de nuestro país. Hoy nos queremos quedar con las sen-
saciones, los olores, las descripciones densas de personajes y situaciones.
Muchas de las ciudades intermedias chilenas aún respiran un aire de
aislamiento propio de una época en que el desplazamiento era más difi-
cultoso, una época en que el tren y las historias ferroviarias de estaciones
y pasajeros dominaban la movilidad interurbana. Muchas de las ciudades
intermedias chilenas aún tienen una base productiva poco diversificada,
pudiendo distinguirse ciudades mineras, agrícolas, industriales, turísti-
cas e incluso universitarias. Estas diferencias en la base productiva hacen
que sean no sólo morfológicamente diferentes, sino que el habitar en
ellas deba ajustarse al paisaje y a las condiciones de posibilidad impuestas
por la empleabilidad, las jornadas laborales y la forma de vivir el territo-
rio que los distintos tipos de producción conllevan.
La literatura nortina es un ejemplo de la diferencia. Es el retrato de
un mundo árido y duro, de soledades tanto físicas como espirituales; es
el mundo del migrante sureño que deja atrás una familia, del nacido y
criado en la pampa, de la mina, pero también de la joda interminable en
el bar o en el prostíbulo, del dinero que no hay en que ocupar y que se
transforma tanto en una copa como en una camioneta último modelo.
Esa ciudad que nos presenta la literatura se corrobora dramáticamen-
te al mirar datos censales u otro tipo de información secundaria: las más
altas tasas de inmigración, las más altas tasas de prostitución, pero tam-
bién la zona de más altos ingresos en el país.
Qué diferencia más grande con la ciudad sureña, fría, lluviosa, y
hasta un cierto nivel, matriarcal; o con la ciudad universitaria, alegre,
precaria, de bares baratos y música en vivo; o con la ciudad campesina,
familiar, modesta y siempre en contacto con una realidad amenazada
con desaparecer.
Este libro nos lleva a estos mundos, mundos de sentido, de sensacio-
nes, de ambientes y personajes; recuerdos de la infancia o evocación de
paisajes que a los metropolitanos les pueden parecer tan exóticos como

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podrían ser los de Bangkok o Nairobi.
Este libro busca develan imaginarios que muchas veces permanecen
ocultos en el inconsciente. Es una mirada diferente al fenómeno urbano
no-metropolitano y esperamos que, por ende, se convierta en una refe-
rencia a ser considerada para el análisis de las ciudades.

Referencias Burguess, E. (1925) «The growth of the city: An introduction to a


Research Project». En Park, R., E. Burguess. & R, McKenzie, The
City. Chicago: The University of Chicago Press.

Concha, C., T. Errázuriz, F. Letelier, S. Micheletti, A. Rasse & R.


Salcedo (2013) «Urban or Rural? Rethinking territories, discourses
and practices outside the metropolis». En revision ijurr.

Soja, E. (2000) Post-Metropolis: Critical Studies of Cities and


Regions. London: Blackwell.

Vergara, C. J. (1995) The new American Ghetto. New Brunswick:


Rutgers University Press.

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Arica · 168
El mapa
Iquique · 186 fritanga

Tocopilla · 30
Calama · 116
Antofagasta · 194

Copiapó · 142

La Serena · 150
Coquimbo · 154
Ovalle · 102

Quintero · 40 San Felipe · 94


Limache · 86 Quillota · 146
San Antonio · 120
Angostura · 18
Rancagua · 182
San Fernando · 98
Santa Cruz · 46 Curicó · 124
Constitución · 72 Talca · 172
Cauquenes · 64
Chillán · 158

Temuco · 190 Lautaro · 50

Valdivia · 132
Osorno · 128
Puerto Varas · 60
Ancud · 68
Puerto Montt · 178
Castro · 82

Coyhaique · 90

Punta Arenas · 112

Puerto Williams · 26
CLAUDIA APABLAZA

El olor de
Angostura
aún siento el olor de los cerdos al pasar por Angostura.
En ese entonces éramos niños.
Vivíamos a pocos kilómetros del peaje.
Siempre nos cuidaban otros. Las nanas. Vivíamos en San Francisco de
Mostazal. Mi padre trabajaba en una clínica en Rancagua y mi madre en
un hospital en Santiago. Viajaban todos los días desde la VI región hacia
otros puntos del mapa.
Mi hermana se subió una tarde a la mesa y mamá pilló a la nana bajándola
de un tirón. La echaron de inmediato. La nana lloraba. Nosotras también.
No queríamos que se fuera.
En ese tiempo me hacía la enferma para no ir al colegio. Me llevaban igual.
Les decía a todos que vomitaba en el colegio para que me devolvieran, pero
nunca vomitaba en realidad.
El auxiliar me llevaba en bicicleta a casa. Tocaba el timbre y nunca estaban
las nanas. Yo quería estar con ellas. Siempre me hacían sopas ricas y me
contaban cosas de terror. Que el diablo las violaba o algo así.
Me llevaban a la casa de la directora.
Nos metían a la cama con otros niños enfermos y nos daban lentejas.
Mis padres preferían vivir en un pueblo para movilizarse cada uno a su trabajo.
Alguien nos pasaba a buscar en un bus escolar a las 8 am.
Estábamos todo el día en el colegio del pueblo.
Por las tardes íbamos al campo de las niñas nm.
Las nm tenían un criadero de pollos y cerdos en Angostura.
Le sacábamos galletas a la madre de las nm.
Le sacábamos a la familia de las nm los bizcochos que les daban a los cer-
dos de Angostura.
Ellos amaban a sus cerdos. Nosotras también, pero sólo a los más pequeños.
Todos han sentido el olor de Angostura cuando van desde la vi región
hacia otros puntos del mapa.
Los bizcochos de los cerdos eran de barquillo y crema.
Los comíamos. Estaban a punto de vencer, por eso se los daban.
Les robábamos la comida a los cerdos. Prefería eso a las lentejas.
También le sacábamos los huevos a las gallinas de las niñas nm.
Nos íbamos al fondo del patio y prendíamos fuego con leña.
Le sacábamos a la madre de las nm un tarro de Nescafé vacío.
Prendíamos el fuego.
Poníamos palo, hojas secas, papeles de periódico.

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Poníamos los huevos en el tarro de Nescafé y luego el tarro en el fuego.
Cocíamos los huevos en el tarro de Nescafé vacío.
Pelábamos los huevos con la mano y tirábamos las cáscaras al canal.
Nos comíamos los huevos.
Una vez nos salió un pollo muerto adentro de un huevo.
Una de las hermanas nm vomitó y le quedó vómito en el pelo.
Luego de comer los huevos íbamos a visitar a los cerdos.
Agarrábamos una hoja de menta para no sentir el olor que se expandía.
Escuchábamos como chillaban y nos tapábamos los oídos.
Se nos caía la hoja de menta y el olor se nos metía en las narices. Igual como
cuando uno pasa por Angostura.
Nos gustaba mirar a los cerdos más grandes.
Los cerdos más grandes chillaban más fuerte.
Las niñas nm tenían en su criadero alrededor de mil cerdos.
Todos han sentido ese olor al pasar por Angostura.
Cuando el padre nos pillaba mirando cerdos decía que nos fuéramos a jugar.
Nos escapábamos por una puerta del fondo del patio.
Nos escondíamos detrás de los cerdos.
Si el padre venía, corríamos a cobijarnos en el pasto.
Las niñas nm le temían a su padre.
Íbamos a un kiosco en la carretera panamericana.
Saltábamos un canal para llegar a ella.
Luego unas matas de mora.
A veces se nos raspaba la espalda.
Nos salían puntitos de sangre.
Llegábamos al almacén y nos atendía una señora muy gorda.
Comprábamos pelotitas de chocolate.
Las poníamos en una bolsa de papel.
Volvíamos corriendo.
A veces nos caíamos.
Veíamos pasar los autos de Santiago a Rancagua o de Rancagua a Santiago.
Siempre pensaba que en uno de esos autos iba mi padre o mi madre y los
llamaba.
Cuando caíamos se nos hacían granos en las rodillas.
A veces nos pillaban que nos habíamos arrancado.
Nos enviaban a jugar a la piscina.
Tenían una piscina de piedra enorme con agua de vertiente.

20
Tenían un camping abierto a todo público.
Cobraban entrada por persona.
Tenían una cancha de tenis.
Llegaban muchos amigos a jugar tenis.
Mi padre iba a jugar tenis allí.
Nosotras nos bañábamos en la piscina.
A veces recogíamos las pelotas de tenis.
Además sacábamos ranas y pirigüines de las acequias.
El olor lo sentíamos siempre.
Después de bañarnos en la piscina tomábamos el té.
Nos acompañaba la abuela de las niñas nm.
Nos hacían sandwichs con pan y queso.
La abuela nos corregía al comer.
Decían que la abuela era inglesa.
A veces nos decía palabras en inglés. Nos reíamos.
Después de tomar el té nos íbamos al río.
Caminábamos por la orilla del río descalzas.
Buscábamos pirigüines. Una vez intentamos cocinarlos.
Siempre veíamos a un vagabundo.
Huíamos si veíamos al vagabundo.
Veíamos el tren pasar hacia Rancagua.
Les hacíamos chao a los pasajeros.
Por las tardes nos pasaban a buscar.
Llorábamos cuando llegábamos a casa.
Nos acostaban temprano. Nos bañaban antes.
Al día siguiente debíamos volver a levantarnos temprano.
Todos los domingos íbamos a casa de mis abuelos en el campo.
Allá no había cerdos. Los extrañábamos.
Mis abuelos vivían en Las Mercedes. 8 kilómetros al sur de Rancagua.
Cuando llegábamos los hombres salían a cazar pájaros.
Mi hermano siempre iba con ellos.
Por las tardes traían más de cien pájaros muertos.
Traían las ropas en ensangrentadas.
Tórtolas o codornices.
Cuando regresaban les quitábamos las plumas.
B era la nana de la casa.
Ella le sacaba el postón que les quedaba en el cuello y lo tiraba a la basura.

21
Los ponía en una cacerola con agua y especias.
Echaba las plumas a un horno de barro.
Hacía pan amasado en ese horno de barro.
Mientras se cocía el pan y los pájaros, B lavaba la ropa en una artesa.
El cielo se veía azul en La Mercedes.
Nuestra abuela tenía un problema en los pulmones.
La escuchábamos de lejos respirar.
Caminaba fuerte con sus bastones.
A veces jugábamos con sus bastones.
Por las tardes íbamos al campo con mi abuelo.
Sacábamos duraznos y damascos.
Cazábamos lagartijas con un lazo de maleza.
Visitábamos a los trabajadores de mi abuelo.
Entrábamos a sus casas.
Sus casas nos daban miedo por oscuras.
Nos cobijábamos detrás de mi abuelo.
Sus casas eran oscuras.
Nos ofrecían jugo de durazno.
A veces nos servían una cazuela.
No comíamos de esa cazuela.
Mi abuelo se enojaba.
¡Coman!, nos decía.
Uno de ellos tenía un hijo enfermo.
El hijo enfermo no hablaba ni se movía.
Salíamos corriendo de las casas a buscar más animales.
Mi abuelo se quedaba en ellas.
Nos subíamos a los tractores.
Jugábamos a ser los trabajadores del campo.
Meábamos en las letrinas.
Se veía la caca colgando.
El pis caía en el río.
Una vez vimos un caballo en el canal.
Se lo llevó el agua y su corriente.
Mi abuelo decía que no miráramos.
Nos enseñaba a manejar en los caminos.
Nos enseñaba el nombre de los pájaros.
Nos enseñaba el nombre de los árboles.

22
Íbamos con gorros de paja.
Nos protegíamos del sol.
Sacábamos la maleza del campo.
Nos picaban las ortigas.
Nos poníamos una pomada en la zona roja de la herida.
Antes de regresar rezábamos un rosario en el camino.
Llegábamos a casa a tomar once.
Los pájaros los dejábamos para la cena.
Tomábamos té con pan amasado y huevo.
A veces había palta y queque de manzana.
Después de tomar té jugábamos a las escondidas o al alto.
Si nos caíamos se nos hacían granos en las rodillas.
Cuando me caía me acordaba del olor de Angostura.
Después de jugar nos poníamos a ver tele.
Los grandes fumaban.
Tomaban whisky.
O pisco con bebida.
Veían los partidos de fútbol.
Jugaban Póker.
Encendían la chimenea.
Quedábamos pasados a humo.
Comenzaba a salir olor a pájaro.
B preparaba un puré.
El olor a pájaro era mejor que el de los cerdos.
Le ayudábamos a poner la mesa.
Le ayudábamos a hacer las ensaladas.
Aliñábamos las ensaladas.
Algunos aliños me hacían recordar a las niñas nm.
Nos saltaba limón en los ojos.
Llorábamos.
Nos contaba las historias de su familia.
Que su madre se estaba quedando ciega.
Que su padre estaba vegetal.
Que a su hijo le iba mal en el colegio.
Que tenía que ir al poli el lunes a las cinco de la mañana.
Nos daba a probar mayonesa casera.
Picaba apio.

23
Pelaba una palta.
Revolvía el puré.
Metíamos los dedos en la comida y nos retaba.
Nos decía de ir a misa antes de comer.
Le decíamos que sí.
Íbamos a la capilla de los vecinos.
Nos persignábamos al entrar.
Metíamos el dedo en el tiesto de agua bendita.
A veces metíamos monedas en el tiesto de agua bendita.
Nos sentábamos todos juntos.
Todas las señoras se habían lavado el pelo.
Se habían puesto un lazo blanco en el pelo.
Rezábamos el Padre Nuestro.
Nos dábamos la paz.
Poníamos una moneda en el canasto.
Comulgábamos.
Poníamos nuevamente el dedo en el agua bendita.
Salíamos de la capilla.
Cuando moría alguien en Las Mercedes, nos pedían ser las lloronas que
van en la fila.
Salíamos de la capilla.
B saludaba a sus amigas.
Volvíamos a casa.
Los grandes estaban viendo fútbol.
B servía los platos.
Nosotras los llevábamos a la mesa.
No se sentaba a la mesa con nosotros.
Le insistíamos que se sentara.
Se quedaba de pie y opinaba de todo lo que hablábamos.
Dirigía la conversación desde su lugar.
Atizaba la leña del fuego.
Ponía otro palo para que no se apagara.
Iba a la cocina a poner agua para las hierbas.
Volvía.
Seguía conversando.
Si discutíamos intentaba calmarnos.
Si no comíamos nos decía que comiéramos.

24
Si se volcaba algo lo limpiaba.
Si le pedían algo, lo traía.
Cuando ella se enojaba yo recordaba el olor de Angostura.
Cuando terminábamos de comer la ayudábamos a recoger los platos.
Fregaba.
Antes servía el postre de castañas con crema.
Luego las aguas de hierba.
Levantábamos toda la mesa.
Algunos se iban a fumar al salón.
Comenzábamos a preparar para regresar a casa.
Nos abrigábamos.
Nos daba a cada uno un pote con dulce de castaña.
Nos despedíamos.
Íbamos a ver a mi abuela a su habitación.
Sentíamos deseos de llorar.
Sentíamos cómo respiraba.
Nos subíamos al auto.
Se veían las estrellas.
En el camino a veces discutíamos.
Nuestros padres nos decían que no peleáramos.
Llegábamos a casa.
Hacíamos las tareas.
Ordenábamos los bolsones.
Nos dormíamos.
Nos levantábamos temprano para ir al colegio.
Mamá nos arreglaba la blusa. Salía de casa. Mi padre la seguía detrás.
Nos pasaba a buscar el furgón.
Yo decía que vomitaba. Nadie me creía.
Estaban las niñas nm en la entrada del colegio.
Insistía en que había vomitado.
Me volvían a regresar a la casa de la directora para comer lentejas.
Me metían a esa cama con muchos niños.
Me dormía y soñaba con el olor de los cerdos de Angostura.
Con los pájaros. Los huevos. El puré. Los barquillos.

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CLAUDIA URZÚA

Rarezas y milagros
de Puerto Williams
navarino, al sur del sur del mundo, 2.500 kilómetros cuadrados
de bosque a turbal, de costas abruptas a playas tranquilas, de montañas
a pampa, es mi isla por adopción. Un terruño ingrato y magnético al que
siempre vuelven mis recuerdos, así como volví yo tres veces, la última con
la intención de radicarme, aunque fui expulsada de sus orillas por mi pro-

pio bien.
Puerto Williams, su único centro poblado, es mi pueblo. El pueblo de
mi isla. Todos los días brinda un poema de belleza natural: la luz del ama-
necer sobre el Canal Beagle, la nieve sobre los picachos de los Dientes de
Navarino, el color del otoño en las hojas de los árboles; todos los días en-
trega una postal de fealdad urbana: la maraña insultante de los cables del
tendido eléctrico sobre nuestras cabezas, las calles llenas de hoyos y barro,
el humo saliendo de las chimeneas. Poco más de dos mil personas viven ahí,
la mitad permanente, la mitad flotante, entre ellos pescadores y pesqueros,
pequeños empresarios, científicos y turistas.
Es un pueblo políglota, en el que se habla castellano, inglés, alemán,
francés y hasta el escaso yagán que aún cultivan los descendientes de esa
etnia diezmada a fines del siglo xix. En el verano ofrece el espectáculo de
los veleros y trasatlánticos en el Canal Beagle, quienes de paso a la Antár-
tica amarran por mayoría abrumadora en Ushuaia, el puerto argentino de
Tierra del Fuego. El Mare Australis, que zarpa en Punta Arenas, lleva un
centenar de pasajeros todas las semanas por nada más que tres horas. Pero
los turistas que sí se quedan en Williams no andan en búsqueda de comodi-
dades sino del sabor huraño del fin del mundo. Son mochileros que ya que-
daron desfinanciados sólo con arribar al pueblo. Muchos enfilan hacia los
Dientes de Navarino, el último saludo de la Cordillera de los Andes antes
de perderse en el mar. Si tienen suerte, habrán compartido guisos de cen-
tolla, centollón y castor en la casa de alguno de los lugareños que arriendan
pieza, y contado con un experimentado guía yagán para el trayecto de tres
días hacia el cerro Bandera.
Puerto Williams parece arrojado a los pies de un paisaje sobrenatural-
mente hermoso, pero algo pasa con la luz que hasta los calcetines colgados
afuera de las casas lucen como los más nítidos que uno haya visto; incluso
en invierno, cuando el color del atardecer es azul profundo y los habitantes
del pueblo, sin gentilicio, se encierran muy temprano en las casas.
Recién este año la nueva gobernación dio orden de pavimentar el 98%
de las calles. O sea, todo. Antes que las calles asfaltadas, sin embargo, llegó
la televisión satelital: casi cada casa del pueblo, por más modesta y destar-

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talada que sea, tiene su antena. Desde el aeropuerto Guardiamarina Za-
ñartu se ven esas antenas como parte de la postal urbana, ridículamente
blancas en el frontis de las casas de colores con techo de lata.
Su urbanismo será nada más que funcional, pero la decisión de le-
vantar ahí un centro poblado fue todo un ejercicio de soberanía nacional.
Puerto Williams fue fundado en 1953 como colonia naval por el contral-
mirante Donald MacIntyre, en cumplimiento de la orden gubernamental
de asegurar la presencia chilena en un lugar estratégico para el tráfico
entre los océanos Pacífico y Atlántico. Williams, además, es la puerta de
entrada a la Antártica, como bien los saben los científicos que cada año
inspeccionan las algas y líquenes de sus orillas para imaginarse cómo fue
el continente blanco hace decenas de miles de años. En sus campos está
aún sembrada una cantidad imprecisa de minas antipersonales. Son vesti-
gios del cuasiconflicto bélico de 1978 por las islas Picton, Nueva y Lennox,
al igual que las casetas donde se apostaban soldados solitarios a vigilar qué
pasaba al frente del Beagle, en la vecina Ushuaia.
Cuatro veces he estado en Puerto Williams pero nunca entré a la casa de
un marino. Es otro mundo. La población naval, compuesta de decenas de
pulcras casas de dos pisos, con pasto perfecto y pequeñas cercas blancas, se
ubica a un costado del poblado. Unos 300 oficiales, con sus respectivas fa-
milias, componen la dotación que cumple un período de dos a cuatro años,
tiempo en el que no se alcanza o no se quiere mantener relaciones con el
resto de sus vecinos. Tampoco es que lo necesiten: su vida social y familiar,
que incluye un supermercado sólo para navales, tiene rutinas propias. Pero
la Armada está dejando Williams: si hace un par de décadas la proporción
militar–civil fue de 80% a 20%, ahora los papeles están invertidos.
La población civil surgió a partir de los profesores y funcionarios del Li-
ceo Donald MacIntyre y de los administradores de las estancias de la zona.
Paulatinamente arribaron los servicios públicos con sus respectivas plantas
funcionarias, comerciantes, marinos retirados que habían servido antes en
la colonia naval y, últimamente, empresarios del turismo. Cada grupo –los
profesores, los carabineros, los funcionarios municipales, los marinos y los
yaganes– vive en su propio barrio. Todos ellos estarán por un tiempo.
Es un puerto extraño. Abundan el alcohol, la obesidad y la depresión
–no hay que olvidar que es una isla, para la cual el resto de Chile es tan
distante y ajeno como China–, pero no hay prostíbulos. Las esposas de los
marinos, antiguamente influyentes, bloquearon la tramitación de patentes

28
de alcohol cada vez que algún espíritu emprendedor intentó instalar uno
de esos boliches. Eso no impide que un par de señoritas atiendan discre-
tamente los requerimientos de los pescadores y administradores de las
pesqueras en un local de la costanera.
En Puerto Williams no nacen ni mueren personas. En la etapa final del
embarazo, las madres son evacuadas a bordo de un helicóptero hasta Pun-
ta Arenas, lo mismo los enfermos terminales. Y es un pueblo inusualmente
dotado de autoridades: tienen casa allí el comandante del Distrito Naval de
Beagle, el Jefe del Estado Mayor, el gobernador de la Provincia Antártica
y el Alcalde de la ciudad. Dos militares y dos civiles para poco más de dos
mil personas.
Una vez a la semana llega la barcaza desde Punta Arenas, cargada de
encomiendas y víveres que abastecen al comercio local. El atraso de la em-
barcación significa, por ejemplo, que durante varios días no habrá fósforos
o salchichas, aunque sí se puede recurrir al caviar o foie gras importado que
es parte de la oferta estable de los almacenes. Simón y Simón, una panade-
ría y boliche, tiene en su estantería una combinación de productos básicos
y comida enlatada, donde se encuentran delicatessen, pan fresco (en dos
horarios), buen vino chileno junto a champaña francesa y otros destilados
importados, además de las lechugas y tomates más pálidos y tristes que he
visto en mi vida. Está ubicado en la calle Piloto Pardo, junto a un par de
hostales –nada más que piezas en arriendo en la casa de alguien–, un par de
restaurantes y una ferretería; es decir, en una calle bastante más movida que
el autodenominado centro comercial, sólo visitado por turistas inadvertidos.
Junto a sus peculiaridades, Williams tiene sus milagros. En los pri-
meros días de julio, en la oscuridad del invierno, los pescadores tocan las
puertas para ofrecer la centolla carneada –es decir, cocida y extraída de
su caparazón– en cajas de helado de un litro, a un precio tan bajo que dan
ganas de pedir perdón, y uno se pasa al menos una semana atacando la
fina carne blanca en forma de pizza, sándwich, empanada, chupe o sim-
plemente fresca, con un poco de mayonesa.
Para mí, esa es la expresión máxima de la belleza de lo natural al al-
cance de la mano, un retazo de aquello que dejé ahí y que todavía añoro,
aunque tuviera que evacuarme a fines del invierno de 2005 antes de que
la depresión me comiera viva. Porque a este pueblo de mis amores hay
que irse con el timón firme.

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ROLANDO MARTÍNEZ

Tocopilla, capital
de la energía:
Crónicas de un
empleado minero
(turno 7 × 7)
Lunes 3 de marzo. 15:18 horas. Subida.
despierto fumigado de un sol semejante al espíritu santo. El bus se
detiene a la altura de un santuario de oración. Cambio en el equipo: bajan
dos pasajeros, sube un vendedor de helados de agua.
Flamea una bandera chilena magullada por el viento (la patria luce un
montón de sitios eriazos, una animita oxidada, un tipo con audífonos pa-
seando un perro).
Al cabo de un par de minutos, lo importante no será la enorme chime-
nea de una empresa termoeléctrica ni esa especie de plancton venenoso
que escapa de ella sino quizás la sensación de haber atravesado un enorme
y desolado servicentro. Una especie de Fantasilandia en su versión más
triste, abandonada y gore.

Miércoles 12 de marzo. 16:31 horas. Bajada.

El bus pasa raudo por la Ruta 1, apenas deteniéndose frente a una pared
rayada donde está escrito: «Tocopilla libre de Termoeléctricas. Fuera Nor-
gener, fuera Electroandina». Leo y recuerdo a un personaje en la pantalla
chica diciendo «Tocopilla arde presa de la contaminación». No obstante,
desde aquí, la playa luce limpia y casi azul.
Incluso, si pudiese pedir un deseo, sería tal vez éste: bajar a la costa-
nera, fumar, caminar descalzo y sumergir mis demacradas piernas hasta
las rodillas.

Martes 18 de marzo. 14:24 horas. Subida.


Algunos perros refugiados en la sombra de una botillería parecen compar-
tir el hábito de ésta ciudad: la hora del viento es también la hora del sueño.
Las calles se repletan de envoltorios de papel y bolsas plásticas.
Ningún desafortunado estudiante en tiempos de cimarra deambula
por la costanera. No andan pacos ni deportistas, no hay pololos atracando
mientras las olas de la playa se liquidan –una y otra vez– contra la arena
negra, negra, negra.

Miércoles 26 de marzo, 15:47 horas. Bajada.


Nos quedamos varados en la agencia. «En dos horas viene un bus a recoger
pasajeros», dice el auxiliar. Somos casi todos mineros (turno siete por siete).
Algunos –como yo– vamos a Arica, otros a Iquique o a Alto Hospicio. Sume-
mos un grueso de inmigrantes peruanos, algún estudiante universitario, su-
pongo, un fugitivo, un desempleado, tal vez un deudo pateando la perra por el

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accidente.
La fatiga abunda en este desierto. La fatiga, el viento, las polillas y un
cine con películas del tipo El Rey León. A la quietud de la tarde sobrevive
el sol y una que otra shopería (dos mil quinientos el de 700 cc., salchipapa
a luca la porción). Voy donde la Bruni. Bebo contemplando las fachadas
viejas de la avenida 21 de mayo. Bebo y calculo cuántas microscópicas par-
tículas de carboncillo le retrato a mis pulmones. Bebo y taño con prejuicio
un grafiti del rostro de Alexis Sánchez («me entindí», pienso, me río). «Es
cara la cerveza», le digo a un señor que lee el diario. «Más cara está la sa-
lud», responde.
La mesera carga en cada una de sus manos un shop. En esa posición se-
meja un oscuro árbol de pascua. ¿Por qué será que aquí mis pensamientos se
vuelven oscuros? Eso sí, le resto a la imagen el óxido, la corrosión, el grafiti
y los típicos detalles que se trepan a los objetos. Ella es diferente. Es alegre,
es chabacana, es –a ratos– atractiva, es negra, se llama Wanda, viene de
República Dominicana y tiene treinta y siete años. Le invito una coca: «Zero
amigo porfa», dice y al rato entramos en confianza. Su voz produce un pe-
queño eco que la música de la Radio Definitiva no logra opacar. Me cuenta
que su hija estudió con Juana Hevia, la hermana de Alexis. «Me entindí», le
respondo y se ríe (ya se sabe los chistes).
«Yo nunca pensé que duraría tanto acá, dice, pero así fue que me que-
dé. Ya ve, la gente siempre habla pestes de Tocopilla: que la suciedad, que
no hay chamba, que las enfermedades.»
Asiento con la cabeza. Yo también quisiera quedarme. Quisiera quedar-
me y conversar con ella toda la tarde. Quisiera quedarme aquí e ir a sumer-
gir mis pies a la playa El Panteón. Pido otro. «El último shop», digo. Salud.

Lunes 31 de marzo, 17:12 horas. Subida.


Sube un tipo en la agencia del Tur Bus. Le compro La Estrella. El titu-
lar dice: «Colombianos realizan operativos de aseo en el puerto», dice:
«Aprueban platas para proyectos pendientes de Toco.» Hay también una
cita: «Ciudad / montón de palabras rotas.» Me pregunto qué palabras rotas
debería pronunciar para evocar una idea de Tocopilla. La tarea no es fácil:
pienso en arsénico, hierro, petcoke, hollín, palabras que al fin y al cabo no
están rotas pero que dejan entrever pequeños símbolos de oscuridad.

Martes 8 de abril. 12:32 horas, Bajada.

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Entramos por la parte Sur desde donde La piedra del camello no semeja
para nada un camello. Recuerdo la voz de Wanda y el momento exacto en
que decía:
«La mamá de Alexis, la Martina que se llama, juega en las máquinas traga-
monedas, viera usted más sencillez, si la señora vive aún en la misma casa.»
Esta vez no bajan ni suben pasajeros. A toda velocidad el largo de éste
pueblo no se prolonga más allá de un pensamiento. Como diría Pablo, mi
compañero de pieza, «Tocopilla dura menos que chupar un candi.»

Lunes 14 de abril. 16:51 horas. Subida.


El tipo que viaja a mi lado va a visitar a su hija. «Quiero traérmela a Iquique
porque en Tocopilla el carbón se la está comiendo viva. Mi señora y mi cu-
ñado murieron de cáncer. Fíjese la mansa hueá» (señala con su dedo lo que
podría ser la chimenea de Norgener o Electroandina). Cuando desciende del
bus lo recibe su hija (está embarazada). La escena que deviene del encuentro
es una imagen que podría suceder aquí o allá.
El asiento que dejó a mi lado lo ocupa un minero (hediondo a cerveza,
yerba y sobaco).

Miércoles 23 de abril. 14:37 horas. Bajada.


Al atravesar el puente Soquimich, Tocopilla se vuelve un montón de foto-
grafías viejas en tercera dimensión. No hay otro punto del trayecto que dé
cuenta del pasado con tanta lucidez. Si entre el santuario de oración San
Lorenzo y el Mercado Municipal Tocopilla es el Springfield del Norte chileno,
entre el reloj de Coya Sur y la Biblioteca Dr. Sótero del Río es algo así como
el Lautaro de Jorge Teillier. De hecho, mientras el sector más céntrico de la
ciudad admite aún sobre sus calles el lenguaje cancerígeno de la energía,
aquí parece perdurar lo que no pudo echar abajo el tiempo (como tampoco
el terremoto del 2007, ni el desempleo, ni la contaminación, ni las polillas).
Aun así, en el instante preciso en que abandone la tarea de escribir estas pa-
labras, ya habrán caído 48 toneladas de óxidos de nitrógeno sobre la ciudad.

