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El sacramento de la

Penitencia
Algunas orientaciones para confesores

CONFERENCIA EPISCOPAL ECUATORIANA 1


INTRODUCCIÓN
La amplia panorámica al cual el título de la conferencia apunta, es difícil
de presentar en el breve tiempo que tenemos a disposición y aun más si se
tiene en consideración las grandes riquezas pastorales del nuevo Rito de la
Penitencia. Trataré de sintetizar este tema, confiando en la buena preparación
teológica sobre el sacramento de la Penitencia que ustedes han recibido en los
años de formación para el sacerdocio.

Es algo sabido por todos que el Papa Francisco insiste mucho en la


divulgación de que Dios es misericordia infinita, porque quiere suscitar en
los corazones de los hombres de buena voluntad la confianza y la esperanza
de que en la vida siempre es posible cambiar. En la Audiencia General del
Miércoles 19 de febrero de 2014 se refirió a la belleza y a la importancia del
sacramento de la Reconciliación. Él definió el sacramento de la Penitencia
como un “sacramento de sanación”, diciendo: “Cuando yo voy a confesarme
es para sanarme, curar mi alma, sanar el corazón y algo que hice y no funciona
bien”. El Papa afirmó que “celebrar el sacramento de la Reconciliación
significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita
misericordia del Padre. Recordemos la hermosa, hermosa parábola del hijo
que se marchó de su casa con el dinero de la herencia; gastó todo el dinero,
y luego, cuando ya no tenía nada, decidió volver a casa, no como hijo, sino
como siervo. Tenía tanta culpa y tanta vergüenza en su corazón. La sorpresa
fue que cuando comenzó a hablar, a pedir perdón, el padre no le dejó hablar,
le abrazó, le besó e hizo fiesta. Pero yo os digo: cada vez que nos confesamos,
Dios nos abraza, Dios hace fiesta”.

También San Juan Pablo II exhortó a redescubrir el sacramento de la


Penitencia. Cito sus palabras: “El anuncio de la conversión como exigencia
imprescindible del amor cristiano es particularmente importante en la sociedad
actual, en el cual frecuentemente parece que han desaparecido los fundamentos
de una visión ética de la existencia” (Tertio millennio adveniente, n. 50).

Los actuales y los futuros pastores de almas no pueden no compartir


esta preocupación: pensemos en tantos de nuestros fieles que encuentran tanta
dificultad en comprender y recibir el sacramento de la Conversión.

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Todo sacerdote, todo pastor de almas, debe estar íntimamente
convencido de que redescubrir y valorar plenamente del sacramento de la
Penitencia depende en gran medida también de nosotros mismos, sacerdotes,
y de nuestra conciencia de saber que somos depositarios de un ministerio
precioso e insustituible.

“Nosotros sacerdotes – decía San Juan Pablo II – al impartir a los


fieles la gracia y el perdón en el sacramento de la Penitencia, realizamos el
acto más sublime de nuestro sacerdocio, después de la celebración de la Santa
Misa (Discurso a los Padres Penitenciarios Menores de las Basílicas Papales,
publicado en «L’Osservatore Romano», 20 marzo 1989) y continúa el Papa:
“Quiero exhortar afectuosamente a todos los sacerdotes a que en la jerarquía de
sus obligaciones ocupe un puesto importante el ministerio silencioso y oculto
de la Confesión”.

Es absolutamente necesario que, para desempeñar bien y fielmente su


ministerio, todo confesor, adquiera la prudencia y la ciencia necesaria a través
de un estudio asiduo y también a través de la oración.

A este propósito, el Papa Benedicto XVI, en el Discurso a los participantes


del Curso sobre el Fuero Interno que ofreció la Penitenciaría Apostólica
en el año 2010, exhortó a los sacerdotes a “se dediquen generosamente a la
escucha de las confesiones sacramentales; que guíen el rebaño con valentía,
para que no se acomode a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2), sino
que también sepa tomar decisiones contracorriente, evitando acomodamientos
o componendas. Por esto es importante que el sacerdote viva una tensión
ascética permanente, alimentada por la comunión con Dios, y se dedique a
una actualización constante en el estudio de la teología moral y de las ciencias
humanas” (Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Curso sobre el Fuero
Interno organizado por la Penitenciaría Apostólica, 9 de marzo 2010).

