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REVISTA ESPAÑOLA
PUBLICACIÓN BIMESTRAL DE CREACIÓN Y CRITICA

F U N D A D O R :

ANTONIO RODRIGUEZ-MOÑINO
REDACCIÓN: Ignacio ALDECOA, Rafael SÁNCHEZ FEIÍLOSIO, Alfonso SASTUE.

CRITICA: Arte, J. A. GAYA ÑUÑO; Música, Dolores PALA BERDEJO; Teatro,


A. SASTRE; Cine, M. PÉREZ FF.RREUO; Discos, Luis JVIEANA.

E D I T O R :

EDITORIAL CASTALIA

S U M A R I O
NARRACIONES:
Tota el Bueno, por Cesare Zavattini 5
A ti no te enterramos, por Ignacio Aldecoa 27
Niño Fuerte, por Rafael Sánchez Ferlosio . 39
Noviembre en los liuesos, por José María de Quinto 49
Cabeza Rapada, por Jesús Fernández Santos ">7
El lobo aulla, por Manuel Filares 60

TEATRO:
La voz de dentro, por Luis Delgado Benavente 65

CRITICA:
La plástica con sangre entra, por Juan Antonio Gaya Ñuño 77
La crítica musical y lu lenguaje, por Dolores Pala Berdejo 97
Tragedia y Sociedad, por Alfonso Sastre 101
Ligeras divagaciones sobre el cinematógrafo español, por Miguel Pérez Kerrero 107
De la bocina al microsurco, por Luis Meana 111
Habla/ido de "Escuadra hacia ¡a muerte'', por I. Aldecoa 119

Asesor técnico: José Altabella


CORRESPONDENCIA - ORIGINALES: Ignacio Aldecoa, Pasen de la Florida, 63, Madrid.
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ADMINISTRATIVA: Editorial Castalia, Avellanas, 9" Valencia.


ENVÍO DE LIBROS: A. Rodríguez-Moñino, Núñez de Arce, 11, Madrid.

Suscripción a un año: SETENTA PESETAS


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MADRID
19 53
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T I P O G R A F I A M O D E R N A — A V E L L A N A S , 9 — V A L E N C I A
REVISTA ESPAÑOLA
AÑO I Mayo-Junio, 1953 NUM. 1

TOTO EL BUENO
(Milagro en Milán)

por Cesare Zavattini


(versión de Hafael Sdndiez Ferlosio)

Totó el Bueno quiere ser un cuento para niños. Pero el mismo Zavattini se queja
de no haber alcanzado el entusiasmo de sus hijos. Siguieron leyendo novelas de
quiosco.
De un modo sorprendentemente parecido reaccionó el gran público español frente
a la película Milagro en Milán, a la que este cuento ha dado origen. "Films" como
Escuela de Sirenas siguieron siendo su espectáculo favorito.
Tal vez esto se deba a que el contenido de este cuento sea demasiado grave para
niños, y es posible que los niños tengan derecho a no comprender nada que turbe
su bienestar. Queda por averiguar hasta qué punto alcanza este derecho a los niños
de cuarenta años.
A todos se trata en este libro con la misma lernura; a Totó, a Rap, al mismí-
simo Mobic. El hecho de que no a todos l&s siente lo mismo, prueba el contenido
humano de este cuento, su fondo duro. Zavattini pone en la portada su última
ironía: "Libro para niños, que pueden leer también los adultos."
El libro, publicado en 1943, llevaba una faja de papel en la que decía: "Los
pobres estorban." Este quería Zavattini que hubiese sido el título de su película.
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En el próximo número, junto con la terminación de Totó el Bueno, daremos la


sinopsis argumental que el mismo Zavattini extrajo de este cuento para la película
y que ha tenido la amabilidad de enviarnos para su publicación en REVISTA ES-
PAÑOLA. Agradecemos a Zavattini su cordial y desinteresada colaboración.
L A señora Lolotta, viuda desde hacía algunos años del señor Lolotta,
vivía en un barrio solitario de la ciudad de Bamba, Vestía de
marrón, con un collarcito gris. Los días de fiesta se ponía otro collar-
cito. Antes, la visitaba el señor Rinontis, que había oído en las sel-
vas desoladas de Usanda las últimas palabras del señor Lolotta, muerto
en una cacería de tigres. A ella le gustaba escuchar a menudo la narración
de los últimos momentos del señor Lolotta. «No flores, sino obras bue-
nas», había dicho muriendo. El señor Rinontis era tartamudo: «No flores,
sino obras bue... bue... bue...», decía. Y acabó por no tener ya valor para
presentarse más ante la señora Lolotta, que perdió así hasta este con-
suelo.
La señora Lolotta comía lo que un jilguero, como las personas verda-
deramente buenas. Le bastaba con cuatro hojas de lechuga de su huerto,
que tenía pocos metros, bien cultivado y partido en dos por una veredita
blanca. A la derecha, quince o veinte coles; a la izquierda, lechugas y
alguna zanja. Al fondo, una valla de panderete cerraba el huerto, y por
los lados las paredes desiertas de dos casas.
No era un huerto vulgar y corriente, tenía razón la señora Lolotta: el
sol se ponía justamente por detrás de él. Esto la llenaba de orgullo. Era
extraordinario que el sol descendiese justamente allí; casi se podía tocar
con la mano, bien rojo, o violeta, cuando subía de los canales un velo
de niebla. De esto se vanagloriaba ella con los De' Sattas, a quienes
invitaba con frecuencia al espectáculo. Marido y mujer se sentaban frente
a la ventana, como en el teatro, y no apartaban los ojos del sol hasta que
desaparecía del todo por detrás del borde de la enramada. Y es más, hasta
se levantaban sobre las puntas de sus pies para ver todavía una rayita de
sol. Cuando el señor Contis, el dueño de la casa, lo supo, le subió la
renta a la señora Lolotta.
Una mañana de marzo, la señora Lolotta había ido al huerto, como de
costumbre, y se divirtió mucho tiempo mirando una hilera de hormigas
que atravesaba la vereda. Descubrió el hormiguero, asombrada de verlas
entrar y salir tan ligeras por aquella hura chiquita, con pajas en la boca,
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hojitas, briznas, granitos de tierra. Y, de pronto, oyó un quejido. Miró


en torno espantada. ¿Puede asustar un quejido? Hacía mucho tiempo
Totó el Bueno 7

que se veía sola en aquellas albas, y su misma voz la hubiese asustado. Pero
fue un momento; cualquier miedo podía vivir ya poco, porque el sol
se acercaba al techo de la casa y los colores salían de la sombra; el gris
de los muros, el rojo claro de la angarilla que daba a los campos, el
vario verde de las hierbas, aparecían por todas partes : aquí un turque-
sa, allá un rosa, un azul. Le gustaban tanto los colores, que ella misma
deseaba convertirse en un rosa antiguo. A menudo, sin ser la señora
Lolotta, nos ocurre sentir en la sangre los colores. Conocí a un pintor
que, cuando se entusiasmaba, pintaba con los dedos en lugar de con los
pinceles, y casi hubiera mordido los colores. Pero no todos son así: al
señor Contis le gustaba el amarillo. porque era el color más barato para
pintar la fachada.
El quejido continuaba a intervalos; venía del lado de las coles. La
señora Lolotta vio una col que se movía. No, no estaba delirando : las
hojas se movían. Se acordó de los conejos que habían entrado en el
huerto el año pasado, por túneles subterráneos, y se lo habían comido
todo. Pero los conejos no se quejan, aunque la señora Lolotta estaba dis-
puesta a creerlo. Dobló sus débiles espaldas, tocó la col; era una hermosa
col azul. Apartó las hojas y vio ante sus ojos un niño recién nacido. Es-
taba desnudo y movía las piernas. Brilló el sol en sus talones. La señora
Lolotta balbució: «¡De' Sattas, Anselmis, Marelis!», que eran sus cono-
cidos, y se puso a correr arriba y abajo por la vereda. Al fin, calmada,
recogió al niño despacito, como recogía de la tierra sus verdudas, y,
teniéndole en brazos, sin preocuparse de sus huesos que hacían «cri, cri»,
corrió hacia la casa.
Desde aquel momento la señora Lolotta tuvo un hijo. Lo llamó Totó.
No hubiera podido llamarlo Antonio o Carlos, sino solamente con un
nombre como el de Totó, porque la buena mujer ya no supo expresarse,
desde aquel día, más que con palabras como «tutu» o «bibi». Aunque con
algún sacrificio de su parte, ya que la pensión que el Gobernador le
pasaba era muy escasa, sacó adelante a su niño como la que mejor. Pronto
le enseñó que las mentiras tienen las piernas cortas y peludas. Le ense-
ñó a escribir, y así, por Navidad, podían enviar juntos cartas anónimas
a los vecinos. Una vez mandaron una a los esposos Tarvis, por ejemplo,
en la que se decía que el repartidor de la leche había sido oído por las
escaleras hablando bien de los esposos Tarvis.
La señora Lolotta vestía a Totó con retazos de los pantalones del
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difunto I^olotta, estupendamente conservados, porque éste los había


puesto siempre a plancharse debajo del colchón.
Entre tanto gozo había, naturalmente, una sombra. ¿Qué sería de
Totó el día en que la señora Lolotta partiese de este mundo? Tenía se-
tenta años. No pensaba en sí misma, sino en la pena de Totó, y por eso
8 Cesare Zavattini

intentaba acostumbrarlo a la idea de su desaparición, y se escondía detrás


de una puerta durante algún minuto, y, poco a poco, hasta durante una
hora. Pero los ojos del niño se llenaban de lágrimas al buscarla. Totó
tenía los ojos negros con mucho blanco alrededor de las pupilas; era
delgado y tenía el cuello y la barbilla un poco largos. No le daba a su
madre el más pequeño disgusto, a no ser por culpa de la leche. Lo de la
leche era un episodio más bien frecuente. La señora Lolotta decía:
«Cuida, hijo mío, de la leche, que está en la hornilla; apaga en cuanto
empiece a hervir» ; pero Totó se la dejaba siempre rebosar del puchero.
Acudía la señora Lolotta, y le reprochaba, con dulzura, pero le reprocha-
ba, que semejantes descuidos le podían perjudicar en la vida. Totó no se
atrevía a decir lo que pasaba: ¿1 veía en el pucherito cosas extraordina-
rias; a lo primero, la superficie blanca y tranquila, una llanura de nieve.
¡ Qué frío! Luego se encrespaba y se rompía en burbujas de humo.
¡ Cuántos cráteres! Millares de seres liberados de la corteza de hielo
subían por las paredes del puchero; entre humo y pequeños estallidos
alcanzaban el borde, habrían invadido las tierras calientes. ¡Ah!, saltan
el borde, se precipitan sobre las regiones pobladas; pronto alcanzan,
sumergen la casa de la señora Lolotta. Esta llegaba gritando, que ya la
leche corría por los suelos.
Por lo demás, eran dos cuerpos y una sola alma. De hecho, si Totó le
hubiese contado a la señora Lolotta lo que veía en la leche, no sólo le
habría perdonado, sino que también se hubiese quedado maravillada mi-
rando el asalto de los habitantes del subsuelo.
Un día la señora Lolotta enfermó. Totó tenía entonces seis años y no
sabía nada del mundo alumbrado por el sol que descendía por detrás de
su huertecillo. Siguió con sobresalto el curso de la enfermedad. Pero nadie
le hacía caso más que para preguntarle dónde tenía la vieja dineros para
pagar al médico. O, mejor dicho, los médicos, porque eran dos los que
habían venido aquella tarde y se habían encerrado en el cuarto de la en-
ferma. Totó miraba por el ojo de la cerradura: el uno, era alto y gordo;
el otro, flaco y pequeño. «Apendicitis», dijo el gordo. «Pulmonía», dijo
el pequeño. Pulmonía, apendicitis, pulmonía, apendicitis, pulmonía, apen-
dicitis. De pronto, el médico grande gritó: «Digo que apendicitis», e hizo
el gesto de quitarse la chaqueta. Entonces, el otro agachó la cabeza mur-
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murando : «Apendicitis». Otra vez, Totó miraba también por el agujero de


la cerradura. Había un médico que decía a la señora Lolotta : «Abra la
boca y cierre los ojos.» Ella cerraba los ojos y abría la boca y, entretanto,
el médico se comía los caramelos de limón que la señora Lolotta tenía en su
mesilla de noche.
Totó el Bueno 9

Iva señora I^olotta murió. Perdonadme si lo digo con tanta sequedad,


pero ella misma lo habría dicho precisamente de esta manera.
Cuando el carro fúnebre echó a andar, no le seguía nadie más que
Totó. No se vio siquiera a los De'Sattas. Después de algunas calles es-
trechas, entraron en el corazón de la ciudad. Era preciso cruzarla para
llegar al cementerio. Totó iba con la cabeza baja y pensaba sólo en la
señora Lolotta, pero el ruido que crecía a su alrededor le obligó a levan-
tar la cabeza. Habéis de saber que él no había ido nunca, lo que se dice
nunca, más allá de su calle corta y obscura. Creía que en la esquina se
terminaba el mundo. Por eso su estupor fue inmenso. L,as calles hervían
de gente. Vehículos de todas clases, escaparates, silbidos, resplandores.
Había hasta un avión en el cielo, y parecía domingo, incluso en los olores.
Creyó estar en el paraíso o cerca de él. De cuando en cuando se paraba
a admirar un taxi o un muro, y no siempre alcanzaba fácilmente al carro,
porque se le ponían por medio riadas de peatones, sobre todo en los cru-
ces, donde esperaban con el pie preparado para tomar, a la señal, de
nuevo su camino. Bamba era, efectivamente, una ciudad de millares y
millares de habitantes, y, en gran parte, millonarios; tanto, que llevaban
traje de noche hasta de día. Los palacios del centro eran muy altos y
forrados de mármoles preciosos. Verde y negro el del famoso Mobic, un
hombre lleno de oro. Hasta Totó había oído contar a la señora L,olotta,
que Mobic tenía muchos criados, y, entre ellos, uno muy pequeño colga-
do de un gancho fuera de la ventana. Y cuando los invitados le pregun-
taban: «¿Llueve, señor Mobic?», éste abría la ventana y con su gran
mano tocaba al pequeño criado, y, si estaba seco, respondía: «No, no
llueve.»
De pronto, Totó se dio cuenta de que a su lado iba un hombre de unos
cincuenta años. Iba detrás del carro y lloraba, o, mejor dicho, escondía
su rostro entre las manos y sus hombros subían y bajaban como los del
que tiene un verdadero dolor. Totó se asombró de que alguien pudiera
estar más apenado que él, pero no se atrevía a preguntarle quién era. L,o
miraba de reojo. Ya fuera del centro de la ciudad, el cochero metió los
caballos al trote, y Totó y el otro tuvieron que correr para seguir al
carro. El otro jadeaba. Dijo a Totó: «Muchacho, ¿nos sigue alguien?».
Totó miró para atrás. Nadie. Entonces, el hombre abandonó su aire dolo-
rido, se arregló el rostro y la chaqueta y sin decir adiós volvió sobre sus
pasos silbando. Totó se detuvo a mirarlo, hasta que desapareció entre las
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casas. De éste ya no hablaremos más, pero accedo a satisfacer vuestra


curiosidad : Era un habitante de Bamba que, habiéndose topado con un
acreedor, se había puesto, para rehuirlo, detrás del carro fúnebre.
Entretanto, el carro había seguido su carrera, y Totó lo vio muy
lejos. Un coche pasó a dos dedos de nuestro niño envolviéndolo en un
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Cesare Zavattini

remolino de polvo, pasado el cual, Totó no alcanzó ya a ver ni siquiera


la sombra del carro fúnebre.
Al día siguiente, Totó estaba en un orfelinato de Bamba, del cual no
salió hasta los veinte años para seguir la presente historia que os hablará
de petróleo, de ángeles y de milagros. Veréis también al susodicho señor
Mobic, a quien muchos venían a ver desde lejanos países, por causa de
sus riquezas, y lo rodeaban y lo miraban de abajo arriba, desde todos los
ángulos, mientras el guía cantaba el año de su nacimiento y la cantidad
de sus millones. Los enemigos del señor Mobic juraban que los primeros
dineros los había ganado de modo ilícito : se había puesto, por la noche,
detrás de la chimenea, y cuando los Reyes Magos descendían con el saco,
Mobic los agredía y los saqueaba. En realidad, hay, con frecuencia, niños
que se quedan sin regalos; pero, a pesar de todo, sería excesivo echarle
la culpa al señor Mobic, víctima acaso de esas calumnias que suelen nacer
en torno a quien tiene mucho dinero.

II

Mucha pena os habrá dado, sin duda, dejar a nuestro Totó solo en un
orfelinato. Pero confesad que os ha durado el cuidado poco tiempo y ha-
béis vuelto a vuestros asuntos. Totó se ha aprovechado, mientras tanto,
para crecer como todos, para hacerse grande sin el fastidio de vuestra de-
masiado cómoda piedad.
Salido del orfelinato, se empleó en un marmolista, porque le gustaban
las estatuas. Es preciso confesar que no tenía demasiada inclinación por
la vida ciudadana. Figuraos: Paraba a uno por la calle y le preguntaba:
«¿Cómo está usted?» «¿Que cómo estoy?», le contestaban frunciendo el
entrecejo. «¿Cómo está usted?», insistía Totó amablemente. «No le co-
nozco», protestaban, entre otras cosas, porque le veían mal vestido. Y
Totó precisaba: «Deseo, de verdad, saber cómo está usted.» Se iban de
él refunfuñando.
Una tarde de agosto, después de haber bebido con avidez en una fuen-
te, en medio de una plaza, se había puesto a gritar: «¡Viva el agua!», y
reía todo mojado y lleno de contento. «¡Viva el agua, viva el agua!»
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Acudieron a él muchos peatones, a los que propuso en seguida formar un


cortejo en honor del agua. Pero intervino un guardia, y a poco no se lo
llevan a la comisaría.
Encontrándose, pues, en la ciudad cada vez más a disgusto, decidió
retirarse a las afueras con sus amigos: Rap, Eleuterio y Bib. Escogieron
Totó el Bueno U

una leve vaguada y con latas y ladrillos hicieron una cabañita. Un día,
de un agujerito en el suelo, hecho por casualidad, brotó un chorro alto
y brillante. «Petróleo», dijo Totó en seguida. Y el asunto alegró espe-
cialmente a Bib, que desde aquel día se pudo quitar las manchas sin
gasto alguno.
Como quiera que Bamba se iba haciendo cada vez más grande y lumi-
nosa, por lo que para habitarla hacían falta personas fuertes o alegres,
algunos emigraban o iban a parar a las afueras. Y, así también, las cabanas
del pequeño valle fueron llegando al centenar, y formaron calles, calleci-
tas, callejuelas y plazoletas. Vivían allí muchos hombres solos, pero tam-
bién alguna familia, y una noche hasta nació un niño, como en la mis-
mísima Bamba.
Los barraquenses reconocían en Totó la suprema autoridad, no por-
que él lo quisiera, sino porque al mandar siempre ponen a los más buenos
o a los más malos, mal que les pese.
Totó era muy ingenioso. Si hubiese estudiado hubiera podido llegar a
ministro. Figuraos que puso a las calles nombres insólitos, escritos en ta-
blillas fijadas al suelo con palos: «Calle 7 por 8 igual 56.» «Calle 9 por
9 igual 81.» Así los niños vivían por la calle, pero aprendían, por lo
menos, la aritmética. Una vez escribió una carta al Gobernador de Bamba,
en la que le proponía grabar, sobre las tumbas del cementerio, novelas por
entregas; cada nueva tumba, una nueva ent/ega. Todos irían así más
a menudo al Camposanto. (Había visto, en sus visitas a la tumba de la
señora Lolotta, que la gente iba de mala gana al cementerio, y había
hasta quien se equivocaba de sepulcro.) Pero no se le había ocurrido
pensar que la pasión por las entregas podía hacer nacer un deseo de muer-
tos demasiado seguidos y frecuentes.
He de decir que Totó no era ciegamente optimista. Había plantado,
sí, lirios y claveles, pero en la barracada también había puesto a Caye-
tano. Este era el propinador de bofetadas, es decir, de multas. Una multa,
una bofetada (por barullo, suciedad o insulto). Sin las bofetadas, sin
duda, el orden hubiera sido turbado alguna vez en la barracada; Cayetano
tenía el derecho de abofetear al culpable cuando quisiera, un minuto des-
pués del hecho o un año después. L,o apuntaba todo en una libreta y no
había manera de eludir la pena. A cualquiera, en cualquier momento, le
podía llegar de pronto, en público, una bofetada.
—Ahí tienes —decía Cayetano—, por sentencia de diecisiete de abril
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del año pasado. (Y alguna vez, añadía hasta la hora.)


Después de Totó, eran estimados Bib y Eleuterio. Bib decía ser un
hombre refinado, no sólo por sus ropas, siempre relimpias; era el único
que tenía una placa con su nombre a la puerta de su barraca. Tenía un
llamador de mano, de esos que se tira de una cuerda. Ahora compren-
12 Cesare Zavattini

deréis por qué su hijo iba y venía por la choza atado siempre a una cuer-
da. Cuando tocaban, la campanilla no sonaba, era el niño de Bib el que,
al recibir el tirón, conforme a lo convenido, gritaba en seguida : «¡ Papá,
llaman !» Una vez tiraron tan fuerte de la cuerda que el niño subió hasta
el techo. Bib apreciaba mucho estas comodidades y se vanagloriaba de
haber sido el primero en usar cepillo de dientes en la barracada.
Bib había creado también un club dónde jugaban a las cartas, al cual
había llamado «Círculo de los poco poseyentes», con su Reglamento y
todo, en el cual se prohibía a los nobles formar parte del mismo, como,
a su vez, hacen los nobles, que prohiben formar parte de sus círculos a
los que no son nobles. Verdad es que muchas de estas cosas las hacía Bib por
aparecer importante a los ojos de su hijo. Todos los domingos se lo lleva-
ba a Bamba y se metían furtivamente en los palacios y se paseaban de
arriba abajo en los ascensores. Y cuando encontraban cortejos y charan-
gas, Bib se inclinaba: «Gracias, gracias», decía, para que el niño creyese
que honraban a su padre.
En cambio, Rap era muy envidioso y su ropa poco limpia. Tenía unas
ganas locas fle comprarse un sombrero de copa que había en un escaparate
sobre un almohadón de raso rojo. Diréis que qué era lo que podía envi-
diar de sus compañeros, tan pobres. La envidia busca y encuentra. Rap
se revolvía en la cama, le costaba trabajo dormirse pensando en sus com-
pañeros, tenía que encender la vela y gritar: «¡Totó es un inepto!» o
«¡Bib es tonto!» Después ya lograba dormir.
A veces, Rap se levantaba antes de amanecer y salía a las calles de-
siertas a respirar grandes bocanadas de aire (había un aire fresco y nue-
vo que parecía menguar luego cuando todos salían a trabajar), y Rap
creía, de esta manera, respirar más que nadie y vivir más tiempo.
Eleuterio no era amarillo como Rap y tenía la piel rosada; alto y
distraído, se columpiaba como un péndulo. Y se sentía algo péndulo. Si
le preguntaban la hora, la sabía siempre con exactitud. También sabía
otras cosas : cuántos eran los malos del mundo, los corruptores, los men-
tirosos. De cuando en cuando decía: «El hombre es...», y no sabía seguir.
Su ilusión era llegar a dar una definición del hombre tan hermosa como
para ser grabada en mármol, y abajo firmado : Eleuterio. Le faltaba tan
sólo una palabra, al fin y al cabo, un adjetivo; por eso pensaba faltarle
tan sólo la mitad. Al conocer a Totó, le cogió ley en seguida, y había
abandonado a dos viejos que lo mantenían desde hacía tres años. Dos vie-
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jos esposos acomodados y sin hijos que, habiéndolo encontrado un día


en el parque, lo habían recogido y remendado. A cambio, él se dejaba
poner en la mesa el día de Navidad, escondido dentro de un gran huevo
de chocolate, del que salía de pronto todo cubierto de celofán. Y luego
declamaba la poesía, dando así a los dos yermos un consuelo filial. Pero
Totó el Bueno 13

su errabunda naturaleza le había hecho abandonar a los dos viejos y


seguir a Totó. Ahora decía que por todo el oro del mundo no se marcha-
ría de las barracas.
Y tenía razón. Visto desde lejos, aquel conjunto de chozas destellan-
tes bajo el sol, por causa de las latas, hacía un hermosísimo efecto. Ro-
deado de chorritos (cada vecino se había hecho un agujero para poder
limpiar, independientemente, sus ropas), el campamento aparecía tran-
quilo y ordenado al que lo mirase desde la carretera. L,os ciudadanos de
Bamba pasaban solamente en coche por aquellos lugares, y en sus ojos
la velocidad no dejaba entrar más que cuatro o cinco cabanas.
¿A quién podían molestar las doscientas o cuatrocientas personas?
Aquel campo había sido comprado por estraperlistas que esperaban pa-
cientemente poderlo vender a precios elevadísimos, una vez que la ciudad
se ensanchase por allí. Pero Bamba se extendía, en cambio, ahora por el
lado opuesto, y así a algunos les había dado tiempo hasta de morir sin
poder gozar de sus cálculos, dejando los terrenos a sus hijos, que también
envejecían.
L,a verdad es que los barraquenses no molestaban en nada a los ciu-
dadanos propiamente dichos. Había tan sólo una excepción poco honrosa:
Un tal Anselmo, que paraba a las gentes, por la noche, con una vieja
pistola, y en lugar de apuntarla hacia el agredido, la apuntaba hacia sí
mismo y decía : «I^a bolsa o mi vida.» Y como no le entendían al pronto,
explicaba que estaba dispuesto a quitarse la vida si no le daban una mo-
neda. Pero no había conseguido sacarle un céntimo a bicho viviente.
Diréis que si vivían del aire todos éstos. Nuestros cuatro amigos se-
guían haciendo estatuítas de yeso, y los demás trabajaban en la ciudad,
mozos de cuerda, o traperos, o fregando suelos y cristales. Geo era ven-
dedor de polos y Semp tenía un puesto de pipas; otro era ambulante, y
le gustaba tanto la oratoria que siempre se olvidaba de vender la mercan-
cía, se recreaba exaltándola con hermosas palabras y la gente se hartaba
y se iba. Había un Aquiles acróbata, y otro Aquiles que había inventado
una letra de cambio, con flores y muñecos, para aliviar la tristeza del que
tenía que pagarla. Pero le habían puesto la pega de que era un invento
unilateral ya que no interesaba al que tenía que cobrar.
Todos trabajaban, pues, y todos comían, poco, pero comían. Dicen que
el problema de la vida no consiste en comer sino en que otro no coma
más que uno. Tampoco es cierto del todo. Una vez al mes, uno de ellos,
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por sorteo, se comía el pollo y los demás miraban. Esto sucedía en una
especie de teatrito, construido por Totó. Aquel día los habitantes corrían
a ver comer el pollo, hervido y humeante. Había quien se lo comía con
tanta rapidez y al mismo tiempo con tanta elegancia, que levantaba
clamorosos aplausos.
14 Cesare Zavattini

Un tal Mac iba tirando de mendigo. Pedía limosna a los mendigos y


no se atrevía a pedírsela a la gente bien vestida. A menudo se abofeteaba
las mejillas para ponerse colorado, a fin de que sus amigos no se aperci-
biesen de que se ruborizaba al oír ciertas conversaciones. Si decían : «Fal-
ta una manzana», se ponía colorado, y eso que os juro que no la había
robado él. Totó hacía todo lo posible por quitarlo de aquel triste oficio.
Con la esperanza de quitarlo del todo, había discurrido el modo de mejo-
rar la condición de Mac, haciéndolo, a su vez, vitil al prójimo. A quien le
diese una moneda, Mac habría de contestar: «Gracias, acuérdate de que
tienes que morir», sugiriendo de este modo sabios pensamientos a los
peatones. Al cabo del tiempo, nadie en Bamba le dio ya limosna, y enton-
ces Totó le aconsejó que en lugar de frases sabias dijese ahora: «Gracias,
son las ocho y diez.»
Cuando hubo que ampliar y embellecer el pequeño jardincito público
(las familias acudían a él por turno, tres a la vez), como no había dinero
y algo hacía falta, Totó pensó en alquilar los desocupados a los ciudada-
nos de Bamba. ¿Y para qué les podían servir? Ya veréis. Totó los reunía
en una cabana, unos a la derecha y otros a la izquierda, cada grupo con
su letrero: Alabadores, 10 pesetas la hora. Escuchadores, 15 pesetas la
hora.
Si los de Bamba necesitaban de ellos, venían y se los llevaban, y los
volvían a traer, y pagaban conforme al tiempo que los habían tenido. Y
venía más gente de la que os podéis figurar, profesionales, magnates, et-
cétera. Hubo un* bambés que alquiló a dos alabadores durante medio día :
se los llevó al parque, y sentado en un banco se hizo alabar, interminable-
mente, hasta que los pobres barraquenses no sabían ya qué decirle, y se
repetían con las mismas alabanzas; pero el bambés quedó contento lo
mismo. Este, en realidad, hasta en su casa tenía criados que abrían la
puerta de cuando en cuando y le decían: «Exquisito degustador de pinturas»,
o bien : «Alma noble y luminosa» ; luego desaparecían para reaparecer
detrás de las cortinas, por los ventanillos, y repetirle los loores.
Así la vida transcurría, no diré alegremente, pero casi, hasta que el
diablo vino a meter la pezuña. El diablo sopló algo al oído de Rap, y éste,
una mañana, sin decir nada a nadie, marchó hacia la ciudad. Ahora vere-
mos a qué fue.

III
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Para que no os coma la curiosidad, diré en seguida que Rap había ido
a ver al señor Mobic, acerca del cual ha llegado el momento de dar una
Totó el Bueno 15

información objetiva. Mientras yo contesto a vuestras preguntas, Rap


espera en el antedespacho del señor Mobic.
¿Era guapo o feo?
Mobic era más bien alto y gordo. Os hubiera parecido, en conjunto,
un hombre normal, y, sin embargo, poseía palacios, traficaba en aceites,
sedas, caucho, caballos, hierro, y tenía la más grande fábrica de globos
para niños. En su guardarropa podían contarse hasta veinte pares de
zapatos. Era primero en saludarle hasta el que no tenía nada que ver con
él en cuestiones de negocios ni le quería. Mobic encontraba todo esto
muy natural.
¿Tenía familia?
El señor Mobic no tenía familia, o quizá la tenía. Es difícil saberlo a
a punto fijo en los poderosos de las finanzas. Se sabía que un viejo servi-
dor que se llamaba Ademaro le quería.
Este Ademaro vivía desde hacía muchos años en su dependencia.
¡ Cuántas veces había rodado el pobre por las escaleras! ¿ Acaso porque
Mobic lo empujaba? No, por cierto. Mobic, recién llegado a Bamba de
la provincia, pobre como las ratas, convidaba a comer a los magnates de
la ciudad para abrirse camino y estrechar lazos de amistad. En el mo-
mento de la comida, después de que Mobic hubiese contado a sus invita-
dos las cosas exquisitas que estaban a punto de ser servidas: perdices
con trufas, patatas a la importancia, espárragos con mayonesa y langostas
ahogadas en leche, entonces Ademaro tropezaba y caía por las escaleras
que daban al comedor, donde los invitados esperaban tenedor en mano.
Estos se levantaban asustados y Mobic casi se desmayaba, a la vista del
criado maltrecho, 3' parecía tan inconsolable que los invitados tenían que
irse renunciando a las viandas exaltadas por Mobic, pero convencidos de
que éste era, no solamente un hombre riquísimo, sino también poseedor
de un'alma sensible. Así, con poco gasto, y también con mucho riesgo de
Ademaro, el cual una vez estuvo cojo durante un mes y otra durante
dos, Mobic había entrado en relación con las mejores familias de Bamba.
¿Era feliz?
Por confidencias indiscretas de un herrero, se sabía que alguna cosa
angustiaba secretamente el ánimo de Mobic: Era el miedo de quedarse
algún día sin lo necesario para vivir. Por esto había hecho construir un
subterráneo lleno de candados y de vituallas. Nunca se sabe, decía, lo
que puede suceder. Pero, ¿y si descubrían el refugio? Entonces, hizo
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construir otro, y otro más, y aún un tercero, y los prados de las afueras
de la ciudad estaban minados de catacumbas. Además, tenía escondido un
alfiler de brillantes a los pies de una encina de su parque, una perla en la
pata de su butaca, un diamante en una faja que le sostenía el adiposo
vientre ; claro que a nadie se le hubiera ocurrido buscar allí cosas de
16 Cesare Zavattini

valor. Se había comprado terrenos en el Upal, con la esperanza de que


allí jamás vendrían trastornos políticos. ¡Ah!, se me olvidaba que en
su palacio tenía hasta una vaca. Ocurra lo que ocurra, se decía, un vaso
de leche no me ha de faltar. Un campesino cuidaba a la vaca en un ancho
cuarto con agua corriente y con las paredes forradas de amianto para que
los mugidos no interrumpiesen el sueño del señor Mobic.
¿Quería a sus obreros?
A decir verdad, hasta en el extranjero se hablaba de sus fábricas como
de establecimientos modelo. Los obreros trabajaban y daban el máximo
rendimiento, gracias a una estratagema que había discurrido el señor
Mobic : Cuando sus obreros estaban cansados de trabajar, pedían permiso
para ir a la «habitación Mobic», que era un gran espacio de paredes des-
nudas, y gritaban a placer: «¡Mobic es un granuja, Mobic es un ladrón!»
Salían de aquel cuarto contentos, reanimados, dispuestos a volver al tra-
bajo con más. entusiasmo.
¿Qué deseaba Mobic?
Una tarde, cuando volvió a su casa, vio una estrella correrse por el
cielo. Creía en la virtud de las estrellas fugitivas, y por eso gritó en se-
guida : «Deseo...», pero la emoción le hizo aturrullarse, y las palabras se
le revolvieron en la boca: «Deseo trallaratón». Quién sabe lo que querría
decir.
¿Era alegre?
De vez en cuando reía, y el día de fin de año daba un guateque al que
acudían sus numerosos dependientes. En esta ocasión le gustaba entre-
tener a sus invitados con un juego. Escondía un anillo en sus salones, y
el que lo encontrase, se lo quedaba. Todos se ponían a buscar, azuzados
por los gritos del señor Mobic. Reía como un muchacho al verlos correr
de una parte a otra, y cuando parecía que alguien se encontraba en la
pista, todos se lanzaban por ese lado, y había quien daba patadas o mor-
día al que se le pusiese por delante. Hasta que, al fin, cansados y jadean-
tes, aplaudían al afortunado. En esta ocasión Mobic no reparaba en
gastos, y había natillas como para inundar la ciudad. «No es avaro»,
decían los que querían defenderlo de las peores insinuaciones.
¿Era ambicioso?
El hecho de que todos lo saludasen con grandes chisterazos, le ha-
bía hecho nacer una ambición. ¿A que no sabéis cuál? L,a de un monu-
mento. «Me lo merezco», se decía, y cuando se lo dijo al Gobernador,
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éste intentó explicarle que los monumentos suelen hacerse a los muer-
tos, pero Carmelo, el secretario de Mobic, recordó algunos casos de mo-
numentos levantados en vida. El Gobernador no insistió y dio orden de
que comenzasen las obras del monumento. Ya' las piernas del señor Mobic
habían salido del bloque de mármol, cuando el mismo Mobic mandó sus-
Totó el Bueno 17