Posdata.
Después de todo me es difícil no sentir el día a día en estas lides polvorien-
tas del paisaje, como la imagen prístina del Niño maravilla haciendo ama-
gues, machitas y bibicletas al Chile superficial de Norgener, Electroandina
y Sernatur.

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RODRIGO SELLES

Tocopilla, la madre del viento

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JORGE BARADIT

El Miedo
ah í pas ó c am i na n d o hac i a su a l m ac é n el inmigrante. Desde
niño, joven, adulto y viejo sintiendo que la carencia de la que huyó le pisa

los talones y que finalmente lo encontrará escondido en este pueblo.


¿Cómo mierda alguien atraviesa el mundo para terminar en Quintero?
Para llegar allá tienes que cruzar ese estero infecto que raja Viña por la
mitad, pasar junto a una planta petrolífera monstruosa que respira humo
y llamas, atravesar otro río pestilente lleno de gaviotas aceitosas y seguir
por el borde costero más abandonado del litoral, un sector ventoso de
dunas sucias que diez fiestas tecno fracasadas han convertido en basural.
Después, pasar junto a la utopía oxidada de un grupo de arquitectos que
ya no le importan a nadie y seguir hacia Ventanas, nuestro Fukushima
local, una gigantesca chimenea metalúrgica que tose nubes de metales
pesados día y noche sobre gente reseca. Ahí, sin una excusa, sin un puerto
de verdad, sin algún producto específico que lo identifique, sin artesanía
propia, sin fruta típica, sin un personaje famoso que la rescate de su coma
histórico y sin razón alguna, sobrevive Quintero. Epicentro de nada. La
válvula de gas de Chile y el moho que le crece alrededor.
En ese lugar trabaja de sol a sol el inmigrante-hormiga-mecánica para
atontarse a punta de voluntad. Quintero le da lo mismo, es la cáscara
donde se esconde. Le crece barba como maleza en terreno baldío. A la
pasada tuvo familia porque había que casarse. Alguien puso en la escuela
a sus niños pero no fue él porque estaba tras la caja del almacén. Ellos
también tendrán que estar detrás de la caja un par de horas después de
la escuela, para que se les pegue el miedo porque nada es gratis. No hay
que dejar que Dios te pille desprevenido, Él odia la opulencia y hace caer
el rayo cuando a alguien se le olvida que sólo el desierto es real, que el
agua es un accidente escaso, que todo es espejismo, que Él también viene
del desierto; así que el inmigrante tira una moneda al suelo durante el
almuerzo para enseñarles. El hijo que la atrapa se queda con ella, el otro
se gana una cachetada. Por eso nunca se toma vacaciones, nunca compra
pasajes de avión y nunca vuelve a su país. Su hijo médico lo revisa, su
hija abogada lo cuida y su hijo tonto abre otro almacén al lado del suyo, le
roba y se vuelve mujeriego y desordenado, pero su padre lo adora porque
es tosco, bruto y se parece a él, no como sus hijos refinados a los que no
entiende y preferiría no ver.
Se cambió el nombre cuando llegó a Chile. A veces, en medio de la
noche, lo pronuncia en voz baja para no olvidarlo, pero el tono de voz con

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que su madre lo pronunciaba se le fue, arena entre las manos, como casi
todo. Le puso su nombre al primer hijo, que creció queriendo sentirse
árabe y orgulloso de una herencia vaga que nunca conoció. Entró a estu-
diar el idioma pero naufragó en la caligrafía; visita el culto ortodoxo pero
no entiende nada. Incluso viajó a Palestina pero no se reconoció en esos
escombros, la encontró hedionda. Regresó distinto a Santiago, contando
historias emocionantes y repitiendo lo mucho que sueña con volver (pero
jamás va a regresar).
El inmigrante está en la caja del almacén todo el día, porque el dueño
tiene que estar en la caja; los pesos hay que cuidarlos bien, los millones
se cuidan solos. A veces le cede el puesto a la novia de su hijo almacenero
para demostrarle su aprecio. Ella también es árabe, porque las chilenas
son flojas, ladronas, no saben el valor del trabajo y por eso son pobres.
Ella quiere escapar de Quintero pero su marido no, él quiere quedarse
en este agujero donde es el rey del bar, así que la embaraza y de pronto
el viejo tiene un nieto saliendo por tercera vez de una clínica de rehabili-
tación por consumo de coca, porque en Quintero se desembarcan cosas
todo el rato, la merca es barata y el nieto le salió quebrado.
¿Cómo se llamaba la vertiente donde iba a sacar agua con los herma-
nos? El balde tenía unos dibujos en rojo. Hacía mucho calor en Ramallah,
más que en la casa de las tías.
Cuando su hijo tonto llegó a la clínica y le dijeron que su esposa había
tenido una niñita se devolvió a la casa sin verlas. Ahora ella está ahí, de
pie, diciéndole que quiere ser artista, que odia y ama a su papá tonto por
traicionarla con todas las mujeres del pueblo. Sufre porque el viejo no la
pesca. Ellos adoran a las niñas pero se sienten ofendidos cuando les salen
tetas. Ella quiere a los hombres pero los odia porque todos son su padre
mentiroso, mujeriego, cruel, despectivo, bruto, indolente, encantador,
insaciable, parrandero, violento, fuerte, mentiroso, mujeriego, cruel,
despectivo. El abuelo hace como que la escucha, como hay que hacerlo
con las mujeres.
—Tranquilo— le dice luego el viejo a su hijo —ya vendrá alguien que se
la lleve.
—El que importa es el hijo mayor.
El nieto mayor siente el peso de ser el mayor y el nieto menor siente el
peso de ser el menor, y ambos esperando la muerte del abuelo porque algo
caerá. Los parientes son como depósitos a plazo.

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«Ya está bueno que empieces a trabajar y te busques dónde vivir», le
dicen al nieto mayor, que estalla en cólera y les grita que si lo obligan a
irse va a quemar la casa, porque sabe que si se va la propiedad se dividirá
entre todos los hermanos cuando los viejos mueran pero si aguanta no
lo sacan ni con los milicos. Entonces grita, vocifera y mete ruido porque
la casa es suya y tiene que defenderse, sobre todo de su hermano menor,
que a los 14 años le regalaron un blue jean, lo vendió y compró dos, los
vendió y compró cuatro y a los dos meses tenía fardos en su pieza y sa-
lió inteligente y frío como un pescado, estudió ingeniería comercial, se
buscó polola en Viña y quiere casarse luego porque ya hizo el cálculo del
patrimonio, incluso de lo que su papá tonto les esconde porque él no es
nada de huevón, sabe que quiere nietos, que adora a los niños porque los
sicópatas se avienen con animales y niños. Entonces el mayor se ade-
lanta, deja embarazada a la cumita que lo reverencia creyéndolo parte
de alguna aristocracia, le pone el nombre de su papá tonto a la guagua y
gana la partida. Se gritan, se sacan la piel de los ojos, que ya van a aclarar
esta situación, se amenazan (jamás volverán a hablarse).
El inmigrante le dice a su mujer, hace quince años muerta, que ya
no recuerda las caras de sus amigos, que lleva enterrado tanto tiempo
viendo días iguales que a lo mejor se murió en el buque que lo trajo des-
de Palestina, que ya no sabe cómo se dice «bodega» en el idioma de su
infancia. Que quiénes son estos que dicen ser su familia.
Le gusta mirar el oleaje y saber que todo es una ilusión.
En Quintero nada importa. Ven ovnis saliendo del mar pero a nadie
le importa. Hay tres bandas de música que a nadie le interesan, una har-
dcore punk, una death metal y otra de covers ochenteros, formada por
integrantes de ambas para ganar lucas en la única disco que funciona a
medio morir todo el año. Esa es la estación de servicio donde se trafi-
ca de todo: la blanca, minas, niños, exámenes de física; queda cerca de
una de las miles de infectas Cueva del pirata, infaltables en las costas de
cada pueblo roñoso que no tiene qué contarle al visitante, porque vienen
muchos visitantes en el verano y las micros llenas de gente le entran
por las narices al pueblo como jales de coca. Se abren discotheques y la
noche dura tres meses de euforia kamikaze. El chute es corto, la caña
es larga. Quintero como una mina que nunca fue rica tirada en la playa,
borracha, con el coño adolorido. Un pueblo que tiene como atracción
el mural hecho con tapas de bebida más grande de Chile. Gente con la

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mente en blanco, mezclándose desde siempre con la misma gente, hijos
de tíos primos de sobrinos, todos mutantes abrazados con todos porque
si nos hundimos nos hundimos todos y que nadie pueda salir a respirar.
Pueblo arena movediza del que nadie se va porque se mueren de miedo
de soltar la rama de la que cuelgan, pero jurando que se van el próximo
año, pataleando en el alquitrán, dejando de patalear un día y mirando el
cielo mientras se hunden a los 35 años cuando ya no la hiciste. Pueblo
igual a cada puto otro pueblo. La niebla, la nube de la chimenea de Ven-
tanas que seca los limones en los árboles y los pulmones de los niños, los
helicópteros pasando a botar cuerpos con rieles hace 40 años, la eterna
promesa de un puerto que se chingó, un avión que nunca voló, un pueblo
bajo tierra.
Esa noche el viejo sueña con un niño que fue puesto en un barco
cualquiera en Palestina para esconderlo del reclutamiento turco contra
las tropas inglesas durante la Primera Guerra Mundial. Arrojado a un
país desconocido, aterrado, solo, mudo, hambriento, arrastrándose de
trabajo en trabajo para comer algo, cada vez más lejos del puerto; lloran-
do todas las noches muerto de miedo llamando a su mamá hasta que caía
dormido, sin saber en qué puto lugar estaba y por qué esta gente gorda y
monstruosa no lo entendía, por qué su papá, que lo subió al barco mien-
tras su mamá gritaba que no se lo llevaran, no lo venía a buscar, que por
qué lo echó solo a este otro desierto si hubiera preferido morir allá hace
setenta años, acompañado. Por qué lo salvaron. Por qué los verduleros
le habían dado comida en la feria de Valparaíso. Después, de noche en
caleta Portales, bajo un bote, conociendo la lluvia de la peor manera,
tiritando. Sin querer comer durante tres días, muy niño para saber que
lo que quería en realidad era morirse.
El viejo se orinó esa noche pero ya le estaba ocurriendo a menudo.
También lloró, solo, agarrado a la almohada como a una tabla en medio
del océano. Cómo mierda alguien atraviesa el mundo para terminar en
Quintero.
Al día siguiente, durante el almuerzo, mira a su descendencia sin en-
tender de dónde habían salido o quiénes eran. Quizá todavía está en el
barco durmiendo una pesadilla, la noche anterior a llegar a quién sabe
dónde. Mira el mar por una escotilla de la nave, la calle se ve vacía. Co-
mienza a hacerse transparente. Hay niebla en su cabeza ruda. Con suerte
entiende que sigue acá pero igual se levanta para trabajar o sino sabe que

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lo alcanzarán. Hasta que un día no puede levantarse más.
Las heridas que te hacen cuando eres niño no sanan jamás.
El viejo se desvanece, tiene ochenta y nueve años, su madre ya no
vino a salvarlo, dejó de esperarla y su país se esfuma con él.
Ahora se va, recién se va. Pero Quintero sigue ahí, es la cáscara del
escarabajo, una concha de caracol quebrada entre la arena. En su interior
se escucha el mar cuando te acuestas y las olas chocan y chocan y no pue-
des dormir porque ya vienen y te tapas los oídos y mejor te paras a mirar
el pueblo de noche, vacío, como todo el mundo.
Siempre miro hacia Quintero desde el avión. Nunca lo encuentro. Es
como si no existiera.
Quiero creer que el viejo vio a su mamá estirar sus brazos y sacarlo
del barco mientras se moría.
Pero los pueblos son como las madres: si te quedas te comen.
Por eso siempre hay que irse a morir a otro lado.

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K AT H E R I N N E L I N C O P I L

Breve retrato de un
artista adolescente
(de Santa Cruz)
v. nac ió en san ta c ruz , Provincia de Colchagua, vi Región, en 1988.
Los habitantes de Santa Cruz, incluyendo a V., suman al menos 32 mil,
donde un poco más del 50% vive en la zona urbana y un poco más del
40% en la zona rural. V. pertenece al 50%. Santa Cruz se destaca por sus
frutas y sus vinos. Para V., Santa Cruz parece ser el eje nacional de los
conceptos de patrón, fundo, huaso, chilenidad, empanada y hombres en
pantalones apretados a caballo.
A los tres años aprende a leer, lo que parece todo un logro en una
casa donde hay un solo libro: el Pequeño Larousse Ilustrado, que V. se
dedica a hojear buscando la promesa de las ilustraciones y del cual, unos
pocos años más tarde, recién entrando en la adolescencia, copiará esta-
tuas griegas para luego intervenirlas con capuchas. Entonces V., de puro
milagro y gracias a su mamá, toma un gusto temprano por la lectura y ya
de niño se devora todos los papeluchos que esta le compra. De hecho, a
los ocho años y con los doce papeluchos sobre el cuerpo, dibujará un cua-
derno completo con imágenes del protagonista, momento que le parece
absolutamente relevante en su vida. Tanto, que cada vez que mira sobre
su escritorio y ve la obra que le regaló su amigo L., también artista como
V., se acuerda de esa escena, porque la malla que contiene la piedra sobre
la que está dibujada la figura de un pajarito chileno es, efectivamente, del
mismo color que el cuaderno que le regaló su mamá. «Llénalo de dibujos
bonitos», le dijo, como dándole una misión importantísima, y V., que con
8 años no sabía diferenciar una forma de decir con una misión importan-
tísima, se desvela llenando ese cuaderno.
V. estudia en el Colegio Público B-17 de Santa Cruz, el más precario
de los seis colegios que existen en la zona, que le parece que tiene nom-
bre de avión, como todos los colegios públicos de Chile. Y ahí sus com-
pañeros le dicen que dibuja bacán, que les haga un dibujo, y V. comienza
a cobrar cien pesos por dibujo y se pone a diseñar las portadas de los
cuadernos de Lenguaje o de Historia de sus compañeros, y hasta P., el
dueño del local que arrienda Play Stations para jugar, le cambia dibujos
de Dragon Ball Z por 10 minutos de juego.
V. a los 13 o 14 años ya ha cultivado una afición irrefrenable por el
dibujo. Comienza a inventar personajes y los dibuja en papel engomi-
nado para pegarlos por todo Santa Cruz con sus amigos, cosa que un
tiempo después, en un viaje a Santiago, donde todos los carteles de las
calles, postes y cualquier zona posible está llena de stickers, otros amigos

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le dirán que se llama street art y que todo el mundo hace mucho tiem-
po que lo hace, así como los graffitis y murales y stencils, que en Santa
Cruz siempre ve y que le encantan. De hecho, a V. le gustan tanto estos
graffitis que comienza a diseñar los propios en cuadernos de croquis, y a
diseñar stencils de La Naranja Mecánica o de Frankenstein para salir a las
calles de Santa Cruz e intervenir esa chilenidad que le parecía tan rancia.
V. nunca había visitado un museo hasta que empezó a estudiar Ar-
tes en la Universidad de Chile, después de pasar una semana estudian-
do Diseño en Talca, cosa que le parecía mejor que estudiar Artes en la
Chile porque él en verdad no quería estudiar arte. Le interesaba más el
diseño o la publicidad, donde ya había trabajado un rato para algunas
personas que pensaban que lo que hacía era bacán o choro. No como M.,
el profe de artes del colegio, un viejo desmotivado que le hacía dibujar
manos y manzanas y tarros de café, cosa que encontraba terriblemente
fácil y aburrida. Sin ninguna gracia. Entonces estudia Diseño, pero algo
pasa que una semana después se cambia a Artes en la Chile, opción que
al momento de postular puso por si acaso, por si todo fallaba, y falló,
entonces se va a vivir con su hermana, que también estudia en Santia-
go. Ahí aprende nuevos conceptos: escena, campo, arte contemporáneo,
performance, instalación, montaje, workshop, residencia, arte público,
reproductibilidad técnica y un montón de cosas que le parecen de sen-
tido común, aunque en su vida los hubiera escuchado. Eran de sentido
común porque con sus amigos pensaban lo mismo, porque él pensaba
exactamente en el montaje, por ejemplo, cuando a los 15 años comienza a
llenar su pared y el techo de la pieza que compartía con su hermano ma-
yor, con las entradas a todas las tocatas a las que había asistido, todos los
volantes de las marchas o manifestaciones con las que se había cruzado
en Santiago, stickers diseñados por él o alguno de sus amigos, carátulas
de discos, dibujos, etc., que luego pintaba con esmalte vitrificado, para
que no se desarmaran.
Ahora piensa esas escenas con nostalgia, como hitos constitutivos de
su vida como artista. Recuerda a sus amigos, que como él dibujaban o
pintaban muros sin permiso, y se pregunta qué será de ellos. De aquellos
talentos que no encontraron lugar ni estímulo. Piensa en todo eso sen-
tado en su escritorio, en su taller en Santa Cruz, a donde volvió ahora a
los 25 años para hacerse cargo del Departamento de Cultura de la Ilustre
Municipalidad del lugar, que antes era más bien una mala mezcla entre

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turismo y folklore, y en donde hace un tiempo abren la primera galería
de arte contemporáneo del lugar. Una galería no para fagocitar la calle,
sino que para abrir los espacios posibles, para mostrar que el arte es
posible, para ser el leve estímulo de algún chico de Santa Cruz bueno
para el dibujo o con una creatividad irrefrenable. Piensa que Santa Cruz
no tiene un problema con el arte, sino que el arte tiene un problema con
Santa Cruz.

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DANIEL VILLALOBOS

Sangre
el t i p o es taba bo c a a bajo. Tenía una camisa de franela a cuadros
que se notaba vieja, tal vez de la ropa usada, una de esas camisas que un

gringo vistió un par de inviernos antes de donarla a algún boy scout o se-
ñora de uniforme que golpeó su puerta y la camisa hizo todo el viaje hacia
Chile, hasta una de esas tiendas de Lautaro con nombres como Vintage
o Classic Wave. Esa era su camisa, con los faldones arremangados sobre
un jeans viejo y sucio, un jeans azul marino, un jeans comprado en la fe-
ria, envuelto en papel de diario y pagado con billetes de bolsillo trasero,
billetes calientes y hediondos de los que se ganan en algún trabajo donde
estás todo el día de pie o todo el día sentado en una silla plástica del
Homecenter. Al final de una de las piernas se le veía un calcetín, de hilo,
delgado, tal vez café, no recuerdo tanto y el calcetín estaba dentro de una
zapatilla negra con tiras rojas que decía power en un costado. Era una
zapatilla nueva y se notaba porque la suela estaba casi blanca, la había
comprado recién, tal vez en la misma feria libre de Temuco donde com-
prara los jeans, tal vez se había puesto sus Power ahí en la vereda, apo-
yado en un poste, buscando un basurero donde dejar las zapatillas viejas,
que seguro eran Bobbito, Dolphin o incluso Bata, las Bata eran populares
en Lautaro en ese año de principios de los noventa. Y fue la zapatilla lo
que recordé, lo que sigo recordando ahora, porque estaba nueva, porque
era demasiado vistosa, porque era la zapatilla que se compra alguien que
está por mandarse a cambiar a otra ciudad, porque al tipo seguro que le
conocía de cara, seguro que le había visto miles de veces en la calle, tal
vez en la plaza o en una fuente de soda o en las orillas de la línea donde
tarde, mal y nunca a veces pasaba un tren, pero ahora estaba boca abajo y
sólo alcanzaba a verle la nuca y una parte de la coronilla, porque ese tipo
debe haber sido (estoy seguro, podría jurarlo) uno de esos que todas las
mañanas tomaban el minibús o el colectivo o incluso la micro a Temu-
co, esa horda de juniors, garzones, cajeros y empaquetadores que vivían
en Lautaro porque era más barato, porque en Temuco los arriendos se
habían disparado o porque todas sus familias eran de ahí. Esa gente que
siempre se tenía que ir de la fiesta o del bar un poco antes de las once, el
tiempo justo para pescar el último minibús de vuelta, a veces un colecti-
vo hediondo a cigarro o un bus interprovincial que les cobraba el viaje sin
dar boleto para dejarlos en mitad del camino rumbo al norte.
El tipo estaba boca abajo y el camión lo había atropellado justo-justo
frente a uno de los paraderos de la salida a la carretera, poco antes de

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las ocho de un día de semana. Debe haber caminado desde el centro de
Lautaro buscando un minibús libre y debe haber seguido marchando has-
ta la carretera, por la vereda estrecha bordeada de manzanillas donde a
veces los niños corrían en bicicleta. Debe haber visto un minibus en una
esquina y entonces debe haber cruzado la carretera sin pensar, apurado,
movido por el eterno temor de llegar atrasado y que lo echaran de la pega,
debe haber corrido un par de metros y entonces el chofer del camión debe
haberlo visto, una forma negra bajo la luz del día nublado, un segundo de
pánico y el golpe seco en la carrocería.
Estaba boca abajo y nunca le vi el rostro porque no me bajé del bus.
Nos quedamos ahí un minuto, esperando que el carabinero en moto nos
diera el paso rodeando el camión estacionado justo al lado del bulto. El
viento levantó la manta de plástico verde y entonces fue cuando vi la mi-
tad de su cuerpo, el jeans, la camisa y la zapatilla. Uno de los carabineros
balanceaba en el aire una mochila oscura como si estuviera bendiciendo
la misa con un incensario, hasta que noté la sangre que caía al cemento
con cada vaivén. Esa fue toda la sangre que recuerdo, aunque debe haber
habido mucha más, por todos lados, en el cuerpo, en las zapatillas, en la
carretera, en el cristal de mi asiento en el bus, en mis recuerdos, en el
miedo con que poco tiempo después me fui de Lautaro, en el terror que
siempre he tenido de volver.

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SOLEDAD BURGOS

Camino al Chiflón abandonado

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CLEMENTE RIEDEMANN

Sobre el empleo
del disfraz ritual
en fiestas
de aniversario
Estudios recientes sobre rituales de aniversario entre los Mezcaleros –una
tribu suralidiana de la costa suroeste del gran lago Llanquihue– ha arrojado
nuevas luces sobre el comportamiento ceremonial en esta parte de América.

Prolegómeno.
con ocas ión de c e l e br a r se e l a n i v e r sa rio de algunos de sus
miembros los Mezcaleros se reúnen en días tontos, pasadas dos horas
del mediodía y antes que el sol rompa entre las nubes. Llegan en parejas,
estables u ocasionales, montados en sus naves de colores. Señalan que
es de buen tono extraviar la ruta hacia el centro ceremonial, pues ello da
motivo para las expresiones burlescas y permite ingresar riendo de cara

a los anfitriones circunstanciales.

Algo sobre la tribu.


Los Mezcaleros se reparten en cinco categorías: los solteros, los casados,
los separados, los casados que se comportan como solteros y los cazados
(solteros o separados que se comportan como casados). No obstante, du-
rante el transcurso de un ritual de aniversario estas categorías se redu-
cen solamente a dos: los que beben mucho y los que beben aún más. Los
hay flacos, barbudos, chiquitos, lampiños; y se observan mujeres rubias,
morenas, trigueñas, delgadas y regordetas. El clan parece aceptarlo todo
sin otras condiciones como no sean la aptitud para la representación y la
comprensión del disfraz ritual como el instrumento simbólico funcional
a la época.

Del ritual.
Se inicia con la preparación del fuego en un espacio especialmente ha-
bilitado cerca del pórtico de acceso al centro ceremonial, donde ellos
ponen a cocer carne de cerdo y salchichas de pavo, mientras beben vino
rosé con cubos de hielo que hacen sonar girando las copas al ritmo de
la música seleccionada por los anfitriones. En esta fase de la reunión
está prohibido tratar ningún tema en específico sino que todos deben
expresar cualquier asunto que se les atraviese por la mente sin preocu-
parse de las relaciones lógicas ni de aplicar el análisis cartesiano a las
intervenciones de los demás. Los Mezcaleros creen que de ese modo las
deidades favorecen la aparición de los temas principales que se aborda-
rán una vez instalados alrededor de la mesa. Estos temas son siempre los

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mismos, pero ellos sostienen que eso no es tan relevante como la manera
en que habrá de referirse cada asunto, lo cual debe permanecer en el
misterio. Incluso puede ocurrir que no se suscite ningún asunto, en cuyo
caso es aceptado referir varias veces la misma anécdota aunque no está
permitido hacerlo notar a quien la comunica: todos tienen la obligación
de emitir exclamaciones de sorpresa o admiración tantas veces como se
repitan las mismas narraciones. Este es uno de los aspectos más relevan-
tes señalados por los estudios. El disfraz ritual se encuentra altamente
desarrollado en el nivel del lenguaje y el investigador neófito que busque
máscaras verdaderas perderá el tiempo registrando evidencias que nun-
ca lo son. Digámoslo así: lo que parece ser, no es; y lo que no es, resulta
imposible de registrar con ayuda de la lógica.

El punto crucial.
Una vez despachados los azafates principales y las botellas de vino oscu-
ro se procede con el rito nuclear. El festejado o festejada se ubica en la
esquina más alejada de la mesa, espacio que recibe el nombre de cauti-
verio feliz ¹. Entonces los asistentes inician un cántico ritual que consiste
en una bienaventuranza compuesta de cuatro versos en rima consonante.
Luego ponen ante el rostro del festejado una tarta de chocolate con cirios
encendidos, los que aquél debe apagar con un solo golpe de aire mientras
los demás ríen y aplauden presas de una repentina felicidad. Los Mezca-
leros no creen en rituales y bien puede que al festejado le incomode ser el
centro de la atención del grupo, lo que logra superar con la adopción de
un personaje totalmente opuesto a su modo de ser. Por ejemplo, puede
adoptar el talante de una gran cantante de ópera, de un chamán fallecido
o el de una actriz porno. La espontaneidad con que se adopte este rol
otorga enorme prestigio social y será motivo de comentarios en las reu-
niones futuras. Si alguien del grupo solicita una repetición inmediata del
rito de soplar los cirios el festejado no tiene derecho a negarse y deberá
repetirlo en la misma forma que la vez anterior, de tal modo que no se
perciba diferencia entre una y otra representación. Sólo el festejado sabe
cuál de las veces fue la verdadera. Finalmente se procede con la entrega
de los regalos, los que se cubren con papeles y cintas de colores a objeto
de conservar la incógnita de su contenido hasta último momento.
Una vez cruzado el umbral del ritual de aniversario, todos abando-
nan sus roles ceremoniales. Se quitan bufandas, confiesan asuntos per-

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sonales y se mueven a uno y otro costado en sus butacas como si es-
tuviesen a bordo de una carabela o sufriesen de hemorroides. También
está permitido descalzarse discretamente bajo la mesa y unir, por azar,
el dedo gordo del pie con el dedo gordo de otro celebrante, aunque no
sea su pareja, pero en tal caso debe reaccionarse como si realmente lo
fuera. Luego proceden con la ingesta de licores fuertes provenientes de
países lejanos, que beben en un solo y pequeño vaso que se van pasando
en ruedo hasta que la botella se convierte en un Trofeo Vacío. El lenguaje
alcanza entonces su punto máximo en ritmo, volumen e intensidad ex-
presiva, para decaer gradualmente en su modulación hasta convertirse
en una suerte de sonsonete ininteligible. Pero ello no parece importar a
los celebrantes quienes no dan tanto crédito a las palabras como sí a las
risas y musarañas.

Ceremonial de cierre.
Poco antes del cierre ceremonial y justo antes de volver a trepar en sus
naves de colores ², los celebrantes tornan a reunirse junto al fuego, ya
bajo las estrellas, y se permiten ahumar sus atuendos, algunos de antigua
data o embolillados ³, etapa que culminan entregándose en un frenesí de
abrazos y besos, que es como la representación postrera de la felicidad.

1 Concepto introducido por los antiguos mezcaleros, empleado después por el cronista
Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán para titular el libro homónimo editado en el año
1673. También se usa para nombrar al primer año de matrimonio, tanto en su formato
tradicional como en su versión hippie.
2 Los celebrantes, independientemente de su estado civil, no siempre regresan en las mis-
mas naves, ni con los mismos acompañantes, ni con las mismas ropas, lo que demuestra
el potencial transformador que tienen los rituales entre los Mezcaleros.
3 Llámase así al atuendo, prenda de vestir íntima o externa que, producto del mucho des-
empeño, ha desarrollado ciertas protuberancias circulares o «bolillos» que denotan su
antigüedad. Informado por la nativa Catalana Azúa.

