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¿Imperativo artético?

Puesto que esta frase aparece en el con­


texto de una defen- a del arte como expresión definida por sus
instituciones y sus c ^respondientes prácticas culturales, esta re­
ferencia a una necesidad subyacente de arte confunde ai iector.
Un imperativo artísti -o o una «necesidad de arte», que cabe supo­
ner como una espec e de impulso psicológico, un requisito de la
psique, o quizás un instinto, habría tenido que existir indepen­
dientemente de las i istituciones artísticas si su función es la de
actuar como condici< n que asegure su reinvención cuando éstas
han dejado de existí! La «necesidad de arte» de Dickie evoca la
«necesidad» aristotélk i que «enseñó a los hombres los inventos»
necesarios para la vid i y que permitía el descubrimiento y redes­
cubrimiento de las te< nologías e instituciones una y otra vez has­
ta el fin de los tiempt s. Por lo visto, ni siquiera el inventor de la
teoría institucional rec< 'noce una necesidad artística que precede a
las instituciones del ane, una necesidad que garantice su reinven­
ción continua cuando 'Ste desfallece.

IV

Aristóteles podía afirmar que las tecnologías y las institucio­


nes humanas se reinvc ntaban sin poder evitarlo una y otra vez
porque consideraba qu * la naturaleza humana era inalterable y
que la especie humana junto con el resto de las otras especies,
era eterna: el mundo sk mpre había existido, y los seres humanos
siempre habían caminado sobre él. En ello discrepaba de su pre­
decesor presocrático Anaximandro, quien llegó a especular que
los seres humanos habí: n evolucionado a partir del lodo puesto
que eran descendientes de los peces. Hoy en día consideramos la
naturaleza humana —la red dotada genéticamente de necesida­
des, deseos, capacidades, preferencias e impulsos sobre los que
se construye la cultura— algo inmutable desde el emerger de la
agricultura y las ciudades, unos acontecimientos que iniciaron
nuestra época actual, el I loloceno, hace aproximadamente diez
mil años. En una etapa anterior, nuestra composición física y

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jBBBSI
mental evolucionaba constantemente a lo largo de las generacio­
nes de nuestros antepasados nómadas humanos y protohumanos
en el Pleistoceno. Mientras los seres humanos conservan un lina­
je intacto de seres vivos que se remonta a los animales hasta llegar
al lodo precámbrico, la contribución del Pleistoceno a la natura­
leza humana es el elemento más relevante para la comprensión
de las formas de vida culturales de la gobernabilidad, por ejem­
plo, o de la religión, el lenguaje, los sistemas legales, el intercambio
económico y la regularización del cortejo, el apareamiento y el
cuidado de los hijos.
Como es previsible, los relatos de la naturaleza humana que
se organizan en función de unos rasgos evolutivos especulan so­
bre si cualquier patrón o disposición universal de conducta hu­
mana es una adaptación o el resultado de varias adaptaciones. No
todas lo serán-, en todo el planeta, la gente monta en bicicleta
superando una velocidad mínima para evitar caerse. Los mecanis­
mos cerebrales que les permiten hacer eso pueden haber evolu­
cionado, pero la conducta de la velocidad mínima es el resultado
de la física giroscópica de las bicicletas; su universalidad no indi­
ca una función genéticamente adaptativa. Es poco probable que
la conducta de montar en bicicleta por encima de la velocidad
mínima tenga algún tipo de utilidad para explicar cómo sobre­
vivieron y se reprodujeron nuestros antepasados de la Edad de
Piedra. Por otro lado, hay un número indefinido de disposicio­
nes universales y pautas de conducta —los deseos, motivaciones,
capacidades y emociones especialmente persistentes— que apun­
tan directamente a las condiciones del Pleistoceno donde surgie­
ron por vez primera. Son hechos importantes para comprender la
vida cultural de los seres humanos modernos, y conforman el tras­
fondo para escribir una génesis darwiniana de las artes.
El Pleistoceno duró 1,6 millones de años. Nuestra constitu­
ción intelectual moderna se forjó probablemente en ese período,
hace unos cincuenta mil años, cuarenta mil años antes de la crea­
ción de las primeras ciudades y de la invención de la escritura. Para
comprender la importancia del Pleistoceno como la escena del
desarrollo de los humanos modernos, debemos tener en cuenta

