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Peter Stone Oliver La
Peter Stone Oliver La
Como muestran estas ilustraciones, hacia finales del siglo xix las
naciones europeas ampliaron enormemente sus imperios. En 1878 los
europeos y sus antiguas colonias dominaban el 67 por ciento de la
superficie de la Tierra; en 1914, y resulta pasmoso, un 84 por ciento.
En el último tercio del siglo estallaron las luchas laborales más
sangrientas de la historia de la nación. En 1877, con el apoyo de toda la
clase trabajadora, una huelga de empleados ferroviarios paralizó la mayor
parte de los trenes del país. Los capitalistas, obsesionados con el recuerdo
de los revolucionarios fundadores de la Comuna de París de 1871, vieron
cómo sus peores pesadillas se hacían realidad cuando en varias ciudades
importantes como Chicago y San Luis los trabajadores declaraban huelgas
generales que tenían un amplio seguimiento. En Washington el periódico
The National Republican publicó un editorial titulado «La comuna
americana» que decía: «Es obvio y manifiesto que en América las ideas
comunistas están muy difundidas entre los trabajadores de minas, fábricas
y ferrocarriles». La huelga de ferroviarios era, «cuando menos,
comunismo de la peor calaña». Y no solo era «ilegal y revolucionaria, sino
también antiamericana».[25] The Republican, el periódico más vendido de
San Luis, estaba de acuerdo: «Es un error llamarla huelga: es una
revolución».[26] Cuando las milicias locales se mostraron incapaces de
sofocar las revueltas, o no quisieron hacerlo, el presidente Rutherford B.
Hayes, que debía en parte su elección a los magnates del ferrocarril,
mandó al ejército. La batalla campal posterior se saldó con cien
trabajadores muertos y una nación amargamente dividida.
Harry Truman (aquí a los trece años) superó una infancia complicada
que acabó dejando huella. Siempre se esforzó por conseguir el afecto de su
tosco padre. Se vio obligado a llevar gafas con cristales de culo de vaso y
no podía practicar deporte ni complicarse en ninguna pelea con otros
chicos, que se metían con él. «La verdad es que yo era un poco mariquita»,
recordaría.
Tras elaborar una lista de potenciales candidatos a la vicepresidencia,
esas personas eligieron para sustituir a Wallace al mediocre senador por
Misuri Harry Truman, y lo eligieron no porque destacara por algo en
especial, sino porque como senador había resultado lo bastante inocuo
para no hacerse ningún enemigo y se podía contar con que no haría
demasiado ruido. Tenía pocos —o ninguno— de los atributos necesarios
para liderar Estados Unidos y el mundo en los complicados tiempos que se
avecinaban, cuando habría que tomar decisiones que cambiarían el curso
de la historia. Su llegada a la presidencia, como gran parte de su carrera,
fue por tanto consecuencia de pactos bajo cuerda de los corruptos caciques
del Partido Demócrata.
Aunque Harry Truman dejó el cargo con tan escasa valoración
ciudadana que solo ha conseguido acercársele George W. Bush, en la
actualidad se le recuerda casi como un gran presidente al que
rutinariamente elogian tanto demócratas como republicanos. Cuando la
revista Time le preguntó por su «hombre del siglo», la exconsejera de
Seguridad Nacional y secretaria de Estado Condoleezza Rice, de quien
George W. Bush dijo que le había «enseñado todo lo que sabía» de la
Unión Soviética, le citó a él.[19] Algunos historiadores han caído en la
misma trampa; aunque ninguno como David McCullough, cuya
hagiografía le valió el premio Pulitzer.