La Penitencia es el sacramento sobre el cual es posible encontrar una


abundante literatura. Ningún sacramento ha tenido un desarrollo tan largo
y complejo como el sacramento de la Penitencia. La Iglesia, en su historia
plurisecular, ha tenido siempre la conciencia de que sólo Dios puede perdonar
los pecados (cf. Mc 2, 7). Sin embargo, hay que esperar hasta el Concilio
de Trento para llegar a una formulación clara y orgánica del Magisterio de

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la Iglesia Católica acerca del sacramento de la Penitencia. Si bien es cierto
que la preocupación de aquel momento fue aquella de contestar la doctrina
protestante, sería injusto leer las enseñanzas tridentinas sólo en esta clave.
Las enseñanzas que provienen del Concilio de Trento, más allá de ser una
respuesta a la doctrina protestante, son un punto de referencia por su gran
peso doctrinal.

Sobre la base del Concilio de Trento y después, del Concilio Vaticano


II, la regulación litúrgica y disciplinar del sacramento de la Penitencia ha sido
reformulada en el “Ordo paenitentiae” (1974), en el Código de Derecho
Canónico (can. 959, para la cuestión de la absolución, can. 961-963), en el
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales (can. 718-736, absolución
general 720), como también en la Exhortación Apostólica post-sinodal
“Riconciliatio et Paenitentia” (28-34). Todos estos textos postconciliares son
aplicaciones litúrgicas, disciplinarias y pastorales. Para la doctrina de la fe sobre
el sacramento, la doctrina y los cánones del Concilio de Trento conservan todo
su valor. ¡No son obsoletas!

Es necesario dar una atención particular al sacerdote, que es el ministro


de la Reconciliación, aquel que da la posibilidad de la misericordia del Señor, aun
cuando él no pueda cumplir siempre tal mandato. El Obispo puede reservarse
la absolución de ciertos casos. A propósito de las censuras, la llamada “reserva”,
no son pocos, incluso entre los sacerdotes, los que consideran que la norma
canónica que se refiere a tal reserva sería demasiado restrictiva y tuviese un
carácter burocrático. Sabemos que la reserva tiene una función principalmente
pedagógica: muestra al fiel la gravedad de sus culpas, incluso a través de la
obligación de recurrir, para la absolución de ciertos pecados, que son también
delitos, a la Autoridad en la Iglesia que tiene la potestad para absolver.

En el contexto de los desafíos que el sacramento de la Penitencia


pone, el ministerio sacerdotal de la Confesión se presenta como un servicio
exigente, difícil pero elogiable. Hacer visible el amor misericordioso de Dios
Padre, en el confesionario, es uno de los aspectos que más entusiasman
del ministerio sacerdotal, pero que también requieren una responsabilidad,
sobre todo hoy, de conocer profundamente lo que enseña la doctrina. De
hecho, en el confesionario pueden presentarse casos que requieren, por
ejemplo, conocimientos de bioética y el sacerdote, por lo tanto, puede

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encontrarse en situaciones difíciles de resolver. En tal caso, puede solicitar
un poco de tiempo, antes de expresar su parecer sobre el asunto y consultar
a la Penitenciaría Apostólica, que se ocupa de los casos que un confesor no
puede absolver o que se encuentra no adecuadamente preparado para dar
una respuesta. La preparación doctrinal del confesor debería ser tal que le
permitiera darse cuenta de que se encuentra a un problema que no puede
resolver solo. En tal caso, la prudencia pastoral, unida a la humildad, teniendo
en cuenta la urgencia o el ansia del penitente, lo llevará a indicarle al penitente
que acuda a otro confesor con más experiencia en la materia o de fijar un
nuevo encuentro, para poder prepararse mientras tanto. El confesor, en estos
casos, podría consultar a otros con más experiencia, por supuesto, tutelando
el sigilo sacramental, o también podría escribir a la Penitenciaría Apostólica
exponiendo detalladamente el caso con sus circunstancias, evitando siempre
mencionar los nombres de las personas involucradas. La Penitenciaría,
después de haber estudiado los datos proporcionados por el confesor, le dará
las indicaciones para el caso concreto.