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la inmensidad de su escala temporal: si calculamos una media de
veinte años por generación, hablamos de ochenta mil generacio­
nes de humanos y protohumanos en el Pleistoceno, en compa­
ración con sólo quinientas generaciones desde las primeras ciu­
dades. Fue en este largo período cuando las presiones selectivas
crearon genéticamente a los humanos modernos. Estas presiones
podían haber empujado en una dirección o en otra, pero una pre­
sión leve sobre miles de generaciones puede arraigar hondo cier­
tos rasgos físicos y psicológicos en la mente de cualquier especie.
Steven Pinker y Paúl Bloom citan los cálculos de J. B. S. Haldane
en 1927, según el cual «una variante que produce de media un 1 %
más de descendencia que su alelo alternativo incrementaría la
frecuencia desde un 0,1% a un 99,9% de la población en sólo
cuatro mil generaciones».10 Pinker y Bloom señalan que un cambio
imperceptible en una sola generación o en un individuo puede, al
cabo de miles de generaciones, alterar una especie por completo.
Los efectos espectaculares de diminutas ventajas selectivas, según
observan estos estudiosos, también pueden ir en contra de la super­
vivencia de una población: «Un 1 % de diferencia en las tasas de
mortalidad entre los Neandertales y las poblaciones modernas que
convergían en una misma área geográfica pudo haber conducido
a la extinción de la primera especie al cabo de treinta generacio­
nes, o al cabo de un milenio».
El supuesto objetivo de la selección natural es arraigar estos
rasgos genéticos en los individuos de modo que se produzca un
incremento máximo de adaptabilidad inclusiva. El gran teórico
evolucionista William D. Hamilton definió la adaptabilidad inclu­
siva como la suma total de los «efectos de un rasgo en todas sus
cadenas causales sobre la supervivencia y la reproducción del
individuo focal [...] más cualquier otro efecto que pueda haber
tenido en la supervivencia y la reproducción de los parientes de
ese individuo focal».11 La forma principal que tienen los individuos
de asegurar la supervivencia de su material genético es asegurar su
propia supervivencia. Sin embargo, puesto que compartimos ma­
terial genético con nuestros hijos, parientes y otros familiares, su
supervivencia también se implica sistemáticamente en el esquema

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evolutivo considerada desde el punto de vista del individuo: de
múltiples maneras, los seres humanos y otros animales favorecen
a sus parientes por encima de los miembros de la misma especie
que no están relacionados genéticamente, y en tér ñiños generales
a su propio grupo social y a su propia especie por encima de otros
grupos sociales y especies. La gente, tal como afirma Pinker en su
comentario sobre Richard Dawlñns, no «va por ahí dispersando
sus genes de una manera egoísta; los genes se dispersan de una
manera egoísta por ellos mismos. Lo hacen por el modo en que
construyen nuestros cerebros. Al incitarnos a disfrutar de la vida,
la salud, el sexo, los amigos y los niños, los genes compran una
participación de la lotería para representarnos en la próxima ge­
neración, con las opciones que nos eran favorables en el entorno
en el que evolucionamos».12
El cerebro que nuestros genes construye p tede descompo­
nerse en una serie de facultades (tal como diría Kant), y que hoy
en día son sistemas que reciben muy diversos nombres, motores
de razonamiento, o, tal como los psicólogos evolucionistas dan en
llamar, «módulos». Estos sistemas o facultades explican los intere­
ses y las capacidades que mejor se adaptaron a la supervivencia
de nuestros antepasados del Pleistoceno. Puec en explicar dife­
rencias generales en nuestras capacidades, como, por ejemplo,
por qué a la mayoría de nosotros nos resulta más fácil aprender
la letra de una canción que memorizar nuestro número de la se­
guridad social, o por qué recordamos las caras con más facilidad
que los nombres. Gracias en gran parte al trabajo de Donald E.
Brown,1' y a los apéndices de Tooby y Cosmidcs en The Adapted
Mindp asi como a los escritos de Steven Pinke y Joseph Carroll,
he aquí una selección de la larguísima lista de usgos y capacida­
des innatos y universales de la mente humana:

• Lbta física intuitiva que utilizamos para c< >nocer la trayecto­


ria que siguen los objetos al caer, al reb< >tar o al doblarse.
• Una sensación de biología que nos inc ilca un profundo
interés por las plantas y los animales, a i como un senti­
miento profundo por las divisiones de s< s especies.

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• Un módulo intuitivo de ingeniería para crear herramientas
y tecnologías (no sólo procesos como desconchar las pie­
dras, sino p ira unir varios objetos entre sí).
• Una psicología personal basada en la premisa de que otras
personas tú nen mentes como la nuestra, pero que cada
una alberga distintas creencias e intenciones.
• Una sensao >n intuitiva del espacio, que incluye un trazado
imaginativo leí entorno general.
• Una tendem ia hacia el adorno corporal con pinturas, cam­
bios de pein ido, tatuajes y joyería ornamental.
• Una sensación intuitiva de números, entendidos en térmi­
nos exactos en pequeñas proporciones de objetos, pero
que llega a abarcar la capacidad de cuantificar cantidades
más allá de nuestro alcance.
• Una sensacii n de probabilidad, junto con una capacidad
para trazar la frecuencia de los acontecimientos.
• Una capacidad para interpretar las expresiones faciales
que incluye un inventario de patrones reconocidos univer­
salmente (triseza, felicidad, miedo, sorpresa, etc.).
• Una capacida I precisa para arrojar objetos como pelotas,
piedras y lanz; s (que incluye una sensación aguda de distan­
cia del objetiva > y el momento correcto para soltar la mano).
• Una fascinación por los sonidos tímbricos organizados,
producidos rítmicamente por la voz humana o por instru­
mentos.
• Una capacidad intuitiva hacia la economía, que implica
una comprensión del intercambio de bienes y de favores,
junto a un sentido relacionado de justicia y reciprocidad.
• Una sensación de justicia, que incluye obligaciones, dere­
chos, venganza, y lo que esto implica en ocasiones: la emo­
ción de la ira.
• Habilidades lógicas, incluida una facultad para emplear
operadores tales como «y», «o», «no», «todo», «alguno», «nece­
sario», «posible» y «causa».
• Y, por último, una capacidad espontánea para aprender y
utilizar el lengu ije.