pender los trabajos. ¿Adivináis por qué? Por temor del recaudador de
contribuciones. «El monumento puede hacerle recordar», había pensado
Mobic. Y por esto renunció, no sin mucha pena. Para no desaprovechar
tanto mármol, hicieron un monumento a otro ciudadano de Bamba, pero
difunto, aunque la verdad es que las piernas eran de Mobic.
Acaso sepáis ya lo bastante del señor Mobic y tengáis prisa por llegar
al momento en que se harán los milagros. Ya llegaremos. Entretanto,
alcancemos a Rap en el antedespacho.
El antedespacho del señor Mobic estaba siempre lleno de personas
esperando. Un secretario se asomaba a la puerta de cuando en cuando, y
decía a cualquiera de los visitantes: «Le ruego que espere todavía un
momentito.» Y todos sonreían y contestaban: «Caramba, caramba.» Pa-
recía que la espera les divirtiese inmensamente. Un hombrecillo delgado,
de unos cincuenta años, se levantó de su sitio y fue a decirle a Rap casi
al oído: «No me olvides.» Este hombre estaba un poco perturbado porque
jamás había conseguido ser recibido por el señor Mobic. Y estaba seguro
de que nunca le olvidarían las personas a las que se acercase de aquella
manera. «Ya pueden gritar, sacarse la piel a tiras, llorar, que yo he en-
trado a formar parte de su recuerdo para siempre.» Y así quería entrar
en la memoria del mayor número posible de personas, para consolarse de
no alcanzar jamás la presencia del humillante Mobic.
En otra esquina, un hombre de manso rostro esperaba también; desde
hacía largo tiempo, ser recibido por el magnate, ya que decía tener una
patente que sin duda podría interesar al señor Mobic. Era un automóvil
en pie. En vez de longitudinales, los coches habían de ser construidos
verticalmente, de tal forma que las personas tuviesen que ir en ellos de
pie y hasta agarrados a vina barra como en el tranvía, para evitar que la
gente de la calle no engendrase pensamientos de envidia o de algo peor
al ver a los señores tumbados en los sofás de sus coches.
De pronto salió un joven silbando del despacho de Mobic. Un tal
AnquiseSj que tenía un tío sonámbulo, el cual, desde hacía años, corría por
las cabeceras de las camas, por las barandillas, a lo largo de las cornisas,
en camisón y con los ojos cerrados y las manos por delante. Anquises
había conseguido un préstamo del señor Mobic para habilitar en el patio
bancos y butacas, y presentarlo al público como atracción acrobática.
También esperaba en el antedespacho un hombre con su niño. Este
hombre había sido, hacía tiempo, ujier de la casa Carlit, erapiesa casi
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tan importante como la de Mobic. Fue despedido, y desde entonces se


desahogaba día y noche gritando contra el señor Carlit, y hasta rompía platos
en el comedor. No todos los días, claro está, pero de cuando en cuando.
«Lo aplasto como a un..., como a un...», gritaba. Nunca encontraba la
comparación. Su hijo le pidió un regalo de Navidad. «El día de Navidad
18 Cesare Zavattini

quiero ver cómo le das una patada en el culo al señor Carlit.» «Prometi-
do» —contestó— (acababa de romper un plato). Y el día de Navidad,
padre e hijo se apostaron en la calle. Estaba nevando, naturalmente. Al
pasar el señor Carlit, se pusieron a seguirlo. La nieve era tan honda que
el señor Carlit, tan fuerte en otros casos, se volvía una mancha ne-
gra. «Venga», decía el muchacho. Y el padre titubeaba: «Espera.» El
niño empezó a hacer pucheros porque el padre no se decidía. Este soltó,
al fin, la patada. Aunque luego tuvo que arrepentirse porque no se tra-
taba del culo del señor Carlit, sino del de otro señor.
¿Era difícil ser recibido por el señor Mobic?
Imposible sin tarjeta de visita. Todos la tenían en la mano a excepción
de Rap. Pero éste había entrado en la lista porque había dicho al secre-
tario : «Vengo a hablar con el señor Mobic de una cosa que empieza por
«p». El señor Mobic había entendido y estaba dispuesto a recibirlo.
¿Era, pues, inteligente, el señor Mobic?
Me cansáis con tantas preguntas. Había quien dudaba del talento del
señor Mobic, porque era manifiestamente enemigo de las conferencias.
Había que atribuir la causa de esta actitud a un incidente que ocurrió en
el salón de la «Sociedad de las conferencias», de la que Mobic era miem-
bro honorario y presidente. El orador, algo moroso en verdad, habiéndose
dado cuenta de que Mobic se distraía, le había dicho a quemarropa, inte-
rrumpiendo el discurso: «¿Tiene la bondad de repetirme lo que acabo
de decir?» Y Mobic se había quedado sin saber qué responder.
Rap fue, pues, recibido.
—Hable—le dijo Mobic, sin levantar la cabeza de un papel sobre el que
fingía escribir.
•—Si me regala usted la cantidad necesaria para comprarme un som-
brero de copa, le diré dónde hay petróleo aquí cerca, en la misma Bamba.
(Notad que «petróleo» empieza, efectivamente, con «p».)
Mobic, sin levantar la cabeza, contestó que habían exagerado, desde
luego, mucho sobre la importancia del petróleo, que un sombrero de
copa era bastante caro, y que él, por ejemplo, no lo tenía. Rap temió
que su sombrero de copa quedase en agua de borrajas. Hablaron toda-
vía un rato, y cuando Rap se hubo decidido a revelar el sitio y demás,
Mobic se puso en pie de un salto, besó a Rap, llamó a Carmelo y le dio
la orden de comprar en menos de una hora todos los terrenos al borde
Norte de la ciudad, y de entregar a Rap la cantidad necesaria para comprar
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un sombrero de copa.
Así volvió Rap a su casa hacia la tarde, con su sombrero de copa en
la cabeza. Vio, desde lejos, el campamento. Como era fiesta habían
puesto sobre los chorritos, bolitas de celuloide que bailaban, y el sol
hacía brillar las latas de las barracas. Era hermoso de ver y, sin duda,
Totó el Bueno 19

cualquiera de los muchachos que corrían por las callejas recordaría, a la


vejez, los destellos y la alegría de aquella hora.
Pero Rap no se conmovió. Topóse con Totó y lo saludó sin atreverse
a mirarlo a la cara. Se metió en seguida en su choza. Por desgracia se
había olvidado de su sombrero de copa, que tropezó con el dintel y rodó
por el suelo. Totó ni siquiera se dio cuenta del sombrero de Rap, por-
que estaba quitando el polvo a sus estatuas de yeso que eran casi todas
iguales y representaban a una muchacha con un pie en el aire y una
paloma en la mano. Totó había tomado mucho cariño a estas estatuas,
que iban destinadas a los jardines de la ciudad. Y, especialmente, a una
que había salido sin un solo agujerito, sin una rozadura, toda lisa y brillante.
No digo que estuviese enamorado de ella, pero sí es verdad que tenía,
con frecuencia, este pensamiento : «Qué feliz sería yo si hubiese en el
mundo una muchacha como ésta.» Aun la estaba mirando, cuando lo
vinieron a llamar. «Ahí te buscan» —dijo Bib—•. Eran dos hombres ves-
tidos de negro y con cuello duro. «Somos enviados del señor Mobic, y
este terreno es suyo; tenéis que desalojar inmediatamente.» Traían un
papel en la mano. Totó se quedó petrificado. Intentó entrar en razones,
pero eran dos tíos de mala uva. «Menos cuento. Mañana mismo no tiene
que haber aquí ni un alma.» Y se marcharon.
—Es imposible —dijo Eleuterio—, es imposible que con un papelito
tan pequeño nos puedan echar de aquí, —Es imposible —asintieron todos.
No pensaron más en ello y se encaminaron hacia un espacio donde
los domingos se reunían a conversar. I^a tarde de verano descendía y se
escuchaban los ruidos y crujidos que se oyen también en torno de las
casas de piedra. El humo que subía de las casas de los campesinos daba
al valle el aspecto de un campo de batalla visto por un sordo.

IV

Estaban todos tumbados o sentados de medio lado sobre la hierba, y de


vez en cuando alguno se estremecía porque un hilo de hierba le había hecho
cosquillas en la nariz o detrás del oído. Se estaban allí conversando horas y
horas, mientras Bamba enviaba de cuando en cuando hacia el cielo los
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resplandores verdes de sus innumerables trolebuses.


Cuando el sol abandonó la explanada, fue como si el aire se hubiese
vuelto agua. Entonces algunos barraquenses escalofriados corrieron hacia
un montículo cercano porque la cima freía aún de luz. Pero la sombra
llegó también allí arriba, curvando las hierbas. L,os barraquenses la mi-
20
Cesare Zavattini

raban casi asustados, quietos, pensando en vano, y se retiraban paso a


paso de la raya de sombra para estar al sol el mayor tiempo posible, como
si por primera vez se hubiesen dado cuenta de que la noche sucede al
día, y como si aquélla fuese a durar para siempre. El sol desapareció para
reaparecer en seguida tras un montón de escombros, dibujando un rec-
tángulo naranja de unos veinte metros. En seguida Bib, Mim y otros, se
precipitaron allí gritando y se regodeaban saltando en aquel poquito de
sol, entre moscas y mosquitos, y hendían la tierra brillante con sus pies,
en la esperanza de detenerlo. En aquella isla luminosa se sentían seguros
del mañana, mientras que sus compañeros naufragaban en lo gris. Pero el
sol se escurrió, entre las rendijas de una empalizada, tan veloz que tuvie-
ron que desistir de perseguirlo. Solamente el ojo lo alcanzó todavía en
el momento en que fue pavesa brillante en la punta de un cascote. Luego,
con un gran salto, afeitando las copas de los árboles, se hundió detrás del
bosque, que se irguió en seguida alto y nocturno.
Los demás, mientras tanto, miraban al cielo, muy claro aún, para
hacerse la ilusión de estar enteros en el día, pero ya la oscuridad había
comido sus piernas.
Había en el cielo una lucha de nubes: Antílope contra toro, o vaca.
Toro a primera vista, pero pasando por delante de un claro sereno, le
brillaron dos ubres repletas que hubieran encharcado de luz la ciudad.
El antílope, compacto y bien dibujado, tenía en la cabeza frágiles cuer-
nos. Ambos estaban rodeados de nubes más pequeñas que intentaban
llegar a ser alguna cosa. Qué sencillo es, de rostro, volverse barca o lagu-
na o castillo. Basta un soplo. Apenas daba tiempo para reconocer una
forma, cuando ya se cambiaba en otra. Vientres redondos y untados
rodaban sobre sí mismos, se fundían humeando, y en el humo aparecían
y desaparecían miembros, muslos, rabos. El antílope navegaba hacia la
vaca, acaso ignorante del cercano peligro. Cuando llegó a una cuarta del
morro de la vaca, ya no tenía ni las piernas, que se le habían deshilachado
por el camino, y su ojo de cobalto se cerró por el miedo. La vaca espera-
ba en su prado turgente, con la boca abierta como una ballena. En lugar
de peces entraban en aquella vorágine cirros y plumas. Los barraquenses
estaban divididos a favor y en contra del antílope. Había quien decía
que si el antílope se hubiese vuelto serpiente boa, sin duda, la vaca sería
tragada. Pues bien, el agudo hocico del antílope, ayudado por el viento,
traspasó de parte a parte el morro de la vaca, que empezó a descompo-
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nerse. Grandes aplausos saludaron al victorioso. Mientras que la cabeza


del antílope seguía su carrera clara y sola por el cielo, los dos cuerpos
peleaban confusos con lentos movimientos de sueño. Y más tarde no
quedó de aquella masa más que una tira, una especie de malecón que se
aislaba del nublado, navegando al pairo hacia el cielo vacío. Y daban
Totó el Bueno 21

ganas de tirarse de cabeza desde el borde de aquel blanco malecón, decía


Totó, si no fuera por el terror de quedarse enhebrados en las lanzas de las
verjas de aquellos huertos tan espesos.
Más tarde, distrajo Totó a sus compañeros habiéndoles de los miste-
rios del cielo: «Mirad, les decía, el cielo; cada metro de cielo está cua-
jado de millones de soles y cada sol rodeado de millones de estrellas.
Si un billón de personas contase el número de estrellas que hay en el
cielo y todos sumasen sus números, no saldría ni siquiera la billonésima
parte del número de billones de estrellas que una billonésima parte del
cielo contiene... Y ni siquiera si por un billón de años...» «¡Basta!»,
gritó Mim, y huyó hacia su cabana. Totó que había tan sólo empezado a
contar, hubo de detenerse por el miedo de espantar a los presentes.
—Y, ¿por qué no hablamos nunca de los gusanos de seda?—dijo
Eleuterio.
—¿De los gusanos de seda?—preguntó alguien.
—Sí, de los gusanos de seda. En un sin fin de cardes, no hemos habla-
do nunca de los gusanos de seda. Nos vamos haciendo viejos, y puede
ocurrir que nos muramos, sin haber hablado nunca de algunas cosas.
—Yo tengo un forúnculo en la espalda—dijo Hilario. Hilario tenía
el afán de humillarse, y para humillarse decía delante de todos lo que
nadie hubiera tenido el valor de decir.
—Yo, en cambio, soy un distraído —dijo Rec—; tengo que apuntar
en un papel lo que es bueno y lo que es malo, y colgarlo a la cabecera
de mi cama.
Helio empezó a contar una vieja historia de risa. Y el primero que se
reía era siempre él mismo, y al empezar ya se reía tanto que no conseguía
nunca avanzar en su narración.
Eusebio contó que había salido una vez de la ciudad para irse a toda
prisa a comer en su pueblo un pedazo de pan. Esto provocó un «¡ Ah !»
incrédulo. Pero yo lo creo. Hay momentos en que se siente un deseo
urgente de meter en la boca alguno de los manjares que comimos en
nuestra infancia, en nuestra tierra natal.
Hubo un breve silencio que permitió a Flamb decir, en voz alta,
ana palabra nueva. Tenía un diccionario y cada día aprendía una palabra,
y presumía de ello con los amigos. «Catarata», dijo. Pero todos le toma-
ban el pelo. Flamb se exasperaba y repetía: «Catarata», y como le tiraban
piedrecitas, se refugió en la copa de un árbol, desde donde gritaba, de vez
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en cuando : «Catarata.»
Pobre Flamb, nadie entendía su amor por las palabras. El pensa-
miento de que su padre, su abuelo y el abuelo de su abuelo habían dicho,
por ejemplo, «carreta», así tal y como él lo decía, le hacía sentir una
dulce emoción. No así con las palabras extranjeras; se ruborizaba de pro-
22 Cesare Zavattini

nunciar con exactitud alguna palabra extranjera. En aquel sonido se


sentía apartado de su eje.
Se iba haciendo tarde y todos rogaban a To.tó que les contase algo.
«Había una vez, dijo Totó, un tal Cadeo que odiaba a otro tal Ramb.
Siempre pensaba en él, y en los momentos más felices, ¡ay!, le llegaba,
de pronto, el recuerdo de Ramb. Cadeo tenía un padre y una tarde se
le murió. Cadeo vio con asombro que el alma de su padre salía del cuer-
po, y era como si fuese el mismo cuerpo, pero de humo. El alma se iba
y Cadeo la siguió. No os podéis figurar adonde fue : a la tienda de su
enemigo. No solamente esto, sino que llegó hasta meterse en el cuerpo
de Ramb. «Ahora saldrá», se dijo Cadeo, pero el alma de su padre siguió
allí. Ramb, en cambio, no se había dado cuenta de nada y hacía tranqui-
lamente sus balances. Y estaba hasta contento porque había hecho un
negocio en perjuicio de los intereses de Cadeo. Este quiso echársele en-
cima, pero lo contuvo el pensamiento de que en aquel cuerpo habitaba el
alma de su padre. Pasaron días y meses y Ramb se hacía cada vez más
rico a espaldas de Cadeo, que cada día era más pobre. Tanto, que un día
ya no se supo contener y le dio un montón de palos. I,a paliza había sido
demasiado fuerte, y Ramb se murió. Cadeo vio el alma de Ramb que se
le acercaba. Cayó al suelo con un sudor frío en la frente, pero el alma de
Ramb se le acercó más y más, hasta que fue a metérsele por un oído,
como había hecho con Ramb el alma de su padre. Intentó tranquilizarse,
se miró en el espejo y vio que aun era él mismo, Cadeo. Quién sabe en
qué parte de su cuerpo habría ido a acurrucarse el alma de Ramb y por
qué razón. Acaso la llevó encima hasta el día de su muerte. Cada cual
puede llevar en sí mismo, aunque tan sólo sea de paso, otras almas, y un
brazo nuestro puede moverse, por virtud de alguien, a quien hemos
odiado.»
Viscardo contó también otra historieta : «Había una vez Pie y Poc,
los mejores amigos del mundo. Cuando volvieron a verse, después de un
año en que ambos habían estado enfermos, contendieron, como siempre,
en amabilidad: «Magnífico aspecto, Poc.» Poc contestó: «Tú si que estás
reluciente de salud; a mí, en cambio, todavía me duelen un poco los
ríñones.» Y Pie: «No es cierto, tienes la fresca mirada de un muchacho;
yo sí que estoy lleno de achaques.» Y Poc: «Parezco un viejo de ochenta
años a tu lado.» Contestó Pie: «Yo, con un pie en el hoyo, comparado
contigo.» Poc contestó: «Sujétame, que me da un vahído.» Pero ya Pie
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se había tendido en el suelo, y había muerto sin una queja.


Los barraquenses se fueron a la cama.
Había descendido el frío de la noche, que los hacía volverse a todos
más pequeños. Y tan sólo Ric andaba escondiéndose como de costumbre y
espiando los sueños de todos por las rendijas de las barracas. Ric veía los
Totó el Bueno 23

sueños : fuegos artificiales o peces con zapatos que lloraban. O soñaban


que las orejas se les iban del cuerpo y hacían largos viajes, para volver
después a volcar en sus cabezas todo lo que habían oído. O que el cielo
se podía enrollar hasta el horizonte, como el telón de un gran circo. Ha-
bía quien ganaba una guerra con ejércitos de personas con dolor de
muelas, y lanzaba el ataque en el momento en que el dolor era más agudo.
Otro soñaba que mucha gente marchaba hacia un plato de setas, prece-
dida de clarines, bajo un cielo fulgurante; se comían las setas tiernas y
amarillas, aun temiendo que contuviesen la muerte. Muchos soñaban estar
escarbando en la tierra, como hacen los perros, y hallaban monedas de
oro; más, más, gritaban. Y seguían escarbando, y hundían el rostro en
el suelo, y las monedas se convertían en algo que no puedo nombrar. Bib
estaba soñando que le llamaban para presidir la asamblea de padres, en
la que se habían definitivamente clasificado los muchos tipos de mentira
que dicen los hijos. Soñaba un palacio de oro en el que daba grandes fies-
tas, invitando a sus amigos al baño de pies de las cinco de la tarde, y
cada cual metía sus pies en una hermosa pieza de porcelana, y hablaban,
entretanto, de sedas y terciopelos. Cuando la reunión se terminaba, los
invitados salían y esperaban a la puerta a que viniesen sus coches, llama-
dos uno a uno por el título de la familia, y en lugar de coches, llegaban
trotando altos criados de librea que cogían a sus amos a horcajadas sobre
el lomo y los llevaban al trote hacia sus casas. Eleuterio soñaba con su
infancia : era hijo de un enfermero y había aprendido a contar en el pulso
de los enfermos. Primero lo había acostumbrado su padre con el pulso
de los menos enfermos, y luego, poco a poco, el muchacho había logrado
ir contando más aprisa en el latido de los pulsos febriles.
Rap soñaba que mataba a Totó y, como era un vil, lo mataba del
modo más aleve: las corrientes de aire. Abría poco a poco la puerta de
la cabana cuando aquél estaba mirando por la ventana; creaba una co-
rriente de aire, y así Totó estornudaba y acababa postrado en cama con
bronquitis, pulmonía y pleuresía. Hasta que se moría y Rap tomaba
entonces el mando de la barracada.
¿También los pobres pueden llegar a ser tan malos? Sin duda, tam-
bién ellos. De una vez para siempre os diré que no hay que dividir a los
hombres en las dos acostumbradas categorías, pobres y ricos, sino en
buenos y malos. Lo cual no quita, sin embargo, que los ricos estén obli-
gados a no aprovecharse de esta división.
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El único que no soñaba era Totó. Y no podía hacerlo porque estaba


casi siempre mirando la red que formaban las arrugas de sus manos, o
preguntándose si sería verdad que la tierra gira vertiginosamente. En
las noches de luna llena, tumbado en medio de los campos, con toda su
atención, intentaba sorprender algún fenómeno que le aclarase el mis-
24 Cesare Zavaüini

terio. En vano. Y sin embargo, su cabeza se quedaba entontecida por


aquel silencio, como después de un baile. Se sentía tumbado, no sobre
kilómetros y kilómetros de tierra, sino sobre una brevísima superficie
convexa y con el temor de rodar en el vacío.
Y llegó la mañana. Volvieron otra vez los enviados vestidos de negro.
Totó empezó a preocuparse. «Os vais en seguida o vendrán los guardias».
Nadie se movió. Totó pensaba y todos se agruparon a su alrededor. Y,
cuando llegaron los guardias, había decidido que de allí no se moverían
por nada del mundo. De aquellas piedras, de aquellas hierbas que se
habían vuelto eternas en sus ojos, era difícil poder librarse en pocas
horas. Los cuatro guardias dijeron : «¡ Fuera, fuera !», y como nadie se
movía, daban con los pies en el suelo y alzaban la voz. Pero ninguno
se movía. Los guardias tenían verdaderas ganas de llorar de rabia. Eran
demasiado pocos frente a trescientas personas, y decidieron ir en busca
de refuerzos. Al poco rato, aparecieron doce guardias al fondo de la ca-
rretera.
Totó había hecho una especie de trinchera y preparado catapultas
cargadas con ratones. Los niños se habían divertido trayendo cubos de
agua y cascaras de plátano. Eleuterio numeraba las piedras. El barra-
qúense número uno, a la orden de Totó, cogería la piedra número uno;
el barraqúense número dos, la piedra número dos, y así sucesivamente.
Pero fueron preferidos los ratones, y en el momento oportuno las cata-
pultas lanzaron una granizada de agudos animalitos, que hicieron retro-
ceder al enemigo. Algunas hembras parieron en el aire e hicieron llover
sobre los guardias multitudes de ratoncitos. Los guardias se reunieron
en la carretera a deliberar. Uno de ellos, separado de sus compañeros,
se acercó a las barracas diciendo: «Embajador no trae daño.» Totó escu-
chó a este mensajero que les dijo que si antes de la noche no habían des-
alojado emplearían las armas de fuego. «¿Sabéis quién es nuestro jefe? :
el capitán Gero». El mensajero estudió la impresión que semejante nom-
bre había producido en los rostros de Totó y sus ayudantes, pero como
nadie diese muestras de asombro, se alejó repitiendo que el capitán Gero
daba de plazo hasta la noche. Luego se volvió y añadió como opinión
suya personal: «El uso de los ratones no es noble.» Los barraquenses
enviaron en seguida a todos los niños en busca de la mayor cantidad posi-
ble de ratones.
Entretanto había llegado a oídos del señor Mobic que el desahucio
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procedía con cierta lentitud. Tal cosa indignó al señor Mobic, porque
tenía miedo de que hubiese que hacer demasiado ruido y sus compañeros
se enterasen e intentasen hacerlo fracasar. Telefoneó al capitán Gero:
«Es preciso barrerlos de allí lo antes posible.» Habló hasta de bombas.
Gero contestó: «Yo me basto solo.» Y a decir verdad Gero era un tío
Totó el Bueno 25

como para meterle miedo a todo un Regimiento, si se olvida el asunto


de los ratones. Y, efectivamente, gritó : «¡ Marchaos o disparo !» Se vio
obligado a dar la orden de disparar, y los guardias hicieron algunas sal-
vas. Aun duraba el eco del primer disparo, cuando los niños de los barra-
quenses habían desaparecido bajo las faldas de sus madres. Hasta los
mismos ancianos tuvieron miedo. Bib huyó hacia la parte opuesta de los
disparos; pero, al darse cuenta de que su hijo le había visto, volvió sobre
sus pasos jurando haber creído que el enemigo estaba por el lado hacia
donde él acababa de huir. Totó era bueno y por eso no tenía miedo.
Andaba de acá para allá reanimando a los afligidos y con un pez de papel
colgado a las espaldas de su chaqueta porque sabía que cuando se ve a
alguien con un pez de papel en las costillas es muy difícil no reirse.
Oyóse un segundo disparo tan fuerte como el primero y ya no impre-
sionó tanto. Y menos aún el tercero. Los guardias seguían disparando
para asustarlos cada vez más, y, al contrario, lograban que los barraquenses
se acostumbrasen cada vez más a los disparos. Y hasta volvieron a sus
puestos de combate. En seguida una nube de ratones cayó sobre el tropel
de sitiadores, poniéndolos en desbandada. Algún ratón halló la muerte
bajo las anchas suelas de los fugitivos. Otros ratones buscaban una pie-
dra, un hoyo, una hoja para esconderse. Y se estuvieron horas y horas
con el rabo entre los dientes en los estrechos cobijos, aunque nadie se
acordase ya de ellos.
Como siempre, había llegado la oscuridad. Los disparos habían llama-
do la atención de los ciudadanos de Bamba, y algunos acudían al lugar.
Lo cual aumentó la prisa y el espíritu combativo del capitán Gero.
«Ahora me lanzo al asalto», decía. Pero, viendo que afluía demasiada
gente, fue necesario poner cordones de guardias para evitar la confusión,
en lo cual empleó todos sus hombres, y con esto no le quedó ni uno sólo
para lanzarlo al asalto. Pidió nuevos refuerzos. Y entretanto lanzó sobre
las barracas una pequeña bomba lacrimógena que hizo llorar a unos cuan-
tos barraquenses. Totó, viendo llorar a sus compañeros, dijo en seguida :
«Hay que rendirse». Pero los otros gritaron : «¡ No, no !», y seguían lloran-
do. Entonces sacudió la cabeza y se fue a su cabana para preparar una
pequeña bandera blanca, con sus sábanas. No había más remedio que
marcharse de aquel lugar querido, y ya se les podía ver a todos en una
larga hilera, con sus bultos a cuestas y sus niños en brazos, hacia Dios
sabe dónde.
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Al enemigo habían llegado otros veinte o treinta guardias y algunos


a caballo. Pero como quiera que los curiosos aumentaban cada vez más,
los guardias fueron empleados en alargar el cordón. Por lo tanto tuvo
que pedir Gero aun más refuerzos. A media noche había cerca de cin-
cuenta guardias que echaban humo por la boca como los caballos después
2C ' Cesare Zavattini

de una carrera, y sobre un fondo lunar ondulaban los penachos de sus


sombreros, bajo los cuales, después se supo, había pensamientos como
éstos: «Mañana veré a mi primo Antonio», o bien: «La sal es útil». El
capitán se decidió a lanzar una segunda bomba. Pero ésta no dio los
resultados que eran de esperar porque cayó en un grupo de barraqueases
miedosos, los cuales lloraban ya, sinceramente, por su cuenta.
Totó suspiraba en su barraca mientras recortaba de la sábana la ban-
derita blanca. De pronto su celda se iluminó de una luz muy fuerte y
plateada. Pensó si sería un incendio. Pero sus ojos vieron otra cosa bien
distinta. Delante de él, sobre la pared, se dibujaban las siluetas de dos
ángeles. Totó se quedó con la boca abierta y oyó, en seguida, una voz
hermosísima que decía : «Desde este momento te concedemos el don de
hacer milagros; cada vez que digas «tac», todo te será posible.» Si esta-
ban sus sombras, también habrían de estar los ángeles; tímidamente, Totó
miró tras de sí. Todas las cosas se veían como si fuese de día, acaso mejor,
pero no se veía nada más. Las alas de los ángeles se movieron en la pared
para emprender el vuelo, sus sombras alcanzaron el techo y la cabana se
oscureció de nuevo. Casi sentía Totó la caricia de las plumas sobre su
rostro y el fresco del aire movido. Llegó a la ventana a tiempo de alcan-
zar todavía el brillo de alguna cosa y un guiño que se desvaneció en el
cielo con las estrías de música que hacen las peonzas. Luego, nada más.
Como es costumbre en circunstancias semejantes, se echó una botella de
agua por la cabeza. Allí estaba Totó chorreando y sin atreverse a dar un
paso. Se armó de valor y dijo : «Tac, dos huevos al plato.» Sobre la mesa,
ante sus ojos, apareció una tarterita con un hermoso par de huevos, sin
duda frescos de aquel mismo día. Totó se pasó una mano por la frente
y murmuró: «Entonces es cierto.» Y cayó al suelo sentado.
(Concluirá)

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A TI NO TE ENTERRAMOS

por Ignacio Aldecoa

C ANTÓ el gallo blanco, desvelado ya, presintiendo el amanecer. Berta


abrió los ojos y se incorporó a medias, ayudándose con los codos.
Todavía era de noche. Con lentitud reposó la cabeza sobre la alta
almohada de funda de lino, con las dos bocas enlabiadas de encaje. Volvió
la mirada a su derecha, a la cama donde dormía su marido. Salvador res-
piraba con fuerza. Calculó un rato hasta la salida del sol; sería sobre las
cinco. Berta cerró los ojos.
El oído se aguza en la duermevela. Oyó, al mover la cabeza, el cru-
jido de las hojas de maíz del cabezal, que ponía bajo el colchón para tener
la almohada levantada, única forma de lograr un sueño tranquilo, sin
pesadillas. Prescindió de la respiración de Salvador. Percibió o imaginó
el primer aleteo de las gallinas, desperezo, tal vez, aun en los aseladores;
a las vacas levantándose inquietas con las ubres henchidas; al ternerillo
hambriento mugiendo tenuemente, disponiéndose, con prisa, con de-
masiada prisa y violencia, a mamar de su madre que le peinaba el lomo
a lengüetazos; a la pareja de bueyes rumiando —rezando decían de niños
los hijos de Berta— apacibles; el buey rojo rascándose el cuerno derecho
en el frente del pesebre; el cárdeno, guiñando los ojos a las moscas peque-
ñas y rabiosas, que se le posaban en los lagrimales y que despertaban
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antes que nadie. Pensó Berta en la necesidad de comprar un cerdo, ahora


que de las cochiqueras no subían sus gruñidos.
28 Ignacio Aldecoa

Por las ventanas, con los postigos abiertos, se veía aclararse la noche.
La oscuridad se iba destiñendo, se iba agrisando. Por oriente la lejanía
se tornaba violeta. Todos los gallos cantaban. Había como un parpadeo
en el campo. El caserío aparecía fantasmal. Ladró un perro. Berta estaba
de pie, quitándose la camisa de dormir, colocándose un sostén de tela
recia para sus grandes pechos •—pechos que criaron cuatro hijos varones—.
Berta, a los treinta años de matrimonio, conservaba un raro pudor y
siempre se desnudaba o se vestía al otro lado de la' cama, pegada a la
pared, donde su marido, para verla, tuviera que volverse. Salvador no se
volvió nunca.
Cuando Berta bajó a la cocina, Salvador se estaba poniendo las alpar-
gatas. Sobre la camisa de mahón llevaba un elástico viejo. Los pantalones
eran de pana. Cabellos cenicientos se le alborotaban, en un vaho, a los lados
de la calva. Berta encendía el fuego. Salvador, con un cubo, fue hacia la
cuadra. En la puerta se calzó unas almadreñas. Entró. Acarició a las vacas.
Les habló. Sentado en una banqueta comenzó a ordeñarlas. A Berta le
llegaba el ruido familiar y entrecortado del chorreo de la leche como un
saludo.
Valentín bajó el primero. Abrió las grandes puertas de la casa y soltó
al perro, encadenado al chocillo que él construyó hacía tiempo con unas
bardas, unas hojalatas y piedras planas. El perro ladraba contento. El
perro, libre, se metió rápidamente en el portal, llegó a la cocina, tropezó
con dos gatitos pequeños y asustadizos que le bufaron, a los que para nada
tuvo en cuenta, y se acercó a Berta. Al ver el perro, Berta llamó a Valen-
tín, al que oía avanzar tosiendo. En el fogón bramaban las llamas con
el tiro de la chimenea abierto.
Por Valentín sentía Berta un cariño distinto que por sus otros hijos.
Creía, además, que así debía ser. Al primogénito hay que quererlo de
otra forma que a los restantes. El primogénito, en el campo, ha de suceder
al padre; ha de ser al que consulte el padre sus opiniones sobre lo que
se deba o no se deba hacer en ciertos casos. Toda la ciencia, todo el conoci-
miento de la tierra, pasa del padre al hijo mayor. Valentín tosió en la en-
trada.
•—Buenos días, madre.
Berta sonrió; giró la cabeza para verlo.
•—Buenos días, Valentín. ¿Qué tal esa tos? ¿Has tomado el jarabe?
•—No. En ayunas es imposible pasarlo.
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—'Pues lo tienes que tomar. El que algo quiere algo le cuesta. Esos
bronquios, ahora en el verano, con el polvo, se te pondrán peor.
El hijo se desentendía de los consejos. Sentado en una silla, con el
torso inclinado hacia adelante, apoyados los codos en las rodillas, llamaba
al perro con voz rápida, cortante:
A ti no te enterramos 29

—Ven aquí, Negro, ven aquí.