En el ejercicio del ministerio de la Reconciliación, los sacerdotes deben


tratar de desarrollar su misión de padres, consejeros “jueces” y animadores, en
sintonía con la doctrina del magisterio de la Iglesia, tratando de formarse bien y
procediendo con prudencia, discreción, paciencia, discernimiento y bondad. Lo
que se debe evitar es el peligro de crear la “angustia” del pecado, el “complejo
de culpa” del penitente, el cual, en cambio, tiene necesidad de ser alentado a
colocar toda su confianza en la misericordia de Dios. Una confesión de pecados
auténticamente cristiana debe concluir con un alegre canto de alabanza y de
agradecimiento al Padre, que “nos ha amado antes”, como afirma la Primera
Carta de San Juan (cf. 1 Jn 4, 19).

En el sacerdote la grandeza y la pobreza conviven establemente, como


también la grandeza y las miserias.

La grandeza… por los poderes que Dios le ha dado y la pobreza o


algunas graves miserias, cuando existen…, por sus límites de hombre o por su
fragilidad.

La dimensión humana del sacerdote, con sus valores y defectos, en la


Confesión tiene peso notable, más que en cualquier otro sacramento.

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Todo sacerdote, que ha recibido la facultad de la Iglesia, puede absolver
válidamente a un pecador, que arrepentido, le confiesa sus propias culpas, pero
muchas veces el penitente no sólo tiene necesidad del perdón.

Puede también tener necesidad de un luz que ilumine las “zonas oscuras”
de su conciencia; puede necesitar estímulos fuertes o de - por así decirlo – un
“tirón de orejas” para no continuar arraigado a un pecado; puede también tener
necesidad de palabras de aliento que lo tranquilicen y lo ayuden a creer que
con la ayuda de Dios puede cambiar su vida; puede también tener necesidad
de una palabra de consuelo en un momento de dolor o de una presencia amiga
que le dé seguridad y consuelo en un momento de desesperación… Todo esto
que un confesor puede transmitir sólo es posible si ha alcanzado una madurez
humana, una buena formación moral y cristiana y si cultiva una vida espiritual
y sacerdotal.

Así también su sensibilidad y espiritualidad como cristiano. En cuanto


pecador, tiene necesidad como los demás del perdón de Dios. ¿Cómo ve y
cómo vive sus propias confesiones? Si el sacerdote realmente ve sus confesiones
como regeneración y restauración de su alma, entonces está en condiciones de
comprender la grandeza del tesoro que el Señor le ha puesto en sus manos en
favor de sus hermanos.

Y como sacerdote, ¿qué formación espiritual, cultural y pastoral ha recibido


o se ha preocupado de recibir? Si Cristo y el bien de sus hermanos (sobre
todo el espiritual y eterno) son su constante preocupación, entonces se dan los
presupuestos para que el sacerdote sea también un buen confesor.

LOS MINISTROS DE LA RECONCILIACIÓN –


NO ES UNA TAREA FÁCIL
Ejercer el ministerio de la Confesión – como ya se ha dicho – es una de
las tareas más difíciles y desgastadoras para el sacerdote, porque, no obstante con
todos los condicionamientos que le viene de su historia pasada o de su presente,
debe relacionarse con personas, la mayor parte de las veces, desconocidas y
muy diferentes… y frecuentemente tiene sólo pocos minutos para resolver
situaciones complicadas, y los mismos penitentes muchas veces lo ayudan poco
para ver claramente.

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Debe tener antenas sensibles para intuir situaciones de fragilidad, de
ansia, de dolor o situaciones de superficialidad, de fanfarronería, de soberbia…
que frecuentemente el penitente no manifiesta claramente.

Además, con cada persona que él escucha, el sacerdote tiene que saber
despojarse de su propio estado de ánimo, a de aquel que le ha provocado el
penitente anterior, para entrar en la mayor empatía posible con la persona que
tiene junto a él en aquel momento.

