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En el siglo XXIX: un día de un

periodista norteamericano en
el año 2889
Julio Verne

Los hombres de este siglo XXIX viven en medio de una hechicería continua, sin
parecer darse cuenta de ello; abrumados de maravillas, permanecen fríos e
indiferentes ante las que el progreso les aporta cada día; todo les parece natural; si la
comparasen con el pasado, apreciarían mejor nuestra civilización y se darían cuenta
del camino recorrido. ¡Cuánto más admirables les parecerían nuestras ciudades
modernas, con calles de cien metros de anchas, con casas de trescientos metros de
altura, con la temperatura siempre igual y surcado el cielo por millares de aerocoches
y aerómnibus!
Al lado de estas nuestras ciudades cuya población llega a veces a diez millones de
habitantes, ¿qué eran aquellos villorios, aquellas aldehuelas de hace mil años, aquellos
París, aquellos Londres, aquellos Berlín, aquellos Nueva York, poblaciones mal
aireadas y sucias, por las que circulaban cajas saltonas arrastradas por caballos -así, sí,
caballos; casi parece imposible creerlo!- Si se representasen el defectuoso
funcionamiento de los paquebots y los caminos de hierro, sus frecuentes colisiones y,
al propio tiempo, su lentitud, iqué valor no concederían los viajeros a los aerotrenes, y
sobre todo, a esos tubos neumáticos arrojados a través de los océanos, Y en los cuales
se les transporta con una velocidad de mil quinientos kilómetros por hora! ¿No se
gozaría, finalmente, más del teléfono y del teléfoto diciéndose que nuestros padres se
veían reducidos a aquel aparato antediluviano que llamaban ellos el telégrafo?
¡Cosa extraña! Estas sorprendentes transformaciones reposan sobre principios
perfectamente conocidos de nuestros abuelos, quienes, por decirlo así, no sacaban de
ellos ningún partido; en efecto: el calor, el vapor, la electricidad, son tan viejos como
el hombre; ¿no afirmaban ya los sabios a fines del siglo XIX que la única diferencia
entre las fuerzas físicas y químicas reside en un modo de vibración propio a cada una
de las partículas etéricas?
Toda vez que se había dado ese paso enorme de reconocer el parentesco de todas
esas fuerzas, es verdaderamente inconcebible que haya sido menester tanto tiempo
para llegar a determinar cada uno de los modos de vibración que las diferencian; es
extraordinario, sobre todo, que el medio de pasar directamente de una a otra y de
producir las unas sin las otras, haya sido descubierto tan recientemente.
Así, sin embargo, es como han pasado las cosas; y tan sólo en 2790, hace cien
años, fue cuando el célebre Oswald Nyer llegó a ello.
¡Un verdadero bienhechor de la Humanidad fue este grande hombre! Su invento
genial fue el padre de todos los demás; una pléyade de inventores brotó de ahí hasta
llegar a nuestro extraordinario james Jackson.
A este último es a quien debemos los nuevos acumuladores, que condensan, los
unos, la fuerza contenida en los rayos solares; los otros, la electricidad almacenada en
el seno de nuestro globo, y aquéllos, en fin, la energía procedente de una fuente
cualquiera, saltos de agua, vientos, arroyos y ríos, etc. De él nos viene, igualmente, el
transformador que, obedeciendo a la orden de una sencilla manivela, toma la fuerza
viva en los acumuladores y la devuelve al espacio bajo forma de calor, de luz, de
electricidad, de potencia mecánica, después de haber obtenido el trabajo deseado.
Sí, el día en que fueron imaginados esos dos instrumentos es de cuando data
verdaderamente el progreso; ellos han dado al hombre una potencia casi infinita: sus
aplicaciones no pueden ya contarse.
Al atenuar los rigores del invierno por la restitución del sobrante de los calores
estivales, han revolucionado la agricultura; suministrando la fuerza motriz a los
aparatos de navegación aérea, han permitido al comercio tomar un soberbio impulso;
a ellos se debe la producción incesante de electricidad sin pilas ni máquinas, la luz sin
combustión ni incandescencia, y en fin, esa inagotable fuente de energía que ha
venido a centuplicar la producción industrial.
