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REVISTA ESPAÑOLA
PUBLICACIÓN BIMESTRAL DE CREACIÓN Y CRITICA
F U N D A D O R :
ANTONIO RODRIGUEZ-MOÑINO
REDACCIÓN: Ignacio ALDECOA, Rafael SÁNCHEZ FEIÍLOSIO, Alfonso SASTUE.
E D I T O R :
EDITORIAL CASTALIA
S U M A R I O
NARRACIONES:
Tota el Bueno, por Cesare Zavattini 5
A ti no te enterramos, por Ignacio Aldecoa 27
Niño Fuerte, por Rafael Sánchez Ferlosio . 39
Noviembre en los liuesos, por José María de Quinto 49
Cabeza Rapada, por Jesús Fernández Santos ">7
El lobo aulla, por Manuel Filares 60
TEATRO:
La voz de dentro, por Luis Delgado Benavente 65
CRITICA:
La plástica con sangre entra, por Juan Antonio Gaya Ñuño 77
La crítica musical y lu lenguaje, por Dolores Pala Berdejo 97
Tragedia y Sociedad, por Alfonso Sastre 101
Ligeras divagaciones sobre el cinematógrafo español, por Miguel Pérez Kerrero 107
De la bocina al microsurco, por Luis Meana 111
Habla/ido de "Escuadra hacia ¡a muerte'', por I. Aldecoa 119
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REVISTA
ESPAÑOLA
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MADRID
19 53
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T I P O G R A F I A M O D E R N A — A V E L L A N A S , 9 — V A L E N C I A
REVISTA ESPAÑOLA
AÑO I Mayo-Junio, 1953 NUM. 1
TOTO EL BUENO
(Milagro en Milán)
Totó el Bueno quiere ser un cuento para niños. Pero el mismo Zavattini se queja
de no haber alcanzado el entusiasmo de sus hijos. Siguieron leyendo novelas de
quiosco.
De un modo sorprendentemente parecido reaccionó el gran público español frente
a la película Milagro en Milán, a la que este cuento ha dado origen. "Films" como
Escuela de Sirenas siguieron siendo su espectáculo favorito.
Tal vez esto se deba a que el contenido de este cuento sea demasiado grave para
niños, y es posible que los niños tengan derecho a no comprender nada que turbe
su bienestar. Queda por averiguar hasta qué punto alcanza este derecho a los niños
de cuarenta años.
A todos se trata en este libro con la misma lernura; a Totó, a Rap, al mismí-
simo Mobic. El hecho de que no a todos l&s siente lo mismo, prueba el contenido
humano de este cuento, su fondo duro. Zavattini pone en la portada su última
ironía: "Libro para niños, que pueden leer también los adultos."
El libro, publicado en 1943, llevaba una faja de papel en la que decía: "Los
pobres estorban." Este quería Zavattini que hubiese sido el título de su película.
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que se veía sola en aquellas albas, y su misma voz la hubiese asustado. Pero
fue un momento; cualquier miedo podía vivir ya poco, porque el sol
se acercaba al techo de la casa y los colores salían de la sombra; el gris
de los muros, el rojo claro de la angarilla que daba a los campos, el
vario verde de las hierbas, aparecían por todas partes : aquí un turque-
sa, allá un rosa, un azul. Le gustaban tanto los colores, que ella misma
deseaba convertirse en un rosa antiguo. A menudo, sin ser la señora
Lolotta, nos ocurre sentir en la sangre los colores. Conocí a un pintor
que, cuando se entusiasmaba, pintaba con los dedos en lugar de con los
pinceles, y casi hubiera mordido los colores. Pero no todos son así: al
señor Contis le gustaba el amarillo. porque era el color más barato para
pintar la fachada.
El quejido continuaba a intervalos; venía del lado de las coles. La
señora Lolotta vio una col que se movía. No, no estaba delirando : las
hojas se movían. Se acordó de los conejos que habían entrado en el
huerto el año pasado, por túneles subterráneos, y se lo habían comido
todo. Pero los conejos no se quejan, aunque la señora Lolotta estaba dis-
puesta a creerlo. Dobló sus débiles espaldas, tocó la col; era una hermosa
col azul. Apartó las hojas y vio ante sus ojos un niño recién nacido. Es-
taba desnudo y movía las piernas. Brilló el sol en sus talones. La señora
Lolotta balbució: «¡De' Sattas, Anselmis, Marelis!», que eran sus cono-
cidos, y se puso a correr arriba y abajo por la vereda. Al fin, calmada,
recogió al niño despacito, como recogía de la tierra sus verdudas, y,
teniéndole en brazos, sin preocuparse de sus huesos que hacían «cri, cri»,
corrió hacia la casa.
Desde aquel momento la señora Lolotta tuvo un hijo. Lo llamó Totó.
No hubiera podido llamarlo Antonio o Carlos, sino solamente con un
nombre como el de Totó, porque la buena mujer ya no supo expresarse,
desde aquel día, más que con palabras como «tutu» o «bibi». Aunque con
algún sacrificio de su parte, ya que la pensión que el Gobernador le
pasaba era muy escasa, sacó adelante a su niño como la que mejor. Pronto
le enseñó que las mentiras tienen las piernas cortas y peludas. Le ense-
ñó a escribir, y así, por Navidad, podían enviar juntos cartas anónimas
a los vecinos. Una vez mandaron una a los esposos Tarvis, por ejemplo,
en la que se decía que el repartidor de la leche había sido oído por las
escaleras hablando bien de los esposos Tarvis.
La señora Lolotta vestía a Totó con retazos de los pantalones del
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II
Mucha pena os habrá dado, sin duda, dejar a nuestro Totó solo en un
orfelinato. Pero confesad que os ha durado el cuidado poco tiempo y ha-
béis vuelto a vuestros asuntos. Totó se ha aprovechado, mientras tanto,
para crecer como todos, para hacerse grande sin el fastidio de vuestra de-
masiado cómoda piedad.
Salido del orfelinato, se empleó en un marmolista, porque le gustaban
las estatuas. Es preciso confesar que no tenía demasiada inclinación por
la vida ciudadana. Figuraos: Paraba a uno por la calle y le preguntaba:
«¿Cómo está usted?» «¿Que cómo estoy?», le contestaban frunciendo el
entrecejo. «¿Cómo está usted?», insistía Totó amablemente. «No le co-
nozco», protestaban, entre otras cosas, porque le veían mal vestido. Y
Totó precisaba: «Deseo, de verdad, saber cómo está usted.» Se iban de
él refunfuñando.