Este continuo despojarse y llenarse, este pasar de un estado de ánimo a


otro, exige una elasticidad humana y psicológica que nadie posee como don de
la naturaleza.

Por lo tanto, merecen gran estima y reconocimiento aquello sacerdotes que


regularmente dedican horas al extenuante trabajo del confesionario.

También se debe tener comprensión por aquellos sacerdotes que a veces, sin
querer, dejan percibir por una palabra o quizás por el tono de voz, alguna señal
de cansancio o de tensión. En estos casos no significa que falte disponibilidad
o generosidad, sino que simplemente sus “baterías” – por así decirlo – están
descargadas, a causa del cansancio, que es algo muy humano y de lo cual no
debemos sorprendernos.

Pero en algunos sacerdotes hay ciertas actitudes o formas de comportarse


que no provienen de un estado de ánimo particular de un momento concreto y
que por lo tanto son mucho más preocupantes.

ALGUNOS “LADOS NEGATIVOS” O


“CULPAS” DE CIERTOS CONFESORES
La prisa – para no “perder demasiado tiempo”, algunos confesores
tratan los penitentes con tal prisa, impidiéndoles a veces concluir la confesión
de los pecados, o sin escuchar con atención y calma, como se debe.

La persona que desea confesarse bien se da cuenta de la prisa que tiene


el sacerdote y queda desilusionado e incluso más, si deseaba que el confesor lo
ayudase en un problema.

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Otros penitentes, en cambio, están contentos cuando se pueden confesar
con prisa y sin que se les insista sobre la necesidad de la conversión.

Tanto los primeros, los desilusionados y los segundos, los contentos,


son perjudicados por el comportamiento del sacerdote. Los primeros, porque
abandonan el confesionario sin la luz de la verdad o sin aquella palabra de
consuelo que esperaban y los segundos, porque pueden continuar viviendo
tranquilamente con sus pecados, sin aquella misma luz que no querían recibir.

El aburrimiento – algunos confesores pueden dar la impresión a los


penitentes de estar con la mente en otro lugar.

En este caso, quien se confiesa experimenta una sensación de lejanía,


casi, de indiferencia de parte del sacerdote. Se siente tratado más bien como un
“número” y no como una persona.

La falta de disponibilidad – La comunidad cristiana tiene necesidad


de saber cuándo, cómo y dónde encontrar el sacerdote para las Confesiones.
Desgraciadamente son más pocas las parroquias que dan información precisa
sobre el tiempo y el lugar donde los fieles pueden encontrar con toda seguridad
un sacerdote que atienda Confesiones. Anunciar que se atienden Confesiones
sólo cuando se toca el timbre en la casa parroquial es poco prudente. Muchas
personas no se atreven a molestar a los sacerdotes, o, simplemente, no quieren
ser vistas por ellos cuando se confiesan.

Cuando falta esta disponibilidad, las personas que tienen la necesidad de


“tirar” su carga, quedan con ella y con su sufrimiento interior por quién sabe
cuánto tiempo.

La dureza excesiva – Quizás, creyendo servir a la verdad y hacer el


bien a las almas, algunos confesores usan un lenguaje duro incluso sin motivo,
olvidando que la Confesión es esencialmente el sacramento de la Misericordia. A
veces una cierta dureza es útil y necesaria con los penitentes falsos, con aquellos
que en lugar de convertirse desearían “convertir” al sacerdote y convencerlo
que sus vicios… no son vicios, sino virtudes. Esto es algo que sucede con no
poca frecuencia en la actualidad.