Hacía la voz melosa y dilataba las vocales finales. El perro se le acer-
caba moviendo el rabo y los cuartos traseros.
—Ven aquí, Negrito.
Salvador apareció en el umbral con el cubo lleno de leche espumeante.
—Hola, Valentín.
—¿Qué hay, padre?
—¿Se han levantado tus hermanos?
—Creo que sí.
—Hay que salir en seguida para el tajo. Mal día el de hoy. Como se
levante Solano la vamos a amolar. Traerá tormenta.
Berta tendió un cacharro a Valentín.
—Oye; hijo, tráeme un poco de agua. Y parte unos leños. Pronto esta-
rán las sopas. Tú, Salvador, te puedes ir sentando.
Berta fijó la mirada en su marido cuando salió el hijo.
—Este chico no está bien. Este chico tiene algo más que lo de los
bronquios.
—¡ Qué va a tener, qué va a tener...!
Salvador cumplía cincuenta y nueve años en el otoño. Se notaba can-
sado. A veces, en el trabajo, se paraba un momento y largaba la vista al
campo. Había sido un hombre fuerte y muy alegre. Ahora se sentía como
amargado. Reñía, se enfadaba con Berta, nunca con los hijos. Reñir con
Berta era reñirse a sí mismo. Berta aguantaba lo que decía su marido
hasta que éste se callaba. lluego, dejando grandes silencios entre frase y
frase, Berta reconvenía dulce y cautelosamente a Salvador.
Cayetano y Tomás entraron en la cocina hablando de cosas misterio-
sas. Más tarde llegó el menor de los hijos, Ezequiel, muy peinado, que
abrazó a su madre alegremente, mientras Berta se quejaba.
—Anda, Ezequiel, deja de hacer tonterías y vete a ayudar a Valentín.
Ezequiel salió de la cocina dando saltos, despreocupado y juguetón.
Cayetano y Tomás se llevaban apenas un año.. Andaban siempre juntos.
Tomás, de menos edad, acababa de cumplir veinticuatro. Ezequiel no
había alcanzado todavía los diecinueve.
Salvador repartía, patriarcal, el pan del desayuno y la labor del día.
Sobre el hule de la mesa había cinco platos de estaño, cinco cucharas,
cinco vasos de vino. Berta se desayunaba con una infusión de ñores del
monte. Valentín y Ezequiel aparecieron seguidos del perro. Berta dijo :
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—¡ Sentaos!
Salvador habló así:
—Tú, Valentín, saca la pareja hasta la casa del concejo con el carro
grande. Cayetano y Tomás van contigo a lo del lado del monte. Yo voy
con Ezequiel a la pieza del río. llevaos el almuerzo para no hacer andar
30 Ignacio A Idecoa

a vuestra madre. En cuanto oigáis las doce en la Iglesia os venís para


casa. Esta tarde vamos los cinco a la cebada.
I,a conversación se hizo general. Ezequiel contó que no hacía dos
días localizó en algún sitio un nido de codorniz. Se levantaron al término
del desayuno. Valentín se fue para las cuadras; antes de salir, su madre
le dijo:
—Valentín, no te olvides de tomar el jarabe.
Al pasar a la cuadra Valentín siente un ahogo. Tose. Piensa que hace
demasiado calor. Da con el pie, suavemente, al buey rojo, que aun está
echado. Suelta la cadenas de los collerones. Abre la puerta que da a la
era, donde están los carros.
—Ahidá, buey. Sus, Rojo.
Valentín coge el yugo y unce a los bueyes. Siente cuando tose un esca-
lofrío de miedo. En el cuartel aprendió aquello de «estar tupi». Conoció
a un muchacho que «estaba tupi». Se lo llevaron de la compañía. Se lleva-
ron hasta la colchoneta. Después, pasada una semana, preguntaron al
sargento dónde estaba el muchacho. El sargento sonrió : «IyO hemos li-
cenciado., pero va listo.»
Valentín empuja a los bueyes del testuz.
—¡ Atrás ! —chasquea la lengua— ¡ Atrás !
Alza el-pértigo del carro. Se mete entre los bueyes. Hace que el, pér-
tigo se introduzca en la corra del yugo y lo ajusta fuertemente con el
sobeo. El carro avanza con lentitud. A la salida de la era, junto a la ba-
rrera, una rueda resbala en las losas de la caída de aguas dejando una
huella blanca.
Cayetano y Tomás, con los aperos en los hombros, van por el camino
adelante, hablando de sus cosas.
Valentín piensa en su enfermedad. Muchas noches siente en el pecho
un inexplicable calor. Tose. Hace dos años no tosía... Hace más, traba-
jaba desde el amanecer hasta que se ponía el sol y no se cansaba. Volvía
con un hambre de cazador. Ahora debe ser la tos que le da ganas de
vomitar. Hay alimentos que no puede comerlos. Y cada día que transcurre
le molesta más trabajar en el campo. En la ciudad se encuentran empleos
modestos, pero cómodos...
Salvador y su hijo Ezequiel caminan hacia el río seguidos de Negro.
Negro recibe caricias de Valentín, mas nunca abandona a Salvador. En
la cocina ha quedado Berta pelando las patatas de la comida, que guisará
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con chorizo de la última matanza y que ella ha elaborado magistralmente,


chorizo picante para que sus hombres beban con alegría el vino seco y
delgado de la tierra.
El sol está alto. I,a carretera se lista con las sombras de los choposL Las
yerbas de los bordes a las que alcanzan las sombras tienen grandes gotas
A ti no te enterramos 31

de rocío, que a veces las alas de un revoloteante insecto hacen caer hasta
la húmeda tierra. Los dos gatos pequeños, en la casa, se tienden sobre un
i ayo de sol que corre desde la ventana hasta la mesa; cuando el sol avanza
ellos avanzan. Estas primeras horas de la mañana las emplea el gallo
blanco en hacer, orgullosamente, la corte a sus gallinas.
Salvador habla con su hijo Ezequiel, que escucha sorprendido.
—-No me encuentro ni un poco bien, hijo. Uno de estos días me voy
a la ciudad a que me miren. El médico de aquí dice que es frío. ¿Frío?
¡ En junio voy a coger frío !
-—Pero tú nunca te has quejado, padre.
—Será que voy para viejo.
Bajando el ribazo hacia el río,* se levanta de la tierra y del agua una
neblina baja. Saca colores de ella el sol. Es estrecho y poco profundo el
río. Las dos orillas están apretadas de árboles, arbustos y zarzas. Pegada
al río está la pieza donde van a trabajar Ezequiel y su padre.
Pasa rápidamente el tiempo en el campo. No hay monotonía en el
trabajo, porque el trabajo de la tierra se hace con todo el hombre : con
los ojos, con las manos, con cuerpo y alma... El sol alto, calienta las
espaldas de los labradores. En las sombras del río, en los recodos umbríos,
se conserva un rastro de neblina. El campo se extiende luminoso, cegador,
en el juego de humedad y de luz. Los pájaros de la mañana van en banda-
das desde los trigales inmaturos a los cables de las líneas telefónicas en
bordes de la carretera, desde los arbustos del río "a los lejanos chopos, con
altos en el vuelo llenos de píos en los tejados de las casas del pueblo.
La campana de la Iglesia que anuncia las doce suena rápida y pascual.
Es una campana llena de alegría, nerviosa, de son agudo. De las tres campa-
nas de la Iglesia es la que más se toca. La grande es para muertes o so-
lemnidades ; la mediana es para repicar, y esta pequeña, que se hace sonar
desde el pie de la torre mediante un ingenioso artilugio de alambre, sirve
para «dar las doce» para que avise el pastor a los vecinos la salida del ganado
a los pastos, para llamar a concejo y para alguna otra de las pocas cosas que
necesitan en la vida campesina hora. El toque de las doce corre a cargo
de la hermana del señor Cura.
Vuelven hacia la casa, Berta, que fue a llevarles el almuerzo y a echar-
les una mano, Salvador y Ezequiel. Salvador se queja a su mujer de dolores.
—Mañana voy a la ciudad, mujer.
—Pues vamos a estar bien —responde Berta— con dos enfermos en
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la casa, porque Valentín está peor de su tos. ¿Por qué no va contigo?


—Que venga, mujer, y que lo vean de una vez, ya que te enpeñas. Pero
ése está mejor que yo.
En la cocina hierve un gran puchero; se expande un aroma que des-
pierta el apetito. En la cocina está la familia reunida, hablando. Ezequiel
32 Ignacio Aldecoa

desmigaja un corrusco de pan. Arroja las migas a Negro, que las atrapa
en el aire con los ojos vivos, cerrando las fauces mecánica, ruidosamente.
I,os gatos maullan y se frotan contra las piernas fuertes y desnudas de
Berta, en pie frente al fogón.
En el portalón se está fresco. El sol entra por la puerta entornada cana-
lizado. Se posan en el suelo las moscas. Alguna gallina, buscando grano,
se cuela picoteando el suelo, haciendo un ruido de tabaleo. En las pare-
des hay colgados un calendario, una rama de arbusto con frutos rojos,
un juego de hoces, y de una gran alcayata penden dos cencerros.
Desde el portalón se oye hablar a Salvador con su hijos :
—¿ Qué tal está lo del monte ?
—Bien, padre—contesta Valentín.
—Mañana voy a la ciudad; tú te vienes conmigo para que te vea el
médico.
Valentín teme el diagnóstico del médico. Desea que le reconozca a
fondo, que le entere de su estado, pero al mismo tiempo lo teme. Teme
saber lo que le ocurre, la verdad.
—¿Para qué voy a ir? Me encuentro bien.
-—Para que te vea, hombre. A mí me parece que estás fuerte -—contesta
Salvador—, pero por quitar cuidados... Tu madre dice...
—Digo que tiene que ir a mirarse, eso es lo que digo—añade Berta.
Sobre la mesa, encima de un plato de estaño, humea el puchero. L,as
manos de Salvador, en la cabecera, se alargan encallecidas, serenas,
enormes.

II

Marzo blanquea de escarcha, las noches de helada, los surcos en la


tierra. I^os labradores se levantan tarde. Van al trabajo bien abrigados.
Cuando llueve se quedan en las casas partiendo leña, arreglando enseres,
revisando la maquinaria agrícola. Si salen a la intemperie lo hacen con
un saco doblado en capuchón sobre la cabeza. Al fuego, en las cocinas,
se secan interminables filas de calcetines colgados de cuerdas.
Valentín no se ha levantado. Han pasado nueve meses desde que fue,
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por vez primera, al médico, con su padre. Salvador no tenía más que años
y cansancio, pero él estaba enfermo de verdad. El médico se sorprendió
de su resistencia, de que trabajase con la enfermedad tan adelantada.
La familia lleva gastado mucho dinero, casi los beneficios de la cosecha
pasada, en los tratamientos que requiere la enfermedad de Valentín.
À ti no te enterramos 33

Ahora en la casa, prácticamente, sólo son tres hombres a trabajar, y


Berta, la infatigable Berta. Algo ayuda Salvador, una ayuda pequeñita,
las más de las veces inútil. Valentín ha engordado, se levanta tarde, no
trabaja, no ayuda. Cuando todos van al campo él se encarga de cuidar el
fuego y la comida, de echar el pienso a los animales o de cambiar las
camas de los animales en las cuadras.
Berta pretende hacer la labor del hijo enfermo.
No hay malhumor o disgusto en la familia, mas las cosas han cambia-
do. Falta alegría. Muchas veces Valentín ha sorprendido a su padre cam-
biando impresiones con sus hermanos Cayetano y Tomás sobre las labores
de la tierra. Valentín se da cuenta de que él en una familia de trabajadores
es un trasto inútil, es un ser inservible, una boca más que no da bene-
ficio. Sí, es una boca más, un forastero de estancia permanente que hace,
además, gastar en él mucho dinero.
Suelen preguntarle, cree que con indiferencia, por su estado. Su
padre le dice:
—¿Qué tal te encuentras hoy?
Y Valentín, que se siente casi desfallecer, procura sonreir y le res-
ponde :
—Yo creo que esto marcha. . ,
Cayetano y Tomás le miran como cuando contemplan el campo, desde
lo lejano.
Ezequiel le gasta alguna broma y le llama, de forma cariñosa, al parecer,
vago. Eres más vago, le dice, que la chaqueta de un caminero. La madre
es la única que le anima, que le habla desde la enfermedad, que le obser-
va detenidamente, que le hace tomar en punto las medicinas, los recons-
tituyentes.
Valentín, en el lecho, desde la media mañana hasta el mediodía, se
aburre. Se aburre, también, en el obligado reposo de después de la comida.
Lee periódicos o trozos de periódicos, algún novelucho, algún semanario
infantil. Pero cuando le sube la fiebre y la siente apelotonársele en las
mejillas, en la frente, mira el cielo y el campo tras de los cristales de la
ventana.
Con la enfermedad le ha entrado un prurito de elegancia, y cuando tiene
que ir a la ciudad, al reconocimiento quincenal del médico, se viste su
mejor traje, se peina concienzudamente y pide a su madre algo de dinero.
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Pasea en la ciudad con una muchachita a la que invita a café con leche en
bares de categoría, donde entra con ella, cogida del brazo, simulando un
desparpajo que está lejos de poseer.
La enfermedad lo ha refinado y gusta de ir al cinei La enfermedad,
también lo ha hecho más suspicaz, y en cada gesto, en cada palabra de
34 Ignacio Aldecoa

su padre o hermanos, cuando se refieren a sus idas a la ciudad, cree adver-


tir una reprensión. Una reprensión, calcula, porque está enfermo.
Ya no tose. Sin embargo, se va debilitando su moral de vivir. Piensa
de continuo en la muerte. Cree que le da todo igual, aunque no puede su-
frir nada que se relacione con su persona, que esté hecho o dicho en sen-
tido de protección, porque lo que de verdad no puede sufrir es su propia
inutilidad.
Cuando no hace frío, sale a pasear hasta el río o va hasta las parcelas
donde trabajan sus hermanos. Vuelve de los paseos cansado. El aburri-
miento lo ha hecho observador minucioso. Pasa grandes ratos viendo el
lento avance de sus hermanos en la escarda, mirando el curso tranquilo del
río, avizorando la lontananza. Coge una planta minúscula por punto de
referencia, lanza piedrecillas al agua para hacer ondas, se fija en un reflejo.
Valentín no hace las comidas con su familia. Come aparte. Come mejores
manjares, más apetitosos. Se queja a su madre. Ezequiel, que es un hombre
de humor seco y duro, le sorprendió una vez en su habitual queja, que
practica a solas con Berta, y le dijo :
—No te preocupes, Valentín, que lo tuyo no es nada. Como sigas así,
estáte seguro que nos entierras a todos. Ya verás. Pierde cuidado, que a ti
nosotros no te enterramos.
Luego Ezequiel sonrió.
•—Sí, hermano, a ti no te enterramos.
A Valentín le hizo daño la burla de Ezequiel. Fue el despertar de su sies-
ta de enfermo. Sintió dentro de él una llama de rabia y desesperación.
Pensó en encontrar una colocación en la ciudad. Ya que no servía para el
campo, no iba a ser una carga en la familia. El ganaría su dinero. En la
ciudad hay ocasiones, oficios fáciles para ganar dinero. No es necesario
estar sano. De cualquier cosa se gana más y mejor que en el campo, y..en la
ciudad las cosas son sencillas, poco costosas de trabajo. En la ciudad no
hacía falta ser un hombre de acero, más fuerte que la reja del arado. En la
ciudad...
Llovía la noche en que se le ocurrió proponerle a su padre el asunto de
la colocación en la ciudad. Se estaba bien en la cocina. Los hermanos
bebían, comían y hablaban de las gracias de un muchacho medio tonto del
pueblo cercano. Berta se quedó sorprendida primero, asustada después,
al oír a Valentín. El perro, bajo la mesa, se mordía las patas delanteras
quemadas de picores.
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—Padre —empezó Valentín—: Viendo las cosas bien yo aquí no pinto


nada.
Salvador se extrañó, creyó no entender. Le sonaba aquello como si el
pensamiento de cansancio por la enfermedad del hijo, que hacía tiempo le
rondaba, se transformase de pronto en palabras.
A ti no te enterramos 35

—¿Qué dices, hijo?


•—Que yo aquí estoy sin trabajar, comiendo de lo que vosotros ganáis.
—¡ Pero qué estás diciendo !—interrumpió la madre.
Cayetano y Tomás se miraban uno a otro bobaliconamente. Ezequiel
quiso que aquello tuviera carácter de gracia y después de beber un trago
dijo, imitando la voz de Valentín:
—Valentín, si te pones trágico nos vas a hacer llorar a todos.
—Cállate, Ezequiel —ordenó Berta—, deja que se explique el loco éste.
Fijaron la atención los cinco en Valentín. Este hizo un silencio.
-—Que he pensado trabajar en la ciudad. Tú, padre, que conoces a algu-
no le puedes decir que me coloque. Yo soy capaz de trabajar de depen-
diente en cualquier sitio o de algo en el Ayuntamiento.
—Eso es una locura, hijo. Tú estás bien aquí, con nosotros. Déjate
de tonterías. Tú estás aquí, y cuando lo que hay se acabe, pues se acabó.
1,0 mismo que tus hermanos. ¿Estás enfermo? Pues ya te curarás. Tú
eres labrador y en la ciudad no te vas a encontrar. Además, hasta que
sanes no se puede hablar de nada. Aquí, en el campo, por lo menos,
tienes aire fresco.
Salvador se calló. Algún día tendría que suceder, pensaba. Calculó
que para cuatro las tierras eran muy poco. Alguien tendrá que irse. Y
de irse lo debe hacer el menos labrador, y el menos labrador es Valen-
tín, que había sido el mejor antes. Un enfermo del pecho no puede ser
labrador.
—Mira, padre —habló Valentín—: Yo soy una carga. L,as tierras
para los cuatro son poca cosa. Alguno se casará o nos casaremos y no se
podrá vivir del campo. Os he hecho gastar mucho dinero con la enferme-
dad. Yo me voy a ir.
Salvador agachó la cabeza y defendió lo contrario de lo que pensaba :
—Estas tierras, Valentín, bien trabajadas, dan para cuatro y para seis
casados y como quieras.
—Dan para los que las trabajan, padre.
Salvador enfurruñó el gesto. No veía otra salida a la conversación que
enfadarse porque quería consultar a Berta, solos, en el dormitorio, lo
que pensaba de aquello. Porque quería asesorarse de Berta, ya que él
no veía muy claro en lo que decía, y pensaba como Valentín, creyendo
que el pensar así era falta de cariño por su hijo.
—Valentín, ya hablaremos otro día de esto... No servís, entre todos,
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más que para amolarle a uno. Ya hablaremos. Ahora todos a la cama


que mañana madrugamos. Tú, Tomás, échales un vistazo a los animales.
Berta entendió a su marido y se hizo eco del enfado :
—Andad todos a la cama, que no servís más que para dar disgustos.
Tú, Valentín, súbete un vaso de leche a la habitación. Andad ya.
36 Ignacio Aldecoa

Fuera ya no llovía. Una luna indecisa plateaba el campo, asomando


tras las últimas nubes negras y densas que huían hacia el sur. El perro la
sintió como un aguijón, atiesó las orejas, ladró y quiso salir a la intemperie.

III

Valentín llevaba nueve días en la ciudad buscando trabajo. Valentín


nunca había estado tantos días seguidos en la ciudad. Cuando, en tiempos
pasados, venía con su padre a las ferias, al mercado, a comprar útiles de
labranza, o a herrar los bueyes, Valentín se consideraba ajeno a la ciudad.
Era un hombre del campo con dinero en el bolsillo para gastar. Tendía
la mirada en su torno y le parecía que nadie trabajaba. Veía, creía ver,
a todo el mundo de domingo, inquietos y desocupados, hablándose a
gritos de acera a acera. Valentín sospechaba un paraíso en la ciudad. L,a
enfermedad le obligó después a visitarla a menudo. Se hizo a las calles,
adiestró sus pies, no tropezaba como antes con la gente, sabía pararse en
seco frente a un distraído, hurtar el cuerpo a uno que caminase más de
prisa y en contraria dirección, bajarse rápido a la calzada cuando un grupo
charlatán impedía el tránsito por la acera. Se familiarizó con la ciudad y
se llenó de una cómica soberbia ciudadana.
Ahora Valentín volvía al pasado. Luego de nueve días de buscar tra-
bajo y no hallarlo se encontraba azorado. No sabía lo que pasaba en la ciu-
dad ; se sentía extraño a ella. En el pueblo había dicho a su madre :
—Ya verás, esto se resuelve en seguida. Iré a vivir de fonda.. Te ase-
guro que no pasaré hambre. Con lo que me den de comer, con lo que
compre y me mandéis estaré bien. Encontraré una buena colocación. No
tienes por qué preocuparte.
Salvador le dio mil pesetas, pero no le habló. Estuvieron todos reunidos
en la carretera esperando el coche de línea. Ezequiel le embromaba con-
tinuamente. Cayetano y Tomás miraban al suelo. Berta le aconsejo :
—Si te encuentras mal te vienes. Si no te colocas te das la vuelta. Y
cuídate, cuídate mucho. Tú te has empeñado en marcharte, pues márchate,
pero no hagas locuras. Cuídate, hijo mío, cuídate.
—No te preocupes, madre —añadió Ezequiel—; éste es un raposo vie-
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jo. Se sabrá cuidar. ¿Verdad, Valentín, que te cuidarás?— y le guiñó un ojo.


Por la mente de Ezequiel galopaban los potros de la adolescencia : pen-
samientos sucios y alegres, confusos y complicados.
Valentín besó a Berta y dio la mano a su padre y hermanos. Eze-
quiel, antes de que subiera al autobús, le dijo algo que no entendió y le
A ti no te enterramos 37

amagó con gesto picaro un golpe en el vientre. Se pobló la carretera de


un denso y picante olor de aceite quemado. El autobús dejó tras sí una
nube de humo.
Valentín entra en una taberna. Está anocheciendo. Este mes de julio
es demasiado caluroso. En el campo se han adelantado las labores. Mu-
chos labradores casi han terminado de trillar. Otros tienen amontonados
los haces en almiares esperando turno de las trilladoras alquilonas. Valen-
tín entra en una taberna y se sienta fatigado en el banquillo común pegado
a la pared, No hay clientes. El tabernero, desde el mostrador le pregunta :
—¿Se encuentra usted enfermo?
—No, no, señor. Estoy cansado.
—¿Qué va usted a tomar?
•—Un refresco.
Valentín se levanta lentamente del banquillo y se acerca al mostrador.
Bebe a pequeños sorbos. Paga y sale a la calle.
El refresco le ha dejado sabor a menta en la boca, sabor que relaciona
con el campo. «Allá en casa, sobre las piedras que circundan la era, hay
matas de menta y de ortigas entre las qu'e buscan los pollos lombrices y
gusanillos, a las que llevan los gatos sus presas.»
Valentín piensa en su casa. «L,e advirtieron que podía volver, que
debía volver si no encontraba trabajo.»
Valentín camina sin rumbo, alejándose de las calles centrales. «Volver
no es de hombres. No hay que darse por vencido. Hay que seguir buscando.»
Camina muy despacio. Hace paradas siguiendo el discurrir de su pen-
samiento.
Insconscientemente, Valentín va buscando las calles que llevan al
portal de la ciudad, donde comienza la carretera que va hacia su pueblo.
«Un hombre enfermo, en el campo, es una carga. Un hombre enfermo
de trabajar, en el campo, no tiene seguros, ni retiros, ni nada que le
proteja. En el campo no hay más que trabajo. Quien trabaja, vale. Quien
no trabaja es mejor que se muera.» El portal de la ciudad tiene un farolón,
apagado y torcido, contra el que chocó, hace unos días, un camión. Va-
lentín mira un momento el farolón. Valentín está mirando la ciudad,
apagada para él en el farolón. Luego empieza a andar por la carretera.
«Buenos días, yo soy el hijo de Salvador Muñoz. ¿Se acuerda? ¡ Cómo no !
Vengo a ver si usted tiene trabajo.»
—«Pues mire..., pues ahora..., el negocio..., poco dinero..., no necesi-
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tamos más gente... Y, ¿cómo esto de venir a trabajar a la ciudad teniendo


esa mina de oro del pueblo?»
Los álamos en la noche de julio se agitan al soplo de un viento refrescan-
te. Huelen los campos de los alrededores de la ciudad. Es un aroma para
Valentín de libertad. La torre de la Catedral, al fondo, es triste y negra.
38 Ignacio Aldecoa

Valentín respira fuerte. ((Me llamo Valentín Muñoz y busco trabajo. Y


¿qué sabe usted hacer? Yo, yo soy labrador^ ¡Hombre!... Me llamo
Valentín Muñoz, busco una colocación. ¿Sabe escribir a máquina? No,
señor... Me llamo Valentín Muñoz, sé que necesita usted un.peón. ¿Está
sindicado?... Me llamo Valentín Muñoz...»
La carretera es hermosa. El cielo es hermoso. El campo es como una
hermosa canción. Valentín anda ligero, seguro, de prisa. «¿Cómo me
miraría padre si volviese? No he de volver. Ezequiel se reiría de lo
lindo. ¿Qué tal la ciudad? ¿Ya has gastado las mil que te dieron? Eze-
quiel podría decir que te dimos. ¿Te cuidaste? ¿Qué tal la chica con la
que salías?... ¿La chica?... Esa es otra historia...».
La ciudad queda a espaldas de Valentín, muy detrás.. Volviendo la
cabeza se ve como una aureola roja sobre una mancha negra, sal-
picada de motitas brillantes : el reflejo de los luminosos. Valentín camina.
Valentín va dejando álamos, chopos, olmos y pensamientos tras sus pi-
sadas. Valentín anda; anda una hora o dos o tres. «¿Tú crees que si
vuelves te recibirán bien? Es la familia. No van a cerrarme la puerta.
Les ayudaré en lo que pueda. Claro que les puedo ayudar.»
Valentín se siente cansado. Tose. Hacía mucho tiempo que no tosía.
Tras de los montes está la luna. Cuando asoma a su luz la carretera se
llena de baches. «¿Cuánto habré andado? Con esa luna Negro ladrará.
Negro es el mejor perro que hemos tenido en casa.»
En un olmo viejo hay una chicharra. «Les puedo ayudar. Puedo toda-
vía trabajar. Con cuidado puedo trabajar en el campo. El aire del campo
me viene mejor que estar en la ciudad. Si me cuido un poco puedo tra-
bajar».
Valentín se lleva el pañuelo a los labios. Tose; hay una manchita de
sangre. «De la garganta. Alguna venilla. Trabajar en el campo me sen-
tará bien». Valentín da la vuelta. Lenta, perezosamente, vuelve a la
ciudad. «Mañana cogeré el coche y al pueblo. Mañana estaré en casa.»
Valentín tose de nuevo, tose y camina. «El lugar de trabajo de un
labrador es su tierra. Hay que vivir y morir en la tierra Ae uno. Mañana,
a estas horas, ya estaré en casa.»
Mañana Valentín Muñoz estará en su casa.
El campo está hermoso. El cielo está hermoso.. La ciudad... De la
ciudad, de la lejanía, de las primeras y últimas casas de la ciudad, llega
hasta los oídos de Valentín un cansado ladrar de perros custodios.
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NIÑO FUERTE

por Rafael Sánchez Ferlosio

M IRANDO a la paz temblorosa de las casas, al vacilante color de las


paredes, podía adivinarse la sorda enfermedad. A las paredes páli-
das subía, con el poniente, un rubor apagado de febrícula. L,as tímidas
ventanas respiraban la luz, con un tibio aliento, ligero y fatigado. Alenta-
ba por dentro un mal sin sangre, como un ala seca.
Lucía era poquita y débil, y apenas tenía pechos. No era muy guapa,
pero sus ojos estaban cercados de un anillo de ternura. L,os delicados párpa-
dos eran como nidos, y en sus pestañas reposaba un aire cálido que se
asomaba a las hondas y oscuras pupilas, húmedas de amor. En lo blanco,
ramitas de sangre florecían, como árboles de pena.
El barrio triste escondía, guardaba por dentro su pobreza, apretada al
corazón. Por fuera era compuestito y apañado, y las gentes, de débiles
sonrisas, se saludaban dulcemente, se preguntaban por sus males con voz
menor, como por pequeños resfriados. En la calle, en las escaleras, dentro
de las casas, la débil vida andaba en zapatillas. Compraban el picón a
puñaditos, y los tenderos casi nunca usaban pesas de más de cincuenta
gramos.
Lucía iba con su madre al cafetín, con su peluche y sus espejos de
marco dorado, donde se veía repetida mil veces hasta perderse en una
honda galería verde y oscura. En aquel cafetín había un enorme gato
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rubio rojizo que estaba siempre dormitando en los divanes. Y en el invierno,


las gentes se lo ponían sobre el regazo para calentarse, y el gato les cubría
como una manta y les daba el calor de su gran cuerpo mimoso.
40 Rafael Sánchez Ferlosio

—Juanita, ¿nos quiere usted pasar un poco el gato, por favor?


Y se lo iban pasando por turno a lo largo del peluche, sin que el gato
dejase de dormir y ronronear. Era un animal manso, pasivo y perezoso.
Y así, cuando hacía mucho frío por la calle, todos iban a calentarse con el
gran gato rubio del cafetín. Y los que estaban debajo de él parecían volverse
más chiquitos cada vez y el gato más grande y más grande, con su soño-
liento ronroneo. L,ucía penetraba, huida y silenciosa, por la honda fuga de
espejos repetidos.
En los sobacos de las casas se ensuciaba la luz, se entrelazaba, tejía.
Densa, sombría, aquella luz usada y polvorienta se iba enfriando y cayendo
sobre todas las cosas, se iba poblando y asfixiando en los vanos y sobre las
superficies, con el hormigueo y el hablar de las gentes, con el ajetreo de
los utensilios, con las sombras de la costumbre.
Había vivido siempre pegadita al fogón, latiendo como una larva por el
pasillo oscuro. L,ucía era una larva doliente y embrionaria. Iba sintiendo
todo caer en su memoria, como caen las hojas secas en un estanque quieto y
mísero donde van a parar todos los débiles residuos de la vida. En las
oscuras, verdes, fétidas aguas encerradas, bullían los fermentos. Todas
las cosas muertas se unían al descomponerse, volvían a sus elementos primi-
tivos. Y trabajaban, inertes y silenciosas, creando a lo primero pequeños y
elementales seres que hervían y se agrupaban y se recreaban, muriendo,
en nuevas generaciones. En la oscura charca recóndita, silenciosa como el
ojo verde de la tiniebla, medraba y latía una vida oculta. Y, a veces, se
estremecía aquel ojo con una lejana visión de esperanza, como al mirar
los últimos, fétidos estanques de la muerte, nos parece, algún día, ver
reventarse las aguas de repente y nacer de su fondo sombrío un inmenso
dragón; alegre, claro, poderoso, brillante, que se levanta de la charca
hacia la tierra y el sol.
Por los tibios y mansos ojos de Lucía cruzaba, a veces, un rayo de vio-
lencia. Un rayo lujurioso y cruel que se apagaba contra las tierras, inundán-
dolas. Sólo por eso no quería morir y se quedaba en su larva silenciosa.
Sólo por eso era, alguna vez, terriblemente alegre. Con una alegría extraña
y fuera de sentido, tan fuerte y tan insólita, que llenaba de asombro y de
terror a quienes la veían.

Vestir era el afán más importante, y los hombres tenían siempre su


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sombrero y su corbata. Sobrevivían las ropas a sus dueños. L,os muertos


dejaban sus chaquetas a los hijos, a los vecinos. Y, aun con la pena, pen-
saban las mujeres en las ropas que el muerto dejaba disponibles. El hijo
se las probaba delante del espejo, como una cosa nueva. Y aun palpaba
la tela, después de veinte años, apreciando su calidad. Erau chaquetas
Niño fuerte 41

corporales, llenas de uso y de costumbre, llenas de antiguos cuidados, con


la caricia de la mano que le ha quitado el polvo, con los hombros huesudos
de la silla en sus hombros; con sus solapas condecoradas de recuerdos
invisibles, condecoradas de penas y domingos, de sopas, vino y llantos.
Con sus hombros llovidos como los aleros de los palacios viejos, y sus
bolsillos con la sombra caliente de las manos y el tintineo dormido de las
monedas. Con su mangas humanas con el gesto de los hombres, con las
arrugas de la carne, con los abrazos oscuros. Con sus codos descarnados y
recompuestos, ásperos, rozados y sobrantes como la piel de nuestros codos.
Las chaquetas del gesto hereditario, de la resignación hereditaria, de la
pobreza hereditaria. Heredaban su color pardo y gastado como se hereda
el color de una bandera; de una bandera vieja, de batallas humildes y
cotidianas; como se hereda una bandera de dolor, de servidumbre y de
fidelidad. Heredaban llorando y se vestían con todo lo vivido y lo sufrido
y lo zurcido.

Lucía estaba enamorada de Bernardino. Lo había visto siempre con su


chaqueta y su sombrero, como un muñequito amable del teatro de verdad.
Tan hecho hacia afuera que parecía vivir en un espejo. En sus ojos claros
y tranquilos, en su voz serena y reclinada, habitaba una tan amorosa indi-
ferencia, un tan ingrávido cuidado, que todo el que le oía se sentía ligera
y felizmente elevado de su afán.
Las gentes se movían por el barrio entrelazando sus vidas, sus cos-
tumbres, sus saludos ; pululaban por los portales, por los puestos de ver-
duras ; latían en las alcobas, languidecían en los domingos, zurcían y se
visitaban.
Ella había sabido conocerle a Bernardino, por detrás de los ojos, sus
entrañas de plomo, de estaño chirriante, revueltas y asfixiadas como una
serpiente en un frasco. Sabía que su amorosa, sincera afectación, escondía
una copa de plomo que estaba siempre llenándose con las penas que, por
fuera, consolaba. Lucía lo veía beber, sorbo a sorbo, las amarguras ajenas,
mientras las hacía ingrávidas y felices con su presencia exterior. Ber-
nardino reunía en su copa toda la impotencia y la debilidad de aquel barrio
y la concentraba en un jugo apretado y espeso. Y se iba haciendo el vino,
de tan amargo, más fuerte cada vez.
Las gentes se escondían en la oscuridad de las calles y de sus casas, en
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la mansedumbre de las bombillas y de los aleros, en el calor de la cocina;


huían a lo cerrado. Pero un sudor frío, a veces, un angustioso gris, se
erizaba en los vidrios. Entonces corrían llorando a los escombros, a la
barcaza anclada, al almacén del río y pedían, a gritos, que algo les sangra-
se, y querían ver romperse las casas y los puentes, ver derrumbarse todo.
42 Rafael Sánchez Ferlosio

Y luego enmudecían, encogidos, y se quedaban abrazados a la pequeña


tiniebla de su cuerpo.
Bernardino se conocía tan sólo a medias. El mismo se cunaba en su
apariencia y se enrolaba con todos los del barrio en la dulce conformidad.
Por eso se turbaba delante de Lucía. Se sentía grave y tremendo, como si
todos estuviesen llorando en su entrañas; como si las casas, las ventanas,
los interiores, las sillas, las ropas, los sombreros, las aceras, las colchas,
los ñacos miembros, los cuerpos desnudos, los ojos de los niños, las cien
caras del barrio, pálidas, tímidas, implorantes y cobardes, estuviesen gri-
tando en sus entrañas, arañando, desgarrando sus tejidos interiores, por
salir a la luz. Se sentía velando y recordando mientras todos dormían y
olvidaban. Se sentía pesado y responsable, urgente y desgarrado, con el
peso de todos. La conciencia despierta, el alma desesperada de aquel ba-
rrio vivía en Bernardino, hervía y peleaba.
Todo estaba ajustado, desgastado, completo, y se iba desgranando por
los días, rozándose y palpitando, en las bombillas cubiertas de polvo y
áe lluvia, en las barandas de los balcones con sus geranios y camisetas, en
la luz envejecida de los días sobre lo alto de las calles, en los cristales
cansados, en sus masillas resecas.
Bernardino y Lucía se cruzaban en aquella maraña amortiguada, entre-
chocando sus conciencias sordas y vigilantes, como miradas de cuchillos
negros.
Seguía pasando el tiempo, apurando a la vida más y más, acorra-
lándola en los últimos rincones, donde una imponderable mansedumbre le-
vantaba las frentes todavía y sostenía los párpados exhaustos y alentaba
sonrisas y no quería la muerte. Y, pasados los fríos, la inagotable vida
renacía débilmente otra vez. Como si, al avanzar de la agonía, se fuese
haciendo a cada paso, cuanto más débil, más indestructible. Abrieron las
ventanas y sacaban sus sillas al balcón y lavaban lechugas y se compraron
grillos y canarios y andaban todo el día por la casa con martillos y se-
rruchos, en reformas minúsculas de humildes muebles, de puertas y
repisas.

Al verlo tan vestido y tan vivo en el umbral, Lucía le conoció el rostro


de los días importantes. Bernardino se quitó el sombrero sonriendo. Luego,
fue a hablar y se quebró de pronto. Turbado y descompuesto, lloraba y,
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balbucía sin sentido. Con ojos de loco, la miraba y le dijo:


—¡ Lucía, Lucía ! ¡ Tenemos que tener un niño fuerte ! ¡ Tenemos que
tener un niño fuerte!
El padre de Lucía no dijo nada, y la madre llenó cuatro copitas y
guardó la botella del anís. Y así se hicieron novios Lucía y Bernardino.
'Niño fuerte 4S

El día de la boda, el gato del cafetín abrió un poco sus ojos dormilones
para ver tantos milhojas y tantas servilletas de papel y tanta limonada.