Una tarde de agosto, después de haber bebido con avidez en una fuen-
te, en medio de una plaza, se había puesto a gritar: «¡Viva el agua!», y
reía todo mojado y lleno de contento. «¡Viva el agua, viva el agua!»
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una leve vaguada y con latas y ladrillos hicieron una cabañita. Un día,
de un agujerito en el suelo, hecho por casualidad, brotó un chorro alto
y brillante. «Petróleo», dijo Totó en seguida. Y el asunto alegró espe-
cialmente a Bib, que desde aquel día se pudo quitar las manchas sin
gasto alguno.
Como quiera que Bamba se iba haciendo cada vez más grande y lumi-
nosa, por lo que para habitarla hacían falta personas fuertes o alegres,
algunos emigraban o iban a parar a las afueras. Y, así también, las cabanas
del pequeño valle fueron llegando al centenar, y formaron calles, calleci-
tas, callejuelas y plazoletas. Vivían allí muchos hombres solos, pero tam-
bién alguna familia, y una noche hasta nació un niño, como en la mis-
mísima Bamba.
Los barraquenses reconocían en Totó la suprema autoridad, no por-
que él lo quisiera, sino porque al mandar siempre ponen a los más buenos
o a los más malos, mal que les pese.
Totó era muy ingenioso. Si hubiese estudiado hubiera podido llegar a
ministro. Figuraos que puso a las calles nombres insólitos, escritos en ta-
blillas fijadas al suelo con palos: «Calle 7 por 8 igual 56.» «Calle 9 por
9 igual 81.» Así los niños vivían por la calle, pero aprendían, por lo
menos, la aritmética. Una vez escribió una carta al Gobernador de Bamba,
en la que le proponía grabar, sobre las tumbas del cementerio, novelas por
entregas; cada nueva tumba, una nueva ent/ega. Todos irían así más
a menudo al Camposanto. (Había visto, en sus visitas a la tumba de la
señora Lolotta, que la gente iba de mala gana al cementerio, y había
hasta quien se equivocaba de sepulcro.) Pero no se le había ocurrido
pensar que la pasión por las entregas podía hacer nacer un deseo de muer-
tos demasiado seguidos y frecuentes.
He de decir que Totó no era ciegamente optimista. Había plantado,
sí, lirios y claveles, pero en la barracada también había puesto a Caye-
tano. Este era el propinador de bofetadas, es decir, de multas. Una multa,
una bofetada (por barullo, suciedad o insulto). Sin las bofetadas, sin
duda, el orden hubiera sido turbado alguna vez en la barracada; Cayetano
tenía el derecho de abofetear al culpable cuando quisiera, un minuto des-
pués del hecho o un año después. L,o apuntaba todo en una libreta y no
había manera de eludir la pena. A cualquiera, en cualquier momento, le
podía llegar de pronto, en público, una bofetada.
—Ahí tienes —decía Cayetano—, por sentencia de diecisiete de abril
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deréis por qué su hijo iba y venía por la choza atado siempre a una cuer-
da. Cuando tocaban, la campanilla no sonaba, era el niño de Bib el que,
al recibir el tirón, conforme a lo convenido, gritaba en seguida : «¡ Papá,
llaman !» Una vez tiraron tan fuerte de la cuerda que el niño subió hasta
el techo. Bib apreciaba mucho estas comodidades y se vanagloriaba de
haber sido el primero en usar cepillo de dientes en la barracada.
Bib había creado también un club dónde jugaban a las cartas, al cual
había llamado «Círculo de los poco poseyentes», con su Reglamento y
todo, en el cual se prohibía a los nobles formar parte del mismo, como,
a su vez, hacen los nobles, que prohiben formar parte de sus círculos a
los que no son nobles. Verdad es que muchas de estas cosas las hacía Bib por
aparecer importante a los ojos de su hijo. Todos los domingos se lo lleva-
ba a Bamba y se metían furtivamente en los palacios y se paseaban de
arriba abajo en los ascensores. Y cuando encontraban cortejos y charan-
gas, Bib se inclinaba: «Gracias, gracias», decía, para que el niño creyese
que honraban a su padre.
En cambio, Rap era muy envidioso y su ropa poco limpia. Tenía unas
ganas locas fle comprarse un sombrero de copa que había en un escaparate
sobre un almohadón de raso rojo. Diréis que qué era lo que podía envi-
diar de sus compañeros, tan pobres. La envidia busca y encuentra. Rap
se revolvía en la cama, le costaba trabajo dormirse pensando en sus com-
pañeros, tenía que encender la vela y gritar: «¡Totó es un inepto!» o
«¡Bib es tonto!» Después ya lograba dormir.
A veces, Rap se levantaba antes de amanecer y salía a las calles de-
siertas a respirar grandes bocanadas de aire (había un aire fresco y nue-
vo que parecía menguar luego cuando todos salían a trabajar), y Rap
creía, de esta manera, respirar más que nadie y vivir más tiempo.
Eleuterio no era amarillo como Rap y tenía la piel rosada; alto y
distraído, se columpiaba como un péndulo. Y se sentía algo péndulo. Si
le preguntaban la hora, la sabía siempre con exactitud. También sabía
otras cosas : cuántos eran los malos del mundo, los corruptores, los men-
tirosos. De cuando en cuando decía: «El hombre es...», y no sabía seguir.
Su ilusión era llegar a dar una definición del hombre tan hermosa como
para ser grabada en mármol, y abajo firmado : Eleuterio. Le faltaba tan
sólo una palabra, al fin y al cabo, un adjetivo; por eso pensaba faltarle
tan sólo la mitad. Al conocer a Totó, le cogió ley en seguida, y había
abandonado a dos viejos que lo mantenían desde hacía tres años. Dos vie-
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por sorteo, se comía el pollo y los demás miraban. Esto sucedía en una
especie de teatrito, construido por Totó. Aquel día los habitantes corrían
a ver comer el pollo, hervido y humeante. Había quien se lo comía con
tanta rapidez y al mismo tiempo con tanta elegancia, que levantaba
clamorosos aplausos.