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Esta última capacidad es una de las más sorprendentes por el
modo en que permite la transición de la infancia a la edad adulta
con un dominio completo de la lengua natural, tanto en las socie­
dades cultas como en la vida prealfabetizada de los cazadores-
recolectores del Pleistoceno. Pero no hay necesidad alguna de
exaltar el lenguaje como la capacidad más extraordinaria de to­
das: cada una de esas facultades es un componente de la asom­
brosa arquitectura de la mente que alcanzamos gracias a la evo­
lución. A ese listado podríamos añadir otras tendencias innatas
—conjunto de instintos— que operan en ocasiones en un nivel
extraordinario de especificidad. Entre ellas tenemos el miedo a las
serpientes, a las alturas o a los animales grandes con dientes enor­
mes, las preferencias por algunos alimentos y una sensación agu­
da de su pureza o toxicidad, así como los listados mentales para
memorizar nombres y características de amigos y enemigos.
Tal como hemos visto en el capítulo 1, el listado incluye una
predilección por los hábitats parecidos a las sabanas que sean
seguros, potencialmente fructíferos o que alberguen animales o
aves de caza, y que en general sean ricos en información. Pero
más allá de la supervivencia en hábitats naturales, cada uno de
nuestros antepasados también tuvo que enfrentarse a amenazas
y oportunidades planteados por otros grupos humanos y proto-
humanos e individuos: hemos evolucionado para acostumbrar­
nos los unos a los otros, tanto en calidad de individuos que forman
parte de un grupo como en calidad de grupos que forman relacio­
nes de cooperación o agresión entre sí. Estas realidades sociales ya
existían mucho antes del Pleistoceno, se desarrollaban y segura­
mente cambiaban a medida que los humanos evolucionaban hasta
convertirse en las criaturas bípedas de cerebros grandes que so­
mos hoy en día. En el Pleistoceno vivíamos en grupos sociales que
exhibían lazos de parejas masculinas/femeninas y había una in­
versión paternal en los niños, que siguen estando indefensos
desde su nacimiento más tiempo que cualquier otro animal. Estos
grupos humanos y protohumanos tenían sus disputas, pero tam­
bién se sentían fortalecidos por la cooperación y las coaliciones.
Hacia finales del Pleistoceno, las relaciones complejas se habían

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convertido en un sello característico de la especie, una marca in­
deleble como la fabricación de herramientas o el lenguaje.
Tal como Joseph Carroll ha señalado en su resumen de la
naturaleza humana, un resultado característico de nuestra natura­
leza social desarrollada es que las relaciones entre hombres y
mujeres no «son sólo intensas y apasionadas en sus efectos posi­
tivos, sino también están llenas de sospecha, celos, tensiones y
compromisos». Las exigencias que compiten en este mundo social
y familiar, según Carroll, «garantizan un drama perpetuo en el que
la intimidad y la oposición, la cooperación y el conflicto, están
íntimamente relacionados». Aunque Carroll no rechaza la explica­
ción de las facultades adaptativas y los instintos descrita por Pinker
y otros psicólogos evolucionistas, sí que amplía el grado en el que
la evolución en el Pleistoceno vio el surgimiento de los seres hu­
manos como una especie intensamente social. La evolución huma­
na no es sólo una historia de cazadores-recolectores que se en­
frentaban a un entorno físico, sino la de un Homo sapiens que
coopera con los demás para sacar el máximo rendimiento a la
supervivencia de su especie.
Esta capacidad social humana puede describirse en términos
que pueden parecer bastante específicos —o específicos de una
cultura— cuando en realidad son tan universales como el reflejo
de pestañear. Los seres humanos, por ejemplo, sienten curiosidad
por sus vecinos, les gusta curiosear sobre ellos, lamentarse de sus
desgracias y envidiar sus éxitos. La gente de todas partes del mun­
do miente, justifica y racionaliza su conducta, y exagera su altruis­
mo. A los seres humanos les encanta exhibir-se y burlarse de las
falsas pretensiones de los demás. Les encanta jugar, contar chis­
tes, y emplear lenguaje poético u ornamental. (Incluso el hecho
de contar chistes tiene sus características universales específicas:
en muchas culturas, y tal como he observado en Nueva Guinea,
son los hombres, no las mujeres, quienes tienen la tendencia a
disfrutar insultándose en broma entre sí.) Tal como Carroll nos
recuerda en una frase que no es una simple especulación de sa­
lón, sino que cuenta con el apoyo de la etnografía intercultural:
«Forma parte de la naturaleza humana llorar la pérdida de los se-