Pero el auténtico Harry Truman es mucho más interesante que la
fantasía creada por McCullough. Truman superó una infancia complicada
que acabó dejando huella. Creció en la granja de su familia en Misuri y
siempre se esforzó por conseguir el afecto de su padre. John Peanuts
[«Cacahuetes»] Truman medía poco más de uno setenta y disfrutaba
enzarzándose en trifulcas con hombres mucho más corpulentos que él,
para demostrar de lo que era capaz. De sus hijos esperaba la misma dureza
y la encontró en Vivian, el hermano pequeño de Harry. Este, sin embargo,
tenía hipermetropía y estaba por tanto condenado a llevar gafas con
cristales gruesos, de culo de vaso, y, por eso mismo, a no practicar deporte
ni implicarse en ninguna pelea con otros chicos. «Cuando empezaban los
empujones y los revolcones, me daba miedo que me dieran un puñetazo en
las gafas —contaría más tarde—. La verdad es que yo era un poco
mariquita».[20] Se metían con él, abusaban, le llamaban «cuatro ojos» y
«mariquita», y a la salida del colegio le perseguían. Para empeorar las
cosas, cuando llegaba a su casa, tembloroso y sin aliento, a su madre no se
le ocurría otra cosa que consolarle diciéndole que no tenía por qué
preocuparse, que, de todas formas, antes de que naciera, ella y su padre
esperaban una niña. En 1912 describió cierto incidente en una carta:
«Suena muy femenino, ¿a que sí? Mamá dice que, de todas formas,
querían una niña. Me da mucha rabia cuando me llaman así, pero supongo
que en parte es cierto». Más tarde reflexionó: que le llamen «mariquita»,
se dijo, «es duro para un niño. Hace que me sienta solo y que tenga
complejo de inferioridad. Y cuesta superarlo».[21] No es de extrañar que
las cuestiones de género lo atormentaran durante años. Aludía con
frecuencia a sus rasgos y atributos femeninos. Finalmente demostraría que
no solo no era ningún mariquita, sino que era capaz de plantar cara al
mismísimo Stalin y demostrarle quién mandaba más.
Truman pasó también por dificultades económicas. Aunque era buen
estudiante y tenía cierto interés por la historia, no pudo ir a la universidad
por circunstancias familiares. Tras graduarse en el instituto, estuvo dando
tumbos una buena temporada antes de volver a la granja de sus padres a
trabajar. Más tarde se embarcó en tres negocios y los tres se fueron a
pique. No consiguió nada reseñable hasta que prestó servicio en la Primera
Guerra Mundial. Le enviaron a Francia y combatió con valentía y honor.
Su última aventura como empresario, una mercería que acabó cerrando
en 1922, le dejó, con treinta y ocho años, con una esposa que mantener y
escasas perspectivas de futuro. Fue entonces cuando Tom Pendergast, uno
de los caciques del Partido Demócrata, le planteó presentarse a las
elecciones al juzgado del condado de Jackson. Durante la campaña mandó
un cheque de diez dólares al Ku Klux Klan —siempre fue intolerante y
antisemita—, pero le impidieron afiliarse porque se negó a prometer que
no contrataría a más trabajadores católicos.[22]
Fue en cambio leal miembro del famoso aparato de Pendergast durante
la década de los veinte y primeros años treinta. Pese a ello, en 1933 tenía
la sensación de que no iba a ninguna parte y la víspera de su cuadragésimo
noveno cumpleaños se dijo: «Mañana cumplo cuarenta y nueve años, pero
teniendo en cuenta lo que he hecho en la vida, bien podrían quitarme el
“cuarenta”».[23] Al año siguiente, cansado del aparato del partido y
cuando sopesaba muy seriamente la idea de volver a la granja familiar, el
Boss Pendergast le escogió para la candidatura al Senado —el «Jefe» se la
había propuesto antes a otras cuatro personas y las cuatro la habían
rechazado— y consiguió que saliera elegido. Cuando le preguntaron por
qué se había decantado por alguien tan poco cualificado como Truman,
Pendergast contestó: «Quería demostrar que con una maquinaria bien
engrasada se puede colocar en el Senado a cualquier chupatintas».[24] Sus
colegas del Capitolio lo miraban por encima del hombro: «el senador de
Pendergast», le llamaban. Pero aunque la mayoría le daba de lado, él se
esforzó por lograr el respeto de todos. Y lo consiguió en su segunda
legislatura.
Paul Tibbets (en el centro, con pipa), piloto del Enola Gay , con su
tripulación.