14 Cesare Zavattini
III
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Para que no os coma la curiosidad, diré en seguida que Rap había ido
a ver al señor Mobic, acerca del cual ha llegado el momento de dar una
Totó el Bueno 15
construir otro, y otro más, y aún un tercero, y los prados de las afueras
de la ciudad estaban minados de catacumbas. Además, tenía escondido un
alfiler de brillantes a los pies de una encina de su parque, una perla en la
pata de su butaca, un diamante en una faja que le sostenía el adiposo
vientre ; claro que a nadie se le hubiera ocurrido buscar allí cosas de
16 Cesare Zavattini
éste intentó explicarle que los monumentos suelen hacerse a los muer-
tos, pero Carmelo, el secretario de Mobic, recordó algunos casos de mo-
numentos levantados en vida. El Gobernador no insistió y dio orden de
que comenzasen las obras del monumento. Ya' las piernas del señor Mobic
habían salido del bloque de mármol, cuando el mismo Mobic mandó sus-
Totó el Bueno 17
pender los trabajos. ¿Adivináis por qué? Por temor del recaudador de
contribuciones. «El monumento puede hacerle recordar», había pensado
Mobic. Y por esto renunció, no sin mucha pena. Para no desaprovechar
tanto mármol, hicieron un monumento a otro ciudadano de Bamba, pero
difunto, aunque la verdad es que las piernas eran de Mobic.
Acaso sepáis ya lo bastante del señor Mobic y tengáis prisa por llegar
al momento en que se harán los milagros. Ya llegaremos. Entretanto,
alcancemos a Rap en el antedespacho.
El antedespacho del señor Mobic estaba siempre lleno de personas
esperando. Un secretario se asomaba a la puerta de cuando en cuando, y
decía a cualquiera de los visitantes: «Le ruego que espere todavía un
momentito.» Y todos sonreían y contestaban: «Caramba, caramba.» Pa-
recía que la espera les divirtiese inmensamente. Un hombrecillo delgado,
de unos cincuenta años, se levantó de su sitio y fue a decirle a Rap casi
al oído: «No me olvides.» Este hombre estaba un poco perturbado porque
jamás había conseguido ser recibido por el señor Mobic. Y estaba seguro
de que nunca le olvidarían las personas a las que se acercase de aquella
manera. «Ya pueden gritar, sacarse la piel a tiras, llorar, que yo he en-
trado a formar parte de su recuerdo para siempre.» Y así quería entrar
en la memoria del mayor número posible de personas, para consolarse de
no alcanzar jamás la presencia del humillante Mobic.
En otra esquina, un hombre de manso rostro esperaba también; desde
hacía largo tiempo, ser recibido por el magnate, ya que decía tener una
patente que sin duda podría interesar al señor Mobic. Era un automóvil
en pie. En vez de longitudinales, los coches habían de ser construidos
verticalmente, de tal forma que las personas tuviesen que ir en ellos de
pie y hasta agarrados a vina barra como en el tranvía, para evitar que la
gente de la calle no engendrase pensamientos de envidia o de algo peor
al ver a los señores tumbados en los sofás de sus coches.
De pronto salió un joven silbando del despacho de Mobic. Un tal
AnquiseSj que tenía un tío sonámbulo, el cual, desde hacía años, corría por
las cabeceras de las camas, por las barandillas, a lo largo de las cornisas,
en camisón y con los ojos cerrados y las manos por delante. Anquises
había conseguido un préstamo del señor Mobic para habilitar en el patio
bancos y butacas, y presentarlo al público como atracción acrobática.
También esperaba en el antedespacho un hombre con su niño. Este
hombre había sido, hacía tiempo, ujier de la casa Carlit, erapiesa casi
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quiero ver cómo le das una patada en el culo al señor Carlit.» «Prometi-
do» —contestó— (acababa de romper un plato). Y el día de Navidad,
padre e hijo se apostaron en la calle. Estaba nevando, naturalmente. Al
pasar el señor Carlit, se pusieron a seguirlo. La nieve era tan honda que
el señor Carlit, tan fuerte en otros casos, se volvía una mancha ne-
gra. «Venga», decía el muchacho. Y el padre titubeaba: «Espera.» El
niño empezó a hacer pucheros porque el padre no se decidía. Este soltó,
al fin, la patada. Aunque luego tuvo que arrepentirse porque no se tra-
taba del culo del señor Carlit, sino del de otro señor.
¿Era difícil ser recibido por el señor Mobic?
Imposible sin tarjeta de visita. Todos la tenían en la mano a excepción
de Rap. Pero éste había entrado en la lista porque había dicho al secre-
tario : «Vengo a hablar con el señor Mobic de una cosa que empieza por
«p». El señor Mobic había entendido y estaba dispuesto a recibirlo.
¿Era, pues, inteligente, el señor Mobic?
Me cansáis con tantas preguntas. Había quien dudaba del talento del
señor Mobic, porque era manifiestamente enemigo de las conferencias.
Había que atribuir la causa de esta actitud a un incidente que ocurrió en
el salón de la «Sociedad de las conferencias», de la que Mobic era miem-
bro honorario y presidente. El orador, algo moroso en verdad, habiéndose
dado cuenta de que Mobic se distraía, le había dicho a quemarropa, inte-
rrumpiendo el discurso: «¿Tiene la bondad de repetirme lo que acabo
de decir?» Y Mobic se había quedado sin saber qué responder.
Rap fue, pues, recibido.
—Hable—le dijo Mobic, sin levantar la cabeza de un papel sobre el que
fingía escribir.
•—Si me regala usted la cantidad necesaria para comprarme un som-
brero de copa, le diré dónde hay petróleo aquí cerca, en la misma Bamba.
(Notad que «petróleo» empieza, efectivamente, con «p».)
Mobic, sin levantar la cabeza, contestó que habían exagerado, desde
luego, mucho sobre la importancia del petróleo, que un sombrero de
copa era bastante caro, y que él, por ejemplo, no lo tenía. Rap temió
que su sombrero de copa quedase en agua de borrajas. Hablaron toda-
vía un rato, y cuando Rap se hubo decidido a revelar el sitio y demás,
Mobic se puso en pie de un salto, besó a Rap, llamó a Carmelo y le dio
la orden de comprar en menos de una hora todos los terrenos al borde
Norte de la ciudad, y de entregar a Rap la cantidad necesaria para comprar
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un sombrero de copa.
Así volvió Rap a su casa hacia la tarde, con su sombrero de copa en
la cabeza. Vio, desde lejos, el campamento. Como era fiesta habían
puesto sobre los chorritos, bolitas de celuloide que bailaban, y el sol
hacía brillar las latas de las barracas. Era hermoso de ver y, sin duda,
Totó el Bueno 19
IV
en cuando : «Catarata.»
