Está en la página 1de 12

Dublineses y la parálisis del miedo

Teresa Dey

Joyce es un autor controvertido, aún en nuestros días

sus críticos más encarnizados han tenido que doblegarse ante

el genio innovador del dublinés. Aunque es cierto también

que su lectura supone un esfuerzo considerable para quien se

atreve a acercarse a su obra. Para disfrutar mejor el Ulises

es aconsejable tener a la mano la Odisea, e ir siguiendo paso

a paso los trabajos del héroe para perseguir los

trastabillantes pasos de Leopold Bloom, personaje principal

de la obra maestra de Joyce; eso sin tomar en cuenta que el

autor estaba casi ciego y dictó gran parte de la obra, por lo

tanto no nos encontramos con un trabajo autógrafo y la

fidelidad del oído del amanuense pudo hacerle jugarretas al

texto, es por eso que existen algunas apostillas a manera de

guía de lectura, donde se explica la intención y las


múltiples referencias locales, políticas y de la vida

cotidiana que utiliza Joyce en varios segmentos; y por si eso

fuera poco, la casi total ausencia de puntuación puede

confundir a quien lo lee. Se ha argumentado que leer el

Ulises es como escuchar la voz de la mente. Internarse en el

monólogo de Molly Bloom, es como sumergirse en un océano

turbulento, como en el mar de la conciencia, cuyas corrientes

nos llevan de un lado a otro sin posibilidad de asirnos a lo

concreto, hasta terminar como ella, con un Sí final.


Joyce es uno de los representantes más ilustres de la

corriente de conciencia, un estilo literario que pende de la

psicología de los personajes más que de sus haceres; son las

ideas, los pensamientos, a veces lineales, a veces revueltos

los que marcan la acción; la emoción se inyecta en el lector

a través de las palabras, de la estática de los personajes,

de las revelaciones a las que llegan juntos, lector y

personaje a la vez, y que se convierten en lo que el escritor

solía llamar sus Epifanías.

James Joyce prefigura esta corriente de conciencia, en

los textos que conforman Dublineses. Libro donde la inacción

oculta una agitada acción interna, aún antes de que Joyce se

decida a expresarla con detalle como lo hace en el Ulises o

en Finnegans Wake. En Dublineses bosqueja los que serán sus

trabajos posteriores, aquí Joyce diagnostica a su ciudad como

víctima de una parálisis moral que encarcela el alma y es

esa gigantesca cárcel contra la que luchará esgrimiendo el

Ulises. Joyce quería combatir las rejas invisibles cimentadas


en una religión que funda su fuerza en un nacionalismo

irreductible.

Con la caída de Parnell, el líder revolucionario que

luchaba por la independencia de Irlanda, en 1891, el alma del

país se paraliza escondida tras los muros del idioma gaélico

y de la un catolicismo rígido y maledicente que se fortalece

como respuesta ante anglicanismo de los invasores del imperio

inglés. Esta inmovilidad anímica se presenta con el disfraz

de un nacionalismo a ultranza. El escritor siente un enorme


desprecio por los perdedores y se autoexilia en el

continente, regresa únicamente en 1903, a la muerte de su

madre, sin embargo, se niega a unirse al cortejo fúnebre para

quedar atrapado por la culpa. En 1904 conoce a Nora Barnack,

quien será su musa, juntos huyen hacia Zurich. Nora será

para él la suma de todas las mujeres y de cuyas cartas tomará

la forma de discurso sin puntuación para elaborar el Ulises.

Joyce escapa de Dublín físicamente pero su ánimo, y su

esencia quedan atrapados entre las calles donde transcurrió

su infancia y se pasa el resto de su vida pensando y

escribiendo sobre su ciudad. Cuando publica Dublineses

confiesa a su editor que su intención fue "escribir un

capítulo de la historia moral de mi país, y si escogí a

Dublín como escenario es debido a que esa ciudad me parece el

centro de la parálisis."

Joyce utiliza una estructura abierta en los quince

cuentos que componen el libro que nos ocupa, misma que se

adapta al fluir de la experiencia sensible. Cada cuento


habla de una verdad esencial. Los tres primeros, es decir

"Las hermanas", "Encuentro" y "Araby" parten de la percepción

de un niño que observa todo aquello que lo rodea; los

siguientes tres: "Eveline", "Después de la carrera" y "Dos

galanes" hablan de una visión adolescente de la vida; y a

partir de "La casa de huéspedes", es la voz de un adulto la

que se escucha.

Todo el conjunto deja una sensación de frialdad, de

grisura, de que el tiempo y el espacio están detenidos.