Pues bien, el conjunto de esas maravillas vamos a encontrarle en un hotel
incomparable -el hotel del Earth Herald- recientemente inaugurado en la 16.828
avenida.
Si el fundador del New York Herald, Gordon Benett, volviese a nacer hoy, ¿qué
diría al ver ese palacio de mármol y de oro, que pertenece a su ilustre nieto Francis
Benett?
Treinta generaciones se han sucedido, y el New York Herald se ha conservado en
esta familia de los Benett; hace doscientos años, cuando el Gobierno de la Unión fue
trasladado de Washington a Centrópolis, el diario siguió al Gobierno -a menos que no
fuera el Gobierno quien siguiese al diario-, y tomó por título Earth Herald.
Y no se crea que haya peligrado bajo la administración de Francis Benett, no; su
nuevo director iba, por el contrario, a darle una potencia y una vitalidad sin iguales,
inaugurando el periodismo telefónico.
Conocíase este sistema, hecho práctico por la increíble difusión del teléfono; todas
las mañanas, en vez de ser impreso, como en los tiempos antiguos, el Earth Herald es
hablado; en una rápida conversación con un reporter, con un hombre político o con un
sabio, es como los abonados se enteran de lo que les interesa o puede interesarles; en
cuanto a los compradores de números sueltos, se sabe que, por algunos céntimos,
conocen el ejemplar del día en innumerables gabinetes fonográficos.
Esta innovación de Francis Benett galvanizó el viejo periódico; en pocos meses su
clientela se elevó a ochenta y cinco millones de abonados, y la fortuna del director se
elevó también, progresivamente, hasta treinta mil millones, rebasados con mucho en
la actualidad; gracias a esta fortuna, Francis Benett ha podido construir su nuevo
hotel, colosal edificio de cuatro fachadas, que mide cada una tres kilómetros, y cuyo
techo se cobijó bajo la bandera setenta y cinco veces estrellada de la Confederación.
A estas horas, Francis Benett, rey de los periodistas, sería el rey de las dos
Américas, si los americanos pudiesen alguna vez aceptar un soberano cualquiera. ¿Lo
dudáis?... Pues sabe que los plenipotenciarios de todas las naciones, y nuestros
mismos Ministros, se atropellan a su puerta, mendigando sus consejos, solicitando su
aprobación, implorando el apoyo de su omnipotente órgano. ¡Contad los sabios a
quienes alienta, los artistas que mantiene, los inventores que suvenciona!
Fatigosa realeza la suya, trabajo sin descanso, y a buen seguro que un hombre de
otros tiempos no habría podido resistir a semejante labor cotidiana; por fortuna, los
hombres de hoy son de constitución más robusta, merced a los progresos de la higiene
y de la gimnástica, que de treinta y siete años han hecho subir el término medio de la
vida humana a sesenta y ocho, merced asimismo a la preparación de los alimentos
asépticos, en espera del próximo descubrimiento del aire nutritivo, que permitirá el
alimentarse... sin más que respirar.
Y ahora, si os place conocer todo lo que lleva consigo la jornada de un director del
Earth Herald, tomaos la molestia de seguirle en sus múltiples ocupaciones, hoy
mismo, el 25 de julio del presente año de 2889.
Francis Benett despertó esta mañana de bastante mal humor; ocho días hace que su
mujer está en Francia, y se encuentra un poco solo. ¿Se creerá? En los diez años que
llevan de casados, es esta la primera vez que Mrs. Edith Benett, la profesional beauty,
se ausenta por tanto tiempo; de ordinario, dos o tres días les bastan para sus frecuentes
viajes a Europa, y más particularmente a París donde va a comprar sus sombreros.
En cuanto despertó Francis Benett hizo funcionar su fonoteléfoto, cuyos hilos
llegan hasta el hotel que posee en los Campos Elíseos.
El teléfono completado por el teléfono; ¡otra nueva conquista de nuestra época! Si
la transmisión de la palabra por medio de las corrientes eléctricas es ya muy antigua,
es sólo de ayer el poder transmitir asimismo la imagen; magnífico descubrimiento, a
cuyo inventor no fue, seguramente, el último en bendecir Francis Benett cuando vio a
su mujer reproducida en un espejo telefótico, a pesar de Ia enorme distancia que de
ella le separaba.