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RICARDO GREENE

Dibujando en
la arena
en t r e 1991 y 19 9 5 , e l pa dr e de b., Carabinero por obligación,
oficio y herencia, estuvo asignado al paso fronterizo de San Sebastián, co-
muna de Porvenir, Isla Grande de Tierra del Fuego. Sus tareas consistían
en prevenir el contrabando de drogas, preparar el asado semanal, hacerle
el amor a su mujer, jugar al truco con sus pares trasandinos, hacer rondas

por la isla, bautizar esporádicamente a algún niño e impedir la entrada y


salida de personas ilegales a Chile; prófugos y deportados que cada tanto
intentaban cruzar la frontera, la mayoría con inesperado éxito. En ese lu-
gar nace B., en un parto tan sangriento y difícil que obliga a sus padres a
buscar mejores climas. Siendo primo de G., Capitán de la 2ª Comisaría de
Chanco, situada en calle Teniente Merino s/n, a pasos de la casa familiar
del Capitán General Augusto Pinochet Ugarte, el padre de B. consigue
traslado a la pujante Región del Maule, específicamente a la ciudad de
Cauquenes, una de sus capitales provinciales. O al menos eso me cuenta
B., medio en joda, medio en serio, mientras se fuma un cuete.
«Al puto Cauquenes», me dice, «de todas las ciudades de Chi-
le tuvimos que caer en este cuartel general de huasos brutos y hom-
bres-bien-machos». B. es gay, me faltó decir, hace poco se lo confesó a
su madre y con ella está ideando cómo contárselo a su padre sin matarlo
en el intento, o si hubiera que elegir, al menos sin que los mate de vuelta.
Mal que mal, estamos hablando de una región donde es más importante
saber destripar un chancho que dictar el abecedario. Y su padre no será
cauquenino pero es paco, lo que tampoco es tan diferente, corvo me-
diante. Por otro lado, seguir escondiéndole que es gay, como le sugiero,
tampoco es opción, porque en ciudades como esta los secretos duran lo
que un peo en un canasto.
B. no está interesado en andar levantando banderas. Siente que tie-
ne los mismos derechos que cualquiera pero le gusta sentirse un poco
diferente, así que no es activista ni le interesa serlo. «Cuando salía con
mi papá a patrullar la isla», recuerda, «la frontera era como una ilusión
o un delirio colectivo que todos parecían ver menos yo. Las personas
apuntaban a un lugar cualquiera, y donde para mí sólo habían piedras,
zorros, guanacos y algunos guindos, ellos veían un mundo partido en
dos. Me parecía ridículo que el trabajo de mi papá fuera preocuparse por
cuidar esa línea imaginaria pero de todos modos lo acompañaba y me iba
rezando en silencio para que volviéramos sin novedad.»
B. estudió para Técnico en Prevención de Riesgos en la Universidad

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Bolivariana de Linares. A mediados del primer año se retiró y lo único que
sacó en limpio fueron un par de amigos y algunas parejas temporales con
quienes, cada tanto, se encerraba en los baños de la universidad. Allí den-
tro, mientras se limpiaba la boca y el culo, inevitablemente pensaba en qué
sucedería si los guardias los pillaran y la historia llegara a la comisaría, a
su padre. Tampoco quería hacerlo sufrir ni ponerlo en ridículo frente a sus
colegas. «Sé que no tendría por qué avergonzarse», me dice, «pero así es».
Le es difícil a B. vivir en Cauquenes. Le gustaría ser periodista pero
sólo hay un pequeño diario local, El Cauquenino, y para andar repor-
teando vacas y ferias artesanales mejor no. La mayoría de sus amigos
están desempleados o se han ido, y los pocos que quedan trabajan en el
campo, en Iansa o en alguna viña. No hay muchas más opciones: la po-
breza de la región no es cuento. La vida social tampoco es muy variada y
se le hace difícil inventar qué hacer. En el día, cuando tiene tiempo, sale
a ver ropa, a tomar helados o a conversar con amigos en la plaza, aunque
no muy seguido porque los miran raro y a veces les dicen cosas como
maricones del hoyo o fletos de mierda, siempre en el volumen justo para
que se escuche pero no tanto. No mucho más se puede esperar en plazas
donde todos los niños van de celeste y todas las niñas de rosa porque
no-vaya-a-ser-que.
De noche, cuando el aburrimiento se hace insoportable, B. se coordi-
na con amigos para viajar a la disco gay más cercana, la Taboo en Talca o
la D-Lirio en Chillán, y si andan con plata y ganas se van incluso a San-
tiago o a Conce, donde las cosas son diferentes. Lo más común, sin em-
bargo, es que pase la noche en la compu o viendo una película. En casa,
eso sí, porque tampoco hay cine, y teatro nada más uno en que siempre
están dando La Remolienda o La Pérgola.
B. disfruta siendo transgresor pero preferiría serlo en un lugar don-
de no se condene tanto lo diferente. Por eso quiere irse y quizás lo haga;
pronto, si no encuentra un modo de decirle a su padre que le atraen
los hombres. Que se ha acostado con varios y enamorado de algunos.
E incluso si se lo dice y sobrevive, Cauquenes no es una ciudad donde
alguien como él pueda ser feliz, me comenta. «¿No es una ciudad para
los gay?», le pregunto de vuelta, «No sólo para los gay –responde–, para
cualquiera que vea piedras, zorros, guanacos y guindos donde los demás
ven sólo una línea».

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ROSABETTY MUÑOZ

Cambio y cadencia
(nuestros ángeles son
niños con alas de papel
celofán)
en la es qu i na de e r r á z ur i z c on bl a nc o encal ada está la ani-
mita de Alexis: lo mataron durante una pelea con mochileros este verano
y ahora siempre hay flores y palabras de sus amigos en el muro de can-
cagua donde fue alcanzado mientras huía. Menos de media cuadra más
abajo, siguiendo la Costanera Salvador Allende que rodea amable y suave
la entrada del mar a la bahía de Ancud, en un recodo, está la animita de la
Yenny pintada de lila, también con ramos de flores frescas, justo donde se
volcó el camión que la traía de vuelta de un carrete en la playa. Sus amigos
van todavía a contarle sus cosas o a invitarla a la fiesta del sábado. Cuando
ya no queden chicos que la conozcan, estará todavía ese hito de cemento
para recordarnos la fragilidad de la vida, y estará colorido porque somos

gente de tradiciones aunque ya no recordemos las causas de ciertos ges-


tos. En Caicumeo no hay ninguna marca visible, pero todos saben cuál es
el terreno eriazo donde una pandilla atacó a dos hermanos campesinos.
La ciudad tiene estas marcas, cortes que señalan cambios en los tránsitos,
las costumbres, la irrupción de la modernidad. Pero también son cicatri-
ces que dan cuenta de la tradición: los chilotes no olvidan a sus muertos.
Ancud no tiene pretensiones de ciudad mayor. Se deja crecer hacia
los lados interiores, cadenciosa mientras permite al mar llevarse lenguas
de tierra; las playas consumen la costa de Mutrico y ya perdió en el ma-
remoto de 1960 un barrio completo. El mismo trabajo que hace el mar
sobre el territorio, lo ha hecho el tiempo en las instituciones y la forma
de vida. Han ido quedando atrás una a una las señales de grandeza, y por
supuesto, influye en el carácter de los vivientes el cotidiano espectáculo
del progreso yéndose, cerrando las granjerías.
En la esquina de calle Dieciocho con Libertad está aún la casona don-
de vivió un año Pablo Neruda con su amigo Rubén Azócar, quién hacía
clases en el Liceo. El poeta se dejó marchitar por el exceso de agua y todo
lo que escribió sobre Ancud está cubierto por un tono sombrío y helado.
Le faltaron los interiores, que es donde se enciende la pasión del hombre
y la mujer de Chiloé. Al frente, en la que hoy es feria artesanal, antes
estuvo el Liceo donde estudió mi madre y las madres y abuelas de casi
todos los que caminan por las calles. Ahí mismo estuvo después el mer-
cado, un laberinto de locales pequeños entre ellos un memorable puesto
de cambio de revistas.
Voluntad de transformación permanente tiene Ancud. Se demuelen
una y otra vez los edificios y sobre los restos crecen otros espacios. Como

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animal que cambia de piel constantemente, una de las aficiones del pue-
blo es juntarse a recordar lo que ya no está. Las instrucciones de los urba-
nistas y autoridades se entienden y adaptan según el espontáneo impulso
de los propietarios. Así, una población de subsidios que planificó todas
las casas iguales empieza también a mutar. Primero es la chiflonera, un
alero pequeño para proteger del viento a los visitantes y a la cocina que
se abre. Luego son los cercos y los colores y el balcón y el segundo piso.
Viniendo desde Mar Brava, a orillas del Océano Pacífico, se hacen
visibles las poblaciones de autoconstrucción revestidas de zinc tanto en
techos como paredes. Al contrario de muchos puristas, celebro la belleza
espuria de este material. En las tardes, cuando la luz se refleja en estas
casas y el agua de la bahía se mece imperturbable alumbrada por cauqui-
les, parecen metálicas oleadas que han subido por las lomas. Casas de
agua que en los días de calor se mueven también acompasadas. Espejis-
mos. En el imaginario del ancuditano flota el sonido de la lluvia repique-
teando sobre las latas del techo, la sensación primaria de estar solo frente
a los elementos. Que todo el mundo puede ser barrido en una noche y
que hay una nueva oportunidad abierta al otro día, tal vez.
Esta ciudad vive con una espada atravesada lado a lado y ha aprendi-
do a respirar sin dañar sus órganos esenciales. Salvo dolorosos pinchazos
aquí y allá, el panorama general es de tranquila dulzura. Es un ritmo vital
acompasado que de algún modo se ha instalado como las mareas. En la
mañana de un día frío, es obligatorio un chocolate caliente en el Retro, o
un café cortado en La Botica del café (que antes fue la única farmacia del
pueblo) para conversar de una mesa a otra sobre los derroteros que toma
la política o el último partido de básquetbol. Suenan celulares y sí, se
conectan a internet trenzados a la otra comunidad mayor, la virtual. Son
lugares donde se dejan recados y encargos en el bar o en la caja. Nadie
quiere el anonimato. No completamente.
Los alrededores, tan amarrados a la vida citadina, también se han
trasformado en las últimas décadas. Los campos tienen dueños que no
viven en la isla, los hijos venden la casa de sus padres y se vuelven inqui-
linos de lo que por generaciones perteneció a sus mayores. Negocian con
la heredad, no cuidan el fuego de la tradición; si se llega de improviso a
una casa, ya no se sabe a ciencia cierta si se sentirá el calor o bailarán las
ollas sobre la estufa. Belleza suave y algo decadente, es como esas heridas
que no sangran ni duelen pero permanecen y se integran al organismo.

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Sentada en los escalones de la Plaza de Armas, la juventud ancuditana
sigue mirando pasar a sus mayores entre interesada y escéptica. Genera-
ciones ultraconectadas a los medios pero que siguen incomodándose por
las mujeres gordas y añosas que cargan bolsas de compras, como aler-
tados por un futuro cercano que podría ser el suyo; incómodos también
por sus compañeros que no siguieron estudiando y que pasan colgando
de los camiones recolectores de basura o manejando colectivos o que van
a tomar el bus para su turno en las pesqueras. Otros jóvenes se quedan en
la esquina, con las manos en los bolsillos, sin atreverse a cruzar a los es-
calones de la plaza para formar parte de los que todavía planifican y sue-
ñan. Desde tiempos remotos se enamoran los ancuditanos dando vueltas
al perímetro de la plaza; encontrándose en el paseo circular mientras
dejan pasar las horas hasta el momento de irse. A su casa. De la isla.
A veces, la hermosura nos hace enmudecer. Hay calles amables bajan-
do con dulzura hacia el mar. Dos chicas se trenzan el pelo en los escalo-
nes de una casa llena de balcones y cortinas tejidas a crochet. Un hom-
bre cruza de una vereda a otra sin mirar, seguro. Señoras con la compra
en bolsas de manila conversan en una esquina. A ratos, un sol delicado
alumbra sin aspavientos, sin atormentar el tránsito cansino de nosotros
que no vamos a ninguna parte apurados.
Nos saludamos casi todos, todavía. En la esquina de Pedro Montt con
Pudeto, señoras de Nal venden navajuelas en sartas y sé que no hallaré en
otro lugar esas lengüitas duras. Más abajo, en la Panadería Ortloff, podré
comprar calugas que tienen la textura y el sabor de las primeras recetas
traídas por los bisabuelos desde Alemania.
Aunque parece una vida monótona, si hablamos de aventura, pienso
en los árboles peleando con los temporales de invierno; en el batallar de
las nubes, los rayos, los encendidos relámpagos. Todo en acción, en mo-
vimiento. Las campanas sumergidas, las historias ardiendo en los oídos,
las infinitas posibilidades del viaje que definen a los isleños.
Y sobre todo, la capacidad de armarse una y otra vez desde las cenizas.

71
RODRIGO FIGUEROA

Constitución trash
(o la memoria es
una película
clase B)
Uno. Terremotos.
dic en qu e c onst i t uc ión e r a p ue rt o m ayor y prometía el es-
plendor del progreso, pero en 1835 un terremoto –«terremoto y posterior
tsunami» como repiten los periodistas– echó abajo los sueños de todos.
Ciento setenta y cinco años después, otro terremoto volvió a poner en el
interés público a este lugar perdido en la costa del Maule. Obviamente
no fue el primer terremoto ni el segundo el que terminó con la idea de
convertir al puerto en una localidad relativamente importante, pero es
interesante notar que Constitución ha sido una ciudad al borde del de-
sastre por más de un siglo, siempre a medio camino entre la reconstruc-
ción y la siguiente tragedia, levantándose de entre los escombros como

el asesino de una película slasher que creemos muerto pero reaparece en


la secuela. Y como tal, a pesar de ser el fantasma que nos persigue, es el
motivo central de la película y lo que nos mantiene expectantes.

Dos. Poética del trash.


El Baltimore que John Waters muestra en películas como Pink Fla-
mingos, con la basura desbordando el paisaje y la suciedad como parte
fundamental del white trash norteamericano, podría perfectamente ser
Constitución. Esta es una ciudad llena de personajes extraños e historias
bizarras, amén de poseer una planta de celulosa que produce humo y
residuos que van a parar al mar 24/7, combinando así la polución am-
biental con lo freak de las historias que circulan: Flaites a caballo ame-
nazando a escolares, amantes suicidas con sus nombres escritos en las
paredes de la ciudad, metaleros satánicos que comen animales, mons-
truos marinos que aparecen muertos en la playa, el rumor de que la ciu-
dad se destruiría –con explosiones, ondas expansivas y posibles muta-
ciones post-desastre dignas de cualquier película clase B– si la planta de
celulosa se detenía, botillerías cada dos cuadras, una pareja de actores
porno hambrientos de fama, evangélicos predicando en las esquinas con
sus guitarras y voces desafinadas, conspiraciones nazis que sitúan en la
costa maulina el último refugio de Hitler y peladeros que los fines de
semana se transforman en puntos de reunión nocturnos. En definitiva,
una ciudad trash, en el mejor sentido de la palabra, con una mitología
apócrifa y una poética particular, casi fortiana, donde lo maravilloso se
une a lo extraño.

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Tres. Black Metal Ist Krieg.
Otra película se me viene a la cabeza: Gummo, de Harmony Korine, que
muestra una ciudad pequeña de Ohio después del paso de un tornado y
su ola de destrucción. En el film hay abuso de drogas, niños decadentes,
(auto) destrucción, aburrimiento, belleza en el caos. El mismo prontua-
rio que el de cualquier joven en Constitución. Incluso el soundtrack de la
película, con bandas metal y punk sucias y oscuras, toma parte de la mú-
sica que durante esa época nos unía a mí y a mis amigos como grupo de
adolescentes perdidos. Tal como en esa película, nos pasábamos los fines
de semana rompiendo cosas, desde botellas vacías hasta un auto abando-
nado, emborrachándonos en las rocas de la playa, el mayor atractivo tu-
rístico de la ciudad, o en medio de los bosques –propiedad de la forestal
celco–, viendo películas porno en la pieza abarrotada de cassettes pira-
tas de un amigo, escuchando malas bandas que tocaban malas canciones,
creando una mitología propia, perdiendo el tiempo, esperando el fin del
mundo o como decía una vieja canción de La Polla Records, «dejando
pasar nuestra alegre juventud». No había ningún afán nihilista en todo
eso ni una ética no future. No éramos los beatniks de los cincuenta ni los
punks de finales de los setenta. Sólo éramos adolescentes aburridos en
una ciudad pequeña que bordeaba el desastre cada cierto tiempo. Intu-
yendo que todo podía terminar sorpresivamente, sólo nos dedicábamos
a esperar lo inevitable.

Cuatro. Beautiful Losers.


Dentro de la lógica exitista que se impone, calificar a alguien/algo de
perdedor suele ser tomado de forma negativa, pero existe una belleza
extraña dentro del fracaso que es precisamente la que parece existir en
Constitución. Una belleza ligada a la catástrofe y a la pérdida, al escom-
bro, al detritus, a la cotidianeidad más simple y torpe. Constitución es
un puerto de sueños rotos que alguna vez pudo ser grande y que hoy
sólo le queda una melancolía extraña; una nostalgia que parece pres-
tada y falsa pero que en el fondo es la más intima y personal. Como
una canción antigua sonando en una radio am llena de ruido y estáti-
ca, como una foto mal tomada o como una película casera grabada en
un vhs gastado de tanto que se ha visto, Constitución tiene una belleza
trash, atractiva en sus particularidades; más allá de las rocas y las pla-
yas, los bosques y los cerros, es hermosa precisamente por no mostrar

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sólo el atractivo de la postal sino también aquello que es difícil de mirar
y de precisar donde esconde su encanto, pero que al final, uno termina
inevitablemente queriendo.

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NICOLÁS SÁEZ

Pieza propia

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S E B A S T I Á N G R AY

Ajeno
h ab í a r egoc i jo e n l a s c a l l e s de c a s t ro. En cada encuentro for-
tuito y en el comidillo de tiendas y almacenes no se hablaba de otra cosa.

El viejo sueño de la modernidad, sueño difuso y esquivo como suele ser


en remotos confines del planeta, parecía hacerse realidad. El delicioso
monosílabo extranjero corría como relámpago, excitando la imaginación
de quien lo escuchara y sugiriendo en el acto los suntuosos refinamien-
tos de la metrópolis cosmopolita, pródiga, elegante y bulliciosa; esa de
edificios enormes que se alzan hasta el cielo, vibrante vida nocturna, in-
terminables vitrinas iluminadas a giorno, comidas exóticas y el murmu-
llo seductor de idiomas desconocidos que acompañan, en países como
el nuestro, toda idea de progreso y bienestar, aunque provengan sólo
de pantallas de televisión. Todo esto, además, a cubierto de los rigores
del invierno y en pleno centro histórico de la ciudad, como corresponde
naturalmente a tan prodigioso adelanto: el Mall.
Era también un acto de justicia. Tras décadas de anhelos, la pequeña
capital de la isla contaría con un centro comercial para las necesidades de
su población, que hasta ahora debía hacer un largo viaje en bus y trans-
bordador hacia Puerto Montt para conseguir los bienes más sencillos. En
la vecina gran ciudad, allá en el continente, no hay uno sino dos malls
que avasallan sin pudor el paisaje de arquitectura centenaria, el horizon-
te del mar y las lejanas montañas. Los mismos empresarios de Puerto
Montt serían quienes construirían el edificio de Castro.
No todos estaban entusiasmados. Un puñado de ciudadanos alertas,
entre ellos varios arquitectos residentes, se preguntaba por las conse-
cuencias de esta intervención sin precedente en pleno centro de su pe-
queña ciudad. Del proyecto poco se sabía, excepto que debería seguir las
normas que la ley permite, las que siempre son un poco más permisivas
de lo que el sentido común indica pero inevitables en nuestra permanen-
te pretensión de desarrollo; idiosincracia nacional que parece desdeñar
lo propio por anticuado e insignificante para glorificar toda novedad, por
ajena o pobre que sea.
Poco a poco comenzaron a despejarse los terrenos y a levantarse los
muros. Como un animal que engorda misteriosamente de noche, el edi-
ficio comenzó a desparramarse sobre un enorme territorio y sus gruesos
muros se fueron alzando y alzando hasta superar los techos de las dimi-
nutas casas que lo rodean. Luego siguieron avanzando hacia el cielo, oh
metropolis, por sobre el panorama de la ciudad, y enseguida aun más

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lejos, más grande, más alto, hasta aplastar en el horizonte la venerable
silueta de la gran iglesia del pueblo, maravilla de la historia con sus espi-
gadas torres, faro ancestral de ancestrales navegantes.
Los habitantes alertas volvieron a vociferar lo evidente: que el edificio
estaba vulnerando las leyes, que era en realidad un monstruo y que el
resultado sería catastrófico. Como en la fábula del emperador desnudo,
por primera vez la población apreció el problema en su real dimensión,
más allá de sus íntimas ilusiones, y recién entonces se preguntó por el
destino de su ciudad. Aborrecieron secretamente lo que comprendieron
pero lo negaron a ultranza. Sobre los denunciantes cayó una avalancha de
feroces recriminaciones e insultos: Que eran mezquinos, afuerinos, trai-
dores; que querían perpetuar la pobreza, el aislamiento, el abandono; que
eran elitistas románticos e imprácticos, preocupados sólo por sus propios
intereses, llenos de envidia y resentimiento. El Alcalde cambió el orgullo
por el temor y pronto se sumó a las recriminaciones de sus adeptos, orga-
nizando consultas precipitadas y espurias a favor del edificio que seguía
levantándose; es decir, a favor de sí mismo.
En el momento más candente de la batalla de acusaciones, el Alcal-
de citó al grupo de ciudadanos alertas para explicar el conflicto ante el
Concejo Municipal, cuerpo electo representante de la ciudadanía cuyas
sesiones admiten público. El día de la sesión el salón estaba repleto de
vecinos apretujados, de pie en torno a la gran mesa donde el Concejo Ple-
no escuchaba sus argumentos. La situación era tensa: a la usanza de los
antiguos cabildos, los vecinos murmullaban ante cada palabra lanzada en
contra del edificio; desde el fondo de la sala se lanzaban solapadamente
epítetos y comentarios menospreciando a los denunciantes y el Alcalde
debía rogar por silencio. Sin embargo, los argumentos eran sólidos y bien
documentados: permisos mal otorgados, negligencias administrativas,
interpretaciones maliciosas, resquicios inadmisibles, desacato de la au-
toridad y mala fe en general por parte de los inversionistas. Peor aun,
efectos devastadores del enorme edificio en la ciudad, su paisaje, tráfico,
comercio, cultura de calle e identidad; todo aquello que nadie jamás había
siquiera considerado al momento de aprobar el proyecto. El edificio era,
por sobre todas las razones posibles, un artefacto torpe y absurdo, una
infamia de la arquitectura más abominable de todas, un engendro desme-
suradamente grande para las virtudes de Castro.
Hecha la presentación, hubo un instante de silencio. El malestar en-

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tre los concejales y el Alcalde por el peso de la evidencia era inconfundi-
ble. Cada uno pensaba en las consecuencias para sí y en el inimaginable
destino de las obras. En medio del silencio, una mujer joven, robusta y
vestida de domingo, se abrió paso a codazos hasta la mesa y gritó exaspe-
rada a los presentes, con las manos empuñadas en alto: «Yo… quiero… ¡el
mall más grande! ¡Yo quiero el mall más grande! ¡El más grande!»
Así terminó la sesión. Todos se retiraron mudos, ponderando cómo
continuarían librando esta larga batalla. El clamor de esa mujer había
sido de una sinceridad dolorosa. En ella estaba representada la comple-
jidad de nuestro pequeño país, atravesado como una lanza en el corazón
por desigualdades sociales, aspiraciones insatisfechas, ilusiones de pro-
greso, pretensiones de espejismos de modernidad alimentadas por una
cultura frívola y efímera, siempre ajena. Añoranzas de oropel que hoy
valen más que siglos de oro.
El mall sigue ahí.

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MARÍA JOSÉ NAVIA

El polvo en
los zapatos
la i n for mación l l e ga de s p ué s , c ua n do l a cabe za y el resto del
cuerpo está preparado. Las imágenes llegan primero. El polvo se queda
pegado en los zapatos.
Todos los veranos de mi infancia los pasé en Limache, en casa de mis
primos. Mi familia es de Viña y resultaba fácil llegar. Para mis padres

era ideal: como el viaje era breve, yo podía soportarlo estoica sin que me
bajara la hiperkinesis o la necesidad imparable de hacer preguntas. Me
tranquilizaba ese paseo. Podía darme cuenta del momento exacto en que
cambiaban los colores del paisaje, en que la luz se apoyaba distinta sobre
las cosas, en los árboles y las casas de muros gruesos. Tal vez era eso lo
que me tranquilizaba.
La casa era enorme, o enorme para esa perspectiva infantil tan pe-
gada al suelo. Cuando no podía parar de saltar, mi padre me llevaba ca-
minando hasta la Avenida Urmeneta, la más linda de Chile, me decía, y
una de las más lindas del mundo. Y yo le creía, porque mi papá viajaba
mucho. Caminábamos despacio por esa bóveda de árboles que apenas
dejaba pasar la luz, la rallaba despacito, la hacía jirones de papel. Un rato
a un lado y luego al otro. Un verano le saqué fotos a la luz colándose entre
las hojas, el cuello inclinado. Al volver a casa uno de mis primos me tiró
con ropa a la piscina y hasta ahí nomás llegaron las fotos. Nunca más
intenté fotografiarlos.
Mi papá me obligaba a llevar chaleco, aunque fuera verano. Porque
debajo de esos árboles la temperatura cambia. Y es verdad, a veces re-
frescaba, aunque la mayoría de las veces me quedaba con el chaleco en la
mano, mis dedos transpirados dejándolo sucio y pegote, sólo para llevar
la contra. Mi papá dando pasos cortos; yo, zancadas. El polvo pegándose
a mis zapatos. Mi mamá no podía acompañarnos porque esos árboles le
daban alergia, decía. Yo no podía creer que algo tan bonito pudiera darle
alergia a nadie. Mi papá trataba de animarla: si eso es sólo en primavera,
le decía. Pero no había caso.
Se supone que el paseo era un castigo, algo para mantener tranquilo
al terremoto pero la verdad es que lo disfrutaba. A veces pasaban muchos
autos pero ni los sentía.
Se toman de la mano, ¿ves? ¿los árboles? Me decía mientras paseába-
mos, cuando era bien niña.
(Caminando hacia un lado)
Es como estar fuera del tiempo, me decía, cuando ya los dos podía-

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mos andar a pasos normales.
(Caminando hacia el otro, ya cansados, ya volviendo a casa)
De castigo se convirtió en rutina.
De rutina en premio.
Me gustaban las palabras de ese mundo: Urmeneta, Palmira Romano
(que era alcaldesa y después fue calle), la Capilla de Tabolango (la in-
formación llega después: dicen que allí se refugió Diego Portales en su
camino a Valparaíso y a su muerte).
Hablar de mis vacaciones en el colegio, cuando niña, era dibujar ár-
boles en cartulinas blancas, los paltos enormes y las lúcumas del patio.
Escribir li m ach e en letras con pegamento de colores y brillitos. Ese
nombre que sonaba a juego infantil, a luc he , y saltar de letra en letra
en un solo pie luego de tirar la piedrecita (la información llega después:
hoy leo que Limache viene de Llimachi, que quiere decir «peñasco» o
«cueva del brujo», nombre que pretendía ahuyentar a los españoles que
buscaban oro en el cerro La Campana).
A veces se cruzaban animales. Vacas. Aparecían con cara de perdidas
en medio del camino de regreso a Viña. O asomaban su cabeza en alguna
esquina de la plaza. Parecían habitar otro tiempo.
La última vez que fui a Limache de vacaciones fue el verano de los
cordones. Los vendían en un almacén cerca de casa. De todos colores,
fosforescentes, con rayas, eran el premio perfecto para mí y mis primos.
Eso, o unos stickers de huevos (los huevones) que nos hacían reír por-
que sentíamos que estábamos transgrediendo algo. Pero la infancia no
transgrede nada. La infancia es gozo puro. A veces visitábamos a uno
de los compañeros de mi primo que se había venido a vivir a Limache
de repente. (La información llega después: a su familia le habían dicho
que en esta precisa ciudad se daba el clima perfecto, la constelación de
factores benignos, para mantener algo más tranquila la condición que lo
aquejaba: la fibrosis quística).
La información llega después, años más tarde, cursando algún ramo
de Historia en la universidad: la noticia de que en Limache ocurrió el
descarrilamiento de trenes más violento de la historia de Chile. Que
hubo muertos. Muchos. Que frentistas algo habían hecho en el puente
Queronque.
Yo debo haber estado ahí, jugando sobre la alfombra, ese verano en
que se descarrilaron los trenes. Gente que volvía de un día en la playa.

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Gente que ya no volvió más. Las noticias se escuchaban en la radio en los
veranos. En la cocina la radio estaba prendida casi todo el día y ese día
seguro no fue la excepción.
Hoy dicen que algunos trenes tocan la bocina al pasar por el lugar del
accidente, en señal de recuerdo. De respeto. Hay animitas, no muchas. Y
a mis padres nunca le han gustado mucho los trenes.
La información llega después y se mete en los sueños, se queda como
imágenes atrapadas en algunos de mis cuentos. Contar lo que no vi pero
estaba afuera de las puertas de mi casa. Intentar hacer memoria para sa-
ber si hubo algo distinto esa tarde de febrero, si mis papás o tíos salieron
a ayudar o a preguntar de puro curiosos. Querer saber lo que, a esa edad,
no podía saber. Hacer memoria, construirla, fabricarla, sacarla a pasear
por mis cuentos –de a pasitos o zancadas– a la sombra de los árboles de
la avenida Urmeneta.

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MARTÍN VINACUR

La razón de
Maura Tierney

algo me pasa c on l a s c i uda de s de l sur . Del Big Sur. Del Sur de-
trás del sur. Respiran una dualidad escurridiza, difícil de ponerle el dedo
encima, al menos para mí. Hay algo doble y latente encapsulado en ese
aislamiento más parecido a un olvido que a un puntito en el confín de un
mapa. Esa sensación reaparece a medida que vamos dejando los vientos

de Balmaceda y nos vamos acercando a una hondonada envuelta en un


halo gris. Igual que Santiago, Coyhaique tiene una nube de Damocles.
Alrededor, las cumbres son prístinas; lo borrascoso parece reptar por
los techos llovidos. Aquí se paga la electricidad más cara del país y los
bosques de los alrededores se van consumiendo en un espiral devorador.
Cada vez hay que ir más lejos para encontrar algo que quemar en invier-
no. Hasta acá, la idea más audaz de las lumbreras de la burocracia cen-
tral es un «Bono leña». El olor, espeso, a ceniza húmeda, es ineludible.
Arquitectónicamente no hay mucho que decir. Es un caserío veni-
do a más que tiene casi la misma sintaxis que se puede encontrar en
cualquier otra ciudad-pueblo de Chile: una aliteración de fachadas sin
subordinadas elegantes, salvo por algún eco sureño en la carpintería de
alguna ventana. Las construcciones más nuevas directamente ocupan
esos espantosos paños corredizos de aluminio, más baratos. De tanto en
tanto sorprende la utilización de troncos, que relucen cuando la lluvia los
barniza, pero siempre se trata de un negocio: una chocolatería, un res-
taurante, una hostería. Los tronquitos garpan. Hago el ejercicio de salir a
caminar improvisando un trazado al azar para ver hasta dónde se puede
llegar sin que se repita la misma formación. Hay casas lindas en los al-
rededores, me dicen, pero fuera de la égida de las manzanas cuadradas.
Todo parece moverse en dualidades. Incluso aquí, en la urbe más po-
blada de la región, el aysenino se siente primero patagón y después chile-
no. Te lo espeta sin decir agua va y a plena conciencia de su provocación.
No lo es para mí, claro, a quien rápidamente huevean por argentino con
una serie de estocadas retráctiles, un uno-dos compuesto por una talla
rápida y desestabilizadora que rápidamente mitigan con un comentario
cariñoso. Supongo que es la versión patagona de eso que Parra llama dis-
curso huaso. Las mujeres son tímidas, pero podés sentir sus ojos cuando
no las estás mirando. Bravas, ellas. Me caen bien.
Postales rápidas:
Siempre fui a Coyhaique por trabajo. La primera vez me alojé en La
posada del Reloj. Un rinconcito encantador, de pisos de madera que no

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dejaron de crujir durante toda la noche. La última me tocó en el Dreams,
arriba de esa comparsa inexplicable de tragamonedas, que nunca dejó de
sonar como un ejército de pacmans-gremlins alimentado por zombies en
una eterna medianoche.
Una chica me habla en una casa de té del centro. Es de Patagonia sin
Represas. No parece tener todos los patitos en fila. Como justamente he
viajado por el tema Hidroaysén, me presento con el nombre más argento
que se me puede ocurrir: Diego. Quiero que me venda la pomada, conocer
sus argumentos. La invito a un chocolate caliente. Lo acompaña con un ave
palta, lo que me confirma que, sí, la piba estaba definitivamente chapita.
Una noche, en el Gimnasio Municipal, Bachelet daba su discurso de
campaña. Estamos acompañando la gira del 2005, cuando todavía era
candidata y nosotros haciendo su campaña. Queríamos conocerla en
terreno, cómo hablaba, qué reacciones provocaba. Ríos de gente por
las calles confluyendo en un hangar helado. Banderas de colores. Una
convocatoria feroz. En las gradas, cientos de otras Bachelets patagonas,
dobles en llamas.
Cristián es el chef del Dalí. El Dalí es un restaurant que podría estar
en Nueva Costanera, Las Cañitas o Nueva York, pero está en Coyhaique.
No tendrá más de diez mesas y lo atiende su mujer. Cristián prepara
platos que no he visto en Santiago ni en Manhattan. Delicias fuera de
este mundo, o más bien al revés: trabaja exclusivamente con produc-
tos locales: hongos, hojas, mariscos, bayas. Conoce a cada proveedor
o las recoge él mismo. Las combina con una creatividad y delicadeza
conmovedoras, que emblandecerían a cualquier Antón Ego. Cristián es
tan tímido que no sale de la cocina a saludar a menos que se hayan ido
todos. Y sale porque estoy con nuestra amiga común María Irene. Le
digo que por qué no Santiago o Buenos Aires o donde él quisiera y él
me retruca que no, que Coyhaique. Quise volver el año pasado, pero
estaba cerrado. Cristián ya no vive aquí. Tiene cáncer y eso, claro, no
se trata en Aysén.
Hace más de quince años escribí un eslogan para un hotel de lujo en
Calafate, que está del lado argentino más o menos a la misma altura. Se
trataba de una campaña para uno de esos all inclusive de súper lujo: una
docena de habitaciones, mantas de alpaca, chimenea privada, chefs fran-
ceses, jubilados europeos. Decía, lo recuerdo bien, «en el fin del mundo,
el comienzo de uno nuevo».