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res que, icios, y sentir una gran desilusión ante el fracaso o la de­
rrota, sentir vergüenza ante una humillación pi blica, gozar con el
triunfo sobre tus enemigos, y enorgullecerse de resolver proble­
mas, superar obstáculos, y lograr objetivos, i’orma parte de la
naturaleza humana tener a menudo impulsos contrarios y sentir
desafecto incluso en medio de un gran éxito». Semejante relato de
la naturaleza humana, orientado hacia la intensidad y la comple­
jidad de la vida social, es un útil complemento a otras perspecti­
vas de la psicología evolutiva que hacen hincapié en la supervi­
vencia física.
Del mismo modo en que nos enfrentamos a los animales sal­
vajes o desc ubrimos entornos más adecuados, nuestros antepasa­
dos más antiguos se enfrentaban a fuerzas sociales y a conflictos
familiares que se convirtieron en parte de la \ ida evolucionada.
Estos dos campos de fuerza actuaron en conjunto para produ­
cir en última instancia la especie versátil de primates que somos
hoy en día: sociales, robustos, amorosos, asesinos, joviales, orga­
nizativos, tecnológicos, arrogantes, picapleitos juguetones, amis­
tosos, ávidos de posición social, erguidos, mentirosos, omnívo­
ros, ávidos de conocimiento, contestones, festivos, lingüísticos y
ampliamente derrochadores. Y, entre medio del desarrollo de todas
estas cualidades, nacieron las artes.15

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3. ¿QUÉ ES EL ARTE?

Si, tal como han propuesto los pensadores desde Aristóteles


hasta los psicólogos evolucionistas, existe un instinto humano para
producir y disfrutar de las experiencias artísticas, ¿cómo podría­
mos empezar a establecer este hecho? ¿Cómo sería una estéti­
ca universal o una teoría del arte? Julius Moravcsik es el filósofo
contemporáneo que más atención ha prestado a esta pregunta
básica. Empieza haciendo hincapié en un punto lógico funda­
mental: debe distinguirse una investigación transcultural del arte
como categoría universal de un intento por determinar el sentido
de la palabra «arte». Esta distinción entre las dos clases de pregun­
ta suele confundirse, o bien se omite de manera intencionada, o
se ignora por completo en gran parte de la bibliografía sobre este
tema.
«Arte» es una palabra cuya historia y caprichos pueden con­
vertirse en materias útiles de estudio. «Podría ser un interesante
ejercicio semántico —-afirma Moravcsik—pero no está directa­
mente relacionado con los numerosos fenómenos que podemos
analizar» al ampliar la atención del concepto del arte como una
categoría universal.1 Volvamos a la analogía del lenguaje. También
es un concepto y, si le añadimos comillas, una palabra. Podemos
departir largo y tendido sobre el significado del vocablo «lenguaje»,
y cómo deberíamos definirlo; por ejemplo, si, dada una definición
en particular, los códigos informáticos son «lenguajes», si la música

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es un «lenguaje», o si la canción de un pájaro carpintero es un ejem­
plo de «lenguaje». Pero estas disputas sobre los límites externos
del significado de la palabra no influyen necesariamente en si el
griego, el inglés o el iatmul son lenguajes. Decidir si un caso mar­
ginal, una música o un canto de pájaro son o no un lenguaje no
desmentiría el hecho de que el urdu es una lengua. Las lenguas
naturales del mundo forman una categoría natural poblada de
casos indiscutibles, y el reconocimiento de este hecho debe pre­
ceder a cualquier teoría relativa a si el concepto del lenguaje es
aplicable o no a otras áreas.
Las investigaciones sobre la universalidad del lenguaje, o del
arte, según explica Moravcsik, buscan generalizaciones legalistas
que no pueden definirse de manera trivial ni casual, ni con gene­
ralizaciones del tipo «los castores construyen diques». La construc­
ción de diques no forma parte de la definición de «castor», y la
frase ni siquiera es cierta para todos los castores. Según Moravc­
sik, esto significa que en circunstancias normales y en estado
salvaje, «un espécimen sano de esta especie construirá un dique».
Si es cierto, merece la pena conocer una generalización de este
tipo porque nos revela algo importante sobre los castores. Incluso
si los casos marginales requirieran que prestásemos atención a los
términos que hemos empleado («saludable», «normal»), esta hipó­
tesis, que no busca atributos definitorios ni casuales, es altamente
deseable en análisis empíricos de las características de los fenó­
menos sociales de ámbito general como el arte.
Las teorías estéticas pueden reclamar la universalidad, pero lo
normal es que se vean condicionadas por cuestiones estéticas y
debates sobre la época que les ha tocado vivir. Platón y Aristóte­
les se vieron abocados a explicar el arte griego de su tiempo y a
relacionar la estética con su metafísica general y las teorías del
valor. David Hume, y, sobre todo, Immanuel Kant, exploraron las
complejidades emergentes de las tradiciones de las bellas artes
del siglo xviii. En el último siglo, tal como observa el filósofo Noel
Carroll, las teorías de Clive Bell y R. G. Collingwood defendieron
las prácticas de vanguardia como el «neoimpresionismo, por un
lado, y la poética modernista de Joyce, Stein y Eliot por el otro».2