¡Encantadora visión! Un poco fatigada del baile o del teatro de la víspera, Mrs.
Benett se halla todavía en cama; aun cuando en París sea cerca del mediodía, sigue
durmiendo, apoyada en la almohada su hermosa cabeza.
Mas he aquí que se agita... Sus labios tiemblan... ¿Soñará por ventura?... Un
nombre se escapa de su boca: "¡Francis... ¡Mi querido Francis!"
Su nombre, pronunciado por aquella dulce voz, ha mejorado un tanto el humor de
Francis Benett; no queriendo despertar a la linda durmiente, salta con rapidez fuera
del lecho y penetra en su vestidor mecánico.
Dos minutos después, sin haber tenido que recurrir a la ayuda de un criado, la
máquina le depositaba lavado, afeitado, calzado, vestido y abotonado de arriba abajo,
en el umbral de sus oficinas.
La labor cotidiana iba a comenzar.
Donde primeramente penetró Francis Benett fue en la sala de los novelistas-
folletinistas.
Esta sala, muy amplia, se halla cubierta por una cúpula translúcida; en un extremo,
diversos aparatos telefónicos, por medio de los cuales, los cien literatos del Earth
Herald relatan cien capítulos de cien novelas al público aficionado.
Avisando a uno de los folletinistas que tomase cinco minutos de reposo:
-Muy bien, querido -le dijo Francis Benett-; muy bien su último capítulo; la escena
en que la joven aldeana aborda con su galán algunos problemas de filosofía
trascendental, es de una muy fina observación. ¡Nunca han sido mejor pintadas las
costumbres campestres! ¡Continúe y ánimo, mi querido Archibald! ¡Diez mil
abonados nuevos desde ayer, y gracias a usted!
-Mr. John Last -prosiguió, volviéndose hacia otro de sus colaboradores-, ¡estoy
menos satisfecho de usted! ¡No es una novela vívida la suya!
Corre usted demasiado de prisa al final; pues ¿y los procedimientos
documentarlos? ¡No es con una pluma con lo que se escribe en nuestros tiempos, es
con un bisturí! Cada acción, en la vida real, es la resultante de pensamientos fugitivos
y sucesivos, que es preciso especificar con sumo cuidado para crear un ser vivo; y
¡qué cosa más fácil, valiéndose del hipnotismo eléctrico, que desdobla al hombre y
separa sus dos personalidades! ¡Observe la vida, mi querido John Last! Imite usted a
su colega, a quien felicitaba hace un momento; hágase hipnotizador... ¿Eh?... ¿Dice
usted que ya lo hace? ... ¡Pues entonces no es lo bastante, no es lo bastante!
Dada esta leccioncita, Francis Benett prosigue su inspección, y penetra en la sala
de los reporters. Sus mil quinientos reporters, colocados ante un igual número de
teléfonos, comunicaban entonces a los suscriptores las noticias recibidas durante la
noche de los cuatro puntos cardinales; la organización de este incomparable servicio
ha sido muchas veces descrita. Además de su teléfono, cada reporter tiene ante sí una
serie de conmutadores, que le permiten establecer la comunicación con tal o cual línea
telefónica; tienen, pues los abonados, no solamente el relato, sino la vista de los
sucesos; cuando se trata de un suceso pasado ya, en el momento de relatarlo se trans-
miten sus fases principales, obtenidas por medio de la fotografía intensiva.
Francis Benett interpela a uno de los diez reporters astronómicos, servicio éste que
se aumentará con los recientes descubrimientos en el mundo estelar.
-Y bien, Cash, ¿qué ha recibido usted?
-Fototelegramas de Mercurio, de Venus y de Marte, señor.
-¿Interesante este último? ...
-Sí; una revolución en el Imperio Central, en beneficio de los reaccionarios
liberales contra los republicanos conservadores.
-¡Como entre nosotros, entonces! ... ¿Y de Júpiter? ...
-¡Nada aún! ... No conseguimos comprender las señales de los jovianos... ¿No les
llegarán las nuestras? ...