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Como las hermanitas del Overlook Hotel, las ciudades del Big Sur tie-
nen sus mellizas del Big Norte: Duluth, Fargo, la imaginaria Twin Peaks
(una vez más la dualidad, esta vez en forma de gemelos), Anchorage. Y
cada relato en esos escenarios esconde la misma narrativa reversible,
donde alguien, en algún momento, se da vuelta como un guante, y ya sea
se repliega sobre un pasado que congela y esconde, o es dominado por un
demonio interior que sale a flote con una frialdad salvaje. The Shipping
News. Insomnia. El mismo universo binario (seis meses de luz y seis de
noche) en el que Maura Tierney –de la cual siempre me enamoro un poco
cuando aparece en pantalla– no es Maura Tierney sino Rachel Clement,
la dueña multitasker de una hostería en algún pueblito helado del Big
Norte: «Hay dos clases de personas que viven en Alaska –dice–: los que
nacieron aquí y los que llegaron porque huían de algo. Yo no nací aquí.»
Empiezo a entender lo que me pasa con las ciudades del sur, del
Big Sur.

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LINA MERUANE

La agonía de
las cosas
Letras que nadie ha visto
le p rop ongo a m i pa dr e e m p e z a r a r e t roce de r, refrescar esos
lugares que se nos han ido secando. Lugares de los que nos fuimos yendo
sin volver la vista atrás. Él, como antes sus padres en la Palestina natal,
abandonó hace mucho la pequeña ciudad-de-provincia donde nació. Que

regresemos, entonces, a su lenta ciudad llena de inmigrantes y a su vieja


casa todavía en pie, para desempolvarlas, para parchar nosotros nuestro
recuerdo. Le digo que de esa casa suya guardo la imagen de una franja de
tierra cultivada en un jardín trasero convertido en huerto, el palto, los
tomates y las berenjenas, la palmera que su hermana incendió con apenas
un fósforo encendido cuando ellos eran niños y que quedó erguida como
un carbonizado obelisco; guardo además un gallinero de rejas oxidadas,
atrás, junto a la pandereta, un gallinero ya sin gallinas, el suelo regado
todavía de plumas y maíz. Guardo sábanas colgando de un cordón siempre
atravesado bajo el parrón, sábanas blancas que levantó la vaca de la casa
vecina en su huida del terremoto que tumbó la pared de adobe («Ala, toro,
ala», dijo mi abuelo intentando espantar al animal afantasmado que se le
apareció por la puerta de atrás; mi abuela pensó que el movimiento de
la tierra lo había desquiciado a él lo mismo que a mis cuatro tías, que
saltaban y gritaban despavoridas). Y recuerdo el ruido de una llave de
agua corriendo para siempre. Y un patio interior de naranjos rodeado
por las delgadas paredes de los pasillos, también eso conservo. El suelo
de azulejos de un largo corredor. Un piano negro que nunca oí tocar,
ahora en la sala de mi tía-la-segunda. Un paragüero junto al espejo de la
entrada que no se sabe adónde fue a parar tras la muerte de mi tía-la-úl-
tima. Me queda dentro la puerta de madera sobre la línea de la vereda y
un par de árboles espigados pero ralos levantando el asfalto. Y, más allá,
una plaza de armas con su fuente de bronce y su piletita de mármol, y
una empinada escultura a la primavera sosteniendo flores en la mano;
junto a ella, los frondosos robles o tilos o quizás cedros libaneses traídos
también de otro tiempo. Tiendas rubricadas con letreros de apellidos
palestinos escritos en alfabeto romano. «Volver», le digo, alargándonos
por un camino de cordillera nevada al fondo, las varas de recortados pa-
rronales moviéndose en dirección contraria, recordándome la hipnosis
que ese paisaje de rápidos palitroques solía provocar en mí. Llenarnos
otra vez de un aire silvestre que me irritará los pulmones, porque res-
pirar el campo, ahora, es una forma de intoxicación parecida a la del

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pasado. Internarnos por esas calles con ritmo de pueblo en la que toda-
vía vive una parentela que no conocí o no recuerdo. Abrir de par en par
la puerta de esa casa suya y de sus hermanas. «Pero esa casa hace años
dejó de ser nuestra», corrige mi padre de espaldas a mí, preparándose
su eterno café negro pesado de borra. «Se vendió lo que quedaba cuando
tu tata», dice, evitando el cierre de la frase. Se desarmó y se arrendó, la
casa, y después vino el incendio. Se deshicieron también todos ellos de
La Florida, tienda de esquina donde mi abuelo vendía telas por metro
sacadas de las empresas textiles de los Yarur y de los Hirmas, y ropa he-
cha (camisas a calzoncillos a calcetines) y zapatos traídos de las fábricas
santiaguinas de la calle Independencia. Casimires de Bellavista Tomé y
rollos de seda, precisa mi padre y la cabeza se me llena de hilachas y de
texturas, de colores. Pero no queda de eso ya más que imágenes arruga-
das que no hay modo de planchar. El pesado metro de madera, la afilada
tijera haciendo un boquete en el borde del tejido antes de que sus ma-
nos la partieran de un tirón, los hilos desmayados sobre el mostrador,
las ruidosas cifras sumadas en la máquina registradora de oscuro metal
que iba añadiendo los precios de lanas, cintas y cordones e incluso de
los colchones almacenados en el desván donde mi hermano-el-mayor
y yo, la-del-medio, nos empujábamos mutuamente para desmayarnos
sobre almohadas envueltas en bolsas de nailon transparente. Esa agonía
de las cosas es lo que quiero salvar, o resucitar, pienso, pero antes de
decírselo mi padre deja caer sobre esas vejeces moribundas algo que
huele a fresco. «No te había contado esto», dice, el café humeando en
su mano. «La pequeña ciudad-de-provincia acaba de rendirle homenaje
a sus antiguos comerciantes», dice. Entre ellos está mi abuelo. Está su
nombre en el letrero de una calle recién inaugurada. Letras de molde
que ningún Meruane ha ido a mirar, no todavía. No hubo ceremonia ni
corte de cinta. No hay fotos que registren este hecho. Mi padre no está
muy seguro de dónde quedó estampado su apellido, que es también el
mío, el nuestro. Y acaso porque pido explicaciones y detalles y levanto
las cejas o las junto sorprendida, él por fin acepta conducirme hacia el
pasado por una sinuosa carretera inclinada hacia el noreste. «Vayamos»,
dice, terminándose de golpe su café. Vayamos, como si de pronto la idea
lo entusiasmara y necesitara remarcarlo subiendo la voz. Empecemos
a volver, si podemos, pienso yo, y anoto esta frase o esta duda en un
pedacito de papel.

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Un letrerito desvencijado
Mi padre conduce por unas calles desconocidas y mi hermano-el-me-
nor astutamente saca su teléfono, conecta el localizador y empieza a dar
instrucciones. Instrucciones que mi padre no sigue o a las que no presta
atención, convencido de que llegaremos si doblamos la esquina. Damos
más vueltas. Se trata de un barrio desmejorado en las afueras de la pe-
queña ciudad-de-provincia en la que hace sesenta años mi padre no vive.
Más y más vueltas por calles minadas por raíces, sorteando la sombra
caliente de árboles casi ralos. Mi hermano insiste en dar indicaciones, el
localizador enloquece y nos desorienta hasta que de pronto mi padre de-
tiene el auto. Sólo el aire acondicionado queda encendido. Afuera el sol
hace arder el pavimento. «Bájense», ordena mi padre, pero nosotros no
abrimos la puerta, nos asomamos por la ventana antes de poner un pie en
territorio desconocido. ¿Es esto todavía la ciudad-de-provincia? ¿Es esta
la calle que lleva nuestro apellido? Vemos los ojos oscuros de mi padre
por el espejo retrovisor y oímos que repite la orden. «¿Qué están espe-
rando?» Porque ahí está el letrero negro bordeado de blanco. Las letras
anuncian, también blancas pero gastadas, no una calle sino apenas un
pasaje: la palabra justa para nuestro abuelo nómade. Vistas así, mayúscu-
las, las letras salva dor m e rua n e sobre una endeble plancha de metal,
así, tan deslavadas, como si el pintor hubiera olvidado darle la segunda
mano y recubrirla con una capa de barniz protector, tan desprovistas las
letras y las rejas y las casas alrededor, pienso que mi abuelo quedó oculto
tras salvad or y que ese m e rua n e desvencijado ha tenido menos for-
tuna que el sa baj del letrerito santiaguino. Miramos ese oxidado apellido
un par de minutos hasta que se nos gastan las sonrisas del instante ante
la cámara. Mi abuelo o sus nombres o su apellido quedan precariamente
afirmados a la entrada de eso que nos parece una población desierta. No-
sotros nos llevamos las fotos en la máquina mientras el auto arranca otra
vez dejando el cartelito cubierto de polvo.

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N I C O L Á S C A M P O S F.

San Fernando
Street View
al c omi en zo pare c e t or p e , c a r e n t e de g raci a. Después, cuan-
do uno se acostumbra a usar el servicio en línea Google Street View, el
asunto se acerca a lo que sería un paseo auténtico, por más que todos sus
elementos permanezcan estáticos y moleste que sea siempre de día. Con-
siste en panorámicas de 360 grados de las calles, recreaciones de ciuda-

des enteras, continuas, navegables. Tiene sus ventajas, por cierto: puede
uno demorarse lo que quiera en cualquier detalle, sin ser considerado un
posible ladrón o degenerado. Se asemeja a la fantasía –y pesadilla– de
detener el tiempo.
Elijo ver San Fernando, por motivos personales mezclados con nos-
talgia. Viví en muchas partes, pero anoto la dirección de esa casa sin du-
darlo. Me sorprende que esté disponible. Llevo diez años sin recorrer esos
lugares. Visito la casa de F, que sigue más o menos igual, y la que pertene-
ció a mis padres, en calle Las Malvas, ahora con un segundo piso, distinto
color, sin plantas y, lo que me parece peor, con una animita. Las miro
preguntándome cómo serán quienes las ocupan hoy, y me da un pequeño
vértigo. Son arrendatarios, supongo, por lo descuidado que está todo.
Paso por la plaza donde solía jugar. Por algún motivo, me impresiona
reencontrar –idéntica, lo único imperturbable del lugar– una roca grande.
Lo que sigue podría considerarse una deriva situacionista. Abro otras
pestañas del navegador y hago otros recorridos. Busco imágenes y situa-
ciones que de otro modo no podría observar. Me detengo en fachadas, en
gente, en graffitis, en árboles y plantas y a veces me olvido hacia donde
voy. Se vuelve demasiado errático, aunque sea imposible perderse. A ve-
ces paso una y otra vez por el mismo sitio.
Hace un tiempo leí que San Fernando es la ciudad con mejor distribu-
ción de ingresos del país. Me hizo imaginar que encontraría todo distinto.
También me hace preguntarme cómo sería una sociedad más igualitaria,
si eso podría observarse en las calles, en las casas, que eventualmente no
serían tan distintas. Cualquier teoría al respecto sería casi risible, por lo
aventurada, la verdad.
Primera imagen atrayente: un carrero fumando sobre un montículo
de pallets rojos y azules, afuera de un supermercado Acuenta, en una
esquina de la calle Quechereguas.
Paso por una casa en construcción en la calle Curalí. Un hombre está
sobre las vigas de lo que será el techo y otro sube unas escaleras.
Veo un perro muerto en una esquina, un cocker. Veo una mujer vieja

99
con buzo apostando en un tragamonedas en una tienda, en el mismo sitio
donde habían máquinas de videojuegos.
Paso por la iglesia frente a la Plaza de Armas, destruida por el te-
rremoto del 2010, clausurada, cubierta con láminas de o s b y con dos
hermosas y enormes trizaduras que parecen verdaderos cortes y que a
Gordon Matta Clark, creo, le encantarían.
Miro a mujeres que no conoceré. Alguna podría ser F, pienso. Y lo
pienso de nuevo, esta vez en serio. Cuesta encontrar imágenes. En este
paisaje donde nada transcurre toda la gente tiene un aire a la de The Tru-
man Show. O a la de un videojuego, un Grand Theft Auto, por ejemplo.
Parecen extras, confinados a pequeñas misiones domésticas como llevar
bolsas de supermercados, esperar un bus o barrer una vereda. Casi nunca
lucen dubitativos u ociosos. ¿Debería esperar algo más, cambios, accio-
nes raras? Es lo que suelen buscar muchas personas en Google Street
View, lo freak, lo siniestro. Yo no. Al contrario, estoy gratamente abu-
rrido. Hay una suerte de lección en ver las cosas desde esta perspectiva.
Algo, a su manera, relajante. Vivir sería esto, pienso, ver pasar cosas,
gente, caminos, más cosas, nubes. Y verlos volver. Lo fugaz y lo inmuta-
ble es lo mismo.
Y está bien. Pienso en Gospelsong, un poema de Riekus Waskowsky:
«Cada segundo el mundo cambia / la gente vive y la gente muere / como
si nada y tal vez no sea nada / más que algo de movimiento / que no hace
cambiar al mundo».
En unas canchas de tierra se ven unos brillos, unos pequeños deste-
llos. Parece un bug, un error de programación. Los reviso desde distin-
tas perspectivas pero persisten, aparecen en distintos puntos. Tardo en
darme cuenta que son reflejos de trozos de vidrio. Son esquirlas de las
botellas de la gente que se ha emborrachado allí durante años, décadas.
De repente llego a un barrio que ignoraba y me sorprende, un mini
Ñuñoa o Providencia que quiebra el orden establecido. Pensándolo bien,
quizá sí se refleja en las calles algo de esa supuesta igualdad económica.
Las casas en su mayoría son medianas, o df l 2 que les dicen, y las calles
están limpias, más que las de mi actual ciudad.
En otra pestaña del navegador recorro la calle Centenario junto a las
líneas férreas. Paso por fábricas, por una molinera, por lo que parece un
aserradero. Paso por cuadras donde en repetidas ocasiones aparece el
mismo cartero haciendo su recorrido en bicicleta.

100
Miro un cartel que anuncia un combate de box y reviso la dirección
del gimnasio donde se efectuará, y quiero verlo, pero termino escabu-
lléndome. Me detengo en la decoloración de la pintura de un muro, en
sus manchas de liquen. Me pierdo. Estoy perdido donde nadie podría,
en un lugar que me ha olvidado, donde no pasé tanto tiempo pero ese
tiempo fue importante. Quisiera sentir dolor en los pies, como si hubiera
caminado, y no un vacío. Quisiera irme de esta ciudad virtual sin dejar
de recorrerla, torcer por la calle Manuel Rodríguez y apurarme por la
Panamericana hasta alcanzar el límite del mapa, un fin, un sitio eriazo
o un bosque, alguna pantalla de error en el sistema, alguna embajada de
ninguna parte.

101
DIEGO CAMPOS

Poleras negras,
fuego consumidor
nos ju n tamos e n e l l o c a l , a v e c e s, aunque no siempre. Cuando
no están las mamás o los abuelos (los papás siempre están en la mina),
entonces nos juntamos en alguna casa. A mí me gusta más porque uno
puede sentarse un rato y tomar piscola en vaso de vidrio; a los otros no
tanto, porque no siempre dejan fumar adentro, el dueño de casa reclama
que el wáter quedó todo meado o que pisaron el choapino con zapatos
con caca de perro. Entonces alguien dice que tendríamos que habernos
juntado en el local mejor y alguien más dice que no porque era muy tem-
prano, y yo digo que mejor así porque alcanzamos a cambiarnos la ropa
de la pega. «Y el uniforme», dice la Chica. Lleva como tres años repi-
tiendo cuarto medio y podría estar en un dos por uno, pero sigue donde
mismo porque la tía del quiosco le regala paltas los viernes y el papá del
Lelo la lleva en las mañanas. Al viejo le gusta mirarle el poto cuando se
baja del taxi y se le sube el jumper, pero ella dice que no le importa, que
no está ni ahí con caminar.
La Chica. Es la que más conozco de todos, aunque ya no conversemos
tanto. Debe ser por lo de los cabros: aunque nunca me dijo nada, yo sé que
le gusta el Lelo, siempre lo miró harto y quedó sentida por lo que pasó.
Yo no tuve la culpa, igual: ese jueves había tocado Sadistic Execution y
después del local nos fuimos a mi casa. Nos bajamos un whisky que mi
viejo había dejado antes de volver a la mina. No me acuerdo bien qué pasó
después pero al final con los niños ya estábamos bien cariñosos. Igual fue
divertido: al otro día me la pasé acordándome de las caras del Lelo y del
Matías cuando despertamos, los tres abrazados y la señora Marta del nego-
cio que me venía a decir a cada rato que despabilara y que mejor me fuera
a ayudar a las demás, porque el lunes era feriado y no iban a poder abrir
pero que el supermercado sí, y que ella no quería salir tan para atrás. Yo
creo que la Chica tendría que haberme dicho algo.
A veces pasan cosas divertidas. Quizá por eso todavía me junto con
los chiquillos y vamos a ver a las bandas. El local ha cambiado ya como
tres veces y cada vez que abre parece que se va a venir abajo. Como los
baños no tienen puerta siempre hay cabros chicos que quieren ver a las
minas meando y en todos lados huele a aserrín con vómito. Pero los gru-
pos son buenos. «Antes», me dice mi hermano, «era un puro grupo de
acá y de repente alguno de Serena. A veces no había ninguno y dejaban
tocar a los punks, que se agarran con los chascones pero traen gente.»
Ahora vienen hartas bandas de Serena, y también de Coquimbo, Illapel,

103
Salamanca, hasta de Valparaíso y a veces de Santiago. Incluso una vez vi-
nieron de Conce. Ahora con lo del festival capaz que se traigan grupos de
Argentina, aunque siempre están diciendo que quieren venir pero nunca
arman nada. Demás, si las tocatas no se llenan y son pocas las minas
que cachan algo o que carretean, entonces para los grupos es igual fome
acá. Cuando vienen, si, la gente se arranca antes de la pega para armar
la previa y a veces pasan cosas como lo de ese jueves. O como cuando el
Nelson creyó que el bajista de Impalement le había dicho algo a su polola
y lo esperó afuera para pegarle, y el tipo era cinturón púrpura y lo dejó
con desprendimiento de retina. Pobre Nelson: antes hacía tatuajes y salía
siempre pero ahora tiene mellizas y sale poco. Trabaja en los colectivos.
Un primo del Matías que vive en Punitaqui está tratando de armar
algo con unos peruanos y un baterista que estudia prevención de ries-
gos. Yo nunca los he visto pero el Lelo ha estado en unos ensayos y dice
que no son muy buenos. Los peruanos tocan harto (hay uno que se cree
Dimebag Darrel y todo), pero el primo pololea con una mina que es hija
de un pastor y la familia siempre le está diciendo cosas del demonio y del
fuego consumidor. Además que a ella le gusta la música romántica y le
pasa pidiendo que haga un dúo de bachata con el Matías, que canta boni-
to. El Matías no está ni ahí, además que su primo vive muy lejos. A mí me
gustaría que fuera el vocalista pero dice que le da miedo tocar con más
gente, y que no le gustan los peruanos. Pero yo sé que podría, porque una
vez andaba súper borracho, se subió al escenario y los del grupo, que lo
conocían, lo dejaron cantar Territory con ellos.
Sería bacán también que los vecinos no alegaran tanto por el ruido y
que hubiera más lugares donde hacer tocatas y carretear, aunque tam-
bién es entretenido juntarse en las casas, cuando no están las mamás o
los abuelos (los papás siempre están en la mina). Ahora con el festival
que hacen en la carretera se llena de gente de afuera, y las acampadas son
al final una lata porque siempre te roban las cosas de la carpa o te echan
la culpa de que te robaste algo, y en las noches hace mucho frío, aunque
sea verano. Fui una pura vez, cuando el Nelson se consiguió el colectivo,
pero no me gustó. Aguantamos hasta el otro día nomás y después nos
fuimos donde el Lelo a ver videos viejos de Suicidal.
A veces me dan ganas de irme, de salir, pero creo que sería difícil.
Una vez fuimos a Valpo a ver al hermano de la Chica, que es infante de
marina, y pasamos como por diez lugares distintos en una sola noche

104
(no lo dejan salir siempre, entonces esa vez se estaba sacando las ganas,
además que quería hacer como que conocía a todo el mundo para ver si
yo le daba la pasada). Nunca he ido a Santiago pero me imagino que debe
ser todavía más bacán, aunque quizá haya que caminar mucho para ir de
un local a otro. Pero no me importaría. Entonces pienso que sí, que me
gustaría irme, pero después me acuerdo de la señora Marta y las demás
y no sé si en otra pega me tendrían tanta paciencia. Además que la Chica
no quiere irse y yo sé que el Matías va a terminar yéndose a trabajar con
su primo, donde su familia.
Y a mí me gustaría irme con él, aunque por allá puro toquen grupos
tropicales o mexicanos. O evangélicos.

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JUAN PABLO MARTÍNEZ

Ciudad fisura

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OSCAR BARRIENTOS BRADASIC

Pingüinos de
carnaval
y he aqu í qu e l a pa r a doja a pa r e c e s i e mp re usando distintos
sombreros.
La nieve caía como si estuviésemos al interior de un adorno navideño
y el manto blanco se extendía sobre Punta Arenas con ráfagas arremoli-
nadas que de repente me abofeteaban el rostro. La ciudad parecía conge-

lada en un inviolable cristal y el frío llegaba a calar los huesos. Mis pasos
me llevaron a dar vueltas en la costanera y a arrojar, en una acción tan
inútil como desmedida, bolas de nieve al estrecho de Magallanes. Caían
en las olas suaves y daban la sensación de flotar como ventisqueros de
juguete para luego hundirse irremediablemente.
Sentí a lo lejos el ruido de las batucadas. Era el inicio del Carnaval de
Invierno.
Caminé lentamente hacia un hotel cercano al mar llamado Savoy. En
la barra pedí un pisco sour y me puse a revisar correos electrónicos. El
lobby casi vacío y la nieve que seguía cayendo, ahora más espesa, me
devolvían a la raíz original, a la latencia más primera de mi oficio como
habitante de la ciudad más austral del mundo.
Pensaba en eso cuando un hombre bajo, de bigote colorín minuciosa-
mente rasurado al borde del labio interrumpió mis reflexiones. Tenía los
ojos almendrados y grises, la nariz ganchuda pero dibujada. Llevaba en
sus manos un enorme bolso negro con mangos de cuero.
—¿Puedo interrumpirlo un momento?— dijo comedido.
—Ya lo hizo… quiero decir, sí— respondí medio descolocado.
—Quiero que vea mi trabajo y saber si se decide a comprar una de mis
obras— dijo no pudiendo ocultar su orgullo.
Pensé en esos cuadros con navíos de madera o en esos poetas majaderos
que andan vendiendo sus libros en los bares o en los artesanos que andan
con un terciopelo negro lleno de aros.
—No, gracias— contesté tratando de ser cortés —ahora estoy ocu…
Ni siquiera me di cuenta cuando colocó un pingüino emperador arriba de
la mesa del bar. De verdad, era un pingüino. Muerto, obviamente, o más
bien embalsamado. «Este tipo vende cosas que todo el mundo necesita,
como por ejemplo, pingüinos embalsamados», pensé.
Sonreía junto a su pingüino como un padre que se mofa de un hijo
que obtuvo una medalla de oro en una olimpíada.
—¿Para qué quiero esto?— pregunté absurdamente.
—Para adornar su living— contestó sin titubear.

113
De inmediato pensé en el cuadro total. Dos sofás, un choapino, una mesa
de centro y el pingüino adornando el conjunto. No sabía muy bien qué res-
ponder y le pregunté de dónde había sacado el animalito y si eso era legal.
Sin pensarlo dos veces extrajo del bolso negro un caiquén embalsa-
mado y lo puso en la mesa junto al pingüino:
—Es ideal para colocarlo junto a una biblioteca— dijo.
—¿Cómo sabe que tengo biblioteca?— pregunté de inmediato.
—Todo el mundo tiene biblioteca— respondió.
Le iba a decir que dejara de venderme cadáveres pero fui más bien cortés
y le dije que no estaba interesado en comprar sus obras. Tenía miedo que
sacara quizás qué otro animal del bolso negro. Guardó rápidamente las
especies y se despidió, no sin antes darme una tarjeta que decía «Trabajos
de taxidermia». Luego se esfumó.
Permanecí un rato más saboreando el pisco sour.
Me calcé el abrigo y subí las solapas. Había dejado de nevar pero la in-
mensa blancura había teñido la ciudad de una extraña pureza, un aire frío
y purificador que entraba por los pulmones. La gracia de Punta Arenas es
que es, en esencia, una ciudad post-moderna. En ella conviven el pasado,
el presente y el futuro; su casco histórico similar al de cualquier ciudad
europea, su modernidad de cibercafé y sus semáforos de radiación solar.
Ya en calle Bories comenzaron a desfilar las comparsas. Carros ale-
góricos y murgas con hombres disfrazados ejecutando las piruetas del
carnaval. El que representaba al Hospital Psiquiátrico hizo en la expla-
nada del camión un manicomio donde los pacientes se representaban a
sí mismos y el médico siquiatra se vistió de Napoleón. El carro alegórico
de enap simulaba un barco pirata, la Unión Comunal un pulpo cuyos
brazos se movían pesadamente y la Empresa de Correos simulaba a Po-
pper, el célebre rumano que exterminó indígenas. El cazador disparaba
y los indígenas caían tras el impacto. Luego se ponían de pie y todos
seguían bailando.
Así unos tras otros, alegoría tras alegoría en la noche nevada. En el
piquete de avanzada e indiferentes al frío, las garotas de la delegación de
Gualeguaychú bailaban al son de las batucadas, prácticamente desnudas.
La ciudad de hielo es la metáfora de un mundo en descomposición,
la idea de fundar el desenfreno en medio de esos viejos edificios que de
pronto recuerdan a algunos parajes de Europa del Este.

114
—Esta gélida alegría, esta fragilidad del encanto— razoné. Eso es la ciu-
dad del fin del mundo, un himno al naufragio.
De ahí ingresó a la calle un carro alegórico con motivos antárticos. Los
hombres disfrazados de pingüinos bailaban cumbia viguera que daba
gusto, saltaban en medio de un enorme hielo de papel maché. Por un
instante, todo un continente estaba arriba del camión o si se quiere la
caricatura de éste. No es raro que las réplicas imperfectas de un mundo
inmarcesible lleven también incrustadas un fragmento de ese mundo.
Pude ver al taxidermista en la ribera opuesta de la calle observando
con seriedad este carro alegórico. Sus ojos fijos guardaban el sentido
básico, el pulso primero. Toda la seriedad de su oficio sucumbía ante el
baile báquico.
Seguramente yo admiraba la paradoja y él pensaba en embalsamarlos.