«Tenemos que tener un niño fuerte.» Y el niño ya luchaba por la


casa, esgrimía en los rincones de la alcoba, hería con silenciosas cuchilla-
das la luz y las paredes. Arañaba la cama y los cristales, cantaba en el
amanecer. Saltaba de vientre a vientre, como un leopardo lujurioso. Se
iba cuajando, poco a poco, en sus alientos fatigados.
«Tenemos que tener un niño fuerte.» Y, al fin, se quedó fijo en el
vientre de Lucía. El barrio entero lo gestaba y el aire del verano reposaba
sobre el cielo de las calles, quieto, hinchado, rojizo, como una sandía.
Parió Lucía difícilmente un niño blanco y rubio, tembloroso como un
pichón.
—¡ Dos kilos seiscientos gramos ! —dijo la comadrona ; y añadió sin
entusiasmo : «¡ Buena pieza !»
El padre lo miró, desnudo, con el ombligo rojo. Era hombre, dos kilos
y medio de hombre. Cogió sus manitas; las abría y las veía crecer : fuertes,
seguras, hábiles, tenaces, las veía empuñar las herramientas; las veía ma-
nejando, con destreza, sierras, martillos, cinceles, taladros, fresadoras ; veía
aquellas manitas dominando el trabajo, cubiertas ele rizadas, brillantes viru-
titas de acero. Se volvió hacia Lucía :
—¡ Qué fuerte es nuestro niño !
Le pusieron Eustaquio porque era un nombre que, al decirlo, se que-
daba ahí clavado, firme y entero.
Lucía lo amamantaba, se recreaba al verlo, con el carrillo hinchado o
buceando, hozando como un lechón, ansioso, por sus senos.
El niño fue creciendo con su escasa naturaleza. Los padres lo rodea-
ban silenciosos, yendo y viniendo por la casa. No dormían para que él
durmiese, como con miedo de quitarle el sueño, como si tan sólo hubiese,
en la casa, sueño para él. Detrás de los cristales, el invierno volvía, se
hacía pronto de noche y la calle se quedaba desierta. A oscuras, desde la
cama, tan sólo se entreveía el claro de un farol; en el silencio de la noche
sólo se oía, de cuando en cuando, el chillido de las ratas que salían de las
alcantarillas, corrían y se peleaban por la calle y lebuscaban en la basura.
El niño se estremecía en sueños. Las ratas plebeyas, de oblicuos ojos y
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andar melifuo, furtivas, cautas, avariciosas; con sus risillas crueles; dul-
ces de movimientos; tibias, sádicas, suaves y espeluznantes... Las ratas
adultas y severas ; republicanas, inteligentes, críticas y ejecutivas. Eran
un pueblo independiente.
44 Rafael Sánchez Ferlosio

Un día, alguno dijo :


—Se librará de quintas.
Lucía se volvió como si hubiese oído una blasfemia, y llorando gritaba:
-—¡ Qué se va a librar ! j Ni falta que le hace ! j ¡ Irá, irá, irá ! ! ¡ No
os quiero ver, marchaos! ¡ No me lo miréis más, que me lo estáis gafando,
que me le vais a malograr ! ¡ Fuera, fuera ! ¡ Dejadme con mi niño !
Sí, todavía quería ser aquel el niño fuerte. Todavía luchaba en Lucía
y Bernardino. Pero ya todo se les echaba encima para que no lo fuese.
A nadie se lo querían preguntar. Andaban desvelados, velándole los sue-
ños y las luchas.
Se criaba el lechoncillo entre apurados sorbos de leche, de una teta a
otra, escurriendo las últimas gotitas. Se criaba legañoso y desmedrado,
entre alientos de fatiga, en las sombras exhaustas de la casa, en el sol de
las ventanas que le llegaba tibio y escaso a los miembros, en el barrio
mortecino, frente a las sucias paredes.
Enfermaba con frecuencia y sanaba, rendido de fiebres, más esfor-
zadamente cada vez. Por dos veces se les puso a morir, pero salía adelante.
Fue dejando de ser el niño fuerte ; se fue volviendo el niño que tenía que
vivir, que tenía que vivir como fuese, por encima de todo. Ya no se trata-
ba de su fuerza, tan sólo se luchaba por su vida, desesperadamente.
Se le veía ir subiendo tembloroso, como el que quiere escalar un muro
a toda costa y pierde pie y rueda otra vez abajo y vuelta a empezar de
nuevo, con más trabajo cada vez. Como el que lucha en un pozo por no
ahogarse y subir a la luz. Diez veces tiraba de él la muerte y otras once
subía hacia la vida con su cuerpecillo enclenque y luchador. Y cuanto más
débil y cansado, más necesario y heroico se volvía. Se estremecía en la cuna
su cuerpecillo esforzado ; sus pálidos bracitos se agarraban a la luz de la
casa, queriendo levantarse; se aferraba con las manos al borde de la cuna
y erguía angustiosamente la cabeza y tiraba hacia arriba de sí mismo, va-
liente y obstinado, en la penumbra de la casa, cubierto de moscas que
chupaban el borde pringoso de sus labios. O lloraba con rabia cuando tenía
fuerzas para ello, y su llanto sí que horadaba la casa y parecía ser una ex-
plosión de vigor nuevo, que llenaba a sus padres de esperanza, al verlo tan
rabioso, tan rebelde a morir. Y peleaba seria y agriamente como el que
cumple un arduo y desesperado deber; callado y sin rendirse.
¿Un niño, no era, pues, un ser pasivo que se abandona a la muerte o
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a la vida? ¿Era él quien conquistaba su propia vida con esfuerzo, quien


atacaba a la muerte noche y día como a una sombra inmóvil o un panta-
no de fango ? ¿ Era el pequeño Eustaquio quien luchaba en su cuna, casi
consciente la mirada, casi heroicos los miembros, que se debatían, llenos
de confundida y angustiosa voluntad?
Niño fuerte • 45

Y salió. Sonrió un mañana, miró a sus padres en la luz, cansado y


victorioso de su vida. Luego, volvió a dormirse dulcemente, con un sue-
ño suave, esta vez ingenuo, con mirada de niño, como si se abandonase a
ser niño, sólo ahora, después de haber luchado.

No fue fuerte, pero creció para sus padres vivo y erguido como una lia-
mita de candil. Despertaba temprano, poco antes del amanecer. En aque-
llas tímidas mañanas, se oía su voz como el canto de un gallo que repicaba
alegremente en las paredes del pasillo. Se acercaba a la cama de sus pa-
dres; se reía de verlos dormidos y él despierto. Ponía sus manos sobre las
sábanas y, riéndose aún, les tocaba los hombros y las mejillas. Se enca-
ramaba encima de ellos, los cabalgaba, agarrado a sus pelos como a
bridas. Ellos, medio dormidos, sentían aquella cosa encima, molestando.
Y ya reían ellos también, se escondían debajo de las mantas para defen-
derse de tantos juegos y tirones. Aquel reir se hizo costumbre en
las mañanas, y de tanta risa a veces lloraba Lucía mirando a su hijo.
Lloraba de risa o no sé qué. Y, acordándose, también, durante el día,
le daban prontos de apretarlo llorando —«hijo mío, hijo mío»— y besarlo
furiosamente y soltarlo de golpe, como avergonzada.
Dejaron de pensar si era débil o fuerte, y se atenían cotidianamente a
hacerlo feliz como pudieran. Bernardino no quiso saber más ; trabajaba
obstinadamente, y al salir del trabajo miraba los escaparates dondequiera
que pudiese desear algo para su hijo. Una cazadora de paño para el in-
vierno, cuarenta y cinco pesetas ; un camioncito de lata, siete cincuenta.
Y ya sólo se acordaba de aquello y de sus precios. Trabajaba como si el
trabajo fuese a ir conquistando aquellas cosas, día por día, terca y pacien-
temente.

Bernardino era ujier. Un día jubilaron al que llevaba dos galones. El


secretario de personal llamó entonces a Bernardino. Serio y respetuoso
se quitó la gorra y entró en el despacho. El secretario de personal le pasó
un oficio y le dio la mano. Bernardino enrojeció y, sin decir palabra,
salió afuera. El oficio decía que, por antigüedad y competencia, ascendían
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a Bernardino a primer ujier. Lo demás que decía el oficio no debía ser


importante porque Bernardino no lo entendía.
Dos días lo tuvo callado para estar más seguro. Dos días con su alegría
incierta y secreta, dudando del papel, nervioso y raro en casa, sin decír-
selo a Lucía. Al fin, el día en que ocupó la plaza supo hablar vergonzosa-
mente. Lucía suspiró :
46 Rafael Sánchez Ferlosio

—Ya sabía yo que a ti te pasaba algo. ¿Y para qué me has tenido


intranquila, pensando si sería alguna cosa mala?
—¿Por qué te lo iba a decir, si no estaba seguro? Para hacernos ilu-
siones y que luego...
A Bernardino le daba vergüenza que ella hiciese aspavientos de ale-
gría y lo sacudiese por las orejas:
—-Suéltame, mujer, ¡ qué tonterías! Anda, déjate de bobadas y pon la
cena.
Después de cenar, echaron diez veces la cuenta de lo que subía el
sueldo. Discutían los números sobre el papel y les daban cien vueltas tor-
pemente, sumando y resumando, con pena de que se acabase demasiado
pronto aquel contar. Y se quitaban el papel el uno al otro, el forro del li-
brito de fumar que estaba ya todo cuajado de números. Se acostaron :
—Taqui va a tener ahora lo que quiera...
—Sí, mujer, sí.
Casi le molestaba a Bernardino que su mujer pensase en lo que iba a
tener el niño. El solo lo quería pensar; él solo, avaricioso, se quería recrear
recordando los escaparates. El solo quería ambicionar para su niño y com-
prar. ¿Qué sabía Lucía de todo aquello? De cómo se pasaba el día clavado
a los escaparates, sufriendo por cada cosa que veía, acordándose minucio-
samente de cada precio; pensando ya en cosas que iría a comprar dentro de
dos meses, de tres meses, quién sabe; comparando con lo de otra tienda,
calculando lo que daría más resultado : «...la de los saldos es más barata,
pero la de Pañerías Molina tiene más clase...». Aquella noche había fijado
su imaginación en una gabardinilla de una tienda casi cara : «A lo mejor es
una locura, pero...»
Al día siguiente era domingo. Por la tarde salieron Lucía y Bernardino
con el pequeño Eustaquio. Ya en la calle, dijo Lucía :
•—¿ Por qué no vamos a comprar el galón ?
—¡ Pero, mujer, si es domingo !
—Claro, ya, ¡ qué tonta ! No sé por qué había pensado...
Y es que a Lucía, sin darse cuenta, eso del galón dorado le pareció
como cosa de domingo, como cosa de fiesta, que tendría que estar entre los
molinillos, las cariocas y los gorros de papel. En mitad de la calle, entre
la gente alborotada, Bernardino le sonrió :
—¡ Qué loca eres !
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Y por esta palabra Lucía se sintió, joven aquel domingo y fue feliz
con su marido y su hijo, toda la tarde por ahí, con un paseo y una gaseosa.
Y a la noche Ib besó como cuando era muchacha.
Niño fuerte • 47

—¡ Vete, vete, corre, no estés nunca en casa, hijo mío; toma el aire y
el sol ! ¡ Rompe tu ropa y tus zapatos... te compraremos otros nuevos !
Lucía se quedaba en casa, y a las siete Bernardino volvía. Se sentaban
al brasero. ¡ Quién se acordaba ya del niño fuerte, de aquel niño rígido y
frío, impuesto como un deber; de aquel niño demasiado grande para
ellos! Ahora era Taqui, nada más. El que venía, débil o fuerte, por las
mañanas; el que medraba como podía; el que volvía a las nueve o más
tarde, ya casi entrada la noche y llamaba a la puerta con la palma de su
manita, dos golpes nada más, y decía : «¡ Yo !», con su voz chillona, antes
de que nadie preguntase: «¿Quién es?» Por eso no había derecho a que
se muriese o a que no hubiera nacido, débil y todo como era. Si se libra-
ría o no de quintas, eso qué importaba.
Sentados al brasero, callaban Lucía y Bernardino. Lucía remendaba
y Bernardino se estaba, allí en la silla, fumando cigarro tras cigarro,
mirando como un tonto la pavesa, juntando con el meñique la ceniza
caída sobre el hule, haciéndola un montoncito, alargándolo, luego una
calle por en medio de la ceniza, o recorriendo los dibujos del hule, con los
ojos inexpresivos de quien está pensando en otras cosas. Y miraba a
Lucía, sin verla, de tanto tenerla delante. O la veía, al fin, y se fijaba en
tus manos :
—¿Qué tienes ahí?
—¿Aquí? Nada, una quemadura. •.
—Vaya. ¿Qué es eso? ,
—¿Esto? Los pantalones del Taqui.
—¿Ya los ha roto?
—¡ Qué sabes! Si cada día es más adán.
•—¡ Qué se le va a hacer ! ¡ Que disfrute !
—Sí, pero la ropa cuesta dinero.
—Claro... Oye: ¿No viene?
—Estará al llegar.
Callaban un rato. Bernardino liaba otro pitillo. Lucía se levantaba a
mirar sus pucheros, los revolvía, les añadía agua. Bernardino la miraba.
Lucía retiraba la mano del fuego, bruscamente.
—j Ya te has vuelto a quemar !
—No, esta vez no le ha dado tiempo de quemarme.
Lucía volvía a sentarse, miraba a Bernardino:
—No estés impaciente, hombre, ya vendrá.
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—¡ Como le pase algo!


—No le pasa nada, hombre, siempre estás con lo mismo; todas las
noches viene.
—Sí, pero, ¿y si algún día le pasa?
—Calla, ¡ ¡ ya está ahí ! !
48 Rafael Sánchez Ferlosio

—No; es la de arriba...
—Que no, que es él, ¡ si lo conoceré !
—Te digo que es la de arriba.
Los pasos sé detenían ante la puerta. Lucía sonreía a su marido:
—¿Lo ves?
Bernardino miraba a Lucía con ternura mientras escuchaba. Sonaban
dos golpes en la puerta y luego la vocecita:
—¡ Yo !

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NOVIEMBRE EN LOS HUESOS

por José María de Quinto

L A «Ciudad» terminaba allí, precisamente en aquel lugar, ¡ Dios ben-


dito !, bajo un cielo azul que se les hacía hosco de tanto mirarlo.
Más allá, el campo: un suave y estéril ondular de lomss terrosas,
secas, calvas de hierba y flores. A continuación, ya en la lejanía, des-
dibujado y confuso por la distancia, el cementerio de afilados cipreses, y,
a trechos, entre dunas y calveros, el brillo de los rieles del «tren de las
pulgas», un diminuto ferrocarril que enhebraba los pueblecitos de las
cercanías.
L,a «Ciudad» —conviene insistir sobre ello— acababa donde principia
el hambre; en aquellas humildes catacumbas de los oprimidos, se des-
vanecía y ulceraba junto a las chozas y las cuevas y los montones de
maloliente basura. Era —os lo aseguro— verdaderamente penoso caminar
por allí. Con unos cuantos ladrillos y unas pocas tejas se construía una casa.
Y, si no, escarbando en la tierra, en las laderas resguardadas del viento
frío de noviembre. I,o urgente, en todo caso, era levantar las paredes y
techarlas de algún modo, que luego, con el andar del tiempo, poco a poco,
sin prisas, ya se irían hermoseando las viviendas. Así, al llegar el verano
—pongo por ejemplo—• si había posibles, enjabelgaban con cal las facha-
das, las sombreaban de enredaderas, y hasta, junto a las puertas, caso
de que las hubiera, o, en su defecto, junto a las trincheras de piedra y;
ladrillos, cuidaban maceteros —enormes latas de conservas— con gera-
nios, claveles y matas de hierbabuena.
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50 José María de Quinto

Eran, en total, poco más de catorce familias, al principio hurañas,


recelosas entre sí; pero, después, unidas en las privaciones, ayudándose
y apretándose por darse calor y alientos.
Todos los días, al amanecer, antes de que levantase la tenue neblina,
salían las mujeres de sus agujeros con el frío noviembre en los huesos,
y se ingeniaban el modo de aliñar algo caliente para los suyos. Unas
sopas de ajo, si se guardaba un poco de pan por la noche, nunca venían
mal. Eran mujeres tristes, trágicas, enlutadas, casi todas con un hijo en
el vientre la mayor parte del año. Peinábanse los cabellos, cortos y lacios,
a veces con los dedos, y se desentumecían a los primeros rayos del sol.
Después, prendían una brazada de leña, y con tres piedras, ennegrecidas
por el uso, preparaban el fuego. Y ése era el comienzo. Más tarde, cuando
ya hervía el agua de la sopa, llamaban a los hombres y a los niños.
«¡ Hala, hala; pa arriba !», les gritaban. Y los hombres y los niños, sucios,
legañosos, emperezados, salían de sus madrigueras y devoraban en silen-
cio, mirando hacia el sol que despuntaba por detrás del cementerio de
afilados cipreses.
Sin embargo, no vayáis a creer que la vida era siempre así de monó-
tona. A veces —pongo por ejemplo— en las madrugadas neblinosas,
alguien no podía levantarse; y, entonces, en el silencio, se oía llorar
dentro de una cueva, y, entonces, una cuchara de palo estaba de más.
Otras, por el contrario, el llanto provenía de un niño que ayer todavía
no era. Y más aún. El Julián —pongo por caso— que llegaba borracho
una noche y pegaba a la Encarna, y la Encarna que se guardaba el vien-
tre por que no se le desgraciase el hijo. Y aun más. Un hombre angus-
tiado, que salía por la mañana para ingresar en el Depósito de cadáveres;
o una muchacha que, al cabo del tiempo, volvía de la «Ciudad», a cues-
tas su cansancio y su asco, pálida, pintarrajeada, mortalmente enferma.
Y más, y más, y más, y más.
Pero tampoco vayáis a creer que la vida estaba compuesta ' tan sólo
de eso. No, ni mucho menos. Los domingos —algunos domingos para
ser más exactos—- todo parecía distinto, hasta el despertar. Desde una
torre próxima llegaba hasta ellos un son de campanas y el aire se les
antojaban más puro y transparente. Por la mañana, los hombres y los niños
solían ayudar a las mujeres en lo que buenamente podían. Cortaban leña
y cuidaban de las flores y tapaban un boquete abierto por el viento la
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noche anterior y acondicionaban sus viviendas contra las cercanas lluvias.


Para ello, levantaban trincheras de ladrillos, cavaban zanjas junto a las
puertas a fin de desviar el agua, y cegaban las junturas de las paredes y las
goteras del techo. Entonces sí daba gusto verles trabajar. Se pasaban de unos
a otros las herramientas y cantaban, cantaban durante el trabajo. En cierto
Noviembre en los huesos 51

modo, aquellas blancas mañanas de los domingos eran hermosas de


verdad.
Pero, lo más divertido venía después, por la tarde. Se juntaban, y si,
por un casual, caía algún dinero en sus bolsillos, ya se sabía: al atardecer,
vino y ¡ baile en la explanada! Se divertían mucho, entonces. Ya lo creo.
El señor Nicolás —que había sido marinero o algo así— tocaba el acor-
deón y lo hacía con mucho arte. L,os jóvenes, en el grisáceo atardecer de
murciélagos zopos, bailaban apretados, muy apretados, y algunas parejas,
cuando caía la noche, se perdían adrede por las hondonadas y declives del
terreno. A cazar grillos, decían.
(Y aquí es donde aparece el «Rubiales»)
El «Rubiales», que todavía era chaval, pero que sabía lo suyo,
seguía y espiaba a las parejas, y, luego, o la emprendía a pedradas con
ellas o iba con el cuento a los padres. Más de una vez le partieron la
boca por chivato. Pero, él, ¡ que si quieres arroz, Catalina!, volvía a rein-
cidir y parecía sacarle gusto a las reincidencias.
El «Rubiales» vivía con su madre en una cueva orientada al Sur. L,a
madre del «Rubiales» era alta, seca, tostada, con andares de hombre y ojos
de loca. Desde que se llevaron al marido, iba ya para el año, apenas
hablaba con nadie. Salía de la covacha, se sentaba al sol en el altozano,
y se pasaba las horas inmóvil, mirando a lo lejos, con los ojos claros,
transparentes, traspasados de luz e inexpresivos. ¡ Ni siquiera cuando
pasaba el «tren de las pulgas» cambiaba la dirección de sus ojos !
El «Rubiales» le tenía miedo de verdad. Nunca le acariciaba ni pare-
cía tenerle cariño. El la quería porque ¡ qué leñe !, tenía que quererla,
pero, por las noches, a la luz del candil, más le parecía una bruja que su
madre. Dormía en un camastro, cerca de la entrada. Antes de agarrar el
sueño, gemía extrañamente y tosía con una tos seca en la que no arran-
caba un gargajo ni de casualidad. Pero el «Rubiales», cuando la oía toser
y gemir, no le preguntaba qué le ocurría. Sentía miedo. Una noche
—nunca lo olvidaría— se despertó y vio que su madre estaba arrodillada
junto a él. Ahogó un grito y se hizo el dormido. Ella no debió darse
cuenta y continuó un gran rato de rodillas, mirándole y remirándole. L,e
brillaban los ojos tal si estuviera llorando. Por el ventanuco, abierto en
la tierra, se veía un pedazo de cielo estrellado. ¡ Oh, Dios de los pobres,
aquello sí que fue extraño de verdad ! Al día siguiente, no se atrevió a
decirle nada. ¿ Acaso estaría loca como una chiva ? —pensó para él, y, desde
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entonces, le tomó aún más temores si cabe.


El «Rubiales», hacía apenas un mes, trabajaba de botones en una oficina
de cementos. Ganaba treinta duros mensuales, que entregaba a su madre
como estaba mandado, y el trabajo era bien sencillo. Estarse sentado a la
puerta del ascensor y abrirla y cerrarla y dar los «buenos días» o las «buenas
52 José María de Quinto

tardes», según el caso. El puesto lo consiguió por mediación de la Encar-


na. Se produjo la vacante, y la Encarna, que limpiaba en las oficinas, se
acordó del chaval.
Cuando el «Rubiales» apareció por primera vez en el barrio con el
uniforme, los amigos se chotearon, pero la verdad era muy otra. No había
más que verlo. Tenían envidia de los botones de plata; se les notaba en
los ojos. I^a madre, al verle vestido de ese modo, ni siquiera sonrió. Se limi-
tó a mirarle, le puso la comida y salió del chamizo. Y aquello entristeció
mucho al «Rubiales», que se esperaba otra cosa, y le hizo sentirse muy
solo. Mientras comía, recordó a su padre. Aquel día, cuando se lo llevaron,
Madre bien que le acarició. Fue un atardecer —lo recordaba con pelos y,
señales—. Llegaron dos señores de sombrero. Padre estaba dentro ; mi-
rando cara a la pared. Había pasado la tarde silencioso, tranquilo, como
pensando en algo muy difícil. Los hombres se acercaron a Madre, que se
hallaba a la puerta, y preguntaron: «¿Anselmo Rodríguez?» No le dio
tiempo a contestar. Padre, al oir la pregunta, salió con la chaqueta colgada
del hombro. Se quedó quieto y les miró mansamente. «Anselmo Rodríguez
soy yo»—les dijo. Después dio un beso a Madre, otro beso a él, y volvió
a decir: «Cuando quieran». Nada más. Se puso en medio de los hombres,
y los tres echaron a andar por el camino. Eso fue rodo. Desde el altozano,
vio cómo desaparecían. Estaba oscureciendo. Madre, de pie junto a él,
muda, sin despegar los labios, miraba a lo lejos y le acariciaba de un modo
extraño, como nunca lo había hecho hasta entonces. Se levantó un poco
de viento. En el camino, un perro restregaba su sarna contra un tapial.
«Cochina política», oyó que murmuraba su madre. Después la vio limpiarse
los ojos con la manga, y le dijo: «Vamos dentro... Empieza a hacer frío».
Nada más.

II

Aquella tarde —la tarde en que principia la narración— el «Rubiales»


terminó de comer y salió de la cueva. Madre estaba allá, como siempre,
sentada al sol y mirando a lo lejos. Atravesó las casuchas y se entró en el
camino. La noche pasada, Madre había tosido más de la cuenta. Apenas
le había dejado dormir. Se desgañifaba en la tos, y, luego, gemía larga-
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mente, igual que un cachorro sin perra. El ¡(Rubiales», en aquella ocasión,


también tuvo miedo y no se atrevió a preguntarle. La miró —eso sí— dos
o tres veces, y vio que tenía los ojos abiertos y le daba en el rostro la luz
de la noche. Después, se tapó con la manta y, no sin trabajos, pudo
dormirse.
Noviembre en los huesos 53

Antes de doblar un recodo, el «Rubiales» volvió la vista hacia atrás.


Sus amigos quedaban ya lejos. L,os veía tumbados, cara el cielo, como por
detrás de una leve cortina de polvo. Se miró y consideró los botones de
plata y sonrió tristemente. El «Rubiales», hoy, camino del trabajo, se
sentía'más triste que nunca. Cruzaba las calles y ni siquiera se entretenía
•—como otras veces hiciera— viendo pasar los autobuses de dos pisos ni
mirando a los guardias de la circulación, plantados como estaban con el
casco en su sitio y el pito en la boca. No, hoy era diferente. Caminaba
despacio, lleno el pensamiento de tristes augurios. Su madre debía de estar
enferma. Era muy raro lo que le pasaba por las noches.
Entró en la oficina y ocupó su puesto junto al ascensor. L,os empleados
llegaban con prisas. Fichaban en el reloj y desaparecían por los departa-
mentos. 1,0 de todas las tardes. El «Rubiales» bostezó. El «Rubiales», a
decir verdad, se desenvolvía en su trabajo como con miedos. Aquel salón
de blanda alfombra, con divanes mullidos y dorados relucientes, le imponía
respeto. No podía por menos, cuando estaba allí, que acordarse de la cueva,
y, entonces, sentíase como extraño, lleno de cortedades. Y, luego, aque-
llos señorones, bien comidos y mejor vestidos, que pasaban a su lado sin mi-
rarle, sin ni siquiera contestar a sus «buenos días». Claro que era mejor así.
Porque, cuando, por casualidad, se paraban junto a él y lé preguntaban algo,
se echaba a temblar como un pardillo. Y esto le ocurría a él, al «Rubiales»,
que en el barrio apedreaba a las parejas y aun le quedaban arrestos para
ir con el cuento a los padres.
A las cuatro y cinco, ya tecleaban las máquinas de escribir. Se sentó en
el diván. Allí se estaba bien de verdad. Desde los despachos, le llegaba
un sordo murmullo de voces que lo iba adormeciendo. Se le cerraban los
ojos bajo el peso de una suave modorra. La calefacción... la luz fluores-
cente... aquel calorcillo... Se sentía.tan bien. Antes de dormirse, abrió la
boca dos veces. O tres, que eso no viene al caso.
Le despertó la voz del Director. Estaba allí, a pocos pasos de él, gri-
tando como un demonio, con los ojos inyectados en sangre y a punto de
estallarle las venas del cuello. Al principio, no comprendió bien lo que
pasaba. Se azoró y no daba pie con bola. «¡Este desgraciado, este desgra-
ciado !» —repetía el Director, y a sus gritos abríanse las puertas, y los
ordenanzas y los empleados y las mecanógrafas corrían de un lado a otro,
asustados como corderos.
Aquello le costó al «Rubiales» nada menos que su puesto de botones
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en las «Oficinas del Cemento». Casi en seguida, el Jefe de Personal, solem-


nemente, le había comunicado el despido. El «Rubiales», pálido como un
muerto, de pie en el centro del enorme despacho, escuchó su sentencia y
se puso a llorar. Se acordaba de su madre. Pero, todo fue inútil. En Caja,
le pagaron los días trabajados y no devengados —unas treinta y cinco pese-
•54 José María de Quinto

tas— y salió a la calle. Tenía los ojos escocidos y una angustia que le
corría por el estómago.
El Director —debemos hacerle justicia— a la media hora de haber dado
la orden de despido, ya se había olvidado del «Rubiales». Porque el Direc-
tor —no vayáis a creer otra cosa— no era persona que guardase rencores
a nadie. Tenía sus prontos, eso sí es verdad ; pero en seguida olvidaba.
El Director pulsó el timbre de mesa; una, dos, tres veces. O cuatro, que
eso es lo mismo. Estaba nervioso. Entró el secretario.
—Oiga, Galán —le dijo de sopetón—. Hay que actuar rápidamente. La
partida de cemento, que transportaba el «Monte Facho», se ha hundido y
no estaba cubierta por el seguro.
Aquella tarde, al entrar en la oficina y sorprender durmiendo al «Rubia-
les», el Director iba ya pensando en las pesetas perdidas. Más de veinte
mil, seguramente. No vayáis a creer que eran menos.

El «Rubiales» anduvo como loco hasta el atardecer. Paseó por calles y


calles, se entró en el Retiro, volvió a salir... y siempre con aquella angustia
por dentro del cuerpo. Se sentía desasosegado, todavía con sustos. Pensaba
en su madre, y todos los miedos de los días y noches pasados junto a ella
volvían a sobrecogerle. No, de verdad; no sabía qué hacer ni decir. ¿Volver?
¿Y cómo no? Su madre parecía enferma. Sí, debía de estar enferma. No
podía dejarla. Bajó por O'Donell, en dirección a su barrio, pensando y
repensando en lo sucedido. Veía otra vez al Director gritándole, pero ya
no le parecía un hombre como los demás hombres. Ahora, se lo represen-
taba como a un gigantesco gorila, talmente como uno que había visto una
vez en el cine, hacía ya algunos años. Y a los ordenanzas y empleados y
mecanógrafas los veía también. Pues, claro que los veía. Corrían por los
pasillos queriendo y sin poder esconderse de la fiera, que los perseguía y
daba zarpazos. ¡ Miedo, miedo !, eso es lo que podía leerse en sus ojos,
i Miedo, miedo, miedo! El también lo tenía. Pensó en su padre, en la tarde
aquella cuando se lo llevaron los dos hombres de sombrero.. Su padre siempre
sonreía. Paseaba por el altozano aunque estuviese bien entrado el invierno,
en camiseta, mostrando sus brazos poderosos. El sí que no tenía miedo...
«Albañil —pensó de repente—. Ese es mi puesto. Bajo el sol, en el anda-
mio, igual que padre. Y, al salir de la obra, a la taberna, como hacen los
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hombres de bien.»
Atravesó el Paseo de Ronda. Atardecía. El morado del cielo se derra-
maba dulcemente sobre los campos, allá por el Cementerio del Este. En un
solar próximo, unos chiquillos corrían detrás de una pelota. Se detuvo un
Noviembre en los huesos 55

momento a verles jugar, y después tomó el camino del barrio. A lo lejos,


ya se dibujaban, amontonadas e informes, las casuchas y las cuevas del
hambre. Caminaba despacio, como si no quisiera llegar nunca. Ahora
sentía la angustia y el desasosiego de antes como un malestar físico, igual
que si en el estómago se le estuviera formando un tumor de pus... Des-
cansó un rato junto a un tapial abandonado por donde crecía y se entrela-
zaba la maleza. Volvió a mirar hacia el barrio, gris ceniza en el atardecer,
e inconscientemente apretó los puños. ¿ Por qué ? Después, como en un
parto, sintió por dentro de sí el rumorear de un rencor ronco y oscuro que
le nacía en el pecho. ¿Por qué? Y se pensó hombre, y apretó los dientes.
¿Por qué? Y el barrio y él eran una misma cosa. ¿Por qué, por qué, Dios
de los pobres ?

Madre, en cuanto le vio llegar, entró en la cueva, encendió el candil


y le dio la comida. Después, se sentó en él camastro a verle comer. El «Ru-
biales» estaba sentado en el suelo, frente a ella, pálido, con el corazón des-
bocado. Tardó mucho en decidirse. No encontraba el momento ; pero, al
fin, principió a hablar :
—Madre, he pensado que... si a usted le es igual... Vamos, lo que yo
quiero...
Sentía la mirada de su madre como un peso imposible.
—IyO que yo quiero...
No llegó a terminar. De pronto, sintió que se le venían las lágrimas a
los ojos y no pudo contenerlas. Lloraba con rabia, impotente, repitiendo,
a gritos, la frase :
—i Me han echao, madre, me han echao !
Madre se levantó del jergón.
—¿Qué has hecho, hijo?—le preguntó.
Se hizo un silencio. Madre, alta, tranquila, de pie a pocos pasos de él,
le miraba fijamente, esperando la respuesta. El «Rubiales» se enjugó las
lágrimas.
—Nada, madre. Se lo juro a usted. Me quedé dormido, ¿sabe? El
señor Director, entonces...
Y, según lo contaba, se sentía sacudido por ramalazos de rabia. Llo-
raba a trompicones, convulsivamente. El no tenía la culpa, se lo juraba
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por lo más sagrao. Se había dormido, eso sí; pero, ¿era acaso pecado el
dormirse? Y volvía a llorar y zollipar desconsoladamente.
Pero Madre no le dejó terminar. Poco a poco se había ido bajando
hasta quedar en cuclillas, a su lado, muy pegada a él, tal si quisiera darle
calor. No le dijo nada. L,e miraba en silencio, y, de pronto, ¡ oh, Dios de
56 , José María de Quinto

los pobres!, de pronto, sus manos volvieron a acariciarle como aquella


tarde cuando padre desapareció por el camino. Las sentía andar por su
rostro, por su cabeza, y se le llenaban de alegría las entrañas. Pero fue
tan sólo un instante. Después, sin venir a cuento, Madre se retiró de su
lado y le miró con pena, extraviados los ojos, como dolida por algo que
él no llegaba a entender.

Se acostaron temprano, antes de que en el ventanuco parpadeasen las


estrellas. Mientras se desvestían, Madre le habló. Le dijo que no tenía
por qué preocuparse ; que lo pasado, bien pasado estaba. Y se lo decía
con una voz tan dulce que no parecía salir de su garganta. El ((Rubiales»
se sentía contento y no tardó mucho en dormirse.
Despertó bien entrada la noche. Oyó la seca tos de Madre, y, de vez en
vez, unos gemido lastimeros y hondos. Madre sufría. Como otras veces,
el «Rubiales)) sintió un escalofrío de terror. La cueva estaba oscura y
apenas si clareaba un poco por el tragaluz. Escuchó en silencio. Volvie-
ron las toses y los gemidos, y sintió como si le repercutiesen en su propia
cabeza. Madre sufría. Miró hacia ella. No la distinguía bien. Era un bulto
negro revolviéndose en lo oscuro. Al fin, se armó de valor y saltó del ca-
mastro. Le subía el frío de la tierra por los pies desnudos.
¡ Madre ! —le temblaba la voz., se acercó a ella y hasta se atrevió a
cogerle las manos—¡ Madre !, ¿ qué tiene usted ?
Madre le miró —los ojos abiertos, espantados, brillantes— y retiró brus-
camente sus manos.
—¡ No me toques ! —le dijo secamente—¡ Vuelve a dormir !
Después, dulcificando el tono, añadió:
—Estoy un poco enferma, ¿sabes?... Un poco enferma. . pero, si
pasan los fríos, podremos estar juntos otro año...
El «Rubiales», entonces, miró a través del ventano y vio pasar unas
nubes oscuras. «Mañana tendremos lluvia»—pensó para sí. Y volvió a su
camastro.
i Y volvió a su camastro !
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CABEZA RAPADA

por Jesús Fernández Santos

E RA un viento templado. L,as hojas volaban de un lado a otro, re-


montándose hasta caer de nuevo desde las copas de los árboles.
Kl, con la cabeza rapada al cero, la cara oscura del sudor y el sol,
cubría sus piernas con unos largos pantalones de pana. No había cum-
plido los diez años; era un chico pequeño. íbamos andando a través de
aquel amplio paseo, mecidos por el rumor de los enormes eucaliptos,
envueltos en remolinos de polvo y hojas secas que lo invadían todo : los
rincones de los bancos, las vías... Eran menudas, rojizas, pardas, como de
castaño enano o abedul, y llenaban todos los huecos por pequeños que
fuesen, pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.
Cruzaban sombras negras, luminosas, de los coches; los faros rojos
atrás, acentuando el tono hasta el morado. Y aunque no hacía frío, nos
arrimamos a una hoguera en que el guarda de las obras quemaba ramas
de eucaliptos esparciendo al aire un olor agradable a monte abierto. Allí
estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros pulmones, hasta que el
chico se puso a toser de nuevo.
—¿Te duele? —le pregunté.
Y contestó:
—Un poco —hablando como con gran trabajo.
—Podemos estar un poco más, si quieres.
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Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles, flotando
sobre nosotros, cantando las ráfagas en la copa con un zumbido cons-
tante que, a intervalos, subía; y, más allá del pilón, donde el hilo de la
58 Jesús Fernández Santos

fuente saltaba, se veía a la gente cruzar, la ropa pegada al cuerpo, ínti-


mamente unidas las parejas. El chico volvió a quejarse.
—¿Te duele ahora?
—Aquí, un poco...
Se llevó la mano bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello,
cortada como las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra
vez tenía miedo. Yo también lo tenía, y me esforzaba en tranquilizarle.
—No te apures; ya pasará, como ayer.
—¿Y si no pasa?
—Sí pasa. ¿Te duele mucho?
El guarda nos miraba con recelo, pero no dijo nada cuando nos re-
costamos en el cobertizo de las herramientas. Freía sardinas en una sartén
de juguete. A la luz anaranjada de la llama, el olor de la grasa se mez-
claba al aroma de la madera que ardía.
—Ese chico no está bueno...
—¡Qué va! No es más que el frío.
El chico no decía palabra. Miraba al fuego pesadamente, casi dor-
mido.
—No está bueno...
Ahora no tenía un gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guar-
dó silencio.
—Va a coger una pulmonía.
Me levanté y le cogí del brazo, medio dormido como estaba.
-—Vamos —dije—; vamonos.
Y le fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del
guarda.
Mientras andábamos, por animarle un poco, froté aquella cabeza, mon-
da y suave, con la mano, y le decía :
•—¡ Que no es nada, hombre !
Pero él no se atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás la voz
del otro:
—¡ L,e debía ver un médico !
—Ya lo vio ayer.
Esto pasó con el médico: Como no conocíamos a nadie, fuimos al
hospital, y nos pusimos a la cola de la consulta, en un habitación alta
y blanca, con un ventanillo de cristal mate en lo más alto y dos puertas
en los extremos abriéndose constantemente. L,a gente aguardaba en unos
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bancos a lo largo de las paredes, charlando, algunos en silencio, los


ojos fijos, vagos, en el muro de enfrente. L,a enfermera abría una de las
puertas y decía: «Otro», y el que salía entonces, saludaba a los de la
sala apresuradamente, y el que entraba decía: «Buenos días, doctor».
Una mujer olvidó algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa,
Cabeza rapada 59

sin ver a nadie, sin saludar. Decía: «Se me muere, se me muere...».