-¡Eso le corresponde a usted y yo le hago responsable de ello, señor Cash!
-respondió Francis Benett, que, muy descontento, se dirigió a la sala de redacción
científica.
Inclinados sobre sus contadores, treinta sabios se absorbían en ecuaciones del
grado noventa y cinco; hasta algunos de ellos se debatían en medio de fórmulas del
infinito algebraico, y del espacio de veinticuatro dimensiones, como un chico de la
escuela con las cuatro reglas de la aritmética.
Francis Benett cayó entre ellos a la manera de una bomba.
-Y bien, señores, ¿qué me dicen? ¿Ninguna respuesta de Júpiter? ... ¡Siempre va a
ser lo mismo! ... Vamos, Corley, después de veinte años que usted huronea en ese
planeta, me parece...
-¡Qué quiere usted, caballero! -respondió el sabio interpelado-. Nuestra óptica deja
aún mucho que desear, y hasta con nuestros telescopios de tres kilómetros...
-¿Oye usted, Peer? -interrumpe Francis Benett dirigiéndose al vecino de Corley-.
¡La óptica deja que desear! Esa es su especialidad, querido. ¡Meta lentes, qué diablos,
meta lentes!
Luego, volviéndose a Corley.
-Pero, a falta de Júpiter, ¿obtenemos al menos algún resultado del lado de la
Luna? ...
-Tampoco, señor Benett, tampoco.
-¡Ah! ¡Esta vez no acusará usted a la óptica! La Luna está seiscientas veces menos
alejada que Marte, con el cual, sin embargo, nuestro servicio de correspondencia se
halla establecido con toda regularidad... ¡No son los telescopios los que faltan! ...
-¡No, pero son los habitantes! -respondió
Corley con una fina sonrisilla de sabio loco del siglo XX.
-¿Se atreve usted a afirmar que la Luna está deshabitada?
-Al menos, señor Benett, en la cara que ella nos presenta; ¿quién sabe si del otro
lado...?
-Pues bien, Corley: hay un medio muy sencillo de asegurarse de ello. . .
-¿Y cuál? ...
-El de dar la vuelta a la Luna.
Y ese día, los sabios de la fábrica Benett investigaron los medios mecánicos que
debían producir la vuelta de nuestro satélite.
Por lo demás, Francis Benett tenía motivos para hallarse satisfecho; uno de los
astrónomos del Earth Herald acababa de determinar los elementos del nuevo planeta
Gandini.
A doce trillones, ochocientos cuarenta y un billones, trescientos cuarenta y ocho
millones, doscientos ochenta y cuatro mil seiscientos veintitrés metros y siete
decímetros, es como este planeta describe su órbita en torno del sol, en quinientos
setenta y dos años, ciento noventa y cuatro días, doce horas, cuarenta y tres minutos,
nueve segundos y ocho décimas de segundo.
Francis Benett quedó encantado ante esta precisión.
-¡Muy bien! -exclamó-. Apresúrese a informar al servicio de reporters; ya sabe
usted con cuánta pasión sigue el público esas cuestiones astronómicas; deseo que la
noticia aparezca en el número de hoy.
Antes de dejar la sala de reporters, Francis Benett se dirigió hacia el grupo especial
de los interviewadores, interpelando al que estaba encargado de los personajes
célebres.
-¿Ha interviewado usted al presidente Wilcox? -preguntó.
-Sí, señor Benett, y en la columna de las informaciones publico que,
decididamente, de lo que padece es de una dilatación del estómago, y que se entrega a
los lavados túbicos más concienzudos.
-Bien ¿y el asunto del asesino Chapmann?... ¿Ha interviewado usted a los jurados
que deben formar el Tribunal?
-Sí, y todos se hallan de acuerdo sobre la culpabilidad, de tal suerte que el asunto
no será siquiera enviado ante ellos; el acusado será ejecutado antes de ser condenado.
-¡Perfectamente! ... ¡Perfectamente!