Queda una sensación casi física de angustia, de espera y

desesperanza, de inconclusión. Joyce expresa así la

frustración del escritor extranjero errante y poco

comprendido por sus lectores y sus editores, que lucha por

ganarse la vida y mantener a su familia.

Existe un trasfondo de miedo en cada una de estas

parálisis y cuando algún personaje se libera es siempre a

través de la muerte. Y es que la religión, las normas

sociales y morales son eslabones y barrotes mucho más pesados

y fuertes para la psicología de los seres humanos que

aquellos hechos de acero templado, porque capturan el

pensamiento, la culpa y la voluntad; y los someten por medio

del temor, ya al infierno, o al ostracismo, o simplemente a

las murmuraciones que caen sobre los culpables; y la única

forma de huir es desertando de la vida. Es contra esos

principios y esos castigos contra los que Joyce se rebela y

presenta ante la sociedad su Ulises, calificado al principio

como inmoral, obsceno y vulgar. Ya antes, con Dublineses,


había hablado de la enfermedad que aquejaba a su país. Para

Joyce la parálisis estaba ocasionada por el miedo.

Todos hemos temido alguna vez, hemos sentido como se nos

obstaculiza la respiración, mientras un vacío en el estómago

nos da la sensación de estar acorralados por algo que no

podemos definir claramente, pero que nos amenaza; se trata de

un poder que nos prende y no permite movimiento alguno. Sin

embargo estas son sólo manifestaciones físicas. El miedo es

la emoción más paralizante de cuantas forman nuestro abanico


psicológico. Porque no tiene una faz definida, no es

tangible, no tiene una lógica exacta, es producto de los

fantasmas que pueblan a cada ser humano y se traduce en

imágenes que produce nuestra mente y que nos torturan una

eficacia que sólo puede tener quien conoce nuestros más

recónditas debilidades y es que el miedo es producto de

nuestro propio pensamiento. ¿Qué facciones tienen nuestros

demonios? ¿Cuál será la cara de nuestra muerte y cómo se

presentará frente a los que amamos? ¿Cuál podría ser nuestro

peor castigo? Cada uno tiene su propia respuesta, sus

propios flagelos. No se sabe con certeza cómo se cuelan

estos temores en la mente, sin embargo, está claro que

aparecen a partir de lo que se nos enseña desde niños como

bien y mal, como lo correcto y lo incorrecto, como culpa y

castigo. Y en el Dublín de Joyce, esta religiosidad y sus

estrictos cánones en materia sexual y de comportamiento, esta

cerrazón absoluta que los define como verdaderos irlandeses,

respetuosos de lo suyo, engendró en sus habitantes ese miedo


que petrifica, y que tan bien retrata el autor en algunos de

sus cuentos.

Las hermanas son paradójicamente los personajes menos

importantes del cuento del mismo nombre, donde el autor se

centra en un sacerdote y un niño. El cura habla con el niño

de las cosas del ministerio eclesiástico, cosas que aún para

un adulto serían difíciles de comprender. Al sacerdote

viejo, con manos temblorosas se le resbala un cáliz y se

rompe, él se siente condenado, ese accidente significa un


grave error que seguramente le costará la vida eterna. Una

noche, el cura sufre su tercera embolia, queda paralizado con

una mueca que podría ser sonrisa y sonríe hasta que muere.

El sentía todo el peso de su religión sobre sus hombros, una

religión exacerbada por la cercanía y la condición de estado

subordinado a Inglaterra, un país que había creado su propia

iglesia y que se desvinculó del Vaticano, por lo tanto los

católicos en Irlanda mezclan religión y nacionalismo en un

intento de afirmación de su identidad. El niño sabe que el

sacerdote morirá: "Cada noche, mientras alzaba la vista hacia

la ventana, murmuraba la palabra parálisis y sonaba siempre

extraña a mis oídos, tal como gnomon, en las obras de

Euclides, o simonía, en el catecismo. Ahora se me antojaba

el nombre de un ser maléfico y pecaminoso. Me llenaba de

terror; sin embargo, me hubiera gustado estar cerca para

observar su mortífera obra." Estas bien podrían ser las

palabras que Joyce dedica a su ciudad natal. El niño siente

un cierto alivio al saber de la muerte del padre James Flynn;


ya no tendrá que responder a sus preguntas, ya no tendrá que

hacerse preguntas de adulto, es libre de pensar lo que guste

sin estar atado al cotidiano rumor de su propia voz al

responder a las preguntas del padre Flynn sobre una religión

que el niño siente que proceden de una tan iglesia vieja,

empolvada y paralítica como el cura, como sus hermanas y la

sociedad gris que lo rodea. La muerte del padre es para el

niño una liberación, así como para el sacerdote después de


romper el cáliz y sentirse destinado al infierno, y cuya

parálisis pudo ser ocasionada por el terror.