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Pero con quien peca por debilidad, reconoce el propio pecado y tiene el
deseo de liberarse de él, hay que tener toda la bondad, comprensión y estímulo
posibles.
El “buenismo” – He utilizado una palabra que no existe en español,
pero que todos pueden comprender. “Buenismo” podría entenderse como una
excesiva bondad, una excesiva dulzura, que en realidad no es “bondad”, que
no viene del celo de administrar la misericordia, sino más bien, del temor de
contradecir al penitente.
Y así se “tranquiliza” a la persona que en realidad necesitaba una palabra
fuerte o se evita analizar la verdadera situación en que se encuentra un alma,
cuando realmente era necesario hacerlo. En otras palabras, se hace una especie
de “caricatura” de la misericordia de Dios. Esta actitud del confesor no solo no
ayuda a los penitentes sino también ayuda a deformar sus conciencias.
¿Vestidos de civil en el confesionario? – La Iglesia justamente quiere
que el sacerdote sea siempre claramente reconocible incluso en el modo de vestir
y, a este respecto, establece normas precisas.
Cuando un sacerdote está cumpliendo una acción litúrgica, la Iglesia lo
obliga estrictamente a utilizar los ornamentos sagrados, que ayuden a los fieles
a percibir más fácilmente la sacralidad de la acción que está realizando.
Los ornamentos sagrados de la Iglesia no sólo contribuyen a redimensionar
la personalidad humana del sacerdote, casi haciéndolo desaparecer como
persona humana, para que aparezca más destacada la majestad de Quien al cual
el ministro representa: Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.
Cuando un sacerdote atiende confesiones, es Jesucristo que actúa en él,
es Jesús que escucha la humilde manifestación de sus pecados que el penitente
hace y es siempre Jesús el que absuelve.
Al sacerdote que confiesa, la Iglesia le impone que vista la sotana (no el
clergyman, ni menos aún, un traje civil) y sobre ella, la estola de color violeta. Salvo
casos urgentes que pueden suceder en situaciones imprevistas, toda variación
que se haga en relación con lo que dispone la Iglesia es una arbitrariedad
injustificada, una opción que no ayuda al fiel, sino que lo aleja del sacramento
de la Confesión.

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¿Cómo puede un sacerdote educar a los penitentes en la obediencia a
Dios si él mismo desobedece las leyes de la Iglesia?

FALTAS MÁS GRAVES


Inutilidad de la Confesión – No es poco frecuente oír: “Fui a
confesarme con tal sacerdote, el cual, viendo que no había cometido ningún
pecado mortal, un poco molesto me dijo: “¿por estas necedades ha venido a
confesarse?”.

Todos sabemos que también es conveniente confesar los pecados


veniales y que no hace falta haber cometido un pecado mortal, para acudir
al sacramento de la Penitencia. Afirmar que el sacramento de la Penitencia es
sólo para los pecados mortales equivale a matar este sacramento. ¿Quién se
atrevería a ponerse en la fila junto a un confesionario, si este sacramento fuera
sólo para los pecados mortales? La gente se preguntaría qué pecado mortal
habrá cometido la persona que espera en fila para poder confesarse. A todos
los sacerdotes aquí presentes les recuerdo que es un grave error decirle a los
fieles que deben ir a confesarse sólo cuando han cometido un pecado mortal.

La Iglesia enseña que este sacramento aumenta la gracia santificante, si


no la hemos perdido, y además nos transmite muchas gracias que protegen el
alma frente a las tentaciones.

Tratándose de señoras ancianas o de niños, algunos sacerdotes de poco


criterio dicen que los niños no pueden cometer pecados mortales y que las
ancianas, ya no están en condiciones de cometerlos. Todos estos comentarios,
poco felices, deben ser evitados y demuestran poco conocimiento del alma
humana.

Sería igualmente absurdo tener una señora que limpie sólo el suelo de
una casa, pero no quitara el polvo que junta sobre los muebles. ¿Valdría la pena
pagar a alguien para que hiciera el aseo dejando los muebles llenos de polvo?

Mucho se habla de la higiene del cuerpo, pero también es importante la


higiene del alma y hay tantos sacerdotes que no se preocupan de ésta.

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Y hay muchos que no se dan cuenta de que con estos métodos hacen
que la gente pierda el sentido del pecado y se aleje cada vez más del sacramento
del Perdón y al final, termine por no confesarse más, con los siguientes riesgos
o consecuencias:

a) A las personas que han cometido un pecado mortal, quizás pasen


años o mueran con él, perdiendo para siempre la posibilidad de ganar
la vida eterna;

b) A los que ha cometido sólo culpas veniales, se les quita la posibilidad


de corregir sus inclinaciones o de aumentar la gracia santificante.