Pobre Flamb, nadie entendía su amor por las palabras. El pensa-
miento de que su padre, su abuelo y el abuelo de su abuelo habían dicho,
por ejemplo, «carreta», así tal y como él lo decía, le hacía sentir una
dulce emoción. No así con las palabras extranjeras; se ruborizaba de pro-
22 Cesare Zavattini
procedía con cierta lentitud. Tal cosa indignó al señor Mobic, porque
tenía miedo de que hubiese que hacer demasiado ruido y sus compañeros
se enterasen e intentasen hacerlo fracasar. Telefoneó al capitán Gero:
«Es preciso barrerlos de allí lo antes posible.» Habló hasta de bombas.
Gero contestó: «Yo me basto solo.» Y a decir verdad Gero era un tío
Totó el Bueno 25
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A TI NO TE ENTERRAMOS
Por las ventanas, con los postigos abiertos, se veía aclararse la noche.
La oscuridad se iba destiñendo, se iba agrisando. Por oriente la lejanía
se tornaba violeta. Todos los gallos cantaban. Había como un parpadeo
en el campo. El caserío aparecía fantasmal. Ladró un perro. Berta estaba
de pie, quitándose la camisa de dormir, colocándose un sostén de tela
recia para sus grandes pechos •—pechos que criaron cuatro hijos varones—.
Berta, a los treinta años de matrimonio, conservaba un raro pudor y
siempre se desnudaba o se vestía al otro lado de la' cama, pegada a la
pared, donde su marido, para verla, tuviera que volverse. Salvador no se
volvió nunca.
Cuando Berta bajó a la cocina, Salvador se estaba poniendo las alpar-
gatas. Sobre la camisa de mahón llevaba un elástico viejo. Los pantalones
eran de pana. Cabellos cenicientos se le alborotaban, en un vaho, a los lados
de la calva. Berta encendía el fuego. Salvador, con un cubo, fue hacia la
cuadra. En la puerta se calzó unas almadreñas. Entró. Acarició a las vacas.
Les habló. Sentado en una banqueta comenzó a ordeñarlas. A Berta le
llegaba el ruido familiar y entrecortado del chorreo de la leche como un
saludo.
Valentín bajó el primero. Abrió las grandes puertas de la casa y soltó
al perro, encadenado al chocillo que él construyó hacía tiempo con unas
bardas, unas hojalatas y piedras planas. El perro ladraba contento. El
perro, libre, se metió rápidamente en el portal, llegó a la cocina, tropezó
con dos gatitos pequeños y asustadizos que le bufaron, a los que para nada
tuvo en cuenta, y se acercó a Berta. Al ver el perro, Berta llamó a Valen-
tín, al que oía avanzar tosiendo. En el fogón bramaban las llamas con
el tiro de la chimenea abierto.
Por Valentín sentía Berta un cariño distinto que por sus otros hijos.
Creía, además, que así debía ser. Al primogénito hay que quererlo de
otra forma que a los restantes. El primogénito, en el campo, ha de suceder
al padre; ha de ser al que consulte el padre sus opiniones sobre lo que
se deba o no se deba hacer en ciertos casos. Toda la ciencia, todo el conoci-
miento de la tierra, pasa del padre al hijo mayor. Valentín tosió en la en-
trada.
•—Buenos días, madre.
Berta sonrió; giró la cabeza para verlo.
•—Buenos días, Valentín. ¿Qué tal esa tos? ¿Has tomado el jarabe?
•—No. En ayunas es imposible pasarlo.
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—'Pues lo tienes que tomar. El que algo quiere algo le cuesta. Esos
bronquios, ahora en el verano, con el polvo, se te pondrán peor.
El hijo se desentendía de los consejos. Sentado en una silla, con el
torso inclinado hacia adelante, apoyados los codos en las rodillas, llamaba
al perro con voz rápida, cortante:
A ti no te enterramos 29
—¡ Sentaos!
Salvador habló así:
—Tú, Valentín, saca la pareja hasta la casa del concejo con el carro
grande. Cayetano y Tomás van contigo a lo del lado del monte. Yo voy
con Ezequiel a la pieza del río. llevaos el almuerzo para no hacer andar
30 Ignacio A Idecoa
de rocío, que a veces las alas de un revoloteante insecto hacen caer hasta
la húmeda tierra. Los dos gatos pequeños, en la casa, se tienden sobre un
i ayo de sol que corre desde la ventana hasta la mesa; cuando el sol avanza
ellos avanzan. Estas primeras horas de la mañana las emplea el gallo
blanco en hacer, orgullosamente, la corte a sus gallinas.
Salvador habla con su hijo Ezequiel, que escucha sorprendido.
—-No me encuentro ni un poco bien, hijo. Uno de estos días me voy
a la ciudad a que me miren. El médico de aquí dice que es frío. ¿Frío?
¡ En junio voy a coger frío !
-—Pero tú nunca te has quejado, padre.
—Será que voy para viejo.
Bajando el ribazo hacia el río,* se levanta de la tierra y del agua una
neblina baja. Saca colores de ella el sol. Es estrecho y poco profundo el
río. Las dos orillas están apretadas de árboles, arbustos y zarzas. Pegada
al río está la pieza donde van a trabajar Ezequiel y su padre.
Pasa rápidamente el tiempo en el campo. No hay monotonía en el
trabajo, porque el trabajo de la tierra se hace con todo el hombre : con
los ojos, con las manos, con cuerpo y alma... El sol alto, calienta las
espaldas de los labradores. En las sombras del río, en los recodos umbríos,
se conserva un rastro de neblina. El campo se extiende luminoso, cegador,
en el juego de humedad y de luz. Los pájaros de la mañana van en banda-
das desde los trigales inmaturos a los cables de las líneas telefónicas en
bordes de la carretera, desde los arbustos del río "a los lejanos chopos, con
altos en el vuelo llenos de píos en los tejados de las casas del pueblo.
La campana de la Iglesia que anuncia las doce suena rápida y pascual.
Es una campana llena de alegría, nerviosa, de son agudo. De las tres campa-
nas de la Iglesia es la que más se toca. La grande es para muertes o so-
lemnidades ; la mediana es para repicar, y esta pequeña, que se hace sonar
desde el pie de la torre mediante un ingenioso artilugio de alambre, sirve
para «dar las doce» para que avise el pastor a los vecinos la salida del ganado
a los pastos, para llamar a concejo y para alguna otra de las pocas cosas que
necesitan en la vida campesina hora. El toque de las doce corre a cargo
de la hermana del señor Cura.
Vuelven hacia la casa, Berta, que fue a llevarles el almuerzo y a echar-
les una mano, Salvador y Ezequiel. Salvador se queja a su mujer de dolores.
