Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
la suerte de la fea
La Suerte de la Fea
de mauricio kartún
mauricio kartún
Como quien dijera ¿dos ombligos? Al menos no soltó algún chiste estúpi-
do. Detesto los chistes de violistas. Los aborrezco. Los bufones de la
orquesta. “¿En qué se parecen los dedos de un violista a un rayo...? En que
en la puta vida caen dos veces en un mismo lugar...” Si al menos renovaran
el repertorio. Los mismos desde que aprobé mi solfeo. Los odio. Y a la viola.
Y a cada una de sus cuatro cuerdas. Y a mi reputísima madre que no
encontró instrumento mejor al que condenarme de por vida. Vida. Por lla-
marla de alguna manera: treinta años tocando en cuartetos de mala muer-
te, en festivales y galas menores, en cinematógrafos lúgubres, sin luz ni
en el atril, poniéndole música a un melodrama pringoso. Treinta años de
soledad y vientre seco salvo por aquel año maravilloso. ¿Tengo que agra-
decérselo? Me corto las venas con este disco antes de hacerlo. No nada
que agradecer. Apenas las ganas de recordar en su cara todo este espejis-
mo antes que dé el último suspiro. De revivir esta quimera, este dolor, para
que entre un poco más espantado todavía al infierno. Eso no más. ¿Hace
frío allí, verdad? Me lo va a decir a mí... Una siberia. Empecé a trabajar en
ese foso helado al otro día de aquella audición ¿se acuerda? Allí. Allí en
aquel rincón. La figuranta que me tocó en suerte al principio se llamaba
Emilia y solía chupársela a usted en aquel palco bajo por algún feriado
extra. Lo sabían hasta los lavacopas. Le tocó en suerte la viola por único
mérito de su peinado. Una permanente tan rizada tenía, que el violín junto
a esa cabeza parecía en miniatura. Entonces le dieron la viola que es un...
un violín excesivo digámoslo de una vez. Un perrito lanudo, Emilia. El arco
se le enredaba sin parar en los rulos, y todos los Primores se tentaban de
la risa. Yo abajo hacía lo que podía con el instrumento para disimularlo. En
ese bochorno estábamos, señor Ferrandís cuando llegó a ofrecerse
Yolanda. Tan atildada. Tan primorosa. A usted se lo ganó el primer día. Tenía
esa forma. Esos arrumacos. La seducción hecha gesto. Toda redondita
cuando se movía. Churrigueresca. Yolanda, con su peinadito a la garzón, su
amaneramiento, sus hombritos impacientes era perfecta para reemplazar
en mi instrumento al caniche suyo, que terminó haciendo sonar el trián-
gulo con menos gracia que una máquina de café. Yolanda... Sus labios aco-
razonados se habrían desperdiciado simulando tocar algún viento, habrá
pensado usted. Sus pechos saltarines se habrían perdido tras el contraba-
jo. Así que por descarte fue figuranta de viola. Una semana entera nos
encerró a contrahorario en camarines a que le enseñe yo la mímica del ins-
trumento. La pera con gracia sobre la mentonera. El cuello suelto para no
quedar con tortícolis después de ocho horas de fingir. El brazo del arco
despegado del cuerpo. Los dedos en voladizo pulsando la tastiera.
Aprendió de inmediato. Lo de ella eran los gestos. Toda ademán.
Enseguida. No como aquella bestia de Emilia que sacudía el arco de arriba
la suerte de la fea
abajo empuñándolo igual que al atributo suyo según contaban los mozos.
Tenía una facilidad pasmosa. Se le daba. Esas caritas de éxtasis y esos
cabeceos en los allegro. Una promisoria presencia de bulto. Un porte ele-
gante al tirar del arco, un gesto creíble, como de esgrimista al empujarlo,
al clavarlo en algún golpe de nota imaginaria. Acunaba el arco como si real-
mente sonase. Una perfecta ejecutante muda. Al menos en los ensayos.
Fue al subir al escenario que todo cambió. Las miradas. Fueron las mira-
das. ¿Se lo dije? El vértigo de las miradas. Irresistible: se vendió a ellas.
Como el cómico que no puede reprimir el chiste aunque lo saque de libre-
to. Innato. Robaba tablado hambrienta. “Hace más de lo que le pagan” se
burlaban los actores del Apolo que caían de tardecita entre la matinée y la
vermouth. Yolanda actuaba a la música como una verdadera primadonna
del mohín. Una concertista del arrumaco. Al principio fueron los compases
los que la empujaban al gesto, a la expresión, y recalcaba cada uno eli-
giendo entre su abecedario de monerías. Pero al poco tiempo ya no le
alcanzaban los compases y empezó a actuar a cada nota. Un pentagrama
de visajes que la sacudía con gracia sensual, que le hacía estremecer los
muslos apretados por la tafeta del vestido, que le hacía hamacar el pecho
en el escote, y que le iba llenando la cara de trompas, rictus y pucheros
que los hombres compraban rumorosos. Los dedos se movían sobre el
mástil en un baile exuberante, abarrocado. Lo que inventaba en cada pieza
ya no se parecía a la verdad pero la coloreaba, la iluminaba. Cada día me
resultaba más difícil tocar para ella. Si, señor Ferrandís, yo para ella. Como
escuchó. Ella, la figuranta, había dejado finalmente de seguirme, y me obli-
gaba ahora a mi –por conservar mi quincenita miserable— a tratar de
copiar con mis acordes sus contracciones, a intentar volcar desesperada
en las cuerdas aquello que ella pulsaba y que la partitura no contenía: la
expresión de esos dedos, de ese arco, de esa carne, de esa cara. Cada vez
me resultaba más difícil. Imposible. Cada noche ella iba más allá. Cada
aplauso, cada bravo la ganaba y la retorcía más y más. Una contorsión ins-
trumental irreprimible. Y yo allí, sudorosa en el foso frío mirando esas
piruetas e intentando reconciliarlas con la partitura. Hasta aquel viernes,
señor. Aquel viernes que usted recuerda mejor que yo. Aquella noche llu-
viosa en que la fiebre desesperada de alcanzarla me hizo despegar al fin
de la tierra. Volar con ella. Olvidar de una vez por todas la partitura y al
resto de los intérpretes y acompañarla en su alucinación de tics y caran-
toñas y tembleques. Tocando, reproduciendo sobre mis cuerdas lo que sus
manos deliraban sobre su encordado mudo. Escuchando aparecer en la
caja de mi viola esa música insólita y desvergonzada. Esos acordes obs-
cenos. Esa melodía trotona que desató de pronto entre esos hombres
sedientos aquel murmullo imparable de suspiros, de ayes contenidos, ese
mauricio kartún
la suerte de la fea
mauricio kartún
la suerte de la fea
F IN