115
ROMINA REYES

La ciudad más
fea de chile

le dicen jalama , m e dic e un a m ig o. Yo pregunto si es por lo obvio
y él responde que sí, porque por ahí entra droga desde Perú y Bolivia
para que nosotros metamos en nuestras narices si es que aparece por ahí
en un carrete, sin pensar en el óvulo del que salió ni en la mula que tuvo
que defecarla. Nadie piensa mucho en los pobres y nadie piensa mucho

en Calama, menos si vive en una ciudad como Santiago, que pese a estar
al centro se encuentra tan lejos de todo. Me pregunto si podré verla si
me paro en las puntas de mis pies. Me pregunto si la veré si me paro en
la azotea de la horrible torre de la Costanera. Le pregunto a mis amigos
qué piensan de Calama y uno de ellos dice: «la ciudad más fea de Chile».
Otro agrega: Cauquenes. Tocopilla, Talca, pero nadie sale a defender la
belleza del norte. Hablamos de la ciudad más fea de Chile porque no tie-
ne edificios, no tiene árboles y porque todo desde acá parece naranjo y
café. Quizá da miedo, quizá es el escenario de las pesadillas: nada, nunca.
Simplemente nada.
Abro la página de Wikipedia y escribo «Calama». Leo su historia y
me pregunto cuántas otras ciudades de Chile habrán sido de otros paí-
ses antes de anexarse a este país que muchos piden que se acabe. Mejor
acabémonos todos al mismo tiempo, Calama incluido. Que su peque-
ña huella desaparezca del mapa. Entro al Google Street View, vuelvo a
escribir Calama y de pronto me veo paseando por calles desconocidas
que me parecen caminadas. Es como si todas las periferias se parecieran
entre sí. Bajitas, de casas construidas inorgánicamente, creciendo hacia
arriba con paredes del cholguán. Alguien dice: si en Calama no trabajas
en la minería, no trabajas en nada. Y me imagino el pueblo minero. ¿Será
Calama una ciudad que opera como dormitorio? Debe ser tranquilo mo-
rir en medio del desierto. Pienso en los colombianos que han llegado a
la zona, a los que se les acusa de romper matrimonios, terroristas de la
vida cotidiana. Pienso en Calama boliviana y luego en Calama chilena.
Pienso más históricamente, imagino el tambo del camino del Inca. Veo el
punto medio entre la cordillera y el mar. La mitad, lo mediocre. Pienso en
cuando el cobre se nacionalizó, pienso cuando Calama iba a ser pujante.
Pienso en el Golpe que acabó con todo y en la sombra de la Caravana de
la Muerte sobre la arena. Debe ser tranquilo dormir en el desierto.
Vuelvo a preguntar qué piensa la gente de Calama. Alguien dice: El
sueldo de Chile. Otra dice: tenía un amigo a quien le decían Calama, me
caía bien. Otra recuerda la cancha Calama de Juan Gómez Millas que

117
ganó su nombre cuando era una cancha de arcilla, lo conservó mientras
fue cancha de cemento y sigue siendo Calama aún cuando ya no existe,
cuando otras estructuras de cemento se le plantaron encima en pos del
progreso. «Pobre Calama», dice un amigo, «no es su culpa ser una mier-
da, pero lo es». Dice que es horrible, que es seco. Que todo gira en torno
a Chuquicamata. ¿Y el resto? Shoperías y prostitutas. Yo vuelvo a pasear
por una ciudad imaginada, por donde algunos transitan brevemente
antes de seguir sus viajes de venas abiertas de América Latina rumbo a
otros altiplanos. Alguien dice: Diego de Almagro. Otro dice: Cobreloa. Y
el amigo dice que pelear por la Franja de Gaza es como si Chile y Bolivia
se pelearan por Calama. Un pedazo de tierra horrible, seco, sin nada, ni
siquiera una ventana donde escapar del desierto. Yo pienso que todas de
alguna forma u otra hemos estado en Calama. Todas hemos sido ese turis-
ta que se baja del avión, camina por las baldosas brillantes del aeropuerto,
se sube a un auto y mira desde ahí a Calama, desde un vidrio sucio con
las marcas del agua que alguna vez cayó. Quizá todas hemos sido también
Calama. Pienso en lo feo, señalo lo feo pero no camino por ahí, sólo cierro
los ojos y vuelvo a la belleza del concreto, de los cuerpos pegados en los
trenes subterráneos, de las torres de veinte pisos que bailan bajo la nube
gris con cada movimiento telúrico. Y cuando abro los ojos, Calama sigue
ahí, ahogada bajo los residuos de toda la belleza.

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119
MARCELO MELLADO

Toñito Santo,
aprecio y desprecio

120
Malestar cívico
com encé a llam a r t oñ i t o sa n t o a sa n a n tonio por la fobia que
me producía aludir directamente a la ciudad, porque su sola mención me
hacía recordar el desprecio y la omisión institucional. Invertí varios años
en esa locación que un amigo de Patagonia decía que era una sucursal del

infierno, aunque yo creo que exagera porque igual hay afectos que que-
dan. Una ciudad es varias cosas además de su emplazamiento territorial.
Una de las grandes carencias de San Antonio es uno de sus grandes ca-
pitales: el hecho de no tener oligarquía local. Su componente base ha sido
tradicionalmente el mundo popular, ya sean pescadores o trabajadores
marítimo-portuarios, muchos de ellos ligados al mundo campesino y con
tradición asociativa y sindical, además de uno que otro inmigrante, árabe
o español, que no alcanzaron relato épico. Esta tradición, hay que decirlo,
fue trágicamente diezmada por los crímenes cometidos en el Golpe Mili-
tar y en fechas posteriores, lo que ha implicado una difícil reconstrucción
de la trama comunitaria local. Así, de un territorio genuino y autónomo,
se pasó a una zona secundarizada y tercerizada, plagada de maletineros
que ayudan a caudillos a expandir su área de influencia. Por otro lado,
los pocos empresarios locales que lograron solidez están aliados a los po-
deres fácticos regionales, generando tramas alternativas, aspiracionales y
clientelistas; el retail y el negocio portuario, por su parte, han optado por
una ciudad no sustentable, condenándola al consumo suntuario, y el mu-
nicipio, por la vía de la corrupción, ha aceptado y asumido ese modelo de
indignidad, cuya máxima expresión es el Mall Casino. Con todo, la ciudad
quedó sólo como una fea locación.
Pese a todo eso, hay en San Antonio una población consciente y capaz
de sobreponerse al entreguismo de sus autoridades y de sus élites, produ-
ciendo un movimiento que, no sin conflictos, es capaz de diseñar su pro-
pio imaginario, sobre todo en el ámbito de la producción artístico cultural.

Centralismos
Habría que decir que esta ciudad no es ajena a los abusos por parte de
los gobiernos centrales. Recordemos que ahí nació la funesta dina , con
Manuel Contreras a la cabeza, que todos dicen que era un buen vecino,
colaborador y educado, e incluso hay un mito sobre varias fotos perdidas
en que saldría retratado junto a conocidos vecinos, en algún homenaje o
declarándolo ciudadano ilustre. Todo esto antes del golpe.

121
En este lugar se instaló también el recordado campo de detenidos Tejas
Verdes. Conocí a mucha gente que estuvo ahí y que sufrió tortura y abusos.
Da la sensación que la ciudad fue el laboratorio de los servicios de segu-
ridad, porque de lo contrario no se justifica que hayan cometido tantas
tropelías contra un pueblo indefenso. Los milicos, por ejemplo, asesinaron
a todos los dirigentes del sindicato marítimo-portuario, aplicándoles la
tristemente célebre Ley de Fuga. Hoy conviven en la misma ciudad víc-
timas y victimarios. Eso, para muchos amigos de allá, es clave para com-
prender la actual situación de una ciudad devastada en su subjetividad y
que incluso renuncia a una calidad de vida digna, acostumbrada al abuso
superestructural. Quizás esta sea una mirada desde una cierta jerarquía
culturosa, pero para mí es difícil aceptar que una ciudad que está junto a
la desembocadura de un río fundamental y que tiene una riqueza material
(mal distribuida, por supuesto) y patrimonial tan impresionante, omita
una historia trágica tan potente.

Pasos perdidos
Llegué a San Antonio porque un ex amigo me contactó para un emprendi-
miento y me entusiasmé. Fue un fracaso y una gran desilusión ver sucumbir
el esfuerzo por la hegemonía de subjetividades patológicas. Después de-
sarrollé, junto con otros colaboradores, un proyecto cultural cuyo fracaso
constituyó una muy interesante movida política y quizás, como dicen los
emprendedores, terminó siendo todo un éxito que la institucionalidad local
debió ocultar porque de lo contrario ponía en evidencia su inoperancia.
Con un grupo de cómplices decidimos luego hacer un taller de escri-
tura al que llamamos Taller Buceo Táctico. Partimos de la tesis de que una
iniciativa de este tipo podía transformar la ciudad, al menos a nivel del
deseo. El proyecto era patrimonializar el dolor del pueblo en su aspecto
de los derechos humanos, aunque sonara un poco duro o impúdico, y ha-
cer de cierta producción artística local un hecho identitario. Generamos
el mito de la ciudad como eje programático de una revolución territorial
anti-canon santiaguino y porteño, y a través de la prensa cultural nos
dedicamos a ubicar y dar visibilidad a la ciudad en los medios nacionales
e incluso internacionales. En lo personal escribí varias novelas y cuentos
que tenían como locación o referente toponímico a la ciudad, con todas
sus miserias y fortalezas. Nadie confiaba en ese verosímil, ni nosotros
mismos, y en la práctica funcionó. Recuerdo que nos basamos en uno de

122
los grandes objetivos que tenía el Departamento de Comunicaciones del
maldito municipio local, que era precisamente poner en los medios a la
ciudad, y nosotros lo hicimos con creces. El municipio siempre fracasó al
respecto y nunca obtuvimos su reconocimiento. Entendemos que eso no
podía ser, porque logramos en poco tiempo lo que ellos jamás pudieron.
Lo peor de todo es que el enemigo no fue sólo la siniestra municipa-
lidad y ciertos poderes fácticos ligados a la Concertación, sino la propia
izquierda local, mediocre e incapaz, que tenía su propia mafia, sus propios
caudillos y que no creía en la autonomía de la gestión propia. Para ellos,
el canon ideológico o la verdad política venían de otra parte y había que
esperar su llegada gracias a una decisión política central, por lo que nos
miraban con desprecio y desconfianza. Por mientras, con mis cómplices
fuimos logrando cosas a través de un proceso de visibilización y polémica,
que consistió en darle duro a la ciudad patrimonializada por el oficialismo,
que era Valpo, y a la cultura política concertacionista, levantando un mo-
delo de trabajo que instaló un registro de producción cultural territorial.
Los actores de estas operaciones eran los poetas Juan Carlos Del Río,
Roberto Bescós y Florencia Smiths, el actor, dramaturgo y cocinero Luis
Retamales y el contador y asesor legal Fidel Contreras, además de otros
ayudistas. Hacíamos alianzas tácticas con algunas organizaciones popu-
lares como la Asamblea Ciudadana y el Movimiento Escuela 1, con los
que hicimos algunas acciones como la Biblioteca Popular del Sindicato
de la Construcción. Recuerdo con mucha nitidez una oportunidad en que
expuse este caso en Ciudad de México, donde dije que en Chile era más
eficaz políticamente un taller de literatura que un partido político. La
propuesta produjo un gran impacto entre la concurrencia.
Creo que la municipalización del territorio le hizo un daño irrepara-
ble al Chile territorial o a la provincia autónoma e independiente, porque
significó un nuevo centralismo y una perspectiva criminal de la política.
Ante este escenario cumplen un rol fundamental las prácticas artísti-
co-culturales: se trata de buscarle un eje épico o de relato a una ciudad
que busca desesperadamente ser contada. Es clave mantener un trabajo
de comunicación horizontal y permanente entre todos los actores ciu-
dadanos, con una autonomía radical de la perspectiva política o de los
poderes fácticos, que siempre merodean amenazantes por el vecindario.

123
RODRIGO FERNÁNDEZ

Me acuerdo
de Curicó
«Me acuerdo de que conseguí una beca en la Escuela
de Bellas Artes de Dayton (Ohio). Como no quería herir sus sentimientos
yéndome sin más, le dije que mi padre se estaba muriendo de cáncer».

Joe Brainard, Me Acuerdo

me ac u er d o de l a s p r i m e r a s i da s a l e sta dio La Granja con mi


papá, cuando el camino era de tierra y se podía entrar cocaví. Encargado a
algún amigo, lo esperaba en las graderías mientras él hacía de paramédico
de Curicó Unido. No recuerdo mucho el fútbol mismo, si ganábamos, si
perdíamos, cómo eran las camisetas o los rostros de los jugadores. Jugaba
con otros niños, comía, corría; bajo las graderías, junto a las cáscaras de
maní, había todo un mundo. Después del estadio nos íbamos caminando y
me compraba la Barrabases. A veces, si hacía buen tiempo, pasábamos por
el cerro Condell y bajábamos antes de que anocheciera.
Me acuerdo de todas las casas chicas en las que viví con mi madre tras
la separación. En la Aguas Negras, en la Guaiquillo, en la Marquesa. Re-
cuerdo la distribución de todos los espacios, de todas las piezas. Recuer-
do los árboles que funcionaban como arcos y recuerdo los perros: uno
sabía a cuáles podía acercarse y a cuáles no. Recuerdo sentir que todo era
un gran patio, que las esquinas eran nuestras y que todo lo que ocurría
estaba ocurriendo exclusivamente alrededor de nosotros.
Me acuerdo de acompañar a mi mamá a su trabajo de secretaria en
la fundación Gantz. Yo tenía mi propia máquina de escribir e inventaba
cuentos. Pero no los inventaba del todo: usaba capítulos de Los Pitufos,
Los Picapiedras o Fuerza G y los reescribía como a mí me gustaría que
fueran.
Me acuerdo de la primera vez que me comí un completo. Fue en El
Polo. Me puse a morderlo desordenadamente por encima y mi papá me
enseñó que era más fácil en perpendicular.
Me acuerdo de las largas jornadas en los videos. Despertaba a las 9,

125
tomaba desayuno y partía. Allá me encontraba con amigos. Con quinientos
pesos cada uno teníamos para toda la mañana. Jugaba uno de peleas en el
que salía un tipo llamado Santana. Aún no llegaba el Mortal Kombat.
Me acuerdo que como a los ocho años me llevaron a la radio Condell
como coanimador de un programa. Era los fines de semana y hablaba
con otros niños que llamaban por teléfono para recitar poemas, contar
chistes, cantar o hacer alguna gracia. Al final yo tenía que escoger mis
favoritos. Me esforzaba por no hacer sonar mi nariz, que por esos años
siempre estaba incómoda y llena de mocos.
Me acuerdo de un día que hacía calor. Íbamos por la Alameda cami-
nando con mi mamá, le pregunté si podía andar sin polera y me dijo que
sí, y sentí que tenía una madre diferente a todas las otras.
Me acuerdo de la jugada que me acercó definitivamente al fútbol. Es-
tábamos en el estadio y un jugador de Curicó, de espaldas y arrinconado
en el córner por dos defensas contrarios, pisó el balón, lo movió veloz-
mente de lado a lado, metió un taco, pasó a través de los rivales como si
fueran de humo y sacó un centro. Recuerdo la alegría al ver cómo alguien
común y corriente, alguien que vivía en la misma ciudad que yo, podía
hacer que la gente se levantara de sus asientos, aplaudiera y hasta llorara.
Recuerdo eso y que le dije algo a mi papá, no sé qué, y que él me dijo que
a veces había belleza en el fútbol y que sólo había que tener paciencia y
estar ahí.
Me acuerdo que fui al Festival de la Guinda en Romeral y que mi papá
me llevó al camarín del Chino Navarrete y me saqué una foto con él.
Me acuerdo de la primera máquina de Mortal Kombat que llegó a Cu-
ricó. Y de todas las que le siguieron. Las traían al local y mientras las ba-
jaban de las camionetas nos amontonábamos alrededor y las mirábamos
como si fueran estrellas de rock. Y lo eran.
Me acuerdo de los vecinos en la Guaiquillo que se asomaban por la
pandereta y me pedían mis condoritos que nunca volvían.
Me acuerdo de unos 10 segundos del terremoto del ‘85. Un tío me
sacó en brazos y el techo, que estaba casi a la altura de mi cara, se movía.
No sabía qué pasaba pero salimos todos a la calle. Luego alguna mentira
tranquilizadora y no recuerdo más.
Me acuerdo que cuando aún no se separaban mis padres, o al menos
en ese momento estábamos los tres en el departamento, se me ocurrió
que tenía que salir al balcón a ver qué era todo ese griterío. Debe haber

126
sido el ‘87. Terminé llorando con las bombas lacrimógenas que subían
hasta el segundo piso y por vez primera vi a un paco pegándole por la
espalda a un tipo que iba caminando con una carpeta bajo el brazo. Re-
cuerdo la sensación de impotencia. Recuerdo haberle preguntado a mi
papá qué había hecho ese señor para merecer una paliza así.
Me acuerdo de la euforia perfectamente administrada de las toca-
tas punk; una ebriedad más situacional que corporal, especie de sus-
pensión de la vida común y corriente. Recuerdo que nos golpeábamos
unos a otros con un ánimo tan hermoso que la mayor parte del tiempo
nadie salía herido. Es más, recuerdo claramente algunas ocasiones en
que habían amonestaciones explicitas hacia los que buscaban validarse
por alguna especie de enfrentamiento (había un tipo al que le decían El
Yegua que siempre se ponía al medio y luchaba contra todos, combatien-
do todos los flancos; también era de los que se daban el lujo de meterse
en sentido contrario, luchando contra el oleaje humano). Recuerdo que
avanzábamos en círculos, hacia ninguna parte, como un torrente huma-
no, siguiendo y esperando el despegue de cada canción.
Me acuerdo que el rock existía realmente en Curicó y que cada se-
mana había nuevos flyers pegados por todas partes. Recuerdo que andá-
bamos en grandes grupos y que, aunque muchos no bebíamos ni fumá-
bamos, nuestro comportamiento cambiaba radicalmente. Llenábamos la
sede social Carlos Condell con una energía que desbordaba el pequeño
espacio hacia las ciclovías y hacia el cerro. Recuerdo, a fin de cuentas, la
bondad del punk, el impulso desordenado pero sincero de crear otro tipo
de relaciones.
Me acuerdo de haber huido a los videos el día del velorio de mi abuelo
Juan. Recuerdo a mi mamá en el suelo llorando, maldiciendo y las bo-
tellitas con agua que corrían de señora en señora. La tenebrosa música
que pusieron al entrar el féretro. Los lejanos discursos militares. La cara
muerta que vi en el féretro y que me hizo pasar toda esa tarde refugiado
en la máquina del Mortal Kombat.

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JAVIER MILANCA

Tres diapositivas
escritas del
Chawra Kawin
Diapositiva escrita 1: «Las Tomaduras».
En la imagen pueden verse a robustos capataces con damajuanas repar-
tiendo chicha de manzana a raudales mientras los futuros trabajadores
toman incrédulos y enfiestados. Sus ojos miran desconfiados.

Cuentan entonces en el Chawra Kawín (Osorno, 1852) que los recién lle-
gados de Europa pasaron a la posteridad como gentes industriosas. En
realidad eran unos aventajados pues tuvieron por parte del Estado chileno
toda la ayuda en empréstitos blandos y gran cantidad de sostenes moneta-
rios. Hasta abogados les facilitaron para que pudieran robar de acuerdo a
la ley y con papel sellado. Así cualquiera pasa a la historia como visionario
o emprendedor. Ser colono es noble, ser de la tierra un oprobio.
Que tampoco querían pagar mucho y por consecuencia nadie quería
trabajar, ni para los alemanes «cabeza de pichí», ni para los españoles «co-
ños», ni menos para los chilenos, «pitucos de codos rotos». Que los mes-
tizos y los williche preferían quedarse mirando sus pobres sementeras o
jugando palín en sus baldíos. O elegían, por sobre todas las cosas, seguir
enterrándose en sus mallines en vez de irle a servir a los nuevos patrones
de mala paga y mal trato. Además, la gente de la tierra reflexionaba: que si
son dueños que trabajen ellos, ¿para qué roban tierras tan extensas si no
las quieren tocar con sus propias manos?
Que estos patrones desesperados se quedaron sin gente que cortara
un tallo de trigo de los campos, quemara una mata de murra de los po-
treros o atizara una sola carreta de bueyes.
Que fueron los alemanes hacendados en desesperación quienes atra-
jeron a los futuros gañanes, siempre menos dispuestos al trabajo y más
voluntariosos en la bebida, con la ocurrencia de las «tomaduras», curade-
ras planificadas para contratar peones y obtener mano de obra barata. Y
haciendo bocinas con las manos llamaban a los hombres para que se acer-
caran a beber a destajo, a campo abierto, en una orgía dionisiaca brutal.
Quien más chicha y empanadas repartía, más peones tenía cerca. Ya en la
noche, al final de la bacanal y con pleno lucimiento de ebrios tirados en las
pampas bajo los wayes y los mosquetos, comenzaban la contratación de
asalariados entre una soporífera tracalada de borrachos.
Que no consideraron los astutos alemanes del carajo que para las gen-
tes de estos lados un papel no tiene validez y que es la palabra dirigida al
centro de los ojos la que obliga. Algunos más respetuosos o desconfiados

129
volvían cabeza gacha a pagar su deuda con trabajo. Otros, los más, se iban
buscando nuevas jornadas alcohólicas de contrato, y cuando eran inqui-
ridos por sus patrones y estos les enrostraban las borrosas cagarrutas he-
chas con la tinta torpe de su dedo pulgar al final de las hojas, respondían
todavía atontados de la borrachera y muertos de la risa: que ni cagando
irían a trabajar por esa plata y que «¡Curao no vale!».

Diapositiva escrita #2: «Esclavitud por deudas».


En la imagen puede verse a un padre mestizo williche entregando a su hija
mayor a una familia de colonos por deudas económicas. Sus ojos estan re-
sentidos.

Que en ese tiempo en el Chawra Kawín (Osorno 1883) había poco dinero,
todo lo productivo estaba en el norte, se quedaba en la capital o en los hie-
rros de un ferrocarril que venía avanzando selva al sur. Pocos lo creían en
realidad, esos eran cuentos de seres fantasiosos, nada podía ser más gran-
de que un árbol ni tirar más fuego que un volcán. Que la gente, en vez de
aprender de la lenta sabiduría de las siembras y la crianza, se acostumbró
a comprar en las pulperías de alemanes o cualquier otro pillo rico. Que
para comprar debían tener plata y para tener plata iban vendiendo sus
pequeños trozos de tierra arrinconados y yermos. Que la gente comenzó
a ponerse pobre, a verse pobre y a sentirse pobre. Fue así como se inventó
la pobreza en el Chawra Kawin, al mismo tiempo que otros se inventaron
la riqueza. Ambas cosas no se conocían por estos lados y los colonos la
trajeron como novedad igual que sus máquinas y su cerveza.
Entonces alguien empezó «emprestando» los hijos por dinero, prime-
ro por un tiempo, luego por otro tiempo más, hasta que ese tiempo era
un para siempre. Que esos hijos se fueron quedando y eran obligados a
trabajar con crueldad y bondad religiosa a la vez, para que aprendieran
que el esfuerzo trae beneficios, más si el esfuerzo es gratuito. Que eso
era esclavitud, regulada por normas de arriendo y por las leyes chilenas
siempre permisivas con los colonos y castigadoras para los hijos de la tie-
rra. Que además así se perdieron apellidos originarios, se castellanizaron
y muchos se awincaron –extranjerizaron– sin entendimiento. Que ellos
olvidaron a sus familias naturales y se entremezclaron con las nuevas
en una tole-tole de parientes cruzados de nunca acabar. Que esos hijos
abandonados por deudas quedaron sin Ñuke Mapu, su madre tierra, sin

130
antepasados ni abuelos tutelares que los cuidasen y tuvieron que apren-
der de la luteranía laboriosa, de dioses azotados y otras lacras todos los
domingos, todos los domingos. Hasta olvidaron su idioma original y no
tuvieron jamás cómo contar esta historia.

Diapositiva escrita #3: «el poeta c arval l o ».


En la fotografía puede verse al poeta Carvallo tomando chicha de manzana
mientras le hunde un contundente ají cacho de cabra y reflexiona profundo.
Sus ojos están tristes.

Cuentan que en Osorno (Chawra Kawin, 2013) el poeta Juan Carlos Car-
vallo cree en la reencarnación aunque no tanto, debe ser porque es pe-
luquero y sabe que todo crece, se pierde y viceversa. El poeta Carvallo se
pone nostálgico cuando toma chicha con ají cacho de cabra, como que le
llora un ojo, sabe que la muerte no es risa y que la mazamorra no se mas-
ca. El poeta Carvallo puede que no tenga muebles ni límites pero siempre
tiene razón. Sabe artes marciales y enseña cómo defenderse bien en una
pelea de bar. Hay que buscar la luz y pegar de abajo para arriba, como le
peleó el osornino Martín Vargas a Carlos Canto dice. Cuenta que descien-
de de boteros y areneros del río Rawe y por eso sabe de frío, de lluvias y
lo que es tomar callejeao en una plaza a las cinco de la mañana. Refriega
que los tontos de Osorno le hicieron una estatua a un toro en la plaza
para alardear la producción lechera y no un monumento a las vacas como
es debido. El poeta Carvallo se ríe de los descendientes de alemanes y de
todo el mundo, porque en Osorno todo el mundo se cree descendiente de
alemanes, nadie quiere serlo de esclavos por deudas ni de trabajadores
vencidos pero con mucha esperanza. Al poeta le gusta que lo aplaudan en
los estadios cuando lee poemas de pobres o de pulentos de barrio pues
le dan de tomar vino peleonero. Le gusta ir a vacilar al bar del grupo
de rancheras Los Manantiales en calle Los Carrera, aunque los mismos
Manantiales en persona lo echan por odioso. El poeta Carvallo grita que
nadie sabe de la diosa Kintuante, del Taita Wentellao ni nadie sabe de la
verdadera Historia de Osorno y por eso después pasa lo que pasa.

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RUBÍ CARREÑO

Y yo que pasaba
preguntándome por
el sur… allá en el sol
pri m ero me lle ga ron l a s c a nc ion e s qu e arropaban a una
ciudad que no conocía: llueve, llueve, sobre Valdivia. Yo terminaría de
estudiar y viviría allí, mate con sopaipillas, para siempre, seguramente
feliz, acunada entre el verde y el agua dulce, en un lugar que además de
riberas para leer el libro más imposible con total tranquilidad, tenía una
universidad. Fui y he ido detrás de las murtas y de la música muchas
veces, a cantar con el coro de la Austral, a escribir distintos libros, a ver
a los amigos, a ser esposa, incluso, una vez, recuerdo con amor, en una
calle que ya no es como era. También a ser madre cada verano, de rama
en rama, de rio en rio, de lancha en lancha, mamá: ¿podríamos vivir
aquí, en una casita con un bote?
Probablemente mi Valdivia no es la de mis amigos que nacieron ahí o
casi ahí, la mayoría emigrados: tienes que pasar un invierno completo para
opinar, llueve con travesía, de abajo para arriba y se te pone mohoso hasta
el corazón, te va acompañando una melancolía de tonos menores y tu ale-
gría suena como la lluvia en los techos (¿con esa persistencia?, agrego in-
corruptible). Y luego empiezan a decir que no había trabajo, que con plata
cualquiera vive aquí, que una cosa es ir de visita, que tenían que irse a ro-
dar tierras, explican, suspiran, se sacuden el sur con el acento, hasta que se
ríen y aparece una calidez que espanta cualquier frio: sale el luminoso sol
como sale de improviso en su ciudad y empiezan a inventar paseos a Curi-
ñanco, al rio Futa, a la Saval, porque Valdivia invita a salir y a llegar. Tocan
instrumentos, tienen muchos amigos, que son casi primos, se conocen de
chicos, se encuentran en las esquinas, hasta yo me encuentro con ellos en
mi vida valdiviana y comemos pescado ahumado, me enseñan a machacar
a las jaibas hembras, también a las macho, con una piedra y las comemos
con las manos y sin servilletas, que se las lleva el viento. Cantamos. So-
ñamos. Julio quiere unir la universidad con la empresa, para que no haya
una explotación insensata de los recursos; Hugo quiere llevar a Mozart a
Corral, a Curiñanco a Punucapa cada año, y lo hace desde hace cuarenta,
Yoli y Flora son dos de las tres damas, como en La Flauta mágica y Rossana
vive su vida con valor, lo que no es poco y es parte de esa generación a la
que pertenece también Clemente, Marcelo y otros, que guardaron la me-
moria de la belleza en medio del espanto. Cada uno de ellos me dice al oído
como en canción: a crecer, nos llama la vida, a crecer, nos llama el amor.
Escucho a los ingenieros de la Austral hablar de los alemanes que llega-
ron y de su industria, de cómo eran disidentes y cultos respecto a otras ale-

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manias. Me muestran el muelle ecológico y los taxis solares, también una
fabrica convertida en museo, con total orgullo. Escucho a los Fischer y a
los Schuster recomendar a la machi Paulina, que cura hasta el mal aliento.
Todos saben que son ricos, pero lo omiten, para que nadie los envidie o los
robe y la bandurria siga anunciando la lluvia y el pitihue anuncie visita que
no es la muerte. Van a comprar pan a la Lehmann y parece que le dejaran el
Haussman a los turistas. Si son muy viejos viven cerca del hospital, duran
muchos años, hasta más allá de los noventa, sin descuidar la lectura y la
huerta y todos, sin importar la edad, tarde o temprano te hablan de la ola,
si llega o no llega adonde estamos y de cómo su casa es segura. También
del terremoto y de qué significa quedarse mano sobre mano, de los juegos
en una ciudad en ruinas en una infancia que todavía les aparece y resiste al
desastre cuando comen grosellas verdes con sal.
Como Chile, Valdivia tiene una cicatriz. Valdivia 1960 es Santiago 1973.
En sus canciones flotan navíos y muertos. No hay ronquidos de lanchones
y nadie hace sonar los martillos. Hay una fantasmagoría que puebla la nie-
bla del verde valle. Los tiempos también se superponen cuando quieres
comprar un terreno. Te dicen invariablemente protectores: fíjate que esté
saneado, y eso puede significar, perfectamente y sin escrúpulos, que la
expropiación a los mapuches esté legalizada. A veces hay muchos pájaros
muertos y el camino a Niebla se ve interrumpido por el anuncio de condo-
minios y la tala de árboles y plantas. Mi hijo de diez años me dice: nosotros
conocemos el futuro de esto, se llama Santiago, se llama Mapocho.
Mis amigos que todavía viven ahí encuentran que en Valdivia hay mu-
cho tráfico, que cruzar el puente a las siete es un pequeño infierno, así
que algunos viven en Niebla de carita al mar –en una vida que envidio y
sigo pensando que podría ser la nuestra– y los otros se fueron a un barrio
que no conozco y que dicen que es como un paraíso-acuario de carita al
rio. Tienen la vida que pensé para mí y capaz que ellos desearan remota-
mente la mía: Y yo pensando en el sol, acá en el sur.
Me despido contándoles de una desvergonzada que se baña desnu-
da y en público, ilumina con su cuerpo blanco las aguas dulces y las
saladas, te invita a subir al puente y a que te repartas cielo y rio en la
mirada. Voy cantando por el rio mientras la luna se baña, mi cabeza se
llena de calma, de amores posibles, de música y de mañana, es Valdivia.

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ALEJANDRA LÓPEZ

Viaje sin rumbo

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V I C T O R M U N I TA

El Copiapó
multidimensional
«…es una ciudad poco agradable. Cada cual parece no tener más objeto que uno:
ganar dinero y marcharse de allí lo más pronto posible. Casi todos los habitantes se
ocupan en minas y no se oye hablar otra cosa que minas y minerales. Los objetos de
primera necesidad son todos ellos muy caros…»

Charles Darwin, siglo x i x


Viaje de un naturalista alrededor del mundo

cop i ap ó es u n luga r pa r a ha bl a r de rui nas en época de abun-


dancias; aquí todos los días se construyen castillos en el aire.
A nosotros se nos dice que somos duros, parcos y secos. Qué duda
cabe, sí aquí el agua es el recurso más necesario, el río habita en la me-
moria y la tierra se dinamita día a día.
Copiapó es capaz de unir al mar con el metal más engañosamente
brillante y pequeño de la cordillera; al rico petrolero con las calles pe-
dregosas de la periferia y al sudor sangriento de la costra terrestre con el
pan de las familias.
La ciudad no cabe en el edén, ni en la copia; nadie quita el fracaso de
los pies y se puede ver en esta otra patria las casas trepando la espera.
La periferia tiene carácter de insulto y estadística, pero nadie ha vivido
la estadística.
Tal como otras ciudades del país, no somos más que una imagen tu-
rística, en este caso, del inicio de la historia de Chile, y un dormitorio
para un mar de trabajadores mineros y de la uva. Se cree que los sueldos
son millonarios y todos tenemos calidad de vida, pero sólo es imagen, es
tele, es Sernatur. Aquí, uno se deteriora con elegancia, pero una elegancia
plástica y soluble.
La pereza reina sobre la codicia, aquí no hay más objetivo que la mi-
nería y lo que se da de ella. Cada cual parece no tener más objeto que
uno: ganar dinero y marcharse de allí lo más pronto posible. Es como si
plagas míticas persiguieran al habitante de este oasis, en realidad sí, pero
las de la comodidad y la rutina.