—Mañana voy a la ciudad, mujer.
—Pues vamos a estar bien —responde Berta— con dos enfermos en
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desmigaja un corrusco de pan. Arroja las migas a Negro, que las atrapa
en el aire con los ojos vivos, cerrando las fauces mecánica, ruidosamente.
I,os gatos maullan y se frotan contra las piernas fuertes y desnudas de
Berta, en pie frente al fogón.
En el portalón se está fresco. El sol entra por la puerta entornada cana-
lizado. Se posan en el suelo las moscas. Alguna gallina, buscando grano,
se cuela picoteando el suelo, haciendo un ruido de tabaleo. En las pare-
des hay colgados un calendario, una rama de arbusto con frutos rojos,
un juego de hoces, y de una gran alcayata penden dos cencerros.
Desde el portalón se oye hablar a Salvador con su hijos :
—¿ Qué tal está lo del monte ?
—Bien, padre—contesta Valentín.
—Mañana voy a la ciudad; tú te vienes conmigo para que te vea el
médico.
Valentín teme el diagnóstico del médico. Desea que le reconozca a
fondo, que le entere de su estado, pero al mismo tiempo lo teme. Teme
saber lo que le ocurre, la verdad.
—¿Para qué voy a ir? Me encuentro bien.
-—Para que te vea, hombre. A mí me parece que estás fuerte -—contesta
Salvador—, pero por quitar cuidados... Tu madre dice...
—Digo que tiene que ir a mirarse, eso es lo que digo—añade Berta.
Sobre la mesa, encima de un plato de estaño, humea el puchero. L,as
manos de Salvador, en la cabecera, se alargan encallecidas, serenas,
enormes.
II
por vez primera, al médico, con su padre. Salvador no tenía más que años
y cansancio, pero él estaba enfermo de verdad. El médico se sorprendió
de su resistencia, de que trabajase con la enfermedad tan adelantada.
La familia lleva gastado mucho dinero, casi los beneficios de la cosecha
pasada, en los tratamientos que requiere la enfermedad de Valentín.
À ti no te enterramos 33
Pasea en la ciudad con una muchachita a la que invita a café con leche en
bares de categoría, donde entra con ella, cogida del brazo, simulando un
desparpajo que está lejos de poseer.
La enfermedad lo ha refinado y gusta de ir al cinei La enfermedad,
también lo ha hecho más suspicaz, y en cada gesto, en cada palabra de
34 Ignacio Aldecoa
III
El día de la boda, el gato del cafetín abrió un poco sus ojos dormilones
para ver tantos milhojas y tantas servilletas de papel y tanta limonada.
andar melifuo, furtivas, cautas, avariciosas; con sus risillas crueles; dul-
ces de movimientos; tibias, sádicas, suaves y espeluznantes... Las ratas
adultas y severas ; republicanas, inteligentes, críticas y ejecutivas. Eran
un pueblo independiente.
44 Rafael Sánchez Ferlosio
No fue fuerte, pero creció para sus padres vivo y erguido como una lia-
mita de candil. Despertaba temprano, poco antes del amanecer. En aque-
llas tímidas mañanas, se oía su voz como el canto de un gallo que repicaba
alegremente en las paredes del pasillo. Se acercaba a la cama de sus pa-
dres; se reía de verlos dormidos y él despierto. Ponía sus manos sobre las
sábanas y, riéndose aún, les tocaba los hombros y las mejillas. Se enca-
ramaba encima de ellos, los cabalgaba, agarrado a sus pelos como a
bridas. Ellos, medio dormidos, sentían aquella cosa encima, molestando.
Y ya reían ellos también, se escondían debajo de las mantas para defen-
derse de tantos juegos y tirones. Aquel reir se hizo costumbre en
las mañanas, y de tanta risa a veces lloraba Lucía mirando a su hijo.
Lloraba de risa o no sé qué. Y, acordándose, también, durante el día,
le daban prontos de apretarlo llorando —«hijo mío, hijo mío»— y besarlo
furiosamente y soltarlo de golpe, como avergonzada.
Dejaron de pensar si era débil o fuerte, y se atenían cotidianamente a
hacerlo feliz como pudieran. Bernardino no quiso saber más ; trabajaba
obstinadamente, y al salir del trabajo miraba los escaparates dondequiera
que pudiese desear algo para su hijo. Una cazadora de paño para el in-
vierno, cuarenta y cinco pesetas ; un camioncito de lata, siete cincuenta.
Y ya sólo se acordaba de aquello y de sus precios. Trabajaba como si el
trabajo fuese a ir conquistando aquellas cosas, día por día, terca y pacien-
temente.
Y por esta palabra Lucía se sintió, joven aquel domingo y fue feliz
con su marido y su hijo, toda la tarde por ahí, con un paseo y una gaseosa.
Y a la noche Ib besó como cuando era muchacha.
Niño fuerte • 47
—¡ Vete, vete, corre, no estés nunca en casa, hijo mío; toma el aire y
el sol ! ¡ Rompe tu ropa y tus zapatos... te compraremos otros nuevos !
Lucía se quedaba en casa, y a las siete Bernardino volvía. Se sentaban
al brasero. ¡ Quién se acordaba ya del niño fuerte, de aquel niño rígido y
frío, impuesto como un deber; de aquel niño demasiado grande para
ellos! Ahora era Taqui, nada más. El que venía, débil o fuerte, por las
mañanas; el que medraba como podía; el que volvía a las nueve o más
tarde, ya casi entrada la noche y llamaba a la puerta con la palma de su
manita, dos golpes nada más, y decía : «¡ Yo !», con su voz chillona, antes
de que nadie preguntase: «¿Quién es?» Por eso no había derecho a que
se muriese o a que no hubiera nacido, débil y todo como era. Si se libra-
ría o no de quintas, eso qué importaba.
Sentados al brasero, callaban Lucía y Bernardino. Lucía remendaba
y Bernardino se estaba, allí en la silla, fumando cigarro tras cigarro,
mirando como un tonto la pavesa, juntando con el meñique la ceniza
caída sobre el hule, haciéndola un montoncito, alargándolo, luego una
calle por en medio de la ceniza, o recorriendo los dibujos del hule, con los
ojos inexpresivos de quien está pensando en otras cosas. Y miraba a
Lucía, sin verla, de tanto tenerla delante. O la veía, al fin, y se fijaba en
tus manos :
—¿Qué tienes ahí?
—¿Aquí? Nada, una quemadura. •.