La sala adyacente, vasta galería de medio kiló- metro de largo, estaba consagrada a
la publicidad; y fácil es de imaginar lo que es la publicidad de un diario como el Earth
Herald; produce, por término medio, tres millones de dólares; merced, por lo demás, a
un ingenioso sistema, una parte de esta publicidad se propaga bajo una forma abso-
lutamente nueva, debida a un privilegio de invención comprado por tres dólares a un
pobre diablo que se murió de hambre.
Consiste en inmensos carteles reflejados por las nubes, y cuya dimensión es tal,
que pueden ser vistos desde toda una región. En aquella galería, mil proyectores
estaban, sin cesar, ocupados en enviar a las nubes, que los reproducían en color, esos
anuncios verdaderamente desmesurados.
Pero este día, cuando Francis Benett entró en la sala de publicidad, vio que los
mecánicos estaban cruzados de brazos al lado de sus proyectores inactivos; se
informa... Por toda respuesta se le muestra el cielo, de un azul purísimo.
-Sí ... hermoso tiempo -murmuró-. Y ninguna publicidad aérea posible... ¿Qué
hacer? Si no se tratase más que de lluvia, podría producirse; pero no es lluvia, son
nubes lo que nos hace falta ...
-Sí, hermosas nubes, bien blancas -respondió el mecánico jefe.
-Pues bien, señor Samuel Mark, se dirigirá usted a la redacción científica, servicio
metereológico, y le dirá de mi parte que se ocupe activamente en la cuestión de las
nubes artificiales; ¡no se puede, realmente, estar así, a merced del buen tiempo!
Después de haber dado fin a la inspección de las diversas ramas del periódico,
Francis Benett pasó al salón de recepción, donde le aguardaban los embajadores y
ministros plenipotenciarios acreditados cerca del Gobierno americano, y que iban en
busca de los consejos del omnipotente director.
En el momento de penetrar Francis Benett en el salón, se discutía con bastante
animación y vivacidad.
-Perdóneme vuestra excelencia -decía el Embajador de Francia al Embajador de
Rusia-, pero no veo que haya nada que cambiar en el mapa de Europa; ¡el Norte para
los eslavos, sea; pero el Mediodía para los latinos! ¡Nuestra común frontera del Rhin
me parece excelente! Por lo demás, sépalo, mi gobierno resistirá a cualquier empresa
que se intente contra nuestras prefecturas de Roma, de Madrid y de Viena.
-¡Bien dicho! -dijo Francis Benett interviniendo en el debate-. ¿Cómo, señor
Embajador de Rusia, no está usted satisfecho de su vasto Imperio, que desde las
orillas del Rhin se extiende hasta las fronteras de la China; un Imperio cuyo inmenso
litoral bañan el Océano Glacial Ártico, el Atlántico, el Mar Negro, el Bósforo, el
Océano Indico? Y luego, ¿a qué esas amenazas? ¿Es posible la guerra con los
inventos modernos, esos obuses asfixiantes, que se envían a distancias de cien
kilómetros, esas chispas eléctricas, de veinte leguas de largas, que pueden de un solo
golpe, reducir a la nada a todo un cuerpo de ejército, y esos proyectiles que se cargan
con los microbios de la peste, del cólera, de la fiebre amarilla, y que destruirían una
nación entera en pocas horas?
-Ya lo sabemos, señor Benett -respondió el Embajador de Rusia-, pero no siempre
puede hacerse lo que se quiere... Empujados nosotros mismos por los chinos sobre
nuestra frontera oriental, necesitamos, cueste lo que cueste, intentar algún esfuerzo
hacia el Oeste...
-¿No es más que eso, señor? -repuso Francis Benett en tono protector-. Pues bien:
ya que la prolificidad china constituye un peligro para el mundo, pasaremos sobre el
Hijo-del Cielo; será menester que imponga a sus súbditos un máximo de natalidad,
que no puedan rebasar bajo pena de muerte. ¿Que hay un niño más? ... ¡Pues un padre
de menos! Así se compensará... ¿Y usted, caballero -dijo el director del Earth Herald,
dirigiéndose al cónsul de Inglaterra-, ¿qué puedo hacer en su servicio?
-Mucho, señor Benett -respondió aquel personaje-. Bastaría con que su periódico
quiera emprender una campaña en nuestro favor...