Todos miraron las baldosas, como si unos no pudieran soportar la mirada
de los otros, y un hombre joven, de cara cenicienta, maldijo muchas
veces en voz baja.
El médico auscultaba al chico y, al mismo tiempo, me miraba a mí.
Nos dio un papel con unas señas para que fuéramos allí al día siguiente.
—¿Tú eres hermano?
—No.
Al día siguiente no fuimos a donde el papel decía.
Se inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en
el costado. Sudaba por la fiebre, y toda la frente brillaba brotada de
finas gotas. Yo pensaba: «Está muy mal. No tiene dinero. No se puede
poner bien porque no tiene dinero. Está del pecho. Está tísico. Si pidiera
a la gente que pasa, no reuniría ni diez pesetas. Se tiene que morir. No
conoce a nadie. Se va a morir porque de eso se muere todo el mundo.
Aunque pasara el hombre más caritativo de la tierra, se moría.»
Reunimos tres pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en calor.
—Con el calor se te quita.
Era un café vacío y mal alumbrado, con sillas en los rincones. L,a
barra estaba al fondo, de muro a muro, cerrando un rincón, con el cama-
rero más viejo sentado, porque padecía del corazón y sólo para los buenos
clientes se levantaba. Tres paisanos jugaban al dominó. Llegaban los
sones de un tango entre el soplido del exprés y los golpes de las fichas
sobre el mármol.
Sólo estuvimos un momento; lo justo para tomar el café. Al salir,
todo continuaba igual: el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hin-
chados; los otros, jugando, y el que andaba en la radio, con los botones
en la mano. L,a música y la luz parecían ir a desaparecer de pronto;
todos graves, los rostros oscuros. Viéndolos por última vez, quedaban
como un mal recuerdo, negro y triste.
En el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a quejarse y se quiso
sentar. Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, robusto, y
apoyando en él la espalda, se puso a llorar. De nuevo acaricié la redonda
cabeza, y al bajar la mano me cayó una lágrima. Lloraba sobre sus rodi-
llas, *obre sus puños cerrados en la tierra.
—No llores —le dije.
—Me voy a morir.
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—No te vas a morir, no te vas a morir...


EL LOBO AULLA

por Manuel Pilares

T EVO y Kosé eran leñadores.. No tenían vicios. No bebían. No fu-


maban.
—No mujeres.
Cuando bajaban al llano, a la plaza donde vendían la leña, nunca fal-
taba un guasón que les hablara de mujeres. Y ellos contestaban :
—¡ No mujeres ! Mujeres comer mucho y no trabajar nada.
Tevo y Kosé sólo pensaban en comer. Se pasaban horas y horas sin pro-
nunciar una palabra; trabajaban lentamente, caminaban lentamente y co-
mían muy lentamente, triturando, mascando, diluyendo la comida como si
en el vientre tuvieran raíces en vez de intestinos. Semejantes a los árboles,
sus únicas preocupaciones eran las nevadas y el viento frío. Sus largas bar-
bas, sus nervudos brazos acentuaban este parentesco vegetal. Y cuando
volvían del bosque cargados con voluminosos haces de leña, el parecido
adquiría un impresionante vigor.
Tevo y Kosé vivían en una choza situada en el centro de Socanga,
pequeñísima aldea del concejo de Lena, en plena cordillera Cantábrica.
Dentro de la choza no tenían más que una enorme perola de hierro y
dos montones de sacos. No tenían bancos, ni platos, ni tazas, ni camas-
tros. Un par de hachas, un par de navajas y un par de cucharas, era
todo el mobiliario que poseían. Con los sacos hacían los asientos y las
camas. Y en sacos, colgados del techo de la choza, guardaban las pro-
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visiones.
Hasta que llegó la guerra, los vecinos de Socanga estaban en la creen-
El lobo aulla 61

cia de que Tevo y Kosé eran tontos. En tiempos de paz, la vida de Tevo
y Kosé se desenvolvía en completa calma. Solían tener tres o cuatro sacos
mediados de subsistencias bien sujetos por gruesos alambres. Los rato-
nes jamás pudieron roerles un trozo de pan. Tevo y Kosé, después del
trabajo encendían el fuego, llenaban de agua la perola, preparaban la
comida, y tomaban asiento sobre una pila de sacos vacíos, Luego,
descolgaban la perola, sacaban del bolsillo la navaja y la cuchara y
comían. Comían... Después extendían los sacos en el suelo y se tumbaban
a dormir.
Esa fue su vida desde que, muy jóvenes, se quedaron huérfanos. Pero,
cuando estalló la guerra civil, las cosas cambiaron para todos. La gente
no compraba leña; los comercios, agotadas las existencias, cerraron. Tevo
y Kosé resistieron el otoño gracias a las patatas, el maíz y las castañas
que pudieron robar. Pero vino el invierno. En los huertos no había ni una
hoja de verdura, en el techo de la choza no quedó colgado ni un solo saco.
Tevo y Kosé conservaban el fuego y la perola. La llenaban de agua. El
agua hervía. Hervía y se consumía. Tevo y Kosé iban a la fuente y vol-
vían a llenar de agua la perola. Y una noche, cuando el hambre se hizo
insoportable, oyeron ladrar a un perro. Tevo y Kosé llevaban varios días
sin comer. Por el tragaluz de la choza se asomaba un trozo de noche. El
perro seguía ladrando. Tevo sacó la mano por el tragaluz y la retiró pre-
suroso como si hubiera tropezado con un montón de clavos.
-—Afuera haber frío.
Kosé también sacó la mano por el tragaluz.
•—Sí. Afuera haber mucho frío.
El perro volvió a ladrar. Entonces Tevo se acordó de los lobos.
-—Los lobos comer y no trabajar—murmuró.
—No trabajar y comer—repuso Kosé como un eco.
—Sí. Y luego los lobos cuando no tener comida ponerse a aullar.
—Sí. Los lobos no trabajar. No pedir. Aullar cuando no tener comida.
—Sí. Y cuando no tener comida los lobos aullar así: ; Auuuu... !—dijo
Kosé lanzando un largo aullido.
—Así: ¡Auuuu...!—gritó Tevo más alto.
—¡ Auuuu... !—rivalizó Kosé.
—¡ Auuuu... !
—¡ Auuuu... !
El aullido de uno lo intentaba superar el otro. Cada vez más terrible.
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Cada vez más feroz.


—¡Auuuu...! ¡Auuuu...!
Y los aullidos rebotaban en todas las puertas, en todas las ventanas,
en todos los tejados de la aldea. ¡ Auuuu...! ¡Auuuu...! ¡ Auuuu...! La
aldea despertó atemorizada. ¡Auuuu...! ¡Auuuu...! Muchos vecinos se
62
Manuel Pilares

tiraron de la cama. Los más decididos salieron al camino armados con


hoces y palas de dientes. ¡ ¡ Auuuu !! ¡ ¡ ¡ Auuuu !!! Los aullidos salían
de la choza de Tevo y Kosé. Se repetían escalofriantes, como si una
rabiosa jauría hubiera confundido al cielo con una manada de jabalíes.
¡¡Auuuu...!! ¡¡Auuuu...!! Alguien propuso acercarse y ver qué su-
cedía. La puerta de la choza fue abierta violentamente. Tevo y Kosé
rígidos, erguidos al lado del fuego, miraban al techo y aullaban enloque-
cidos. Tenían las barbas erizadas y los ojos desorbitados, como si los
azotara un vendaval: ¡ ¡ ¡ Auuuu...!!! ¡ ¡ ¡ Auuuu...!!!
Cuando a fuerza de bofetadas y golpes los hicieron callar, alguien se
atrevió a preguntarles:
•—¿Pero qué demonios os pasa?
Kosé respondió con voz cansada y ronca:
—Los lobos cuando no tener comida ponerse a aullar,
—Sí. Los lobos aullar cuando no tener comida—confirmó Tevo.
Los vecinos salieron humillados de la choza. Momentos después, al-
gunos volvieron con patatas y otras provisiones.
Tevo y Kosé prepararon la perola.
—¿Tevo?
—¿Qué?
—Cuando los lobos tener barriga llena no aullar.
Tevo y Kosé comían. Comían...
—¿ Tevo ?
—¿Qué?
—Los lobos no ser tontos.
—Sí. Los lobos no ser tontos.

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TEATRO

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LA VOZ DE DENTRO
(Drama irrepresentable)

por Luis Delgado Benavente

ACTO ÚNICO

(DORMITORIO modestísimo y destartalado. Ventana en el foro por


la que penetra la luz gris de una mañana de lluvia. En un rincón, lavabo
portátil y, junto a él, el correspondiente jarro de agua. Sobre unas sillas,
ropas de hombre y de mujer. El ambiente es sórdido y triste.)
(EL, sentado en la cama, despeinado, y con la cha-
queta del pijama aún, se calza perezosamente los
zapatos. En el lecho, ELLA, la mujer, duerme.
Fuera, repiquetea la lluvia.)
voz DE DENTRO ¡ Uf, qué húmedos están!... ¡ Y con estos agujeros!...
¡ Bueno me voy a poner ! ¡ En fin, alguna vez los arre-
glaré, porque comprarse otros zapatos !...
(EL bosteza.)
i Qué sueño ! ¡ Y qué frío !... De buena gana seguiría
durmiendo, durmiendo sin parar... ¡ Ah ! ¡Qué cansado
estoy y qué harto de todo!...
Si ese tipo gordo, amigo de Pedro, se quedase con la
camioneta..., aunque somos tres a repartir..., por lo me-
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nos, dos mil o dos mil quinientas, sí que podría meterme


en el bolsillo.
Pero, ¡ quiá !, no caerá esa breva...
(EL se pone en pie. Con paso lento avanza hasta
5
66 Luis Delgado Benavente

el lavabo. Estira los brazos, se despereza. En-


ciende una bombilla que luce, mortecina, encima
del espejo.
Luego, con igual parsimonia, prepara los uten-
silios de afeitar.)
No. No te hagas ilusiones, muchacho. Ese tipo com-
prará la camioneta, ¡ claro que la comprará ! Pero no la
que tú le ofreces. L,os negocios, amigo, no se han hecho
para ti. ¿ No te has enterado todavía ?
Tú, la vida te la tienes que ganar a empellones, a
codazo limpio.. Como se la ganan los otros, los que,
como tú, han venido a este mundo a arrimar el hombro.
¡ Si así ha sido siempre !- ¡ Y siempre será, aunque, de
cuando en cuando, algún papanatas intente convencerte
de lo contrario ! ¡ Sí, hombre, sí, hay que tener suerte !
Y, sobre todo..., ¡ suerte para nacer ! ¡ Pues ahí es nada !
¡ Que no hay diferencia entre nacer en este sitio o en el
otro !...
(Pausa breve.)
De todas maneras, ahora caigo... No, no me puedo
sacar las dos mil quinientas. En realidad.... sí, somos
tres. Pero, ¿y mi primo? El fue quien me avisó de lo de
Pedro. Naturalmente, habrá que contar con él. Ahora,
los otros..., los otros no querrán saber nada de esto.
¡ Bah, no hay que darle vueltas ! Al final seré yo quien
tenga que repartir lo mío con él...
EL (Buscando.) ¿Y el jabón?
(Lo encuentra. Se lo extiende por la cara.)
voz DE DENTRO Podría no decirle nada de la operación, pero..., si se ven-
de la camioneta..., en seguida se enteraría y...
¡ Bah, qué estupidez ! No sé para qué me estoy ma-
reando en hacer cuentas, cuando lo más probable es que
llegue allí y me diga Pedro que el tipo se ha desenten-
dido de nosotros y que no hay nada que hacer. ¡ Siempre
ocurre lo mismo !...
(ELLA, en la cama, dormida como está, da me-
dia vuelta. Rechinan los muelles del colchón. Por
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el espejo, EL la ve. Detiene un instante el enjabo-


nado y queda mirándola, pensativo.)
¡ Mal negocio hiciste conmigo !
(EL sonríe con tristeza.)
Es verdad que te quiero, sí. Sí que lo es. Y, sin em-
La voz de dentro 67

bargo..., si yo hubiera sido un hombre, un hombre de ve-


ras, debía haberme apartado de tu camino apenas te
conocí. Tú no tenías por qué compartir esta miseria,
esta inquietud de cada día. Soy un necio que para nada
valgo. Un inútil, incapaz de mantenerse. Ni siquiera tu
amor —no comprendo cómo puedes amarme—, ni siquiera
tu amor me da fuerzas para romper con este desmayo sin
remedio de mi voluntad. Quisiera..., ¡ no sé lo que quisie-
ra ! ¿L,o he sabido, acaso, alguna vez ?... Sólo sé que tu re-'
signación me entristece. Y que, detrás de esa tristeza, no
hay estímulo. Sólo hastío, cansancio, amargura. Soy un
cobarde. Un cobarde, un cobarde...
(EL acerca su rostro al espejo. Quieto, perma-
nece fijo, mirándose ahora a sí mismo.)
EL (En voz muy baja.) Un cobarde... Un cobarde...
(Luego su expresión se hace evocadora.)
voz DE ELLA (Alegre.) ¡No importa! Tenemos que casarnos, ¿no lo
comprendes ?
VOZ DE EL Sí, tenemos que casarnos. Pero...
VOZ DE ELLA ¡Déjate de peros!... Una vez casados, verás cómo los
obstáculos se vencen mejor.
VOZ DE EL Sí, es posible...
VOZ DE ELLA L,os dos juntos sabremos ayudarnos el uno al otro. Todo
será más fácil así. ¡ Mucho más fácil ! Lo angustioso es esta
soledad de cada uno, este esperar aislado. Cuando tu
vida y la mía sean una misma cosa...
VOZ DE EL Nada habrá que nos impida ser felices. ¡ Nada ! ¿Verdad
que no ?
(EL rompe su inmovilidad. Prosigue el enjabo-
nado de la barba.)
VOZ DE DENTRO i Qué lejos quedan esas palabras ! Y, a pesar de la dis-
tancia, a pesar de los años, ahora, en este instante, te
suenan dentro del alma como si estrenaran, de pronto,
el optimismo de su promesa. ¿ No es cierto ?
VOZ DE EL Nada habrá que nos impida ser felices. ¡Nada! ¿Ver-
dad que no ?
VOZ DE DENTRO ¿ Y creías en esas palabras cuando las pronunciaste ?
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(A través del espejo EL vuelve a detener sus


ojos en ELLA, la mujer, que duerme.)
Difícil contestar, ¿eh?
(Irónica.) ¿Difícil? ¿Realmente difícil? No. Sólo hace
falta sinceridad. Valor para llegar hasta...
68 Luis Delgado Benavente

¡ No ! ¡ No ! No era sucio deseo. ¡ Eso no ! Yo quería


ser feliz contigo. Quería que tú fueses feliz conmigo. En-
tonces pensaba que esa felicidad podríamos lograrla ple-
namente, tú y yo, unidos para siempre. Yo, tal vez, lo que
necesitaba era un entusiasmo inmediato, constante, la-
tiéndome sin cesar al lado. Ese entusiasmo —el tuyo—
me infundiría ánimo, coraje, energía. Podría convertirme
en hombre fuerte y decidido. Acabar de golpe con mi
blandura y mi desaliento, Tú eras esa esperanza. L,a pre-
sentía en tus ojos, ahora cerrados por el sueño.
Aunque no me oyes, yo quiero decírtelo : Nunca te he
engañado. En todo caso si te engañé, también me engañé
a mí mismo. Soy así, como soy, como me duele ser. ¿Crees
que no querría ser otro ? ¡ Ya lo creo que querría ! Pero
serlo, también, para ti. Sin ti, no. ¡ Nunca ! ¡ Nunca !
EL ¡ Nunca !...
(EL se sorprende de oírse. Luego, con gesto
autómata, reanuda el enjabonado.)
VOZ DE DENTRO ¡ Qué extraña la voz de uno en el silencio, sin nadie que
nos oiga !... ¡Y qué extraño también encontrarse ahí, en
el espejo, fijos tus ojos en tus ojos, mirándote a ti mismo !
Verte como verías a otra persona, y estar, sin embargo,
viéndote a ti. A ti, como te ven los otros, los que te igno-
ran, los que creen conocerte. Sí, así eres tú. Por fuera,
sin la zozobra de tu interior... Tú, hueco, vacío, ausente,
Imagen y recuerdo..., nada más.
(EL deja el enjabonado. Lento, parsimonioso,
abre la navaja de afeitar. La pasa y la repasa por
el cuero del suavizador. De cuando en cuando
bosteza.)
¡ Si se vendiera la camioneta !...
voz DE ELLA Mira, como lo de la camioneta te salga bien, lo primero
que vas a hacer es comprarte unos zapatos, ¿sabes?
Esos que llevas los tienes ya imposibles. ¡ No me gusta
que vayas así a los sitios! Parece que no, pero... el ir
presentable... hace mucho,
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voz DE EL ¿Y los tuyos?


voz DE ELLA ¡ Huy, hijo ! Los míos aun pueden tirar bastante. Des-
pués de todo, ¡ para donde tengo que ir yo !...
(EL torna a mirar a ELLA, que sigue dur-
miendo.)
La voz de dentro 09

voz DE DENTRO (Dolida.) ¡ Para donde tienes que ir tú !... Sí, ya sé que
no vas a ninguna parte, que no te llevo a ningún lado.
Que estamos aquí los dos pudriéndonos, asfixiándonos de
tedio, viendo pasar los días uno tras otro, sin esperanza
alguna que los conforte. 1,0 sé. No necesitas decírmelo.
Y, menos, con ese tono resignado.
¿Piensas que no advierto cuánta lástima, cuánta com-
pasión hacia mí se encierra en él? Pues te equivocas.
Me he dado cuenta en seguida de ello. ¡ Y no acepto tu
compasión ! ¿ Te enteras ? ¡ No la acepto !
(Sosegada.) ¿No comprendes? No he sido yo el que
eligió esta existencia absurda. L,a vida que imaginé para
ti y para mí, ¡ era tan distinta ! Y podría haber sido igual
que la imaginé. Igual, sí.
Me tomas por un soñador, ¿ verdad ? ¡ Bueno ! No voy
a negarte que lo sea. Pero también has de admitir que
otros lo son. Y que la única diferencia, entre ellos y yo,
está en que ellos vieron sus sueños realizados, y los míos,
en cambio, siguen siendo sueños aún. ¡ Todo en la vida
nos volvió la espalda !...
Antes te he dicho que era un cobarde. Y hasta, en voz
alta, me sorprendí a mí mismo llamándome cobarde. No
sé por qué lo dije. Porque no creo que lo sea. Si fuese
un cobarde no estaría aquí, contemplándote a través de
este espejo. Estaría... lejos, muy lejos. Sí, estaría...
muerto.
¡ Pero por ti, por ti vivo ! Únicamente, por ti. No lo
sabes, claro... Nunca pudiste sospechar que yo... Y,
sin embargo, así es. Aunque no lucho, aunque el peso
del mundo va destrozándome el corazón, yo vivo única-
mente por ti. Y tú, de todas las ilusiones que han ido
deshaciéndose durante estos años amargos, eres la única
que aun queda intacta.
Pero nada de esto sabes. Si acaso... sólo lo presientes.
Mi estúpido silencio, ¡ es tan terco! Verdaderamente,
tienes razón en reprocharme las pocas alegrías que te
doy. Y, en cambio, ¡ qué pocos disgustos te evito ! Créeme
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que lo siento. No me gusta ser así. Y, menos aún, ser


así contigo. Perdóname...
(EL empieza a afeitarse. De nuevo es evocadora
su expresión.)
voz DE EUvA (Molesta.) ¡Perdóname, perdóname!... ¡Siempre estás
70 Luis Delgado Benavente

pidiendo perdón por todo ! ¿ Por qué no piensas las cosas


antes de decirlas ? ¿ O imaginas que nada de cuanto digas
tú puede ofenderme ? ¡ No sé qué motivos te he dado
para que !...
voz DE EL (Suplicante.) ¡Mujer!... Olvida lo que te dije. Reco-
nozco que ha sido... algo muy tonto... Algo que ni yo
mismo me explico cómo...
VOZ DE ELLA ¡ Cómo te vas a explicar ! Ni tú ni nadie se lo explica-
ría. ¿Es que te he faltado yo alguna vez? Di, sé sincero.
VOZ DE EL ¡ Oh, por favor !...
VOZ DE ELLA ¡ No ! ¡ Contesta ! Necesito que me lo digas Quiero
saber...
VOZ DE EL No quieras saber nada, ¡ Déjame, te lo ruego ! ¿No com-
prendes? Estoy harto. Harto y reharto de poner buena
cara, de sonreir a todo el mundo..., de fingir constante-
mente. Contigo, ¡ déjame que sea como soy !
ha única explicación que se me ocurre darte, es que...
te quiero. Sí, que te quiero. En realidad..., pagué contigo
la indignación que me produjo la insolencia de ese...
¡ Bueno ! También es cierto que... me pareció te agradaba
despertar en él...
VOZ DE ELLA (Incrédula.) ¡ No ! ¡ No me digas que !... (Rompe a reir.)
VOZ DE EL Sí. Eso fue... Nada más que eso. Aunque no quieras
creerlo.
VOZ DE ELLA ¡Pero !... ¡Tú..., tú !... ¿Celoso tú? ¿Y de...? .
(La VOZ DE ELLA ríe sin cesar. Como fondo
a las palabras de la VOZ DE DENTRO, la risa
perdura hasta irse apagando lentamente.
(EL sigue afeitándose.)
VOZ DE DENTRO Sí, es absurdo. Tienes razón en reírte. Y, sin embargo,
desde entonces, la fría mirada de aquel hombre no se
aparta de mí. Cada mañana, cuando me lo encuentro, y
me saluda, a través del gesto amable, yo sólo veo sus
ojos. No como son, sino como eran aquella tarde cuando
te miraron. Y una náusea incontenible me invade y en
oleaje angustioso me llega a la garganta. L/e odio. L,e
odio hasta desearle la muerte. Sospecho que él ha adivi-
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nado mis sentimientos. ¿Por qué si no esa sonrisa suya


de desafío, apenas perceptible ? Me alegro. Me alegro
que él sepa lo que yo siento hacia su persona. Todo en
ella me da asco y me repugna. Rezuma tanta vanidad,
tanta pedantería... Es un cursi. ¡Con ese trébol de bri-
La voz de dentro 7L

liantes prendido en la corbata!... ¿Y qué? ¿Es, acaso,


un reclamo de lo que él puede dar ?
(La lluvia, fuera, arrecia.)
¡ Bueno te vas a poner hoy ! ¡ A ver, hombre, si ven-
des esa camioneta !... Si hubiera suerte podrías comprarte
los zapatos. Y comprarle otros a ella también. ¡ Y hasta
echar una canita al aire ! Comer fuera, un día, los dos...,
llevarla al cine... No es mucho, realmente, lo que pides.
Y, sin embargo...
(EL se detiene con la navaja en el aire. Fija,
una vez más, sus ojos en ELLA, a través del espejo.
Como en eco lejano resurge la risa de la mujer.)
VOZ DE ELLA ¿Celoso t ú ? . . . ¿ Y d e . . . ?
(Pausa breve. Cesa la risa!)
VOZ DE DENTRO {Temerosa.) ¿No dijo su nombre? Sí, lo dijo... Ahora
recuerdo... ¡ I<o conoce! Y, sin duda, por eso él... la
miró de aquella manera...
¿Cómo dijo que se llamaba? Era algo así como...
Eulalio..., o Eusebio... ¡Qué raro!... Nunca me habló
de él. ¿De qué se conocen?...
(Maquinalmente, EL reanuda el afeitado.)
¿Eusebio?... ¿Era Eusebio?...
¡ Oh, pero qué estúpido soy ! ¡ Cómo iba a decirme su
nombre si, precisamente, lo que me dijo fue que no lo
conocía de nada ! Ese nombre debe sonarme de otra cosa.
¿ Qué fue lo que me contestó ?...
(Pausa breve.)
VOZ DE ELLA ¡ Ni idea, hijo ! No sé quién pueda ser.
VOZ DE DENTRO ¡ Sí, eso fue lo que me contestó ! Y luego... luego hizo
también algún comentario sobre el alfiler de brillantes,
sobre ese trébol que lucía en su corbata y que yo pen-
saba si sería falso. Me aseguró que no. Que eran unos
brillantes buenísimos... Y ella entiende bastante de eso.
¡ Pobre ! ¡ Con lo que siempre le han gustado a ella
las piedras, y los broches, y los collares !...
(Los ojos de EL buscan en el espejo la imagen
de ELLA, que se encoge dentro de la cama.)
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¡ Bien que lo siento, no creas ! ¡ Hubiera disfrutado


tanto regalándote..., ¡qué sé yo!..., unos simples pen-
dientes aunque no fuera más!... Pero..., ¡sí, sí!...
¡ Bueno se nos ha puesto todo !... ¡ Como para comprar
pendientes!... Claro que... si ese tipo de la camioneta
72 Luis Delgado Benavente

se diese bien... Sí, por trescientas o cuatrocientas pese-


tas, yo creo que unos pendientes medio regulares... no
será difícil encontrarlos... Y, hasta buscando, quizás
por menos.
¿Sabes lo que te digo? : Que tendrás pendientes.
Me imagino ya lo que me dirás:
voz D E ELLA ¡Pero, hombre!... Sí, son monísimos. ¡Claro que me
gustan! Me encantan. Pero... no debías haberte gastado
el dinero en esto. En cuanto tienes algo... eres como un
chiquillo : ¡ a despilfarrar !...
VOZ DE DENTRO Como si lo viera. Seguirá regañándome un poco más.
Después, se pondrá los pendientes y estará contemplán-
dose, con ellos, un ratito en el espejo.
Aquí mismo, aquí mismo, lluego se volverá y me pre-
guntará, sonriéndome :
VOZ DE ELLA ¿Te gustan?
VOZ DE DENTRO ¡ Ojalá venda la camioneta !...
(Deja la navaja y se enjabona de nuevo la cara
con la brocha.
Otra vez chirrían los muelles del colchón. ELLA
se arrebuja, hundiéndose aun más en el embozo. En
EL brota una sonrisa tristona y dulce,)
¿Tienes frío, verdad?
(Abandona el afeitado y, silencioso, pausado,
EL se dirige a una de las sillas. Retira un abrigo y,
cuidadosamente, para no despertarla, L· echa
sobre la cama, sobre la mujer.
Un leve estremecimiento de agrado se per-
cibe en ELLA.)
ELLA {Susurrante, dormida.) Gracias... Eugenio.
{La voz de ELLA invade la escena de risas.
EL, inmóvil, fija la mirada en ELLA, parece
olvidado de sí mismo. Está oyendo, por dentro, el
gritar de voces que ya no comprende.)
VOZ DE DENTRO ¡ Eugenio ! ¡ Eugenio !...
VOZ DE ELLA ¡ No me digas!... ¿Celoso tú?... No sé quién pueda
ser... No tengo ni idea, hijo... {Ríe, ríe cada vez más.)
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VOZ DE DENTRO ¡Si vendiera la camioneta!...


VOZ DE ELLA Los dos juntos sabremos ayudarnos el uno al otro. Todo
será más fácil así...
VOZ DE DENTRO ¡Eugenio!... ¡Eugenio!... ¡Sí, ese era el nombre que
no recordaba!... ¡Se conocen!... ¡Se conocen!...
La voz de dentro 73

voz DE ELLA {Susurrante.) Gracias..., Eugenio... Gracias..., Eugenio.


Gracias...
(Llueve.
EL permanece rígido, inmóvil.
ELLA, dormida, sonríe.)

TELÓN

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CRITICA

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LA PLÁSTICA CON SANGRE
ENTRA
por Juan Antonio Gaya Ñuño

P ROLOGO PESIMISTA. — Trataremos de que estas páginas, ideal-


mente coloreadas y turgentes de REVISTA ESPAÑOLA, sean una
historia —historia vibrada y palpitante— de todas las pulsaciones,
alzas y bajones del Arte Español de nuestros días; trataremos de
que el erudito del siglo xxin haya de recurrir a nosotros en su propó-
sito de hallar un índice útil para las investigaciones que entonces tendrán
caracteres pluscuamdoctorales y que hoy no son sino fáciles rasguños a
vuelapluma. Bien que no será menester recurrir al siglo xxm para que
la vuelapluma se convierta en historia; ya casi lo es ahora. Debiéramos
andar todos convencidos de que cualquier hecho contemporáneo es histo-
ria en mantillas, pero, precisa y definitivamente, historia. Ahora bien,
no haremos mucho con mantener esta creencia unos pocos profesio-
nales de la pluma. Es noción que debe trascender de las minorías y saltar
a lo mayoritario, crear conciencia general.
Pero, en presencia de la pretendida y esperada conciencia, o, mejor,
en su búsqueda, el crítico se ennegrece de pesimismo. Parece cosa cierta
y probada que jamás, desde tiempos de nuestro Renacimiento, ha queda-
do el español medio tan distante de su arte, de su gran Arte, con ma-
yúscula. Los críticos de buena voluntad ya desesperamos de ser escuchados,
ya no sabemos en qué idioma expresarnos para que nociones tan sencillas
como la que el arte no ha de ser imitación, sino creación, lleguen a la
sesera de las gentes. Suplico ayuda de los ajenos y situados lejos de la
maquinación artística, de la elaboración plástica, para que me expliquen
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78 . Juan Antonio Gaya Ñuño

por qué e x t r a ñ a manera el español, consciente de la historia contempo-


ránea que realiza, de la historia de la literatura contemporánea que lee,
ha de quedar totalmente apartado de otra historia contemporánea de
maravillosas dimensiones, la historia del arte que se desarrolla a su lado.
Este español gusta de adecuar sus juicios al carácter ideológico de las
realizaciones, mas cuando se entera de que Matisse y L,eger colaboran >
en templos católicos franceses o Cossío en otro español, el método les
falla. Entonces recurren al zafio procedimiento de ponderar al Greco, a
Velázquez y a Goya como guardadores del eterno secreto, único que llena
y llenaría sus secretas ansias.
P u e s bien, tomad u n manojo de armas arrojadizas que lanzar a estos
tremendos hipócritas. Decidles que también existió época, en la vejez del
Greco, en que sus asombrosas visiones eran creídas no otra cosa que
«crueles borrones» ; recordad que don Diego Velázquez no contaba con
general aquiescencia crítica, sino con la enemiga de Vicente C a r d u c h o ;
aseverad como, aun dentro del siglo x i x , «La familia de Carlos I V » ,
de Goya, era valorada en menos reales que desgraciados cuadrazos fer-
nandinos de José Aparicio. Y quien ahora nos traiga por modelos al
Greco, Velázquez y Goya, en el fondo prefiere a sus contradictorios res-
pectivos : Pacheco, Carducho y Aparicio. Pero aun os daré más dardos,
levemente mojados en p o n z o ñ a ; no hace mucho que en cierta exposición,
u n anciano y laureadísimo pintor —laureadísimo oficialmente, lo que vale
tanto como decir millonario— doctrinaba, despectivamente, a propósito
del arte de nuestro tiempo : «Hoy ya no se pinta.»
Sí que se pinta, señor laureado. Pero no con el truco y la picardía en
que tan ricos eran usted y su generación. Las cosas marcharán mejor o
peor, pero todo está más claro y patente que hace cincuenta años. Nues-
tros muchachos saben apurar una academia de oreja o mano tan bien
como usted sepa hacerlo, pero entienden —y en tal entendimiento les
ayudamos— que las academias no interesan fuera de la sala de d i b u j o ;
que el color es demasiado precioso para restregarlo y emporcarlo, pues
posee brillos y calidades propias ; que la h u m a n a capacidad de creación es
gloriosamente superior a cuanto nos rodea, y que u n a manzana inventada
es más bella que otra imitada. Por lo demás, usted y los suyos ya han tira-
nizado bastante la pintura española. Bien pueden dejar u n rincón al sol a
nuestros muchachos. Y no crean insultarnos al hablar u n a y otra vez del
Museo del Prado. Mejor que usted y los suyos, nosotros conocemos, ado-
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ramos y estimamos al Museo del Prado, y, felizmente, nos lo sabemos de


memoria. Vale.
La misma trasnochada historia del Museo, de Velázquez, de la tra-
dición, recitan, sin abochornarse, muchas gentes ligeras. Y dicen que ya
no se pinta como en el siglo X V I I . Sin embargo, el que suscribe, luego
La plástica con sangre entra 79

de haber visto miles de cuadros españoles de toda época y especie, sos-


tiene que pocas cosas hay tan feas como un mal cuadro sexcentista. En
el siglo XVII, como en el xvi, y en el XVIII y xix, se ha pintado
óptima, regular y pésimamente. En nuestro siglo acaece otro tanto, pero,
en general, y sobre todo en las generaciones nuevas, con más despierta
sensibilidad.
Infortunadamente, a las clientelas ha ocurrido lo contrario.. L,a historia
del arte español es la sucesión de una serie de nobilísimos mecenazgos,
bien agudos y despiertos, gracias a los cuales hay Museo del Prado. Mo-
narquía, Iglesia y nobleza eran los principales cimientos de la protección
al artista. Como era todo ello en función del dinero, hoy, en lugar de
dichos estamentos, habremos de buscar quien posea dinero necesario para
actuar de mecenas; de modestos mecenas. Y ocurre que muchos arqui-
tectos, ingenieros, abogados y médicos —excluyendo comerciantes, por
no tratar sino de profesiones liberales— obtienen al año, vertidos los
ducados a pesetas, ganancias muy superiores a las que mantenían el
Alcázar de Felipe IV, mayores que las de sus nobles Medina de las To-
rres o don Gaspar de Heliche. Estos profesionales debieran ser los mece-
nas de nuestro arte vivo, en tanto que una acción plural ensanche el cri-
terio de las gentes españolas.
En ello estamos, en la labor de ensanchar criterios. Sabido es que la
imagen de una gitana con falda de faralaes tiene más adeptos que una
vehemencia colorista de Benjamín Palència o que un aséptico bodegón
de Pancho Cossío. Pero ello ocurre porque el espectador está resabiado,
mal acostumbrado, porque la menuda plástica que se ofrece cotidiana-
mente a sus ojos, la publicitaria sobre todo, mantiene una calidad pobre
y rutinaria; y como este hombre, este español de buena fe deduce que
todo marcha a un aire, infiere de la pequeña plástica anunciadora de
espectáculos y bebidas las normas estéticas de su criterio. No ocurre otro
tanto en sus hijos pequeños. Yo he visto desfilar a una familia entera ante
obras de Juan Miró y puedo testificar de las varias reacciones origina-
das : Mientras los maduros padres proferían la estúpida e indignante frase
de ritual («Esto también lo hago yo»), los niños, no maleados, gozaban
con los colores enteros e identificaban fielmente los temas. Y es menes-
ter que todos seamos un poco niños al enfrentarnos con el arte. Es me-
nester que no adoptemos el prurito sabio y pedante de comprender todo,
de solicitar el argumento. El arte de hoy no necesita argumento. Ni ne-
cesita gitanas. Sólo necesita ser arte.
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Unos cuantos críticos españoles, y, entre ellos, casi el noventa por


ciento de los que actúan en publicaciones periódicas madrileñas, nos he-
mos enredado en esta apostólica tarea de advertir cuáles son las dimen-
siones efectivas del arte de nuestro tiempo. No sé si logramos algo, no sé
80 Juan Antonio Gaya Ñuño

si nuestras voces llegan. No nos cansamos de la tarea, pero dudamos del


resultado,. Nuestro pesimismo se va enhebrando a lo largo de días¡ meses
y años, presenciando cómo una valiente generación de pintores españoles,
envidiados por otros pueblos, crean y actúan sin la debida compensación.
Era necesario este prólogo pesimista para que al lector de nuestra
REVISTA ESPAÑOLA no le cupieran dudas sobre nuestro dogma. Es un
dogma tradicional y eterno, vivaz y joven, despierto, alerta, totalmente
vivo. Hay que aceptarlo o repudiarlo como tal dogma. E n los campos de
la plástica están los bandos bien deslindados y hay que tomar partido.
Idealmente, va a ser verdad el slogan que encabeza estas páginas : La
plástica con sangre entra.