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Copiapó sin duda es una ciudad extraña y difícil, tanto en la geografía
física como en la conformación de la población ¿cuántos son flotantes,
nacieron o se radicaron aquí?
Cuando veo su río que no vierte, hace más de quince años, una sola
gota de agua al mar, llego a pensar que realmente nada de lo que nace aquí
se vierte en otra ciudad, en otra zona, y a la vez, lo que recibe esta tierra
se evapora, se desvía o se hurta como cualquier terreno o curso de agua
en el valle. Vivimos en una dimensión distinta del planeta, una dimensión
Copiapó: quizás la tierra copiapina sí es plana y todo lo que nace aquí va a
parar a los abismos donde habitan bestias terroríficas.
Esta, sin duda, es una ciudad distinta. Se emplazó en espacios simbó-
licos de los pueblos originarios y se continuó en el centro del valle para
estar cerca de verduras, frutos, animales, hielos cordilleranos y frutos del
mar, casi a la misma distancia del inicio y final del valle.
Algunas veces me pregunto ¿cuántas dimensiones de Copiapó hay
dentro de Copiapó? Me atrevo a identificar cuatro, por ahora:

Uno, el periférico: carente y silencioso, que se estira polvoriento y gris a


lo largo de cordones transversales; tomas de terreno en los cerros, entre
casas refaccionadas con barro y cemento por las familias fundadoras del
sector, donde no siempre llega la presión del agua potable.

Dos, el dormitorio y económico: lugar de descanso o «estación» para em-


presarios y/o trabajadores mineros que emprenden rumbo generalmente
a La Serena, Santiago y Rancagua; lugar donde descansar y estirar las
piernas. Es el Copiapó que luce grandes camionetas y opulencia frente a la
desigualdad del periférico. Una residencia de turnos mineros 7×7.

Tres, el chovinista y conformista: Aquel que celebra a rabiar y defiende


todo lo que aparezca como producto local. El que celebra la Revolución
Constituyente de 1859 pero no se cuestiona ningún proceso histórico,
que vive de hitos y leyendas del siglo x i x , la edad de oro de esta tierra,
para algunos.

Cuatro, el Copiapó geohistórico: se destaca por ser una «simple cinta ver-
de en medio de un mar roqueño»; valle rodeado por rocas y arena. De
casas viejas reemplazadas por edificios costosos y de mediana altura en

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reducidos espacios céntricos; el que tiene sol de 30° al medio día y por la
noche se muere de frío. Un Copiapó árido, sin agua potable digna de ser
bebida por su gente y con un río casi seco, situación que dio paso al lucro
local de este elemento: El agua purificada en bidones de 20 litros. Cada día
se venden por miles.
La ciudad se ha ido pensando desde sus cursos de agua y la mor-
fología telúrica de su entorno. De allí provienen sus mitos. En el siglo
xx, por ejemplo, un padre afrocolombiano llamado Crisógono Sierra y
Velásquez, más conocido como «El Padre Negro», dejó testimonios de su
paso por esta tierra. Instalaba cruces en los cerros sagrados de los pue-
blos originarios de la zona. Se le atribuye anticipar el terremoto de 1922
y haber profetizado que: «Copiapó se inundará, previamente se hundirá
a causa de sismos y a las aguas subterráneas que en el Valle de Copiapó
existen» ¿Una especie de Atlántida minera? Interesante, cuando hoy que
ya ni queda agua.
La naturaleza a esta ciudad y valle le dio un clima ideal para uvas y
una tierra llena de fortunas. ¿Serán precisamente estos aspectos geográ-
ficos los que determine la destrucción histórica de Copiapó? Hay que ver,
porque en un sistema económico como este, el problema no es la minería
ni las empresas de monocultivo de uva, el problema son los copiapinos, a
quienes se les ocurrió vivir en medio de tanta riqueza.

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JUAN DIEGO SPOERER

Tres momentos
rec u er d o h ab er s i do f e l i z e n un luga r que de s conozco. O
más que en un lugar, en momentos periféricos lejos del centro, lejos de la

ciudad. Tres momentos.


Entonces el tren unía las ciudades. Un tranco sinuoso sobre un fierro
robusto y serpenteado. La adolescencia dubitativa sembraba los vagones
de testosterona. Rieles trazando un mapa de libertad. Espacios lejos del
centro. La felicidad que a los catorce sólo existe en otra parte. Con la
pubertad, la idea de viajar para no viajar puede ser lo más cercano a la
capitulación.
Leonardo decía que las ciudades son como el cuerpo. Pues bien, tal
vez sólo estuve en una mano, en unos dedos, quizás.

Momento uno
No recuerdo su nombre pero sí que vivía cerca de la periferia. Sabía de las
siembras. Sabía también de ciertos momentos del tiempo que la ciudad no
otorga. «Vamos», insistía, «la están dando». Así abrigábamos el cuerpo de
ansias, de bríos nublados por la sombra omnipresente de los adultos. Cómo
dimensionar la hondura del primer viaje, del iniciático primer peldaño sobre
un vagón impregnado de olores irrepetibles a las doce del día de un sábado
antiguo.
Nuestro guía hacía el trayecto todos los días. Sabía del cuadro de mi-
serias a la vera del tren. Las chabolas de lata, los mocos de los niños, los
delantales manchados de las madres mirando a la gente sentada detrás
de los vidrios. Sería ese el espectáculo del día. El capítulo de la teleserie
matinal o nocturna que permitía imaginar otra vida. Luego, las parcelas
detrás de los muros donde la frondosidad de los paltos cubría todo el
paisaje. Allí no se divisaba al habitante, solo leves trazos del mapa social
de Chile en la agonía de los años sesenta.
Ya descendidos sobre el andén, la premura de la meta lleva a negro
intenso todo lo demás. Solo recuerdo los pasos decididos de nuestro guía
y el trote corto y agobiado de nosotros tras sus zancadas. El trámite, por
cierto, debía ser breve. Arrancar las matas, meterlas en un bolso y buscar
un lugar tranquilo y apartado para fumarse el primero.
Y así fue, aunque el regreso no había sido un detalle incluido en la
planificación del cronograma. El tren de vuelta llegó por fin después de
horas interminables, prolongadas por el hambre inherente al bajón y al
cansancio de la risa.

147
Dónde quedaba la ciudad. Dónde yacían las oficinas. Dónde cerraría
los portones el sacristán. Dónde pasarían la noche las palomas. No lo sé.
No lo sé porque la ciudad no era más importante que el evento. Quillota,
entonces, no pasó de ser un punto referencial en el mapa de la pasión
o los deseos incumplidos. Pero para ser justos, el cuerpo de esa ciudad
pertenece, aun hoy, al vapor que exuda del primer amor.
Cuál sería el corazón de ese cuerpo recostado de cordillera a mar so-
bre el Valle de Aconcagua. Sería Quillota el pulmón de un paisaje de pue-
blos de paso, de caseríos que sirvieron de decorado pobre a los sueños de
vacaciones sempiternas en las hamacas y poltronas de casas patronales
insertas en un edén microclimático de dos cosechas por año. La respues-
ta, como decía Bob, se escribe en la brisa. La que mece los paltos, claro.

Momento dos
Allí llegamos otra vez en tren desde la costa. La detención era la más
larga y las señoras abordaban las ventanas ofreciendo la abundancia.
Grandes sanguches donde la palta ejercía el liderazgo sobre el pan agra-
decido de carne con picante.
Era el primer viaje a la capital. El primer encuentro con la gran urbe
precedido de esos pueblos abandonados a un destino intermedio. Un lu-
gar de paso, de visita, de siestas eternas, de curiosidad acotada porque la
vida, irrenunciablemente, estaba en otra parte.
Mi madre aprovechó la ocasión para bajarse e ir al baño. Los del con-
voy estaban bajo condena y la chance de mear con dignidad la hizo salir
apurando el tranco. Eso era. Entre los dos extremos del trayecto, un sitio
donde comer y vaciar la vejiga.
De todas maneras ese viaje suponía un constante ir llegando. El des-
plazamiento de un lugar a otro aun no constituía la esencia del asunto.
Todo el tiempo – y eran cuatro horas de Valparaíso a Santiago – iban
apareciendo realidades diversas. La respiración perdía trecho ante los
regalos silentes del paisaje.
Muchos años después, en la distancia del exilio al otro lado del océa-
no, pensé en ese lugar como una opción válida para curar las heridas. En
la diáspora, de un sitio a otro, imaginaba un trozo de tierra donde al es-
cupir nacería una planta, donde las paltas, el sosiego y la brisa sonreirían
abriendo los brazos al Ulises enredado en mis zapatos.
Pero no. Aún faltaban algunas horas de viaje. Había que adentrarse

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en el útero de la montaña. Había que llegar donde todos llegan tarde o
temprano. Había que saber dónde estaba el centro mismo de las cosas.
El centro de Quillota, empero, no era la plaza. Tampoco el correo, la
iglesia o la médula administrativa que heredamos de la tradición urba-
nista mediterránea.

Momento Tres
Desde el micromundo de una radio a pilas yo medía el universo, las ciuda-
des y sus circunstancias por las acciones en un estadio de fútbol. Ese era
el centro neurálgico de la vida. Allí se congregaba la importancia ígnea de
la existencia. En el estadio municipal hacía de local San Luis y allí defen-
día el arco Ricardo Storch, la araña negra chilena.
Con mi hermano compartíamos la pasión por el arco y Storch encarna-
ba la destreza temeraria de un hombre en soledad bajo los tres palos.
Llegó el momento de bajarse del tren. Adentrase en la ciudad e ingre-
sar al estadio. Pero quién mira una ciudad cuando el destino es un parti-
do de fútbol. El estadio, el primero de mi infancia, no era un estadio. Era
una cancha con tablones astillosos bajo una fila de álamos para mirar el
espectáculo. Storch con su soledad intrépida atajó toda la tarde. Parecía
que en el pecho llevaba escrita la consigna del momento: no pasarán.
Tras el pitazo final volvimos a la estación con el sabor de haber atrapado
la felicidad con ambas manos.
Nunca más volví a Quillota. Cuando regresé a Chile pregunté por el
precio de los terrenos. Olvídalo, me dijeron. Allí solo campean los baro-
nes de la palta.

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A L E J A N D R A B A S U A LT O

La Serena, 1954:
Gabriela Mistral
Los viajes desde Las Rojas hasta el internado en La Serena recorren sólo
25 kilómetros pero, en 1954, por camino de tierra, y con el corazón apre-
tado, se hacen eternos. El fundo que mi papá administra para el todopo-
deroso don Gabriel Coll se llama «Cutún», donde vivo mis primeros años,
mezcla de soledades y sueños rimados.
El colegio Sagrados Corazones de calle Vicuña es una inexpugnable
fortaleza. En su interior, un gran parrón, palmeras, chirimoyos, papayos
y muchas flores. Allí permanezco interna durante la semana, a merced
de monjas rigurosas y severas para hacer cumplir las normas: «¡Come
con la mano derecha, endereza la espalda, codos fuera de la mesa!».
Cuando anochece entra el viento que sacude la palmera y las niñas,
terminados los deberes, nos arremolinamos a recoger los frutos caídos
sobre el cemento de la cancha. Yo consigo tres y mis ojos ruedan en busca
de una piedra para partirlos. Estos coquitos me los comeré en la cama.
Y guardo mis tesoros en el bolsillo del delantal mientras avanzo escu-
chando el sonido de mis zapatos contra el suelo. Más allá, el jardín pro-
hibido que sólo puede contemplarse desde lejos. Detengo la mirada en
los follajes que se mecen borroneando el cielo apenas coloreado a esa
hora. Negras siluetas parecen escabullirse entre las ramas que bordean
los senderos apretados de flores. Deben ser las monjas muertas que están
enterradas ahí y que salen a mirar el patio porque se latean todo el tiem-
po encerradas en sus tumbas. Este pensamiento queda suspendido en mi
cabeza. No me asusto por unas cuantas monjas fantasmas porque no ha-
cen nada. Y mantengo los ojos fijos en aquel jardín, como desafiándolo,
pero ya sólo se distingue un espacio negro y silencioso.
En la cama, mientras mordisqueo los coquitos, oigo la respiración
de mis compañeras entregadas al sueño y por fin me siento libre. Una
estrella se estremece allá a lo lejos y regresa la princesa que la quiso ir
a coger. Rubén Darío y otras cosas dijo la profesora, pero a mí lo que
me importa es aquella niña volando por los aires hasta el cielo azul y
el rey, su padre, que la va a buscar. Cuando mi papá me viene a bus-
car… «Mira el huasito estupendo, ¿a quién buscará?»… Los cuchicheos
desde lo alto de la escalera me anuncian la presencia de ese hombre
moreno con el sombrero alón sobre los verdes ojos impacientes. Así son
siempre los viernes, el ritual establecido del beso y el silencio, y el viaje
sólo interrumpido por la breve detención para comprarme El Peneca, el
Okey y el Simbad y para mamá la Confidencias, la Eva y el Ecran. Otras

151
veces damos la vuelta a la Plaza de Armas y vemos a las hermanas del
ex Presidente González Videla en su pequeña cordonería Las hormigui-
tas, asomadas observando a los paseantes. Mi papá me compra un hela-
do y luego emprendemos viaje al campo.
Ya es septiembre y en el colegio hay un gran revuelo: viene a Chile
Gabriela Mistral. Nos han dicho que es una gran escritora, muy famosa
en todo el mundo, pero es de esta tierra, del valle de Elqui.
Habrá que levantarse más temprano porque la misa se adelantará
una hora. Después del desayuno podremos limpiar los uniformes, lus-
trar zapatos, coser botones, planchar el cuello marinero. Todo debe ser
perfecto para que se vaya con la mejor impresión de sus niños nortinos
que tanto quiere.
La mañana espolvorea su pálida ceniza sobre las coronas del inca y se
mete en los espejos: ojos soñolientos observan mi rostro redondo mien-
tras las manos diligentes de la madre Cecilia se complican en las trenzas
apretadas y lustrosas. La cinta blanca en los extremos y el nudo rosa
completan la tarea. Hoy será entretenido porque no tendremos clases y
saldremos a la calle donde podremos mirar las vitrinas y la gente.
A las diez en punto una larga fila de pies menudos sale del internado
y se pierde calle abajo. El sol decide abrirse paso tiñendo de amarillo las
torres de las innumerables iglesias. Las banderas de septiembre flamean
de lado a lado en las aceras contra un cielo movedizo de bruma y azul.
Cientos de voces expectantes inundan las avenidas, todas avanzando ha-
cia un mismo lugar.
Las hileras azules convergen hacia la explanada desde las cuatro bo-
cacalles y los niños se van amontonando frente a los cordones dispuestos
ante el escenario. Las flores aroman el aire y las campanas no cesan de
tocar.
Mientras los otros conversan, observo los movimientos de las autori-
dades, con sus trajes endomingados, que se preparan nerviosamente para
la llegada de la importante visita. La espera se me alarga en los zapatos y
ya quisiera regresar porque la mañana se ha vuelto tediosa.
Casi al mediodía un enorme automóvil se acerca al recinto, mientras un
murmullo ansioso recorre la multitud. El auto se detiene y de él desciende
una mujer delgada y muy alta, de cabellos blancos y abrigo negro. Sonríe.
Es saludada por la comitiva y la madre Cecilia da la orden de comenzar a
cantar. Las manos se alzan agitando banderitas tricolores.

152
Yo no me la imaginaba así. No se parece a la foto que hay en mi libro
de lectura. Se ve más vieja aunque no tan triste, al menos cuando sonríe.
Está hablando pero no alcanzo a entender qué es lo que dice. Me basta
mirarla. Ahora ha dejado de hablar y algunos niños le llevan flores y ella
los besa. A mí no me tocó llevarle flores. Sólo alcanzo a divisar sus delga-
dos tobillos a la altura de mis ojos.
Inesperadamente la anciana se aleja del estrado y se dirige hacia los
cordones que la separan de los niños. Alarga sus brazos y cientos de pe-
queñas manos tratan de tocarla. Alarga sus ojos y se detiene en una niña
de la última fila. La sonrisa de la maestra me inunda haciéndome enro-
jecer. Y crezco y crezco y me dan ganas de salir volando. De pronto ha
desaparecido el cansancio y la mañana se vuelve perfecta.

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JAVIER DEL CERRO

Coquimbo no existe
co qu i m b o es p ue rt o d on de s e m ue r e p obre . No existe porque la
pobreza es su beldad y no es de este mundo.
Y es de los perros, los lobos marinos, aves, gatos y el refugio de los
pillos de todo Chile; donde prende la fritanga, la droga, la cobranza, el
llevador y los cahuines.
De ambiciosos reyes del truco y arribistas desclasados que lo evitan,
aunque su sangre huela a macha y pescado.
Coquimbo juega sus descuentos para transformarse en una urbe sin
sentido, un puerto descomunal rodeado de miserias y arrogancia.
He comido las mejores churrascas en la Parte Alta, los más ricos
sándwich de pescado en la caleta y epopéyicas fritangas de jurel en
nuestra casa.
Las torres rodearon el mar, rodean la palabra Coquimbo, que es un
barco. El mar de mi infancia está sitiado. Alrededor sus cerros, quebradas
y en mi Coquimbo-que-No-existe descubro un violinista, un clarinetista,
un saxofonista y Celso en la guitarra, un creador increíble, que además
pinta al lápiz pastel siempre el rostro de una mujer, una niña fantasma.
Fumo pasta base en los cerros y en las poblaciones, halo en casas y ba-
res, me marihuaneo en la caleta o en un mirador y en boliches atestados
de hombres tomo cervezas, acaricio y siento a una mulata en mis rodillas.
Bajo a la caleta y saludo a la empresa de aguas que mantiene una plan-
ta de tratamiento justo al frente de las cocinerías y puestos de mariscos y
pescados. Pero no existo para ellos, ni para el acopio de deshechos tam-
bién al lado de los puestos de los comerciantes. No existo para la miseria
humana del vil y sucio.
Saludo a los barcos piratas estilo Perla Negra que pasean turistas;
risueños turistas de colores.
Se quema la tarde en Coquimbo y entre lameros y algas huelo el mar
y sus frutos y sueño con hombres libres bajando del valle a truekear sus
alimentos, a bañar a sus crías con agua con sal y ayudar en la caza de
algún lobo marino que los provea de piel y aceite.
Subo a un cerro con un chinguillo lleno de choritos, hago fuego con
Algarrobo y Pimiento, tiro los choritos a las brasas y comparto los maris-
cos con mis hermanos.
Duermo cerca del río; vuelvo a soñar.
La novia entra, la novia blanca amante del poeta Ruiz como una va-
guada se apodera de los cerros, del mar y la ciudad; es invierno en los

155
altos de Coquimbo, un pequeño invierno de postal.
Veo a mis amigos declamando, cantando, riendo, borrachos y droga-
dos, mis amigos cayéndose al suelo, bailando alegres frente al mar; veo
a mi hija conversando hasta el amanecer y a Beatriz atizando el fuego.
Una danza misteriosa nos une con esta tierra y nos hace mirar el mar
y caer en delirios y alucinaciones de pueblo fantasma, y como las ánimas
nos desplazamos por las calles de nuestra pequeña aldea.
Atesoro fósiles de bivalvos en la casa, piedras del mar que me enseñan
de lo efímera que es nuestra existencia; que el mar alguna vez llegó a los
cerros y que el mar alguna vez fue todo el territorio. Un pez abisal me
habla y creo que soy un pez, y que duermo dentro de una piedra, un cela-
canto alucinado, hijo de un Durodon, amante de la oscuridad.
Hoy es el cumpleaños de la ciudad y como en un pueblo detenido en
el tiempo se repite la misa católica y el desfile de los uniformados de las
fuerzas armadas, colegios, funcionarios públicos, un absurdo legado de
los poderes fácticos.
Una fiesta fascista que desafían los niños con su encanto y desorden
maravilloso.
Coquimbo es bello, pobre pero bello, como una isla imaginada por
un loco.

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J O N N AT H A N O . H E R N Á N D E Z

La estación del
silencio
1. Chillán familiar.
no r ec u er d o ex ac ta m e n t e c uá n do v i aja mo s a ch i l l án. Qui-
zás fue en los primeros meses del 2000, como una manera de celebrar
que habíamos salido indemnes al cambio de milenio; ese año fatídico en
donde los aparatos electrónicos se volverían locos, aunque lo más tecno-

lógico que teníamos era un viejo computador con Windows 95 sin cone-
xión a internet. Tal vez fue sólo un viaje más, una forma de escapar de
los tediosos fines de semana en San Javier, un pueblo aburridísimo –no
sé si Chillán era más entretenido–, de esos que abundan al borde de la
Panamericana Sur. La tripulación estaba compuesta por mis abuelos, mi
madre, una tía y yo. Cuando le pregunto a mi abuelo sobre el viaje se cruza
de brazos y ríe: «Me acuerdo que en el mercado un borracho pasó corrien-
do y botó a tu abuela», me dice. Me río con él, no tanto por la anécdota
sino por la extrañeza que me produce: ese parece ser su único recuerdo. El
mercado era un lugar aterrador para un niño: de sus cocinerías y restau-
rantes salían mujeres –siempre mujeres– acaparando comensales con una
insistencia que me parecía exagerada. Quizá por eso recuerdo los pasillos
como estrechos callejones a la usanza de los barrios chinos o los mercados
de la India que conocí por la tele. Mi madre sólo recuerda el mall. «Por
eso fuimos a Chillán, por el mall», me dice. Yo no lo recuerdo en absoluto.

2. Chillán, nosotros.
«¿Vamos a Chillán?» me preguntaste un día. Sí, por qué no. Creo que fue
en vacaciones de invierno. Salimos muy temprano, haciendo una pequeña
escala en Linares para abaratar costos. Tú estabas cesante y yo ganaba
algo transcribiendo entrevistas. Volver a Chillán fue como reencontrarse
con un fantasma al que no le tienes miedo sino más bien vergüenza, o
una forma retorcida y ambigua de vergüenza: durante años fue el punto
más lejano en mi bitácora de viajes, una medalla añosa y desteñida que
lucía con cierto pudor en la solapa de la chaqueta a la hora de hablar de
destinos turísticos. «No, conozco hasta Chillán –decía. Fui cuando chico
con mis abuelos. Es bonito. Es grande. Tiene un mall. En el mercado la
gente es amigable y te invita a pasar a sus restaurants. No, no conozco
Osorno. No, nunca he ido.» Etcétera. Nos bajamos del bus en el terminal
de Avenida Brasil y salimos en busca de la plaza. Era una fría mañana
de árboles desnudos. Las calles estaban perfectamente vacías salvo un
par de micros y autos que las atravesaban de este a oeste. En la Plaza de

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Armas, una que otra persona pasaba apresurada frente al monumento de
O’Higgins. En una de las bancas que lo rodea, un tipo me mira raro o yo
creo que me mira raro. Quizá una mirada inocente que alimento con esa
provinciana y absurda creencia del «acá en este pueblo nos conocemos
todos». Nos alejamos para visitar la catedral, cuyos arcos colocados de
manera parsimoniosa simulan una plegaria hecha hacia la nada. Mirarla
es comprender lo fatuo de las postales, la inocencia de sus dimensiones:
la catedral de Chillán es delirante, un Moby Dick emergiendo desde el
pavimento para devorarse por completo esta ciudad. Quizá ahí hay una
clave para leer este lugar. En Ruido, Álvaro Bisama dice que «la luz de la
provincia chilena se traga el tiempo y deforma el espacio.» Acá, tiempo
y espacio parecen surgir desde el fondo de este abovedado templo como
un eco que se repite interminablemente. Y es que, a excepción del Mer-
cado Central con su bullicio de fin de semana, transitar por el resto de la
ciudad es deslizarse suavemente a través de un silencio opaco y al mismo
tiempo enternecedor. Un silencio que conocemos de sobra, una lentitud
que venimos saboreando desde la infancia.

3. Chillán partido en dos.


En Chillán Nuevo están las universidades, el Mall y el Mercado Central,
la estación de trenes, las Cuatro Avenidas con sus fachadas continuas,
sus balcones que llenan las calles de ojos, los edificios abandonados tras
el terremoto, los bares, los cafés. En Chillán Viejo en cambio, están las
placas que conmemoran a sus personajes ilustres. Placas que te recuer-
dan que estás en Chillán y no en Villa Alegre ni en un barrio del casco
histórico de Talca o Linares. Porque Chillán tiene sus fantasmas y todos
los habitantes se han puesto de acuerdo para dejar las calles a su com-
pleta disposición. En Chillán Viejo está la plaza Isabel Riquelme y un
mural hecho de distintas clases de piedras que nos cuenta una epopeya.
Al observarlo con detención es casi imposible no pensar en Pablo de
Rokha: parece que el barroquismo, el Horror Vacui, es la ética y estética
a través de la cual se proyectan estas ciudades llenas de micros lentas y
calles mudas. Chillán está partido en dos como un gesto deliberado que
bifurca el tiempo. Mientras uno parecer ser urbe y movimiento, el otro
conserva o al menos desea mantener intacta la parsimonia de un Chile
que es pura añoranza; mientras uno se llena de grafitis y universitarios,
el otro sólo deja espacio para el humo de las chimeneas y las hojas secas

160
del otoño de la historia; mientras uno conserva con esmero los murales
que pintó Siqueiros en la época que el mundo era pura dinamita, en el
otro María Martner hizo estallar las rocas para contar con sus fragmen-
tos la gesta heroica y conservarla en toda su solidez para la posteridad.

4. Chillán o la estación del silencio


«No hay nadie. Nadie en la estación de tren. Nadie, ni siquiera un profe-
sor primario, secundario, de historia, ni un huaso ni un mapuche. Nadie»
dice Jorge Teillier en Nostalgias del Farwest, mientras lo vemos caminar
sigilosamente entre unos durmientes que surgen de la bruma. No hay
nadie, me repito como un mantra mientras observo las fotografías del
viaje que hicimos. Quizá la vida de Chillán bulle entre cuatro paredes
o esta es la única forma posible de vida: un palpitar solapado que se
alimenta de la inercia. Quizá esta ciudad anestesiada sea el futuro de
todas las ciudades, cuyas vanguardias no serán el futurismo de Marinetti
sino la nostalgia del futuro de la poesía lárica. Quizá Chillán sea, como
Talca, como Cauquenes, como Curicó, una estación en donde el silencio
reposa la mayor parte del tiempo mientras encuentra nuevas señales de
ruta. Un cuerpo que se descompone a una velocidad que no podemos
descifrar; el purgatorio donde nos sentamos a esperar el Juicio Final
degustando longanizas.

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SEBASTIÁN RIVAS

Búsqueda

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DANIEL ROJAS PACHAS

Arica es Tatooine
y el Shopping Center
del Pacífico
una alegoría del
abandono
qu i en vi s i te ar ic a ta r de o t e m p r a no t e rm i na por conocer el
Shopping Center del Pacífico o al menos por escuchar la historia de este
edificio ubicado junto al Terminal de Buses. El gigante moribundo es
difícil de ignorar. En su fantasmal frontis ostenta un reloj inmenso que
recuerda la torre de Volver al Futuro, esa que recibe el impacto del rayo
y que siempre alguien está queriendo salvar durante la trilogía del Delo-
rean. Lo curioso de este monumento a la pobreza es la nostalgia que lo
envuelve, síntoma de todo el comportamiento local y perfecta alegoría
para entender el abandono de la región.
Si el Shopping fracasó fue probablemente por su ubicación fuera del
radio central de la ciudad. El Ariqueño es centralista, y todo lo que no
esté en la principal arteria comercial –21 de Mayo, una pasarela que co-
mienza con Tiendas Johnson y acaba con McDonald’s– termina por que-
brar. El ciudadano promedio se pasea diariamente por esta mala copia de

Paseo Ahumada haciendo ejercicios bancarios o tomando un cortado a


vista y paciencia de todos, como si estuviese en el París de Hemingway.
Si la tienda o servicio no está en ese par de cuadras, no existe, así como
para el Ariqueño tampoco existe lo que no salga del chiche militar, la
gesta salitrera o lo folklórico, entiéndase el prestigio de las momias o la
impostada identificación con los bailes andinos; no con la gente de la et-
nia o con la cultura integral, sólo con su parte carnavalesca y dionisiaca.
Arica tiene una encantadora tendencia al auto abandono, al llanto
de provincia y al complejo de mártir. Sin embargo, repite a escala las
mismas conductas que achaca a Santiago como capital indiferente. La
ciudad técnicamente está compuesta por su centro (21 de Mayo y Prat), el
circuito de playas, la avenida 18 de septiembre, Magisterio, Tucapel, Die-
go Portales, Saucache y Azapa; el resto es periferia. Para qué hablar de
Parinacota, las antípodas y la barbarie, recordadas sólo para el panfleto
turístico. Claro, el turismo, otra de las marcas identitarias que por años
la ciudad ha buscado sostener a fin de ser una especie de Miami y Cuzco
a la vez. En ello, sin embargo, no ha tenido éxito y el Ariqueño ha debido
refugiarse en su pasado de gloria: el hotel Pacífico con pisos de mármol,
el Barrio de la Chimba, la supuesta visita de Clark Gable, la filmación
de metraje de la Rata de América con Charles Aznavour y muchas otras
postales épicas. La nostalgia del Shopping, por su parte, es más bien ca-
pitalista, y todavía hay señoras que creen que el esplendor llegará cuando
reactiven el lugar y se puedan tener visitas ilustres e inesperadas, como

169
los recitales domingueros de Luis Dimas o la caminata matinal con que
Pinochet sorprendió a todos un día.
Creado a fines de los 80, este proto-mall de 180 locales llegó a tener
grandes tiendas, un megasupermercado y espectáculos semana a sema-
na. Hoy está totalmente abandonado y en ruinas, lo que no es para nada
una excepción. Son muchos los espacios comerciales o patrimoniales de-
venidos en juzgados u oficinas para entregar permisos de circulación o
patentes. El centro comercial Parque Colón, por ejemplo, un Shopping
Center menos apoteósico situado en pleno centro y aledaño al Casino,
o la sede Velásquez de la Universidad de Tarapacá, hoy albergue de la
Gobernación. Esta constante apropiación de la Municipalidad o la Inten-
dencia hace pensar que falta infraestructura, lo cual es paradójico pues
existe una marcada tendencia a dejar edificios en total abandono; la Esta-
ción de Ferrocarril Arica-La Paz, por nombrar un caso, ubicada en pleno
centro y que podría ser un interesante Centro Cultural, lo cual además se
necesita, pero está entregada a los cormoranes y al deterioro cotidiano
del viento costero.
La población de Arica parece resignada a vivir entre escombros y edi-
ficios que son vestigios de un tiempo mejor, como el mentado Shopping,
o de promesas no cumplidas, como el Parque Acuático, que destruyó el
único pulmón de la desértica ciudad, el Parque Centenario, en la peor es-
tafa realizada por una municipalidad en Chile en los últimos años, la cual
deja como legado un infame testimonio de pilares de fierro empolvándose.
Estamos asentados en una condición pueblerina, por mucho que se piense
es una ciudad.
El shopping, como una extensión del espíritu de la Arica contempo-
ránea, da cuenta de la suerte que vive una ciudad de paso: una recalada
para comer algo, dormir una noche sin conocer el sitio y partir al Car-
naval de Oruro o Machu Picchu. El destino instrumental de la ciudad
la vuelve el rincón perfecto para que mineros de Antofagasta o Calama,
que trabajan una semana si y otra no, traigan a sus familias a vivir a la
apacible y dormida ciudad, generando una falsa sensación de bonanza y
arriendos y ventas de propiedades a precios exorbitantes, mientras que
la media hermano bonita, Tacna, crece por sus propios medios gracias a
la oferta turística múltiple que hace a los chilenos sentirse en Tijuana.
Lo comentamos una vez con un amigo: Arica, por sus gobernantes y
personas a pie, es Springfield, pero por la enrarecida atmósfera y la vio-

170
lencia implosiva es Tatooine, el gueto perfecto para mineros, salteadores
y buscafortunas venidos a menos, una escenografía natural para un de-
gradado western del espacio. Arica es un nido de funcionarios públicos
al servicio de ellos mismos. Los ariqueños echan raíces en las notarías,
redactando oficios o sacando un permiso público para poder tramitar
otro permiso. Es el imperio de la burocracia y los controles fronterizos;
sin embargo, Arica no es tan intercultural como reza ser, el chauvinismo
es difícil de eludir, así como la latente tradición del racismo. El Shop-
ping, vale decirlo, está ubicado a menos de media cuadra de la Avenida
Argentina, punto de reunión de cientos de migrantes que todos los días
esperan una camioneta anónima para ser llevados a trabajar sin contrato
a faenas en los valles, los puntos de mayor opulencia en la región. Se
trata de labores agrícolas o de construcción en las parcelas de los dueños
de Arica, sin garantías, bajos sueldos, dinero en el bolsillo. El lema de
la ciudad, «Punto de encuentro, región de contrastes», visto a fondo es
sumamente selectivo y anclado a una tradición inamovible. Arica como
el polvo del desierto cambia sutilmente sin alterar su estatismo natural.