-¿Y a propósito de qué? ...
-Sencillamente, para protestar contra la anexión de Gran Bretaña a los Estados
Unidos.
-¡Así, sencillamente! -exclamó Francis Benett, encogiéndose de hombros-. ¡Una
anexión que tiene ya ciento cincuenta años!... Pero ¿no se resignarán nunca los
señores ingleses a que, por un justo retorno de las cosas de aquí abajo, su país se haya
convertido en colonia americana?. . . ¡Eso es una locura! ¿Cómo ha podido creer su
gobierno que iba yo a emprender esta antipatriótica campaña? ...
-Señor Benett la doctrina de Monroe es que la América es para los americanos,
pero nada más que la América y no ...
-Pero Inglaterra no es más que una de nuestras colonias, caballero, una de las más
hermosas. No cuenten ustedes con que consintamos nunca en devolverla.
-¿Rehúsa usted?
-Rehúso, y si insiste, haremos nacer un casus belli nada más que sobre la interview
de uno de nuestros reporters.
-¡Esto es, pues, el acabóse! -murmuró el cónsul inglés aplanado-. El Reino Unido,
el Canadá y la Nueva Bretaña son de los americanos; las Indias son de los rusos;
Australia y Nueva Zelandia son de sí mismas... De todo lo que en otro tiempo fue
Inglaterra, ¿qué nos queda? ... ¡Nada ya!
-¿Cómo nada? -replicó Francis Benett-. ¿Y Gibraltar? ...
Las doce daban en aquel instante.
El director de Earth Herald, dando fin a la ausencia con un gesto, dejó el salón, se
sentó en un sillón móvil y llegó en pocos minutos a su comedor, situado a un
kilómetro de allí, en la extremidad del hotel.
La mesa está preparada y Francis Benett toma asiento ante ella. Al alcance de su
mano se hallan dispuestas una serie de espitas, y ante él se encuentra la luna de un
fonoteléfoto, sobre la cual aparece el comedor de su hotel de París.
A pesar de la diferencia de horas, Mr. y Mrs. Benett se han puesto de acuerdo para
almorzar al mismo tiempo; nada tan hermoso como encontrarse así, frente a frente, a
pesar de la distancia, verse y hablarse por medio de los aparatos fonotelefóticos.
Pero en este momento la habitación de París está vacía.
-¡Se habrá retrasado Edith! -díjose Francis Benett-. ¡Oh, la exactitud de las
mujeres! Todo progresa excepto eso...
Y haciendo esta justísima reflexión, dio la vuelta a una de las espitas.
Como todas las personas de su posición, en esta época, Francis Benett,
renunciando a la cocina doméstica, es uno de los abonados de la gran "Sociedad de
alimentación a domicilio". Esta sociedad distribuye, por medio de una red de tubos
neumáticos, manjares de mil clases; el sistema, indudablemente, es costoso, pero la
cocina es mejor, y tiene además la ventaja de que suprime la raza horripilante de los
cocineros de ambos sexos.
Francis Benett almorzó, por consiguiente, solo, no sin algún pesar; estaba
terminando de tomar el café, cuando Mrs. Benett, entrando en su casa, apareció en la
luna del teléfoto.
-¿De dónde vienes, mi querida Edith? -preguntó Francis Benett.
-¡Cómo! -respondió Mrs. Benett-. ¿Ya has acabado? ... ¿Me he retrasado
entonces?... ¿Qué de dónde vengo?.... Pues de casa de mi modista... ¡Hay este año
sombreros maravillosos! En realidad, más bien que sombreros son cúpulas... ¡Y me
habré distraído un poco!...
-Un poco, sí, querida... Tanto que ya ves, he terminado mi almuerzo...
-Pues bien: vete, amigo mío, ve a tus ocupaciones -respondió Mrs. Benett-. Tengo
todavía que hacer una visita a mi costurero-modelador.
Y ese costurero era nada menos que el célebre Wormspire, aquel que tan
juiciosamente ha dicho: "La mujer no es más que una cuestión de formas".
Francis Benett besó la mejilla de Mrs. Benett, en la luna del teléfono, y se dirigió
hacia la ventana, donde le aguardaba su aerocoche.