—Vaya. ¿Qué es eso? ,
—¿Esto? Los pantalones del Taqui.
—¿Ya los ha roto?
—¡ Qué sabes! Si cada día es más adán.
•—¡ Qué se le va a hacer ! ¡ Que disfrute !
—Sí, pero la ropa cuesta dinero.
—Claro... Oye: ¿No viene?
—Estará al llegar.
Callaban un rato. Bernardino liaba otro pitillo. Lucía se levantaba a
mirar sus pucheros, los revolvía, les añadía agua. Bernardino la miraba.
Lucía retiraba la mano del fuego, bruscamente.
—j Ya te has vuelto a quemar !
—No, esta vez no le ha dado tiempo de quemarme.
Lucía volvía a sentarse, miraba a Bernardino:
—No estés impaciente, hombre, ya vendrá.
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—No; es la de arriba...
—Que no, que es él, ¡ si lo conoceré !
—Te digo que es la de arriba.
Los pasos sé detenían ante la puerta. Lucía sonreía a su marido:
—¿Lo ves?
Bernardino miraba a Lucía con ternura mientras escuchaba. Sonaban
dos golpes en la puerta y luego la vocecita:
—¡ Yo !
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NOVIEMBRE EN LOS HUESOS
II
tas— y salió a la calle. Tenía los ojos escocidos y una angustia que le
corría por el estómago.
El Director —debemos hacerle justicia— a la media hora de haber dado
la orden de despido, ya se había olvidado del «Rubiales». Porque el Direc-
tor —no vayáis a creer otra cosa— no era persona que guardase rencores
a nadie. Tenía sus prontos, eso sí es verdad ; pero en seguida olvidaba.
El Director pulsó el timbre de mesa; una, dos, tres veces. O cuatro, que
eso es lo mismo. Estaba nervioso. Entró el secretario.
—Oiga, Galán —le dijo de sopetón—. Hay que actuar rápidamente. La
partida de cemento, que transportaba el «Monte Facho», se ha hundido y
no estaba cubierta por el seguro.
Aquella tarde, al entrar en la oficina y sorprender durmiendo al «Rubia-
les», el Director iba ya pensando en las pesetas perdidas. Más de veinte
mil, seguramente. No vayáis a creer que eran menos.
hombres de bien.»
Atravesó el Paseo de Ronda. Atardecía. El morado del cielo se derra-
maba dulcemente sobre los campos, allá por el Cementerio del Este. En un
solar próximo, unos chiquillos corrían detrás de una pelota. Se detuvo un
Noviembre en los huesos 55
por lo más sagrao. Se había dormido, eso sí; pero, ¿era acaso pecado el
dormirse? Y volvía a llorar y zollipar desconsoladamente.
Pero Madre no le dejó terminar. Poco a poco se había ido bajando
hasta quedar en cuclillas, a su lado, muy pegada a él, tal si quisiera darle
calor. No le dijo nada. L,e miraba en silencio, y, de pronto, ¡ oh, Dios de
56 , José María de Quinto
Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles, flotando
sobre nosotros, cantando las ráfagas en la copa con un zumbido cons-
tante que, a intervalos, subía; y, más allá del pilón, donde el hilo de la
58 Jesús Fernández Santos
visiones.
Hasta que llegó la guerra, los vecinos de Socanga estaban en la creen-
El lobo aulla 61
cia de que Tevo y Kosé eran tontos. En tiempos de paz, la vida de Tevo
y Kosé se desenvolvía en completa calma. Solían tener tres o cuatro sacos
mediados de subsistencias bien sujetos por gruesos alambres. Los rato-
nes jamás pudieron roerles un trozo de pan. Tevo y Kosé, después del
trabajo encendían el fuego, llenaban de agua la perola, preparaban la
comida, y tomaban asiento sobre una pila de sacos vacíos, Luego,
descolgaban la perola, sacaban del bolsillo la navaja y la cuchara y
comían. Comían... Después extendían los sacos en el suelo y se tumbaban
a dormir.
Esa fue su vida desde que, muy jóvenes, se quedaron huérfanos. Pero,
cuando estalló la guerra civil, las cosas cambiaron para todos. La gente
no compraba leña; los comercios, agotadas las existencias, cerraron. Tevo
y Kosé resistieron el otoño gracias a las patatas, el maíz y las castañas
que pudieron robar. Pero vino el invierno. En los huertos no había ni una
hoja de verdura, en el techo de la choza no quedó colgado ni un solo saco.
Tevo y Kosé conservaban el fuego y la perola. La llenaban de agua. El
agua hervía. Hervía y se consumía. Tevo y Kosé iban a la fuente y vol-
vían a llenar de agua la perola. Y una noche, cuando el hambre se hizo
insoportable, oyeron ladrar a un perro. Tevo y Kosé llevaban varios días
sin comer. Por el tragaluz de la choza se asomaba un trozo de noche. El
perro seguía ladrando. Tevo sacó la mano por el tragaluz y la retiró pre-
suroso como si hubiera tropezado con un montón de clavos.
-—Afuera haber frío.
Kosé también sacó la mano por el tragaluz.
•—Sí. Afuera haber mucho frío.
El perro volvió a ladrar. Entonces Tevo se acordó de los lobos.
-—Los lobos comer y no trabajar—murmuró.
—No trabajar y comer—repuso Kosé como un eco.
—Sí. Y luego los lobos cuando no tener comida ponerse a aullar.
—Sí. Los lobos no trabajar. No pedir. Aullar cuando no tener comida.
—Sí. Y cuando no tener comida los lobos aullar así: ; Auuuu... !—dijo
Kosé lanzando un largo aullido.
—Así: ¡Auuuu...!—gritó Tevo más alto.
—¡ Auuuu... !—rivalizó Kosé.
—¡ Auuuu... !
—¡ Auuuu... !
El aullido de uno lo intentaba superar el otro. Cada vez más terrible.
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TEATRO
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LA VOZ DE DENTRO
(Drama irrepresentable)
ACTO ÚNICO
voz DE DENTRO (Dolida.) ¡ Para donde tienes que ir tú !... Sí, ya sé que
no vas a ninguna parte, que no te llevo a ningún lado.
Que estamos aquí los dos pudriéndonos, asfixiándonos de
tedio, viendo pasar los días uno tras otro, sin esperanza
alguna que los conforte. 1,0 sé. No necesitas decírmelo.
Y, menos, con ese tono resignado.
¿Piensas que no advierto cuánta lástima, cuánta com-
pasión hacia mí se encierra en él? Pues te equivocas.