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OSCAR ORELLANA

Volverás a región
no, la vi da no s e pa r e c e e n na da a l a lí ne a monó tona de
este paisaje. No se puede mantener esa continuidad, llega un punto
en que se rompe, cede irremediablemente. Del otro lado, la velocidad
nos corrige con violencia. Cuando viajamos las ventanas no nos llevan al
paisaje, a un afuera, sino todo lo contrario. Faltan diez kilómetros para
llegar a Talca. Es casi mediodía. Antes de bajar del bus dos pensamientos
cruzan mi cabeza: esta es la ciudad donde nací y a la que nunca regresé
después que mi padre desapareciera durante la dictadura. No recordar
también es algo que debemos aprender.
Aconseja Georges Perec que para descifrar una ciudad basta mirar
con sencillez. Avanzar despacio, huir de lo pintoresco, detenerse en lo
que no tiene atractivo. Me gusta Perec. Me gusta porque explica cosas
que aparenta no entender, como un sabio humilde que se ignora a sí mis-
mo. Es cierto, no se puede entrar de golpe a una ciudad, hace falta cierta
indecisión; un titubeo constante.
Viernes. El terminal de buses de Talca está completamente lleno.
Cualquier movimiento demanda un esfuerzo desmedido. Es un lugar
apelmazado, en el que viajeros, bolsos, vendedores y choferes se mezclan
en un promiscuidad involuntaria. Una estrechez espacial que deforma
las voces hasta convertirlas en un idioma inacabado, en un sonido algo
embrutecedor.
Salgo y cruzo hacia los tendales, ese pequeño mercado de pasillos
estrechos donde gente más vital, más alegre y más redonda muestra, re-
gatea y examina cada cosa. Objetos que conmueven por su variedad y
también por su repetición: peluquerías, revistas, repuestos para autos,
tarotistas acomodados en diminutas mesas, alimento para animales, mu-
niciones para escopetas.
Ahora estoy instalado en una de las tres mesas de un local de comida.
La pareja de enfrente pide pollo arvejado (ella) y contres al junto (él). El
lugar es un poco triste pero tierno, al menos la pareja habla muy bajo, un
lujo comparado con Santiago. Al fondo un niño con uniforme se peina
frente a un espejo, junto al espejo, la fotografía de su hermano ahogado:
era él quien amasaba el pan, me responde la mujer sin levantar la cabeza
mientras pago los dos mil pesos de mi almuerzo. Por un momento estoy
allá, en la infancia, en un galpón igual a este pero en Temuco, treinta años
atrás, viendo cómo mi tía Norma compra bluyines y camisas baratas que
no me gustan antes de tomar la micro de vuelta a Nueva Imperial.

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Camino hacia la estación de ferrocarriles y me detengo frente a la
loba que amamanta sin descanso a Rómulo y Remo. Al parecer, Mus-
solini regaló la estatua en 1939 a la comunidad italiana, la que su a vez
la donó a la ciudad, eso hasta que unos ladrones robaran la enorme
figura de bronce metiendo a los mitológicos gemelos en una gran caja
de madera junto a su madre loba, a la que tuvieron que dejarle la cabeza
afuera porque no había manera de que cupiese en ninguna parte. La que
observo ahora sería una copia idéntica a la desaparecida que hicieron
traer desde Santiago.
Dan ganas de quedarse en esta plazoleta solitaria, indiferente al
hombre y a las estatuas que pretenden perpetuarlo. Pero me voy, dejo
atrás el espectáculo de hojas amargas, que caen cada una a su modo,
de forma irrepetible. No se trata de un ballet sino de un caos; exacto,
perfecto. Escribe Carlos León en una de sus hermosas crónicas que las
calles tienen también sus modos únicos, que son como las personas tí-
midas, por eso cuando se encuentran, se cortan. Así nacen las esquinas.
Este sería un atributo de las ciudades de provincia.
Una pareja de liceanos se besa apoyados contra un árbol en una
esquina frente a la estación de trenes. Estación que permanece cerra-
da desde el terremoto. Quizás ya no haya nadie cuando decidan irse,
apenas ese decorado de ventanales rotos, andenes jubilados y trenes
convertidos en enormes maquinas de tristeza. En provincia los árboles
aprenden a ser otoño todos los días del año, eso también lo escribe el
magnífico Carlos León.
Tomo la 1 Sur camino hacia el centro de la ciudad. Por un lado de
la calle, el celofán de la modernidad, las gigantografías de las tiendas
con sus lucecitas que se encienden y se apagan, la insólita sucesión de
locales tragamonedas; por el otro, las ruinas, que a ratos es como si
continuaran creciendo: viejas casonas a punto de caer, ventanas inexis-
tentes por las que ya no volverán a asomarse nunca más señoritas de
cien años a la espera de quién sabe qué cosa. Sólo la nostalgia vacía de
las vigas, de puertas que no llevan a ningún sitio. Y en medio, un gran
espacio para la especulación inmobiliaria.
En Talca parece que todo siempre está a punto de volverse otra cosa.
De pronto, la ciudad recuerda demasiado a ese cuento de Macedonio
Fernández sobre aquel zapallo que incapaz por decidirse qué quería
ser, decide ser todo, mientras repite «yo quiero apoderarme de todo el

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stock», hasta que termina convertido en el universo entero. ¿Argumen-
to distópico para una película brevísima? Una ciudad en lucha desespe-
rada contra el sistema inmobiliario. Gana el sistema inmobiliario. Ya lo
decía Joaquín Edwards Bello: las únicas películas chilenas buenas son
las cortas y las que suceden en la Antártica.
No sé si exista otro lugar en Chile donde pueda mirar el presente
como si estuviera recordando el pasado y el pasado como algo que está
sucediendo ahora. Avanzo torpemente, me adapto al ritmo, a los inter-
valos de la gente que se detiene a hablar en mitad de la calle. Recuerdo
la frase que repite uno de los personajes de la novela Volverás a Región
de Juan Benet: En región, la gente camina como sentándose.
Son las nueve y cinco de la noche. Regreso de un largo recorrido por la
Alameda. Lamenta uno no saber el nombre de los pájaros, de los árboles,
de tantas cosas ¿Serán estos pinos de París, árbol de la tristeza, acacias?
Caminar sin dirección por una ciudad que no conocemos es también per-
derse en un prado profundo. Al entrar por la 3 Oriente para volver al
centro, es como si continuara aún entre árboles. Es una sensación bella,
inquietante, hasta que de golpe, otra vez todo está vivo; las voces cansa-
das al salir del trabajo, las conversaciones entrecortadas de los vendedo-
res, las voces risueñas de los estudiantes o la limpia resignación de los
guardias y conserjes, que prefieren el silencio.
Desde el Cerro La Virgen, a los pies de esa misericordia lívida, Talca
aparece como una ciudad achatada, seria, algo melancólica. Con casas
diminutas que a lo lejos parecieran deshacerse. Una ciudad insegura de su
nombre, que lo repite en todas partes. No hay en ella nada muy admirable,
y en eso se parece a todas las ciudades de Chile, lo que es bueno, porque la
admiración siempre impone una distancia, una rigidez de catedral: no hay
afecto en la admiración. Ofrece a cambio una belleza inarmónica, forzada,
llena de añadidos desesperados. Donde lo bello es lo vivo; lo precario,
lo huérfano, lo absurdo, lo pretencioso. Un aburrimiento giratorio, una
monotonía clarividente como si todo sucediera un poco antes de suceder.
Skaters practicando en plazas futuristas. Adolescentes inhalando liquido
para carburadores en salas de liceos abandonados. Jóvenes que juegan
contra viejos una partida de ajedrez en mesas ubicadas en pleno centro.
Un momento fugacísimo de vida, que no es nunca un ruido de fondo.
En el bus ya de regreso, leo que hace un tiempo la ciudad rompió
el récord Guinness del completo más grande del mundo (300 metros).

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Que pronto levantarán una mega bandera a más de 40 metros de altura.
Que este año se construirá el crematorio más grande del país. Y tam-
bién, que un hombre dejó amarrado su caballo a uno de los elegantes
faroles instalados en el paseo peatonal y no volvió hasta el día siguiente.
La mirada se alarga sobre patios vacíos y guirnaldas de polvo. Algu-
nas casas apagan sus luces, otras recién las encienden. El lugar de una
vida siempre es ocupado por otra vida.

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177
TOMÁS ERRÁZURIZ

La capital
qu i en es vi ven e n l a i sl a usa n una v e st i me nta e s p e ci al para
ir a Puerto Montt. Aunque la lluvia y el frío abundan en toda la región, a

la ciudad se va con ropa liviana y sobria. No importa si es nueva o tiene


sus años, la clave está en que no muestre signos de uso ni parezca ropa de
trabajo. Las botas y los gorros de lana se dejan en casa y se sacan los pa-
raguas y las carteras. Las mujeres se emperifollan y peinan, los hombres
se afeitan y todos se perfuman. Una vez fuera de sus casas es evidente que
lucen incómodos, tensos, como esperando que les tomen una foto, y luego
caminan con un compás único que en cada vaivén anuncia su destino. Si
hasta sus caras lucen diferentes. Se le ablanda el rostro al más rudo y un
dejo de timidez e inseguridad asoma en el que suele ser vivaz. La sonrisa
es orgullosa y la seriedad se reviste de importancia y misterio.
En la isla todos hablan de Puerto Montt. De lo que vieron la última
vez que fueron, de lo que escucharon que otros habían visto y de cuándo
planean regresar. El que no ha estado nunca inventa un viaje o se retrae
con vergüenza. Y es que a Puerto Montt llega el cine, el sushi, la ropa de
temporada y los conciertos de Lucho Jara. Allá se puede pagar con tarjeta,
andar en micros nuevas e incluso ver a algún travesti. Desde Puerto Montt
se anuncian los cambios, las últimas novedades, y se marca el rumbo de
lo que vendrá.
Puerto Montt es el destino de los que apuestan por otra vida, por un
mejor pasar; un lugar para enriquecerse o sucumbir en la peor miseria.
La tierra prometida y la tierra maldita, todo en un mismo lugar. Y más
allá de sus éxitos o fracasos, quienes emigran recuerdan y advierten a los
que se quedan, como en un libro de fábulas, todo lo que puede pasar en
la gran ciudad.
Aunque nunca había salido de la región, el Cojo solía decir que Puerto
Montt es como Santiago sólo que más chico. Que tiene edificios altos,
malls, grandes tiendas, universidades, hospitales y muchos doctores.
Cuando caminas por sus calles, comentaba, tienes que ir con los bolsillos
bien agarrados para que no te cartereen, y no parar hasta llegar adonde
sea que vayas. Lo importante es parecer decidido y ocupado, parecer «de
mundo». A diferencia de la isla, allá nadie se conoce o hacen como que
nunca se han visto. Las personas ahorran en miradas y saludos, cada uno
está en lo suyo y defiende lo suyo, sin que en ello exista mala intención.
Aunque muchos darían lo que fuera por quedarse en Puerto Montt,
el Cojo y su familia siempre se iban el mismo día que llegaban. Él no

179
quería que su mujer y su hija se acostumbraran a una vida que no era
para ellos. La capital es de esos lugares que puede cambiar tu destino,
transformarte en otra persona, hacerte olvidar aquello que pensaste
jamás olvidarías o deslumbrarte con lo inimaginable. Él lo sabía mejor
que nadie y por eso mismo le causaba una angustiante sensación de
incertidumbre y desconcierto.
Hace unas décadas, mariscando en la bahía de Ancud a más de 50
metros de profundidad, al Cojo se le cortó la manguera. Lo que debía ser
un retorno por etapas a la superficie, respetando las tablas de buceo, se
transformó en una desesperada carrera por obtener oxígeno. Lo último
que recordó, a pocos metros de llegar a flote, fue un golpe de dolor inten-
so que lo sacudió de la cabeza a los pies. Un mes más tarde despertaría
en una habitación del Hospital de Puerto Montt, solo, con hambre y sin
sensibilidad en las piernas. Una burbuja de aire se había alojado en su
columna y fue trasladado de urgencia a la capital, lugar donde estaba la
única cámara hiperbárica de la región. Aunque dejaría el hospital en un
par de semanas, debió seguir viajando al continente durante todo el año.
Allí estaban los especialistas, las máquinas, el conocimiento y el dinero
que le permitirían recuperar su vida normal.
Luego de meses de kinesioterapia dejó las muletas y recobró casi
completamente la movilidad de sus piernas. Se dedicó a las artesanías,
trabajó en la construcción y también de guardia de seguridad en una
morgue. Nunca más volvió a bucear. Aunque en su pueblo eran muchos
los tullidos por el mar, rápidamente se ganó el apodo de Cojo Retambo-
reado, al cual respondía de buen ánimo cuando paseaba por el centro.
Como a muchos otros de la isla, Puerto Montt le había salvado la vida y
de cierta manera se la había cambiado por otra; una sin mar.
Al Cojo lo conocí hace casi veinte años, mochileando con unos ami-
gos del colegio. Nos ofreció pasar la noche en su casa y acabaron siendo
dos semanas. Sin tener mucho en común, nos hicimos amigos. Ese in-
vierno volví por otra semana, y durante los siguientes tres o cuatro años,
cada vez que tenía tiempo y plata buscaba el modo de escapar de Santiago
y desembarcar en la isla. En el largo viaje en bus, Puerto Montt no era
más que el último paso obligado, un lugar para estirar las piernas, comer
algo, ir al baño, sentir la brisa marina y seguir rumbo; el último destino
antes de embarcarme en el transbordador que en media hora me llevaría
al otro lado.

180
Aunque perdí la cuenta de cuántas veces he pasado por Puerto Montt,
todo lo que retengo del lugar es una gigantesca duna de chips listos para
embarcar a Japón, las cocinerías de mariscos y pescados a la orilla del mar
y una interminable feria de artesanías especializada en indios pícaros,
chalecos con olor a oveja, cestería y toda clase de implementos que llevan
el colorido rótulo «Angelmó». Nunca he visto los edificios altos, el mall,
las grandes tiendas, las universidades o los hospitales. Mucho menos ha-
bría pensado que es una ciudad de doctores o que puede salvarte la vida.

181
JUAN CARREÑO

El grupo de
Los Inútiles y su
repercusión en
el espíritu regional
los i n ú t i les , es un g rup o de hom br e s (y en muy menor medida
mujeres) radicados en la ciudad de Rancagua, los cuales se reúnen perió-
dicamente con el fin de promover la cultura, el deporte y la salud social en
la ciudad. Este grupo, fundado en 1974 en el casino del Regimiento de In-
fantería N°22-Lautaro (Población Isabel Riquelme), se propuso refundar
artísticamente el espíritu republicano y rancagüino que, según sus pala-
bras, «se había visto mellado por inmisericordes avatares políticos», y que
ellos, en palabras de su primer Presidente, el Capitán Jorge Rayón Ibarra,
«purificarían por medio de la materialidad noble del arte, la cultura y las
tradiciones huasas, características de nuestra fértil tierra, esta ciudad en
búsqueda de la definición exacta y perpetua de un alma regional represen-
tante del país en el mundo». Es así que Los Inútiles arriendan una casona
en la calle O´carrol (muy cerca de la la Diócesis y de la Intendencia Regio-
nal, que sirvió en esa época como casa de acogida y desviación de diversos
presos políticos) con fondos provenientes de socios que al poco tiempo
desaparecen de la vida pública debido a conductas asociadas al terroris-
mo. Es en esta casona donde se desarrollan diversos talleres abiertos a la
comunidad. El primero de ellos, el cual comienza a funcionar en enero de
1975, fue un taller de poesía dirigido por el hacendado de la localidad de
Machalí llamado Antonio Lisperguer, denominado Las Poesías del Caballo
Chileno, el cual buscaba acentuar y alabar las características propias del
caballo chileno y las respectivas proyecciones en la propia raza chilena
por medio de sonetos e intensas lecturas del siglo de oro español. «El
grupo de seminaristas (que viajaban desde Graneros todas las semanas) se
mostró muy interesado en este proyecto, aunque debemos reconocer que
el hecho de haber invitado a ese puñado de conscriptos, sin considerar
todo el trabajo que realizaban en nuestra ciudad, fue una desconsidera-
ción de nuestra parte en cuanto a su producción poética», señaló en una
ocasión, al escribir sus memorias (Crónicas del amante equino, 1989), el
hacendado Lisperguer. Fue con este taller de poesía que el grupo de Los
Inútiles se dio a conocer en la sociedad Rancagüina, desarrollando, desde
ahí hasta la fecha, un sinnúmero de actividades por las que han desfilado
los más ilustres personajes que, desde las posibilidades de beatificación
de Bernardo O´Higgings hasta los intentos de anexar Curicó a la región,
no han cesado en un trabajo digno de alabanza por embellecer la realidad
de la provincia del Cachapoal. De hecho, los acabados estudios urbanísti-
cos elaborados por el grupo de Los Inútiles, demuestran que la nobleza de

183
la teja y el adobe persiste en su memoria de tinajas y su tristeza de álamos
a la orilla de la carretera. Es así que en 1977, en un intento por rescatar
fotográficamente la gloria de antiguas casonas, este grupo lanza el pri-
mer número de la revista Actitud Rancagüina, en cuya portada aparece
el rostro justo y sonriente del Teniente Coronel Cristían Ackerner San
Martín posando junto al glorioso Castillo Butrón de la histórica Población
Centenario, y en cuyo encabezado puede leerse la leyenda: «Nosotros ya
no fuimos un personaje de Gonzalo Drago», en referencia al escritor San
Fernandino de tendencias (ya desaparecidas y en desuso en aquella época)
real-socialistas, cuyos personajes, pobres y rotos, ya no interesaba en el
mundo a las Altas Artes de la provincia.
Con Actitud Rancagüina, el grupo de Los Inútiles se dio a conocer
más allá del ámbito regional, llegando a venderse en kioscos desde Co-
quimbo hasta Chillán, se dice, e incluso, que era lectura obligada en di-
versos salones de belleza de la región. Fue tanto el impulso cultural que
el grupo de Los Inútiles le dio a la gloriosa ciudad de Rancagua, que en
septiembre de 1979, se crea el Primer Festival de Arte Cultural de todas
las Artes, Rancagüarte 79, desarrollado en la medialuna de la ciudad el
11 de septiembre de ese año, y el cual contó con exhibición de caballos y
autos antiguos, lecturas poéticas a cargo de los vates de la Comisaría de
Caletones (los cuales también tuvieron la responsabilidad de pronunciar
la misiva enviada por la Primera Dama tanto al festival como al grupo
de Los Inútiles) y ya de noche, la flamante exhibición del primer trabajo
audiovisual del grupo titulado Salida del Sol en la Cordillera de Los An-
des, el cual, como su nombre lo indica, expone nostálgica, melancólica
y republicanamente, la salida del sol desde la cordillera sobre el campa-
mento minero de Sewell. Este festival, el cual fue todo un éxito ese año,
continúa celebrándose todos los años hasta la fecha, como una especie de
prefacio de las fiestas patrias nacionales.
Cabe señalar que el trabajo de este grupo ha sido ininterrumpido
hasta el presente y que su lógica vertical de organización no se ha visto
mermada por el paso de los años. Sus respectivos presidentes y comitivas
administrativas son elegidas cada dos años por voto abierto y popular
de todos los integrantes que tengan sus cuotas al día, y que, desde hace
15 años, es presidida por una sucesión de altos cargos mineros de «El
Teniente», los que han visto en el grupo de Los Inútiles una plataforma
de rica cultura desde donde perfilar el alma regional. De hecho, ha sido

184
esta vertiente minera la que ha propiciado la casi total reconstrucción
de la casona de la calle O´carrol, con amplios estacionamientos para las
magníficas camionetas Santa Fe, símbolos incólumes del último bono
por resolución de conflictos de la huelga en El Teniente, que ostenta el
buen pasar de los integrantes de Los Inútiles, y por tanto, el buen pasar
del país en general.
En la actualidad se realizan diversos talleres dirigidos a la comuni-
dad, como el Taller de Cueca de Salón (dirigido por Ricardo Martínez
Pearson), Taller de Artesanía en Cobre o la Virilidad del Huaso y el Suel-
do de Chile (dirigido por el Teniente Thieme), Taller de Bloque y Con-
tención de Protestas Animalistas en los Rodeos de la Comuna (dirigi-
do por Mario Ubilla Muñoz y «Chinica» Morales) y Nuestra Iglesias y
la Arquitectura Espiritual de la Región (dirigido por Plutarco Garrido),
entre otros interesantes y conmovedores talleres dispuestos y abiertos
a la comunidad. El accionar femenino del grupo puede reflejarse en las
recolectoras de donaciones que afuera del supermercado Cugat tratan
de interceptar nuevos socios. La casona de la calle O´carrol también se
puede arrendar para bautizos y despidas de solteros, con reservas de no
menos de 2 meses de anticipación. Actualmente funciona ahí mismo, y
paralelamente, la secretaría del Partido Rancagua Nacional (p -rn), el
cual está promoviendo el primer concurso literario ligado al grupo de
Los Inútiles llamado Viva el Huaso, Viva el Chile, Viva Rancagua 2014.

185
JUAN JOSÉ PODESTÁ

Pequeños equívocos
sin importancia
vis to des de el c e r ro e sm e r a l da , iquiqu e ti e ne la forma de
una piedra llena de puntas; una piedra fósil fabricada por indios cubier-
tos de polvo en medio del desierto. Es como si la península hubiera sido
lanzada desde un promontorio sobre el mar y desparramándose cuajó en
la ciudad de la que escribo. Alguna vez, subiendo el cerro cuando niño,

el profesor dijo: «Iquique es amorfo». Pero no, es una piedra filuda en


uno de cuyos bordes –el que da al mar, obviamente– surgen violentas
puntas que hieren las aguas del Pacífico. Y es que esta ciudad se resiste a
las definiciones: es un sitio errático, equívoco, pero no amorfo.
Podríamos decir que Iquique semeja la herramienta que un chango
usó para cortar trozos de merluza o bauncos, o la de un arma tallada para
defender a la tribu de ladrones altiplánicos. Y como todo utensilio ances-
tral, tiene forma caprichosa.
Mirada desde la entrada este, la ciudad se abre de sopetón hacia todos
lados y ninguna placa nos informa cuándo se fundó. Y es que Iquique
nunca se fundó. Estuvo ahí siempre, primero como una caleta y caserío
dominada por los pescadores changos, luego como un pequeño y pujante
puerto peruano y hoy como una ciudad que un terremoto puede echar
abajo cuando se canse de mandar tímidos mensajes.
Bajando hasta el centro, Iquique marea: calles se abren como fora-
dos improvisados y de repente aparece una casona que pareciera venir
arrastrándose incontables siglos; o bien a mitad de camino nada indica
que estés en la misma calle de la que partiste. Tuvo razón Darwin cuando
consignó que las calles de la ciudad eran como la cubierta de un barco, y
que habitarlas era como vivir sobre un gran madero flotando en el mar.
Probablemente se refería al hecho que las calles son, por decir lo menos,
raras, como los recovecos de un navío; fantasmales, extrañas.
Las calles de Iquique cambian, sobre todo las del centro. Avenida Ba-
quedano empieza frente a la playa, solitaria, calma, y acaba en plaza Prat,
ruidosa, bancaria, demente. «Todas las calles del mundo empiezan de una
forma y terminan de otra», dirán. Bien, pero en Iquique lo hacen de una
manera especial. Serrano baja desde la zona del Cementerio 3 y desemboca
en el playero barrio El Morro, casi salpicada de agua. San Martín es furio-
samente burocrática en las mañanas y por las noches tenazmente prostibu-
laria, travesti, oscura, lúbrica. Lynch da la impresión de cambiar de lugar,
dependiendo del día o la noche. Yo mismo me he descubierto buscándola
durante largos minutos bajo el sol, sin dar con ella, obligándome a pre-

187
guntarle a un adusto vendedor: «¿Dónde está Lynch?»; a sólo una cuadra,
es la respuesta. Calle Thompson se corta en la Plaza Prat y se reinicia unas
cuadras más arriba, pero no exactamente a la misma altura de donde se
fracturó. Incluso hoy viejos iquiqueños se pierden por ese desajuste.
Iquique es una ciudad equívoca, quizás justamente porque nunca la
fundaron, y así como los niños que no son bautizados son llevados al cerro
por los duendes, Iquique está condenada a ser el escenario de pequeños
equívocos sin importancia, Tabucchi dixit. El reloj gigante de la plaza a
veces da la hora correcta y otras no. Sales a comer a las nueve de la noche,
y a pesar de haber estado tres horas conversando, al salir el monumento
indica las diez. Tan equívoca es que al mediodía, cuando la gimnasia ban-
caria amenaza con reventar la ciudad, un ejército de habitantes conversan
en veredas y esquinas, en barandas y murallas, ajenos al tráfago de la oferta
y la demanda, olvidados del tiempo y sus exigencias, como hitos humanos
que señalan que la lógica neoliberal no penetra todo; que algunos aún son
capaces de perder el tiempo, cuando todo nos dice que hay que ganar en
eficiencia y rapidez.
Tan equívoca es, que hasta el lenguaje sale minado: Hace unas décadas,
un grupo de calles llevaba por nombre un número y la palabra Oriente,
pero hoy dejaron de llamarse así y lucen denominaciones como Héroes de
la Concepción, Céspedes y González y otras. Sin embargo, muchos abue-
los siguen llamando a esas arterias con sus nombres originales, por lo que
en más de una ocasión un pasajero entrado en años indica al conductor
del colectivo –casi todos jóvenes– la calle con el primer nombre, y el tipo
del volante lleva al sujeto al destino correcto, aunque hace mucho tiempo
la avenida ostente otra designación. Es como si alguien dijera «por favor,
lléveme a A», y el conductor respondiese «Okei, lo llevo a B»; y claro, A y
B son lo mismo, o casi, y todos entienden.
En todo esto hay, sin embargo, algo inmutable, no sujeto a equívoco; un
hecho que pase lo que pase signa a Iquique como una bendita maldición:
la siesta. Iquique cierra todas sus puertas después de almuerzo –a eso de
las dos–, y no las abre hasta pasada las cuatro y media. Los turistas que
caminan a esas horas no encuentran nada abierto y ningún iquiqueño que
se precie de tal cruza el umbral de su puerta en ese lapso; si alguno lo hace,
es exclusivamente para ir a cobijarse bajo el techo de un bar del centro an-
tiguo, a esperar que el sol baje un poco e Iquique reanude su equívoca vida.