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Susanne Langer puede leerse como una jus ideación del baile
moderno, mientras que la primera versión de la teoría institucio­
nal de George Dickie requiere, tal como C; rroll apunta, «algo
parecido a la presuposición de que Dada es n 1a forma central de
práctica artística» con el fin de obtener un atractivo intuitivo. Lo
mismo puede afirmarse acerca de la continua teorización de Ar-
thur Danto sobre los acertijos minimalistas y l< >s objetos indiscer­
nibles artísticamente, como los lienzos negros de Ad Reinhardt o
las cajas de Brillo de Andy Warhol. A medida c ue las formas artís­
ticas y las técnicas cambian y se desarrollan a medida que las
modas artísticas florecen o se desvanecen, la eoría del arte tam­
bién avanza poco a poco alterando su enfoque y cambiando sus
valores con el paso del tiempo.
Las distorsiones de acento se ven exacerbadas por otro factor.
Los filósofos del arte tienden a empezar a teorizar desde sus pro­
pias predilecciones estéticas y sus respuestas estéticas más agudi­
zadas, por muy extrañas o limitadas que éstas sean. Kant sentía
un profundo interés por la poesía, pero su desprecio por la fun­
ción del color en la pintura era tan excéntrico que revela cierta
discapacidad visual. Bell, quien reconoció con absoluta inocencia
su incapacidad para apreciar la música, se concentró en la pintura
y falseó sus impresiones cuando las aplicó a otras artes, como la
literatura. En términos más generales, los pensadores que aman
la belleza de la naturaleza, o que caen bajo el hechizo de un géne­
ro o una cultura particulares, suelen generalizar a partir de sus sen­
timientos y su experiencia particular. Este elemento personal pue­
de ser profundamente enriquecedor para la teoría (Bell sobre el
expresionismo abstracto) o dar como resultad< > un absurdo (Kant
sobre la pintura en general). No obstante, esto debería invitarnos
al escepticismo. Las explicaciones generales < xtrapoladas de un
entusiasmo personal limitado nos pueden con\ encer siempre que
nos concentremos en los ejemplos que ofrece el teórico; a menu­
do fracasan cuando se aplican a una gama má ■. amplia de arte.
Más allá de los prejuicios culturales y las idiosincrasias perso­
nales, el hecho de filosofar adecuadamente si bre las artes se ha
topado con un tercer factor: el carácter de la re (órica filosófica. La

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filosofía es más sól ida y estimulante, es decir, más divertida, cuan­
do argumenta en pos de una verdadera posición única y exclusiva
y procura desacre< litar otras alternativas plausibles. En la historia
de la filosofía del arte, éste ha sido un obstáculo tenaz hacia la
comprensión. Por jemplo, Kant no se limita a separar los elemen­
tos intelectuales de la experiencia estética de sus componentes
sensuales primarios, sino que en algunas secciones de la Crítica
del juicio se niega por completo el valor de éstos últimos. Tólstoi
insistió con tal dogmatismo en la validez de la sinceridad como
criterio fundameni ti para el arte que se hizo famoso por rechazar
porciones enteras del canon, incluidas muchas de sus grandes
obras. Bell, una vez más en su faceta del perfecto esteta, no sólo
eleva la experiencia de la forma en la pintura abstracta, sino que
insiste en que el el< 'mentó ilustrativo de la pintura es estéticamente
irrelevante. Estas posturas extremas en el campo de la estética son
llamativas en el ámbito de lo retórico de un modo que no alcan­
zan las teorías más afincadas en el sentido común. También hacen
las delicias de los profesores de estética en la universidad, puesto
que ofrecen a los estudiantes un trasfondo histórico, una perspec­
tiva estética genuina (aunque absurdamente limitada), y un ejer­
cicio intelectual que surge de aducir contraejemplos y contraargu­
mentos. Junto con el desarrollo histórico del arte en sí mismo,
estas teorizaciones hacen avanzar al argumento, pero no lo hacen
en la dirección de su resolución, sino sólo para engendrar más
debate.
Hoy en día la estética se encuentra en una situación paradó­
jica, por no decir extraña. Por un fado, los académicos y los teó­
ricos tienen más a ceso que nunca —en las librerías, un los mu­
seos, en Internet} en sus viajes sobre el terreno— a una amplia
perspectiva sobre la creación artística entre culturas a lo largo de
los tiempos. Podemos estudiar las esculturas y pinturas del Palep-
lítico y disfrutar c< n ellas, conocer músicas de todas partes, artes
rituales y populan s de todo el planeta, literaturas y artes visuales
de todos los paíse , tanto del pasado como del presente. Tenien­
do en cuenta est; enorme disponibilidad, resulta muy extraño
que la especulacic n filosófica sobre el arte se haya inclinado por