Ninguna penitencia – muchas veces sucede que a nosotros, sacerdotes,


un penitente nos dice que la última vez que se ha confesado, el confesor no le
ha impuesto ninguna penitencia. Es necesario recordar que el confesor no tiene
ningún derecho a omitir imponer una penitencia, porque ésta es parte integrante
del sacramento de la Confesión. No es una cosa opcional. No imponer una
penitencia es una grave omisión. El sacerdote no es dueño de los sacramentos.
Él sólo los administra.

La absolución garantizada en todos los casos – A veces algún


confesor pregunta cómo comportarse en los casos en que un penitente no
manifieste tener ningún propósito de cambiar de conducta en una materia
grave. Algunos sacerdotes dicen: “La absolución no puede ser negada a
ninguno. Somos ministros de la misericordia y no de la dureza. Si alguno viene
a confesarse quiere decir que en cierto modo está arrepentido”.

Jesús dijo “A quienes les perdonéis los pecados, les serán perdonados; a
quienes se los retengáis, les serán retenidos” (Jn 20, 23). El Señor, al decir estas
palabras, pensó en aquellos casos en que por motivos graves y objetivos no
es posible dar la absolución. No se trata del capricho de un confesor, sino de
motivos serios, en los cuales la absolución de los pecados no sería válida.

Somos ministros de la misericordia, ciertamente. Pero ¿es misericordia


engañar a un pecador y hacerle creer que se ha reconciliado con el Señor,
cuando desea continuar pecando como antes? ¿No somos más bien ministros de
la verdad y no ministros de la mentira?

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Absoluciones inválidas – a veces – gracias a Dios no sucede
frecuentemente – algunos confesores para dar la absolución usan palabras
distintas de aquellas que ha establecido la Iglesia. Por ejemplo, “En su gran
amor Dios te perdona tus pecados. Puedes ir en paz”, sin mencionar a las tres
Personas de la Santísima Trinidad, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Así como el Bautismo administrado por los protestantes es válido,


porque es administrado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
según la fórmula fijada por Jesús, y el Bautismo administrados por el testigos de
Jehová no lo es, porque bautizan sin mencionar a la Santísima Trinidad, no es
válida la absolución impartida en el nombre de un Dios vago y ecuménico, que
por cierto no es el Dios de Jesucristo.

El Evangelio trastornado y traicionado – el mayor trastorno o daño


que puede causar un sacerdote es cuando engaña al penitente diciéndole
“Ánimo, el Señor te perdona. No te preocupes, aquello que me has dicho no es
pecado”. Y así, algunos confesores imprudentes, que deberían ser “portadores
de salvación” se convierten en “corruptores de conciencia”. En algunos
confesionales, lamentablemente, se declaran como lícitos: las relaciones
prematrimoniales, la contracepción, el adulterio, las relaciones homosexuales y
otras miserias del corazón humano.

Muchas veces los fieles quedan desconcertados cuando confiesan


pecados mortales que ya han confesado otras veces y el actual confesor no los
considera tales. El confesor no puede engañar a los penitentes y comportarse
como un enemigo de Dios y traidor del Evangelio.

LAS CARACTERÍSTICAS PRINCIPALES


DE UN BUEN CONFESOR
Lo que Jesús ha sido para los pecadores que he encontrado en su camino,
es lo que cada sacerdote debe tratar de serlo. El penitente tiene el derecho a ver
en el confesor no sólo sus poderes, sino también el Corazón de Jesús.

En cuanto a las características de un buen confesor, cómo no recordar


a aquel gran confesor que fue San Alfonso María Ligorio, el cual en sus Obras

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Morales describe los “deberes del confesor”, el cual es padre que acoge, médico
que cura, maestro que educa y juez que usa misericordia1.

PADRE – el confesor debe tener gran capacidad de acogida y de amor


paterno con cada penitente y sobre todo con los hijos “perdidos” que regresan
desde lejos. El padre de la parábola del hijo pródigo nos da un ejemplo.