Me he dado cuenta en seguida de ello. ¡ Y no acepto tu
compasión ! ¿ Te enteras ? ¡ No la acepto !
(Sosegada.) ¿No comprendes? No he sido yo el que
eligió esta existencia absurda. L,a vida que imaginé para
ti y para mí, ¡ era tan distinta ! Y podría haber sido igual
que la imaginé. Igual, sí.
Me tomas por un soñador, ¿ verdad ? ¡ Bueno ! No voy
a negarte que lo sea. Pero también has de admitir que
otros lo son. Y que la única diferencia, entre ellos y yo,
está en que ellos vieron sus sueños realizados, y los míos,
en cambio, siguen siendo sueños aún. ¡ Todo en la vida
nos volvió la espalda !...
Antes te he dicho que era un cobarde. Y hasta, en voz
alta, me sorprendí a mí mismo llamándome cobarde. No
sé por qué lo dije. Porque no creo que lo sea. Si fuese
un cobarde no estaría aquí, contemplándote a través de
este espejo. Estaría... lejos, muy lejos. Sí, estaría...
muerto.
¡ Pero por ti, por ti vivo ! Únicamente, por ti. No lo
sabes, claro... Nunca pudiste sospechar que yo... Y,
sin embargo, así es. Aunque no lucho, aunque el peso
del mundo va destrozándome el corazón, yo vivo única-
mente por ti. Y tú, de todas las ilusiones que han ido
deshaciéndose durante estos años amargos, eres la única
que aun queda intacta.
Pero nada de esto sabes. Si acaso... sólo lo presientes.
Mi estúpido silencio, ¡ es tan terco! Verdaderamente,
tienes razón en reprocharme las pocas alegrías que te
doy. Y, en cambio, ¡ qué pocos disgustos te evito ! Créeme
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TELÓN
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CRITICA
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LA PLÁSTICA CON SANGRE
ENTRA
por Juan Antonio Gaya Ñuño
nación, con las del taller de Sancha. Más la de toda suerte de faenas que
dan por resultado «La España Artística», de Patricio de la Escosura y
Jenaro Pérez Villamil. No hay lugar para mención detallada que no se
contentaría con menos de insertar el catálogo. Punto y certeza de que
fue una exposición memorable.
La plástica con sangre entra • 81
Nada le falta, sino que le sobra. L,a. obra de Pancho Cossío es dema-
siadamente selecta. Tanto, que el gustar o no de sus cuadros puede ser
una de las decisivas piedras de toque de la sensibilidad. Hay en la obra
de Cossío, toda una sublimación de cualquier escala tonal que eleva ver-
ticalmente sabores, ambientes y sensaciones hasta un mundo ideal en
32 Juan Antonio Gaya Ñuño
ción al paisaje del sur de Madrid, uno de los paisajes más hoscos, pelados,
primarios y lunares de las Españas. Sucesiones de colinas bajas, surcadas
por sembradíos. Entornando los ojos, no se ven los surcos, y se adivina
como, mucho más al sur, hay otras tierras onduladas y crueles, las del
erg sahariano. No hay árboles ni arbustos, como no suele verse rastro de
84 Juan Antonio Gaya Ñuño
señales del grande e inexorable reloj del arte. L,ópez Mezquita se ha equi-
vocado.
No se equivocó en tiempos muy lejanos, cuando pintaba el admirable
retrato de Pedro de Répide, el saladísimo autor de las «Estampas grotescas».
Pedro de Répide, madrileño, ondulante y cronista de la Villa, cimbreando
su pañosa, quedó perpetuado de verdad por Mezquita. Ese cuadrazo enor-
me de los «Amigos» superaba la anécdota, normal cáncer de la genera-
ción de Mezquita, para lucir excelentes trozos de pintura realista. En fin,
todo un tiempo, un quehacer y una escuela marcaban su camino a L,ópez
Mezquita. Debiera haberse dado cuenta, como sin duda hizo el reciente-
mente fallecido Marceliano Santamaría, de que, en pintura, no cabe lo
de renovarse o morir. Es más digno morirse con fidelidad, sin renova-
ción. Y esa nueva modalidad de pintura clara en que ha ido a caer Mez-
quita no le va, no es lo suyo, no puede ser consecuencia de aquella
«Infanta Isabel saliendo de los toros». Cada cosa, a su tiempo. Y esto va
dicho con toda la especie de respetos que se merece un indudable maestro
de ayer, triunfante cuando los demás acabábamos de nacer. Esto es, hace
casi medio siglo. Medio siglo XX.
Estados Unidos los pastores vascos, que los pintores de toda España. Doce
eran nuestros artistas, con quince obras, más J u a n Miró, que, no sé por
q u é desgraciada iniciativa, aparecía como francés. N a t u r a l m e n t e , nues-
tros españoles h a n sido seleccionados entre los nuevos, con nombres ilus-
tres y algunos nada merecedores. P e r o el hecho es que el Ca.rnegie
I n s t i t u t e . promotor de la exposición, deseaba obras m u y de nuestro siglo,
y, de ser posible, abstractas. No en balde se ha llevado el primer premio,
de dos mil dólares, Ben Nicholson, por u n bodegón relativamente figura-
tivo. Abstracta la mayoría de las obras reproducidas en el catálogo, de
suerte que el «Retrato del doctor Blanco Soler», de Cossío; los «Paisajes»,
de Benjamín Palència, o el de Arias, h a b r á n mantenido, primero en Pitts-
b u r g h , luego en San Francisco, a donde se h a trasladado la exposición,
u n a firme bandera de moderada tradición. Divertida cosa para todos los
conservadores que juzgan diabólicos revolucionarios a nuestros buenos
pintores, destinados a parecer lo contrario en Norteamérica. ¿ N o será
verdad la intermedia entre ambos extremos, la verdad de que, p u r a y sim-
plemente, son unos grandísimos pintores?