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un análisis infinito de una clase infinitamente pequeña de casos,
entre los cuales destacan de un modo prominente los ready-made
de Duchamp o los objetos limítrofes como las fotografías apropia­
das de Sherrie Levine y el 4'33” de John Cage. Debajo de esta
dirección filosófica hallamos una presunción oculta que jamás se
expresa: se supone que por fin podremos entender el mundo del
arte cuando seamos capaces de explicar los especímenes artísticos
más marginales o difíciles. La Fuente y En previsión de brazo roto
de Duchamp son a primera vista los casos más difíciles a los que se
enfrenta la teoría del arte, lo cual explica el tamaño de la bibliogra ­
fía que estas obras y sus parientes ready-made han generado. El
volumen mismo de esta bibliografía también nos infunde la espe­
ranza de que si explicamos los ejemplos más extremos del arte po­
dremos llegar a una explicación general óptima de todas las for­
mas artísticas.
Esta esperanza ha conducido a la estética en una dirección
incorrecta. A los abogados les gusta decir que los casos más di­
fíciles son los que crean un mal precedente legal, y un peligro
análogo amenaza el análisis psicológico. Si deseas comprender
la naturaleza esencial del asesinato, no empiezas con un debate
sobre algo complicado o dotado de una fuerte carta emocional,
como pueda ser el suicidio asistido, el aborto o la pena de muerte.
El suicidio asistido puede ser o no un asesinato, pero decidir si
estos casos tan controvertidos son asesinatos requiere, en primer
lugar, tener las ideas claras sobre la naturaleza y la lógica de los
casos indiscutibles; de este modo, abandonaríamos un centro se­
guro para adentrarnos en territorios lejanos más discutibles. El
mismo principio es aplicable a la teoría estética. La obsesión por
explicar los ejemplos más problemáticos del arte, aunque consti­
tuya un desafío intelectual y para los profesores de estética sea
una buena manera de generar debates en las aulas, ha provocado
que la estética haya hecho caso omiso del centro del arte y sus
valores.
Lo que la filosofía del arte necesita es un enfoque que empie­
ce por tratar el arte como un campo de actividades, objetos y
experiencia que aparece de manera natural en la vida humana.

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Primero debemos demarcar un centro exento de controversias y
que sepa infundir interés a los casos más curiosos. Aunque consi­
dero que este enfoque es «naturalista», no lo es porque esté impul­
sado por la biología (a pesar de que ésta es relevante en este sen­
tido), sino porque depende de persistentes pautas interculturales
de conducta y discurso: la creación, experimentación y valoración de
obras de arte. Muchas de las maneras en que el arte se debate y
experimenta pueden traspasar fronteras culturales fácilmente, y ser
aceptadas en todo el mundo sin la ayuda de académicos ni teóri­
cos. Desde Lascaux hasta Bollywood, los artistas, escritores y mú­
sicos suelen tener pocos problemas para lograr una comprensión
estética intercultural. El centro natural sobre el que se asienta esta
perspectiva debe marcar el punto de inicio de la teoría.
r

II

Los rasgos interculturales característicos de las artes pueden


reducirse a un listado de elementos fundamentales, doce en la
versión que propongo más adelante, y que definen el arte en
función de una serie de criterios grupales? Algunos de estos ele­
mentos destacan las características de las obras de arte; otros, las
cualidades de la experiencia del arte. Los componentes de este
listado no se eligen para satisfacer un propósito teórico preconce­
bido; por el contrario, estos criterios pretenden ofrecer una base
neutral para la especulación teórica. Y a pesar de que podemos
describir este listado como «inclusivo» por su manera de referirse
a las artes de muchas culturas y épocas históricas, no por ello se
trata de un compromiso entre posiciones en liza y mutuamente
excluyentes. De hecho, refleja un enorme reino de experiencias
humanas que las personas suelen identificar como «artístico». El
filósofo David Novitz ha señalado que «las formulaciones precisas
y las definiciones rigurosas» no sirven de mucho para captar el
significado del arte entre culturas.4 Según él, aunque no exista
«una sola manera» de ser una obra de arte, ello no significa que su
opuesto, su «multiplicidad», sea tan numeroso que no pueda espe-

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cificarse. incluso cuando el dominio al cua se refiere sea tan
irregular y multifacético como el del arte. De 1 echo, su especifici­
dad, por muy discutible que sea, es necesari i para la existencia
misma de una literatura sobre la estética inten ultural.
Un recordatorio: dada la existencia de u ta amplia variedad
de casos marginales, por «arte» y «artes» enríen lo artefactos (escul­
turas, pinturas y objetos decorativos, como las herramientas o el
cuerpo humano, además de las partituras y 1< >.s textos considera­
dos objetos), así como las actuaciones (el l >aile, la música, la
composición y la enumeración de historias). . \ veces, cuando ha­
blamos sobre arte, nos centramos en actos de reación, o también
en los objetos creados; en otras ocasiones tendemos a referirnos
a la experiencia de estos objetos. Discernir «. stas distinciones es
otra cosa. Así pues, la lista ofrece las caracterís ¡cas fundamentales
del arte considerado una categoría universal e intercultural. Ello
no significa que todo lo que recojo en este listado sea exclusivo
del arte o de su experiencia. Muchos de est< >s aspectos del arte
forman una línea continua con experiencias y aptitudes no artís­
ticas, y se incluye un recordatorio de ello entie paréntesis al final
de cada entrada.