En el cuento Encuentro, retoma el autor la educación

católica y la entreteje con el hambre de aventura, de vivir,

irse de pinta y jugar a los apaches. Existe el amigo que

tiene vocación sacerdotal, de encierro; y también el niño más

violento, aunque al mismo tiempo, el más miedoso, el que

finalmente se identifica con lo establecido y eso lo

paraliza. Tres amigos deciden irse de pinta pero solamente

Mahony y el narrador se escabullen, el otro quien

posteriormente tomará los hábitos sacerdotales nunca llega a

la cita, se acobarda y se va a la escuela; los muchachitos se

dan cuenta de que la realidad contiene tiempos distintos a

los de la fantasía. Se encuentran con un loco cuyo discurso

atemoriza al narrador después de un largo rato, en la edad en

la que el temor y la valentía miden el valor real del ser

humano. El narrador llama a su amigo y nota que el otro no

teme al loco sino que se aburre de escucharlo. La epifanía


ocurre cuando el niño narrador se siente culpable por haber

menospreciado a Mahony. "Mi voz tenía dejos de valentía

forzada me sentía avergonzado de mi cobarde estratagema.

Tuve que volver a gritar antes de que Mahony me viera y

contestara a mi llamado. ¡Con qué fuerza me latía el corazón

mientras mi amigo cruzaba el campo a la carrera para reunirse

conmigo! Corría como si lo hiciera para socorrerme, y yo

sentí arrepentimiento porque, en mi fuero interno, siempre lo

había menospreciado un poco."


Eveline se queda en casa, a seguir con su vida gris de

deberes que heredara de la madre junto con su locura, es

incapaz de seguir a Frank, un marino que la enamoraba y

pretendía llevarla a vivir con él en Buenos Aires. Este es

un cuento desgarrador en el que el autor muestra paso a paso

la llegada del terror y la petrificación. "Todos los mares

del mundo se agitaron alrededor de su corazón. El la

conducía hacia ellos, la ahogaría. Se tomó con ambas manos

de la verja de hierro... [] ...El se precipitó detrás de la

barrera y le gritó que lo siguiera. La gente le chilló para

que él continuara caminando, pero Frank seguía llamándola.

Ella volvió su pálida cara hacia él, pasiva, como un animal

desamparado. Sus ojos no le dieron ningún signo de amor, ni

de adiós, ni de reconocimiento."

En La casa de huéspedes, Polly es la hija de la señora

Mooney, la dueña; la joven se encarga de atender a los menos

viejos. Polly se enreda con uno de los huéspedes, el señor

Doran, quien tiene treinta y cinco años y trabaja desde hace


trece años para el señor Leonard, un importante católico, en

el negocio de vinos. Doran teme al escándalo, sabe que

Dublín es muy pequeña, que se sabrá su desliz y que a pesar

de que la noche anterior se había confesado y el cura casi le

había otorgado el perdón, él debía enfrentar su falta. La

señora Mooney lo observa todo sopesando si el señor Doran

podría ser un buen negocio para ella y su hija. Polly sabe

que no tiene realmente de qué preocuparse, llora un poco con

Doran mientras le cuenta que ha tenido que confesarlo todo a


su madre, él la calma y baja aterrorizado a enfrentar a la

señora Mooney. El hombre no sabe si ama a Polly, no sabe si

el matrimonio es lo conveniente, en este caso Joyce retrata

con cierto sentido del humor a Doran quien permite que una

joven de clase social inferior le ponga las esposas por el

temor a verse expuesto públicamente al escarnio. "Hubiera

querido atravesar el techo y volar hacia otro país en el que

nunca oyera hablar del problema; no obstante, una fuerza

extraña lo impulsaba a descender peldaño tras peldaño. Los

rostros implacables de su patrón y de la señora Mooney

observaban su desasosiego..."