El 6 de agosto a las 2.45 horas de la madrugada, tres bombarderos B-
29 despegaron de la isla de Tinián, en el archipiélago de las Marianas,
rumbo a Japón, que se encontraba a más de dos mil kilómetros. El avión
que lideraba la formación, el Enola Gay , transportaba una bomba de
uranio, Little Boy , que explotó a las 8.15 de la mañana con una potencia
hoy estimada en dieciséis kilotones de TNT. Los habitantes de Hiroshima
—trescientos mil civiles, cuarenta y tres mil militares, cuarenta y cinco
mil trabajadores esclavos coreanos y varios miles de norteamericanos de
origen japonés, en su mayoría niños cuyos padres estaban recluidos en
Estados Unidos— daban comienzo a su jornada. El blanco era Aoi, un
puente en forma de «T» próximo al centro de la ciudad. A pesar de su
puerto y de que en ella se encontraba el segundo cuartel general del
ejército, Hiroshima no había sido considerada un objetivo militar
prioritario en anteriores bombardeos. La bomba destruyó por completo un
área de aproximadamente seis kilómetros de diámetro. Al ver desaparecer
la ciudad ante sus ojos, la tripulación del Enola Gay se quedó horrorizada.
El piloto, Paul Tibbets, que había bautizado el avión con el nombre de su
madre, describió la escena que transcurría a sus pies: «El hongo gigante de
color púrpura se había elevado ya hasta una altura de unos quince mil
metros, cinco mil por encima de nuestra propia altitud, y seguía subiendo
como un horrible ser vivo en ebullición. Más espantoso aún era mirar a
tierra. Brotaban incendios por todas partes, entre una masa turbulenta de
humo con aspecto de burbujas de alquitrán hirviendo».[116] En otra
ocasión, reflexionó: «Si Dante hubiera ido con nosotros en aquel avión,
habría sentido escalofríos. La ciudad que tan nítida había aparecido ante
nuestros ojos bajo el sol pocos minutos antes se había convertido en un feo
manchurrón. Había desaparecido completamente bajo aquella horrible
cortina de fuego y humo». Bob Caron, el artillero de cola, comentó que era
como «ver el infierno». Robert Lewis, el copiloto, anotó en el diario de
vuelo: «¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?».[117]
El radio, Abe Spitzer, observó la explosión desde uno de los aviones
escolta, el Great Artiste , y creyó que tenía alucinaciones. Suya es la
descripción más gráfica y aterradora de lo que las tripulaciones vieron
aquel día, y merece la pena citarla ampliamente:
A nuestros pies, casi hasta donde abarcaba la vista, se extendía un gran
incendio, un incendio como no habíamos visto nunca. Tenía una docena de
colores y todos nos obligaban a cerrar los ojos. Más colores de los que yo
imaginaba que existieran. Y en el centro, más brillante que cualquier otra
cosa, una gigantesca bola de fuego que parecía más grande que el sol. En
realidad, teníammos la impresión de que, sin saber cómo, el sol se había
caído del cielo y tras tocar el suelo empezaba a ascender otra vez,
directamente hacia nosotros, muy deprisa.
Al mismo tiempo, esa bola se dispersaba hasta cubrir toda la ciudad.
La bola estaba envuelta por todos lados, semioculta bajo una gruesa e
impenetrable columna de humo blanquecino que se extendía hasta la falda
de los montes que rodeaban la ciudad y estallaba y se elevaba hacia
nosotros a una velocidad inconcebible.
La nave volvió a dar un bandazo. Oímos explosiones; como de cañones
gigantes que nos disparasen desde todas direcciones alcanzándonos.
La luz púrpura cambió de color y se volvió azul verdoso con bordes
amarillentos, y, por debajo de la bola de fuego, como un sol vuelto del
revés, el humo, que parecía seguirla, avanzando hacia nosotros a una
velocidad inconcebible —aunque a nosotros, al mismo tiempo, no nos lo
pareciera— y alejándose de lo que quedaba de la ciudad.
De repente, nos encontramos a la izquierda de la columna de humo,
que continuaba elevándose hacia el cielo, hasta alcanzar una altura
estimada, según supe después, de dieciocho mil metros. Parecía una
especie de inmenso poste que se iba estrechando hacia el cielo y alcanzaba
la estratosfera. Más tarde, los científicos nos dijeron que creían que dicha
columna tenía siete u ocho kilómetros de diámetro en la base y unos dos
kilómetros o algo más en su parte alta.
Mientras observaba, hipnotizado por aquella visión, la columna de
humo iba cambiando de color. De blanquecina pasó primero a ser marrón,
luego ámbar y luego los tres colores a la vez, mezclándose en un arco iris
brillante y en ebullición. Por un segundo pareció que perdería furia, pero
casi de inmediato una especie de champiñón salió a borbotones de su parte
alta y se elevó hasta una distancia que según algunos llegó a los veinte mil
o veintidós mil metros [...]. Toda la columna hervía y borboteaba, y la
parte alta del hongo estallaba en todas direcciones, como olas gigantes en
una tempestad.