1. Placer directo. El objeto artístico —-una historia narrativa,


una obra de artesanía o una actuación visual < > auditiva— se valo­
ra como una fuente de placer inmediato en s mismo, y no esen­
cialmente por su utilidad a la hora de producir algo más que sea
también útil o placentero. Esta cualidad del placer de la belleza (o
«placer estético», tal como en ocasiones se lo da en llamar) deriva
del análisis de distintas fuentes. Un color puio y profundamente
saturado puede resultar agradable a la vista; captar la coherencia
detallada de una historia con un argumento denso también puede
ser placentero (parecido al placer de resolver un crucigrama difí­
cil o entender una jugada de ajedrez); la forma y la técnica de una
pintura paisajística pueden inducir placer, pr ro también pueden
hacerlo las montañas azuladas y nebulosas que ésta representa;
las modulaciones armónicas sorpresivas y la aceleración rítmica
pueden aportar un intenso placer en la música, etc. Aquí lo más

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importante es el hecho de que el disfrute de la belleza artística
suele provenir de distintas capas de placer distinguibles entre sí
que se experimenian simultáneamente o con una gran proximi­
dad. Estas experiei cías superpuestas ganan en efectividad cuando
los placeres separables se relacionan de un modo coherente entre
sí o interactúan; como, por ejemplo, en la forma estructural, en sus
colores, en el tem í de una pintura, en el motivo musical, en la
acción dramática, el canto, la actuación y las escenas de una ópe­
ra. Este concepto nos resulta familiar porque lo consideramos una
unidad orgánica de obras de arte, es decir, conforman una «unidad
en la diversidad», liste disfrute estético suele darse «por amor al
arte». (Este placer es estético cuando se deriva de la experiencia
del arte, pero no es ajeno a otros ámbitos de la vida, como el pla­
cer del deporte y del juego, el de beber a tragos una bebida fría
en un día caluroso o de observar cómo las alondras emprenden
el vuelo o las nub<. s de tormenta se condensan. Los seres huma­
nos experimentan una lista indefinidamente larga de placeres
directos que no son artísticos, experiencias que se disfrutan en
virtud de ellas mismas. Cualquiera de estos placeres, como los
típicos relacionados con el sexo, los alimentos dulces y los gra­
sicntos, se remontan a unos orígenes, antiguos que han ido evolu­
cionando aunque nosotros no seamos conscientes de ellos en
nuestra experiencia inmediata.)

2. Habilidad y virtuosismo. La creación del objeto o de la


actuación requiere v demuestra la ejecución de unas habilidades
especializadas. En algunas sociedades, estas habilidades se asimi­
lan a una tradición de aprendizaje, y en otras pueden adquirirse
de forma innata si alguien considera que se da «maña» para ellas.
Cuando casi todos los miembros de una cultura adquieren una
habilidad, como loi cantos o los bailes comunitarios en algunas
tribus, sigue habien lo algunos individuos que destacan en virtud
de su talento espec al para esta actividad. Las habilidades artísti­
cas técnicas se aprecian en sociedades a pequeña escala tanto
como en civilización ‘.s desarrolladas, y, cuando se aprecian, todo el
mundo las admira. I a admiración que despierta esa habilidad no

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es sólo intelectual; la pericia que muestran los escritores, los tallis­
tas, los bailarines, los ceramistas, los compositores, los pintores,
los pianistas, los cantantes y demás puede dejarte con la boca
abierta, puede hacerte poner los pelos de punta y provocar el
llanto. La demostración de una habilidad es uno de los placeres
más profundamente conmovedores y agradables del arte. (La pe­
ricia es una fuente de placer y admiración en casi todos los ámbi­
tos de la actividad humana más allá del arte, y hoy en día destaca
en los deportes. Casi toda actividad humana regularizada puede
volverse competitiva con el fin de resaltar el desarrollo y la admi­
ración de su aspecto técnico y habilidoso. El libro Guinness de los
récords mundiales está lleno de «campeones mundiales» de las
actividades más mundanas o caprichosas; esto revela un impulso
universal capaz de transformar todo lo que hacen los seres huma­
nos en una actividad admirada tanto por su virtuosismo como por
su capacidad productiva.)