LIBROS Y GRABADOS.—Sigamos haciendo sangre. Hablaba en 1724


don Antonio Palomino del «Beato» de Fernando I, entonces en la Real
Librería, y comentaba a propósito de sus miniaturas : «¡ Cosa tan indig-
na y abominable en el Arte que no se pueden mirar sin risa o sin des-
precio!» Esto es, el mismo juicio ahistórico que merecen hoy a nuestras
mayorías los colores de Juan Miró. Pero ahora no dan risa ni desprecio
a nadie las miniaturas de los Beatos, como no sea a algún pintor tan
académico como Palomino. Precisamente, acabamos de disfrutar con estas
miniaturas en la Exposición de Un Milenio del Libro Español, bien pre-
sentada por la Biblioteca Nacional, y el expresionismo alucinante de la
Biblia Hispalense y de los varios «Beatos» de los siglos X y X I conforta
las convicciones antirrealistas. Estas mágicas escenas de los códices Bea-
tos de Valladolid, Osma y Gerona, este hieratismo en las miniaturas del
Libro de Testamentos Góticos de Oviedo, ya del X I I , esto es, las más
viejas y españolas reliquias del viejo arte español, reafirman al crítico en
todas sus opiniones.
Ya sin deducciones dogmáticas, diremos que la exposición, fuera por
miniaturas, fuera por xilografías, aguafuertes o litografías, ilustrando
maravillosos libros, era la más abrumadora aportación de las artes real-
zando el libro. Purísima Arte Bella eran los más de los ejemplares,
y el amante de la letra impresa complacíase en comprobar que cuando
un impresor se apellida Ibarra es preciso agregar otra especialidad al
repertorio de artes nobles con la de la tipografía. Más la de encuader-
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nación, con las del taller de Sancha. Más la de toda suerte de faenas que
dan por resultado «La España Artística», de Patricio de la Escosura y
Jenaro Pérez Villamil. No hay lugar para mención detallada que no se
contentaría con menos de insertar el catálogo. Punto y certeza de que
fue una exposición memorable.
La plástica con sangre entra • 81

Otras exposiciones llenaban los varios huecos de la Biblioteca Nacio-


nal. No es preciso criterio muy amplio para traer a plena categoría de
Arte la interesantísima Exposición Cartográfica de la Sociedad Geográ-
fica Nacional, con sus bellos portulanos miniados. En cuanto a la de
grabados, era soberbio pretexto para dejarnos ver una vez más los de
Goya. ¡ Qué presencia tan perpetua la de nuestro Goya ! ¡ Pero —siem-
pre— qué imprevisto! Cada vez enseña calidades nuevas, blancos inédi-
tos, negros oportunos, medias tintas de sutileza impar y bruja. Cuando
volvíamos del Prado, vista «I,a Familia», y traíamos la retina empapada
en rojos, oros, grises y platas, los grabados de la Biblioteca Nacional
neutralizaron sabiamente la visión con blancos y negros. Con blancos
y negros, pe.ro también con la furiosa expresividad empleada, ocho si-
glos antes, por los miniaturistas castellanos, cenobíticos, de los «Beatos».
Verdad . que éstos ya empleaban los mismos colores enteros y rabiosos
que usaba Goya, pues otros más blandengues no les hubieran servido.
Ahora, los que hayáis seguido mi razonamiento, no niego que un tanto
malicioso, capcioso y sectario, de sectarismo de buena ley, no tenéis sino
que ordenar resultados.

COSSIO.—Cuando Pancho Cossío abandone el mundo de los vivos


—y pido a los dioses que ello se retrase medio siglo—, veréis una manada
de gentes ávidas buscando sus cuadros, pagando por ellos cantidades
asombrosas, multiplicando por X el precio que ahora marcan. Así ocu-
rrirá porque, para entonces, el mundo se habrá enterado de que uno de
los pintores más absolutos de nuestro siglo es Pancho Cossío. L,a fama,
con sus grandes orejas, entrará en España, sin que quede chico ni chaco
ignorante de la valía del artista montañés. Se sabrá de la vida de Pancho,
se narrarán e inventarán anécdotas, será familiar su perfil facial, con la
frente despejada, las gafas sobre la nariz ganchuda, que, a su vez, se
inclina hacia el labio inferior.
Será popular Pancho Cossío, y no quedará sin cobijo ningún cuadro
de su cortísima producción. Habrá cossíos falsos. Todo esto es tan cierto
como que nos hemos de morir. Mas, siendo así, ¿por qué la fama debida
a Pancho Cossío no está ya en marcha ? ¿ Qué falta a su obra espléndida
para la consagración definitiva ?
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Nada le falta, sino que le sobra. L,a. obra de Pancho Cossío es dema-
siadamente selecta. Tanto, que el gustar o no de sus cuadros puede ser
una de las decisivas piedras de toque de la sensibilidad. Hay en la obra
de Cossío, toda una sublimación de cualquier escala tonal que eleva ver-
ticalmente sabores, ambientes y sensaciones hasta un mundo ideal en
32 Juan Antonio Gaya Ñuño

que todo estuviera increíblemente limpio, imposiblemente ordenado. Por-


que uno de sus géneros predilectos es el bodegón, sabe bien P a n c h o Cossío
cuál es la diferencia entre los bodegones de pueblos sensuales y los de
pueblos ascéticos. E n t r e los flamencos, miles de grandes lienzos con luju-
riosos montones de ánades, becadas, perdices, corzos, liebres, sandías y
melones. E n t r e los holandeses más preclaros, u n a s copas, u n jarro y
alguna o s t r a ; en u n español, Zurbarán, sólo una fila de cacharros de barro
y de peltre. Y aquí continúa la tradición del rigor y de la sequedad espa-
ñola. E n tal aspecto, Pancho Cossío, maestro sabedor de todas las sucu-
lencias francesas, las renuncia y vuelve los ojos a la esencialidad zurba-
ranesca.
Pero tres siglos no pueden por menos de modificar y modelar ambas
esencialidades. Siendo Zurbarán pintor del Barroco, se adhiere a unos
esquemas rectilíneos. Siendo Cossío pintor nacido idealmente en el cu-
bismo de Braque, se enamora de la línea y de la composición curva. Por
tales aparentes paradojas, Cossío debiera aparecer como pintor barroco.
Pero no lo es. H a y demasiado rigor en su composición, sin dejar resqui-
cio a la voluta ni al juego — u n poco primitivo— de lo barroco. A lo
sumo, sería u n barroco medido, autocastigado, geómetra, extremadamente
riguroso. Todos los elementos insertos por Cossío en sus bodegones con-
servan u n centro ideal, en derredor del cual, toda tercedura o derechura
a p u n t a hacia el mismo. Con la prodigiosa lección del cubismo y con ayuda
de la tradición española, Pancho Cossío elabora su gloria postuma me-
diante la pintura más ordenada y rigurosa de nuestro tiempo.
Oleo, preparado artesanamente en el taller, con tierras, a la buena ma-
n e r a sexcentista, es el vehículo normal y acostumbrado de P a n c h o Cossío.
Con este medio está pintando los enormes cuadros de la Iglesia de los
Carmelitas, de Madrid, éstos, efectivamente, barrocos. Pero la guacha,
procedimiento joven, apto para crear joven pintura, no había sido utili-
zada por Cossío desde sus años heroicos de París y de la «Galerie d e
France», cuando aun era reciente la viva mitología del cubismo y todos
recordaban a Guillermo Apollinaire como su Hornero jovial. Aquélla, la
época m á x i m a m e n t e curvilínea de Cossío, estaba llena de veladores y de
sombreros hongos, de esferas y de redomas panzudas. U n b u e n p u ñ a d o
de años ha disuelto u n tanto aquel desmesurado afecto por la curva, a la
vez que abandonara el joven procedimiento de la guacha. H a sido, casi
en la mitad de sus años cincuenta, ahora, cuando P a n c h o Cossío h a re-
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tornado a la guacha para probarse a sí mismo que sus brujerías y sus


delicias no conocen limitaciones técnicas. E l resultado fue u n a asombrosa
exposición donde t u r n a b a n los dos géneros dilectos al artista • Las mari-
n a s , u n t a n t o fantasmales, y otros fantasmas de bodegones superselectos,
en gamas frías, exquisitas, con veladuras opalinas que dejaban ver incon-
La plástica con sangre entra 83

cretas suculencias a través de un escaparate trémulo y un poco empañado,


el del joven temple de Cossío. Entonces, todos los espectadores bien-
intencionados éramos como niños suspensos ante unas golosinas de hadas.
Bien vistas, no eran sino frutas partidas por la mitad, copas, tazas y biz-
cochos. Pero como les sobraba toda esa selección que les añade Pancho,
todo adquiría un presunto sabor dulce, helado y aterciopelado. Y, ade-
más, lejano, inaccesible, soñado. ¿No es una tremenda magia ésta de que
un pintor que continúa fiel a multitud de postulados cubistas, un pintor
que emplea una gama fría, más enfriada por la guacha, un pintor que
utiliza los medios más rigurosos y antisensuales, produzca y origine ape-
tencias de golosina en sus bodegones asépticos? Bodegones asépticos que
han vencido todas las carnazas y gulas de los flamencos. Bodegones que
todavía sugieren la presencia de comensales encantados, cuando todo en el
mundo es tan real y desencantado. Bodegones tranquilos y dormidos,
quietos, colocados en su sitio, como los cacharros de Zurbarán. Sólo con
esta leve servidumbre tradicional de Pancho Cossío y con esta su fidelidad
honrada a los grandes del siglo XVII español, la guacha, proceso francés,
rebelde y novecentista, cobra rigores castizos. Claro está que para las
gentes, este casticismo no es visible, porque lo castizo parece que con-
sista en pintar protagonistas de Quintero, l,eón y Quiroga. Así es como
una de las exposiciones más selectas de un selecto pintor español ha pa-
sado por los anales de la Villa de Madrid sin pena ni gloria, como una
de tantas. No; peor que una de tantas, porque allí la pintura no adulaba
los bajos gustos. No hacía sino ser escaparate de fragancias y delicadezas
sutilísimas y desusadas.

ARIAS.—No es necesario arañar nombres ilustres de nuestro pasado


para relacionar con los de nuestros jóvenes amigos de hoy. Hablando de
Pancho Cossío, placía traer a cuento un bodegoncillo de Zurbarán. Ha-
blando de Arias, es legítimo hacerlo de Goya. L,o que no hacemos es
buscar influencias, sino coincidencias, o, aun mejor, reflejos mendelianos
en la familia, en una misma familia, lo cual es totalmente científico y
hacedero.
Mas, antes de puntualizar el parentesco de Arias con Goya, convendrá
puntualizar lo que Arias tiene de muy suyo y nada goyesco. Es la afec-
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ción al paisaje del sur de Madrid, uno de los paisajes más hoscos, pelados,
primarios y lunares de las Españas. Sucesiones de colinas bajas, surcadas
por sembradíos. Entornando los ojos, no se ven los surcos, y se adivina
como, mucho más al sur, hay otras tierras onduladas y crueles, las del
erg sahariano. No hay árboles ni arbustos, como no suele verse rastro de
84 Juan Antonio Gaya Ñuño

vida animal, ni u n perro, ni u n indígena. Bajo u n soberbio cielo azul,


digno de pintores del cincuecento veneciano, oscilaciones de ocre, que el
sol, alternativamente, asombra e ilumina. E s u n paisaje para uso literario
de la generación del noventa y ocho, u n paisaje que aguarda m u c h a s re-
denciones. De momento, no le ha llegado sino una, la más romántica, el
premio de que u n joven pintor español lo tomase por asunto.
Está pasando el tiempo de los paisajes risueños en todo el m u n d o .
Bien necesario es que pase en E s p a ñ a . A q u í , en esta bendecida tierra
nuestra, no tenemos más paisajes risueños que los de la periferia, con
algunos otros, excepcionales, debidamente celebrados y jaleados. Pero la
fisonomía de España es dura y adusta. No nos llegaron, por casualidad,
las huestes de Taric desde los caminos de Cairuan. No se equivocaban los
ingenieros franceses, constructores de los primeros ferrocarriles hispanos,
al cambiar de procedimientos occidentales en u n a tierra que comprendie-
ron africana. Vamos a comprenderlo todos. Enamorémonos de nuestra
tierra española, africana y sedienta, amemos nuestras colinas ocres, reba-
semos su hostilidad supuesta. Esta tierra no m u e r d e . E s t a tierra vivifica.
Esta tierra rodea la Villa de Madrid. Con sólo salir de la ciudad y acer-
carse a esta tierra, Francisco Arias ha sorprendido su serenada y hori-
zontal firmeza, su clarificada perspectiva, su riqueza de tonos pardos,
sucediendo a una aparente monotonía. Mar de tierras, pero mil veces más
interesante, más criador de hombres y conciencias que el mar de aguas.
Arias sabe las pleamares de este océano de tierras aborígenes L,os observa
bien y los lleva a la tela en muchas versiones, todas ellas sorprendente-
mente diferenciadas, en negativa de cualquier uniformidad. Y con u n
amor telúrico, de rito primitivísimo, que no deja de conmover. E n estas
ondulaciones de pardos y ocres, Francisco Arias modela el centro de las
Españas.
Pero cuando las tierras acercan su oleaje manso y palurdo al otro
oleaje vivo de Madrid, Arias les añade figurillas variopintas. N o sólo se
acerca todo a Madrid, sino también a Goya. Y a estamos cerca de la Pra-
dera de San Isidro, ya próximos a la majeza. Todavía la tierra, pero y a
con madrileños. E n u n principio no son sino chiquitillos muñecos que
alegran el paisaje con sus colores. Después, la figura h u m a n a retorna por
sus fueros, y aparecen las individualidades. Niñas madrileñas, d e ojitos
m u y negros, vestidas de colores. Yà están aquí el mendelismo y la he-
rencia de Goya, con todos sus desaliños, fidelidades y —también— in-
fidelidades. Dos niñas tenía Arias en su reciente exposición, niñas vivaces
y sorprendidas, perfectamente rebeldes ellas mismas a cualquier especie de
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retrato fotográfico. Dóciles, en cambio, para la pintura de Arias, que las


h a b r á captado en toques rápidos y certeros, sin pose, susto ni cansancio.
No de otro modo retrataba Goya a su nieto Marianito y a otras criaturas
La plástica con sangre entra 85

ochocentistas. Pero aun tenía Arias expuesto otro retrato mayormente


goyesco, verdaderamente gozoso de color, y ese retrato era el mío.
A todas las vanidades halaga la posibilidad de pasar al futuro por
uno u otro medio. Yo me contentaré con pasar por medio tan indirecto
y pasivo como es mi retrato por Arias. Porque, si este lienzo permanece,
bien seguro es que no pasará inadvertido. Puede ser que se olvide el
nombre del retratado, y en las fichas de museos y antologías por venir,
rezará: «Arias (Francisco), pintor español de mediados del siglo x x :
Retrato de hombre en azul. Dimensiones, tales. Procedencia, tal. Se
ignora quién pueda ser el retratado, con un libro en la mano izquierda.»
Vaya, pues de esta posteridad, aun anónima, no me despido. Acaso
me inventen biografías fantásticas y atormentadas, como al «Caballero
de la mano al pecho», del Greco. Acaso piensen la verdad, la de que mi
fantasía y mi tormento son, aproximadamente, los habituales en un es-
pañol de mi tiempo. Y hasta puede ser que no se borre mi nombre. En
cualquier caso, el retrato permanecerá, como pieza ilustre y singular que
es, absoluto acierto de su autor, prodigio de azules y amarillos, con fondo
dextrísimamente manchado. L,a insolencia de mi orgullo, al verme tan
soberbiamente retratado por Arias, me lleva a sentirme un poco pariente
del Infante don Antonio y de la Reina de Etruria. Pues por ahí anda
este acierto máximo de Arias; por todas las magnificencias cromáticas de
«La familia de Carlos IV». O, mejor, de sus retratos aislados prepara-
torios.
Otras muestras de acierto pleno tenía Arias en su exposición, y eran
sus bodegones. Bodegones más próximos y coleantes que los de Cossío,
con panes y fruta sobre pradera de merendola, y con peces frescos cogi-
dos en la red. Bodegones burgueses, apetitosos y tradicionales, pero
pintados con una frescura de color de primer orden. Todo ello componía
una exposición de las que alegran y consuelan, demostrando cómo la
perenne familia de pintores españoles es compatible con toda suerte de
acentos novecentistas.

MAMPASO.—Este es el más joven de la hornada. Y, consiguiente-


mente, el más intrépido. Primera exposición personal suya, ésta que se
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comenta. Novísimo, pero sin perder la cabeza. Tendente a los precipi-


cios y enredaderas abstractos, pero sin perder de vista las lineaciones
esenciales de la figuración.
Mampaso fue justamente celebrado en la Bienal por dos cuadros, gran-
des y apaisados, que presentaban; uno, redes; otro, osamentas, creo que
86 Juan Antonio Gaya Ñuño

de barca. Redes y osamentas quedaban perfectamente perfiladas, pero las


coloraciones que vibraban en los fondos respectivos hacíanlas parecer pre-
textos para modulaciones abstractas. Mampaso había conjugado de pro-
pósito estos elementos para no cerrarse ningún camino y para trazar una
apariencia de pintura abstracta, ligada a elementos reales. No hay más
remedio que aplaudir la prudencia del muchacho. Con sólo abstracciones,
se encontraría prontamente en el callejón sin salida que es jaula y cárcel
de todos los abstractos absolutos. Pero modulando la abstracción con ele-
mentos recognoscibles, su pintura ya ha logrado lo primero que necesita un
joven pintor que desee imponerse : la personalidad.
«Verdes y redes» y «Marisma», los dos aludidos aciertos, aparecían en
la exposición de Mampaso. Junto a ellos, objetos y organismos envueltos
en su propia sombra, en sus exactos hálito y resplandor. Su corporeidad
indudable les salvaba de la abstracción, a la que tendieran por una cierta
vaguedad de contornos. Pero dos grandes paneles, presidiendo la sala,
con pescadores afanados en otros verdes y otras redes, acentuaban lo figu-
rativo. Y en tal manera, con un dominio tan absoluto del muro, con una
presencia tan naturalmente gigantesca, que reclamaban muro de verdad.
Es decir, que sus planos de color abominaban del óleo y gritaban ambicio-
nes de fresco. No habrá más remedio que buscar al joven Mampaso un gran
edificio de anchos muros, para que se vista de Miguel Ángel o de Orozco
y nos decore todo un Escorial de arriba abajo. Mampaso tiene unas tre-
mendas posibilidades de decorador mural y hay que darle una obligada
oportunidad ; que no se nos pierda en España procedimiento tan noble
como el de la pintura al fresco. ¡ Todo el rebajarse que ha logrado actual-
mente el mote de decorador, se levanta mil codos cuando va seguido del
adjetivo mural! No andamos sobrados de ellos, ni parece frecuente la vo-
cación de muralista. Pues aquí está el joven Mampaso con su apellido
entre griego y gallego, con su vocación bien descubierta, reclamando metros
y metros cuadrados de pared para llenar con figuras bien ligadas, con
sus masas oscuras y claras en perfecto contrapeso, con sus verdes, redes
y marismas. No dejemos que su talento se esterilice haciendo dibujitos
graciosos para revistas. Veamos quién tiende una mano a una vocación.
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LÓPEZ MEZQUITA.—Ya lo he dicho, y ahora lo repito. Por respeto


a su obra vieja y digna, por devoción a la pintura que le trajo, - en su
debido tiempo, honores y medallas, José María López Mezquita no hubiera
debido aclarar su paleta ni mudar de manera. No es el artista el que debe
ir a remolque de los tiempos, sino éstos los que han de ser tocados por las
La plástica con sangre entra 87

señales del grande e inexorable reloj del arte. L,ópez Mezquita se ha equi-
vocado.
No se equivocó en tiempos muy lejanos, cuando pintaba el admirable
retrato de Pedro de Répide, el saladísimo autor de las «Estampas grotescas».
Pedro de Répide, madrileño, ondulante y cronista de la Villa, cimbreando
su pañosa, quedó perpetuado de verdad por Mezquita. Ese cuadrazo enor-
me de los «Amigos» superaba la anécdota, normal cáncer de la genera-
ción de Mezquita, para lucir excelentes trozos de pintura realista. En fin,
todo un tiempo, un quehacer y una escuela marcaban su camino a L,ópez
Mezquita. Debiera haberse dado cuenta, como sin duda hizo el reciente-
mente fallecido Marceliano Santamaría, de que, en pintura, no cabe lo
de renovarse o morir. Es más digno morirse con fidelidad, sin renova-
ción. Y esa nueva modalidad de pintura clara en que ha ido a caer Mez-
quita no le va, no es lo suyo, no puede ser consecuencia de aquella
«Infanta Isabel saliendo de los toros». Cada cosa, a su tiempo. Y esto va
dicho con toda la especie de respetos que se merece un indudable maestro
de ayer, triunfante cuando los demás acabábamos de nacer. Esto es, hace
casi medio siglo. Medio siglo XX.

SALÓN DE OTOÑO.—Es la primera exposición de la temporada. Como


quiera que se celebra en el Retiro, encantador cuando se caen las primeras
hojas y comienza a haber fresquillo entre los árboles, parece obligado acu-
dir al Salón de Otoño. Incluso, se acude con buena voluntad, benigna y
tozuda voluntad. Verdad que no hace falta menos para soportar el desfile
de guapas folklóricas y toreras, faltas de una leyenda excitando a consumir
un coñac o anís de perfecta cepa; charros floreros y bodegones; aburri-
dísimos paisajes pintados sin alma, con la pretensión de ir mostrando lo
menos bravio de España en panorama de tutilimondi. ¡ Desgraciado Salón
de Otoño ! Cada año va perdiendo la escasa calidad que le quedaba, para
convertirse en exponente de ruin vulgaridad, sin siquiera el oficio y di-
bujo de que suelen mostrarse tan ufanos los pintores que a sí mismos se
llaman tradicionales. ¿Por qué, Señor, por qué siguen celebrándose los
desventurados Salones de Otoño?
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PITTSBURGH.—Se celebró en Pittsburgh la acostumbrada Bienal


de Pintura, gran certamen en el que no deja de doler el escaso cupo
concedido a los españoles. Tienen más probabilidades de entrar en los
88 Juan Antonio Gaya Ñuño

Estados Unidos los pastores vascos, que los pintores de toda España. Doce
eran nuestros artistas, con quince obras, más J u a n Miró, que, no sé por
q u é desgraciada iniciativa, aparecía como francés. N a t u r a l m e n t e , nues-
tros españoles h a n sido seleccionados entre los nuevos, con nombres ilus-
tres y algunos nada merecedores. P e r o el hecho es que el Ca.rnegie
I n s t i t u t e . promotor de la exposición, deseaba obras m u y de nuestro siglo,
y, de ser posible, abstractas. No en balde se ha llevado el primer premio,
de dos mil dólares, Ben Nicholson, por u n bodegón relativamente figura-
tivo. Abstracta la mayoría de las obras reproducidas en el catálogo, de
suerte que el «Retrato del doctor Blanco Soler», de Cossío; los «Paisajes»,
de Benjamín Palència, o el de Arias, h a b r á n mantenido, primero en Pitts-
b u r g h , luego en San Francisco, a donde se h a trasladado la exposición,
u n a firme bandera de moderada tradición. Divertida cosa para todos los
conservadores que juzgan diabólicos revolucionarios a nuestros buenos
pintores, destinados a parecer lo contrario en Norteamérica. ¿ N o será
verdad la intermedia entre ambos extremos, la verdad de que, p u r a y sim-
plemente, son unos grandísimos pintores?

P O L É M I C A . — P o r una severa crítica mía contra u n arquitecto, pu-


blicada en otra revista, toda u n a ciudad se ofendió. I n ú t i l . Sépanlo mis
nuevos lectores. N o admito la intangibilidad de n i n g ú n tema de los a
mí confiados para glosar. N a d a hay tabú en el terreno ancho de la plás-
tica. Defiendo más que ataco, según acaban de demostrar las páginas
anteriores, pero cuando ataco, nada me importa la solidaridad de u n
millón de ciudadanos. Ya va siendo hora de que juguemos u n poco a
decir la verdad.

F U T B O L Y A R T E . — L o s buenos propósitos de cohonestar fútbol y


arte h a n fracasado, y confieso que lo celebro. Las posibilidades plásticas
de este deporte son tan míseras, tan exentas de luz, de color, masa y ritmo,
que hubiera sido, no ya sorprendente, sino incluso milagroso, el hallazgo
de una escuela de pintores y escultores deportivistas. Sospecho que tam-
poco la desean los innumerables lectores de «Marca» y de las extensas
secciones deportivas de nuestros diarios. Así, estamos casi todos de en-
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horabuena. Como datos para la historia consignaré que la exposición se


celebró en Bellas A r t e s ; que los más de los artistas eludieron el tema y se
salieron por ingeniosas y variadas tangentes. E n muchos, sabrosísimas
tangentes. Y que la recompensa m á x i m a fue para José Aguiar, autor de
u n a especie de gigantomaquia heroico-futbolística.
La plástica con sangre entra 8®

NAVIDAD Y ARTE.—Este sí continúa siendo tema propicio, mucho


más en cuanto que se amplía infinitamente en ciclos de elipses religiosas,
invernales, matritenses, etcétera. L,a Navidad de 1952 obligó a nuestros
atristas a fabricar miles de estampas graciosas, no importan que muchas
de ellas contiguas a la artesanía. Y los más graciosos, los nuevos, y, al
propio tiempo, los más ciertamente tradicionales.

JUAN GRIS.—He aquí cómo tuvo lugar el milagro: Con fines bené-
ficos, la Duquesa de Montoro había logrado reunir un buen conjunto de
cuadros, procedentes de colecciones madrileñas, en los salones de Amigos
del Arte. Como acaece siempre en estos casos, unos cuadros eran exce-
lentes; otros, medianos, y alguno, muy malo. Pero ninguno significaba
sorpresa, porque bien habituados estamos a todo ello. I^a sorpresa consistió
en un bodegón cubista de guitarras y papeles pegados, por Juan Gris. Su
propietaria —pues en pocos otros casos es tan justiciera la mención—, la
señora viuda de Olivares. Y todos nos quedamos mudos de estupor ante
la matizada belleza de esta obra maestra del madrileño que encerraba el
cubismo en teorías y lo explayaba en hechos, pero usando en ambos me-
nesteres el mismo rigor. Ya era hora de gozar alguna obra de Juan Gris
en la ingrata ciudad natal de Juan Gris. Ahora, hasta parece lícito pensar
si no sería hora de que esta ciudad que ha blasonado de tantos hijos torpes
se enorgulleciera con una exposición de uno de los más diestros. En fin,
redondear el milagro acaecido con una exposición del madrileño José Vic-
toriano González, más conocido como Juan Gris.

EDUARDO VICENTE.—Aquí otro madrileño de absoluto porcen-


taje, y, también, con teorías propias sobre la pintura. Teorías que pueden
condensarse en un sencillo párrafo por él firmado: «I^as artes plásticas
fatalmente tienen que conformarse con su misión específica de dar la
crónica sensible de la vida humana.» Se podrá objetar al párrafo su res-
tringido vuelo y su limitada misión, pero no seré yo quien tal haga. ¡ Ojalá
todos los pintores dieran su crónica sensible! Porque lo único que ha olvi-
dado Eduardo Vicente es el posesivo en tercera persona. Entendámoslo :
ha de ser su crónica, la crónica sensible de cada artista, de cada micro-
cosmos. Sí, el pintor ha de dar su mundo, su concepto, su crónica.
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Pues bien, esto es lo que hace muchos años viene haciendo Eduardo
Vicente con honradez considerable y ejemplar. Lo ha hecho, una vez más,
al llenar la sala grande del Museo de Arte Moderno con muchos capítu-
90 Juan Antonio Gaya Ñuño

los, es decir, con muchos lienzos de su crónica sensible, la más sensible y


humana de todo el discurrir pictórico de nuestro siglo en España. Al
diablo con la acusación de arte literario que a menudo se le ha colgado.
Cabe literatura hasta en la pintura de Mondrián, y, claro está, cabe en la
de Eduardo Vicente. Pero su mundo de calles de las Rondas, de costani-
llas palurdas y de interiores de clase media, antes que por su categoría de
mínima anécdota, ha seducido al pintor por la gama tenue y trasparente,
sutil y agrisada, de las gentes pobladoras de semejantes escenarios. Dado
que la sensibilidad propia de Eduardo Vicente es tan aguda e hipertensa
como para enamorarse de las tonalidades medias y suaves, éstas habían de
ser buscadas en su exacto centro, el de una humanidad cuya economía
queda equidistante de los harapos y de las galas. Pues unos y otras pue-
den ser encendidos y cálidos de color, mientras que la vestimenta usual y
la morada del mesocrático son grises, descoloridas, de calidad usada y
acobardada. Es de tal suerte como el mundo amigo de Eduardo Vicente
nunca ha conocido estridencias cromáticas. Sus calladas gentezuelas pro-
penden a la mansedumbre del verde y el rosa, no a la rotundidad del azul
y el carmín. Aun más acusadamente, el ocre vale para matizar infinitas
realidades de este orbe de economía media. Y son realidades a secas, sin
literatura.
Pues no es más obligada la literatura en el comento de los personajes.
Puede ser que Eduardo Vicente haya abusado un poco en la reiteración
del trapero, del borrachín y de la castañera, mas no importa, porque todos
abusamos de las situaciones y figuras que nos son caras. Y otras gentes
menos reiteradas de su crónica sensible no son más sujetos de acción o
glosa literaria que nosotros mismos. Porque, además, Eduardo Vicente
rara vez copia del natural; lo que sí hace es observar, escudriñar con sus
ojillos la infinita variedad de un Madrid que luego puede ser reducido a
contados tipos genéricos y bien elocuentes de la baja clase media. Uno de
los cuadros de su gran exposición figuraba el interior de una librería de
viejo, y el librero, con gafas anticuadas sobre las naricetas, era tan cono-
cido y familiar que yo felicité a Eduardo por el asombroso parecido con
uno de los doctos mercaderes de la cuesta de Claudio Moyano. Y Eduardo
dijo que en su vida viera al bibliófago. Y yo sostuve que no podía ser
otro. Y al final me convenció Eduardo, que debe tener una especie de
inspiración para adivinar rostros no vistos, hasta el extremo de que cuando
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inventa un librero de viejo, éste coincide de un modo asombroso con el


dueño de la caseta número nosecuantos de la cuesta de Moyano. Si esto
no es ser archipintor, comparezca quien otra cosa sostenga.
Nada más por comento de sus tipos, pues que en la exposición aludida
era parte considerable la de los paisajes, ahora algo más cálidos y dorados
La plástica con sangre entra. 91

de tono, como uno, hermoso, retratando el Alcázar de Segòvia. Es cierto


que ninguno de los paisajes nuevos llegaba a hacer olvidar aquella inmensa
gracia del antológico «Carro de paja», de la Colección Blanco Soler, pero
no dejaba de haber los campos terrosos con burrillos escuálidos y los pue-
blos castellanos a vista de avión, con telaraña de nubes. También hubo
algún negro de suburbio norteamericano. De los negros que descubrió
inmediatamente Eduardo en los U. S. Inmediata, cariñosa, intuitivamente,
sabiéndolos hermanos de los traperos y serenos. Esta es su crónica sensible
de la vida humana.

AlyVARO DELGADO.—Un tercer madrileño, ya de generación pos-


terior, pero también magistral, es Alvaro Delgado. Se le ha visto pasar,
en un corto puñado de años, por las sucesivas etapas de joven discípulo,
joven pintor y joven maestro. Es buena cosa que haya variado los gra-
dos y subsistido el adjetivo, porque asegura casi eterna juventud al artista.
Es efectivamente joven, y más que ciertamente delgado, con su aspecto
escolástico de pelo rapado y mirada aguda, pareciendo enfilar las perspec-
tivas con su grande y aguzada nariz. Espero que seguirá siendo joven a
perpetuidad, haciendo jóvenes sus paisajes, figuras y bodegones.
Porque éstos y no otros son los géneros cultivados por Alvaro. No
es absolutamente necesario que un pintor jove'n se rompa la cabeza ima-
ginando y soñando monstruos, ni corriendo a la cancajuela en pos de
planas superficies de color donde, baila algún endriago. Hay tantísimas
maneras de hacer arte joven y arte novecentista, que acaso una de las
más dignas sea esta de no elegir del inmenso temario sino tres de los gé-
neros eternos y tradicionales; refrescarlos en la frescura ejecutiva del
siglo; trabajarlos con la honradez de pincel que no caduca ni se altera,
pues preside a toda la rotación de ismos; dejar que cada modelo se en-
vuelva en su propio misterio, grande o pequeño, en la aureola que pro-
longa su cuerpo, y vestir todo ello con un color entero, limpio, rico en
blancos y negros, los colores que pueden darnos la clave de maestría de
un pintor.
El blanco y el negro, tan dilectos a la superficie pictórica de Alvaro
Delgado, tienen en esta obra una misión depuradora y clarificadora del
color extremadamente sabia para los contrastes de un azulado metálico
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o de un amarillo denso. Y son de citar, especialmente, estos colores, juntos


con un pardo ds viejísimo pintor madrileño sexcentista porque sustancian
muchos de los mejores bodegones de Alvaro Delgado. Bodegones con-
centrados, agudos y presentes, gruesos de botellones, delgados de cuchi-
llos y de líquidos, el blanco del mantel muy rimado con el amarillo y
92 Juan Antonio Gaya Ñuño

negro de un quinqué totémico de la casa del pintor. Quinqué inútil para


su luz de oficio, pero de inmensa utilidad al alumbrar con su bicromía
delgadiana muchos aspectos de esta labor tan joven y tan profundamente
seria y concienzuda.
I,as figuras de Alvaro tienen asimismo mucho de quinqué, o sea de
altas estructuras culminadas en luz. Desde sus antiguas preferencias por
Modigliani hasta su retorno a un realismo de convicciones propias (pues
así hay que hacer deseable y honrado el realismo, por convicción, y nunca
por fórmula inapelable y única), Alvaro Delgado ha mantenido en los
modelos electos una delgadez y sutileza de carnes forzosamente alumbra-
da por los rostros respectivos. Y en esta su firmeza y erguimiento, tanto da
el primer adelgazamiento como el posterior realismo, porque todo ello es
buena pintura. Había en la exposición un retrato de su colega Francisco
San José que resultaba magistral de concepto y realización por esa dicha
luz. Y también la había, ahora disuelta y llena, en los buenos paisajes
campesinos de Alvaro.