Es verdadero padre porque regenera y hace crecer en el alma del


penitente la vida de la gracia y esta paternidad, que es como la sombra de la
paternidad de Dios, debe mostrarse en el modo de actuar.

El confesor es plenamente “padre” si regenera a los fieles arrepentidos


no sólo con la gracia que viene de lo alto, sino también con su buen ejemplo,
su oración y su expiación.

JUEZ - Debe serlo no como los jueces de este mundo, que buscan
cerciorarse de que en los imputados hayan delitos que puedan ser sancionados
con una condena, sino como un juez que discierne si en un alma se dan las
condiciones para recibir el perdón del Señor; un juez que obra según la justicia de
Dios aplicando la misericordia. El Santo Padre Francisco ha dicho en repetidas
oportunidades que el confesor de comportarse como el buen samaritano que
lava, limpia y levanta al prójimo. Debe ser capaz de encender los corazones
apagados. También ha dicho el Papa que los fieles quieren verdaderos pastores
y no funcionarios2.

MÉDICO – “No tienen necesidad del médico los sanos, sino los
enfermos” (Mt 9, 12). El hombre está enfermo en el profundo de su ser y los
efectos se notan frecuentemente en su modo de actuar.

El verdadero y único médico es Jesús. El sacerdote también lo es, pero


sólo por mandato, con sus poderes y con sus terapias. O bien, podríamos decir,
que Jesús es el médico principal y el sacerdote, su asistente. Por lo tanto, sólo
así, como buen médico, podrá curar “las enfermedades o males del alma” de
1 Alfonso Maria de’ Liguori, Pratica del confessore per ben esercitare il suo ministero (1755).
2 Ver «Intervista a Papa Francesco» (a cura di A. Spadaro), La Civiltà Cattolica 164 (2013) 3918,
462.

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aquellos penitentes que acuden al sacramento de la Penitencia con el deseo de
ser liberados del pecado que los angustia y los aflige.

MAESTRO - “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos…


enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado” (Mt 28, 19-20). Por lo
tanto maestro de verdad es y debe serlo el sacerdote también en el confesionario,
un maestro que muestra lo que Jesús enseñó sobre lo que es bueno y lo que es
malo, sin tener ningún poder de interpretar la verdad evangélica según el propio
modo de pensar.

Además de estos requisitos principales, deseo señalar otros no menos


importantes, como el ser educador de la conciencia y hermano en el camino de
la conversión.

EDUCADOR DE LA CONCIENCIA – Administrando el


sacramento de la Penitencia, el confesor desarrolla la delicada tarea de formador
e ilumina la conciencia del penitente. Vienen a la mente aquellas interesantes
palabras de San Juan Pablo II, utilizadas en la Exhortación apostólica Reconciliatio
et Paenitentia para subrayar las cualidades humanas y espirituales del confesor
que es siempre educador de la conciencia: “Para un cumplimiento eficaz de
tal ministerio, el confesor debe tener necesariamente cualidades humanas de
prudencia, discreción, discernimiento, firmeza moderada por la mansedumbre
y la bondad. Él debe tener, también, una preparación seria y cuidada, no
fragmentaria sino integral y armónica, en las diversas ramas de la teología, en
la pedagogía y en la psicología, en la metodología del diálogo y, sobre todo, en
el conocimiento vivo y comunicativo de la Palabra de Dios. Pero todavía es
más necesario que él viva una vida espiritual intensa y genuina. Para guiar a los
demás por el camino de la perfección cristiana, el ministro de la Penitencia debe
recorrer en primer lugar él mismo este camino y, más con los hechos que con
largos discursos dar prueba de experiencia real de la oración vivida, de práctica
de las virtudes evangélicas teologales y morales, de fiel obediencia a la voluntad
de Dios, de amor a la Iglesia y de docilidad a su Magisterio” (Juan Pablo II,
Reconciliatio et Paenitentia, 2 diciembre 1984, n. 29).

HERMANO – “Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas


tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano” (Mt 18, 15). Nadie es
más hermano para ti, que el que te corrige para liberarte de un pecado que

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es el peor de los males. A esta luz hay que ver al sacerdote, sobre todo, en el
confesionario.