3. Estilo. Los objetos y las actuaciones en todas las formas


artísticas se realizan siguiendo unos estilos reconocibles, según
unas normas relativas a la forma, la composición y la expresión.
El estilo ofrece un trasfondo estable, predecible y «normal» según
el cual los artistas pueden crear elementos de novedad y una sor­
presa expresiva. Un estilo puede ser el resultado de una cultura o
de una familia, o ser el invento de una persona; los cambios de
estilo implican una apropiación y una alteración repentina, así
como una evolución lenta. La rigidez o la adaptabilidad fluida de
estilos puede variar tanto en las culturas no occidentales y tribales
como en las historias de las civilizaciones alfabetizadas: al­
gunos objetos y actuaciones, especialmente las que implican la
presencia de ritos sagrados, están muy vinculadas a una tradición
(la pintura rusa de iconos, la música litúrgica temprana de Euro­
pa, o los estilos más antiguos de la alfarería de los indios Pueblo),
mientras que otros están abiertos a la variación interpretativa y
creativa de naturaleza individualista (gran parte del arte moderno
europeo, o las artes del norte de Nueva Guinea). Son muy pocas
las artes históricas que no permiten un alejamiento creativo de un

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estilo establecido. De hecho, si no se permitiera ningún tipo de
variación, se cuestionaría la condición artística de una actividad
estilizada; esto no sólo ocurre en las tradiciones europeas. Algu­
nos escritores, especialmente en el ámbito de las ciencias socia­
les, han tratado el estilo como una prisión metafórica para los
artistas, puesto que traza los límites de la forma y el contenido.
Sin embargo, los estilos, al proveer a los artistas y a su público de
un trasfondo conocido, permiten el ejercicio de la libertad artísti­
ca, y liberan tanto como inhiben. Los estilos pueden oprimir a los
artistas; pero a menudo los liberan. (Prácticamente todas las acti­
vidades humanas significativas por encima del nivel de los refle­
jos autónomos se llevan a cabo dentro de un marco estilístico: los
gestos, el uso de la lengua o de cortesías sociales como las nor­
mas de la risa o la distancia corporal en los encuentros interper­
sonales. El estilo y la cultura se contagian entre sí.)

4. Novedad y creatividad. El arte se valora y se alaba por su


novedad, creatividad, originalidad y capacidad de sorprender al
público. La creatividad implica tanto la función captadora de
atención que tiene el arte (uno de los componentes más impor­
tantes de su valor como entretenimiento) como la capacidad qui­
zá menos sorprendente del artista de explorar las posibilidades más
profundas de un medio o un tema. Aunque estos tipos de creati­
vidad se superponen, La consagración de la primavera es más
sorprendentemente creativa en el primer sentido, mientras que
Orgullo y prejuicio lo es en el segundo. La cualidad impredecible
del arte creativo, su novedad, va en contra de la cualidad prede­
cible del estilo convencional o de su tipo formal (sonata, novela,
tragedia, etc.). La creatividad y la novedad son un espacio de in­
dividualidad o de genio artístico, y se refieren a ese aspecto del
arte que no está regido por normas ni rutinas. El talento imagina­
tivo se valora en el arte según su capacidad para exhibir creativi­
dad. (La creatividad se exige y se admira en otros muchos aspec­
tos de la vida. Admiramos las soluciones creativas en la ortodoncia
y en la fontanería tanto como en las artes. La persistente consecu­
ción de la creatividad se delata, por ejemplo, cuando los escritores

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cuidadosos se niegan a utilizar una misma pala' >ra dos veces en
una frase siempre y cuando puedan reemplaza! a por un sinóni­
mo; los diccionarios de sinónimos y antónimos existen no tanto
para logra i una mayor precisión en la escritura c 'ino por el placer
de la variedad creativa.)

5. Crítica. Allí donde se encuentren las forn as artísticas, exis­


ten junto a una especie de lenguaje crítico s< i >re el juicio y la
apreciación que puede ser sencillo o, la mayoría de las veces, más
complejo? Hilo incluye la jerga de los producto es de arte, el dis­
curso público de los críticos y la conversación valorativa de las
audiencias. La crítica profesional, incluido el di ;curso académico
aplicado a las artes cuando es valorativo, es u a actuación en sí
misma y está sometida a una evaluación por i na audiencia más
amplia; los críticos suelen criticarse entre sí. ‘.Kiste una amplia
variación entre culturas y fuera de ellas en relación con la com­
plejidad de la crítica. Los antropólogos han con untado una y otra
vez su desarrollo rudimentario, o bien su no existencia, en peque­
ñas sociedades no alfabetizadas, incluso en las < ue son capaces de
producir un arte complejo. Por lo general esta \ ariación es mucho
más compleja en el discurso artístico de la Eui >pa alfabetizada y
en la historia de Oriente. (Obviamente la crítica existe en muchos
ámbitos de la vida no estética y sigue esa condición: la crítica
análoga a la crítica del arte se aplica sólo a las empresas donde el
posible logro es complejo y tiene un ñnal abierto. No suele apli­
carse la crítica cuando un deportista corre los < ¡en metros lisos: el
mejor crono es el que gana, aunque sea con i m estilo poco ele­
gante. Sólo cuando los criterios para el éxito son complejos o
poco claros —en la política o ía religión, por ejemplo— el discur­
so crítico se asemeja estructuralmente al de la crítica del arte.)

6. Representación. En diversos y amplios grados de naturalis­


mo, los objetos de arte, incluidas las esculturas, las pinturas y las
narraciones orales y escritas, en ocasiones incluso la música, re­
presentan o imitan experiencias reales e imaginarias del mundo.
Tal como observó Aristóteles por vez primera los seres humanos

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