JUAN GRIS.—He aquí cómo tuvo lugar el milagro: Con fines bené-
ficos, la Duquesa de Montoro había logrado reunir un buen conjunto de
cuadros, procedentes de colecciones madrileñas, en los salones de Amigos
del Arte. Como acaece siempre en estos casos, unos cuadros eran exce-
lentes; otros, medianos, y alguno, muy malo. Pero ninguno significaba
sorpresa, porque bien habituados estamos a todo ello. I^a sorpresa consistió
en un bodegón cubista de guitarras y papeles pegados, por Juan Gris. Su
propietaria —pues en pocos otros casos es tan justiciera la mención—, la
señora viuda de Olivares. Y todos nos quedamos mudos de estupor ante
la matizada belleza de esta obra maestra del madrileño que encerraba el
cubismo en teorías y lo explayaba en hechos, pero usando en ambos me-
nesteres el mismo rigor. Ya era hora de gozar alguna obra de Juan Gris
en la ingrata ciudad natal de Juan Gris. Ahora, hasta parece lícito pensar
si no sería hora de que esta ciudad que ha blasonado de tantos hijos torpes
se enorgulleciera con una exposición de uno de los más diestros. En fin,
redondear el milagro acaecido con una exposición del madrileño José Vic-
toriano González, más conocido como Juan Gris.
Pues bien, esto es lo que hace muchos años viene haciendo Eduardo
Vicente con honradez considerable y ejemplar. Lo ha hecho, una vez más,
al llenar la sala grande del Museo de Arte Moderno con muchos capítu-
90 Juan Antonio Gaya Ñuño
rústicos. Kn tales paisajes, los troncos son negros y de una enorme robus-
tez y vigor esenciales; las tierras, ocres y asalmonadas, de aun mayor
esencialidad. Nos encontramos frente a los lienzos de máxima autenticidad
campesina de España, y si no conociéramos bien al artista, se nos antojaría
ser el legendario e inexistente pastor-pintor o gañán-pintor que nos cuen-
tan haber sido Giotto en sus primeros años.
Mas por no haber tal gañán, sino un artista con muchas leguas de
vuelo por el mundo, en contacto con muy remotos pueblos, es mayor-
mente plausible la verdad aldeana de su pintura. Verdad que no se en-
cuentra por azar en sus paisajes hoscos, sino en los trajes remendados de
sus campesinos, y, lógicamente, en sus bodegones modestísimos, no menos
aldeanos, pues son los bodegones más austeros y antisuculentos de nuestro
tiempo; unas cabezas de ajo o unos membrillos de cuelga, ínfimos regalos
de labrantín, como el mobiliario no excede de sillas de enea. Por esta so-
briedad conceptual, Ortega Muñoz ya merecía ser comparado con su
excelso coterráneo Francisco de Zurbarán, que gustaba de semejante so-
briedad en sus figuraciones inertes, pero hay otras razones de ligazón con
él y con L,uis de Morales, que yo no dejé de relatar en mi conferencia
ante los cuadros ascéticos del nuevo extremeño. Dije que Extremadura
no es tierra fecunda en pintores, pero sí en maestros esporádicos que
aparecen, lucen y desaparecen sin escuela, sin permitir que su quehacer
se trivialice en manos de menores genios; con lo cual los brillos se reducen
al de I/uis de Morales en el siglo XVI, al de Francisco de Zurbarán en
el XVII, y al de Godofredo Ortega Muñoz en el XX. Queda mejor el
ejemplo destacando a solos los insignes, coincidentes en otro menester de
rabioso nacionalismo o regionalismo que neutraliza en cada uno de ellos
la corriente ijictórica máxima de cada tiempo. En efecto, Luis de Morales
es menormente afecto al manierismo italiano de su generación que a una
tragedia hispánica propia, salpicada de vez en cuando con matices extre-
meños exactamente. Aun son éstos más acusados en Zurbarán, tan amoroso
de sus patrias encinas en fondos de paisaje, al tiempo que resultaba despe-
gado e infiel del oleado y complicado barroco de su tiempo. Y la ley vuelve
a cumplirse a la letra en Ortega Muñoz : sobre todo, es pintor extremeño,
y tan sólo por educación y sensibilidad, como por ansia de libertades,
comulga en el fauvismo.
Ya veis qué purísimo modo de integrarse en la tradición, qué deseo
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conceptual, q u e basta para borrar el mal sabor de boca del fracaso global
-—por desamparo y desgana— de los escultores españoles en este trance.
La plástica con sangre entra - 95
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LA CRITICA MUSICAL Y
SU LENGUAJE
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TRAGEDIA Y SOCIEDAD
1. SE PLANTEA EL PROBLEMA.
3- TRAGEDIA Y TORTURA
4. LA TORTURA ACEPTADA.
Sí, la tragedia era otra, y muy distinta cosa. La tragedia es, precisa-
mente, lo opuesto a un pecado social: una virtud social. Aunque los
alegres y verdaderos pecadores traten, en su lucha autodefensiva, de ex-
tirpar de la sociedad ese sucio pecado que, según ellos, es la tragedia.
(Esos alegres pecadores que tienen miedo a la verdad y defienden su
vida.)
Este ligerísimo estudio de la tragedia desde el espectador, termina
con una página puramente literaria, en la que vemos a un hombre dete-
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bre piensa que «hay que hacer algo» —pero no sabe qué; ya lo sabrá—,
que «esto no puede seguir así». Bien. Vete a dormir, amigo. Mañana...
El hombre se aleja.
Y este ensayo —o lo que sea— termina aquí.
LIGERAS DIVAGACIONES SOBRE
EL CINEMATÓGRAFO ESPAÑOL
H ACE no mucho una revista -de humor instalaba en una de sus pági-
nas una expresiva caricatura. L,a caricatura era alusiva a nuestro
cinematógrafo. Representaba a una multitud con copas en la mano,
y levantándolas para brindar y beber. El pie rezaba, poco más o menos :
«L,as películas cada vez son peores, pero, en cambio, los vinos y los cock-
tails, cada vez son mejores, y están mejor servidos.» No tengo delante el
número de la publicación, pero, desde luego, ese era el sentido de la «le-
yenda» explicativa del monigote.
Es indiscutible que el caricaturista, con la lógica exageración que su
propio menester impone, acertó a lanzar, sólo con la gracia de su lápiz,
y con unas cuantas palabras, una aguda crítica de nuestro Séptimo Arte.
Yo no diré que el «cine» español empeore, pero sí, desde luego, que no
logra, no obstante, la decidida ayuda -—decidida y generosa— con que
el Estado le distingue, alcanzar un nivel artístico que, por lo menos, le
haga merecedor de ese apoyo,.
¿Quién tiene la culpa? En un empeño en el que tantos factores, y tan
diversos, intervienen, era de presumir que la culpa sea como un balón de
juego que se arrojan los unos a los otros, sin que ninguno quiera guar-
darlo. Así se achaca la culpabilidad a los productores, porque tienen un
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Ignacio Aldecoa
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Un volumen de 316 páginas, 14 x 20 cm.
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