La historia de la Iglesia conoce a tantos santos sacerdotes que han


consumido su vida en el confesionario. Pienso, por ejemplo, en el Santo Cura de
Ars, San José Cafasso, San Leopoldo Mandi, San Pío de Pietrelcina, y en tantos
otros que sólo el Señor ha conocido. ¿Han perdido el tiempo estos santos?
Evidentemente que no. Ellos han reconciliado con Dios a tantas personas, lo
que es una gran obra a los ojos de la fe.

Es allí, en la penumbra del confesionario, que han reencendido el deseo


de Dios en tantas almas y han vuelto a despertar a la vida divina a tantos
cristianos adormecidos. Es allí donde han obtenido grandes conversiones y
plasmado a otros santos.

El 6 de marzo de 2014 hubo un encuentro del Papa Francisco con el


clero de Roma. Me permito citar algunas palabras dichas por el Santo Padre en
esa ocasión: “En especial el sacerdote demuestra entrañas de misericordia al
administrar el sacramento de la Reconciliación; lo demuestra en toda su actitud,
en el modo de acoger, de escuchar, de aconsejar, de absolver... Pero esto deriva
del modo en el cual él mismo vive el sacramento en primera persona, del modo
como se deja abrazar por Dios Padre en la Confesión, y permanece dentro de
este abrazo... Si uno vive esto dentro de sí, en su corazón, puede también donarlo
a los demás en el ministerio… Volvamos al sacramento de la Reconciliación.
Sucede a menudo, a nosotros, sacerdotes, escuchar la experiencia de nuestros
fieles que nos cuentan de haber encontrado en la Confesión un sacerdote muy
«riguroso», o por el contrario muy «liberal», rigorista  o laxista.  Y esto no está
bien. Que haya diferencias de estilo entre los confesores es normal, pero estas
diferencias no pueden referirse a la esencia, es decir, a la sana doctrina moral
y a la misericordia. Ni el laxista ni el rigorista dan testimonio de Jesucristo,
porque ni uno ni otro se hace cargo de la persona que encuentra. El rigorista
se lava las manos: en efecto, la clava a la ley entendida de modo frío y rígido;
el laxista, en cambio, se lava las manos: sólo aparentemente es misericordioso,
pero en realidad no toma en serio el problema de esa conciencia, minimizando
el pecado. La misericordia auténtica se hace cargo de la persona, la escucha
atentamente, se acerca con respeto y con verdad a su situación, y la acompaña
en el camino de la reconciliación. Y esto es fatigoso, sí, ciertamente. El sacerdote

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verdaderamente misericordioso se comporta como el buen Samaritano... pero,
¿por qué lo hace? Porque su corazón es capaz de compasión, es el corazón de
Cristo. Sabemos bien que ni el laxismo ni el rigorismo hacen crecer la santidad. Tal
vez algunos rigoristas parecen santos, santos... Pero pensad en Pelagio y luego
hablamos... No santifican al sacerdote, y no santifican al fiel, ni el laxismo ni el
rigorismo. La misericordia, en cambio, acompaña el camino de la santidad, la
acompaña y la hace crecer...”.

CONCLUSIÓN
Concluyo esta conferencia sobre la importancia y belleza del sacramento
de la Penitencia, como instrumento de la misericordia, y también sobre algunas
orientaciones prácticas para los confesores, que son ministros de la Divina
Misericordia. Agradezco a cada uno de ustedes por la benévola atención que
han prestado. Espero que estas reflexiones sirvan a cada uno como un examen
de conciencia, que ayude a detectar en qué puntos se puede mejorar y qué cosas
se deben evitar.

Como en todas las conferencias, al final se ofrece la oportunidad de


formular preguntas. Cada uno se sienta libre para preguntar sobre cosas que no
hayan quedado suficientemente claras y les ruego lo hagan con toda confianza,
porque no hay nada de qué avergonzarse. Aquí todos estamos para aprender y
para servir a la Iglesia como verdaderos pastores.

Nuevamente, muchas gracias a todos. Ofrezco la palabra.

16 CONFERENCIA EPISCOPAL ECUATORIANA

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