ORTEGA MUÑOZ.—1.a gran exposición de Ortega Muñoz en la


sala grande del Museo de Arte Moderno fue acontecimiento memorable,
pero de memoria restringida a unos pocos, a la minoría de siempre. Había
de acontecer así, dado que este pintor extremeño se obstina en ser uno
de los menos risueños y halagadores de toda la gran paleta viva de nues-
tro tiempo. Ortega Muñoz, de filiación exactamente fauve, de la que
obtiene abundante libertad de color puro, no la utiliza para sus fines sino
en ciertos extremos conceptivos y de aliño. Pero el cuerpo de su pintura
no pertenece al fauvismo, sino muy lejanamente, porque se trata de refle-
jar algo desgarrador, viril y austero, sin ataderos fáciles con el optimismo
ríen te y normal en la gran escuela de Matisse. Persiste en Ortega Muñoz,
por supuesto, la libertad cromática, pero vertida a su mitad de escala más
cruel y punzante, como consecuencia de haber elegido por modelos los
hombres y tierras de su Extremadura natal.
Extremadura es tierra, como todas las de España, cargada de riqueza
y de escasez, de cosechas y de hambres, de potentados y de míseros. Ya
hemos conocido persistentes versiones del lado fácil y halagüeño, y en
tan gran número que parecía difícil su contrarresto. Pero Ortega Muñoz
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acaba de lograrlo con su lacerante presentación de los campesinos ex-


tremeños y con el retrato de sus campos. Y éste sí que es retrato funda-
mental y severo de una región española. Se trata de corros de árboles
—olivos, algarrobos, membrilleros— absolutamente enraizados en la tie-
rra materna¡ con escenario lejano de cielos violentos de color y setos
La plástica con sangre entra 93

rústicos. Kn tales paisajes, los troncos son negros y de una enorme robus-
tez y vigor esenciales; las tierras, ocres y asalmonadas, de aun mayor
esencialidad. Nos encontramos frente a los lienzos de máxima autenticidad
campesina de España, y si no conociéramos bien al artista, se nos antojaría
ser el legendario e inexistente pastor-pintor o gañán-pintor que nos cuen-
tan haber sido Giotto en sus primeros años.
Mas por no haber tal gañán, sino un artista con muchas leguas de
vuelo por el mundo, en contacto con muy remotos pueblos, es mayor-
mente plausible la verdad aldeana de su pintura. Verdad que no se en-
cuentra por azar en sus paisajes hoscos, sino en los trajes remendados de
sus campesinos, y, lógicamente, en sus bodegones modestísimos, no menos
aldeanos, pues son los bodegones más austeros y antisuculentos de nuestro
tiempo; unas cabezas de ajo o unos membrillos de cuelga, ínfimos regalos
de labrantín, como el mobiliario no excede de sillas de enea. Por esta so-
briedad conceptual, Ortega Muñoz ya merecía ser comparado con su
excelso coterráneo Francisco de Zurbarán, que gustaba de semejante so-
briedad en sus figuraciones inertes, pero hay otras razones de ligazón con
él y con L,uis de Morales, que yo no dejé de relatar en mi conferencia
ante los cuadros ascéticos del nuevo extremeño. Dije que Extremadura
no es tierra fecunda en pintores, pero sí en maestros esporádicos que
aparecen, lucen y desaparecen sin escuela, sin permitir que su quehacer
se trivialice en manos de menores genios; con lo cual los brillos se reducen
al de I/uis de Morales en el siglo XVI, al de Francisco de Zurbarán en
el XVII, y al de Godofredo Ortega Muñoz en el XX. Queda mejor el
ejemplo destacando a solos los insignes, coincidentes en otro menester de
rabioso nacionalismo o regionalismo que neutraliza en cada uno de ellos
la corriente ijictórica máxima de cada tiempo. En efecto, Luis de Morales
es menormente afecto al manierismo italiano de su generación que a una
tragedia hispánica propia, salpicada de vez en cuando con matices extre-
meños exactamente. Aun son éstos más acusados en Zurbarán, tan amoroso
de sus patrias encinas en fondos de paisaje, al tiempo que resultaba despe-
gado e infiel del oleado y complicado barroco de su tiempo. Y la ley vuelve
a cumplirse a la letra en Ortega Muñoz : sobre todo, es pintor extremeño,
y tan sólo por educación y sensibilidad, como por ansia de libertades,
comulga en el fauvismo.
Ya veis qué purísimo modo de integrarse en la tradición, qué deseo
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de hacer pintura, no ya española, sino regional, utilizando las conquistas


más bravias del color novecentista. Pero las definiciones de lo tradicional
andan tan mixtificadas y desposeídas de verdad, que muy pocos se dedica-
ron a buscar y encontrar sabores propios en esta pintura honrada. Y no
trataban de buscarlos porque era y es pintura poco halagüeña, pintura
94 Juan Antonio Gaya Ñuño

para españoles fuertes y no blandengues. Nadie se quiere hacer sangre,


ni aun en el cerebro. Los negros de los troncos de árboles fuertes y año-
sos, como las encinas, alcornoques y olivos de Ortega Muñoz, parecen dar
miedo a los habituados al color que adula, al horrible tecnicolor. Todo se
está falseando de tan estúpida manera que yo no es posible contemplar
cara a cara la imagen de u n árbol macho, pintada por u n español sincero,
con peso de rigores seculares. N o faltaron críticos que consideraron es-
pantosa la exposición de Ortega Muñoz.

OTEYZA, LOS PRISIONEROS Y E L PRISIONERO DE OTEYZA.


•—Nuestro Jorge de Oteyza, con ese elan u n poco tumultuoso y dispa-
rado de buen vasco que, como U n a m u n o , aspira a revasquizar España,
concurrió al certamen internacional convocado por el «Institute of Contem-
porary Arts», de Londres, para premiar la mejor maqueta de m o n u m e n t o
al Prisionero Político Desconocido. A s u n t o y empresa en que hemos
andado aun más torpes y desamparados que en lo de P i t t s b u r g h . Baste
constatar que de Alemania concurrieron más de seiscientos escultores. De
E s p a ñ a , según oscuras noticias, unos cuarenta, pero desperdigados y sin
valedores. Algunos de nuestros concurrentes son escultores ilustres, cuyas
participaciones no merecieron ni el saludo. Sí, la de Jorge de Oteyza,
objeto de u n a d e las últimas menciones honoríficas. La reacción sensata
del lector también sensato es que debía tratarse de obra excelente cuando,
sin n i n g ú n apoyo ni propaganda previa, ha sido objeto de atención por
parte del J u r a d o calificador.
Obra excelente, es cierto. E n concurso establecido para premiar u n a
forma no sólo bella, sino expresiva de u n a idea, devota a u n a especie
hodierna de mártir y repugnadora de su instrumento de martirio, con-
taba por mucho la gran cantidad de simbolismo que se precisaba encerrar
en la materia. P u e s bien, la mayor parte de los escultores premiados h a n
coincidido en presentar variados modelos de cárcel, como si la entidad
patrocinadora del certamen hubiera sido alguna desagradable Comisión
Internacional de Prisiones y Campos de Concentración. T a n sólo nues-
tro Jorge de Oteyza ha rehuido tan insana idea, discurriendo u n a perso-
nalísima remembranza del mito de Prometeo. Escultura bien expresiva,
bien desgarradora, bien de Oteyza. T a n absoluto acierto expresivo y
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conceptual, q u e basta para borrar el mal sabor de boca del fracaso global
-—por desamparo y desgana— de los escultores españoles en este trance.
La plástica con sangre entra - 95

GRABADOS FRANCESES.—El centenar y medio de grabados fran-


ceses contemporáneos —exposición en el Instituto Francés— nos ha traído
de nuevo la incurable envidia, la necesaria nostalgia, el agradecido amor
por este medio siglo de maestros actuantes al otro lado de los Pirineos.
Magisterio irremediable, extendido a todo el mundo capaz de sentir el
peso dulce de muchos siglos de Occidente en los trazos de Braque, Derain,
Rouault, Matisse y, naturalmente, de nuestro Picasso. Más que obras
estelares, pues de éstas sólo se contaba una maravillosa prueba de «L,a
comida frugal», picássiana, lo que se había reunido en el Instituto Francés
era esto: lo más exquisito y sensible de una sensibilidad y exquisitez
posada durante muchísimos siglos en la escuela de París. Posada dulce-
mente, naturalmente, sin uñas ni sangre.

MUSEO ROMÁNTICO.—L,as varias y sucesivas exposiciones cele-


bradas en una salita muy cuca del Museo Romántico, continuaron de-
mostrando la vivacidad desgraciadamente excepcional de este centro y de
su Director, Rodríguez de Rivas. Destaco la penúltima para abochornar
un poco a nuestros adinerados : Era la exposición de Coleccionistas Ro-
mánticos, los muchos coleccionistas que en el Madrid de hace un siglo
mantenían colecciones con verdadera categoría de Museo, con vocación
de Museo. A la vista de la rica documentación, el espectador se avergon-
zaba un poco al pensar en lo mezquina que sería una exposición celebrada
en el año 2053 para mostrar los tesoros de los ricachos de hoy.

ARTESANIA —Convendrá que alguien nos defina con máxima cla-


ridad de juicio el vocablo Artesanía, para que no se repita el enredo
acabado de ver en la importante exposición del Retiro. Parece que debe
significar el arte de tradición popular realizado anónimamente. Por lo
menos, esta calidad guardaban las piezas más garbosas y más auténtica-
mente artesanas del conjunto : Como, por ejemplo, los toretes de Cuen-
ca, los sombreros de mujeres de Avila, los bordados de monjas medio
anónimas. Toda esta gallardía viva andaba mezclada con espantosos entre-
tenimientos de chino sobrado de tiempo, y éstos sí que voceaban presun-
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tuosamente el nombre del autor. En general, sobraban cosas en la exposi-


ción. Acaso • faltaban en los pabellones de artesanía extranjera, pero esto
resultaba preferible, porque en ninguno de ellos se advertía esa fatiga de
horas y más horas de trabajo que deshace irremisiblemente la frescura de
un objeto con pretensión estética.
96 Juan Antonio Gaya Ñuño

Pero, aparte de tales fallos, aparte m u c h a s monstruosidades del peor


gusto, la exposición de Artesanía era necesaria. Necesaria su m u c h e d u m -
bre de técnicas, colores y procedencias. Necesario poder ver en una misma
mañana los vidrios mallorquines, las colchas de pedacitos y los fieros
gallos lusitanos de Barcelos.

L A T E M P O R A D A . — L o anterior, con otras varias docenas de exposi-


ciones de dispar interés, ha constituido la temporada de arte en Madrid.
La Antològica del Salón de los Once, con su dictamen y premio simbó-
lico a otras tantas obras mejores, viene siendo tradicionalmente, desde
su fundación, por E u g e n i o d ' O r s , el colofón casi oficial. Creo que la
temporada ha sido buena. Pero ello no pasa de opinión personal. La opi-
nión, para ser válida, n o ha de ser individual, sino multitudinaria, visible
su refrendo por u n a asistencia, una atención, u n a discusión, u n a adquisi-
ción que, de momento, no existen. E s lástima. Casi millón y medio de ma-
drileños se h a n perdido u n a excelente temporada.

E P I L O G O M A S O P T I M I S T A . — E s c r i b i e n d o , uno se calienta. Le-


yendo, ojalá ocurra otro t a n t o . H a b l a n d o de colores españoles, todo parece
más grato y se disuelven las negras previsiones del prólogo, y ello está
bien para llegar a u n epílogo más optimista. Y, sobre todo, considerable-
m e n t e más breve.

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LA CRITICA MUSICAL Y
SU LENGUAJE

por Dolores Pala Bcrdejo

D ICE Unamuno en una de sus fantásticas elucubraciones, que lleva


el unarrïunesco título de A lo que salga, que el escritor puede ser
ovíparo o -vivíparo, entendiendo por tal metáfora, arrancada al campo
de la biología —ciencia que acaso era la que menos desagradaba a
Unamúno— que mientras unos se sirven para dar remate a sus obras
de proyectos, notas y minucias que cuidan y calientan como el animal a
su huevo, otros abren las compuertas del pensamiento y dan rienda suelta
a cuanto se ha ido almacenando allí dentro con mayor o menor orden y
concierto.
Elegir método es un problema capital para el crítico; si un método nos
induce a errores, el otro nos atenaza con sus limitaciones. En suma: deje-
mos al destino la elección. Hay escritores que lian nacido ovíparos, para
seguir la terminología unamuniana, y otros que han venido al mundo
para soltar un raudal de fantasías y realidades. Aristóteles, el primer
investigador que en materia de arte nos ha legado la antigüedad, dife-
renciaba la poesía y la filosofía por el orden sistemático que es a ésta
inmanente, mientras que la poesía se mueve en un mundo libre : el del
pensamiento creador. I^a crítica ideal debiera aunar los procedimientos de
la filosofía, y el ancho campo de la poesía, su libre desenvolvimiento.
Que la crítica sea, en su más noble sentido —nos referimos, claro,
a la crítica de arte—, un proceso de recreación parece cosa poco disputable.
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Es cierto, sin embargo, que el .término «crítica» se presta a muchas inter-


pretaciones y no falta quien lo entiende como mera valoración y quien
98 Dolores Pala Berdejo

juzga al crítico blandiendo el escalpelo, cuando tal aspecto es, en reali-


dad, uno de los más insignificantes, el más equívoco y aquel cuya reso-
nancia antes se apaga. Como el director de orquesta, el crítico no logrará
hacerse entender del auditorio, por muy bien que se sepa la partitura,
mientras no le anime un impulso interior semejante al que dio pábulo a
la obra.
El crítico musical debiera ser, en ese sentido, el más sutil y el más lírico
de los críticos. Pero el lirismo, aunque supere para Dilthey a los más conspi-
cuos métodos de las investigaciones síquicas, tiene también sus peligros.
Entre el análisis técnico que, en sí, no revela, con frecuencia, nada, y tiene,
además, el inconveniente de servirse de un lenguaje absolutamente hermético
para el no enterado, y la exegesis literaria, la dispendiosidad lírica, el
crítico musical se ahoga. El que se refiere a fórmulas técnicas es seme-
jante a aquel profesor de matemáticas que llenaba el encerado de guaris-
mos y signos, y, al final., cuando había sembrado la confusión entre sus dis-
cípulos, añadía con grandes letras un etcétera. ¿Es la música el único arte
que no posee un lenguaje propio fuera de la terminología estética común a
todas las artes ? ¿ Se debe esto a que si de una parte pertenece al dominio de
la pura intuición, por otra los términos, la grafía con que se expresa esta
intuición son puramente cabalísticos? En rigor, la música4 como la ma-
temática, no accede de buen grado a salir de sí misma.
El lenguaje, entendido en su acepción más propia, tiene su más firme
sostén en la metáfora. Creo que es Ortega quien señala que las metáforas
de la visión, es decir, las que nos acuden por los ojos, se ofrecen con una
tenacidad no atribuible al azar, para designar los actos intelectuales. La
contribución que al lenguaje hablado hace el mundo sonoro es mucho
menor; es cierto que algunos vocablos como «armonía», «acorde», «mo-
dular», «tonalidad», son patrimonio común, pero, en realidad, ni son
muchos ni pasan de usarse con un sentido más bien vago. El lenguaje
musical, un lenguaje con el que expresamos las intuiciones musicales,
como la poesía puede expresar los más evanescentes estados del alma,
está por hacer y, en todo caso, no se ha dejado penetrar nada de la vida
y de la realidad humanas.
De manera que el crítico musical corre peligro, si se ciñe a un lenguaje
técnico —y un lenguaje técnico no es nunca un lenguaje artístico—, de
no revelar nada, y si echa mano de giros, ideas y metáforas que pertene-
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cen a otros dominios del arte y de la vida, de alejarse excesivamente de


su cometido. La música es como un río, que en su continuo transcurrir
fuese dejando todas las impurezas, todo el barro, todos los cuerpos extra-
ños que arrastraba. Cuando se aplica a la poesía el calificativo de «pura»
acaba por llegarse a un vacío, a un callejón sin salida; se sabe, en cambio,
La critica musical y su lenguaje 99

en seguida, qué quiere decir milsica -pura, aunque quizá no acertemos a


definirlo.
El crítico musical ignora, pues, en primer término, cuál debe ser su
arma de combate, el lenguaje, y se encuentra frente a los demás críticos
de arte con un acervo de elementos tan pobre como el que maneja la
Academia comparado con el caos fecundo que corre por esos mundos de
Dios. Tal coyuntura supone una desventaja, pero también un incentivo
para la lucha, para la conquista de ese lenguaje. Un crítico de cierto
diario parisiense decía que, entre las mil locuras que puede cometer el
hombre, ninguna como la crítica musical. ¿Qué diremos si tal crítica se
ha de ejercer en un país que no cuenta, como Francia, con una literatura
musical abundantísima y con un idioma hecho para decir «lindezas»,
como apostillaría don Juan Valera, y para desentrañar mil matices deli-
cados y sensibles? No olvidemos que fue Diderot quien primero dio en la
ocurrencia de amalgamar la crítica de pintura y la literaria, procedimien-
to que, mucho después, se ha aplicado a la música.
El crítico musical no sabe, en definitiva, a ciencia cierta, qué len-
guaje debiera emplear, pero sí sabe, o debe saber, que el estilo cuenta
como una de las premisas de su oficio. Ahora bien, e insistiendo en lo
que apuntábamos antes, nada más alejado que música y estilo, expresión
musical y expresión hablada. Algunos lingüistas suponen que los oríge-
nes del lenguaje pueden haber sido musicales; para expresar determi-
nados sentimientos, el hombre cantaba una determinada melodía; de
hecho también, la onomatopeya es una fórmula musical. Pero tanto lo
onomatopéyico como esas hipotéticas melodías prelingüísticas son recur-
sos que el hombre abandona cuando entra en un estado más perfecto,
más avanzado; al salir de esa etapa rudimentaria, en que priva la inter-
jección, el hombre tiende a comunicarse y sustituye la música por la
palabra, entendida como algo más que un simple jlatus vocis : es lo que
los técnicos llaman el lenguaje proposicional, cuya cimera puede muy
bien ser el estilo. Es curioso, frente a eso, observar cómo en algunos
casos el músico, por no haber dado con los medios propios de expresión,
tiende a sortearlos plasmando en aforismos sus ideas; un ejemplo con-
tundente lo hallaremos en Busoni, una de las personalidades de más
fuste en el terreno estético-pedagógico.
Claro que detrás del lenguaje hay otro problema: ¿qué es lo que se
ofrece a la consideración del crítico? ¿Cuál es la realidad musical? ¿Qué
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es lo que debe juzgar o valorar?


El contenido de la música es algo fluctuante. ¿Se trata de una serie
de sonidos que se nos ofrecen en un orden determinado? ¿Es un con-
junto de vivencias humanas? No recuerdo si es el viejo L,essing quien
hizo observar que la música tiene de común con la pintura la limitación
100 Dolores Pala Berdejo

de sus asuntos y. con la poesía la posibilidad de desarrollar un movimien-


to ; la música es un continuo suceder, y ahí quizá reside una de sus más
espinosas facetas, pues, como ha señalado Emmanuel, el erudito francés,
entre otros muchos, trabajamos sobre una arquitectura de la cual nunca
podemos tener una visión de conjunto : no podemos estudiarla más que
por partes, y a medida que avanzamos se va borrando lo anterior, y es
la memoria quien debe reconstituir la visión.
El contenido de la música se presenta siempre de una manera hermé-
tica ; la primera misión del crítico estriba en dilucidar su contenido. Un
cuadro histórico necesita explicación; todo tipo de música lo necesita,
aunque su contenido no sea narrativo. Y la música con palabras, ¿necesi-
ta también de explicación ? Pues sí: es la música la que da sentido al
texto, y no éste a la música. En la ópera, e incluso en el cine, cuando la
música sirve para ayudar a la acción, es la expresión musical la que de
una manera inmediata la que nos aclara lo que sucede en el escenario o
en la película, sin contar lo que nos proporciona como presentimiento que
en una obra dramática es lo principal. L,a música, pues, carece de lengua-
je inteligible, su realidad es problemática, y, en cambio, puede alumbrar
situaciones, puede revelarnos algo que está más allá de ella misma. He
aquí el terreno movedizo, erizado de obstáculos, en que debe situarse el
crítico musical.

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TRAGEDIA Y SOCIEDAD

por Alfonso Sastre

1. SE PLANTEA EL PROBLEMA.

P ARECE que, en este país, la tragedia es una especie de pecado social.


El espectador común considera el escritor de tragedias, en el mejor
de los casos, como un siniestro aguafiestas merecedor de la persecu-
ción policíaca, del gaseamiento social y de la más rigurosa represión
por parte de los organismos de censura. Los directores de los teatros
ilustran esta evidente antipatía por el género trágico, con la programación
de comedias imbéciles y divertidas, y de revistas musicales cuya pre-
tensión artística se agota en la exhibición del desnudo y en el procaz
desenfado de la situación, el equívoco y el chiste. Y la actitud habitual
de la censura de teatro favorece —¿para qué vamos a decir otra cosa?—•
la consolidación de este general criterio antitrágico. El censor de teatro
frunce el ceño ante la muerte y la catástrofe. La tragedia, por este cami-
no, llegará a estar rigurosamente fuera de la ley. Sófocles, Shakespeare
y O'Neill serán publicados, con gran riesgo, en ediciones clandestinas.
Una minoría de pecadores leerá secretamente «Antígona», «Hamlet» o
«Extraño intermedio».

2. LA TRAGEDIA NO ES UN GENERO OPTIMISTA


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Algún escritor de tragedias ha llegado a decir —en su intento de justi-


ficación social—, que la tragedia es un género optimista. Esta es una
102 Alfonso Sastre

formulación claramente defensiva, en un mundo en el que sólo se acepta


una forma optimista de vida. Naturalmente, la tragedia no es un género
optimista; como tampoco es un género pesimista, por supuesto. El escri-
tor de tragedias no cree que todo sea óptimo, ni que todo sea pésimo.
(Por lo cual, un hombre puede ser cristiano y escribir tragedias.) Si
creyera, de verdad, que todo es pésimo no escribiría ¿Para qué? Pero
sabe también que no es todo óptimo. Y sabe que el optimismo —es decir,
la forma de vida que considera todo óptimo o en fácil disposición de llegar
a ser óptimo— sólo se puede dar en mentalidades afectadas por un
cierto retraso y por una evidente lentitud funcional. Y, a veces, en men-
talidades miserablemente conformadas.

3- TRAGEDIA Y TORTURA

La tragedia es —no ganamos nada con negarlo— un extraño meca-


nismo artístico que tortura al espectador y lo deja y abandona gravemente
herido. Al espectador se le presentan hechos «horribles» y situaciones
«miserables» —y conste que lo del horror y la misericordia, quedó dicho,
para siempre, por Aristóteles: no es una invención derrotista de los
tristes y resentidos autores contemporáneos— con la misteriosa y oscura
intención de que no lo pase bien del todo. Con la intención —diríamos—
de torturarlo y herirlo. El espectador de «Hinkeman», «Lucha», «Las
manos sucias» o «La muerte de un viajante» sale, literalmente, destro-
zado, descoyuntado. Poco le falta para que la sangre le corra por el ros-
tro, y la mirada se le enturbie con las lágrimas. La tragedia hiere o, por lo
menos, denuncia, sangrienta y angustiosamente, las olvidadas heridas.

4. LA TORTURA ACEPTADA.

Lo curioso, y, desde luego, esencial, de este suplicio que es la trage-


dia, es que el espectador se somete voluntariamente a la tortura. (La
tragedia, en efecto, nunca ha sido un espectáculo forzoso.) Puntualice-
mos sobre este carácter de tortura que tiene la tragedia. El problema
—con ello— quedará planteado en sus justos términos.
El espectador de «Muertos sin sepultura», ¿puede decir lícitamente,
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que lo ha pasado bien? Es evidente que no. Ni el espectador de las tra-


gedias cinematográficas «Ladrón de bicicletas» o «El limpiabotas». Por
el contrario, es probable que tal espectador os diga: «Salí del teatro
destrozado.» Y, sin embargo, está contento de haber ido. Y cuando sin-
tió que la acción trágica le atravesaba dolorosamente, le hacía estreme-
Tragedia y sociedad 103

cerse, angustiarse, llorar..., no se fue. Clavado en su butaca, anhelante,


resistió íntegramente la tortura. Se declaró, no se sabe por qué misterio,
solidario de la acción trágica, y ni siquiera pensó en la fácil ruptura que
hubiera conseguido levantándose de la butaca, saliendo al vestíbulo a
fumar un cigarrillo o —más radicalmente—- marchándose a casa a leer
una novela de aventuras. No. El estaba allí para recibir la corriente
trágica. El no podía moverse de allí. La tortura estaba aceptada de ante-
mano. Había ido a ver una tragedia. Pero, ¿por qué? ¿Qué hace que un
cartel de tragedia atraiga un público? ¿Qué clase de público tiene la tra-
gedia ?

5. PREGUNTAS, PREGUNTAS, PREGUNTAS

¿Habrá que admitir que de esa tortura, aceptada voluntariamente, ex-


trae el espectador un especialísimo placer ? ¿ Qué mueve al espectador de
la tragedia? ¿El «deseo de dolor» de que nos habla San Agustín en sus
«Confesiones» cuando nos cuenta su afición juvenil al teatro? ¿Es un
masoquista el espectador de la tragedia? ¿O su dolor no es real? ¿Hay
dolor de verdad en el escenario? ¿Y en la sala? ¿No será un dolor tem-
plado artísticamente, un dolor que ha perdido peso?

6. REALIDAD DEL DOLOR TRÁGICO

Me parece que hay que reivindicar la realidad del dolor trágico, y,


en general, de todas las pasiones y emociones que juegan en la tragedia.
La corriente crítica que considera que las pasiones trágicas son pasiones
«purgadas», templadas, artísticas y, en definitiva, inofensivas —capaces, a
lo más, de producir en el espectador una emoción estética—, no tiene
fundamento en la realidad de la tragedia. La acción trágica es realmente
dolorosa. El drama es el hilo conductor, la línea de menor resistencia,
por la que el dolor y la angustia van de la realidad social al corazón del
espectador. El espectador comunica, a través de la tragedia, con la an-
gustia de los otros. El espectador, acorazado a veces para la lucha por la
vida, adormilado, tranquilo, con la conciencia moral a media luz, es, mu-
chas veces, invulnerable al dolor de los demás, que le roza cada día en
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el trabajo, en la calle, en la taberna, en el autobús. El drama produce en


su espíritu la súbita revelación de las verdaderas estructuras del dolor
humano. El drama se convierte entonces en el hilo conductor entre el dolor
de la calle y el espíritu del hombre. El dolor no pierde peso en el acto
de la comunicación (si la tragedia es buena). No es un dolor purgado.
104 Alfonso Sastre

En las buenas tragedias lo horrible es real y verdaderamente horrible (y


produce horror real; no un «horror» que sea una forma de emoción esté-
tica) , y lo miserable es real y verdaderamente miserable (y despierta ver-
dadera piedad, no un movimiento estético; piedad que encuentra su
objeto después de caer el telón, en la realidad social; piedad disponible
y como suspensa durante la representación trágica). El arte no ha hecho
más que una operación —complicada, eso sí—- de traslado. Traslado (o,
si queremos, «mimesis»), pero no purga (el sentido de la «catarsis» es
otro).

7. SENTIDO DE LA «CATARSIS» TRÁGICA

Para mí, el sentido de la «catarsis» trágica hay que hallarlo, no en la


operación de traslado de la realidad a la tragedia, sino en el efecto que
la tragedia produce en la realidad : de un modo inmediato en el especta-
dor y mediatamente en la sociedad.

8. SAN AGUSTÍN Y LA TRAGEDIA

El espectador, al aceptar la tortura trágica, es sospechoso de alguna


especie del masoquismo (¿y no será el tragediógrafo un especialísimo
sádico?), y, entonces, la tragedia sería una forma de locura colectiva.
San Agustín no está lejos de esta concepción. «¿Qué será —pregunta San
Agustín— que el hombre en el teatro quiere sentir pena cuando ve re-
presentar sucesos luctuosos y trágicos, que, sin embargo, él mismo no
querría padecer? Y, no obstante, el espectador quiere sentir pena de
ellos, y aun, precisamente, esa misma pena es su deleite. ¿Qué es esto
sino una extraña locura?» Anota después San Agustín los conceptos de
«miseria» —cuando es uno mismo quien lo padece— y «misericordia»
—cuando se compadece de otro—. «Pero, ¿qué misericordia puede caber
hacia desgracias fingidas y escénicas? Porque al espectador —explica
San Agustín— no se le impulsa a socorrer, sino solamente es excitado
a dolerse; y tanto más aplaude al autor de semejantes ficciones, cuanto
más se duele.» «Según esto —pregunta el Santo—, ¿nos gustan las lá-
grimas y el dolor?» Para San Agustín, en suma, la tragedia es una
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extraña locura. El espectador de la tragedia es una especie de maso-


quista desesperado. Sería incapaz de soportar, personalmente, el dolor
que es representado, pero le complace la representación del dolor, que
le hace llorar y conmoverse superficialmente. Esta concepción configura,
en definitiva, al espectador de la tragedia como un «falso sádico-maso-
Tragedia y sociedad 105

quista», pues se complace en el dolor (fingido) de los personajes y en


su propio dolor (superficial) de espectador de tragedias. La tragedia, en
estos términos, es una abominación que cualquier sociedad adulta debía
eliminar de su seno. La tragedia sería, de verdad, un grave pecado social.
Pero es que...

9. LA TRAGEDIA, A PESAR DE TODO, ES OTRA COSA

Reivindicada la realidad del dolor trágico —por la concepción del


drama como «hilo conductor;) que conecta y sintoniza (valga este voca-
bulario tomado de la terminología física) el dolor humano con el corazón
del espectador—, la sospecha de masoquismo llevaría a una formulación
más grave de la ¡(locura trágica». La tragedia sería un peligroso y puni-
ble juego de sádicos y masoquistas. Frente a esta sospecha se alza la
concepción de la tragedia como forma de mortificación y, en definitiva,
como instrumento de purificación moral y social. El espectador de la
tragedia no busca el sufrimiento; acepta la mortificación. El espectador
se siente merecidamente mortificado. Acepta la tortura en un movimiento
de autocastigo. Entonces, ¿es que se siente culpable? Sí, la tragedia
despierta en él un profundo sentimiento de culpabilidad. ¿Y...? Acepta
ser mortificado. ¿Y después? Cuando la tragedia termina su espíritu
ha sido purificado. ¿Y después? Después —a veces—, una revolución
social. O, por lo menos, un socorro social. Entonces, ¿resulta que la
tragedia era otra cosa?