-¿Dónde va, señor? -preguntó el aerocoachman.
-Veamos... Tengo tiempo -respondió Francis Benett-. Llévame a mis fábricas de
acumuladores del Niágara.
El aerocoche, máquina admirable, fundada sobre el principio de más pesado que el
aire, se lanzó a través del espacio, a razón de seiscientos kilómetros por hora.
Bajo él desfilaban las ciudades, con sus aceras movibles, que transportan a los
transéuntes a lo largo de las calles, y los campos recubiertos como de una tela de
araña, con la red de hilos eléctricos.
En media hora llegó Francis Benett a su fábrica del Niágara, en la cual, después de
haber utilizado la fuerza de las cataratas para producir la energía, la vende, o la
alquila, a los consumidores.
Luego, una vez terminada su visita, regresó por por Filadelfia, Boston y Nueva
York a Centrópolis, donde su aerocoche le dejó a las cinco.
Había una verdadera muchedumbre en la sala de espera del Earth Herald,
esperando el regreso de Francis Benett para la audiencia diaria que concede a los
solicitantes. Eran éstos inventores en busca de capitales y agentes de negocios, propo-
niendo operaciones excelentes todas, a juicio suyo; entre esas diversas proposiciones
hay que hacer una selección, rechazando las malas, sometiendo a examen las dudosas
y acogiendo las buenas.
Francis Benett despidió rápidamente a todos aquellos que no aportaban más que
ideas inútiles o impracticables.
¿No tenía el uno la pretensión de hacer revivir la pintura, ese arte caído en tal
desuso, que el Angelus de Millet acababa de ser vendido en quince francos; debido
esto a los progresos de la fotografía en colores, inventada a fines del siglo XX por el
japonés Aruziswa-Riochi-Nichome-Samjukamboz-Kio-Basg-ki-Kú, cuyo nombre ha
llegado a ser tan fácilmente popular?
¿No afirmaba el otro haber encontrado el bacilo biógeno, que debía hacer al
hombre inmortal, después de introducido en el organismo humano?
¿No acababa éste, un químico, de descubrir un cuerpo nuevo, el Nihilium, cuyo
gramo no costaba más que tres millones de dólares?
¿No tenía el otro, un audaz médico, la pretensión de poseer un específico contra el
reuma del cerebro?
Todos estos soñadores fueron prontamente despachados.
Algunos otros recibieron mejor acogida, y primeramente un joven, cuya frente,
amplia y despejada, revelaba viva inteligencia.
-Caballero -dijo- si en otro tiempo se contaban setenta y cinco cuerpos simples, ese
número se ha reducido hoy, como usted sabe, a tres.
-Perfectamente -respondió Francis Benett.
-Pues bien, caballero: yo estoy a punto de reducir esos tres a uno solo; si no me
falta el dinero, dentro de algunas semanas lo habré conseguido.
-¿Y entonces? ...
-Entonces, señor mío, habré sencillamente determinado el absoluto.
-¿Y la consecuencia de ese descubrimiento?.
trumentos que registran las oscilaciones y trepidaciones del suelo.
-Excelente... ¿Y el apetito? -¡Hum!
-Sí, el estómago... ¡No marcha bien el estómago! ... ¡Envejece el estómago! ...
Decididamente, va a ser preciso ponerle uno nuevo.
-Ya veremos -respondió Francis Benett-, entretanto, doctor, va usted a comer
conmigo.
Durante la comida se estableció la comunicación fonotelefótica con París; esta vez,
Mrs. Benett estaba ante su mesa, y la comida estuvo salpicada con las agudezas del
Dr. Sam; fue encantadora.
Luego, una vez terminada:
-¿Cuándo piensas volver a Centrópolis, mi querida Edith? -preguntó Francis
Benett.
-Voy a partir al instante.
-¿Por el tubo, o por el tren aéreo?
-Por el tubo.
-¿Cuándo estarás aquí?
-A las once y cincuenta y nueve de la noche.
-¿Hora de París?
-No, no; hora de Centrópolis.
-Hasta luego, pues y, sobre todo, no pierdas el tubo.