Y entonces, de pronto, el hongo se desprendió de la columna como si
lo hubieran cortado con una espada muy afilada y siguió subiendo. Hasta
dónde llegó no lo sé; nadie lo supo entonces ni lo sabe ahora. No aparece
en ninguna fotografía y ninguno de nuestros aparatos de medición lo
registró con exactitud. Los hay que dicen que llegó hasta los veinticinco
mil metros de altitud, algunos que hasta treinta mil, otros que incluso más
[...]. Después, otro hongo, más pequeño, se separó de la columna a
borbotones.[118]
Spitzer oyó decir a alguien: «Me pregunto si no estaremos enredando
con asuntos que no son de nuestra incumbencia».[119]
En tierra, el panorama era muy distinto, y mucho más desolador que en
ningún sitio en el hipocentro de la explosión, donde la temperatura superó
los cinco mil grados. La bola de fuego asó a sus víctimas en una fracción
de segundo convirtiéndolas «en bultos carbonizados y humeantes con los
órganos internos reducidos por ebullición».[120] Decenas de miles de
personas murieron instantáneamente. Se calcula que hacia finales de año
habían muerto ciento cuarenta mil y en 1950, doscientas mil. Estados
Unidos informó oficialmente de que solo murieron tres mil doscientos
cuarenta y tres soldados japoneses. Entre las víctimas de Hiroshima había
aproximadamente un millar de ciudadanos norteamericanos de origen
japonés, en su mayoría de segunda generación, y veintitrés prisioneros de
guerra, algunos de los cuales no fallecieron con la explosión pero luego
fueron apaleados hasta la muerte por los supervivientes.
Jimmy Carter y Leónidas Breznev firmando el SALT II. Pese a que fue
anunciado a bombo y platillo, ese tratado solo fue un éxito a medias,
porque permitía que los arsenales nucleares de Estados Unidos y la URSS
siguieran aumentando, aunque fuera a menor ritmo.
Es complicado valorar, sin embargo, si los comentarios de Carter sobre
Vietnam eran francos. Representaban, claramente, una saludable
desviación de las disculpas de anteriores y posteriores presidentes. Pero tal
vez solo fueran una medida destinada a que pareciera mucho más
progresista de lo que en realidad era o de lo que su currículum como
presidente a la postre sugeriría. En 1976 respondió en campaña a la
pregunta de un periodista sobre Vietnam del siguiente modo: «Yo pedí la
retirada total [en marzo de 1971]», tras haber adoptado previamente, en la
línea de los senadores del Sur, una postura favorable al conflicto. En
agosto de ese mismo año escribió una columna manifestando que había
apoyado el despliegue inicial en Vietnam «para combatir la agresión
comunista», pero en esos momentos, puesto que Estados Unidos no iba «a
hacer lo necesario para vencer», era hora de volverse a casa. Al año
siguiente apoyó el bombardeo y el minado de puertos e instó a los
norteamericanos a «prestar apoyo y respaldo al presidente Nixon»
estuvieran o no de acuerdo con su decisión. Incluso en abril de 1975,
cuando Saigón estaba a punto de caer ante los comunistas y sus
partidarios, dijo ante los periodistas que defendía la concesión de
quinientos o seiscientos millones de dólares en ayuda militar para
contribuir a estabilizar la situación un año más.[37]
Por tanto, es posible que Carter nunca fuera tan progresista en política
exterior como algunos presumen. No obstante, irritó a muchos halcones
del CPD al escoger a Paul Warnke, un «blando», como director de la Arms
Control and Disarmament Agency, al designar al afroamericano Andrew
Young, alcalde de Atlanta, como embajador en la ONU y al sumarse, al
menos al principio, al pragmatismo y el apego a la norma de Cyrus Vance
y con su compromiso con la disuasión frente al tóxico anticomunismo de
Brzezinski. Y eso le permitió conseguir ciertos éxitos: renegociar el
Tratado del Canal de Panamá y, en 1978, contribuir a los Acuerdos de
Camp David —que condujeron a la retirada de Israel del territorio de
Egipto conquistado en la guerra de 1967 y a la reanudación de las
relaciones diplomáticas entre ambos países—. Además, hizo grandes
avances en el control de armas. Warnke negoció el SALT II con los
soviéticos, ordenó la reducción del número de aviones y misiles nucleares
y contribuyó a convencer a Carter de que resistiera las presiones del
Pentágono para fabricar el bombardero B-1. Pese a que fue anunciado a
bombo y platillo en junio de 1979, sin embargo, el SALT II solo fue un
triunfo a medias que permitió que ambos países continuasen acrecentando
sus arsenales, aunque, eso sí, a menor ritmo. Permitía, por ejemplo, que
ambos países pudieran disponer de otras cuatro mil cabezas nucleares más
en 1985 y desplegar un nuevo sistema de defensa durante sus cinco años
de validez. El CPD lo denunció afirmando que daría a los soviéticos
«superioridad estratégica» y abriría «una puerta vulnerable».[38] Sus
miembros pedían un aumento importante de los presupuestos de defensa y
defensa civil. Gracias a los trescientos mil dólares de financiación de la
Scaife Foundation para el CPD, los que rechazaban el SALT II superaban a
los que lo defendían en una proporción de quince a uno.