10. UNA PAGINA PURAMENTE LITERARIA SOBRE EL


VERDADERO SENTIDO DE LA TRAGEDIA

Sí, la tragedia era otra, y muy distinta cosa. La tragedia es, precisa-
mente, lo opuesto a un pecado social: una virtud social. Aunque los
alegres y verdaderos pecadores traten, en su lucha autodefensiva, de ex-
tirpar de la sociedad ese sucio pecado que, según ellos, es la tragedia.
(Esos alegres pecadores que tienen miedo a la verdad y defienden su
vida.)
Este ligerísimo estudio de la tragedia desde el espectador, termina
con una página puramente literaria, en la que vemos a un hombre dete-
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nido en la calle frente a un cartel de teatro. El hombre lleva gabardina


—llueve un poco— y sombrero flexible. Podría ser un oscuro miembro
de un «gang» de Chicago o un humilde oficinista de Madrid. Es lo mis-
mo. El cartel anuncia, para esta noche, la representación de una tragedia.
106 Alfonso Sastre

El hombre, no sabemos por qu'é, se ha detenido y está leyendo : «7 y 11,


La muerte de un viajante, de Arthur Miller». El hombre se va. Sigue
lloviendo. Entra en una taberna y toma un vaso de vino. Paga y sale.
Se sube el cuello de la gabardina. Anochece. Entra en un viejo restau-
rante. Cena un sopa, una tortilla y una naranja. Parece que se le ha
olvidado que ha visto un cartel de teatro. Pero mira su reloj; y es que
no se le ha olvidado. Paga, deja una peseta de propina y vuelve a la calle.
El teatro está cerca. Se aproxima a la taquilla —todo es muy fácil hasta
ahora—• y compra una localidad de entresuelo. Entra al teatro. Se aco-
moda. Se apagan las luces de la sala. Se alza el telón. Sobre un fondo
de extraña música, un viajante, viejo y cansado, vuelve a su casa. Em-
pieza la historia. El hombre ve, desde el primer momento, que aquello
tiene que terminar muy mal, pero no sabe cómo. No sabe el cómo de la
muerte, el cómo de la catástrofe, el cómo de la desesperación y de la
angustia definitiva. L,a tragedia se va haciendo inteligible. El viajante
no tiene la culpa de lo que pasa. L,a mujer no tiene la culpa. L,os hijos
no tienen la culpa. Ninguno tiene, con exclusión de los demás, la culpa
de lo que ocurre. Todos son inocentes. Todos, al mismo tiempo, son
culpables. Ellos y los que les rodean: los invisibles hombres que les
rodean. ¿El sistema social? Todos, hasta nosotros, los espectadores
—piensa el hombre—, somos un poco culpables de lo que le ocurre a
este pobre y anciano viajante. El viajante llora. Quiere morir. Porque
piensa que muerto vale más que vivo. El viajante llora. El hombre llora
Llora por el viajante, y por todos los viajantes del mundo, y por todos
los demás hombres, y porque él no se portó demasiado bien con alguien
que ya murió. El hombre Uora por él mismo. Al final, cuando la familia
del viajante reza ante su tumba y se pregunta, dulcemente, por qué el
viajante lo habrá hecho —matarse—, ¿por qué lo habrá hecho?, ¿por qué
se habrá matado?, el hombre reza también un poco y se siente como
purificado ante las verdaderas estructuras —pero a él no se le ocurre
pensar en «estructuras»— del dolor. Sale a la calle. Ahora es un hombre
disponible para un acto bueno. Ahora sí. Porque el hombre ha sido «im-
pulsado a socorrer» —y él no sabe si San Agustín pensaba lo contrario—,
no interviniendo en la acción trágica que no es más que un traslado o
«mimesis», pero sí, en la realidad, trasladada o imitada. El hombre, mien-
tras va hacia su casa, está tranquilo. L,leva las manos en los bolsillos de
la gabardina. Su rostro se ha serenado, casi se ha embellecido. El hom-
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bre piensa que «hay que hacer algo» —pero no sabe qué; ya lo sabrá—,
que «esto no puede seguir así». Bien. Vete a dormir, amigo. Mañana...
El hombre se aleja.
Y este ensayo —o lo que sea— termina aquí.
LIGERAS DIVAGACIONES SOBRE
EL CINEMATÓGRAFO ESPAÑOL

por Miguel Pérez Ferrero

H ACE no mucho una revista -de humor instalaba en una de sus pági-
nas una expresiva caricatura. L,a caricatura era alusiva a nuestro
cinematógrafo. Representaba a una multitud con copas en la mano,
y levantándolas para brindar y beber. El pie rezaba, poco más o menos :
«L,as películas cada vez son peores, pero, en cambio, los vinos y los cock-
tails, cada vez son mejores, y están mejor servidos.» No tengo delante el
número de la publicación, pero, desde luego, ese era el sentido de la «le-
yenda» explicativa del monigote.
Es indiscutible que el caricaturista, con la lógica exageración que su
propio menester impone, acertó a lanzar, sólo con la gracia de su lápiz,
y con unas cuantas palabras, una aguda crítica de nuestro Séptimo Arte.
Yo no diré que el «cine» español empeore, pero sí, desde luego, que no
logra, no obstante, la decidida ayuda -—decidida y generosa— con que
el Estado le distingue, alcanzar un nivel artístico que, por lo menos, le
haga merecedor de ese apoyo,.
¿Quién tiene la culpa? En un empeño en el que tantos factores, y tan
diversos, intervienen, era de presumir que la culpa sea como un balón de
juego que se arrojan los unos a los otros, sin que ninguno quiera guar-
darlo. Así se achaca la culpabilidad a los productores, porque tienen un
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determinado concepto sobre la comercialidad -de las cintas y no admiten


proyectos más audaces y arriesgados; se les echa a los directores, que
cuando conocen la técnica de su oficio se hallan faltos de originalidad; a
los guionistas, que no escriben —y eso es verdad—• libros interesantes ; a
108 Miguel Pérez Ferrero

los actores...; y, en fin, cada cual echa la carga de la responsabilidad a


quien mejor le peta.
A mí me parece que el principal defecto del cinematógrafo español es
el de estar falto de carácter, de las esencias puramente españolas que lo for-
men y lo determinen, y le hagan distinguirse del resto de los «cines»
europeos y del americano. Y ese carácter nada tiene que ver, claro está,
con el pintoresquismo, y ninguna relación con la idea de que nos circuns-
cribiésemos a brindar a la exportación una producción puramente folkló-
rica. El problema es mucho más hondo.
Nuestro cinematógrafo ha tocado, poco más o menos, los mismos gé-
neros que los «cines» de fuera. El episodio histórico, la biografía nove-
lada, la novela adaptada, la obra musical, el cuadro típico y pintoresco,
la trama patriótica, el drama y comedia religiosos, la farsa, el relato ama-
ble y ligero, la narración policíaca, etcétera. Pero los ha tocado, los ha
abordado, sin imprimir en las realizaciones un sello peculiar. Se han se-
guido pautas trazadas por ajenos, normas dictadas de fuera, procedimien-
tos narrativos, tan universales, que al aplicarlos a un determinado clima
se desuniversalizan, por disolución, y la empresa resulta como tantas y
tantas otras llevadas de continuo a las pantallas.
Existen, evidentemente, en Europa, un «cine» italiano, un «cine»
francés, un «cine» alemán, y han empezado a perfilarse manifestaciones
nórdicas prometedoras. Existen esos «cines» con sus auges y caídas, con
sus altibajos, con sus etapas de ascensión y de languidez. Con el «cine»
británico, que también posee sus características, ocurre igual que con los
anteriormente citados.
A mi entender, los que podrían hacer que un cinematógrafo, definida-
mente español, apuntase son los guionistas y los directores conjunta-
mente, en una colaboración estrecha, llevando su propósito con tenacidad
y amor, y buscando en los motivos que España brinda, tan ricos, tan
originales, y en los que hay un verdadero tesoro de suscitaciones, la pe-
culiaridad de una tarea.
Donde no hay un libro es muy raro que, en la actualidad, haya una
película. Pasaron los tiempos de las improvisaciones sobre la marcha de
un «rodaje», esas improvisaciones propias de las épocas de los balbuceos
del Séptimo Arte, y que quizá prolongaron excesivamente su vigencia.
Todo hoy debe estar previsto, meditado y escrito cuando se da —con-
servaré la expresión clásica— la primera vuelta de manivela. Así que en
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el libro estarán ya las características españolas del trabajo que se va a


realizar: el de hacer plástico un relato, y que ese relato sea español; de
Uno o de otro siglo, que refleje la alta, la media o la baja sociedad, que
recoja costumbres o fiestas del país en su pintoresquismo, etcétera. Por-
que sucede a menudo, que por subrayar ese pintoresquismo, al que he
Ligeras divagaciones sobre el cinematógrafo español 109

aludido, cuando lo contemplamos nos parece hecho de estampas imagi-


nadas y llevadas a término por una fantasía y una ejecución extranjeras.
Aquí, hasta la fecha, hemos seguido las inspiraciones de fuera, incluso
para tratar nuestros propios temas. Hemos pensado en la comercialidad
de un género o de un estilo, y nos hemos apresurado a imitar. Por ejem-
plo, hemos padecido nuestra racha, breve por fortuna, de «neorrealismo»,
a raíz de llegar las primeras películas italianas de la post-guerra, y hemos
padecido también otras rachas de cuños distintos.
Nuestra Historia, nuestra vida de todas las épocas, nuestra actuali-
dad, nuestra fantasía, nuestro sentido de la plástica, nuestra mentalidad
en todos sus aspectos, en suma, tienen la suficiente fuerza de autoctonis-
mo para que, al traducirse en «un cinematógrafo», éste no resulte mimé-
tico, y la réplica, por ende, de otros cinematógrafos.
Es muy curioso comprobar que en España el escritor de «cine» apenas
existe. Se barajan siempre dos o tres nombres, y a duras penas se llega a
la media docena. Y es doblemente curioso el fenómeno, porque, en lo que
respecta a lo pecuniario, el «cine» reporta mayores, mucho mayores,
beneficios que el libro, e, incluso, que una obra de teatro, de no haber
constituido ésta un verdadero gran éxito de taquilla. Hay pocos guionis-
tas de «cine» en España que procedan del campo de los novelistas y de
los autores teatrales, y hasta del periodismo, y en ello estriba, a mi enten-
der, en buena parte, el mal que cinematográficamente sufrimos.
En cuanto a los directores son, en sus menesteres, más duchos, más
técnicos, pero, en general, se muestran faltos de iniciativas, de origina-
lidad, de ideas propias para efectuar sus realizaciones. De ese modo vemos
muchas películas correctamente dirigidas y realizadas, pero casi siempre
son reminiscentes, y casi siempre anodinas y un tanto pobres, no por el
escaso dinero gastado en ellas, sino por la escasez de fantasía plástica que
patentizan.
• Se piensa mucho, a mi juicio, cuando se prepara una película, en su
rendimiento económico y en su clasificación, naturalmente; se hacen
cáculos sobre si una vez terminada cubrirá los gastos, o los habrá ya cu-
bierto antes de su estreno; se piensa en un asunto que halague a la masa
y en unas imágenes que no la desconcierten, y rara vez; se piensa, en
cambio, en tomar un camino no explorado y llevar por él al público.
Los rasgos españoles de las películas españolas —escribo siempre en
general, por supuesto, y no aludo a producción alguna en concreto— han
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sido, hasta el momento, superficiales, externos, y para que la situación


de nuestro cinematógrafo empezase a ser otra, tendrían que ser internos,
profundos, los más permanentes, en definitiva.
Todos sabemos que el problema del «cine» es complejo, por la canti-
dad de factores que lo provocan. La economía y la industria toman una
110 Miguel Pérez Ferrero

parte activísima, y el arte alterna con ellas, y ha de avenirse, a menudo,


a sus exigencias. El «quid», por lo tanto, está en discriminar bien esas
participaciones para luego conciliarias con tino.
No seré yo quien niegue que el grueso de la producción de películas en
Francia y en Italia, pongo por producciones características, es mediocre,
y mediocre también la mayoría de los «films» americanos. Pero cada año
esas cinematografías dan unas cuantas obras, más o menos, según, que
descuellan y que recogen auténticos aspectos de la mentalidad, las cos-
tumbres, los sucesos, la vida de esos países. En consecuencia, ellos pue-
den presentar unas cuantas muestras en certámenes internacionales y
competir con ellas, y brindar al exterior «semanas fílmicas» represen-
tativas.
En España la afición al cinematógrafo es grande, e incluso hay una
cinematografía de aficionados considerable, y que ha llamado la atención
fuera de nuestras fronteras. Así que nuestra nación es, sin duda, mere-
cedora de tener un «cine» de más elevadas calidades que el que posee en
estos instantes.
No soy yo el llamado a pretender resolver tan ardua cuestión como es
la de la calidad del cinematógrafo español, ni cabe en un corto ensayo
explayar soluciones que pudieran entrañar pedanterías teóricas, pero creo
que al aparecer el primer número de una revista de tan acusado título,
y no menos acusado contenido, como es REVISTA ESPAÑOLA, había de
llamarse la atención sobre nuestro Séptimo Arte, y desear, desde estas
páginas, que cada día sea más exigente consigo mismo, y se pertreche de
una buena dosis de autocrítica, para que luego productores, directores,
guionistas, actores, y demás, no se irriten con los críticos a la hora en
que, cumpliendo con su deber, e impulsados precisamente por su patrio-
tismo, juzgan severamente, aunque a menudo no tanto como lo merecerían,
cintas producidas, concebidas y realizadas por nosotros.
Y tanto es necesaria esa autocrítica, que por haberse hallado ausente
de nuestras producciones, ha provocado una lógica reacción en el público,
una reacción de desvío previo y evidente, que es lo primero que hay que
vencer. Y eso no se hace con estruendosas propagandas, ni con reportajes
llamativos, ni con fiestas, ni cock-tails, sino con buenas producciones.
Porque el espectador, por lo general, desconoce los entresijos del cine-
matógrafo y las condiciones en las que una película llegó a realizarse. Lo
único que conoce es lo que ve y escucha en la pantalla; de lo único que
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sabe, y quiere saber, es de si lo que le sirven le gusta y le emociona, le


hacer reir o le hace llorar, y le proporciona una impresión favorable o
desfavorable.
DE LA BOCINA AL
MICROSURCO

por Luis Meana

S IN que sus efectos y consecuencias alcancen la escala y gran espectacu-


laridad de los del motor de explosión, las telecomunicaciones o el
cinematógrafo, el gramófono —en todas sus variedades zoológicas— es,
sin duda ninguna, uno de los artilugios que mayor influencia han ejercido
sobre la «cultura y costumbres» de nuestro siglo.. Todo meteur-en-scéne
que conozca bien su oficio sabe aprovechar, para dar ambiente de década a
un salón, las sutiles gradaciones cronológicas que nos llevan del fonógrafo
de cilindro hasta el tocadiscos automático, pasando por las gramolas,
odeolas y fonolas y por todas las hermosísimas formas de la flor de la
bocina gramofónica.
Habrá un día gramofonistas y discófilos que estudien y describan en
obras de admirable erudición las tendencias y transformaciones morfoló-
gicas del instrumento, su lento progreso hacia un funcionamiento más
perfecto, las modas que determinaron el contenido de los catálogos de
discos en una época dada. Todo eso será —si no está ya comenzando a
serlo— un estudio riguroso, un matiz de la museología, un aspecto de la
ciencia global de la cultura. Mientras tanto, en estas líneas —que quisié-
ramos sirvieran de introducción a una labor de crítica informativa de la
actividad gramofónica mundial— sólo nos proponemos señalar muy a la
ligera un fenómeno capital en la historia del gramófono, una revolución
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en revoluciones que significa, como siempre sucede, el paso de una época.


En efecto, nos aventuraríamos a afirmar que todo estudiante serio de ma-
teria tan frivola reconoce hoy que la aparición del microsurco es el paso
112 Luis Meana

más importante dado por la técnica gramofónica desde la aparición del


instrumento.
Kn realidad, la historia del gramófono puede dividirse claramente en
tres épocas distintas. Hay, ante todo, un período de balbuceos que se
inicia exactamente un día del año 1877, en que Edison pronuncia ante un
extraño artefacto las primeras palabras {Mary had a lütle lamb) que, des-
humanizadas, habían de sonar instantes más tarde en los oídos de los
asombrados ayudantes del laboratorio. Era la primera vez que en este pla-
neta se escuchaba una voz no humana, ni angélica. Era, para los que así
quieran verlo, un gran triunfo del Hombre sobre el Tiempo : la creación
de una memoria mecánica. Pero también era sólo un juguete tosco que
pronto quedó arrinconado en el laboratorio. Arrinconado, no olvidado;
Edison siguió jugando con él, cambiándole el cilindro de papel de estaño
por otro de cera, sustituyendo la manivela por un motor de relojería. El
juguete salió al mercado y tuvo el éxito efímero de las novedades : fue
durante algunos años un original regalo de navidad. Quien salva al bal-
buceante artilugio y da nuevos alientos a su voz es un emigrado alemán
establecido en Washington, Emile Berliner, inventor interesado especial-
mente en los problemas de la transmisión telefónica del sonido. Berliner
percibe con gran clarividencia los dos defectos capitales que imposibilitan
el progreso del mecanismo : el cilindro y la grabación vertical del sonido.
Inventa el disco e introduce el corte lateral del surco. Y llama al nuevo
instrumento, idéntico en lo fundamental al fonógrafo de Edison, pero
morfológicamente distinto, «Gramófono».
A partir de esa fecha —hacia 1890—, el progreso del aparato y de la
industria que a su alrededor se crea es lento, pero constante. L,os primeros
años son desalentadores : nadie quiere ver sino un juguete en aquella es-
pecie de molinillo de café con música. L,as grandes firmas a quien Berliner
ofrece su invención, la rechazan con comentarios irónicos. Durante varios
años, los únicos que mantienen vivo el aparato son los feriantes, que han
descubierto que la máquina parlante, que «habla, canta, tose y estornuda»,
es una gran atracción en las barracas de ferias y verbenas. Es el momento
del aparato-lavativa, del que salen unos juegos de gomas que los oyentes
se insertan en los oídos : a perra gorda —a perra gorda de dólar— la pieza.
Y a tal público, tal música. Baladas lacrimógenas, recitados ribaldos, el
disco de la risa («Le fou riren, una de las primeras placas que se vendieron
a millares), bandas militares y solos de corneta. En esa era, sin embargo,
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el gramófono siente decidida predilección por la voz humana ; no una voz


cualquiera, sino voces roncas, aguardentosas, con bajos raspantes; los
toscos diafragmas sólo registran bien el berrido. Berliner envía a sus ayu-
dantes (uno de ellos, E. F. Gaisberg, nos ha dejado datos curiosísimos de
este período en su libro Music on Record) a las tascas y cafetines ínfimos
De la bocina al microsurco 113

en busca de tales voces. El estudio mismo se convierte en una especie de


taberna, con más botellas de cerveza y ginebra que metrónomos y diapaso-
nes : hay que entonar a los cantantes, que se desgañitan ante la bocina por
un dólar la pieza. Mientras tanto, han surgido competidores y ya comien-
zan a destacarse las tres compañías que más tarde van a convertirse en los
grandes colosos de la industria : Edison Bell, la Columbia Phonograph y
la Gramophone Company, de Berliner. La competencia fomenta el pro-
greso, nos dicen los librecambistas ; a veces también lo retrasa : las tres
compañías poseen patentes que dificultan el avance técnico de las demás.
Sólo cuando tras largos litigios acuerdan colaborar y formar un frente úni-
co de intereses, comienza el verdadero progreso del gramófono.
Todas las dificultades iniciales —lo que pudiera llamarse la prehisto-
ria— han quedado vencidas hacia el 1900. Los veinticinco años siguientes
forman la etapa que denominamos del disco acústico, es decir, de las gra-
baciones mecánicas en las que el sonido hace vibrar directamente un dia-
fragma al que se halla unida una aguja grabadora o «estilete»; que marca
el surco en una placa de cera virgen, la cual, una vez metalizada, se convier-
te en la matriz. Este proceso favorecería, sobre todo, la voz humana, espe-
cialmente la masculina ; los altos harmónicos de la voz femenina y de ciertos
instrumentos, como el violín, se perdían sin llegar al disco. De aquí que al
escuchar hoy los discos de las grandes sopranos de la época, de Patti,
Boninsegna, Boronat, Selma Kurz o Tetrazzini, nos den la impresión de
que cantan detrás de una pesada cortina. Sin embargo, la voz masculina
resuena brillante y neta, sobre todo en los barítonos; la serie de magnífi-
cos Battistinis, registrada en Varsovia en 1903, es el mejor ejemplo de ello.
Así, el gramófono vino a surgir, por fortuna, en el instante mismo en que
la tradición del bel canto estaba a punto de desaparecer. Los discófilos
llaman a esta época —hasta el año 1910— «la edad de oro», porque en ella
el gramófono recoge los últimos ecos de una escuela de canto que floreció
brillantemente a lo largo del siglo xix en la atmósfera de invernadero
de los dorados teatros de ópera, de los salones isabelinos y eduardianos, de
una sociedad exquisita y refinada, de una vida lenta y sólida. Pero que no
pudo resistir los vientos fríos que comenzaron a barrerlo todo cuando la
explosión de 1914 rompió las cristalerías. Los discos de esa época son los
«incunables» del futuro : son los «G & T» de la Compañía del Gramófono,
en cuyas etiquetas aun no ha surgido el famoso perro, los clásicos Fonoti-
pias italianos, los primitivos Columbias y Odeones. Desde ellos cantan las
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voces mejor timbradas e impostadas, de más aliento y depurada escuela, de


la más estricta disciplina y fastidioso buen gusto que haya producido nues-
tro siglo.
Caruso, por ejemplo, que dio al gramófono la dignidad y altura artística
que aun le faltaba en 1903, año de sus prirneras grabaciones. Generosa-
. 8
114 Luis Meana

mente, el gramófono respondió dando al divo no sólo millones, sino tam-


bién la más alta fama que un cantante haya conocido en la historia ; si
Caruso «hizo» el gramófono, también el gramófono «hizo» a Caruso. Y a
otros tenores y tenorinos que ya sólo son un nombre o una imagen vaga en
la memoria de nuestras abuelas : el magnífico Fernando de Lucia, Tamag-
no el poderoso, a quien Verdi eligió para estrenar su «Otello» ; el increí-
ble Jadlowker, Anselmi el Exquisito, Viñas, Bonci y los rusos Smirnoff y
Sobinoff. Entre los barítonos sobresale Battistini, ala gloria d'Italia»,
que en discos como el Eri tu («Bailo in Maschera») y O Lisbona («Don
Sebastiano», dejó muestras insuperables del más puro bel canto. Titta
Ruffo, Reanaud, Ancona, De Luca, Sammarco, Scotti, son nombres que
prueban la riqueza de una época. De los bajos, quizá sea Plancon el modelo,
aunque la personalidad de Chaliapine surge ya poderosa en sus primeros
discos. Como hemos dicho, las sopranos y contraltos no «uenan con la
brillantez que indudablemente habían de tener sus voces, pero la escuela
y la maestría son evidentes. Entre ellas destaca un grupo de españolas :
Patti, Boronat, Huguet, Barrientes, Galvany, Bori.
En esta época los catálogos ofrecen poca música instrumental —algu-
nos y hoy raros Kubeliks, Sarasates, Paderewskis y Casáis— y aun menos
coral y orquestal. La bocina del aparato registrador, aunque había adquiri-
do una feroz elefantiasis, no podía recoger el amplio frente de música que
le envía una orquesta completa; además, la cuerda queda ahogada por el
viento y el metal. Sólo la música ligera —«La princesita del dólar», «La
Serenata», de Braga, «Los millones de Arlequín»—, recrean hoy el ambien-
te nostálgico de los grandes balnearios, de los jardines de invierno de los
grandes hoteles, tibios y alfombrados bajo las palmeras.
El nuevo avance del gramófono se produce hacia 1925. Justamente a
tiempo de salvar al instrumento en una coyuntura en que la industria es-
taba a punto de naufragar. La radio parecía a punto de desterrar al gra-
mófono al limbo de las linternas mágicas, los mongolfieros, la luz de gas
y tantas otras maravillas técnicas del pasado, hoy curiosas antiguallas. La
nueva era nace con la introducción de la grabación y reproducción eléctri-
ca de los discos. En este proceso, las vibraciones sonoras no se transmiten
mecánicas, sino eléctricamente al estilete registrador, y de semejante
manera, al reproducirse el sonido, éste es el resultado de las variaciones
de un circuito eléctrico amplificado producidas por las vibraciones de la
aguja. El resultado se traduce en una mayor brillantez y fidelidad en el
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sonido, el registro —y, por lo tanto, la reproducción— de frecuencias que


antes se perdían. Los instrumentos y la voz humana suenan ahora con
todos, o casi todos, sus harmónicos : se individualizan y distinguen. La
cuerda es al fin audible, así como el órgano, los coros, las octavas altas del
piano. Una orquesta suena como un conjunto en el que podemos aislar los
De la bocina al'microsurco 115

distintos instrumentos. Este cambio se produce, además, en el instante en


que también cambia el gusto del gran público; la ópera languidece, las
grandes orquestas, los virtuosos y, en un grado menor, la música de cáma-
ra constituyen ahora el mayor interés filarmónico. El gramófono responde
dedicándose a una intensa y fructífera labor de grabación de la riqueza
de música orquestal de los siglos XVIII, xix y xx. Los catálogos se llenan
de sinfonías, conciertos, poemas sinfónicos, oberturas; de Bach a Stra-
vinsky, todos los grandes nombres pasan a ocupar un lugar importante en
sus páginas. Quizás pueda decirse que las grandes compañías —La Voz
de su Amo y su filial americana, Víctor, Columbia, Odeón, Telefunken,
Polydor, etcétera— muestran una cierta ausencia de imaginación y de espíri-
tu de aventura al dar versión tras versión de las obras de gran popularidad
sin explorar otras menos conocidas. Ello, sin embargo, conduce a la gran
perfección técnica en la ejecución y reproducción del sonido que caracteri-
za esta época.
Hay en ella grabaciones que son indudables modelos artísticos y técni-
cos. Es muy difícil sefialar en una producción que posiblemente alcanza a
20.000 obras, cuáles deban considerarse imprescindibles en una modesta
discoteca, pero no erraremos mucho si afirmamos que las más notables
grabaciones de música orquestal se han de encontrar entre las realizadas
por las famosas orquestas norteamericanas, inglesas y germánicas : Boston
Symphony, Philadelphia Orchestra, New York Philarmonic, London Phi-
larmonic, BBC Symphony, y las orquestas de Amsterdam, Dresde y Viena.
Entre los grandes directores destacan Arturo Toscanini, Sir Thomas Bee-
cham, Pierre Monteux, Wilhelm Furtwángler, L,eopold Stokowski y Bru-
no Walter. En la música de cámara tenemos las admirables ejecuciones del
Cuarteto Pro Arte y del Cuarteto de Budapest, desaparecidas de los catá-
logos la mayor parte, por desgracia, y los excelentes tríos de Thibaud,
Casáis y Cortot, de los que el número i Op. 99 de Schubert, aun obteni-
ble (La Voz de su Amo), es quizá el mejor ejemplo. En cuanto a los ins-
trumentistas, los catálogos ofrecen extraordinaria riqueza de grabaciones,
entre las que sería muy difícil señalar modelos : Schnabel, Bachaus, Fis-
her, Giesseking, Cortot, Rubinstein y Horowitz en el pianoforte; Landows-
ka, en el clavicordio ; Heifetz, Kreisler (aunque ya en decadencia en el
período de las grabaciones eléctricas). Mehuhin y Szigeti, en el violín ;
Casáis, en el violoncelo, y Segovia, en la guitarra, dejan para la posteridad
muestras espléndidas del nivel de ejecución musical de nuestra época. En
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el canto, aunque la ópera ha perdido la suprema posición que antes tenía,


todavía quedan artistas como Supervía, Giannini, Muzio, Rethberg, Pon-
selle, Berger y Flagstad, Schorr, Melchior, Kipnis, Pinza, Gigli y Bjorling.
En el Lieder alemán, se lleva la palma, sobre todos, la incomparable Elena
Gerhardt, cuyo álbum de canciones de Hugo Wolf es uno de los tesoros
116 Luis Meana

más preciados entre discófilos; también Lotte Lehmann, Elisabeth Schu-


mann, Gerhard Hüsh y Heinrich Schlusnuss, y Maggie Teyte y Charles
Panzera en las canciones de Hahn, Fauré, Duparc y Debussy nos han deja-
do discos de primerísimo orden.
Las grabaciones de música religiosa y folklórica de todo carácter y ori-
gen muestran, también, un ímpetu notable en este período. El gramófono
ha adquirido el rango de un instrumento cultural; el juguete se ha con-
vertido, en muchos casos, en un aparato imprescindible para el estudio de
la civilización. Pero sería imposible en una reseña tan rápida dar siquiera
una idea general del material gramofónico que debiera hallarse en toda
discoteca digna de tal nombre,. Los discófilos se especializan y aprenden
a manejar catálogos de distintos países y a suspirar por discos inencontra-
bles o de muy difícil adquisición. Surgen casas que se dedican especialmen-
te a las grabaciones de un cierto tipo de música, correspondientes a las
ediciones limitadas de los bibliófilos (numerosísimas en América, las más
importantes en Europa son The National Gramophonic Society, en Ingla-
terra ; Oiseau Lyre, Discophiles Frangais, Anihologie Sonore, Boite a Mu-
sique y Lumen, en Francia ; Música Antiche Italiana, y en Escandinavia,
Tono y Música). En el otro extremo tenemos la gigantesca producción de
música popular (distingámosla de la folklórica), de canciones, couplets, tan-
gos, jazz y música de baile, flamenco y sus aberraciones, etcétera, que tiene
un carácter más local, pero no menos interesante desde el punto de vista
de la historia de la cultura y costumbres. (Muchas veces nos hemos pre-
guntado, al registrar entre los montones de discos viejos en los rastros de
tantas ciudades españolas, si no habrá algún coleccionista con la suficiente
clarividencia de ir formando, ahora que son accesibles y a precios irriso-
rios, una colección de discos de canciones y cuplés del período 1900-25,
entre los que hay obras maestras de gracia o pathos en letras, música y eje-
cución : La Goya, La Fornarina, Pastora Imperio, Raquel Meller, Carmen
Flores, etcétera.) En realidad, esta música popular es la que produce a las
empresas los grandes beneficios que les permiten dedicar —principalmente
por razones de prestigio— parte de sus recursos a la producción de discos
de música seria, con los que, por lo general, pierden dinero.
Así como en la época del disco acústico las mejores grabaciones eran
italianas (Fonotipia) y, en ocasiones, inglesas (Gramophone G & T), en la
época eléctrica, los alemanes (Polydor y Telefunken) producen algunas
de maravillosa fidelidad, sonoridad y ausencia de ruidos parásitos. Las
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grabaciones americanas sufren, por lo general, de un exceso de efectismo ;


son ruidosas y, en cierto modo, deformes. Las españolas son, generalmente,
buenas, pero en los últimos años, la pasta de los discos ha bajado mucho
de calidad, y los surcos se gastan con excesiva rapidez, sobre todo si se
usan agujas metálicas en diafragmas o pickups de gran peso. El último
De la bocina al microsurco • 11?

avance en la época del disco eléctrico es la grabación ffrr (Full-frecuency


range recording), de la casa inglesa Decca, que ha dado la máxima perfec-
ción posible al registro al incluir todas las frecuencias perceptibles por el
oído humano.
Sin embargo, a pesar de todos estos progresos técnicos, el gramófono
conservaba una fundamental limitación para la reproducción de música
seria : la brevedad del disco. Con placas de 30 cm. tocadas a la velocidad
•—standard— de 78 revoluciones por minuto, podía conseguirse, como
máximo, una duración de cuatro minutos y medio a cinco; ello significaba
que, para obras largas, era necesario interrumpir la música para cambiar
el disco, bien manual o automáticamente. En todo caso, era una interrup-
ción del fluir de la melodía, un atentado contra la arquitectura de la com-
posición, una irrupción violenta de ruidos mecánicos en la atmósfera mu-
sical que debe rodear al oyente : un enorme defecto. Ya desde mucho
antes se habían venido realizando esfuerzos para construir un disco de
larga duración; la solución era clara, pero de difícil realización técnica,
sólo conseguida con la aparición, en los últimos años, del disco microsurco.
En él se combinan esencialmente dos elementos : una mayor lentitud en el
giro del disco—33 1/3 revoluciones por minuto—y una reducción en las
dimensiones del surco, que permite que el disco tenga en su espiral un
número de vueltas mucho mayor que el de los discos standard. Con esto
se consigue que en la cara de un disco de 30 cm. se puedan grabar com-
pletos dos movimientos de una sinfonía o todo un poema sinfónico. Otras
ventajas son : la ausencia completa de ruido de aguja, con lo que la repro-
ducción resulta idéntica a la de la radio ; el disco es prácticamente irrom-
pible, aunque el material plástico usado hasta ahora es blando y se raya
con facilidad. Pero el microsurco se halla aún en su infancia, y todos sus
defectos técnicos irán superándose rápidamente. Se puede indicar, por
ejemplo, que las grabaciones orquestales no tienen la nitidez y brillo de
las standard, tendiendo a apelotonarse los distintos instrumentos y a pro-
ducir un efecto general de imprecisión. Entre las grabaciones más perfec-
tas producidas hasta hoy por este procedimiento, podemos señalar la
Pétrouchka, de Stravinsky, y Die Fledermaus, de Strauss (Decca). La
voz y los instrumentos, solos o en reducido número, siempre suenan de for-
ma incisiva, clara, brillante y bien equilibrada.
A Decca debemos, en efecto, el gran impulso que ha recibido en Europa
el microsurco durante los últimos tres años. El consorcio de las grandes
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compañías inglesas (His Master's Voice, Columbia y Parlophone), se ha


resistido a introducir una innovación que sin duda suponía una formidable
transformación en los procesos de manufactura, amén de la consiguiente
desvalorización de los millares de discos en stock ahora invendibles. Sin
embargo, Decca, en una campaña tenaz y clarividente, ha ido creando un
118 Luis Meana

catálogo de discos microsurco, que hoy llega a los seiscientos números, de


un interés y valor sobresalientes. Vencidos, los colosos han hecho apa-
rición recientemente en el mercado del microsurco, con lo que queda firma-
da la sentencia de muerte del disco de setenta y ocho revoluciones para la
música extensa. Como arma de combate, estas compañías han introducido
asimismo el disco de cuarenta y cinco revoluciones y veinte centímetros de
diámetro, ya anteriormente preconizado por Víctor en América como
la mejor solución al problema del disco de larga duración. Pero a pesar
de ciertas ventajas técnicas y de ocupar muy poco espacio —y el problema
del espacio y peso de los discos es gravísimo en las grandes discotecas—,
este disco no resuelve el fundamental de la larga duración, pues ésta está
limitada a cinco minutos, como en el disco de setenta y ocho revoluciones.
Otra consecuencia también importante del microsurco es que, en com-
binación con la cinta magnetofónica, se ha facilitado y abaratado grande-
mente el proceso de grabación y han surgido en América y Europa muchas
compañías nuevas que se han dedicado a ofrecer al público una gran ri-
queza de música poco explorada y conocida: composiciones vocales y
orquestales de los siglos xvi y xvn, de los compositores menos conocidos
del xvni, y de los más modernos. Sobre todo esto daremos datos más con-
cretos en crónicas sucesivas. Lo importante es que hoy se respira en la
industria gramofónica mundial un aire nuevo, de mayor originalidad y
espíritu de aventura. Es evidente que muchas compañías no podrán, a la
larga, competir con los grandes consorcios de colosales recursos y orga-
nización, pero su labor habrá sido útil como fermento y estímulo. L,a apa-
rición del microsurco no implica, como es natural, la total desaparición del
disco standard. Este tiene todavía una función propia que cumplir en el
ámbito de la música popular, de la canción, de la pieza ligera y del baila-
ble, que encuentran en él su mejor vehículo.
Poco será preciso añadir ya para dar una idea de lo que, en nuestro
concepto, debe ser la crítica discográfica : el disco debe considerarse en
su triple aspecto, artístico, histórico y técnico. Pero en España la crítica
ha de tener ante todo un valor informativo. El discófico español no dispone
más que del pobrísimo repertorio que le ofrecen los catálogos nacionales ; las
ediciones extranjeras, tan variadas, numerosas e interesantes, le son inase-
quibles. Pero, por lo menos, debe estar informado de la actividad gra-
mofónica mundial y tener noticia de las obras más importantes que se
editan y de sus méritos. Quizás algún día, con los buenos servicios de un
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amigo que regrese del extranjero y la benevolencia de un vista de aduanas,


pueda sentir la satisfacción de poseer alguna de ellas.

París, enero de 1953.


HABLANDO DE «ESCUADRA HACIA LA MUERTE»

El estreno, con gran éxito, de la obra


de nuestro compañero Alfonso Sastre,
«Escuadra hacia la muerte», nos lleva hoy
a ocupar la sección crítica que a él le
corresponde.

Alfonso Sastre es un amigo, y al hablar hoy de él y de su obra en esta


sección crítica no intentamos, sin embargo, criticar. Ya a raíz de su
estreno, la obra fue entusiásticamente criticada desde diarios y revistas.
El entusiasmo de los críticos y la apasionada reacción de un público
sorprendido y emocionado, la noche del estreno, no son de extrañar. L,a
«Escuadra hacia la muerte», de A. S., que se hizo real ante nosotros, gra-
cias a la magnífica representación del T. P. U., vino a decirnos demasiadas
cosas, en un momento en que, desde los escenarios, nos dicen rnuy pocas.
Bocaccio, refiriéndose al Dante, escribe: «Dante comprendió que las
creaciones poéticas no son vanas y sencillas fábulas, como suponen muchos,
sino que tras ellas se ocultan los más dulces frutos de las verdades
históricas y filosóficas».
Tras de la «Escuadra» de A. S. se oculta el fruto dulce y amargo
de nuestro momento histórico. La trágica seguridad de una catástrofe,
que huimos imaginar, pero hacia la cual camina el mundo; la incerti-
dumbre y la desesperanza del hombre de hoy, condenado a formar en
una escuadra hacia la muertre, en un mañana próximo quizá: he aquí
el tremendo cargamento de sugerencias con que llama a nuestra concien-
cia la obra de Alfonso Sastre.
Alucinantes, las escenas se suceden. Los seis hombres encerrados
en el bosque sin salida de su destino, se desesperan, gritan, recuerdan...
Los seis hombres van adquiriendo contornos psicológicos persona-
lísimos a lo largo de la obra. Podemos reconocerlos y llamarlos por sus
nombres. No son seis fantasmas creados para dar vida efímera a una «fábu-
la vana». Existen y nos aterra poder identificarlos con los hombres que
nos rodean diariamente, poder identificarlos con nosotros mismos.
Alfonso Sastre y su «Escuadra hacia la muerte» han abierto una
brecha, una herida, un desgarrón dulce y amargo en la piel suave y
cuidada de nuestro teatro. Como espectadores desearíamos que el desga-
rrón aumentara, que la brecha se extendiese y que saliera a la superficie
la carne viva en la que se ve latir la sangre y se adivina el alma.
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