Un caso lamentable narra exactamente eso, es la historia

de un hombre que se niega la vida, se niega la felicidad por

el miedo a pecar con una mujer casada. El señor James Duffy

vivía en Chapelizod, era un caballero inteligente, educado y

culto que prefería estar lejos de Dublín, una noche durante

un concierto conoció a la señora Emily Sisico, esposa de un

viejo marino que casi nunca estaba en casa. Duffy se atrevió


a hablarle, y poco a poco fueron creando algo que se parecía

a la amistad. Al principio, se veían para dar largas

caminatas y hablar, pero al señor Duffy esto le parecía

impropio, por lo mismo le solicitó a la dama que lo invitara

a su casa; el capitán, pensando que Duffy estaba interesado

en la única hija que el matrimonio había procreado, lo

recibió con propiedad, nunca pensó que alguien pudiera

interesarse por Emily. La pareja de amigos se reunía a

platicar cada vez más a menudo; él al ir adquiriendo más


confianza comenzó a guiarla por aquellos caminos de lectura y

conocimiento que él había transitado ya, ella era una escucha

ávida e inteligente, agradecía la atención que Duffy le

prestaba. Varias tardes se quedaron solos en la salita de la

casa de Emily, ella permitía que se fuera yendo la luz del

día sin encender velas para seguir hablando a oscuras. Una

tarde, ella tomó la mano de Duffy y la apretó contra su

mejilla, él turbado salió de la casa y decidió no verla más,

para comunicárselo fijó la última entrevista en un café.

Cuatro años después, apareció una noticia que conmovió a

Duffy: Emily Sisico había muerto arrollada por una

locomotora al cruzar las vías. Se decía que se había vuelto

alcohólica y que era su costumbre vagar por esos sitios a

altas horas de la noche... Duffy salió hacia la taberna a

tomar un trago casi sin saber lo que hacía; la había dejado

sola, completamente sola consigo misma, por temor al sexo, al

qué dirán, al futuro. Ella había muerto y ahora él estaba

absolutamente solo, sin siquiera alguien que quisiera


recordarlo. "Volvió por donde había venido, con el ritmo de

la locomotora golpeándole en los oídos. Comenzaba a dudar

acerca de la realidad de lo que su memoria le decía. Se

detuvo bajo un árbol y esperó hasta que el ritmo hubo

desaparecido. Ya no podía sentirla cerca de sí en la

oscuridad, ni oír su voz. Esperó algunos minutos,

escuchando. No pudo oír nada: la noche era perfectamente

silenciosa. Sintió que estaba solo."


El último de los cuentos del libro, Los muertos, es casi

un resumen de los puntos de vista y los tema que ha ido

tratando a lo largo del libro; se trata de un cuento

sumamente ambicioso en el que página tras página se muestra

la innacción de la sociedad dublinense, según la miraba

Joyce:

Es la noche de navidad, las señoritas Morkan dan una

fiesta, esperan con anhelo a sus comensales, pero sobre todo,

a su sobrino Gabriel Conroy quien año con año les dirige un

discurso que inevitablemente las hace llorar de emoción, él

partirá también el pavo y hará las veces de anfitrión, de

hombre de la casa. Gabriel está casado con Gretta y ambos

pasarán la noche en un hotel cercano para regresar por la

mañana con sus hijos...

Al salir de la fiesta, Gretta se detiene en la escalera

escuchando una canción que la lleva a la casa de sus abuelos

muchos años antes... Gabriel la mira y la desea, pero el

deseo lo avergüenza y no se atreve a requerirla sino hasta


llegar al cuarto, entonces se da cuenta de que ella llora,

está recordando a Michael Furey, un jovencito que conoció

cuando tenía dieciseis años y que murió por ella, por ir a

despedirse de Gretta en medio de la lluvia. Un joven se

había liberado de una vida enfermiza por amor a Gretta, y

allí estaba él, Gabriel, "Una vergonzosa conciencia de su

propia persona lo asaltó. Se sintió ridículo mandadero de

sus tías, nervioso, una especie de sentimentaloide bien

intencionado que decía discursos para la gente vulgar e


idealizaba su propia sensualidad bufonesca; era ese individuo

fatuo y digno de lástima que había visto en su rápida mirada

hacia el espejo... [] ...De manera que ella había tenido

aquel romance en su vida: un hombre que murió por ella.

Apenas le dolía ya pensar en el mezquino papel que él, su

marido, había desempeñado en la vida de Gretta."

El miedo que paraliza una sociedad entera es expresado

magistralmente en un libro. Pero también, el miedo que puede

ser resorte en un viraje hacia la luz cuando se lo derrota.

¿Qué diría Joyce del E.R.I.? ¿Sigue siendo Dublín una bestia

paralizada que necesita a la muerte para quitarse el dogal de

ese miedo intangible? ¿Cuál sería la respuesta literaria de

James Joyce ante el Dublín del nuevo siglo?

BIBLIOGRAFIA

JOYCE, JAMES. Dublineses. Premiá Editora. México, 1989. 208

Pp.

VARGAS LLOSA, MARIO. La verdad de las mentiras, "El Dublín de

Joyce". Bilbioteca Breve, Editorial Seix Barral. Barcelona,


1992. Pp.31-40.
Enciclopedia de la Literatura. "Joyce, James Augustine".
Garzanti, Ediciones B. Barcelona, 1991. Pp. 508-510.

También podría gustarte