Pero la falta de experiencia de Carter en política exterior se volvería en
su contra y su creciente confianza en Brzezinski y otros halcones iría
empañando progresivamente su agenda y dejando su estrategia de
gobierno a merced de los ortodoxos de la Guerra Fría. Brzezinski instituyó
rápidamente un cambio significativo en el procedimiento que le permitía
ejercer una influencia desmesurada en el presidente. Si hasta entonces era
un alto oficial de la CIA el encargado de informar diariamente al
presidente, el nuevo consejero de Seguridad Nacional lo haría a partir de
ese momento y, además, sin que ninguna otra persona estuviera presente.
«Desde el primer día de Carter en el cargo —escribió—, insistí en que el
informe de inteligencia de todas las mañanas tenía que dárselo yo
personalmente al presidente y nadie más. La CIA quería que me
acompañara un oficial, pero yo pensé que eso nos inhibiría, evitando una
conversación sin tapujos». Brzezinski hizo caso omiso de las objeciones
de Turner.[39]
En sus memorias, Brzezinski desveló el deliberado y sistemático
proceso mediante el cual moldeó el pensamiento de Carter en política
exterior:
En realidad, a la hora del informe matinal tocábamos las bases de la
política exterior y yo aguijoneaba al presidente para que reflexionase
sobre los problemas que a mi juicio necesitaban más atención. También
trazábamos las líneas básicas y —especialmente en sus primeros meses de
presidencia— debatíamos en profundidad asuntos conceptuales o
estratégicos. Resultó particularmente importante al principio, porque fue
entonces cuando definimos nuestros objetivos en un sentido amplio y
establecimos las prioridades. De vez en cuando, además, yo aprovechaba
aquellas sesiones para sugerirle los puntos en que debía incidir en sus
intervenciones públicas y también posibles fórmulas y maneras de hablar.
Tenía una memoria prodigiosa para recordar expresiones. Con frecuencia
me sorprendía, y asombraba, que, después de uno de aquellos informes
recurriera, en alguna rueda de prensa o aparición pública, a casi las
mismas palabras que los dos habíamos empleado horas antes.
Aunque afirmaba ser poco más que el ventrílocuo de Carter, en
realidad Brzezinski diseñó los pasos a seguir para asegurarse de que sus
lecciones calaban. Además de esas conversaciones diarias, empezó a
mandarle al presidente un informe semanal del NSC con la intención de
que fuera «un documento estrictamente privado y personal para el
presidente». Solía empezar con una introducción del propio Brzezinski en
que comentaba «en tono desenvuelto las medidas del gobierno, alertaba de
posibles dificultades, trasladaba en alguna ocasión ciertas críticas e
intentaba transmitir una perspectiva global».[40]
Brzezinski se daba cuenta de que, a veces, Carter disentía de su
análisis y esos informes le «irritaban». Pero los archivos del gobierno
demuestran que su obsesivo anticomunismo —se jactaba de ser «el primer
polaco en trescientos años con poder suficiente para hacerles daño a los
rusos»— fue haciendo mella y que Carter acabó por adoptar sus puntos de
vista.[41]