Estos tubos submarinos, por los que se viene de Europa en doscientos noventa y
cinco minutos son, en efecto, infinitamente preferibles a los trenes aéreos, que no
andan sino mil kilómetros por hora.
Habiéndose retirado el doctor, después de haber prometido volver para asistir a la
resurrección de su colega Nathaniel Faithburn, Francis Benett, queriendo despachar
sus cuentas del día, pasó a su gabinete.
Operación verdaderamente enorme, cuando se trata de una empresa cuyos gastos
diarios se elevan a ochocientos mil dólares; por fortuna, los progresos de la mecánica
moderna facilitan, de manera singular, esta clase de trabajo; con la ayuda del piano-
contador-eléctrico, pronto dejó Francis Benett terminada su tarea.
Era tiempo; apenas había golpeado la última tecla del aparato totalizador, cuando
su presencia era reclamada en el salón de la experiencia. Dirigióse allí en seguida,
siendo acogido por un numeroso cortejo de sabios, a los que se había unido el Dr.
Sam.
El cuerpo de Nathaniel Faithburn estaba allí, en su caja, colocada en medio de la
sala.
Funciona el teléfoto; el mundo entero va a poder seguir las diversas fases de la
operación.
Se abre el féretro... Sácase de él a Nathaniel Faithburn... Sigue hecho una momia,
amarillo, duro, seco; resuena como una tabla... Se le somete al calor... A la
electricidad... Ningún resultado... Se le hipnotiza... Se le sugestiona.. . Nada es capaz
de sacarle de aquel estado ultracataléptico.. .
-¿Y bien, doctor Sam?... -pregunta Francis Benett.
El doctor se inclina sobre el cuerpo, y le examina con la más viva atención.
Introdúcele, por medio de una inyección hipodérmica, unas cuantas gotas del famoso
elixir Brown-Séquard, que está todavía de moda... La momia sigue tan momificada
como antes.
-Pues bien -responde el Dr. Sam-, creo que la invernación ha sido demasiado
prolongada... -¡Ah, ah! ...
-Y que Nathaniel Faithburn está muerto.
-¿Muerto?
-Tan muerto como se puede estar...
-¿Y desde cuándo?
-¿Desde cuándo? -responde el doctor Sam-. Pues... desde hace cien años; es decir,
desde que tuvo la desdichada idea de hacerse congelar por amor de la ciencia.
-Entonces -dijo Francis Benett-, se trata de un método que necesita ser
perfeccionado.
-Perfeccionado, esa es la palabra -dijo el Dr. Sam, en tanto que la comisión
científica de invernación se llevaba su fúnebre fardo.
Francis Benett, seguido por el Dr. Sam, se volvió a su habitación, y como parecía
hallarse muy fatigado, tras una jornada tan bien empleada, el doctor le aconsejó
tomase un baño antes de acostarse.
-Tiene, usted razón, doctor; eso me entonará. -Entonces, señor Benett, si usted
quiere, mandaré que lo preparen al salir.
-Es inútil, doctor; siempre hay un baño preparado-en el hotel, y ni siquiera tengo
que tomarme la molestia de salir de mi habitación; sin más que oprimir este botoncito,
la bañera va a ponerse en movimiento, y usted la verá presentarse sola, con el agua a
la temperatura de treinta y siete grados.
Francis Benett acababa de apretar el botón; percíbese un ruido sordo, que va en
aumento... En seguida, se abre una de las puertas y aparece la bañera, deslizándose
sobre sus rieles...
¡Cielos!...
En tanto que el Dr. Sam se cubre la cara, leves gritos de pudor alarmado se escapan
de la bañera...
Llegada media hora antes al hotel por el tubo transoceánico, Mrs. Benett se
encontraba dentro.. .
Al día siguiente, 26 de julio de 2889, el director del Earth Herald comenzaba de
nuevo su paseo de veinte kilómetros a través de sus oficinas, y al llegar la noche,
cuando su totalizador hubo operado, arrojó como beneficio de aquel día doscientos
cincuenta mil dólares; cincuenta mil más que el día anterior.
¡Un bonito oficio, el oficio de periodista a fines del siglo veintinueve!

FIN

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