188

189
LEONARDO SANHUEZA

El estadio
rec u er d o el r ec or r i do de l a m ic ro n úm ero 2 como un largo
plano secuencia entre mi casa y el estadio: una aventura dominical en que

se unía la despedida de mi territorio familiar y la incursión en la ciudad


ajena, casi extranjera, del poniente. Temuco, al igual que muchas otras
ciudades, tenía sus propias cortinas de hierro, y entre ellas mi mundo es-
taba en la mitad nororiental: el centro, el cementerio, el cerro Ñielol, la
estación, la feria Pinto, mi Pueblo Nuevo, la Maestranza, la población Los
Trapiales, el balneario Los Pinos. El único motivo que tenía para inter-
narme hacia el noroeste, más allá del centro, era la melodía de un himno
inolvidable, sin duda el mejor y más literario del fútbol chileno, el himno
del equipo blanco de flores del Ñielol, interpretado por el tenor Mario Ba-
rrientos, la misma célebre e inmortal voz del himno de Colo-Colo y del
Manojito del claveles de Magallanes. Comenzaba así: «Tierra linda de copi-
hues, / de araucarias y coyán, / majestuosa en tus montañas, / en tus valles
y tu mar». Y terminaba asá: «Y el corazón va pregonando, / Temuco, que
por ti / prende la nostalgia / a las orillas del Cautín».
Mi abuelo me llevó al estadio por primera vez en 1979, cuando yo
tenía cinco años y Green Cross aún estaba en Primera División. Lo pri-
mero que me impresionó fue conocer la Plaza de las Banderas, en calle
Hochstetter, y caminar frente a esas casitas del barrio alto tan limpias y
ordenadas. Una vez dentro del estadio, fui presa de una posesión demo-
niaca: ya era, sin vuelta atrás, un hincha del trágico, glorioso y siempre
elegante Grigrí.
A partir de ese día, aunque el declive era evidente y la condena de
perder y perder parecía eternizarse, domingo por medio nos sentamos
sin falta en el mismo lugar y entre las mismas personas durante los diez
años siguientes: sobre la puerta del maratón, en la última fila de la grade-
ría, justo en la mitad de la tribuna Andes, para dominar simétricamente
el campo de juego. Allí éramos seis los infaltables. Yo era el único niño
entre cinco viejos: mi abuelo, un antiguo amigo suyo, un socio que ve-
nía de Carahue, un dependiente de Plásticos Shyf y un hincha que en la
noche de la víspera solía recorrer los puteríos de Temuco en busca del
equipo rival para recolectar información que al día siguiente, durante
el partido, usaba a grito pelado para desconcentrar a los jugadores. El
primero que llegaba guardaba los asientos, marcándolos con su manta o
con algún otro bulto. En los inviernos, mi abuelo llevaba una garrafita de
aguardiente para pasar el frío en el entretiempo.

191
Algo que todos los hinchas sabían tan profundamente como los de-
talles propios del fútbol era la historia del estadio. Esa historia fue, de
hecho, lo primero que aprendí del balompié, mucho antes de entender
siquiera qué era el off-side, el córner, el centro forward, el stopper, el
wing izquierdo o el goal-keeper. Temuco era el único lugar del mundo
en que los hinchas eran tan fanáticos de su equipo como de su estadio.
Mis cinco viejos circunstantes me aleccionaron rápidamente, comuni-
cándome que yo tenía el honor de estar en ese estadio que no sólo era el
más hermoso de Latinoamérica, el único lleno de flores y el único que en
los peores aguaceros no se inundaba, gracias a su fantástico sistema de
drenaje (Germán Becker lo trajo de Alemania, decían, y las cosas alema-
nas eran sinónimo de calidad), sino también el escenario en que incluso
la Selección de la Unión Soviética había tenido que morder el pasto por
única vez en toda su gira de 1965, cuando el Chico D’Ascenzo le rompió
la red nada menos que a Lev Yashin, la Araña Negra, el mejor arquero de
todos los tiempos.
Bajo esas leyendas yo iba sagradamente a ver a mi equipo blanco,
«el blasón / que estremece el alma / de la raza del Ñielol», aunque en
realidad la gloria era esquiva y había días en que el borderó no pasaba
de las cien personas tristes en las gradas. En la derrota o en el triunfo, el
estadio permanecía incólume en sus triunfos pasados, en su admirable
honorabilidad. Lo habían construido los presos de la cárcel de Temuco,
ciento ochenta reos que trabajaron incansablemente durante un año. A
la salida de los túneles, esos presidiarios nunca vieron el fruto de su tra-
bajo, lo que vio desde entonces y hasta su fin el Green al salir a la can-
cha: un jardín de flores majestuosas y edénicas. Era el único equipo del
universo que emergía de las mazmorras, como en una fuga de Alcatraz,
hacia la primavera eterna del estadio.
Mientras tanto, nosotros mirábamos los partidos en las tribunas cons-
truidas sobre más de cien mil metros cúbicos de escombros, provenientes
de las demoliciones de la antigua intendencia, el Banco del Estado, la esta-
ción de ferrocarriles, la catedral: todos los viejos edificios que el terremoto
del sesenta había dejado trizados y tambaleando. El estadio estaba relleno
de historia y sobre esas ruinas nos sentábamos a sufrir por el Green, ale-
gres y tristes sobre las reliquias del viejo Temuco destruido.
En el invierno de 1989 a mi abuelo lo hospitalizaron por un ataque
hepático que, como yo jamás había podido imaginar, lo hizo chillar de

192
dolor. En el hospital lo abrieron y lo cerraron, como se suele decir. El
cáncer ya lo tenía comido y el desenlace era cosa de tres meses. Lo último
que vio mi abuelo en relación al fútbol fue por televisión: el partido entre
Chile y Brasil en que el Cóndor Rojas se cortó la frente. Después de eso,
todo fue tristeza y rabia para él.
Recuerdo el primer día de esa agonía en que llegué al estadio sin mi
abuelo, solo por primera vez. Yo tenía quince años. Los amigos de siem-
pre no me hicieron ninguna pregunta. Sólo me dijeron que el puesto de
mi abuelo seguía reservado. Semanas más tarde, en septiembre, cuando
llegó la primavera y mi abuelo murió, fui al estadio por última vez. Hici-
mos un minuto de silencio, sin proponérnoslo: simplemente nos abraza-
mos, los viejos y yo, y después del partido nos despedimos para siempre.

193
PIA MONTEALEGRE

En una jaula de
diamante
el guano y el sa l i t r e ha bí a n i n v e n ta d o a antofagas ta
como un lugar de recursos y refinamiento, un puerto de categoría que
luego Chuquicamata vendría a confirmar. Las escuelas técnicas eran de
prestigio y los colegios particulares destacaban por su calidad y variedad.
De pasado boliviano y como toda ciudad-puerto, Antofa estaba acostum-

brada al recalado de migrantes. Año a año se celebraba su diversidad en


el Festival de Colectividades Extranjeras, donde bolivianos, argentinos,
italianos, árabes, alemanes y especialmente croatas y griegos festejaban
su vínculo con la ciudad. En las calles, los negocios combinaban consu-
mo y sociabilidad, como la Pastelería del griego, por ejemplo, cerca de la
plaza del Mercado, o el Lavaseco del turco, sitios donde la comunidad se
encontraba y reinventaba cada vez. La desigualdad existía, como en toda
ciudad latinoamericana, pero los antofagastinos estaban acostumbrados a
relacionarse entre gente distinta y eso era reconocido y valorado.
En los noventas llegó Minera Escondida y todo se pudrió. Primero
aparecieron los gringos, solos y con billeteras abundantes. Inusitada-
mente abundantes. Luego los sueldos de la minera comenzaron des-
lumbrar a los antofagastinos, ansiosos por llevarse una tajada de ese
futuro promisorio. Las entrevistas de trabajo eran como un casting,
tenso y cargado de ansiedad. Por cada nuevo minero, los negocios de
tradición familiar morían un poco. Los ingresos se elevaron muy por
sobre el promedio del país y el puerto se vio habitado por una clase me-
dia pletórica de regalías y bonos. La ciudad se volvió un lugar atractivo,
especialmente para los solteros. En veinte años la población práctica-
mente se duplicó.
La inyección de capital cambió drásticamente la morfología de la ciu-
dad. Sobre los edificios antiguos se levantaron grandes tiendas del retail,
farmacias, supermercados y un enorme centro comercial. Los cafés tra-
dicionales fueron reemplazados por prosaicas fuentes de soda y las gran-
des torres de departamentos llegaron a dibujar un nuevo skyline. La vida
nocturna se recargó con una decena de discoteques y un casino siempre
lleno. Hasta hoy, todo lo nuevo es de cadena comercial y animado por
espectáculos trasnochados, de fácil digestión. Todo es fast food. Los anti-
guos barrios aristocráticos se han esponjado y llenado de construcciones
ostentosas, tal como los despliegues decorativos de sus propietarios en
navidad. Espantados por esta opulencia, la vieja aristocracia ha escapado
o se ha recluido.

195
El sistema de turnos de la minería cambió también la vida diaria de la
ciudad. Los trabajadores pasan la mayor parte del tiempo en los campa-
mentos, con condiciones que si bien no son precarias, son elementales y
estandarizadas. Una vida que es puesta en suspenso por varios días, en
espera constante por la hora de salida. Por mientras, las esposas de los
trabajadores se ocupan de los niños y colman la miríada de peluquerías
y centros comerciales. Cuando los trabajadores «bajan» a la ciudad, tie-
nen por fin la posibilidad de poner en movimiento sus ganancias y darle
sentido a su rutina. Lo que importa no es disfrutar y ver a los hijos sino
hacer el asado, invitar al supervisor o al futuro jefe; gastarse toda la pla-
ta para que nadie salga pelando. Es el momento de salir a comprar y la
ciudad colapsa. Las góndolas de los supermercados se vacían, los carros
se repletan y se extienden las filas en las cajas. Todo se agota, desde los
plasmas hasta los huevos. Padres y maridos en frenético tránsito pasan
cuatro días firmando cheques y no hay tiempo ni para reparar en lo que
se está comprando. El retail saca provecho de ese ejercicio irreflexivo
y envía a Antofagasta todo lo que ha tenido mala venta en los grandes
malls de Santiago. Se sabe que, sea lo que sea, el antofagastino termina-
rá por necesitarlo.
Los habitantes de la ciudad se han vuelto ariscos, desgastados por el
constante consumir y aparentar. Tienen camionetas gigantes, se compa-
ran los unos con los otros y se uniforman según los mismos códigos de
éxito: La chaqueta de cuero argentina es signo de haber viajado, la parka
Northface de que se trabaja en el frío de la mina. Y todo es caro, hasta lo
barato; hasta la pedestre piscola en un bar de mala muerte.
Pese a la riqueza que circula, la oferta cultural de la ciudad es limita-
da y se ciñe a lo probado, aunque sea caro. Por aquí pasa todo cantante
que haya estado de moda hace veinte años, con éxito asegurado. Los tres
grandes cines históricos fueron remplazados por una pequeña multisala
de cadena que sólo pasa películas de Hollywood, y los espacios públi-
cos lucen el logo de Escondida, que a punta de mitigaciones ambientales
ha desparramado miradores y millonarias playas artificiales en un borde
costero de naturaleza rocosa. Pese a todas estas inversiones, la ciudad si-
gue siendo fea y la gente no tiene mucho que hacer salvo comprar. Lo que
tiene sentido: Nadie se deslomaría por un gran cheque si la ciudad no pro-
veyera una estructura de consumo capaz de absorber los excedentes. Una
ciudad que parece ciudad pero que no es más que una nueva pulpería.

196
Antofagasta era parte de una histórica tradición portuaria, un lugar
con la vista puesta en el horizonte y en el movimiento. El arraigo se sabía
circunstancial y existía una presión social por buscar el futuro en otros
lados, ojalá en la capital. Quedarse en la provincia era desperdiciarse y
estudiar en la universidad un mandato social. Había cierto prestigio en
vivir fuera y arribar para navidad. Migrar era natural, buscar la vida en
un itinerar constante, ser ciudadano del mundo sin anclas territoriales.
Pero luego llegó Escondida y todo se pudrió. Las promesas de libertad
fueron nubladas por el consumo y hoy los antofagastinos están atrapados
y encandilados por la riqueza. Antes volaban y hoy viven en una jaula,
que bien puede ser de diamante pero no por eso deja de ser una jaula.

Las ideas de este texto son fruto de una generosa conversación con Daniel
Barra Carvajal, antofagastino y querido amigo.

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Sobre los autores

Claudia  Apablaza (Rancagua, 1978) es- Alejandra Basualto (Rancagua, 1944).


tudió Psicología y Literatura en Chile y Poeta y narradora. Licenciada en Lite-
Barcelona. Recibió el premio de Revista ratura. Directora de talleres literarios.
Paula (2005) con su cuento Mi nombre Publicaciones: Los ecos del sol (1970), El
en el Google y el premio Alba de narra- agua que me cerca (1984), La mujer de
tiva para escritores menores de 40 años yeso (1988), Territorio Exclusivo (1991),
con su novela goo y el amor, reciente- Las malamadas (1993), Desacato al bo-
mente publicada en La Habana. El año lero (1994), Altovalsol (1996), Casa de
2012 fue becaria del The Liguria Study citas (2000), Antología personal (2010),
Center, en Italia y el año 2014 en Banff Invisible, viendo caer la nieve (2012).
Centre, Alberta, Canadá. Ha publicado
los libros goo y el amor (2013), Siempre Soledad Burgos (Concepción, 1988)
te creíste la Virginia Woolf (2011), e me /a descubre la fotografía gracias a un cur-
(2010), Diario de las especies  (2008) so con Manuel Morales el año 2007 y
y Autoformato (2006). desde entonces se mantiene constante-
mente produciendo imágenes fotográ-
Jorge Baradit (Valparaíso, 1969) es escri- ficas. No lo ve como una actividad lu-
tor de literatura fantástica. Autor de las crativa ni profesional pero ha realizado
novelas Ygdrasil, Synco y Lluscuma. El distintas exposiciones con otros artis-
uso de plataformas tecnológicas y dife- tas, colaboraciones en libros, revistas y
rentes formatos expresivos como el vi- sitios de internet.
deo, el comic o la música complementan
su obra literaria. Diego Campos (Santiago, 1977) es soció-
logo y trabaja en la Universidad Católica
Óscar Barrientos Bradasic (Punta Are- del Maule. Es además traductor, editor
nas, 1974) es profesor de Pedagogía en de revistas de interés limitado, guita-
Castellano y Magíster en Literatura por rrista punk y fotógrafo urbano. Actual-
la Universidad Austral de Chile, y Doc- mente vive en Talca, Región del Maule,
torado en Educación por la Universidad junto a su mujer Alejandra, su hijo Va-
de Salamanca. Ha publicado los libros lentín y su perro Tito.
La ira y la abundancia (1998), Égloga de
los cántaros sucios (2004), El viento es un Nicolás Campos F. (Santiago,1983) estu-
país que se fue (2009), Quimera de Na- dió Filosofía. En 2013 publicó La distan-
riz Larga (2011), Carabela portuguesa cia y espera publicar pronto Donde co-
(2013), El barco de los esqueletos (2014) y mienza un desierto, libro compuesto por
Los fantasmas del viento (2014), además dos nouvelles. Actualmente prepara un
de su Trilogía de Puerto Peregrino. libro de cuentos, Te volverás un extraño.

200
Juan Carreño (Rancagua, 1986) ha pu- der piano, andar en skate y encontrar un
blicado los libros Compro fierro y Bom- acto repetitivo que adquiera valor en sus
ba bencina. Actualmente es Coordina- últimos años de vida.
dor Académico de la Escuela Popular
de Cine feciso. Ha vivido en diversos Rodrigo Fernández (Curicó, 1983) par-
pueblos como Machalí, Malloa, Pichi- tió el 2000 a estudiar Sociología a San-
lemu y Renca. Actualmente vive en la tiago y allí, luego de nueve habitaciones
comuna de La Pintana. distintas, vive aún. Viaja al menos una
vez al mes a ver a su familia. Es hincha
Rubí Carreño Bolívar es profesora aso- acérrimo de Curicó Unido. Escribe re-
ciada de la Facultad de Letras de la p uc . ligiosamente desde los 15 años y hace
Autora de Leche amarga: violencia y ero- cuatro que lo publica todo en su blog
tismo en la narrativa chilena, Memorias personal. Trabaja en la Feria Chilena
del nuevo siglo: jóvenes, trabajadores y del Libro y está a la espera de defender
artistas y de Av. Independencia: litera- su tesis de grado sobre Simone Weil.
tura, música e ideas de Chile disidente, Aparte de un puñado de artículos para
todos estos libros por Cuarto Propio. Es La Prensa de Curicó, ésta es su primera
directora de Taller de letras y dirige el publicación digna de mencionar.
proyecto Fondecyt «El músico errante».
Rodrigo Figueroa (Constitución, 1989)
Javier del Cerro (Coquimbo, 1970), seu- es psicólogo social, escritor de medio
dónimo de Javier Araya Valencia, estu- tiempo y músico experimental ocasional.
dió Teatro en la Escuela Experimental
de Arte de Santiago y luego Filosofía en Sebastián Gray Avins (Nueva York,
la umce. Ha dirigido y actuado en dis- 1959) es arquitecto de la Pontificia
tintos proyectos teatrales y publicado Universidad Católica de Chile y MSc
los libros de poesía Perroosovacacangu- del Massachusetts Institute of Tech-
fante del Mar (1992), Signos en Transito nology. Profesor de Arquitectura puc
(1994), Ciudad de Invierno (1999), Poesía desde 1993 y socio de Bresciani Gray
Chilena Contemporánea (1999 y 2000), Arquitectos, actualmente es Presidente
Serpiente (2006) y Abisal (2012). del Colegio de Arquitectos de Chile, Di-
rector de Fundación Iguales y Director
Tomás Errázuriz alcanza la mitad de su del Centro de Estudios Espacio Público.
vida con un hijo, una mujer y una larga Fue Curador de la xviii Bienal de Arqui-
educación que muchos dudarían de su tectura y Territorio y del Pabellón de
utilidad. Fue a un colegio católico pero Chile en las Bienales de Venecia 2002,
no es católico, estudió Historia pero no 2004 y 2010. Columnista en diario El
es historiador y se doctoró en Arquitec- Mercurio y La Nación, colaborador en
tura y Estudios Urbanos pero no es ar- diversos medios periodísticos y autor
quitecto ni urbanista. Hoy la comodidad de numerosas publicaciones.
de la vida académica le permite publicar
sobre una ciudad en la que jamás ha vi- Ricardo Greene (Nairobi, 1975). De pa-
vido e iniciar una novela sabiendo que dre diplomático y madre enfermera,
no será escritor. A futuro espera apren- pasa sus primeros años en Kenya, In-

201
dia y Sri-Lanka. A los doce se radica en en numerosos países y participado en
Chile, donde estudia Sociología y una exposiciones colectivas desde el año
maestría en Urbanismo. Hace cine expe- 2004. Es parte del colectivo Visceral
rimental. Se mueve a Londres a un doc- Acción Fotográfica vaf desde el 2013.
torado en Antropología Visual. Se muda
a Buenos Aires y tiene un hijo argentino. Rolando Martínez Trabucco (Arica,
Hoy vive en Talca, trabaja en la ucm y 1979) es profesor de Educación Básica.
acaba de tener mellizas. Dirige Bifurca- Ha escrito los libros Chicha Mundial
ciones, adoc, Esto Es Talca y CinEduca- (2009) y Salmo a la Chicha (2012). Ga-
ción. Escribió libros pero se los llevó el nador de la Beca de Creación Literaria
tsunami. Sabía muchos idiomas pero ya del Consejo del Libro los años 2012 y
los olvidó. 2014, su trabajo aparece en diversas
antologías, entre ellas Anda Libre en el
Jonnathan O. Hernández (San Javier, Surco (2009), El Pequeño Odioso (2011),
1990) es estudiante de Sociología y es- Tea Party II (2013) y Predicar en el De-
critor de medio tiempo. sierto (2013). En septiembre de 2010
fue seleccionado para la Muestra Expo-
Katherinne Lincopil (Santiago,1989) es sición de poesía chilena Bicente Chile,
tesista de Licenciatura en Artes, men- realizada en el Centro Cívico Convent
ción Teoría e Historia del Arte, en la de Sant Agustí, Barcelona.
Universidad de Chile. Ha colaborado en
distintas publicaciones digitales e im- Marcelo Mellado (Concepción, 1955) es
presas relacionadas con arte y cultura, escritor y profesor de castellano por la
y participado en diferentes Coloquios y Pontificia Universidad Católica. Entre
Seminarios sobre la relación entre artes sus obras se cuentan El Huidor (1992),
visuales, imagen contemporánea y teo- El Objetor (1996), Informe Tapia (2004),
ría feminista. Ha participado en talleres Ciudadanos de Baja Intensidad (2007),
de narrativa, cuento y crítica literaria. Armas arrojadizas (2009), La hediondez
(2011) y La Provincia (2011). Vive en To-
Ale López Urrutia (Santiago,  1986) es ñito Santo.
fotógrafa y trabajadora social. En tiem-
pos universitarios comienza a ahondar Lina Meruane es escritora. Su obra in-
en la fotografía, motivada por cursos cluye la colección de relatos Las Infan-
de arte y estética, y por su interés so- tas (1998) y las novelas Póstuma (2000),
cial. En 2011 entra a estudiar Fotografía Cercada (2000), Fruta Podrida (2007) y
Periodística en el Instituto Arcos, lugar Sangre en el Ojo (2012). Entre sus textos
donde participa de variados proyectos y de no ficción se cuentan el ensayo-dia-
actividades ligadas al área del reportaje triba Contra los hijos (2014) y el ensayo
gráfico y documental. académico Viajes Virales (2012). Ha re-
cibido los premios literarios Sor Juana
Juan Pablo Martínez Huerta (Ovalle, Inés de la Cruz (México 2012) y Anna
1977) es licenciado en Fotografía Publi- Seghers (Berlín 2011), así como becas
citaria por el Instituto Incacea/Ciartes. de escritura de la Fundación Guggen-
Ha participado en residencias y talleres heim (2004) y de la National Endow-

202
ment for the Arts (2010). Actualmente da (2010), El Libro de las Revelaciones
enseña cultura latinoamericana en la (2011), Antecedentes Mineros de Ataca-
Universidad de Nueva York. El texto ma (2012), En Guerra con Chile (2013)
que aquí publica, levemente retocado, y Yo, entre todas las Mujeres (2013). Ha
proviene del libro de crónicas Volverse sido publicado en revistas nacionales e
Palestina (2013). internacionales y antologado en más de
nueve libros en Chile, España, Suecia,
Javier Milanca pasa su infancia y juven- Argentina y México.
tud en la ciudad de Los Lagos, Chile. Se
titula de profesor de Historia en la Uni- Rosabetty Muñoz (Ancud, 1980) ha pu-
versidad Austral de Valdivia. En 2008 blicado Canto de una oveja del Rebaño
publica Historias Bellacas, donde inda- (1981), En Lugar de Morir (1987), Hijos
ga en la histórica marginalidad de los (1991), Baile de Señoritas (1994), La
Mapuche. Según la crítica, su trabajo Santa, historia de su elevación (1998),
pertenece a la corriente del «Realismo Sombras en el Rosselot (2002), Ratada
Chungo». En 2010 publica Kiltros, don- (2005), En Nombre de Ninguna (2008)
de replantea los conflictos que mantie- y Polvo de Huesos (2012). Ha recibido
ne irresolutos el Estado chileno con la numerosas distinciones, entre ellas el
Nación Mapuche de manera irreverente Premio Pablo Neruda (2000) y el Pre-
e irónica. Realiza charlas sobre poesía, mio Consejo Nacional del Libro a Mejor
cultura y lucha Mapuche en diversos Obra Inédita por Sombras en El Rosse-
centros de estudio, universidades y co- lot (2002). Desde su titulación como
legios. El 2013 publica su tercer libro, Profesora de Castellano ha ejercido la-
Champurrea. bores de docencia en distintos estable-
cimientos educacionales y participado
Pía Montealegre es arquitecto, Magís- activamente del desarrollo cultural del
ter en Desarrollo Urbano y candidata sur de Chile.
a Doctor en Arquitectura y Estudios
Urbanos por la Pontificia Universidad María José Navia (Santiago, 1982) es
Católica de Chile. Socia de Monteale- Licenciada en Letras uc, Magíster en
gre Beach Arquitectos, se desempeña Humanidades y Pensamiento Social por
como editora de Revista Bifurcaciones la Universidad de Nueva York (nyu) y
y columnista del suplemento Vivienda actualmente termina su Doctorado en
y Decoración de El Mercurio. Su campo Literatura y Estudios Culturales en la
de estudios es el parque urbano y la his- Universidad de Georgetown. Ha publi-
toria de la ciudad. cado la novela sant (2010) y el e-book
de cuentos Las Variaciones Dorothy
Víctor Munita Fritis (Copiapó, 1980) (2013). El año 2013 recibió la Beca de
ha realizado teatro (clown), fotografía Creación Literaria que otorga el Go-
y radio. Estudió Historia y Geografía. bierno de Chile para completar su libro
Ha publicado Pensión Completa y Otros de cuentos Vivir Afuera. Su próximo
Poemas (2008), Darwin y Domeyko, libro de cuentos, Instrucciones para ser
Expedición Por Atacama (2008), Lar- feliz, será publicado el 2015 por la edi-
gas Horas (2010), La Patria Asigna- torial Sudaquia en Nueva York.

203
Oscar Orellana (Talca, 1976) es perio- (1979), Fundación Pablo Neruda (1990)
dista por la Universidad de Concepción. Municipalidad de Santiago (2002) y Casa
Hoy prepara su segundo libro de poesía, de las Américas, Cuba (2006).
Una actriz maravillosa, y la publicación
de un diario íntimo, que llevará por Sebastián Rivas Lobos (Puerto Varas,
nombre Diario íntimo o Cuadernos de 1991) reside hasta los 17 años en Santia-
yo, si la editorial acepta. go para luego trasladarse a Concepción.
Gestor Cultural, Licenciado en Artes Vi-
Juan José Podestá Barnao (Tocopilla, suales y Bachiller por la Universidad de
1979) es escritor y periodista. Publicó en Concepción, es cofundador del Espacio
2010 el poemario Novela negra y en 2013 Multidisciplinario Casa 916, miembro
el libro de relatos El tema es complicado. del Colectivo Fotográfico Caja de Car-
Ha participado en lecturas literarias y tón, diseñador de arte en la Revista mira
festivales de poesía tanto en Chile como Fotográfica y asesor en gestión y diseño
el extranjero. Aparece en algunas anto- en la productora Nómada Bounce.
logías de poesía y narrativa. Tiene un  
Diplomado en Crítica Literaria y actual- Daniel Rojas Pachas (1983) es escritor y
mente realiza un Magíster en Literatura editor. Reside en Arica y dirige la Edi-
Latinoamericana. torial Cinosargo. Ha publicado los poe-
marios Gramma (2009), Carne (2011),
Romina Reyes (Santiago de Chile, 1988) Soma (2012) y Cristo Barroco (2012). Ha
es periodista de la Universidad de Chi- ganado el Fondo Nacional del Libro y la
le. Ha colaborado en medios como The Lectura de Chile categoría ensayo el año
Clinic Online y Las Últimas Noticias. Ha 2008, y el 2010 y 2012 para los post-
obtenido, entre otros premios, los Jue- grados de Magister y Doctor respecti-
gos Literarios Gabriela Mistral (mención vamente. El 2014 se adjudica la Beca
cuento) y Mejores Obras Literarias Inédi- Profesional de Novela por su libro Ran-
tas 2013 del Consejo Nacional del Libro y dom. Su obra ha sido traducida al inglés,
la Lectura por su libro de relatos Reinos. búlgaro y portugués y ha participado de
encuentros internacionales de poesía.
Clemente Riedemann (Valdivia, 1953) es Más información en su weblog www.
escritor, poeta y ensayista. Obra publica- danielrojaspachas.blogspot.com
da: Karra Maw´n (1984), Primer Arqueo
(1989 y 1991), El Viaje de Schwenke y Nicolás Sáez G. (Concepción, 1973) es
Nilo (1990), Karra Maw´n y otros poe- arquitecto y Magíster por la Universidad
mas (1995), Gente en la Carretera (2001 del Bío-Bío. Vive y trabaja en Concep-
y 2006), Isla del Rey (2003), Coronación ción, desempeñándose como Director de
de Enrique Brouwer (2007), Caballares Arte de la revista Arquitecturas del Sur
(2010), Cantata Lago Llanquihue (2010) y y académico-investigador ubb. Fotografo
Suralidad, antropología poética del sur de autoral autodidacta perteneciente al Co-
Chile (2012, en colaboración con Claudia lectivo Concepción Fotográfica. Su obra
Arellano H.). Distinciones por el Minis- ha sido publicada en numerosas revistas
terio de Educación (1971), Consejo de y expuesta en museos y galerías alrede-
Rectores de las Universidades Chilenas dor del mundo.

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Leonardo Sanhueza (1974) ha publicado cionales y regionales, entre ellos La
los libros de poesía Cortejo a la llovizna, Prensa Austral de Punta Arenas, el se-
Tres bóvedas, La ley de Snell y Colonos; la manario Siete+7 y el diario La Tercera.
novela La edad del perro, el relato biográ- Actualmente se desempeña como aca-
fico El hijo del presidente, la colección de démica e investigadora de la Escuela de
crónicas Agua perra y el volumen Lese- Periodismo de la Universidad Alberto
ras, que reúne sus versiones de los poe- Hurtado. Es autora del libro Chile en los
mas breves de Catulo. Su trabajo literario ojos de Darwin (2009).
ha sido reconocido con numerosos pre-
mios, entre ellos el Premio de la Acade- Daniel Villalobos (Temuco, 1974) es el
mia Chilena de la Lengua, el Premio de mayor de cuatro hermanos. Estudió
la Crítica, el Premio Internacional Rafael periodismo en la Universidad de La
Alberti y el Premio Pablo Neruda. Frontera. El año 2012 publicó el libro
de crónicas El sur (Libros Qué Leo).
Rodrigo Selles era una persona normal Cuentos suyos han aparecido en anto-
hasta el 2008, cuando decidió ir a Bue- logías como Todo es cancha (Alfaguara).
nos Aires a estudiar Fotoperiodismo en Escribe regularmente en la sección de
la escuela de la Agrupación de Reporte- cine del diario La Tercera.
ros Gráficos de la República Argentina
(Argra). Regresando a Santiago el 2010, Martín Vinacur Argentino. Publicista.
no tuvo mucho éxito hasta que encontró Trabajó como redactor y director crea-
trabajo en el Diario de Atacama, en Co- tivo en las mejores agencias de publici-
piapó. A fines del 2012 lo traslada a An- dad argentinas. Tiene Leones en Cannes,
tofagasta para trabajar en El Mercurio como todos los publicistas. Una de las
de Antofagasta, medio al cual renunció recurrentes crisis económicas del lado
hace poco. Desde el 2013 a la fecha ha de allá de la cordillera lo hizo aterrizar
realizado imágenes de Tocopilla y otros del lado de acá. En Chile funda AldeA
proyectos personales. Santiago, agencia de publicidad de claro
perfil estratégico-creativo. Columnista
Juan Diego Spoerer del suplemento Tendencias de La Tercera
Puerto Montt, 1957. y ocasionalmente en Qué Pasa, Dossier
Valparaíso, Estocolmo, Tasmania, La y The Clinic, entre otros. Titular de Cá-
Puntilla. tedra de Comunicación ii en la fen de
Periodista y cineasta. la Universidad de Chile. Un casi rena-
Premio Nacional de Periodismo en centista: es decir, hace muchas cosas
Suecia, por un ajuste de cuentas. casi bien. Casi.
Papá de Genaro.
Vivo en el delta del Maule.

Claudia Urzúa es periodista de la Uni-


versidad Nacional Andrés Bello y can-
didata a Magíster en Historia por la
Universidad de Chile. Ha trabajado en
diversos medios de comunicación na-

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